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Revista mexicana de sociología

versão On-line ISSN 2594-0651versão impressa ISSN 0188-2503

Rev. Mex. Sociol vol.67 no.2 Ciudad de México Abr./Jun. 2005

 

Artículos

 

Pobreza, desigualdad y sustentabilidad democrática: el ciclo corto de la crisis argentina

 

Poverty, inequality and democratic sustainability: the short cycle of the argentinean crisis

 

Carlos M. Vilas*

 

* Instituto Nacional de la Administración Pública de la República Argentina y profesor de estudios de postgrado de la Universidad Nacional de Lanús, Argentina. Líneas de investigación: procesos de cambio político y análisis de políticas públicas. Correo-e: <cvilas@ciudad.com.ar>.

 

Recibido: 25 de mayo de 2003.
Aceptado: 23 de febrero de 2004.

 

Resumen

Pobreza y desigualdad en Argentina aceleraron en años recientes su crecimiento de largo plazo. La adopción a finales de 2001 de un conjunto de políticas monetarias y financieras actuó como detonante de los estallidos sociales que conducirían al derrocamiento del gobierno en medio de una extraordinaria agitación popular. La falta de proyección política de la protesta social creó condiciones para que la crisis fuera superada por los actores institucionales del sistema político. El diseño de un paquete de políticas asistenciales de urgencia y cambios en el manejo de algunos instrumentos macroeconómicos demostraron su capacidad para contener las expresiones más virulentas de la protesta social.

Palabras clave: democracia, desigualdad, crisis política, protesta social, neoliberalismo.

 

Abstract

In recent years, poverty and inequality in Argentina have accelerated their long-term growth. The adoption in late 2001 of a set of monetary and financial polices triggered the social unrest that led to the overthrow of the government in the midst of an extraordinary degree of popular agitation. The lack of political projection in response to this social protest created the conditions for the crisis to be overcome by institutional actors within the political system. The design of a package of urgent welfare policies and changes in the handling of certain macroeconomic instruments managed to contain the most virulent expressions of social protest.

Key words: democracy, inequality, political crisis, social protest, neoliberalism.

 

I. DESIGUALDAD Y DEMOCRACIA

Como quiera que se le defina, la democracia supone una cierta igualdad entre los individuos que integran el sistema político de referencia. En su nivel mínimo, se trata de igualdad ante la ley: una igualdad entre sujetos portadores de derechos, garantías y obligaciones definidas objetivamente en cuerpos jurídicos y constitucionales.

Producto originario de las revoluciones burguesas de Occidente, el reconocimiento de esta igualdad fue considerado por la teoría política liberal requisito suficiente para compensar las desigualdades que toda sociedad presenta en materia de ingresos, empleo, educación, condiciones de salud, prestigio y otros.

La ampliación de este concepto minimalista jurídico de democracia —inicialmente circunscrito a los varones adultos propietarios— hasta sus alcances actuales es el resultado de un proceso histórico de luchas sociales y políticas de las clases populares, los movimientos de liberación nacional y los movimientos identitarios. La efectiva universalización de la igualdad de derechos y obligaciones fue acompañada por la extensión progresiva del principio de igualdad al terreno de las oportunidades y al acceso a un conjunto amplio de recursos materiales y simbólicos. La idea de que la democracia debe referirse también a las relaciones sociales forma parte del modo como amplios grupos la conceptualizan y la practican en una cantidad cada vez mayor de países. Además del reconocimiento de derechos, libertades y obligaciones iguales, un régimen democrático entraña —desde esta perspectiva— la eficacia del marco institucional para mejorar, en un sentido de progreso, la calidad de vida de la población. Se reconoce en la democracia una virtualidad reformadora de la realidad social y económica, incluso de las relaciones internacionales. En líneas generales, ésta ha sido la concepción democrática de los grandes proyectos políticos que contribuyeron a darle fisonomía moderna a nuestras repúblicas (Vilas, 1999).

Ingresos, prestigio, educación, propiedad de activos, manejo de información, son recursos que los individuos movilizan para tomar decisiones, alcanzar metas, obtener resultados, modificar sus relaciones con otros individuos y grupos, salir adelante en la vida. Diferencias significativas en el acceso a éstos entrañan diferencias en recursos de poder y en eficacia política. La participación política activa, que usualmente se relaciona con el ejercicio pleno de la ciudadanía, requiere tiempo libre, manejo de información, movilidad espacial, autonomía individual, a los que en sociedades de mercado se accede sólo (o fundamentalmente) mediante la disponibilidad de recursos económicos.

El principio de la igualdad jurídica típico de la ciudadanía coexiste con —y a menudo se ve neutralizado por— una distribución desigual de las condiciones de su ejercicio efectivo: una desigual distribución de las oportunidades por una desigual distribución de recursos de poder.

Toda sociedad presenta diferencias distributivas en estos y otros aspectos de su constitución y desenvolvimiento. En principio, ello no es obstáculo para el desarrollo de sistemas políticos democráticos. Las diferencias sociales se tornan desigualdad; ésta, en problema político y en desafío a la democracia y a su sustentabilidad cuando van más allá de lo que la gente considera "aceptable", lo cual vulnera el sentimiento de pertenencia a una totalidad social compartida. Este sentimiento es la condición subjetiva básica del mínimo de unidad requerido para la existencia del Estado: sentir y creer que todos y todas somos parte de lo mismo, de algo que es común a todos y a todas: "Un Estado existe sobre todo en el corazón y en la mente de su pueblo; si éste no cree que esté allí, ningún ejercicio lógico lo traerá a la vida" (Strayer, 1981: 11).

Esa creencia no surge por arte de magia ni existe en el aire; algún tipo de evidencia debe darle sustento tangible. Fracturas profundas en el tejido social conspiran contra su desarrollo y contra su plausibilidad. El primero en señalar este punto fue Herman Heller en un texto de la década de los años veinte del siglo pasado. Allí Heller planteó la necesidad de "un cierto grado de homogeneidad social" para la formación de cualquier unidad política y en particular para una de carácter democrático.

Hay un cierto grado de homogeneidad social sin el cual no resulta posible la formación democrática de la unidad. Ésta cesa de existir allí donde las partes del pueblo políticamente relevantes no se reconocen ya en la unidad política, allí donde no alcanzan ya a identificarse en modo alguno con los símbolos y representantes del Estado. En ese momento se ha quebrado la unidad y se tornan posibles la guerra civil, la dictadura, la dominación extranjera (Heller, 1985: 262). Sin homogeneidad social, la más radical igualdad formal se torna la más radical desigualdad y la democracia formal, dictadura de la clase dominante (ibid., 265).

Investigaciones más recientes llegan a conclusiones similares (por ejemplo Midlarsky, 1999; Vilas, 1998). Las enormes distancias en oportunidades y estilos de vida entre los muy ricos y los muy pobres conspiran contra el desarrollo de sentimientos firmes de solidaridad y de común pertenencia a la res publica. Desigualdades sociales profundas cuestionan la efectiva vigencia de códigos compartidos de referentes y significados que hacen posibles sentimientos de identidad y de solidaridad más allá de los grupos de pertenencia o de identificación inmediatos. Esos códigos se desarrollan y transmiten mediante procesos sociales e instituciones públicas y privadas: escuelas, medios de comunicación, iglesias... El discurso cívico integrador de las instituciones democráticas pierde credibilidad ante la evidencia cotidiana de la fragmentación y la exclusión sociales. Después de cierto tiempo, es difícil para la gente expulsada o marginada de la educación formal (del acceso a recursos sociales elementales, como la atención a la salud, una vivienda decente y similares, a causa del desempleo y el empobrecimiento) sentirse integrante del mismo conjunto social que los mucho mejor dotados de las conveniencias de la vida.1 A su vez, la lealtad a la clase y al mundo de los negocios o de los consumos globalizados se refuerza en los niveles más altos de la riqueza y el poder. De manera progresiva, las elites pierden vínculos materiales y simbólicos con un país en particular o con una ciudadanía determinada (Sklair, 2001).

Las sociedades, aun las más complejas, se basan en sistemas implícitos de reciprocidades. La percepción de que priva un equilibrio básico entre lo que se contribuye a la comunidad, a la empresa, al Estado o a los otros —en trabajo, obediencia, respeto, ahorros, impuestos...— y lo que se recibe a cambio —salario, educación, salud, seguridad, reconocimiento o cualquier otro concepto que se considere valioso— constituye el referente último de lo que la población percibe como justo y legítimo (Parkin, 1971; Moore Jr., 1978; Kertzer, 1988). La metáfora del contrato social expresa, en términos del racionalismo interindividual del Iluminismo, esta dimensión cultural básica del orden social. La legitimidad reconocida a ese orden no es incompatible con la aceptación amplia (de hecho la incluye) de un conjunto de desigualdades en ciertos aspectos de la vida colectiva. El sociólogo peruano Carlos Franco lo denominó como "principio de desigualdades socialmente aceptadas" (1996). El principio sintetiza la convergencia de tres aspectos: 1) las demandas y expectativas democráticas de la ciudadanía, y en particular lo que ella considera que son sus derechos frente al poder institucionalizado en el Estado; 2) la dinámica del mercado capitalista, así como su impronta generadora de desigualdades; y 3) la eficacia del poder político para limitar cualquier tamaño de la desigualdad producida por el orden económico que sea incompatible con la gestión política de los conflictos y, asimismo, extender —con los recursos provistos por el orden económico— todos los derechos de ciudadanía que no pongan en cuestionamiento las garantías básicas a la propiedad del capital y el funcionamiento del mercado. Cuando este principio resulta vulnerado —sea por un aumento de la desigualdad, por la generación de desigualdades en nuevos ámbitos de la vida social, o con características nuevas, o por la ineficacia o desinterés del poder político— y esa vulneración no va acompañada de nuevos argumentos que den una justificación aceptable de las nuevas dificultades o sufrimientos que se viven, se genera en los individuos y grupos negativamente afectados un sentimiento de injusticia.

El surgimiento de nuevas desigualdades o la profundización de las prevalecientes por encima de los niveles hasta entonces justificados y tolerados (por ejemplo, la extensión de la jornada de trabajo, una reforma tributaria regresiva, la reducción de los salarios nominales, la exclusión institucional de algunos grupos y otras) plantea a los afectados una pérdida de equivalencia en la red de intercambios sociales. Cuando el Estado auspicia o tolera dichas modificaciones y no se dispone de argumentos justificatorios de la nueva situación, ésta se vive como injusticia y, en consecuencia, como ilegítima.2

La desigualdad social puede aumentar como efecto de causas variadas: crisis económicas, guerras, catástrofes naturales, e incluso por efecto, intencional o no, de acciones gubernamentales: la denominada "política de la desigualdad" (Chalmers, Vilas et al., 1997; Tilly, 2000). Por lo que se refiere estrictamente a la desigualdad socioeconómica (ingresos, propiedad de activos y otros) el incremento puede manifestarse en alguna de tres maneras: 1) cuando las ganancias de los grupos más acomodados de la sociedad van de la mano con pérdidas de los sectores más pobres; 2) cuando todos los sectores incrementan sus respectivas posiciones en términos absolutos, pero los grupos más acomodados lo hacen en mayor proporción que el resto; 3) cuando, en el marco de un deterioro generalizado de los ingresos, los grupos más empobrecidos pierden proporcionalmente más que el resto.3

En todos los casos, alteraciones bruscas en el patrón prevaleciente de desigualdades tienden a generar tensiones fuertes en los sistemas políticos, sean éstos democráticos o no. La velocidad del cambio puede ser tan importante, y en ocasiones aún más importante, que la magnitud del mismo (Hirschman, 1973; Vilas, 1994, cap. I). Cambios de ritmo vertiginoso en las relaciones sociales y su patrón de desigualdades, hacen difícil la adaptación a las nuevas situaciones y, sobre todo, la formulación y aceptación de nuevas argumentaciones orientadas a justificarlas. La gente pierde su ubicación previa más rápido de lo que consigue una nueva. Usualmente esto se presenta vinculado con un incremento importante en los sentimientos de inseguridad que debilita la confianza de los grupos afectados en las instituciones políticas y otras expresiones de autoridad.

Dos mil quinientos años atrás, Aristóteles ubicó en la desigualdad la causa de las sublevaciones. Su proposición ha sido corroborada por una gran variedad de estudios (por ejemplo Davies, 1962; Gurr, 1970; Snyder, 1978; Aya, 1979; Midlarsky, 1988; Goldstone, 1998, y otros). Sin embargo, la relación entre desigualdad y violencia política no es directa ni mecánica. Se encuentra mediada por el plexo de valores, expectativas, actitudes y comportamientos predominantes en la sociedad, reproducido y reforzado por un conjunto amplio de prácticas y agencias públicas y privadas: por ejemplo, el sistema escolar, los medios de comunicación, las iglesias, la familia y otros grupos de pertenencia, y así por el estilo. Frente a situaciones críticas, siempre hay un repertorio de respuestas posibles; la opción por una respuesta específica depende de un arco amplio de factores. La relación entre cambios en la desigualdad y los comportamientos colectivos se procesa mediante el tamiz de un conjunto de elementos culturales, político-institucionales y de desarrollo: las tradiciones culturales y de acción colectiva de los diferentes actores, sus experiencias previas, la calidad de las instituciones políticas y su mayor o menor receptividad y eficacia frente a la formulación de demandas sociales de sentido cruzado, los temas relacionados, la magnitud y características de los recursos en juego, coyunturas internacionales, y otros (Hirschman, 1977; Muller, 1985; Muller, 1988; Muller y Seligson, 1987; Tarrow, 1994; Jenkins y Klandermans, 1995; Goodwin, 1998; Midlarsky, 1999: 231 y ss.; Vilas, 2002b).

El modo como la desigualdad se vive y las actitudes colectivas ante ella dependen en gran medida de la calidad del sistema político. Las democracias administran mejor las desigualdades que los regímenes autoritarios. Un régimen democrático cuenta con recursos y procedimientos institucionales para moderarlas o eliminarlas, y admite la libertad de organización orientada a tales efectos.4 Sin embargo, igual que en todos los órdenes de la vida, las promesas y los discursos, para alcanzar y conservar verosimilitud, deben ser abonados por hechos verificables. Persistencia o incremento de la desigualdad social sin respuestas materiales o simbólicas compensadoras de parte del poder político generan en el mediano plazo un deterioro de la ciudadanía y deslegitiman a la postre al propio sistema político como ámbito consensuado de procesamiento de demandas y gestión de conflictos.

La ampliación de la distancia entre derechos y libertades formales y derechos y libertades efectivas, entre igualdad jurídica e igualdad de oportunidades, conspira contra la calidad de la democracia y de la ciudadanía. El paradigma liberal del individuo soberano de sí mismo y de su circunstancia, decidiendo en nombre de la voluntad general los mejores destinos del país o de su comunidad, cede ante la persistencia o la reaparición del clientelismo y el patronazgo, la impunidad de los poderosos, la intolerancia, la manipulación de las voluntades. Por su lado, la insistencia del sistema político, a lo largo del tiempo, en tomar decisiones que sistemáticamente excluyen las demandas de sectores amplios de la población, reduce la confianza de éstos en la eficacia de dicho sistema para hacer avanzar sus propias propuestas, y antes o después conduce a un descrédito institucional y a la búsqueda de vías alternativas para el logro de los objetivos. Como advirtió Tocqueville hace un par de siglos, ningún estado puede sostener a la larga un gobierno democrático cuando las principales fuentes de prosperidad económica están desigualmente distribuidas entre sus ciudadanos.

La pérdida de legitimidad del sistema político y el deterioro de la ciudadanía tienen lugar tanto "hacia abajo" como "hacia arriba", por más que la mayor parte de la bibliografía de los últimos años preste más atención al modo como la ciudadanía se deteriora o metamorfosea en el mundo de la pobreza que al desarrollo de un proceso homólogo en el de la riqueza. A su vez, este sesgo constituye parte del enfoque predominante en los análisis de la pobreza auspiciados por algunos organismos financieros multilaterales, que insisten en verla como una situación que puede ser enfocada en sí misma, y no como un proceso social cuya comprensión requiere la consideración simultánea del mundo de la "no pobreza" y de las relaciones que se desenvuelven entre uno y otro (por ejemplo, BID, 1998; World Bank, 2001). El sentimiento de pérdida de eficacia que se registra frecuentemente en algunos de los segmentos más empobrecidos de la población es paralelo al desarrollo de sentimientos de impunidad y ostentación en las elites más encumbradas; el desprestigio de la política como vía para alcanzar objetivos es también parecido, aunque por motivos y con manifestaciones diferentes, en ambos extremos de la pirámide social (Vilas, 1997; Vilas, 1998). Lo mismo que el ambiente, cuando la democracia se degrada, se degrada para todos.5

 

II. DESIGUALDAD, EMPOBRECIMIENTO Y CRISIS POLÍTICA

La crisis argentina reciente confirma las proposiciones formuladas en la sección precedente. En un marco de largo plazo de persistente deterioro social, un conjunto de políticas gubernamentales agravaron la magnitud de la crisis de la economía y acentuaron su repercusión sobre los segmentos medios y más empobrecidos de la población, entre ellos, sectores que hasta entonces habían logrado mantenerse relativamente al margen. Se acentuó el efecto de exclusión social de las políticas económicas y sociales ejecutadas por un gobierno nacional que había sido elegido por las promesas que había hecho de introducir cambios profundos en el diseño macroeconómico, así como en la distribución de ganancias y pérdidas. Al agravamiento de las penurias económicas se sumó la frustración de muchas expectativas políticas, lo cual creó condiciones favorables a la explosión social que contribuyó decisivamente a la caída del gobierno presidido por Fernando de la Rúa.

 

a) El trasfondo macroeconómico

La apertura asimétrica de la economía desde inicios de la década de 1990 en el marco del esquema de convertibilidad monetaria, la amplia desregulación de la actividad económica y financiera, y el persistente retraso del tipo de cambio estimularon la acumulación de fuertes déficit externos, la desindustrialización y la desarticulación de las cadenas productivas, así como el crecimiento del desempleo abierto y el subempleo, la caída de los salarios reales y el aumento en la cantidad de hogares en condiciones de pobreza. El sistema de precios relativos privilegió al sector de bienes no transables (sobre todo servicios básicos, transportes y comunicaciones a cargo de empresas privatizadas) y conspiró contra una reactivación exportadora como la que usualmente recomiendan los organismos financieros multilaterales. Las ganancias que podrían haberse derivado de las elevadas tasas iniciales de crecimiento del producto y de la productividad se las apropiaron de manera excluyente los grupos más concentrados de la economía y los que participaron de las privatizaciones de las empresas del Estado. La participación de los asalariados en el producto total cayó a los niveles más bajos de la historia estadística nacional, mientras crecía el desempleo abierto. Según el funcionamiento del esquema macroeco-nómico de un endeudamiento público externo cada vez mayor, el mantenimiento del gasto público bajo estricto control se convirtió en objetivo de prioridad cada vez mayor a medida que la economía se desaceleraba y entraba en una fase depresiva.

El régimen de convertibilidad, al atar la emisión monetaria al volumen de reservas en la divisa adoptada como referencia (el dólar estadounidense), determina que todo aumento de la masa monetaria se lleve a cabo por la vía del crecimiento de las reservas convertibles; en consecuencia, el crecimiento del producto evoluciona paralelamente al crecimiento del endeudamiento externo, dadas las rigideces del esquema macroeconómico para dinamizar las exportaciones. La estatización de la deuda externa como parte del régimen de convertibilidad transformó los pagos de intereses en el rubro principal del gasto público, lo cual generó una fuerte tensión entre la política de endeudamiento externo y la meta del equilibrio fiscal. A esto debe agregarse el efecto fiscal que tuvo la privatización del sistema de pensiones y jubilaciones, que traspasó a las empresas administradoras de fondos de jubilaciones y pensiones (AFJP), libres de interés, la recaudación previsional, con lo que se agravó el problema del desbalance fiscal planteado por los servicios del endeudamiento público.6

Mayor que el crecimiento de la deuda externa pública fue el de la deuda externa privada. Durante toda la década de 1990, la capacidad del sector privado para generar divisas (por endeudamiento externo y por exportaciones) fue menor que el valor de los capitales que exportó. La diferencia fue cubierta por el Estado mediante su propio endeudamiento. Esto explica que el crecimiento de la deuda total corriera paralelo con la evolución de la fuga de capitales al exterior, y avala la afirmación de que una de las finalidades del abultado endeudamiento estatal —muy por encima de sus propias necesidades de divisas— fue el financiamiento de la exportación de capitales por el sector privado (Fide, 2000; Basualdo y Kulfas, 2000; Vilas, 2002a).

El Estado fue así instrumentalizado en función de un nuevo estilo de acumulación en clave financiera y de las consiguientes transformaciones en la estructura de poder. En particular, cambió el modo de su relacionamiento con los actores de la sociedad y con el sector externo, que devino cada vez más internalizado. En efecto: parte importante del endeudamiento público de corto plazo es externo en cuanto se halla denominado en divisas convertibles, pero los tenedores de los bonos son actores domiciliados en el país: AFJP, bancos y otros actores del sistema financiero (Schvarzer, 2002).

La vulnerabilidad de la economía argentina, que se manifestaba desde 1995, se hizo más evidente a partir de 1998. La acumulación de saldos negativos en las cuentas externas alimentó un retraso cada vez mayor en el tipo de cambio que contribuyó a la generación de mayores déficit externos. El agotamiento del proceso de privatizaciones marcó el fin del periodo de fluido ingreso de recursos líquidos externos; en adelante, el acceso a divisas requerido para alimentar el mecanismo de la convertibilidad dependió de la capacidad de endeudamiento en mercados de capitales sólo accesibles a tasas más altas a medida que el endeudamiento se incrementaba. Por su lado, el encarecimiento del crédito en el mercado doméstico vulneró adicionalmente las perspectivas de sobrevivencia de las empresas que carecían de vinculaciones con los grupos más concentrados y con articulaciones externas dinámicas, o con las de propiedad foránea.

Con la desaceleración del crecimiento en 1998 y el inicio de la recesión en 1999, la fuga de capitales del sistema financiero se aceleró hasta adquirir características de estampida en 2001. Las características del esquema de convertibilidad, los compromisos asumidos durante toda la década con los organismos multilaterales de crédito en el marco del Consenso de Washington y la ideología económica predominante en los elencos gubernamentales llevaron a las sucesivas administraciones de Carlos Menem y Fernando de la Rúa a encarar problemas cada vez mayores en términos de una crisis fiscal, tomando al síntoma por la causa. Las condicionalidades impuestas por los organismos financieros y el enfoque monetarista predominante, más la necesidad que tenía el Estado de acudir a los mercados externos para conseguir financiamiento adicional, confluyeron en la prioridad asignada a los compromisos con los acreedores externos, a expensas de la inversión en infraestructura y en servicios sociales, y de los acreedores locales. El ajuste fiscal permanente, en niveles cada vez mayores de actividad, empleo y bienestar, fue así uno de los aspectos más visibles en la segunda mitad de la década de los noventa que se trasladó al inicio de la siguiente.

 

b) El efecto social

La gráfica 1 muestra la evolución de largo plazo de la desigualdad social en Argentina y su agravamiento durante los años finales de la década de los noventa del siglo pasado y principios de la actual. Las causas de esta persistencia son varias y tienen diferente gravitación en distintos subperiodos. Hay acuerdo en que la mayor desigualdad en la década de 1990 es un efecto de la estrategia macroeconómica adoptada desde inicios de la misma en el marco del llamado Consenso de Washington y del comportamiento estimulado por ella en los principales actores de la economía (véase, por ejemplo, Altimir y Beccaria, 1998; Schvarzer, 1998; Basualdo, 2000; Schorr, 2000; Altimir, Beccaria y González Rozada, 2002).7

Un ingrediente importante de la situación argentina en los últimos 12 años es que el crecimiento de la desigualdad, la pobreza y el desempleo fue relativamente independiente del ciclo económico. Los periodos de crecimiento del producto no tuvieron efecto sensible en el mejoramiento de la distribución, la reducción de la pobreza o la elevación del nivel de empleo. El crecimiento del producto y las alzas en la productividad del trabajo no se tradujeron en una mejoría proporcional de la distribución de sus frutos. Cuando el producto cayó, la distribución se deterioró, pero la reactivación o el crecimiento no estuvieron acompañados por una distribución del ingreso menos regresiva (gráfica 2).

En octubre de 2001, el 10% más rico de los hogares del área metropolitana (Gran Buenos Aires) concentraba la misma porción del ingreso total que el 60% más pobre, y su nivel de ingreso promedio era casi 34 veces más alto que el del 10% más pobre de los hogares: casi 80% más que una década atrás y 25% más que en la coyuntura hiperinflacionaria de 1989 (gráfica 1). El aumento en la desigualdad aceleró el crecimiento del empobrecimiento de los hogares (tanto en la proporción de población en condiciones de pobreza como en la magnitud de ésta), efecto en el que tuvo peso importante el crecimiento del desempleo: a finales de 2001, la tasa de subutilización de la fuerza de trabajo (desempleo abierto más subempleo) rondaba 35% de la PEA urbana. Durante ese año, más de 830 000 personas ingresaron en el mundo de la pobreza. Hacia finales de 2001, la brecha entre el ingreso total promedio de los hogares del Gran Buenos Aires y el precio de la canasta básica total era de casi 46%, y considerablemente mayor en algunas provincias (gráficas 3 y 4).

La transferencia de recursos hacia arriba deterioró a los sectores de ingresos medios (profesionales, pequeños y medianos empresarios, empleados calificados del sector servicios, asalariados del sector público...) particularmente en años recientes. La "nueva pobreza" se alimentó sobre todo de estos grupos, alguna vez prósperos, de la sociedad. Con menos experiencia para manejar su nueva situación social, con la memoria aún fresca del perdido bienestar, preocupantemente acercada a los pobres "de siempre", la clase media empobrecida habría de aportar uno de los ingredientes más visibles y bullangueros de la ira social de 2001-2002.

 

c) La contribución de la política

Contrariando los compromisos que le dieron el triunfo electoral en octubre de 1999, la coalición de gobierno presidida por Fernando de la Rúa dio continuidad al esquema de política económica ejecutado por el gobierno de Carlos Menem; en más de un sentido, lo profundizó, en lo cual influyeron el agravamiento de los desequilibrios y una mayor vulnerabilidad frente a las presiones de los actores más concentrados de la economía y de los organismos financieros multilaterales.8 A poco de su inauguración a principios de diciembre de 1999, una reforma tributaria de sesgo marcadamente regresivo golpeó los ingresos de las clases medias, buena parte de las cuales constituía la base electoral del nuevo gobierno. En marzo de 2000, un severo recorte del gasto público a expensas de los salarios del sector estatal golpeó adicionalmente a una parte importante de esa misma base. Poco después, la aprobación legislativa de un proyecto de reformas al régimen de empleo —impulsado por el Fondo Monetario Internacional y al que se oponían abiertamente las organizaciones sindicales— creó una coyuntura de fuertes tensiones políticas. El proyecto, cuyo origen, sentido y objetivos fueron admitidos por funcionarios de alto nivel del propio gobierno, fue aprobado en medio de denuncias de sobornos nunca totalmente desmentidas que conducirían, a la postre, a la renuncia del vicepresidente de la república y a una sustancial modificación del gabinete presidencial (vilas, 2001b).9 A partir de entonces, la alianza gobernante inició un acelerado proceso de desintegración y se fortalecieron en el gobierno las posiciones más conservadoras y de mayor receptividad a las presiones ejercidas por los organismos multilaterales de crédito. Al mismo tiempo, la dispersión y el paso a la oposición de parte de las fuerzas que habían contribuido inicialmente a la constitución de la coalición de gobierno obligaron a de la Rúa y a su reformulado gabinete a depender de la colaboración parlamentaria del Partido Justicialista, el gran derrotado en las elecciones de 1999. La colaboración legislativa del justicialismo explicitó ante sectores amplios de la sociedad la convergencia de los dos partidos políticos tradicionales (el Partido Radical del presidente de la Rúa y el Partido Justicialista) en la continuidad de la política económica y social, así como en la buena disposición hacia los requerimientos de los sectores más concentrados del poder económico y los organismos financieros multilaterales.

En marzo de 2001, el recurso a un enfoque crudamente ortodoxo de manejo de la crisis económica generó un conato de rebeldía social que forzó al gobierno a desistir del intento a los pocos días. La canasta de medidas propuestas incluía severos recortes presupuestales a la educación pública, reducciones adicionales a la ya muy achicada planta de empleados públicos, recortes en materia de gasto social, entre otros, que encontraron amplia oposición en los trabajadores organizados y en los sectores medios, y obligaron a de la Rúa a desistir de la tentativa. La posterior designación de Domingo Cavallo como ministro de Economía contribuyó poco, si acaso, a mejorar el clima de opinión y menos aún a resolver los problemas económicos. Ministro de Economía durante gran parte de la presidencia de Carlos Menem (acertadamente identificado como el padre del modelo de política económica al que sectores cada vez más amplios de la sociedad responsabilizaban de la crisis), el nombramiento de Cavallo y los hitos principales de su gestión terminaron de convencer a muchos de la claudicación del gobierno ante el poder económico-financiero y del olvido de sus promesas electorales. La rebelión social que estallaría nueve meses más tarde debe mucho a esa gestión.

Presentado como poco menos que el salvador de la Patria con el argumento de que nadie mejor que el "padre del modelo" para salir de él, o por lo menos para escapar de su crisis, el fracaso de Cavallo fue jalonado por varios momentos particularmente irritantes para el humor ciudadano y gravosos para su bolsillo. La reprogramación parcial de los pagos más apremiantes de la deuda externa generó nuevas denuncias de corrupción gubernamental. Pocos meses después, un recorte de 13% de los salarios del sector público, las jubilaciones y las deudas del Estado con sus proveedores sumó agravios. Para segmentos amplios de la sociedad, lo que había comenzado a finales de 1999 como una propuesta de cambio en un sentido de honradez administrativa y progreso social había devenido en una evidencia de promesas incumplidas, vulneración del Estado de derecho, fomento a la especulación, inequidades, peleas internas y dislates. La deslegitimación del gobierno se proyectó al Partido Justicialista, el cual brindaba apoyo parlamentario a todas las iniciativas económicas del poder ejecutivo que requerían de aprobación legislativa. Además de una preocupación por la gobernabilidad, el auxilio parlamentario del PJ era consistente con el disciplinado apoyo que, durante la década de gobierno de Carlos Menem, había brindado a iniciativas similares.

 

d) Protesta social y rechazo electoral

El deterioro social cada vez mayor reactivó las movilizaciones de protesta y favoreció su mayor concentración en el área metropolitana. Debilitadas por el crecimiento del desempleo y por la reorientación de la gestión estatal de la última década —y de hecho comprometidas con gran parte de la gestión gubernamental de Menem—, las organizaciones sindicales canalizaron con poca eficacia el malestar social. Adquirieron en cambio presencia y notoriedad cada vez mayor las organizaciones de desocupados, así como las nuevas modalidades de movilización. Los "movimientos piqueteros" surgieron como los protagonistas más destacados de este periodo. Constituidos por desocupados y sus familias, en algunos casos con vinculaciones a pequeños partidos de izquierda, apelando a modalidades novedosas de protesta (cortes de rutas y de calles), estos movimientos canalizaron la insatisfacción y los reclamos provenientes de uno de los ámbitos en que fue más evidente el efecto del esquema de política económica: la pobreza urbana y el desempleo generado por las privatizaciones y la desindustrialización.

Durante el año 2001, los movimientos piqueteros incrementaron su posicionamiento público y su capacidad de reclutamiento y ejecutaron medidas de fuerza (cortes de rutas estratégicas y de accesos a la ciudad de Buenos Aires) que hicieron evidente una gran coordinación, por encima de diferencias ideológicas, y capacidad de disrupción de la vida cotidiana. Sin embargo, en la base del crecimiento de los movimientos piqueteros no sólo está el deterioro del mercado de trabajo. Constituidos por trabajadores desocupados, éstos aportaron a los nuevos movimientos el "capital social" de sus experiencias gremiales, políticas y de negociación con agencias gubernamentales. Las primeras manifestaciones de la protesta piquetera tuvieron lugar en polos de actividad industrial con una fuerza de trabajo de muy elevada calificación técnica: hidrocarburos, transporte y comunicaciones, producción de acero y similares. Además, muchos de los dirigentes iniciales del "piqueterismo" son cuadros sindicales sobre los cuales se hizo sentir con especial rigor el achicamiento de la planta laboral de las empresas privatizadas. Estos recientes desempleados aportaron su experiencia de organización y conducción a los incipientes movimientos; parte importante de la fuerza con que las organizaciones piqueteras hicieron sentir sus demandas se debe a estas circunstancias.

A lo anterior deben agregarse otros dos elementos, claramente vinculados con el sistema político. Por una parte, la dinámica red de articulaciones entre estas organizaciones de desempleados con algunos partidos políticos de izquierda más o menos radical contribuyó en no pequeña medida a potenciar su accionar y a lograr una administración racional de los recursos obtenidos —planes de empleo y asistencia alimentaria, fundamentalmente— como resultado de sus presiones sobre las agencias gubernamentales.10 Estas articulaciones —soslayadas por los análisis académicos más difundidos en aras de hacer hincapié en la autonomía de las organizaciones de desocupados respecto de los actores institucionales del sistema político (por ejemplo Fradkin, 2002; Svampa y Pereyra, 2003)— también pusieron de relieve el retroceso político del Partido Justicialista y de sus dirigentes locales en el terreno de la protesta social. Por su lado, la manera como el gobierno de Fernando de la Rúa hizo frente a la instrumentación de las políticas asistenciales de emergencia creó oportunidades para fortalecer la autonomía de los movimientos piqueteros y condiciones para que dirigieran sus demandas directamente hacia el gobierno nacional; ello eliminó o acotó las instancias de mediación y de amortiguación del conflicto representadas por las autoridades provinciales y municipales.11

La reivindicación inicial del empleo se articuló de manera cada vez mayor con cuestionamientos a la política macroeconómica, críticas al sistema político y exigencia de derechos humanos. Gran parte de las políticas asistenciales instrumentadas desde esa época son resultado de la eficacia reivindicativa de dichas organizaciones.

Las elecciones legislativas de octubre de 2001 explicitaron la orfandad política del gobierno y el grado de deslegitimación de los principales protagonistas del sistema político. Se registró 26.3% de abstencionismo como promedio nacional, varios puntos mayor que el de las anteriores elecciones legislativas de 1997. El ingrediente más notable y publicitado de la jornada fue el llamado "voto bronca": el sufragio voluntariamente anulado por su emisor, como una manera de protesta o repudio contra todos los partidos y candidatos participantes en la elección. Fenómeno nuevo en su magnitud, el "voto bronca" sumó 21% del total emitido en todo el país, pero en siete distritos electorales (entre ellos la ciudad de Buenos Aires), la proporción fue considerablemente mayor. En conjunto, casi la mitad del electorado argentino o se abstuvo de votar o utilizó el voto para repudiar al sistema político o a sus actores principales. La coalición gobernante perdió más de cinco millones de los votos que había conseguido en la anterior elección legislativa (octubre de 1997).12 Solamente en la ciudad de Buenos Aires, el gobierno perdió un tercio del caudal electoral de 1997; en la provincia de Buenos Aires la pérdida fue de más de 70%. El "voto bronca" también arrasó con Acción por la República, el partido político del ministro Cavallo, que perdió alrededor de 1.2 millones de votos y prácticamente desapareció de la provincia de Buenos Aires. Por el contrario, los pequeños partidos de izquierda experimentaron un notable avance, pero su tradicional aislamiento recíproco y su resistencia o incapacidad de forjar coaliciones electorales redujeron sensiblemente el efecto de ese crecimiento. El Partido Justicialista resultó vencedor con casi cinco millones de votos, un millón de votos menos que en las elecciones legislativas de 1997; en la provincia de Buenos Aires (distrito gobernado por ese partido), el justicialismo perdió un tercio de su caudal electoral. De todos modos, triunfó en esa provincia —la más poblada del país—, así como en las de Córdoba, Entre Ríos, Formosa, La Pampa, La Rioja, Mendoza, Misiones, Salta, San Juan, San Luis, Santa Cruz, Santa Fe, Santiago del Estero, Tierra del Fuego y Tucumán; ganó, asimismo, el control de las dos cámaras (diputados y senadores) del poder legislativo (Vilas, 2001a).

El resultado electoral de octubre 2001 puede ser interpretado como expresión de la frustración y el castigo a lo que para parte importante de la ciudadanía fue incumplimiento de las promesas de cambio progresista y honestidad que dos años antes habían permitido a la alianza ganar la conducción del gobierno nacional. Un repudio que también involucró al partido del ministro Cavallo y al PJ, el cual colaboró estratégicamente con el gobierno desde el parlamento. No obstante, al mismo tiempo, el resultado de octubre mostró la capacidad del Partido Justicialista para preservar, a pesar de las pérdidas, un caudal importante del electorado, y para recuperarse como principal organización política. Esto le permitió ganar la elección en la provincia de Buenos Aires, circunstancia que resultaría de vital importancia en el procesamiento de la crisis que detonaría dos meses después.

Lejos de intentar correcciones de rumbo o siquiera una renovación de su gabinete, el presidente de la Rúa insistió en los cursos de acción que habían conducido a su aislamiento. El gobierno perdió definitivamente toda capacidad de control sobre la dinámica de la economía. Hacia finales de noviembre, los grandes operadores del sistema financiero habían sacado del país casi la mitad de sus reservas, lo cual agravó aún más las presiones sobre el tipo de cambio fijo y el régimen de convertibilidad. Superado por los acontecimientos y cada vez más cuestionado incluso por miembros del gabinete presidencial, Cavallo no supo o no quiso reconocer la gravedad de los problemas (reconocimiento que habría exigido aceptar la inevitabilidad de salir del esquema que él mismo había impulsado y que se empeñaba a toda costa en sostener). A principios de diciembre, adoptó la decisión que a la postre acabaría con él y con el presidente quien, contra todo consejo, lo sostuvo hasta el final: el corralito.

 

III. EL FINAL

En un esfuerzo por detener la huida de divisas protagonizada por el sistema financiero, Cavallo cercó todas las cuentas bancarias y prohibió extracciones en efectivo de más de $300 por semana por persona, cuando el precio de la canasta de consumo básico familiar superaba los $550 mensuales. Toda operación por más de esa suma debería efectuarse mediante cheques o tarjetas de crédito o de débito contra las cuentas respectivas. El intento fue tardío, porque para entonces la salida de capitales protagonizada por los grandes operadores del sistema financiero, incluidos los propios bancos, había adquirido características masivas. También fue un intento mal orientado, ya que afectó fundamentalmente los depósitos de pequeño y mediano monto del sector formal de la economía, pero con un efecto amplio sobre la economía informal y los sectores medios de menores recursos.13 Fue, finalmente, una medida insensata, por cuanto el cambio de conductas que exigía (pasar de la realización de operaciones en efectivo a un sistema de operaciones intermediadas por el sistema financiero) se lleva a cabo con un ritmo que no es el que pretendía imponer la desesperación de Cavallo. No sólo requiere de un "cambio cultural" en la gente, sino ante todo someter al sistema bancario a una ampliación gigantesca a fin de atender a una multiplicación exponencial de pequeños clientes y de operaciones de bajo monto.

Debido al bajo índice de transacciones bancarias que tenía la economía argentina, la medida generó una reducción severa de las transacciones, con el consiguiente quebranto en la cadena de pagos.14 El efecto resultó particularmente grave en los grupos de ingresos medios y bajos, así como en el sector informal de la economía, cuyas transacciones se realizan en efectivo. Verdaderas avalanchas se escenificaron en las puertas de los bancos, por parte de gente que trataba de abrir una cuenta de ahorro que le permitiera seguir operando. La parálisis de las actividades se sintió especialmente en los sectores pequeños y medianos del comercio y la producción. Un enjambre de pequeños establecimientos, de prestadores de servicios personales, de microempresas, quedó fuera de juego, imposibilitado de operar activa o pasivamente de acuerdo con las nuevas reglas. El momento de la medida cooperó para agravar su efecto: inicio de la temporada navideña y víspera de la época en que gran parte de los argentinos realiza gastos adicionales o toma sus vacaciones. De la noche a la mañana, gran cantidad de familias debió archivar sus planes de viaje y sus compras de temporada. Si la cuestión vacacional golpeó sobre todo a las clases medias que durante la década de los noventa del siglo pasado se habían acostumbrado a frecuentar destinos turísticos en el exterior, el golpe al consumo se asestó también a las familias de ingresos más bajos, donde subsiste la tradición de algún pequeño gasto extraordinario para esas fechas: por lo menos, la sidra y el "pan dulce" de la Nochebuena, y algún regalito barato para los pibes.

Todo esto se vino abajo con el corralito y explica el malestar, el enojo y sobre todo la inseguridad que se apoderaron de una enorme porción de la sociedad argentina. Muchos tuvieron la sensación de quedarse sin piso de sustentación, de no saber qué hacer, dónde ir, a quién reclamar. Tratando desesperadamente de rescatar al sistema financiero colocado al borde del quebranto a causa de la fuga de capitales que ese mismo sistema había auspiciado, el gobierno de Fernando de la Rúa se echó encima la ira de la sociedad. La intensidad de esa ira va más allá de la magnitud efectiva de los fondos secuestrados. En los hechos, con el corralito se esfumó la fantasía —alimentada de manera entusiasta por millones de argentinos a lo largo de una década— de vivir en un país del Primer Mundo, de tener una moneda a la par del dólar, de ser ciudadanos de la cosmópolis. Una fantasía que, alimentada conspicuamente por el discurso oficial de los sucesivos gobiernos y por la colaboración de gran parte de los medios masivos, soslayaba sistemáticamente otros ingredientes del modelo: el empobrecimiento y el desempleo cada vez mayores, la desigualdad en ascenso y la fragmentación indetenible del tejido social.

Fue precisamente en esta cara (imposible de disimular) de este modelo donde tuvieron lugar las primeras manifestaciones del estallido social: el mundo del subempleo y el desempleo encubierto, y de la pobreza generalizada, castigados por la desmonetización del sector informal causada por el corralito.

Los disturbios que se escenificaron a mediados de diciembre fueron la expresión de ese acentuado clima de hastío social y de agravado empobrecimiento en el marco del masivo repudio electoral. Concentrados fundamentalmente en las zonas más empobrecidas de varias provincias y el área metropolitana, su expresión más traumática fue el saqueo de comercios, particularmente de alimentos y bienes de consumo, entre el 16 y el 19 de diciembre. En la ciudad de Córdoba, las protestas de empleados municipales por el atraso en el pago de sus salarios culminaron en enfrentamientos violentos con la policía y la destrucción parcial de la sede de la municipalidad. En varias ciudades de la provincia de Entre Ríos se registraron saqueos a comercios de alimentos, cortes de rutas y enfrentamientos entre la población y la policía provincial. En la provincia de Mendoza hubo ataques a supermercados; en la ciudad de Tucumán, pobladores de zonas marginadas asaltaron depósitos de alimentos; en la provincia de Santa Fe, la policía reprimió con extrema violencia el asalto a comercios. El pico de estos hechos se registró los días 18 y 19 de diciembre en el área metropolitana, y el debate respecto de cuánto de espontaneidad y cuánto de organización estuvo presente en ellos sigue abierto.15

Cualquiera que sea la respuesta a la que en definitiva se arribe, es claro que las organizaciones piqueteras —las cuales a lo largo del 2001 habían ocupado la primera línea de la protesta social— no fueron protagonistas evidentes de estos episodios, por más que muchos de quienes militaban en ellas puedan haberse sumado a tal oleada de violencia.

Al mediar la tarde del día 19 de diciembre, 37 personas habían muerto en todo el país, producto de la intervención policial y de la reacción de los comerciantes saqueados. Acosado por el aislamiento político y por una realidad sobre la que carecía de capacidad de control, de la Rúa destituyó a último momento al ministro Cavallo. Buscando poner fin a los disturbios, decretó el estado de sitio, que habilita la intervención de las fuerzas armadas en la represión de la protesta social. Lejos de aplacar los ánimos, ésa fue la medida que colmó lo poco que quedaba de paciencia y disipó las últimas dudas de la clase media porteña.

Agraviados por el corralito y por la prepotencia del discurso presidencial que fundamentó el estado de sitio, frustrados en sus expectativas de cambio, centenares y después miles de personas de barrios de clase media (Palermo, Belgrano, Flores, Almagro, Caballito) comenzaron espontáneamente a expresar con cacerolas, bocinas de automóvil y gritos su repudio al gobierno y se dispusieron a marchar hacia la Plaza de Mayo —frente a la casa de gobierno— y la Plaza de los Dos Congresos, frente al Parlamento. Otros optaron por concentrarse y manifestar ruidosamente su protesta frente a la residencia oficial del presidente. Esa noche, la clase media dejó atrás el miedo que la venía arrinconando desde la época de la dictadura, y que 20 años de democracia no habían conseguido diluir, y puso el cuerpo. Unos, agraviados por el corralito; otros, como continuación del voto de octubre; otros más, celebrando la renuncia de Cavallo; todos, unidos por la que devendría consigna de protesta de ahí en adelante: "¡Que se vayan todos!" Esa noche, la Plaza de Mayo de la ciudad de Buenos Aires, escenario tradicional y símbolo de la expresión masiva de la ciudadanía, se colmó de gente que —sin convocatoria ni organización previa— se unificó detrás de aquella consigna. Después de una primera desbandada, producto de la represión policial, la gente volvió a reunirse en la mañana del día 20. La respuesta aún más brutal del gobierno, al costo de seis manifestantes muertos, sólo aceleró e hizo más cruento el inevitable final. Al atardecer, tras presentar su renuncia, de la Rúa abandonó el gobierno.

 

IV. DESPUÉS DE DILUVIO

Un aspecto importante de la crisis política de diciembre de 2001 fue su procesamiento institucional mediante mecanismos constitucionales. Un hecho de masas detonó la caída del gobierno de Fernando de la Rúa, pero la sucesión presidencial se llevó a cabo de acuerdo con los procedimientos institucionales. La propia espontaneidad de la protesta colectiva, y por lo tanto su carencia de organicidad, contribuyó además al manejo de la crisis por parte de los actores políticos cuestionados en la elección de octubre y ausentes de los acontecimientos del 19 y el 20 de diciembre. La consigna "¡Que se vayan todos!" alimentó las energías contestatarias de la muchedumbre, pero la aceleración de los tiempos por la propia dinámica de masas conspiró contra su eficacia en términos de generación de modificaciones importantes en los actores y en los escenarios. Por otro lado, pero con efectos coadyuvantes, el estallido social que derrocó a de la Rúa fue un fenómeno exclusivamente metropolitano —y sobre todo de la ciudad de Buenos Aires, sin equivalentes en el resto del país—, que se notificó sin activismo en el resultado de la agitación porteña y en los trámites posteriores (Bonasso, 2002; Camarasa, 2002).

Esta misma concentración geográfica se registró a lo largo de 2002. Facilitada por la tolerancia de las nuevas autoridades, la protesta social contra el corralito y tras la consigna "¡Que se vayan todos!" alcanzó durante el primer cuatrimestre de ese año niveles desconocidos hasta entonces (gráfica 5).16 No obstante, fue un fenómeno predominantemente metropolitano: 20% de los hechos de protesta y otro tanto de los participantes correspondió a la ciudad de Buenos Aires (que representa menos de 10% de la población nacional); y porcentajes similares, a los municipios colindantes de la provincia de Buenos Aires.17

La permisividad institucional redujo el potencial de conflicto que tuvieron estas manifestaciones, a pesar de que a lo largo de 2002 la situación social siguió deteriorándose. Pobreza, desigualdad y polarización social se acentuaron de manera dramática; en algunos casos, se duplicaron los niveles de las que contribuyeron a detonar la explosión de diciembre de 2001 (cuadro 1).

Sin embargo, la evolución de la protesta social durante 2002 muestra un recorrido diferente del de la crisis. La cantidad de participantes registró fuertes oscilaciones, sobre todo dentro del país (gráfica 6), y la cantidad de hechos se redujo tanto en la ciudad de Buenos Aires como en el conjunto nacional (gráfica 5).

Diversos factores influyeron en esto. En primer lugar, el gobierno nacional permitió que las expresiones de protesta se prolongaran hasta que sus participantes con menor nivel de militancia —o cuyas demandas encontraban algún tipo de satisfacción— fueran abandonando o reduciendo la participación. Frente a los reclamos desde la derecha del espectro político de apelar a la "mano dura" contra los piqueteros y de criminalizar la protesta social, el gobierno nacional optó por una tesitura de tolerancia.18

Hubo asimismo una reorientación de la protesta social. Las más nutridas y bulliciosas movilizaciones en torno al corralito tuvieron como principal objetivo a los bancos que, en el imaginario de los afectados, se habían quedado con sus depósitos. En este sentido, la disposición del poder judicial de hacer lugar a los reclamos de los afectados por el corralito, y poco después algunas decisiones gubernamentales que lo flexibilizaron, contribuyeron también a una descompresión de las tensiones sociales generadas por este asunto.

Por su lado, el manejo de los instrumentos de política económica dio paso a una tímida reactivación económica, a la que contribuyó asimismo la fuerte devaluación de la moneda. El nuevo tipo de cambio encareció drásticamente las importaciones, pero generó un efecto coyuntural favorable a la sustitución de importaciones y de estímulo a las exportaciones. La circunstancia de que no se hubiera cumplido ninguna de las predicciones catastróficas que muchos economistas y comunicadores del establishment financiero habían formulado al abandonarse el esquema de convertibilidad y la paridad cambiaria (hiperinflación, licuación de los salarios, estampida del tipo de cambio, sanciones comerciales e incluso políticas externas a causa del default de la deuda, y así por el estilo) contribuyó a mejorar el humor colectivo.

No obstante, la responsabilidad principal en la reducción de la protesta social parece haber correspondido al manejo de la política asistencialista de emergencia. La instrumentación de un plan amplio de subsidios al desempleo, dirigido a jefes y jefas de hogar de todo el país, permitió brindar un mínimo de asistencia monetaria a los grupos indigentes. Con una cobertura de alrededor de dos millones de beneficiarios —de los cuales, 800 000 correspondían a la zona metropolitana—, el programa puso dinero en el bolsillo de los desocupados y contribuyó a nivel agregado a dinamizar los distritos más empobrecidos, dado que en los pequeños comercios de barrio es donde se satisface la demanda de consumo de los sectores más vulnerables.19 Al mismo tiempo, el programa abrió canales de diálogo y negociación entre el gobierno nacional, los gobiernos municipales y las organizaciones de desocupados, con lo cual articuló a estas últimas a la red institucional de políticas públicas.

Finalmente, cambiaron el sentido y las modalidades organizativas de la protesta social. En la ciudad de Buenos Aires siguieron predominando las manifestaciones en torno a cuestiones que de una u otra manera exigen algún tipo de intervención del gobierno nacional —por ejemplo, el corralito o la desdolarización de las transacciones—, mientras que en el resto del país los temas locales fueron cobrando mayor importancia.20 Por otro lado, aunadas al cansancio y al desgaste —que desalentaron a muchos—, las manifestaciones de protesta social ganaron en organización y en convocatoria. Menos numerosas, fueron sin embargo más masivas, mejor organizadas y más politizadas. El papel desempeñado por algunos pequeños partidos políticos de izquierda parece haber sido decisivo en este último aspecto. La gráfica 7 muestra la tendencia ascendente del promedio de participación por hecho. No debe acordársele empero más valor que el registro de una tendencia, en la medida en que el peso cuantitativo de centenares de pequeñas manifestaciones conduce a subrepresentar las menos frecuentes —pero exponencialmente más numerosas— grandes concentraciones y marchas. Las grandes organizaciones de desocupados y las pequeñas organizaciones políticas que giran a su alrededor se han convertido en el referente principal de estas movilizaciones. En cambio, las asambleas barriales, que de alguna manera expresaron el intento de la clase media de la ciudad de Buenos Aires de crear un espacio de diferenciación y ulterior autonomía tanto respecto del marco institucional representativo como de las organizaciones políticas y sociales más radicalizadas, perdieron capacidad de convocatoria y hacia finales de 2002 prácticamente habían desaparecido.

La definición a mediados de 2002 de un calendario electoral que habría de culminar diez meses después en la elección de un nuevo gobierno nacional contribuyó adicionalmente a descomprimir la tensión social. Al mismo tiempo, volvió a instalar a los partidos políticos en el centro de la escena institucional, y expuso, ante las expectativas de la población, referentes distintos y más tradicionales que el representado por las organizaciones sociales de protesta.

La elección presidencial del 27 de abril puso de manifiesto la capacidad de las instituciones del sistema representativo para contener y canalizar las opciones políticas de una población cuyo malestar social venía siendo moderado por las medidas antes señaladas. Destacó en esa jornada el alto nivel de participación (casi 82% del padrón nacional) y la desaparición del "voto bronca" (los votos en blanco y los votos nulos sumaron en conjunto 541 000: poco más del 2% del total de votos emitidos o casi 3% del total de votos válidos). Triunfaron asimismo las opciones de cambio moderado: más de la mitad de los votos se dirigieron en conjunto a las tres fórmulas que postularon la reforma del esquema macroeconómico y político dominante, frente a 40% de las dos principales fórmulas de continuidad. La alta participación electoral diluyó la consigna "¡Que se vayan todos!" —la cual, paradójicamente, terminó formalizada en la propuesta de un pequeño partido de ex militares golpistas—, pero dos tercios de los votos válidos se orientaron en conjunto hacia fórmulas presidenciales encabezadas por figuras relativamente marginales a los escenarios y estilos políticos de los gobiernos de Carlos Menem y de la Alianza: dos gobernadores de provincias pequeñas, una diputada al frente de un partido político nuevo y un economista neoliberal que por primera vez se presentó a una contienda de este tipo, apoyándose también él en un partido político de reciente formación.21 Los partidos y coaliciones de izquierda (Partido Obrero, Izquierda Unida y otros), que habían tenido una muy fuerte presencia en la calle durante las movilizaciones sociales de 2002, experimentaron un gran retroceso electoral, sobre todo en comparación con la elección de octubre 2001: en conjunto, captaron en conjunto 4% de los votos válidos.

 

V. CONSIDERACIONES FINALES

El incumplimiento de las promesas electorales de reforma del modelo macroeconómico, transparencia institucional y una distribución más equilibrada de los esfuerzos y de los beneficios —que habían constituido el eje de las promesas que permitieron a Fernando de la Rúa ganar las elecciones de 1999— instaló sentimientos de frustración, enojo e injusticia en quienes debieron pagar (con desempleo, deterioro de los ingresos, caída del consumo) el costo de la continuidad. Las medidas adoptadas a lo largo de 2001 ahondaron la fragmentación de la sociedad. Un pésimo manejo de la comunicación social, que publicitaba los estilos frívolos de vida de algunos integrantes de la familia del presidente, agregó agravios a una sociedad empobrecida. La preservación de los mecanismos de la democracia representativa permitió a sectores amplios del electorado expresar su oposición a ese estado de cosas, pero la persistencia gubernamental en un desempeño repudiado masivamente acentuó su aislamiento respecto de los reclamos de la ciudadanía.

El cambio violento de escenario provocado por la inmovilización de las cuentas bancarias y los ahorros de la gente fue el detonador de la violencia y la explosión posteriores. El golpe asestado a las finanzas y las fantasías de las clases medias tuvo un efecto más desestabilizador que el deterioro de largo plazo de las condiciones de vida de las grandes mayorías populares. El deterioro social que se había experimentado a lo largo de 2000 y 2001 había tenido cierto gradualismo, y de alguna manera se inscribía en el estilo de gestión que venía ejecutándose desde el gobierno de Menem. Las medidas de efecto más fuerte en el bolsillo de la población habían sido justificadas con argumentos plausibles para muchos, y el propio gradualismo había dado oportunidad a un cierto reacomodo hacia abajo por parte de los afectados, ya acostumbrados e incluso resignados a deslizarse por la pendiente.22 En cambio, el corralito afectó a todos; se entendió como una medida destinada a salvar a la banca, careció de una justificación plausible y se ejecutó en el escenario de aislamiento y notoria debilidad gubernamental que se hizo patente a partir de las elecciones de octubre. La ira y la violencia que se esparcieron por amplias capas de la sociedad argentina deben tanto al efecto mismo de la medida como al desprestigio de quienes tomaron las decisiones y a la frustración que se venía acumulando desde antes. La declaración del estado de sitio, con el potencial de violencia represiva que normalmente acarrea, así como la represión policial desatada para aplastar la protesta, terminaron de sellar la suerte del gobierno.

Las medidas de diciembre de 2001 significaron una ruptura en el ritmo con que venían avanzando la concentración de los ingresos, el empobrecimiento y la exacerbación de la desigualdad social. La progresividad se transformó en caída abrupta de la noche a la mañana y puso fin a las estrategias de sobrevivencia que podían haberse adoptado hasta entonces. En este sentido, hay un paralelismo entre el quiebre en la progresividad del deterioro social de 1989 —que forzó a la terminación anticipada de la presidencia de Raúl Alfonsín— y el de 2001. En ambos casos, decisiones gubernamentales tomadas en el marco de profundas crisis alteraron el ritmo del deterioro social, liquidaron los mecanismos de adaptación a los que hasta entonces podía haberse echado mano para amortiguar la caída, y actuaron como detonante de estallidos sociales ante la incapacidad o el desinterés de los actores políticos de hacerse cargo de las demandas de la gente.

Desde el punto de vista de la institucionalidad democrático-representativa, los acontecimientos de finales de 2001 arrojan resultados ambiguos. Por un lado, ilustran el modo como (en escenarios de grave deterioro y fragmentación profunda) decisiones políticas desacertadas potencian la conflictividad social, al contribuir a difundir en grandes porciones de población un sentimiento de injusticia, de padecimiento ilegítimo, de castigo inmerecido, de cierre de horizontes. El estallido social arrasó con el gobierno que montó el explosivo y encendió la mecha. No obstante, también muestran la capacidad del sistema institucional para procesar y contener dentro de sus propios márgenes el conflicto social, para neutralizar las presiones más reaccionarias en favor de una represión abierta y un sometimiento autoritario de las clases populares y medias, así como para reorientar la protesta social por vías no violentas de enfrentamiento.

La inoperatividad del reclamo "¡Que se vayan todos!" quedó de manifiesto no sólo en la alta participación electoral o en la reducida renovación de los elencos que los partidos políticos presentaron en las competencias electorales de 2002, sino también en los pobres resultados electorales que obtuvieron las organizaciones políticas de izquierda, las cuales desempeñaron un papel importante en la activación de la protesta social. El desfase entre la aritmética de la protesta en calles y plazas —así como la aritmética de la participación electoral— confirma la disyunción profunda entre protesta social y comportamiento electoral que viene siendo señalada desde hace años como una de las características centrales de los escenarios políticos en varios países de la región (Vilas, 1997; Vilas, 1999).

Finalmente, es posible emparentar los sucesos de diciembre de 2001 en Argentina con acontecimientos de protesta masiva escenificados recientemente en otros países de América del Sur. Tanto por el papel que en todos ellos desempeñaron esquemas de política y ajuste macroeconómico inspirados de una u otra manera en el llamado Consenso de Washington, y en los objetivos e intereses de las elites del poder económico y financiero, como por la virulencia del desborde popular ante la deslegitimación de los sistemas políticos respectivos. Y también por la capacidad del viejo sistema político de procesar la crisis y reorientar o neutralizar la protesta masiva cuando el cuestionamiento social no alcanza una expresión política propia y no muestra capacidad de avanzar desde el rechazo —momento inicial imprescindible de cualquier búsqueda de una alternativa— hasta la formulación de propuestas viables.

Después de un año de convulsión, la sociedad argentina parece reencauzarse por senderos de menores tensiones. Ninguno de sus problemas de fondo ha sido resuelto, y algunos de ellos ni siquiera han sido significativamente abordados. Sin embargo, la gestión del conflicto por canales institucionales, y en el marco de la tolerancia democrática, mantiene abiertas las vías del entendimiento y la negociación en función de objetivos compartidos de progreso social.

 

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Notas

Una versión preliminar de este trabajo fue presentada en el Foro Internacional sobre Pobreza Urbana: Políticas de Desarrollo y Bienestar en América Latina (Toluca, 26-28 de febrero de 2003). Agradezco al licenciado Juan Pablo Ferrero su colaboración en la parte estadística.

1 Una negra, madre soltera, de un barrio pobre de Los Ángeles, lo planteó con claridad: "Tiene que haber alguna justicia económica y educacional. No podemos hablar de estrecharnos la mano y ser amigos cuando tú tienes empleo y yo no". Apud Vilas, 1997: 21.

2 Desde esta perspectiva, el concepto de "injusticia" tiene claras vinculaciones con el de "explotación": vide por ejemplo Wright, 1994: 21-31.

3 La primera situación se habría configurado, por ejemplo, en México durante la segunda mitad de la década de 1980 e inicios de la siguiente (Boltvinik, 1994; Pánuco-Laguette y Szekely, 1997) y en Argentina en años recientes (Frenkel y González Rozada, 2001). En ambos casos, aumentos absolutos en materia de pobreza se conjugaron, mediante importantes transferencias de ingresos "hacia arriba", con significativas mejoras adicionales en la captación de recursos por los grupos más encumbrados. En la misma época, Chile se habría ubicado en el segundo caso. Apoyadas en un sostenido crecimiento del producto, las políticas gubernamentales de la Convergencia Democrática tuvieron éxito en la reducción de la pobreza, pero carecieron de efecto relevante en una reducción de los niveles de desigualdad; éstos se mantuvieron o incluso registraron incrementos, fundamentalmente a causa de la dinámica del mercado y de algunas dimensiones de la política económica. Las inercias del diseño macroeconómico de las décadas previas ejercieron, asimismo, una fuerte influencia regresiva (Cowan y de Gregorio, 1996; de Gregorio et al. 2001). La tercera situación se habría configurado en Argentina a lo largo de 2002; en un contexto de generalizado deterioro de las condiciones de vida, los grupos de ingresos más altos perdieron en términos relativos considerablemente menos que el resto de los niveles. Sobre esto se regresará en la sección siguiente.

4 Centroamérica ofrece una buena ilustración al respecto. La explicación de que en Costa Rica y Honduras no se hayan desarrollado procesos de lucha política armada como los que tuvieron lugar en El Salvador, Guatemala y Nicaragua, no se debe tanto a la ausencia de determinadas influencias ideológicas, subordinaciones a intereses externos o diferencias profundas en aspectos estructurales (tenencia de la tierra, pobreza campesina u otros), sino a la receptividad de sus sistemas políticos a las demandas de los grupos socialmente más vulnerables —entre ellas, su derecho a la organización gremial y política— y a su eficacia para poner coto a algunas demandas de las clases propietarias (Vilas, 1994).

5 Son ilustrativas en este sentido las encuestas anuales de la organización Latinobarómetro, que registran en años recientes en América Latina una caída en la valoración de la democracia y sus manifestaciones de apoyo, junto con una tendencia a dar prioridad al desarrollo económico. En 2001, solamente 48% de los entrevistados manifestó preferencia por la democracia (entendida básicamente como la celebración de elecciones periódicas, limpias y transparentes) frente al autoritarismo, en comparación con 62% en 1997-2000; el grado de satisfacción con la democracia bajó de 41% en 1997 a 37% en 1998-2000 y a 25% en 2001. Véase <www.latinobarometro.org>.

6 Más de dos tercios del crecimiento del gasto público total del gobierno nacional durante la década de los noventa del siglo pasado se debe al pago de los intereses de la deuda externa; casi un tercio más, a la transferencia de fondos de jubilaciones y pensiones. Los pagos por concepto de intereses se incrementaron 275% en valores reales (Vaca y Cao, 2001).

7 Argentina presenta incluso un exceso comparativo de desigualdad; vale decir, niveles de desigualdad social mayores que los de sociedades latinoamericanas con niveles de producción e ingreso considerablemente inferiores, o en comparación con sociedades europeas de similar nivel de desarrollo (Vilas, 1999, cuadro 1).

8 La coalición estuvo formada por el Partido Radical, del presidente de la Rúa, y el FREPASO, una convergencia de partidos de centro-izquierda conducida por el vicepresidente Carlos "Chacho" Álvarez. La coalición había debutado con un resonante triunfo en las elecciones legislativas de octubre 1997.

9 Con posterioridad a la redacción de este artículo, el entonces secretario parlamentario del Senado de la Nación confesó judicialmente el pago de sumas de dinero a varios senadores del Partido Justicialista, a cambio de su voto en la aprobación de la reforma a la ley de empleo. De acuerdo con esa confesión, el voto de dichos senadores habría costado al erario público el equivalente a cinco millones de dólares. En la operación estaban involucrados el entonces presidente Fernando de la Rúa, el jefe de la Secretaría de Inteligencia del Estado, el ministro del Trabajo, el presidente del bloque de senadores de la Alianza, su par del bloque de senadores del Partido Justicialista y el propio denunciante, además de los senadores que cobraron el soborno. véanse las ediciones del 13 y 14 de diciembre de 2003 de los diarios La Nación, Clarín, Página 12, Crónica y La Prensa de la ciudad de Buenos Aires. También La Jornada (México, D. F.), 14 de diciembre de 2003.

10 Por ejemplo, la estrecha vinculación de la Corriente Clasista y Combativa con el Partido Comunista Revolucionario, la del Polo Obrero con el Partido Obrero, o la del Movimiento Barrios de Pie y el Partido Comunista. Esta relación también se registra en las organizaciones de posiciones menos radicales: por ejemplo, la Federación Tierra y Vivienda con el Frente Grande y la Central de Trabajadores Argentinos (CTA).

11 Con el doble objetivo de neutralizar la estructura política en la provincia de Buenos Aires (tradicionalmente hegemonizada por el Partido Justicialista) y limitar el crecimiento de pequeños grupos de piqueteros en el conurbano, el Ministerio de Desarrollo Social —a cargo de Graciela Fernández Meijide— introdujo una modificación en la distribución de los planes de empleo de emergencia, hasta entonces fundamentalmente canalizados por los municipios, con la exigencia de que sólo fueran asignados a organizaciones no gubernamentales que se responsabilizaran de su ejecución. Lejos de contener a las organizaciones piqueteras, esto las institucionalizó y creó condiciones para su ulterior fortalecimiento. Las organizaciones piqueteras pasaron a crear sus propias ONG; actuaron además como coordinadoras de los pequeños grupos que surgieron en los barrios más pobres del Gran Buenos Aires y se convirtieron en movimientos sociales organizados con mayor poder de presión y con administración propia, gracias a los subsidios recibidos.

12 La comparación se efectúa con la consulta de octubre de 1997, por ser ambas elecciones legislativas, a diferencia de la de octubre 1999, en la que estuvieron en juego —además de una renovación parlamentaria parcial— la presidencia de la república y los gobiernos provinciales. Vide Escolar et al., 2002, para un análisis comparativo preliminar de los comicios de 1999 y 2001.

13 De los $69 843 millones atrapados en el corralito, algo más de la mitad ($38 568 millones) correspondió a depósitos efectuados por 12.3 millones de personas físicas; ello arroja cuentas con un depósito promedio de poco más de $3 100. No obstante, mientras el promedio del monto de depósitos a plazo fijo era de $18 350 por cuenta, el promedio de los depósitos a la vista era de $860 por cuenta (Cafiero y Llorens, 2002: 161 y ss.).

14 En el último trimestre de 2001, la relación depósitos en cuenta corriente/M1 era de 50.1%, mientras que la relación depósitos en cuenta corriente/PIB era de 3.5%. Estimaciones del Instituto de Estudios Fiscales y Económicos (IEFE) sobre la base de cifras del Banco Central y del Ministerio de Economía.

15 Fradkin (2002) hace hincapié en los ingredientes de autoorganización de la protesta social de diciembre a partir de antecedentes a lo largo de ese mismo año, entre ellos presiones a comercios para la distribución de alimentos. Bonasso (2002), en cambio, carga las tintas sobre la manipulación de los escenarios de empobrecimiento y malestar social en la provincia de Buenos Aires por parte de algunos dirigentes municipales del PJ interesados en desestabilizar al gobierno de Fernando de la Rúa. Camarasa (2002) pone el acento en la explicitación del aislamiento y la crisis interna del gobierno de Fernando de la Rúa y de su ministro Cavallo provocada por el estallido social. El saqueo de supermercados no es nuevo en Argentina. Su precedente más recordado es el de 1989, en el marco de otra crisis que también condujo a la finalización anticipada del régimen de otro presidente: Raúl Alfonsín. Sin el carácter masivo de ese antecedente, ni el que habría de registrarse en diciembre de 2001, ataques y amenazas de ataques a supermercados para obtener la distribución gratuita de alimentos a grupos de desocupados y familias indigentes se habían venido registrando en los últimos años de la década de 1990, por lo regular remitidos por los medios de comunicación a la sección de noticias policiales y, en todo caso, recogidas fundamentalmente por medios de circulación local. Lo que destaca de las acciones del 18 y el 19 de diciembre es su carácter masivo y su violencia, así como haberse dirigido tanto contra grandes supermercados como contra pequeños comercios de barrio.

16 Los hechos de protesta social contabilizados en la gráfica incluyen cortes de rutas, calles, puentes y avenidas; actos y concentraciones públicas; movilizaciones y marchas; así como otras manifestaciones de repudio o reclamo a instituciones o personas consideradas representativas de alguna estructura de poder (gobierno y sus funcionarios, partidos políticos y sus dirigentes, legisladores, miembros del poder judicial, empresas, bancos, fuerzas policiales y otros). No se dispone de un registro sistemático de hechos de protesta social anterior a enero de 2002. La serie se interrumpe en octubre de ese año, ya que desde finales de noviembre de 2002 esa información perdió carácter público.

17 Las cifras referidas a la cantidad de personas que participan en hechos de protesta sólo tienen valor indicativo de órdenes de magnitud; una misma persona es "contada" de acuerdo con la cantidad de hechos de protesta en los que participa. El carácter eminentemente metropolitano de la protesta social de diciembre 2001 y el año siguiente contrasta con el modo como algunos medios de comunicación difundieron estos hechos. En todo caso, no es la primera vez que concentraciones masivas de personas en la Plaza de Mayo de la ciudad de Buenos Aires detonan modificaciones políticas de proyección nacional. El 20 de diciembre 2001 puede ser inscrito en una larga serie de momentos fundamentales de la historia política argentina, como la instauración del primer gobierno independiente, el 25 de mayo de 1810, o el 17 de octubre de 1945, que instaló a Juan Domingo Perón en la conducción política del país, para mencionar sólo los más notorios.

18 Representativo de los reclamos de mano dura es el editorial del diario conservador La Nación del 10 de agosto 2002. El 26 de junio dos militantes de organizaciones piqueteras habían muerto como resultado de la represión lanzada por la policía de la Provincia de Buenos Aires en el municipio de Avellaneda.

19 El programa entrega el equivalente de $150 por mes a cada beneficiario en bonos del gobierno nacional que funcionan como una cuasi moneda de libre circulación. Se completa con un plan de distribución subsidiada de medicamentos y la distribución de alimentos en especie.

20 Vide por ejemplo Izumi, 2002; Gallo, 2002; Márquez, 2002.

21 El 18 de mayo estaba previsto el ballotage entre las dos fórmulas que más votos habían captado el 27 de abril: las encabezadas por el ex presidente Carlos Menem (24.4% en la primera ronda) y por el gobernador Néstor Kirchner (22.2%). Ante la coincidencia de todas las encuestas sobre una fuerte polarización electoral en favor del programa reformista de Kirchner, el ex presidente Menem optó por retirarse de la contienda tres días antes del comicio.

22 Por ejemplo, el recorte del gasto público en marzo de 2000 afectó a un sector social (los empleados públicos) que venía siendo severamente descalificado desde los tiempos de Menem. El lenguaje oficial y el de los medios de comunicación presentó al típico empleado público como un burócrata opuesto a la modernización, perezoso y chapucero, vegetando detrás de una ventanilla o jugando al solitario en la computadora. Se trataba de una imagen que en el nuevo gobierno fue complementada con denuncias de complicidad con el menemismo que entorpecían la labor regeneradora de la nueva administración (véase, por ejemplo, Cash. Suplemento Económico del diario Página 12 [Buenos Aires], ediciones del 16 y el 23 de enero de 2000). El recorte de 13% de las jubilaciones y de los salarios estatales agregó un nuevo capítulo a la larga historia de contracción del consumo.

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