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Revista mexicana de sociología

versión On-line ISSN 2594-0651versión impresa ISSN 0188-2503

Rev. Mex. Sociol vol.69 no.1 Ciudad de México ene./mar. 2007

 

Reseñas

 

Héctor Díaz-Polanco, Elogio de la diversidad. Globalización, multiculturalismo y etnofagia

 

Armando Bartra

 

(México: Siglo XXI Editores, 2006), 224 pp.

 

Instituto de Desarrollo Rural "Circo Maya"

 

En su más reciente libro, titulado Elogio de la diversidad. Globalización, multiculturalismo y etnofagia, Héctor Díaz-Polanco no sólo hace un encendido elogio de la pluralidad, también se afilia a su causa como lo que es: una bandera de las izquierdas.

Así, la apuesta política por las diferencias virtuosas está tanto en el prefacio como en el último capítulo, significativamente titulado "La izquierda frente a la diversidad". Pero Díaz-Polanco no se conforma con tomar partido. En el resto del texto se enfrasca en un enjundioso debate con el viejo y el nuevo pensamiento liberal, aquel que pretende ubicar a la naturaleza humana en la soledad originaria del individuo. Más adelante la emprende con la globalización capitalista, no tanto por su obra de emparejamiento -que finalmente no lo fue del todo- como por su recreación instrumental de las identidades y su etnofagia; y aunque no se extiende sobre ello, también toma distancia respecto del relativismo radical y del etnicismo fundamentalista, que son una suerte de eurocentrismo en el espejo de los oprimidos.

 

LOS DISTINTOS ATACAN DE NUEVO

El libro constata hechos que en el arranque del tercer milenio quizá son evidentes pero no lo eran tanto hace veintitantos años, cuando Héctor empezó a ocuparse de ellos. Por ejemplo, que globalización no es uniformidad humana sino reinvención de las identidades. Restitución que tiene dos expresiones opuestas pero complementarias: como parte de la resistencia de quienes sufren explotación económica pero también opresión étnica o vilipendio cultural, y como recurso del sistema que reedita las identidades con fines de lucro y de reproducción de su hegemonía. sin embargo -hay que destacarlo- la pluralidad que place al capital es la pluralidad epidérmica o domesticada, pues como veremos más adelante, para el gran dinero es veneno la irreductible, terca y subversiva diversidad de los hombres y la naturaleza, una pluralidad radical que, en última instancia, es incompatible con el mercantilismo absoluto.

Pero más allá de registrar realidades sociales, Elogio de la diversidad toma partido en una confrontación que es académica pero también política y social. No se trata sólo de constatar la "ausencia del otro" en ciertas formulaciones universalistas; se trata también de subrayar el papel libertario de los grupos de identidad y -llevando la postura un poco más lejos- de recuperar el carácter subversivo de la reivindicación de la diversidad, no sólo la étnico-cultural, sino también la natural, la tecnológica, la económica, la societaria, la política y hasta la utópica, pues ya no nos seducen igual que antes los mundos felices unánimes y en serie que inspiraron las revoluciones del siglo pasado.

Toma de posición que implica distanciarse del liberalismo antipluralista pero también del relativismo absoluto; desmarcarse tanto del universalismo homogeneizante como del etnicismo fundamentalista.

Y aquí importa destacar una propuesta que me parece fundamental: la diversidad étnica y cultural a la que se hace referencia en este libro no es la que se da entre sociedades distintas sino en el seno de una misma sociedad; porque lo que hoy registramos no es el encuentro de civilizaciones sino el permanente desdoblamiento étnico-cultural en el seno de una misma, dispareja y desgarrada civilización globalifágica; un sistema-mundo abigarrado pero unitario donde las diferencias -estigmatizantes o libertarias- reaparecen una y otra vez no por inercia histórica sino por mecanismos estructurales de diferenciación. No estamos, pues, hablando de sumatoria de diversos, ni del melting pot originario, sino de que -como escribe Héctor- "la sociedad humana es una formidable máquina que fabrica incesantemente la diversidad".

 

LA ONTOLOGÍA DEL SOLITARIO

Esta recurrente diferenciación de los grupos humanos en identidades colectivas con valores, normas e ilusiones diversos, resulta prácticamente disruptiva y teóricamente perversa para la filosofía, la teoría jurídica y el pensamiento político de raigambre liberal; sistemas de ideas que proponen al individuo como originario y a la sociedad como derivada. Porque si la voluntad y la libertad, presuntamente innatas y propias de la naturaleza humana, son además atributos metafísicos de un solitario radical, la sociedad aparecerá como resultado de un acuerdo entre individuos incondicionados y sin contexto, como producto de una suerte de sociogénesis contractual.

Díaz-Polanco señala, puntualmente, que tal hipótesis choca no sólo con las evidencias historiográficas y etnográficas sino también con los hechos duros y las tendencias profundas de las sociedades contemporáneas: órdenes abigarrados que lejos de materializar el sueño liberal de modernidad resultaron verdaderos festines de diversidad identitaria. Pero aun si el argumento carece de sustento histórico, podría tener consistencia lógica en la medida en que se nos muestre como principio racional que da cuenta de la condición de posibilidad de toda sociedad humana.

Y es ésta la línea de argumentación que -siguiendo a Kant- elige el primer John Rawls, el de Teoría de la justicia (1971). No repetiré aquí las contundentes críticas que Díaz-Polanco y otros enderezan contra el radical universalismo individualista y antipluralista de dicha propuesta. Quisiera, sin embargo, esbozar una línea de aproximación que me parece pertinente. Kant, Rawls y otros, son libres de des-historizar su búsqueda apriorística de las condiciones de existencia de toda socialidad posible, pero no pueden impedir que una parte de la crítica a sus propuestas ubique históricamente el pensamiento cuestionado.

Sería pertinente, entonces, explorar las premisas históricas y particulares que hacen posible el surgimiento de un pensamiento ahistórico y universalista como ese. Porque -me parece- la absolutización metafísica del individuo y sus atributos resulta del predominio de un orden históricamente fechado. un sistema que, en nombre de un mercantilismo absoluto donde los intercambios dinerarios debían constituir por sí mismos el fundamento de toda relación social válida, descalifica identidades culturales, solidaridades y economías morales. socialidades diversas que para el capital son anacrónicas y perversas, y por ello son enviadas al pasado y sus reductos, al oriente exótico o la periferia bárbara.

Pero el capitalismo no es sólo una obscena economía-mundo, un absolutismo mercantil globalizante que da sustento teórico-práctico al individualismo radical. El universalismo fetichizado y antipluralista que Díaz-Polanco y otros cuestionamos, es la expresión alienada de una construcción histórica contradictoria y conflictiva; un orden social ciertamente ecocida y etnocida pero también, y paradójicamente, portador de valores rescatables. Precisamente por su voracidad, el del gran dinero es un sistema-mundo incluyente -en el sentido globalifágico de inclusión- que desde pequeño interiorizó la diversidad sociocultural, haciendo de ella algo inmanente. Inmanencia del "otro" que por ello mismo permite subordinarlo pero también obliga a reconocerlo.

El individuo presuntamente portador de la naturaleza humana es una construcción social de la modernidad; una invención tan alienante como libertaria, pues si su irrupción de facto y de jure desvaloriza colectividades y rompe lazos solidarios, también arroja nueva luz sobre la pluralidad, al obligarnos a reconocer en los "otros" a un "nosotros"; no como en los tiempos de particularismo tribal cuando, por definición, los "otros" no eran "hombres verdaderos", sino como auténticos pares, cuando menos en tanto que compartimos la condición humana. Y no estoy hablando de una naturaleza innata y trascendente, una abstracción fetichizada que encubre metafísicamente las desigualdades y diferencias estigmatizantes realmente existentes, sino de una condición humana hecha a mano, construida socialmente en la confrontación y/o la solidaridad de los diversos.

Frente a los encuentros en exterioridad propios de sistemas menos omnifágicos, la expansión mercantilista desarrolló un modo incluyente del encuentro; interiorización forzada que si bien erosionó diferencias potencialmente enriquecedoras y volvió estigma o marca comercial a las que conservó, también hizo posible el encuentro como comunión. Y no me refiero a una suerte de revelación por la cual nos diéramos cuenta de que por razones metafísicas, el "otro" es también un hombre como yo; sino del encuentro como interacción prolongada que construye una nueva identidad, una nueva y compartida condición humana. Condición hoy asimétrica y lacerada donde un hombre tiene y el otro hombre carece, donde un hombre manda y otro hombre obedece -o se rebela-, pero donde por primera vez se dramatiza radicalmente la unidad en la diversidad. Y de esta interiorización dispareja de las diferencias a la construcción de identidades compartidas y fraternas que trasciendan la pluralidad sin negarla, no hay más que una línea de sombra, apenas un paso. un paso histórico, claro, pero un paso al fin.

Si es válido encontrar en la entronización originaria del mercantilismo -o en alguna de sus fases de expansión- las raíces históricas de las viejas y las nuevas teorizaciones del individualismo, es legítimo también remitir el pensamiento pluralista de Luis Villoro o de Boaventura de Sousa Santos -ambos mencionados por Díaz-Polanco- al renacimiento de la diversidad bajo la forma de insumisas y beligerantes identidades colectivas. Pero importa destacar que este renacimiento social no es un regreso al tribalismo, sino una nueva vuelta de tuerca histórica que, en sus proyectos más visionarios, busca trascender la globalización asimétrica y emparejadora hacia una mundialización de los diversos como pares. Y es necesario subrayar, también, que en el mundo de las ideas esto significa que se busca trascender a Kant (o a Hobbes o a Smith) no ignorándolos, sino apoyándose en el pensamiento que ellos formularon.

No es casual, entonces, que además de reconocer los valores de cada cultura, Luis Villoro proponga un orden de valores "transculturales", como "condición de posibilidad" de todo sistema posible de valores (Estado plural, pluralidad de culturas, 1998); o que la "hermenéutica diatópica" de Boaventura de Sousa Santos parta de la conciencia recíproca de la "incompletitud" de las culturas, pero se apoye en una teoría de la "unión" de los diversos que "tiene un carácter eurocéntrico por su aspiración de totalidad" (La caída del ángelus novus: ensayos para una nueva teoría social y una nueva práctica política, p. 64). Y es que, de la misma manera en que no es posible trascender la globalidad como economía-mundo, más que reconociendo su existencia y apoyándose en ella para desmontarla-reconfigurarla, tampoco es viable ir más allá de la universalidad individualista restaurando la diversidad virtuosa, sin tomar como punto de partida la propia universalidad. Para decirlo en dos palabras: la diferencia entre el neotribalismo fundamentalista y la universalidad de los diversos es la misma que existe entre "globalifobia" y "otromundismo".

La universalidad de ciertos principios, valores o normas sociales no deriva de su racionalidad trascendente, sustentada a su vez en una presunta naturaleza innata del individuo humano. Pero el que tal universalidad no tenga un origen metafísico no quiere decir que no exista como construcción en curso, como proceso deliberativo, como obra de una diversidad que se trasciende y se conserva. Y porque para conservarse debe trascenderse, la diversidad constitutiva de la universalidad incluyente es una diversidad otra, una diversidad reinventada que no se monta tanto en la diferencia sustantiva y originaria como en la diferenciación permanente frente al otro y con el otro.

 

GLOBALIZACIÓN ETNOFÁGICA Y SEUDODIVERSIDAD

En la segunda parte del libro, Díaz-Polanco se ocupa de la diversidad en la globalización, no sólo registrando el hecho de que el gran dinero incumplió su vieja promesa de uniformar usos y costumbres en dos grandes y únicas clases mundiales: la que cultivan los de sombrero de copa y la que practican los de overol; sino también destacando la capacidad adaptativa y oportunista de un capital apercibido de que "la diversidad puede ser nutritiva para la globalización", como escribe Héctor (p. 137). Para señalar, de inmediato, que si hay una diversidad nutricia y favorable a la acumulación, también hay otra diversidad indigesta; por ejemplo, la que encarna en las identidades colectivas de raíz étnica que resisten tanto a la exclusión como a la inclusión subordinada y envilecedora.

En diálogo con Zygmunt Bauman (La sociedad individualizada), Díaz-Polanco distingue las identidades duras definidas por su historicidad y dinamismo, su heterogeneidad interna, su multiplicidad jerárquica y su simultaneidad, de la efímera y líquida "identificación": una serie inagotable y fluyente de diferenciaciones que se adaptan a la perfección a la diversidad epidérmica de las mercancías en la sociedad de consumo. Frente a esto, el orden hegemónico tiene una actitud ambivalente: "El sistema ataca con todas sus fuerzas las bases comunitarias de las identidades, al tiempo que promueve todo género de identificaciones, que son una especie de identidades individualizadas sin sustento colectivo" (p. 157).

Estando tan de acuerdo con Díaz-Polanco quisiera, sin embargo, destacar aquí no tanto la instrumentalización de la pluralidad por el capital como su incompatibilidad última con las diferencias sustantivas.

La diversidad virtuosa es el impasse del gran dinero, su pluma de vomitar, el hueso que no pudo mascar pero roe obsesivamente. Y porque ahí está su límite infranqueable, el absolutismo mercantil ha desarrollado la seudodiversidad: una apertura ficticia y epidérmica a la pluralidad humana y natural. Precisamente porque la diferencia sustantiva lo envenena, el capital pasó del puro y simple emparejamiento cuyo paradigma era el consumismo culturalmente estandarizado, a la diversificación de la oferta y a la segmentación de los mercados; del indiscernible hombre masa al culto a las diferencias identitarias; del rock y las hamburguesas a world music y ethnic food.

Escribe Díaz-Polanco:

Uno tras otro se fueron derrumbando los argumentos esgrimidos para anunciar un futuro de uniformidad que se consolidaría conforme la globalización desarrollara la potencia unificadora y disolvente que le atribuían [...] [Al contrario] los afanes identitarios se multiplicaron en una escala nunca vista [...] Al parecer [...] la globalización funciona más bien como una inmensa maquinaria de "inclusión" universal que busca crear un espacio liso, sin rugosidades, en el que las identidades puedan deslizarse, articularse y circular en condiciones que sean favorables al capital globalizado [...] La globalización [...] procura aprovechar la diversidad [...] aunque [también] aislar y eventualmente eliminar las identidades que no le resultan domesticables o digeribles (p. 136).

Los argumentos son semejantes a los de Hardt y Negrí en Imperio:

En su fase de inclusión el imperio es ciego a las diferencias [...] Logra la inclusión universal [...] [pero] para dejar de lado las diferencias tenemos que considerarlas no esenciales [...]; [así] el imperio se convierte en una especie de espacio uniforme, a través del cual las subjetividades se deslizan sin ofrecer resistencia ni presentar conflictos sustanciales (pp. 187-188).

Pero la apertura del sistema -hay que destacarlo- es sólo a las diferencias "no esenciales" y "domesticables", a la pluralidad cosmética como condición de la unanimidad sustancial. Y la universalidad que resulta de la estrategia falsamente incluyente no es síntesis mediada de la diversidad subyacente, sino dilución de la diversidad en una generalidad abstracta, vacía, indeterminada.

El gran dinero incorpora las diferencias identitarias en una suerte de "globalización etnófaga", escribe Díaz-Polanco. Podríamos agregar que en otras esferas, pero de manera semejante, hace rentables tanto los productos "orgánicos" respetuosos de la diversidad de los ecosistemas, como los "sustentables" que además preservan la pluralidad étnica y social, de la misma manera que especula con la conservación de los recursos naturales, creando un mercado de "servicios ambientales" y que al patentar lo códigos genéticos hace lucrativa la biodiversidad. Pero el capital confraterniza con la pluralidad sólo en tanto que es rentable. Ya lo dijo Pat Mooney refiriéndose a la decodificación y privatización del genoma: "El dinero está en las diferencias", de modo que las diferencias cuentan no por serlo sino porque producen dinero.

No hay novedad en esto: desde que se operó la inversión originaria por la que el uso se subordinó al cambio y la calidad a la cantidad, quedó claro que en el mundo de las mercancías capitalistas las diferencias no son más que el soporte, el vehículo, el medio que emplea el valor para valorizarse. En el sistema del mercado absoluto el valor de uso es contingente mientras que el valor de cambio es necesario y, de la misma manera, la diversidad biosocial es accidental mientras que la uniformidad de los hombres y la naturaleza es sustantiva. Sean identidades étnicas, especies biológicas, cocinas nacionales o cafés de origen, los distintos se admiten si son clasificables, normalizables, intercambiables, lucrativos. Así, las identidades duras se diluyen en la amorfa ciudadanía; la pluralidad de los ecosistemas se reduce a códigos genéticos; la diversidad agroecológica deviene marca de origen; la originalidad creativa se legitima en el mainstream y cotiza ora en el mercado del arte ora en los medios. En el mercado, el Estado y el imaginario que placen al capital, todas las diferencias son iguales, todas las diversidades son pardas.

Si la diversidad producida como mercancía reporta ganancias, la apropiación y la mercantilización de la diversidad natural-social generan rentas. La privatización de tierras, aguas, recursos minerales, territorios estratégicos, frecuencias radiales y televisivas, paisajes, especies, etcétera, es fuente de enriquecimiento estructural, permanente y socorrido pero perverso, pues no se funda en la extracción de plusvalía sino en el dominio económico excluyente sobre recursos no reproducibles y por tanto potencialmente escasos. Y es particularmente viciosa, pues mientras que otras ganancias especulativas y de monopolio son efímeras, ya que se diluyen con la competencia, las que se fundan en la privatización de bienes "naturales" no se normalizan por la oferta y la demanda.

Pero tras de las astucias con que el gran dinero se apropia y mediatiza la diversidad se oculta una incompatibilidad sustantiva. La pluralidad funcional al sistema es la de dientes para afuera, es la seudodiferencia como vehículo de la intercambiabilidad comercial.

Tienen razón quienes -como Díaz-Polanco- resaltan la capacidad del capital para manejar las contradicciones que le genera la permanente reproducción de lo diverso en el seno de la uniformidad (la "etnofagia" como domesticación de la diversidad identitaria, el "ecologismo neoliberal" como especulación mercantil con los servicios ambientales), pero la capacidad de adaptación del sistema no debe ocultar que en la terca diversidad socionatural está el enterrador del mercantilismo absoluto.

En el último capítulo del libro, Díaz-Polanco retoma el tema de la diversidad en tesitura política. si bien reconoce, como Eric Hobsbawm, que sumando particularismos no se llega al proyecto unitario de las izquierdas, reivindica sin embargo las luchas identitarias dentro de un nuevo universalismo.

Hace énfasis, también, en la validez de las banderas autonómicas y en la pertinencia de las prácticas que a nivel local o regional combinan la autodeterminación política con la autogestión social y económica. Pero, a diferencia de los localismos y particularismos de facto que le dan la espalda al sistema, y de los antiestatismos teóricos que dejan de lado la política y las cuestiones del poder, Díaz-Polanco reivindica un modo distinto de hacer política y también "las nuevas formas de poder popular que desafían al poder estatal vigente" (p. 208).

Y encuentro aquí un punto más de acuerdo con Díaz-Polanco: frente a la fórmula de John Holloway según la cual se puede "cambiar el mundo sin tomar el poder", Héctor sostiene que "hay que tomar el mundo para cambiar el poder". Yo agregaría que en este trance algún día habrá que tomar el poder, pero evitando que el poder nos tome a nosotros.

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