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Revista mexicana de sociología

versão On-line ISSN 2594-0651versão impressa ISSN 0188-2503

Rev. Mex. Sociol vol.67 no.4 Ciudad de México Out./Dez. 2005

 

Artículos

 

Las huellas de los noventa en la sociedad argentina. Trayectorias, identidades e incertidumbres desde la inestabilidad laboral

 

The Traces of the 1990s on Argentinean Society. Trajectories, Identities and Uncertainty Caused by the Job Insecurity

 

María Cristina Bayón*

 

* Doctora en Sociología por la Universidad de Texas, en Austin. Investigadora en el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM. Tel.:(55) 56 22 74 00, ext. 309; fax: 56 22 74 17, correo electrónico: <cristina.bayon@servidor.unam.mx>. Líneas de investigación: trabajo, ciudadanía y procesos de exclusión social.

 

Recibido: 6 de septiembre de 2004.
Aceptado: 26 de abril de 2005.

 

Resumen

Este artículo aborda los efectos excluyentes y disruptivos del modelo económico puesto en marcha durante la década de los noventa, el cual ha dejado profundas huellas en la estructura social argentina. Se explora la articulación de procesos macrosociales y micro-transformaciones a través del análisis de las principales tendencias y expresiones de la inseguridad laboral y el deterioro social, su impacto sobre las trayectorias individuales, el bienestar de los hogares y las dinámicas familiares, así como las percepciones de los sujetos sobre estos procesos y sus perspectivas de mejoramiento futuro. Finalmente, se plantea la necesidad de repensar los mecanismos y referentes de la protección social desde una perspectiva integral e incluyente capaz de responder a una nueva estructura de riesgos sociales.

Palabras clave: inseguridad laboral, precariedad, acumulación de desventajas, incertidumbre, desprotección, perspectivas de futuro.

 

Abstract

This article deals with the exclusive, disruptive effects of the economic model implemented during the 1990s, which has had a profound effect on the Argentinean social structure. It explores the links between macrosocial processes and microtransformations through the analysis of the main tendencies and expressions of the job insecurity and social deterioration, their impact on individual trajectories, the wellbeing of households and family dynamics and the perceptions of those involved in these processes and their perspectives for improvement in the future. The article ends by raising the need to rethink the mechanisms and referents of social protection from an integral, inclusive perspective capable of responding to a new structure of social risks.

Keywords: job insecurity, precariousness, accumulation of disadvantages, uncertainty, lack of protection, future perspectives.

 

INTRODUCCIÓN

Para los sectores más desfavorecidos —particularmente en lo que a la disponibilidad de diversos tipos de "capital" se refiere— el nuevo escenario económico se ha traducido en un doble proceso de exclusión. Junto a la imposibilidad de acceder a las "oportunidades" que los procesos en marcha ofrecen (nuevos patrones de intercambio, producción de nuevos bienes, desarrollo de nuevas habilidades, nuevas técnicas de producción, etcétera) y al ensanchamiento de las brechas entre ganadores y perdedores como resultado de un nuevo sistema de premios y castigos, se experimenta un progresivo debilitamiento de los anteriores mecanismos de supervivencia económica y obtención de ingresos. En otros términos, la posibilidad de "ganarse la vida" trabajando, al menos de manera continuada, es cada vez más incierta. La ausencia de mecanismos de protección adecuados a una nueva estructura de riesgos sociales, junto al debilitamiento de los anteriores sistemas de protección centrados en el empleo estable y formal —en un contexto en el que éste ha dejado de ser la "norma"—, conduce de manera progresiva al entrampa-miento en situaciones de desventaja donde desempleo, precariedad y pobreza se retroalimentan y refuerzan mutuamente.1

El potencial integrador del trabajo se erosiona y la incertidumbre que surge de la inseguridad laboral "impregna" múltiples dimensiones de la vida individual, familiar y colectiva: afecta el bienestar material y psicológico del individuo y del hogar, debilita las fuentes identitarias y de pertenencia social previas, produce un progresivo encogimiento de las redes sociales, erosiona las perspectivas de mejoramiento futuro, redefine la dinámica familiar e introduce nuevas fuentes de tensión en el hogar. Sin embargo, los impactos y las formas en que estos procesos se experimentan y enfrentan, así como sus efectos disruptivos distan de ser homogéneos. El mercado de trabajo, el papel del Estado en la provisión de bienestar, los previos niveles de vida y las oportunidades y constreñimientos que proveen los espacios locales, se articulan con las trayectorias individuales en las que el origen social, las experiencias laborales y familiares, la edad, el género, la estructura del hogar y la etapa del ciclo de vida familiar, entre otros elementos, dan cuenta de la complejidad y heterogeneidad que caracteriza a las situaciones de precariedad social en el nuevo escenario socioeconómico. La multidimensionalidad de estos procesos y sus impactos diferenciados plantean la necesidad de ensayar nuevos abordajes, más complejos y dinámicos, que permitan captar las especificidades que adquieren las "nuevas" y "viejas" vulnerabilidades sociales en contextos particulares.

Este artículo explora la articulación de macroprocesos y microtransformaciones experimentados durante un periodo que ha dejado marcadas sus huellas en la sociedad argentina: la década de los noventa. Este periodo marcó un profundo quiebre con el pasado, un antes y un después en la historia del país y en las historias individuales que aquí se presentan. Difícilmente pueden comprenderse la crisis que hizo eclosión a fines de 2001, los alcances de la recuperación económica experimentada en el periodo más reciente y los dilemas y desafíos que plantea el tránsito hacia una sociedad más equitativa, solidaria e incluyente, si no se dimensiona en toda su magnitud el deterioro social que experimentó el país durante la última década del siglo XX. Esta adquiere particular relevancia para comprender la profundidad de los efectos excluyentes y disruptivos del modelo económico neoliberal, que hizo de la Argentina de los noventa un caso paradigmático por la ortodoxia y celeridad con que dicho modelo fue aplicado.

En la primera sección se exploran las principales expresiones del deterioro social en términos de desigualdad, pobreza y empleo, cuya resultante fue la emergencia de una estructura social altamente desigual y segmentada, con niveles de privación y precariedad laboral inéditos en la historia del país. Esta sección no pretende presentar un análisis exhaustivo del mercado laboral, la evolución de la pobreza o las políticas sociales aplicadas durante la década de los noventa, sino caracterizar el "escenario", el contexto social en el que se desarrollan las trayectorias, experiencias y percepciones individuales que constituyen el eje articulador del presente artículo. Las siguientes secciones, a través del análisis cualitativo, se concentran en las dimensiones subjetivas de la "experiencia" del deterioro social y la inseguridad laboral.2 A tal fin se analizan los impactos del desempleo y la precariedad laboral en las trayectorias individuales de trabajadores y trabajadoras con diversos perfiles y experiencias laborales. Se explora cómo las trayectorias previas, el género, la edad, la distribución y la concepción acerca de los roles familiares, la etapa del ciclo de vida familiar, entre otros elementos, imprimen un sello particular a la experiencia de la inseguridad laboral. En la siguiente sección, el análisis de las percepciones acerca del futuro intenta dar cuenta de cómo la marcada erosión de las certezas anteriores en términos de empleo y movilidad social, bloquea la posibilidad de concebir el futuro más allá de los límites inmediatos. Si bien dichas percepciones y el fuerte pesimismo que denotan están permeadas por el contexto de recesión económica por el que atravesó el país durante los últimos años de la década pasada e inicios de la actual, al mismo tiempo dan cuenta de procesos de más largo alcance, ligados a la reducción de los horizontes temporales que surgen de la creciente incertidumbre que caracteriza al escenario laboral. Finalmente, se destaca que la creciente discontinuidad e inestabilidad de las trayectorias laborales individuales en un contexto de alta desigualdad, segmentación social y pobreza, plantean la necesidad de repensar los referentes y mecanismos tradicionales de provisión de bienestar desde una perspectiva de ciudadanía orientada a reducir la reproducción de desigualdades y a prevenir el entrampamiento en situaciones de desventaja durante el curso de vida.

 

EL ESCENARIO: DETERIORO SOCIAL E INSEGURIDAD LABORAL EN LOS AÑOS NOVENTA

Argentina, que hasta mediados de los años setenta ocupó una posición privilegiada en la región por sus bajos niveles de desigualdad, pobreza y subutilización laboral, la extensión de su sistema de educación pública, la mayor formalidad de su mercado de trabajo, la existencia de dinámicos canales de movilidad social y de una extensa clase media, constituye el país de América Latina que ha sufrido la más profunda transformación de su estructura social en los últimos treinta años.3

Si bien el proceso de deterioro social inicia a mediados de los años setenta, en el marco del agotamiento del modelo de sustitución de importaciones,4 fue durante la década de los noventa, con el establecimiento de una nueva estrategia de crecimiento económico basada en la convertibilidad de la moneda, la reducción del déficit fiscal, la apertura y la desregulación económicas, y un extenso plan de privatizaciones, cuando se cambiaron radicalmente las reglas de juego del modelo anterior. La nueva estrategia alteró tanto el papel asignado al Estado en el área social como el funcionamiento del mercado de trabajo, introduciendo una creciente vulnerabilidad en las condiciones de vida y de empleo de amplios sectores de la población.

El persistente deterioro de los niveles de bienestar, el acelerado incremento de la desigualdad y la polarización social, el desempleo, el aumento generalizado de la inseguridad laboral y la mayor incidencia de la pobreza y la indigencia, lejos de representar fenómenos residuales o cíclicos, pasaron a constituirse en rasgos permanentes de la estructura social, difícilmente reversibles en el corto plazo.

La recesión iniciada en 1998 y la dramática crisis económica que estalló en diciembre de 2001 cuando se dio por culminada una larga década de convertibilidad y tuvo lugar una fuerte devaluación cambiaria, en una clima de alta conflictividad social e inestabilidad política, exacerbaron las tendencias previas y los impactos sobre el empleo y las condiciones de vida de la población alcanzaron niveles alarmantes.5 En septiembre de 2002 los ingresos reales no sólo eran 30% inferiores a los de un año atrás, sino que el valor real de las remuneraciones medias de los asalariados registró su nivel más bajo desde 1940 (Beccaria et al., 2003). La recuperación económica experimentada a partir de 2003, cuando asume un nuevo gobierno elegido democráticamente, se ha traducido en una progresiva reducción de los niveles de pobreza y desempleo; sin embargo, su incidencia continúa siendo muy profunda en amplios segmentos de la población.6

El cuadro 1 muestra las principales expresiones del deterioro laboral durante los años noventa, el cual ciertamente no se limitó al dramático incremento del desempleo, sino que fue acompañado por una creciente precarización del trabajo asalariado y las menores oportunidades de autogeneración de empleo, procesos que se reforzaron mutuamente, con particular énfasis desde mediados de la década.7

Las reformas en el área social y laboral fueron el correlato del ajuste en el área económica (Cortés y Marshall, 1999). El abandono de los objetivos de universalidad en la provisión de servicios sociales y la flexibibilización del mercado de trabajo exacerbaron la precariedad laboral y las inequidades sociales, contribuyendo a su cristalización en una estructura social crecientemente segmentada. Las limitaciones presupuestarias y la focalización restringida a los pobres estructurales, dejaron sin protección a los sectores medios empobrecidos que pasaron a engrosar las filas de los "perdedores" en el nuevo modelo económico. La cobertura del seguro de desempleo, aprobado en 1991 —limitado sólo a ciertos segmentos del empleo formal— nunca superó 6% de los trabajadores desocupados. Las escasas redes de contención social privilegiaron los programas públicos de empleo orientados a los sectores de menores ingresos, cuyos bajos montos operaron como mecanismo de "autofocalización" y se orientaron básicamente a contener la conflictividad social resultante de los altos niveles de pobreza y desempleo, particularmente a partir de 1997. Considerados conjuntamente seguro de desempleo y planes de empleo —básicamente el plan Trabajar— hacia fines de los años noventa, menos de 15% de los trabajadores desocupados contaba con algún tipo de protección por parte del Estado.8

Si bien el deterioro del mercado de trabajo se extendió al conjunto de las categorías de ocupaciones y niveles educativos, afectó con mayor intensidad a los grupos más desfavorecidos en términos de educación y calificación, los cuales quedaron confinados a los empleos más precarios del mercado de trabajo y a su alternancia con recurrentes periodos de desempleo.9 Mientras que los asalariados formales mantuvieron, en promedio, el grado de rotación que registraban hacia fines de los años ochenta, los segmentos más desprotegidos del mercado de trabajo lo incrementaron, haciéndose aún más inestables (Beccaria y Maurizio, 2004). La proporción de personas que permanecieron continuamente ocupadas a lo largo de un año cayó de 90.4% a 76.6% entre 1991 y 2000, siendo los más afectados los asalariados no registrados en la seguridad social, los trabajadores de menor escolaridad y calificación, y los trabajadores por cuenta propia (Bayón y Saraví, 2002).

El subempleo10 duplicó su participación en la Población Económicamente Activa (PEA) entre 1990 y 2000 de 8.3% a 15.1%, y acompañó la contracción del empleo de tiempo completo aun en periodos de rápido crecimiento económico.11 Éste ha constituido, junto al desempleo, uno de los principales mecanismos de ajuste del mercado de trabajo, y una de las expresiones más evidentes del deterioro laboral en términos de ingresos y desprotección social.12

El sector informal —especialmente el empleo por cuenta propia— demostró una menor capacidad de "amortiguación" que en la década de los ochenta, incrementando la vulnerabilidad a la exclusión del mercado de trabajo de amplios contingentes de trabajadores, básicamente aquellos de mediana edad y bajos niveles educativos. La disminución de pequeños comercios (ante la expansión de grandes cadenas comerciales, sobre todo supermercados), la reducción de las oportunidades de empleo en ciertos servicios (como los de reparación, frente al mayor acceso al crédito para adquirir bienes de consumo durables a principios de los años noventa) y la masiva entrada de bienes importados (particularmente en el sector textil y del vestido), no sólo disminuyeron las oportunidades para la generación de actividades por cuenta propia sino que, a diferencia de lo ocurrido en las décadas previas, los autoempleados pasaron a constituir el segmento peor remunerado de la fuerza de trabajo.13

La inseguridad laboral aumentó para todos los ocupados. Sin embargo, la precarización fue mayor para los hombres, quienes en el periodo previo habían gozado de importantes niveles de estabilidad laboral. El desempleo creció más rápido entre las mujeres, mientras que el empleo asalariado desprotegido se incrementó con mayor intensidad entre los hombres (véase cuadro 1). El desempleo femenino fue principalmente el resultado del aumento de la presión por ingresar al mercado de trabajo, mientras que entre los hombres el aumento de la desocupación se explica básicamente por la pérdida de empleos entre quienes ya estaban ocupados.14 La pérdida de beneficios sociales aparece como uno de los signos más evidentes de la degradación de las condiciones de empleo luego de un periodo de desempleo: el análisis de panel revela que entre octubre de 1999 y octubre de 2000, tres de cada cuatro trabajadores asalariados que contaban con beneficios sociales en su ocupación previa, perdieron estos beneficios al reingresar al mercado de trabajo (EPH-INDEC).

El profundo deterioro de las condiciones de empleo entre los jefes de hogar, en un contexto de extendida desprotección social y progresivo encogimiento de las oportunidades brindadas por el mercado de trabajo, es una de las expresiones más severas de la precariedad social. Como se observa en el cuadro 1, entre los jefes el empleo asalariado protegido disminuyó de 55.5% a 46.9% entre 1990 y 2000, mientras que la incidencia del empleo sin beneficios sociales aumentó de 14.6% a 21.3%, el empleo por cuenta propia se redujo de 25.5% a 20.7% y el desempleo se incrementó de 4.4% a 11.8% durante el mismo periodo.

Si bien el incremento del número de miembros del hogar en el mercado de trabajo constituyó la "estrategia" más extendida para enfrentar el deterioro del empleo y la discontinuidad de los ingresos, la "disponibilidad" de miembros en edad de trabajar de ninguna manera garantiza su inserción laboral, como lo demuestra el marcado incremento del desempleo entre los trabajadores secundarios, particularmente entre las esposas, donde éste aumentó casi cuatro veces durante la década (cuadro 1).15

La posesión de credenciales educativas ha desempeñado un papel decisivo en las posibilidades de acceder a los —cada vez más escasos— "buenos" empleos. El aumento de los niveles educativos de la población activa —donde destaca el acelerado aumento del grupo con educación terciaria— en un contexto de marcado deterioro del empleo, condujo no sólo a la devaluación educativa, sino a la creciente exclusión de los sectores con menor educación, cuyas oportunidades de empleo se vieron fuertemente reducidas. El incremento de los años "promedio" de educación entre la población de 25 a 65 años —de 9.5 a 10.1 años entre 1992 y 2001— fue acompañado de un marcada inequidad en su distribución: mientras que en el 20% más pobre los niveles educativos no sólo no se incrementaron sino que incluso se redujeron —de 7.5 a 7.3 años—, en el 20% más rico aumentaron de 12.2 a 13.4 años, ahondando la brecha educativa entre ambos extremos de 4.7 a 6.1 años (World Bank, 2003).

El debilitamiento de la ventaja comparativa de la educación secundaria para obtener un empleo se evidencia en el cuadro 1, donde se observa que la incidencia del desempleo y el empleo precario en este grupo es cada vez más cercana a la de los niveles educativos inferiores, distanciándose de manera creciente del nivel universitario.16

La acumulación de desventajas en los hogares más desfavorecidos en términos de ingresos y niveles educativos, se evidencia en el deterioro de su participación en el mercado de trabajo durante la última década (cuadro 1). Entre los jefes de hogares pobres es mayor la incidencia del desempleo —19.4% versus 4.7% en los no pobres—; menor la tasa de ocupación —60.1% versus 68.7%—, en particular la de tiempo completo —48.8% versus 68.7%—, y menores niveles educativos —70% sólo cuenta con primaria, y sólo 3% con universitaria versus 39.3% y 25% respectivamente en los hogares no pobres— (Damill et al., 2002). A los problemas de ingresos bajos e inestables, se suma la ausencia de cobertura social: en aquellos hogares en que el jefe no logró completar el nivel secundario, la presencia de asalariados registrados se redujo de 58.8% en 1991 a 45.2% en 2001, mientras que en los hogares encabezados por jefes con educación secundaria o más dicha reducción fue mucho menor, pasando de 79.4% a 74% en el mismo periodo (Beccaria et al., 2003).

Luego de haber caracterizado las principales expresiones y tendencias del persistente deterioro que experimentaron vastos sectores de la sociedad argentina durante la década de los noventa, a continuación se analiza la dimensión subjetiva del mismo en los inicios del nuevo siglo.

 

LA PRECARIEDAD COMO DESTINO

El progresivo entrampamiento en una "espiral de precariedad" (Paugam, 1995) caracterizada por la alternancia de empleos precarios, bajos salarios y recurrentes periodos de desempleo, o lo que algunos autores denominan low pay-no pay cycle,17 aparece como un elemento recurrente en las historias laborales de los entrevistados durante el periodo reciente.

La trayectoria de Juan —36 años, educación secundaria y padre de dos hijos— luego de la pérdida de su empleo en 1993 como cajero en el ferrocarril, donde había trabajado durante 14 años, ilustra cómo la pérdida de un empleo estable se constituye en un punto de quiebre decisivo en la trayectoria laboral, en el primer escalón de un proceso de caída social difícilmente reversible.

[...] al principio yo elegía: "esto no, y aquello tampoco", ya después cuando veía que no conseguía nada empecé a agarrar cualquier cosa [...] El 94 me parece que era, más o menos, cada vez más difícil. Estuve como ocho meses sin laburo, ya me empecé a desesperar [...], y fue cuando después enganché en la autopista Buenos Aires-La Plata [...] ahí entré como cajero también, "peajista" le dicen ellos. Ahí estuve un año y dos meses [...] tuve una agarrada muy grande con el supervisor [...] y a la otra noche estaba despedido [...] Después de eso, ahí nomás, al toquecito, conseguí trabajo en una de vigilancia, que es un palo que te digo nunca más lo hago, porque te comés de todo [...] Fueron seis [...], casi ocho meses. [...] Bueno, el último trabajo que tuve te vas a reír: estuve trabajando como extra de cine [...] Y era el año 98 creo [...] Después de eso hace dos años, dos años y pico que estoy parado [...] Y después nada. Ya después cada vez es más difícil, cada vez más difícil, más difícil [...].

Se instala entonces como "normal" la figura del precario de que nos habla Gorz (1998:63): el que ya "trabaja", ya no "trabaja", ejerce de manera discontinua múltiples oficios, de los cuales ninguno es un oficio, no tiene profesión identificable y tiene como profesión el no tenerla; no puede identificarse con su trabajo, sino que considera como su "verdadera" actividad aquella por el ejercicio de la cual se esfuerza en las intermitencias de su "trabajo" remunerado.

Entre los trabajadores menos calificados, la precariedad emerge no sólo como el destino, sino como la manifestación de un déficit de lugares ocupables en la estructura social (Castel, 1997), que se potencia en contextos de creciente desigualdad y segmentación social.

(Cuando me echaron de la fábrica) hace seis años, aguanté un año haciendo changas,18 estuve trabajando en un hostal [...] en una casa de fiestas, lavaba copas [...] Y ahí estuve como un año, o sea que nunca me quedé quieto, siempre buscaba, buscaba, pero nunca me pude enganchar en nada efectivo [...] Después de eso compré el carro y ahora vivo con el carro [...] salgo a cirujear19 por la calle [...] pero ahora también está flojo en el carro, hay muchos, ¡¡¡somos muchos!!! Cada vez somos más [...] se ve más la miseria ahora que antes [...] Hasta la policía te jode ahora [...] Te paran, y te dicen: no, no podés trabajar acá porque [...] ¿viste que hay mucha custodia ahora en los barrios? Te corren. Otros roban, te corren a vos. Te vas a querer cuidar coches, te corren los policías porque no se puede. O sea, ellos mismos están haciendo que en la sociedad sean todos sinvergüenzas [...] Acá los pibes andan robando por ahí [...] (José, 37 años, cinco hijos, educación primaria).

Si bien el nivel secundario completo, o el equivalente de 12 años de educación, constituye una plataforma mínima necesaria, la misma es cada vez más insuficiente ante la creciente relevancia de la segmentación de la calidad de la educación recibida: ya no alcanzan los años de escolaridad como pasaporte para el ingreso a los modernos puestos de trabajo, y la "contraseña" tiende a ser el origen de la credencial educativa y el capital social familiar (Filmus y Miranda, 1999). En este contexto, el valor atribuido a la educación secundaria, como señala Urresti (2000), está en una suerte de doble vínculo: por un lado no sirve para nada, pero por el otro sirve para todo; en sí misma no tiene valor pues no da garantías de empleo ni de ascenso social, pero tiene el valor de ser un medio necesario de acceso a algo superior.

Es que es diferente (con el secundario) encarás las cosas de una manera diferente porque por lo menos tenés un título y podés llegar a tener otra perdiz u otro chivo, así sin el título ni de repositor en un supermercado (Santiago, 29 años, repartidor en una pizzería, primaria completa).

No hay a dónde ir a buscar trabajo [...], si no tenés un estudio secundario o una profesión no hay a dónde ir a buscar, porque fábricas no hay más, si entrás a trabajar de limpieza te toman por temporadas (Flavia, 25 años, secundaria incompleta, beneficiaria del Plan de Emergencia Laboral).

[...] ¿por qué discriminan?, ¿por qué tantas vueltas para conseguir un trabajo?, porque antes no era así, antes no se fijaban en la edad [...] y si no tenías estudios pero ellos te precisaban te tomaban ahí no más [...] ahora hay muchos requisitos (Orlando, 44 años, primaria incompleta, ex operario en una fábrica de cerámica).

Como lo demuestra el papel de la creciente homogeneidad social de las escuelas en la reproducción de privilegios y desventajas, la desigual distribución de oportunidades educativas y la exclusión social aparecen fuertemente ligadas (Barry, 1998; Reimers, 2000). No se trata sólo de un problema de acceso, sino de profundas disparidades en aquellos niveles educativos que son clave para la movilidad social.

 

INESTABILIDAD LABORAL: IDENTIDAD, GÉNERO Y DINÁMICAS FAMILIARES

Las dificultades financieras derivadas del desempleo y la inestabilidad laboral del jefe de hogar son particularmente severas durante las primeras etapas del ciclo familiar, cuando las posibilidades de incrementar el número de perceptores son mucho más limitadas, lo que introduce múltiples fuentes de conflicto que afectan seriamente la estabilidad de las relaciones familiares.

[...] ahora por ejemplo estos días que yo estoy [...] sin trabajo una semana, dos semanas, me vuelvo loco, yo mismo me vuelvo loco, y ella [...] me pide algo [...] y yo reacciono mal porque estoy constantemente nervioso [...] Peleamos porque no hay plata [...] Ella me dice que busque trabajo [...] salgo a buscar y no encuentro [...] Dos veces nos separamos [...] después nos arreglamos [...] yo trabajaba, todo bien, andábamos bien. Después me quedé sin trabajo de vuelta y chau [...] (Pablo, 29 años, tres hijos, primaria completa).

Cuando la concepción del hombre como principal proveedor del hogar está fuertemente internalizada, la inseguridad laboral y la consecuente incertidumbre respecto a la percepción de ingresos es percibida como un "fracaso" para cumplir con las responsabilidades familiares, erosionando la identidad masculina.

[...] O sea, porque el tema es no sentirte útil para nada. Se te llegan a cruzar ideas como de [...] o sea, para un tipo tan estructurado con el tema del laburo, tan independiente en lo económico como había sido yo, se te llegan a cruzar ideas de pegarte un tiro en la cabeza, que no servís más para nada; no podés mantener a tu hija, a tu esposa, matate, más o menos [...] mirá, yo digo que yo no soy machista, pero creo que ahí te pinta el machismo, ¿no?, el que tengo que mantener a mi familia, no puedo [... ] (Andrés, 25 años, una hija, secundaria incompleta).

El carácter temporal de gran parte de los "arreglos" domésticos tiende a reflejar la fuerte intermitencia que caracteriza la participación laboral de los diferentes miembros del hogar. Frente a la inestabilidad laboral del esposo (o padre en el caso de las solteras), los ingresos de las mujeres se transforman en una contribución esencial y a veces única fuente de ingreso familiar. Sin embargo, y consistente con los hallazgos de otras investigaciones en sectores de bajos ingresos (Jordan et al., 1992), muchas mujeres tienden a definirse principalmente en términos de sus roles domésticos y sólo condicionalmente como trabajadoras, aun cuando se transforman en las principales proveedores del hogar.

El empleo de las mujeres casadas en el mercado de trabajo no necesariamente resulta en hogares con dos perceptores. Son cada vez más frecuentes las situaciones en que ambos cónyuges desempeñan de manera alternada el rol de perceptor principal.

[...] Y dejé porque como ya [...] qué sé yo, él me dice que deje [...], si él estaba trabajando bien, qué se yo, bueno, dejé, [...] un año habré dejado, después seguí [...] porque a él después le iba mal en el trabajo, ya casi no alcanzaba la plata, y [...] lo que pasa es que se notaba, ¿viste? Siempre quería yo algo para la casa y viste que siempre falta [...] Trabajaba en distintas casas, no era firme siempre [...] y bueno, ese trabajo de mi marido era por contrato, se terminó, y entonces después empecé yo a trabajar otra vez [...] (Carmen, 28 años, dos hijos, servicio doméstico, primaria completa).

Si bien la inestabilidad laboral del esposo constituye un fuerte determinante en su decisión de incorporarse al mercado de trabajo, la concepción generalizada de la mujer como "trabajadora secundaria", con una orientación básicamente instrumental hacia el empleo, tiende a ocultar la complejidad de sus historias laborales y de sus orientaciones hacia el trabajo y el hogar. La mayor parte de la literatura sobre la experiencia del desempleo ha tenido un sesgo fuertemente masculino, bajo el supuesto de que la pérdida de empleo es menos problemática para las mujeres. Según esta perspectiva, su rol doméstico constituye una fuente alternativa de identidad, y los ingresos del hombre como principal proveedor del hogar una fuente alternativa de soporte económico. En contraste, recientes investigaciones resaltan la ausencia de evidencias empíricas que demuestren el carácter "menos" problemático del desempleo femenino, el cual dista de ser una experiencia homogénea, sobre todo cuando se toman en cuenta —entre otras variables—, orígenes sociales, niveles educativos, condiciones de empleo, etapa del ciclo de vida y el profundo reordenamiento de roles familiares que la inestabilidad laboral plantea a la tradicional división del trabajo doméstico.20 Para aquellas mujeres con una permanencia más estable en el mercado de trabajo, el desempleo tiene impactos tan disruptivos como el de sus contrapartes masculinas.

Cuando en el '95 me quedé sin trabajo me asusté muchísimo porque de tener dos sueldos y uno, el más importante era el mío [...] Me vino toda una depresión muy profunda porque dije: Dios mío, ¡¡¡nos vamos a morir de hambre!!! [...] Me empecé a sentir cada vez peor, terminé viendo Indiscreciones en la televisión como una estúpida [...] Incluso hasta empecé a tener cambios en la personalidad, porque llegaba mi marido y yo era [...] me sentía tan agradecida de que él me mantenía, que faltaba que [...] ¿viste? tipo geisha, que le saque los zapatos y le ponga las chinelas [...] Sentís como que ya no pertenecés a la sociedad, que no sos nada, que no servís para nada (Nora, 52 años, maestra y empleada administrativa en una empresa petroquímica durante 10 años, luego vendedora por cuenta propia, actualmente desempleada).

Cuando el trabajo profesional ha representado la fuente básica de la constitución identitaria, el desempleo supone un fuerte shock en términos de identidad personal, estatus y pertenencia social, particularmente entre quienes perdieron sus empleos alrededor de los cuarenta años.

[...] estaba idiota, no me hallaba [...] era sentirse bastante frustrado [...] me sigo sintiendo un poco frustrado, es decir, más que nada la cosa de identidad, ya no soy marino mercante ¿y ahora qué soy? Es decir, generalmente pongo electricista pero [...], no, no es lo que, no es mi gran aspiración llegar a ser electricista [...] Mi caso es que me desapareció la tabla y ya me estaba cansando de flotar a pulso, ese es el asunto [...] Tratar [...] el esfuerzo de mantenerte pese a no contar con esa tabla de donde agarrarte [...] ya estaba llegando al punto de que me estaba hundiendo, me estaba cansando y me estaba acalambrando, siempre algo que ver con el agua [...] (Ernesto, 50 años, marino mercante, changas de electricidad).

Como señala Senett (2000), para los trabajadores mayores los prejuicios en contra de la edad —asociada a "rigidez"— envían un mensaje potente: a medida que se acumula la experiencia de una persona, pierde valor; la experiencia acumulada cede frente a la capacidad inmediata.

[...] es lo mismo que te peguen un tiro en el medio de la cabeza, porque vos vas con todas las pilas y te dice un chico de 25 años: "usted no sirve para el trabajo porque es viejo", y te matan (Luis, 49 años, secundaria completa, ex empleado administrativo).

A agencias de trabajo en Capital fui a todas [...] si para un empleo se presentan 500 personas todas con títulos universitarios de veintipico de años y no consiguen, ¡qué voy a conseguir yo que tengo 41! Ya estoy decrépita, yo ya no sirvo (Celina, secundaria incompleta, 41 años, ex empleada en un supermercado).

 

EL FUTURO: INCERTIDUMBRE E INDEFENSIÓN

La creciente incertidumbre que caracteriza al actual escenario no sólo afecta el bienestar de los hogares, sino sus perspectivas de futuro mejoramiento. El empleo deja de constituir la base sobre la cual construir un proyecto de vida. El sentido del futuro se invierte: ya no es el tiempo de la gratificación postergada, de la "carrera", del progreso profesional en el que, si se trabaja largo y duro, se puede confiar en mejorar la propia condición. El futuro se constituye en algo aleatorio, en el que todo parece inseguro en todo momento. Estar en la inseguridad permanente es no poder ni dominar el presente ni anticipar positivamente el porvenir.21

Yo todos los días que me levanto de dormir digo: ojalá que hoy pueda conseguir algo, pero no puedo, no se puede, cada vez es más difícil, es más difícil la situación. Yo creo que en este momento es tratar de sobrevivir y de conseguir [...] qué se yo [...] comer todos los días y nada más. No es como antes que vos te ibas a trabajar, trabajabas tranquilo, sabías que al mes ibas y cobrabas y tenías que comprar algo para tus chicos y no tenías que andar rasguñando para nada (Anselmo, 43 años, tres hijos, changas de carga y descarga, primaria completa).

A eso no te acostumbrás nunca, porque a vos si te falta el trabajo nunca te vas a acostumbrar. Uno siempre quiere más, uno quiere progresar en la vida, nadie, nadie se va a quedar con una silla y una mesa y nada más, viste, vos siempre querés más [...] Pero te digo, hay días que vos te levantás y no tenés trabajo y pensás: "¿a dónde puedo ir?, ¿qué puedo hacer?, ¿mañana qué vamos a comer?" (Agustín, 39 años, cuatro hijos, changas de construcción, primaria completa).

Si bien la inseguridad laboral se ha transformado en la gran proveedora de incertidumbre para la mayoría de los miembros de la sociedad, algunas categorías sociales están particularmente mal equipadas para jugar el juego del cambio, de la movilidad, de la adaptación permanente, del reciclaje incesante (Castel, 2004). La incertidumbre respecto al futuro acompaña las escasas o nulas expectativas de mejoramiento en términos intergeneracionales. En los sectores de menores ingresos, los padres temen por la exclusión de sus hijos del mercado de trabajo, y éstos ni siquiera confían en sus posibilidades de acceder a los mínimos niveles de bienestar logrados por sus padres.

No sé, no creo que mis hijos tengan mejores posibilidades que yo. Cuando yo tenía la edad de ellos tenía más posibilidades, tuve mejores posibilidades que ellos, y ellos no la tienen ahora [...] Porque vos salías de un trabajo y encontrabas uno al lado, y te pagaban mejor y al otro mejor, y así y ahora no (Ricardo, 43 años, siete hijos, changas de construcción).

[...] yo creo que estoy peor que mis viejos [...] Y porque ellos trabajaron y bueno, se pudieron comprar lo de ellos. Cuando nosotros fuimos más grandes ayudamos a terminar la casa porque vivíamos en una prefabricada también que había hecho mi papá y ahora ellos tienen su casa de material y [...] Creo que ahora es más difícil. Porque hay menos trabajo y yo estoy sola y ellos siempre estuvieron juntos [...] una casa de material yo la pienso, pero no sé si la voy a poder hacer (Alejandra, 34 años, separada, dos hijos, servicio doméstico, secundaria incompleta).

Pienso que si tengo un trabajo voy a estar siempre entre los tres meses o seis meses y después ya no tenés trabajo [...] No, eso no va a cambiar. No, no para mí (Laura, 24 años, un hijo, ex operaria en una fábrica de alimentos, secundaria incompleta).

El desasosiego de la ausencia de futuro, de la imposibilidad de programar y dominar el porvenir ante un escenario crecientemente inestable y cambiante, aparece como particularmente dramático en los sectores de la empobrecida clase media, para quienes las previas certezas en términos de movilidad social se han desvanecido, y la inseguridad parece permear todos los espacios.

Yo pienso [...] que no va para mejor, va para peor y [...] las circunstancias [...] los indicadores son esos, que la cosa va para peor, porque cada vez hay más violencia, cada vez hay más robos, cada vez hay menos empleo y más gente desocupada, cada vez las exigencias son más grandes [...] Aparte yo no quisiera [...] quisiera sentirme útil [...] es la preocupación, que no le encontrás la salida, ese es el tema [...] no le encontrás la salida [...] porque [...] ¿qué vas a hacer? ¿Vas a poner un quiosco? ¿Una remisería? ¿A vender a quién? ¿A exponerte? ¿Te vas a ir a vivir al campo? Yo quiero que mis hijos sigan estudiando [...] si no tienen un estudio directamente universitario no sé que va a pasar. Porque yo no quisiera que mis hijos terminen en un trabajo de 350 pesos, tampoco quiero ser yo una sobrecarga el día de mañana para ellos [...] (Graciela, 39 años, tres hijos, maestra de yoga y estudiante de trabajo social).

La creatividad social, propia de la "sociedad del riesgo " (Beck, 1998), no es fácilmente practicable en un contexto en el que, para amplios segmentos sociales, la incertidumbre, más que espacio de oportunidades, aparece como sinónimo de indefensión.

 

CONCLUSIONES

Los procesos de restructuración y las políticas de ajuste aplicados durante los años noventa han dejado profundas huellas en la estructura social. Argentina es hoy una sociedad mucho más desigual, polarizada, segmentada y excluyente, con más pobres y empobrecidos, desocupados, precarios y precarizados que hace una década. Las brechas sociales han aumentado y los espacios de "encuentro" entre los más y los menos favorecidos se han reducido.

A la par de los datos que muestran de manera dramática la profundidad del deterioro social y la extensión de la inseguridad laboral, la incorporación de la dimensión subjetiva contribuye a una mejor comprensión de la complejidad de un proceso de efectos fuertemente disociadores. Trayectorias inestables, discontinuidad de ingresos, quiebres y caídas, procesos de empobrecimiento difícilmente reversibles, tensiones y rupturas familiares, erosión de las fuentes de identidad y escasas perspectivas de superar situaciones de desventaja social, son algunos de los elementos más relevantes que emergen de las biografías analizadas.

La larga recesión económica que experimentó el país hacia fines de la década pasada e inicios de la actual, la extendida precariedad y la profunda erosión de los mecanismos previos de movilidad social, no sólo bloquean la posibilidad de pensar en el futuro más allá de los límites inmediatos, sino que constituyen los parámetros que permiten entender el pesimismo respecto al futuro evidenciado en las entrevistas. Dicho fatalismo, más que un rasgo "idiosincrático", constituye una clara expresión de la profundidad del deterioro de las condiciones de vida sufrido durante los años noventa, y de los referentes de "tiempos mejores" en las formas en que dicho deterioro se piensa, se vive y se enfrenta.

El mercado de trabajo no sólo ha perdido su potencial integrador y de movilidad social, sino que se ha transformado en el principal mecanismo generador de vulnerabilidad y exclusión y social, por lo que los parámetros para pensar (y garantizar) la pertenencia social no pueden estar limitados a situaciones de empleo que ciertamente han dejado de ser la "norma". No sólo el desempleo ha aumentado, sino que las situaciones de alternancia entre empleos precarios y recurrentes periodos de desempleo se han multiplicado. Las profundas transformaciones experimentadas en las esferas de la familia y el mercado de trabajo en un escenario de creciente incertidumbre, han evidenciado las limitaciones de ambos espacios para garantizar la provisión efectiva de bienestar. Esto plantea nuevos dilemas y desafíos a los tradicionales mecanismos de protección social, e invitan a repensar su referente desde una perspectiva de ciudadanía. Como señala Castel (2004), la protección social no es solamente el otorgamiento de ayudas en favor de los más desamparados para evitarles una caída total, sino la condición de base para que todos puedan pertenecer a una sociedad de semejantes.

El cuestionamiento de los mecanismos tradicionales de protección, lejos de conducir a su supresión —como pretende la "utopía" del mercado—, plantea la necesidad de abordar las políticas públicas desde una perspectiva integral e incluyente orientada a reducir las desigualdades permanentes y autorreproductivas, tanto a través del fortalecimiento de la ciudadanía como de la asistencia a los grupos social y económicamente más vulnerables.

 

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NOTAS

1 Los mecanismos de protección social del periodo de la posguerra descansaban en los supuestos de pleno empleo (básicamente masculino); familias fértiles y relativamente estables, capaces de satisfacer sus necesidades de cuidado; un curso de vida "estándar", donde la mujer o bien no participaba en el mercado de trabajo o interrumpía dicha participación para dedicarse al cuidado de los hijos; trayectorias laborales estables entre los hombres, considerados los principales proveedores de ingreso del hogar y como tales titulares de las prestaciones sociales (jubilación, seguro médico, salario familiar, etcétera). La prosperidad y la educación constituían garantías de movilidad social intergeneracional, capaces de remover los vestigios adscriptivos (Esping-Andersen, 1999).

2 El trabajo de campo se llevó a cabo entre junio de 2000 y enero de 2001, durante el cual se realizaron 59 entrevistas en profundidad, la totalidad de las cuales fueron desarrolladas por la autora. Se trató de una muestra analítica basada en los siguientes criterios: edad, género, clase social, estatus familiar y estar desempleado en el momento de la entrevista o haber experimentado una pérdida de empleo en el pasado reciente. De acuerdo con este último criterio, la muestra también incluyó a trabajadores que luego de haber atravesado por un periodo reciente de desempleo, estaban ocupados al momento de la entrevista, a fin de obtener información acerca de las condiciones y características de su reinserción laboral. Se incluyó sólo a trabajadores con experiencia laboral previa. Las localidades fueron seleccionadas desde una perspectiva comparada. Las entrevistas se realizaron en dos localidades contrastantes del Gran Buenos Aires en términos de su perfil y tradición económica, estructura social y cercanía respecto a la ciudad de Buenos Aires: Florencio Varela y Lanús. Florencio Varela es homogéneamente pobre —y uno de los municipios más pobres del Gran Buenos Aires— con escasa tradición industrial, limitadas oportunidades de empleo a nivel local y relativamente segregada espacialmente. En contraste, Lanús es un municipio lindante con la ciudad capital, con una estructura social más heterogénea y fue tradicionalmente parte del cinturón industrial que representaba una importante fuente de empleo para los residentes locales. La composición de la muestra según localidad, género, edad, educación y estatus familiar fue la siguiente: Florencio Varela (29), Lanús (30); mujeres (28), hombres (31); 25-30 años (18), 31-40 años (15), 41-50 años (19), 51+ (7); primaria completa o menos (22), secundaria incompleta (13), secundaria completa (2), más de secundaria: (11); jefes de hogar (33), cónyuges (22), hijos (4). Las entrevistas se articularon en torno a dos ejes temáticos básicos: historia laboral y familiar, y percepciones acerca de los cambios socioeconómicos, oportunidades de movilidad social y expectativas futuras. Para el análisis de las entrevistas se utilizó el programa QSR NUD*IST4, que permite desarrollar categorías teóricas a partir de datos cualitativos (grounded theory), agrupar y relacionar las categorías creadas así como revisarlas y ajustarlas durante el proceso de análisis.

3 Entre 1974 y 2000 el coeficiente de Gini pasó de 0.36 a 0.51, las diferencias de ingreso entre el decil más rico y el decil más pobre se triplicaron y los niveles de pobreza se cuadruplicaron: el ingreso medio per cápita del 10% más rico de los hogares en 1974 era 12 veces mayor que el del 10% más pobre, elevándose a 23 veces en 1991 y a 38 veces en 2000. Los niveles de pobreza en el Gran Buenos Aires no superaban 5% de los hogares en 1974; en 1986 crecieron a 9%; en 1990 —luego del proceso hiperinflacionario— llegaron a abarcar 25% de los hogares, para descender luego por debajo de 15% en 1994 y volver a trepar a 21% en 2000 (Damill et al., 2002; Beccaria et al., 2003). Entre 1980 y 2001 el desempleo en el Gran Buenos Aires creció más de nueve veces, al pasar de 2.6% a 19%. Durante el periodo 1990-2000 el desempleo se incrementó 210%, el subempleo horario 126% y el empleo asalariado sin beneficios sociales 53%. Los datos anteriores provienen de la Encuesta Permanente de Hogares (EPH) del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC).

4 Las políticas de liberalización comercial y financiera implementadas por la dictadura militar (1976-1983) se tradujeron en un marcado proceso de desindustrialización y endeudamiento externo, que condicionó de manera significativa la política económica del país a partir de entonces. Con el advenimiento de la democracia, el gobierno radical (1984-1989) fue incapaz de revertir las tendencias previas, y la década finalizó con una profunda crisis social y política en el marco de un proceso hiperinflacionario que alcanzó un máximo de 4924.8% en 1989. Véanse Beccaria y Orsatti, 1990; Kosacoff, 1993; Katz et al., 1995, Marshall, 1998.

5 El desempleo en el Gran Buenos Aires aumentó a 22% en mayo de 2002, superando incluso el pico de 20% registrado en 1995. Sólo en el transcurso de un año —de octubre de 2001 a octubre de 2002— el porcentaje de hogares pobres pasó de 25.5% a 42.3%, y los niveles de indigencia ascendieron de 8.3% a 16.9% (EPH, INDEC).

6 Durante el primer semestre de 2004 el desempleo había descendido a 15.3% en el Gran Buenos Aires y los hogares en situación de pobreza e indigencia se redujeron a 31.6% y 12.1% respectivamente (EPH, INDEC).

7 En la primera parte de la década la intensificación de los movimientos entre ocupación y desocupación estuvo básicamente asociada al incremento de los despidos resultantes del proceso de reconversión productiva. En contraste, en la segunda mitad del decenio el aumento de la inestabilidad habría sido, fundamentalmente, el resultado del aumento en la rotación de puestos de trabajo y su alternancia con periodos de desempleo, o dicho en otros términos, de la alta precariedad de los escasos empleos generados, que afectó básicamente a los puestos de menor calificación (Beccaria y Maurizio, 2004).

8 Si bien excede los objetivos de este artículo, es importante destacar que en 2002, en un clima de profundos estallidos sociales, se puso en marcha el Plan Jefes y Jefas de Hogar Desocupados. Si bien este plan es de alcance universal, los bajos montos recibidos por los beneficiarios (50 dólares mensuales) han asegurado su "autofocalización" en los grupos de menores ingresos, 70% de los cuales pertenecía al 20% más pobre de los hogares en el Gran Buenos Aires, y 64% de los hogares de los beneficiarios estaba por debajo de la línea de indigencia, aun después de la prestación, según datos de enero de 2003 (SIEMPRO, 2003). A diferencia de los planes anteriores, como el Plan Trabajar, el actual Plan Jefes y Jefas de Hogar destaca por sus altos niveles de cobertura. Mientras que el primero nunca excedió los 130 000 beneficiarios promedio mensuales, el Plan Jefes y Jefas alcanzó, según datos del Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social, a casi 2 millones de beneficiarios en junio de 2003, y a 1 623 000 en octubre de 2004. Los beneficiarios de este programa se incorporan como "ocupados" en el sector público en la Encuesta Permanente de Hogares (EPH), lo que reduce entre 3% y 4% los niveles de desempleo abierto medidos por el INDEC. Para mayores detalles acerca de los programas de empleo aplicados durante los noventa, como el Plan Trabajar, véanse Marshall, 1997; Jalan y Rovallion, 1999; Golbert, 2000; para el Plan Jefas y Jefes de Hogar Desocupados véanse SIEMPRO (2003) y Golbert (2004). Respecto a las organizaciones piqueteras protagonistas de la protesta social desde 1997, véase Svampa y Pereyra (2003).

9 Los resultados de una encuesta aplicada en 2000 en el conurbano bonaerense sobre movilidad ocupacional, confirman esta menor "permeabilidad" de la estructura ocupacio-nal (Kessler y Espinosa, 2003). Por una lado, entre los trabajadores que ingresan en ocupaciones poco calificadas se destaca el entrampamiento en el circuito de ocupaciones de bajo estatus. Por el otro, quienes acceden a posiciones más calificadas tienen prácticamente asegurada su circulación en las mismas.

10 Se refiere a los ocupados que trabajan menos de 35 horas semanales por causas involuntarias y desean trabajar más horas.

11 En contraste con lo ocurrido con la desocupación abierta, el subempleo ha continuado aumentando en el periodo más reciente, alcanzando a 16.7% de la población ocupada en el Gran Buenos Aires durante el primer semestre de 2004 (EPH, INDEC).

12 La profunda caída del empleo de tiempo completo respondió básicamente a la pérdida de empleo en el sector manufacturero y los principales afectados fueron los trabajadores hombres y jefes de hogar. En octubre de 2000, siete de cada diez trabajadores de tiempo parcial eran subocupados y, entre los últimos, 71.4% carecía de beneficios sociales (EPH, INDEC). Mientras que el ingreso real medio de los asalariados de tiempo completo se incrementó en 17%, el de los subocupados involuntarios cayó en 15% entre 1991 y 2000 (Damill etal., 2002).

13 Respecto al comportamiento del sector informal en los años noventa, véase Cimillo (2000).

14 El crecimiento de la tasa de actividad de 40.3% a 44.9% entre 1990 y 2000, respondió al acelerado aumento de la participación femenina, que pasó de 28.1% a 35.2%. Éste fue más intenso entre las mujeres de 20 a 49 años, particularmente en el grupo de 35 a 49, donde la tasa de actividad pasó de 38.4% a 60.5% entre 1980 y 2000 (EPH, INDEC).

15 Entre octubre de 1999 y octubre de 2000, la participación de las esposas en el mercado de trabajo —especialmente desde la inactividad— fue significativamente mayor en hogares cuyo jefe había caído en situaciones de desempleo que en aquellos en que el mismo había permanecido ocupado durante todo el año: 19% versus 9% respectivamente (EPH, INDEC). Estos resultados son congruentes con los obtenidos por Cerruti (2000) para el periodo 1991-1994, donde se observa que la pérdida de empleo del jefe de hogar duplica las probabilidades de las mujeres de ingresar al mercado de trabajo respecto de aquellos hogares con jefes con mayor estabilidad laboral.

16 El fuerte aumento de los retornos de la educación contribuye a explicar una tendencia semejante en la evolución de los ingresos: los trabajadores con educación primaria y secundaria siguen trayectorias similares durante la década, experimentando una caída de 7.5% y 5% respectivamente, en contraste con el grupo de educación terciaria, cuyos ingresos reales medios acumularon un incremento de 12%. (Damill et al., 2002).

17 Los ocupados en empleos de bajos ingresos tienen mayor probabilidad de estar desempleados en el futuro; quienes están desempleados tienen mayor probabilidad de obtener bajos ingresos al obtener un empleo, y dicha probabilidad se incrementa si estuvieron en un empleo precario y de bajos ingresos antes de caer en una situación de desempleo (Stewart, 1999).

18 La expresión changa, que hace referencia a trabajos temporales u ocasionales, se utiliza localmente para expresar toda aquella actividad que "no" es considerada trabajo.

19 Pepenar.

20 Al respecto véanse Morris (1990); Smith (1997); Gallie y Alm (2000); Russell y Barbieri (2000); Charles y James (2003).

21 Los profundos impactos de la creciente inseguridad laboral sobre la percepción del futuro y la consecuente erosión de la "ética del trabajo", aparecen como un elemento clave para comprender las tendencias excluyentes que surgen de los actuales procesos de restructuración económica y social. Véanse Fitoussi y Rosanvallon, 1997; Gorz, 1998; Sennett, 2000; Bauman, 2000; Castel, 1997, 2004.

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