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Revista mexicana de sociología

versión On-line ISSN 2594-0651versión impresa ISSN 0188-2503

Rev. Mex. Sociol vol.66 no.4 Ciudad de México oct./dic. 2004

 

Artículos

 

México: una transición prolongada (1988-1996/97)

 

Mexico: A Protracted Transition (1988-1966/1997)

 

Julio Labastida Martín del Campo* Miguel Armando López Leyva**

 

* Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México, Circuito Mario de la Cueva s/n, Ciudad Universitaria, C.P. 04510, México, D.F.; tel.: 56 22 74 08, fax: 56 22 74 09; correo electrónico: <jlmc@servidor.unam.mx>. Líneas de investigación: sociología política, análisis comparativo del sistema político mexicano, consolidación democrática.

** Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo, Carretera Pachuca – Actopan Km. 4, Pachuca, Hidalgo; tel.: (01 771) 71 720 00, ext. 5206; correo electrónico: <leyvapato@correo.unam.mx>. Líneas de investigación: democratización, movimientos sociales, populismo, reformas electorales.

 

Recibido: 15 de enero de 2004.
Aceptado: 22 de junio de 2004.

 

Resumen

La bibliografía acerca de los procesos de transición democrática ubica con dificultad el caso mexicano, en virtud de sus características (principalmente la ausencia de un "pacto fundacional" o un colapso del régimen). Para ayudar a clarificar este proceso, se propone una periodización que lo explica bajo el concepto recientemente acuñado de transición prolongada, cuya característica central es el largo lapso que tomaron las negociaciones entre los actores políticos para instaurar reglas aceptables y aceptadas por todos ellos. La dimensión electoral es de primordial importancia para comprender en México el paso de un autoritarismo sustentado en un partido hegemónico a una democracia con elecciones limpias, libres y competitivas, con posibilidad de alternancia.

Palabras clave: transición democrática prolongada, reformas electorales, negociación, actores políticos.

 

Abstract:

The bibliography on democratic transition finds it difficult to classify the Mexican case, because of its characteristics (primarily the lack of a "foundational pact" or the collapse of a regime). In order to clarify this process, the author proposes a periodization that explains it using the recently developed concept of protracted transition, whose central characteristic is the length of time taken by political actors to negotiate rules that were acceptable and accepted to all parties concerned. The electoral dimension in Mexico is crucial to understanding the shift from authoritarianism based on a hegemonic party to a democracy with clean, free, competitive elections, with a possibility of taking turns in office.

Key words: protracted democratic transition, electoral reforms, negotiations, political actors.

 

Dentro de los diferentes casos considerados como más representativos de transiciones a la democracia, resulta difícil ubicar el proceso mexicano. En la transición en México no hubo una caída del régimen autoritario como el que se produjo con la derrota de la guerra de Las Malvinas en la dictadura militar argentina; no fue resultado de una revolución militar popular como en Portugal ("revolución de los claveles"); ni fue consecuencia directa de factores externos, como en el caso del efecto del desmembramiento de la Unión Soviética sobre los países del centro y del este de Europa. Tampoco fue resultado de un pacto, entendido como un gran acuerdo básico de todos los actores sobre las reglas fundamentales que definen el régimen, y que da lugar a un momento fundacional; ni se dio una restauración democrática, como en Chile o Uruguay, que produjo la revitalización de los sistemas de partidos, de la división de poderes y de las garantías individuales.

Sin embargo, sí hubo transición en México porque se produjo una disolución paulatina de un régimen autoritario y se estableció una forma de democracia predominantemente electoral. Este proceso abarca el periodo de 1988-1996/97.

Visto desde la perspectiva de la bibliografía de las transiciones, estamos hablando de una transición prolongada, en el entendido del largo lapso transcurrido en recurrentes negociaciones para instaurar reglas políticas aceptables para los actores políticos principales. Para Eisenstadt (2001: 87-88) hay un importante conjunto de países con lentos procesos de democratización, incluido México, que no siguen el modelo de pacto de elites descrito por O'Donnell y Schmitter en su trabajo pionero sobre transiciones desde regímenes autoritarios. Tales transiciones, que denomina prolongadas, se producen de manera gradual, como en una "guerra de trincheras" entre los grupos gobernantes que detentan el poder y los partidos de la oposición.1

Soledad Loaeza (2000: 4-5) añade que en las transiciones prolongadas no hay un "sentido de urgencia" en cuanto a concluir un acuerdo con la mayor rapidez posible, como fue el caso de las transiciones aceleradas o pactadas, sino que "la lentitud de las negociaciones puede explicarse por desacuerdos entre los actores en cuanto a la agenda de prioridades, o simplemente porque alguno de ellos —continuista o reformista— considera que el paso del tiempo le favorece".

Como se observa, la variable tiempo es importante en la definición de una transición con tales características. Para dar un dato de referencia general, en España, América Latina y Europa del Este, las transiciones se desarrollaron en periodos promedio de entre dos y cuatro años; en el caso de Europa del Este, las transiciones se llevaron un periodo de dos años, lo cual incluyó: organización de un gobierno provisional, enmiendas a la Constitución, convocatoria a elecciones "fundacionales" y promulgación de una nueva Constitución (Alcántara Sáez, 1992).2

Las transiciones prolongadas no sólo se definen por la temporalidad y su gradualismo, sino también por la importancia de la dimensión electoral. La transición mexicana se explica porque determinadas características del régimen posrevolucionario influyeron sobre la manera como se produjo el proceso de transición a la democracia. Es decir, la coexistencia de los preceptos de la democracia liberal —que establecen el principio de la soberanía popular y el ejercicio del voto como único medio legítimo de acceso al poder, consagrados constitucionalmente,3 así como el carácter autoritario del ejercicio real de la política—, permitieron la funcionalidad del autoritarismo a la vez que abrieron la posibilidad para que el proceso de cambio se produjera sin recurrir a la violencia de modo gradual y mediante reformas jurídicas. En ese sentido, no hay una clara ruptura institucional, sino un acercamiento progresivo entre lo que dictaba la norma constitucional y su ejercicio efectivo.

En este sentido, la transición mexicana se ubica en lo que Eisenstadt (2001: 117-120) plantea sobre las transiciones prolongadas:

en el caso de que las fisuras dentro de las elites no son lo suficientemente grandes como para proporcionar puntos de apoyo a la oposición donde las fuentes de poder real, las instituciones electorales, aunque amañadas, pueden ser la única arena donde los partidos opositores protestan en forma legal, por lo tanto, dichas instituciones se pueden convertir en el principal ámbito de oposición.

En relación con este tipo de transiciones, Andreas Schedler (2001a: 24) señala cómo en la serie de elecciones estratégicas entre los gobernantes autoritarios y la oposición, el ciclo de elecciones manipuladas-reformas electorales-elecciones manipuladas se repite iterativamente, al grado de que puede estabilizarse como un "juego anidado", en el que es clara la tensión entre el control de los resultados que pretenden los gobernantes autoritarios y la instauración de la incertidumbre democrática por la que pugnan los opositores. Ello explicaría por qué en México "fue la combinación persistente de los partidos de oposición, de participación electoral con protesta poselectoral, lo que mantuvo al país en movimiento desde un autoritarismo electoral hacia una transición prolongada".4 En este sentido, distinguimos en el artículo el significado diferente de las elecciones durante el periodo autoritario como ritual de legitimación, y en el de transición como expresión reglamentada de la competencia por el acceso al poder.

En síntesis, nos proponemos hacer uso de esta concepción novedosa de transición prolongada para encuadrar el caso mexicano junto con otros países que han experimentado procesos similares, lo cual resta vigencia a la idea de la "peculiaridad nacional". En ese tenor, importan las tres dimensiones a las que hemos hecho referencia: el énfasis en lo electoral, el gradualismo y la temporalidad. Así, el presente artículo tiene como eje central de la transición la negociación entre el gobierno y los actores políticos de la oposición en relación con las reformas electorales. Es decir, con la cuestión procedimental como marco de referencia, se atribuye menor peso a otras dimensiones importantes para la consolidación de la democracia, tales como los derechos humanos, las libertades y garantías civiles, y la vigencia del Estado de derecho.

Conscientes de la abundancia de estudios que abordan esta misma temática, nuestra aportación se orienta en dos caminos. Por un lado, ofrecemos una reconstrucción empírica detallada de la disputa por acordar reglas de acceso al poder, de la que obtenemos una propuesta de periodización diferente sobre la transición en el país, así como de sus antecedentes más significativos. Por otro lado, damos a dicha reconstrucción una base teórica a partir de la literatura comparada, con el propósito de ubicar el proceso que analizamos en un contexto más amplio: situamos la democratización de México en una tipología que permita compararla y encontrar las similitudes y diferencias más significativas respecto de otros casos de transición a la democracia.

 

LA LIBERALIZACIÓN EN EL PERIODO AUTORITARIO

A pesar de su carácter autoritario, la elite posrevolucionaria se preocupó de que tanto interna como externamente no se le considerara un régimen totalitario de partido único, como era el caso de la Unión Soviética, por lo que era importante mantener la imagen de democracia liberal, donde el pluralismo es un aspecto fundamental. Desde esta perspectiva, se explica que haya habido partidos políticos durante todo el periodo posrevolucionario, aunque en un esquema de partido hegemónico desde 1946.

Antes de dicho año, no había propiamente un sistema electoral,5 pero sí se realizaban elecciones mediante mecanismos descentralizados y con gran peso de los poderes regionales. A partir de 1946, se establecen los dos principios rectores que se mantendrán casi intocados hasta el periodo de nuestro interés: la centralización de la organización y la vigilancia de los comicios y su control por parte del Ejecutivo; asimismo, la exclusión de la participación electoral a las organizaciones que no asuman la forma de partido político nacional con registro, con lo que se contribuye a una mayor institucionalidad del juego político y se estimula el surgimiento de nuevos partidos, aunque supeditados al hegemónico (Molinar, 1993: 28).6

Las reformas aplicadas al sistema electoral mexicano creado en 1946 tuvieron la intención de traducir institucionalmente la incipiente pluralidad del país; son importantes porque marcan el terreno para las reformas posteriores, las que condujeron a la transición democrática en el sentido de flexibilizar gradualmente los amarres que sujetaban la competitividad de los distintos partidos. Es decir, corresponden a medidas de liberalización que buscaban ampliar la representación de los partidos de oposición y satélites7 en la Cámara de Diputados. Eran una concesión del régimen, desde la lógica del poder, ante circunstancias especialmente adversas.

Desde esta perspectiva de liberalización, la reforma de 1963 se explica como respuesta a una situación social y política compleja, caracterizada por la efervescencia cada vez mayor de movimientos sindicales disidentes, como el de los maestros (1958)8 y el de los trabajadores ferrocarrileros (1958-1959);9 el boicot del Partido Acción Nacional (PAN) al régimen, al asumir una posición de enfrentamiento con éste, cuando propuso la renuncia a sus cargos de los seis diputados triunfadores en las elecciones de 1958;10 y la polarización política, producto del impacto que tuvo la Revolución cubana.11 En otros términos, la reforma fue una salida ante la amenaza de que el área no institucionalizada del sistema político se desbordara a causa de los movimientos sociales; también puede ser vista como producto del aumento del abstencionismo electoral y de la necesidad gubernamental de reanimar la participación en las urnas (Loaeza, 1999: 278 y 281).

En esta reforma se ofrece una ampliación limitada en la representación política mediante la introducción de los llamados "diputados de partido", para favorecer a los partidos minoritarios que obtuvieran 2.5% de la votación total válida —a quienes serían asignados cinco diputados— y uno más por cada 0.5% adicional hasta llegar al tope de 20 diputados (Medina Peña, 1978: 32).

La reforma se planteaba dos objetivos: ganar legitimidad mediante esa proporcionalidad "limitada" y mantener la capacidad de decisión del partido oficial. Un aspecto que conviene resaltar para los propósitos de este trabajo es que dicha reforma fue responsabilidad directa del dirigente nacional del Partido Acción Nacional (PAN), Adolfo Christlieb Ibarrola, y del secretario de Gobernación —después presidente de México—, Gustavo Díaz Ordaz, lo cual reportaría beneficios a dicho partido, como el reconocimiento de 17 victorias municipales durante los cuatro primeros años del mandato de Díaz Ordaz (Lujambio y Marván, 1997). Tal acercamiento, el cual correspondía a una posición estratégica del Partido Acción Nacional, es un antecedente poco estudiado del que habría posteriormente entre el presidente Carlos Salinas y el PAN en las reformas electorales y en varios temas de la agenda política y económica.

Sin embargo, los cambios realmente importantes en el sistema electoral mexicano se iniciaron en 1977,12 con una reforma que también se presentó como respuesta a una serie de tensiones que comenzaron con el movimiento de los médicos (1965)13 y continuaron con la represión que ejerció sobre el movimiento estudiantil de 1968.14 Desde la perspectiva de Jorge Cadena-Roa (2003: 119-120), "la interpretación de la masacre de Tlatelolco influyó en todos los debates de los medios y las metas del cambio social en México". La erosión de la legitimidad del Estado por este movimiento, cerró un "ciclo de contención", en el cual "campesinos, obreros, maestros y otros grupos sociales habían apelado al Estado revolucionario y habían encontrado una represión inesperada", una de cuyas consecuencias fue el surgimiento de la guerrilla.

La multiplicación de la conflictividad social se manifestó en

una intensa movilización y disputa en el mundo sindical; dentro y fuera de las organizaciones oficiales se desarrollan importantes movimientos de inconformidad con fuertes demandas de cambio; una nueva efervescencia política se extiende en las universidades públicas del país, se constituyen nuevas agrupaciones y amplísimas movilizaciones agrarias, grupos empresariales protagonizan abiertos desafíos a la coalición en el gobierno y a sus políticas, vivimos entonces la presencia [...] de movimientos armados en el campo y la ciudad, la presencia de nuevos espacios de crítica y discusión pública, periódicos, revistas, editoriales, y como correlato de todo, un ritual electoral que no recogía lo que estaba pasando en esa sociedad, una institucionalidad que era incapaz de encauzar y representar la realidad del país (Becerra et al., 2000: 79-81).

Contribuyó también significativamente a este escenario conflictivo el hecho de que en las elecciones de 1976 compitiera por la presidencia exclusivamente el candidato del Partido Revolucionario Institucional (PRI), José López Portillo. Ello puso en evidencia urbi et orbi la ficción de la existencia de un sistema multipartidista competitivo en México. De hecho, esta reforma puede verse propiamente como el punto de partida del proceso de liberalización política vivido por México.

La contribución fundamental de dicha reforma fue el reconocimiento constitucional de los partidos políticos como "entidades de interés público". Otros aspectos importantes fueron la introducción del registro condicionado de los partidos al resultado de la elección, con un umbral mínimo de 1.5% de la votación; y la ampliación de la Cámara de Diputados de 300 a 400 miembros, 100 de ellos electos por el principio de representación proporcional, exclusivos para la oposición, con lo que se garantizaba un mínimo de pluralidad (Becerra Chávez, 1995; y González Casanova, 1979).

La intención era atraer a la izquierda, fundamentalmente al Partido Comunista (PC, fundado en 1919), la oposición más antigua, aunque durante muchos años excluida del juego electoral parlamentario —en particular desde 1951—, en un contexto en que la ruptura institucional y la lucha armada aparecían como vías opcionales de acción.

Esa intención se lee claramente en las memorias de quien en ese entonces era presidente de México, José López Portillo (1988: 569):

(14 de abril de 1977) Quiero que se ventile de una vez por todas el 68, hasta ahora tabú o suceso vergonzante. Además de la renuncia de [Carlos] Fuentes [uno de los escritores mexicanos más influyentes], las izquierdas se han revuelto y los intelectuales y universitarios se han inquietado. Las cosas suceden y me ubican a la derecha. En contra, soltamos a "presos políticos" y este día abro el estudio para que se lleve adelante la Reforma Política, mediante consulta pública [...]. A ver si las izquierdas entienden el momento histórico y canalizan por la vía institucional sus posiciones.

Jesús Reyes Heroles, secretario de Gobernación y artífice de dicha reforma, planteó en un discurso pronunciado el 1 de abril de 1977 el sentido buscado:

que el Estado ensanche las posibilidades de la representación política, de tal manera que se pueda captar en los órganos de representación nacional el complicado mosaico ideológico nacional de una corriente mayoritaria, y pequeñas corrientes que, difiriendo en mucho de la mayoritaria, forman parte de la nación (citado por Becerra et al., 2000: 88).

Este proceso se ajusta bien a lo que O'Donnell y Schmitter (1994: 23) han dado en llamar "autoritarismo liberalizante" o "dictablanda", en los cuales los gobernantes autoritarios

pueden tolerar y hasta promover la liberalización en la creencia de que, al abrir ciertos espacios para la acción individual y colectiva, pueden aliviar diversas presiones y obtener información y apoyo necesarios sin alterar la estructura de autoridad, o sea, sin tener que dar cuenta a la ciudadanía de sus acciones o someter al resultado de elecciones libres y competitivas su pretensión a gobernar.15

La reforma de 1986 es una reforma controvertida. José Woldenberg (1987: 240 y 244) considera positivo que se haya corregido la sobrerrepresentación en la Cámara de Diputados, pero señala que es un retroceso la manera de integrar los organismos electorales. Por su parte, Juan Molinar (1988: 259-269), al referirse al sistema electoral, advertía ya acerca de la "sintomatología y diagnóstico de botiquín de la asfixia electoral que aqueja al cuerpo de México". De los seis componentes principales de la no competitividad señalados por el autor, tomamos los dos que resultan pertinentes, los cuales son representativos de la difícil aplicación de la normatividad electoral. Éstos eran: 1) "En la organización y vigilancia de los procesos electorales mexicanos existe una intervención sesgada y decisoria del gobierno a favor del partido del régimen"; y 2) "La ley electoral y las prácticas políticas estatales que con base en la ley (y aun en contra de ella) regulan la competencia partidaria, limitan decisivamente la expresión del pluralismo político que en la sociedad se manifiesta".

A nuestro parecer, la reforma de 1986 puso un dique ante la incorporación de nuevos partidos al escenario político–electoral, al suprimir el registro condicionado al resultado de la elección; estableció por primera vez la "cláusula de gobernabilidad", mecanismo que aseguraba la mayoría al PRI en la Cámara de Diputados aun sin 50% o más de la votación; asimismo, aseguró al partido oficial el control de la organización electoral, mediante el traslado del criterio de representación proporcional a la integración de la Comisión Federal Electoral (CFE). De este modo, la reforma fue un intento de revertir la tendencia a perder el control sobre los comicios, consecuencia no buscada de la reforma de 1977.

De todo lo anterior se comprende cómo el reformismo electoral ha de situarse, durante el periodo 1977-1988, en relación directa con el contexto que lo produce. Sin embargo, además, ha de mirarse como parte de las estrategias de los presidentes que lo han estimulado y que corresponden a una política de liberalización.

 

LA TRANSICIÓN DEMOCRÁTICA

Los cambios en la sociedad posrevolucionaria —la cual se volvió cada vez más compleja, diversificada, moderna e informada—, así como el desgaste del modelo económico y social, llevaron a que sectores cada vez mayores de la población se alejaran paulatinamente del sistema político autoritario. Esta dinámica de la sociedad se tradujo en el surgimiento de nuevos actores políticos o en su reorientación ideológica, basados en la competencia legal.

A partir de 1988, la constante modificación a las normas electorales puede colocarse ya en el marco general del cambio político mexicano, en el que intervienen de manera decisiva dichos nuevos actores políticos independientes del gobierno, y donde éste no puede seguir aplicando la noción simple de concesión.

Para ubicar esta fase, nos parece conveniente tomar la periodización realizada por Jacqueline Peschard (1993).16 La autora plantea la elevación y caída del sistema de partido hegemónico en tres bloques: a) de 1946 a 1976, la construcción y consolidación hegemónica, en la que resalta el control centralizado del gobierno sobre los comicios; b) de 1977 a 1986, la hegemonía en un marco de liberalización política, etapa en la que se relajó el control gubernamental sobre el ingreso de los partidos a la escena electoral, relajamiento contrapunteado por la legislación electoral de 1986, la cual surgió como reacción del gobierno frente a los signos amenazantes para su control sobre las urnas, según hemos visto; y c) de 1988 en adelante, la caída del sistema de partido hegemónico, con 1988 como el año de "mayor cuestionamiento al régimen posrevolucionario" que expresa una crisis del sistema electoral y, podemos añadir, una crisis de legitimidad, la cual da lugar a un proceso sucesivo de reformas negociadas que culminó en la transición democrática.

Retomando a Peschard, entre 1977 y 1988 se ubica la "hegemonía en un marco de liberalización política", cuyo punto fundamental es —como hemos indicado— el otorgamiento de espacios políticos a la oposición, principalmente a la izquierda. Entre 1988 y 1996, cuando Peschard ve la "caída del sistema de partido hegemónico", encontramos el periodo democratizador, caracterizado por la negociación de nuevas reglas del juego y espacios políticos entre el gobierno y la oposición partidista.

Linz y Stepan (1996: 3) afirman:

En una situación no democrática, la liberalización puede implicar una combinación de cambios políticos y sociales, tales como menor censura de los medios de comunicación, mayor espacio para la organización de actividades autónomas de la clase trabajadora, la introducción de algunas salvaguardas legales para los individuos, como el habeas corpus, la liberación de muchos presos políticos, el retorno de los exiliados, probablemente medidas para mejorar la distribución del ingreso y, lo más importante, la tolerancia hacia la oposición.

En cambio,

la democratización implica la liberalización, pero es un concepto más amplio y más específicamente político. La democratización requiere competencia abierta sobre el derecho de ganar el control del gobierno, y esto a la vez requiere elecciones competitivas y libres, de cuyo resultado se determina quién gobierna. Usando estas definiciones, es obvio que puede haber liberalización sin democratización.17

En tal tenor, hallamos una diferenciación puntual de estas dos fases de la transición democrática mexicana, la liberalizadora y la democratizadora, en las tres etapas que Jorge Alcocer (1996a y 1996b) desglosa acerca del "ciclo reformista" mexicano, a saber: a) reformas preventivas (1977, 1986), en la que "la iniciativa y capacidad de decisión correspondieron íntegramente al gobierno y su partido"; b) reformas bilateral-defensivas (1990, 1993), en la que "los acuerdos entre el PAN y el gobierno determinaron e hicieron posible la aprobación de ambas reformas y [...] porque, desde la perspectiva gubernamental, el objetivo fue preservar el control de los órganos electorales, accediendo simultáneamente a su transformación"; y c) reformas por consenso (1994, 1996), llamada también de "normalización democrática del sistema electoral mexicano", en la que hubo un elemento central indiscutible: "la regla del consenso como garantía pactada a favor de las oposiciones, en particular a favor del PRD", partido excluido en la etapa anterior.

En resumen, para efectos del presente texto, la etapa liberalizadora (de otorgamiento o concesiones gubernamentales) contiene las llamadas "reformas preventivas", mientras que la segunda etapa (la democratizadora, de negociación) contiene tanto las reformas bilateral-defensivas como las consensuadas.18 La diferencia en esta última etapa, en la cual nos centraremos a continuación, es estratégica: las reformas de 1989-1990 y 1993, acordadas básicamente por el gobierno con el PAN, pretendían extender la liberalización política en un marco de pluralidad restringida que posteriormente se desbordó. Las reformas de 1994 y 1996 dan cuenta de los límites de esa estrategia y hacen necesario el acuerdo con todas las partes, lo cual guía el proceso de cambio a su culminación: la democracia electoral.

Se trata de dos tipos de juegos políticos: uno, excluyente —sólo se negocia con el PAN—, y el otro, incluyente —se negocia con el PAN y con el PRD. En tanto el contexto arrojaba una situación intermedia entre el autoritarismo y la democracia, se requería la anuencia de ambos partidos —importantes por el tamaño de su representación popular— en el acuerdo de las reglas procedimentales, con el propósito de evitar impugnaciones en los comicios. Y eso sólo se consigue con la preeminencia del segundo juego político.

En las siguientes páginas haremos un análisis puntual de cómo se fueron negociando las distintas reformas electorales; trataremos de ubicarlas en su contexto y destacar la relación entre los principales actores políticos.

 

LA TENSIÓN ENTRE LIBERALIZACIÓN Y DEMOCRATIZACIÓN

1. La negociación de la primera reforma (1989-1990)

La reforma de 1989-1990 tuvo como trasfondo las elecciones presidenciales de 1988, en las que se condensó un conjunto de contradicciones acumuladas durante varias décadas, y que marcaron el paso hacia una nueva etapa de la lucha política, señalada por una influencia cada vez mayor de la oposición y un aumento significativo de la competencia electoral. Además, las urnas cobraron gran significado político porque empezaron a reflejar las orientaciones y reacciones de los ciudadanos, y porque se erigieron en terreno de manifestación del conflicto político así como de pérdida de credibilidad de las instituciones electorales (Peschard, 1995).

El arribo al poder del nuevo presidente se vio empañado por la denuncia de "fraude", en virtud de las irregularidades presentadas en el cómputo de los votos, y la presunta victoria del candidato del Frente Democrático Nacional (FDN), Cuauhtémoc Cárdenas. Ello hizo que el nuevo gobierno se instalara con escasa legitimidad. En ese sentido, el contexto nacional se presentaba difícil para emprender la interlocución con los actores.

En la nueva circunstancia política, el gobierno de Carlos Salinas de Gortari tuvo como estrategia enfrentar a la parte de la oposición que no lo reconocía como autoridad: el neocardenismo —primero representado en el FDN y después en el Partido de la Revolución Democrática (PRD)—19 y negociar con el otro partido de oposición relevante, Acción Nacional, que estaba mejor dispuesto a dialogar. El PAN tenía en su favor el cambio en la integración de la Cámara de Diputados, donde el PRI había obtenido 260 de los 500 escaños (52%); había perdido la mayoría calificada, que corresponde a dos tercios de los escaños y constituye el límite de los votos necesarios para la aprobación de modificaciones a la Constitución.20

En consecuencia, si bien es cierto que esta participación le garantizaba al partido en el poder la aprobación de cuestiones fundamentales, como las leyes de ingresos y el presupuesto de egresos, las reformas constitucionales requerían que se entablaran acuerdos con otras fuerzas políticas. Tal nueva composición política inauguró un proceso arduo de búsqueda de consensos, particularmente con el PAN, ante la erosión de la hegemonía priista. La negociación era obligada.

Dicho partido aprovechó la coyuntura adversa para el gobierno y lanzó —días antes de la asunción del nuevo presidente— un documento intitulado "Compromiso nacional por la legitimidad y la democracia". En este documento no se pedía la anulación de las elecciones ni el nombramiento de un presidente interino, como era el reclamo del candidato presidencial del FDN, sino que partía de reconocer a Salinas como autoridad legalmente constituida —aunque carente de legitimidad—, a quien se le podía proponer una serie de temas en la mesa de discusión. Es importante señalar que el candidato presidencial del PAN, Manuel J. Clouthier —quien había impugnado el resultado favorable al PRI—, no compartió esta postura.

Según Loaeza (2000: 22), este comportamiento del PAN puede explicarse por su acendrada "aversión al riesgo". En la primera mitad de los ochenta, el PAN optó por una estrategia de enfrentamiento siempre y cuando no existiera discontinuidad de los "equilibrios políticos generales"; pero

cuando la crisis poselectoral de 1988 comprometió el cumplimiento de los plazos constitucionales, el partido abandonó esa estrategia y, en un contexto de crispación de las relaciones políticas y crecientes antagonismos, manifestó su aversión al riesgo y recobró su identidad original de partido moderado, aceptando —bajo protesta— los resultados electorales oficiales.

El "Compromiso..." es una invitación a la negociación. Su importancia reside en que define a Acción Nacional como el fiel de la balanza; esto es, el partido se ofrecía como interlocutor del gobierno electo, además de que tomaba la iniciativa frente a la oposición neocardenista, renuente a entablar cualquier contacto con Salinas.21 Según Loaeza (1999: 413414), la "situación de emergencia política", producto de la accidentada elección presidencial, fue la oportunidad para que el PAN mostrara una capacidad de influencia sin precedentes en el gobierno:

La influencia de Acción Nacional fue palpable sobre todo en el terreno electoral, donde su proyecto orientó el diseño del Cofipe en 1990 y se impuso en las reformas de 1993 y 1994. El PAN concentró en la reforma electoral la mayor parte de sus recursos, y ésta fue el objetivo prioritario de la alianza que estableció con el presidente Salinas. A ese objetivo quedó subordinada cualquier otra meta.

En el "Compromiso..."22 se señalaba que:

El poder que se constituirá con base en los resultados oficiales del proceso electoral, aprobados sólo con los votos favorables de los miembros priistas del Colegio Electoral, únicamente podrá legitimarse ante los mexicanos con el buen ejercicio del poder mismo y, en especial y de manera inmediata, con la conducta que demuestre con los primeros comicios bajo su total responsabilidad, que serán los de Jalisco, Guanajuato, San Luis Potosí y Zacatecas (Proceso 629, 21/XI/88).23

De acuerdo con el "Compromiso...", el gobierno que asumía el poder estaba carente de legitimidad de origen, pero le ofrecía al mismo una legitimidad secundaria que podía conquistar si se asumía como gobierno de transición, comprometido con la democratización, el pluralismo, la justicia social y la soberanía nacional.

Este planteamiento colocó al partido en el terreno del pragmatismo puro y duro: ante una situación de facto, opuso una política brutalmente realista que justificó con el argumento de que Carlos Salinas "de todos modos tomaría posesión del cargo". La línea de acción del PAN fue una salida pragmática a lo que el partido juzgaba una situación de emergencia (Loaeza, 1999: 475).

La agenda de temas propuestos estaba delimitada a tres rubros: Política Económica y Social, Política Educativa, y Democracia Política. Este último rubro tiene particular importancia debido al contexto político antes mencionado; por ello se dedica un espacio concreto a un asunto vital para el PAN: la modificación de la ley electoral y de los ordenamientos constitucionales correspondientes, para alcanzar objetivos como los que aparecen a continuación:

• La recuperación del control de la constitucionalidad en materia electoral para la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

• La elaboración de un padrón electoral confiable y eficaz, bajo el control de los partidos políticos en todas sus etapas.

• La prohibición de utilizar indebidamente los recursos del erario público o el empleo de servidores públicos para fines partidistas.

• La definición de la función y las responsabilidades de los medios de información y comunicación en materia política (Proceso 629, 21/XI/ 88).

La dirigencia del PAN, por medio del "Compromiso. . .", se situaba en una posición de fuerza. Los 101 diputados obtenidos por ese partido en la Cámara Baja (20.2% de los escaños) significaban su más alta cuota histórica de representación. El PRI, se ha señalado ya, alcanzó una mayoría absoluta raquítica: 260 diputados; además, había perdido la mayoría calificada en la Cámara de Diputados (las dos terceras partes), necesaria para modificar la Constitución.

En estas circunstancias, Salinas requería un aliado para legitimar su gestión, un "socio" que lo acompañara en las votaciones en la Cámara Baja para sacar adelante su proyecto de gobierno. Por pragmatismo, también por coincidencia en varios puntos de la agenda política, el aliado estratégico del PRI durante el sexenio sería el PAN.

Es ese año, entonces, se dio un punto de inflexión, pues el PRI nunca había experimentado tal debilidad relativa, expresada tanto en términos de su representación nacional como de su fuerza política. Vale destacar la relevancia de este hecho: el gobierno ya no estaría en posición de otorgar lo que quisiera, como en buena medida había sucedido en anteriores esfuerzos reformistas; ahora resultaba imprescindible acordar. Es un cambio significativo en la dinámica política del país, que bien puede enmarcarse en el paso de la liberalización a la democratización.

No obstante, esta necesidad negociadora y de alianza estratégica con uno solo de los partidos fuertes, el PAN, respondía claramente a la búsqueda de una solución óptima para el gobierno salinista: dividir y vencer a la oposición, mediante el hecho de atraer a una parte y reprimir a la otra. Ése es el sentido de la diversidad de incentivos que requieren las oposiciones en un proceso de transición prolongada, según hace ver Todd A. Eisenstadt (2001: 95-96 y 104-105). Un partido que busca el patronazgo, como el PAN, está dispuesto a participar en el juego del poder con las reglas del régimen autoritario; ello le permitió obtener, a cambio, puestos de gobierno, fondos públicos y otros recursos. Como objetivo final, mantuvo el de liberalizar el sistema electoral. Un partido antirrégimen, como el PRD, rechaza participar en las instituciones que considera autoritarias y busca derrotarlas mediante movilizaciones y protestas.

Estos partidos, precisa Eisenstadt (Ibid.), no necesariamente actúan con preferencias puras; es decir, pueden combinar características de varios tipos. Por ejemplo, el PRD no rechazaba de facto participar en las instituciones autoritarias, pero las impugnaba constantemente negando los beneficios de cualquier cambio.

En consecuencia, el punto de discordia y a la vez de posible conciliación entre el gobierno entrante y el PAN, estaba en el ámbito político: destacadamente, en el asunto electoral. La dirigencia del PAN entendió que podía lograr más en favor de sus intereses si, desde una posición de fuerza, obtenía cambios a su conveniencia. Por ello, la prenda de la reforma electoral fue importantísima para la nueva administración, en tanto que con ella obtenía a cambio un respaldo efectivo y un espacio de negociación indispensable.

Las declaraciones de Luis H. Álvarez, presidente del PAN, después de darse a conocer el resultado de la calificación presidencial, son elocuentes del cambio de actitud mencionado:

Hemos señalado que estaremos ante un gobierno de facto, cosa que finalmente han aceptado también las demás fuerzas políticas. Lo que aquí ha ocurrido, y constituye algo desusado, es que quien así ha sido calificado acepta que los planteamientos de un verdadero partido de oposición son dignos de tomarse en cuenta y, en este sentido, creo que se hace a un lado la prepotencia y arrogancia que han caracterizado a quienes han ocupado la primera magistratura (Proceso 630, 28/XI/88).

En cuanto a la oposición neocardenista, parecía evidente la dificultad para que pudiera fungir como aliado del gobierno entrante. En primer lugar, porque desde la creación de la Corriente Democrática dentro del PRI y después (a lo largo de la campaña electoral) Cuauhtémoc Cárdenas se empeñó en señalar las desviaciones del proyecto histórico de la Revolución Mexicana, prevalecientes en el gobierno del entonces presidente De la Madrid, y acusó varias veces a Salinas de representar su continuidad. Es decir, no había coincidencia en el proyecto de país; tampoco una relación entre los candidatos.

En segundo término, la postura adoptada por Cárdenas —primero, la proposición de "limpiar" la elección; y, posteriormente, la "necesidad" de la renuncia de Salinas—, impidió cualquier posibilidad de entendimiento. El candidato del FDN no reconoció la autoridad del nuevo presidente, cerró las vías de comunicación con sus enviados y mantuvo la beligerancia.

Puede observarse en estas actitudes el germen del juego político dividido en dos pistas, entre el gobierno y la oposición, y en el seno de esta misma. En el primer caso, el gobierno haría hincapié en su relación con el PAN, mientras que con el naciente PRD la tónica sería el enfrentamiento. En el segundo, el PRD buscaría tener coincidencias con Acción Nacional, mientras que éste utilizó dicho acercamiento y presionó al gobierno para favorecer el cumplimiento —aunque fuese parcial— de sus demandas políticas.

Del "Compromiso..." emitido por la dirigencia panista, Cárdenas estableció distancia en lo que sería su discurso permanente para calificar el acercamiento entre el PAN y el gobierno durante los siguientes años:

Yo creo que lo que el gobierno está tratando de hacer es presentar el documento del PAN como un documento en el que toda la oposición está de acuerdo, lo cual no es cierto y, por otro lado, como una claudicación de las posiciones fundamentales que han venido sosteniendo los partidos de oposición, lo cual no es el caso del FDN [...] Pero el PAN y el gobierno están del mismo lado y representan las mismas fuerzas políticas e ideológicas (Proceso 630, 28/XI/88).

De esta manera, a pesar de la oposición de Cárdenas, con el "Compromiso..." propuesto por Acción Nacional se inicia la reforma electoral. En su toma de posesión, el 1 de diciembre de 1988, Salinas de Gortari pronunció un "Mensaje a la nación" en el que convocaba a la construcción de tres nuevos acuerdos nacionales que constituyeron los ejes de una eficaz estrategia de legitimación: "Acuerdo Nacional para la Recuperación Económica y la Estabilidad", "Acuerdo Nacional para el Mejoramiento Productivo del Bienestar Popular" y "Acuerdo Nacional para la Ampliación de la Vida Democrática". Dicha estrategia no era resultado —como en la etapa de liberalización— de la capacidad previsora del gobierno, sino que surge como una respuesta a un contexto de una fuerte presión social y política interna, a la que se añade una vigilante opinión pública internacional.

De los Acuerdos, destacaba el último porque estaba ligado directamente con la reforma electoral. Reconociendo la existencia de un nuevo equilibrio en la vida política nacional, Salinas proponía que el Acuerdo perfeccionara los procedimientos electorales, actualizara el régimen de partidos y modernizara las prácticas de los actores políticos, incluido el gobierno.

Salinas (1988: 31-32) planteó de manera directa su propuesta de reforma electoral, resumida en el siguiente párrafo:

Avanzaremos. Para ello y para fortalecer la transparencia electoral, convoco a la revisión del Código vigente. Estoy decidido a sacar adelante una reforma democrática. He invitado a los partidos políticos al diálogo. Aquí ratifico mi invitación. Sé que es un asunto que interesa a todas las fuerzas políticas del país; a todos nos corresponde y concierne. Trabajemos juntos en esa tarea. La profundidad y ritmo de la reforma serán consecuencia del grado de consenso que las distintas fuerzas políticas logremos construir.

El camino quedó allanado. El PAN le tomó la palabra y su dirigencia acudió al día siguiente de la toma de posesión a una cita en Los Pinos, la residencia oficial del presidente, para definir los pasos siguientes.

En la negociación de la reforma, cada partido tuvo sus prioridades: mientras que para el PRI era la integración de la Cámara de Diputados, esclareciendo el porcentaje de votación con el cual mantener la "gobernabilidad", para el PAN y el PRD lo fundamental era la integración de las instancias electorales, pues sería una garantía de procesos electorales imparciales y limpios.

En la pista intrapartidaria del juego político dividido, la oposición llegaba a acuerdos preliminares sobre aspectos puntuales sin que las dos principales fuerzas, PAN y PRD, llegaran a un consenso integral. Tal sería el caso de la "Declaración Parlamentaria sobre la Reforma Electoral" (6 de septiembre de 1989), en la que las fracciones del PAN, PRD, Partido Auténtico de la Revolución Mexicana (PARM) y diputados independientes, concluyeron:

Los organismos electorales, en todos los niveles, deben ser imparciales y autónomos de cualquier fuerza política y de los poderes públicos. Ninguna de ellas debe prevalecer mediante mayoría directa e indirecta, o de cualquier otro modo, ni a través de frentes, coaliciones o alianzas políticas (La Jornada, 7/IX/89).

El intento mejor logrado de consensuar una propuesta opositora entre el PAN y el PRD, se dio con un texto común acerca de los organismos electorales (La Jornada, 13/IX/89). Ambos partidos proponían la creación de un Consejo Federal Electoral, organismo público, autónomo, permanente y con personalidad jurídica y patrimonio propios. Quedaría integrado por consejeros acreditados por las Cámaras del Congreso de la Unión —electos por mayoría calificada a propuesta de los grupos parlamentarios—, representantes de los "ciudadanos" —personas designadas por la Cámara de Diputados mediante mayoría calificada—, y los partidos políticos.

Los consejeros representantes de los "ciudadanos" serían los garantes de la imparcialidad; así se evitaría que se formara una mayoría predeterminada, directa o indirectamente. Además, se hacía referencia a la creación del Tribunal Federal Electoral, que tendría en sus manos el control de la legalidad del proceso electoral y la calificación de las elecciones de los poderes Ejecutivo y Legislativo. Las resoluciones del Tribunal tendrían el carácter de definitivas e inatacables.

El acuerdo anterior no tuvo efecto jurídico, en razón de que la otra pista del juego político dividido se impuso. Conforme a la información de la prensa, en negociaciones privadas entre el PAN y el gobierno federal se llegó a otro acuerdo para presentar una iniciativa conjunta de modificaciones constitucionales, con el compromiso del segundo de respetar lo pactado sobre los organismos electorales, esto es: asegurar su imparcialidad. De hecho, para la dirigencia de Acción Nacional lo importante era una integración balanceada de la instancia organizadora de las elecciones, la creación de un Registro Nacional Ciudadano y la atribución de un peso significativamente distinto a las resoluciones del Tribunal Electoral.

El compromiso signado entre ambas partes, al cual se le conoció como "Carta de intención", elaborado el 14 de octubre de 1989, fue dado a conocer siete días después en la prensa. En la "Carta..." se establecen las "Bases y criterios fundamentales que deberán respetarse en la ley electoral", pues si bien el PRI requería la concurrencia del PAN para votar los cambios constitucionales, para la aprobación de la ley secundaria le bastaban sus propios votos. En este sentido, la "Carta..." era el compromiso directo del presidente Salinas de que los cambios acordados iban a ser respetados.

En términos generales, la "Carta de intención" contiene elementos para la reglamentación de tres temas clave: la integración de los organismos electorales, los lineamientos para la creación de un Tribunal Federal Electoral y la integración de la Asamblea de Representantes del Distrito Federal (ARDF). En cuanto a los organismos electorales, sólo había una referencia a los requisitos y forma de designación de los consejeros magistrados, así como el criterio numérico para la representación partidaria en los órganos de dirección en los ámbitos federal, estatal y distrital, criterio retomado —con cambios— de la propuesta original del PAN. Se hace notar que el órgano superior de dirección será presidido por el secretario de Gobernación, quien tendría derecho a voz, no a voto, pero sí a veto recurrible ante el Tribunal. Los consejeros magistrados tendrían derecho, de igual modo que los representantes de los partidos políticos, a voz y voto (La Jornada, 21/X/89).

Con algunas modificaciones, la "Carta..." sería la base para la nueva ley electoral. Sin embargo, la presencia del secretario de Gobernación hacía que el nuevo organismo siguiera manteniendo un vínculo directo con el poder Ejecutivo.

Las votaciones en la Cámara de Diputados de las reformas constitucionales —en primera instancia— y del Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales (Cofipe) después, expresaron las tensiones y divergencias que había entre las fuerzas políticas dentro de la Cámara de Diputados, sobre todo a raíz del compromiso que entrañaba la "Carta...".

Las modificaciones a la Constitución, realizadas a mediados de octubre de 1989, contaron con la aprobación de 346 diputados del PRI y del PAN, con lo que se obtuvo las dos terceras partes de los legisladores presentes. Quienes votaron en contra, 70, eran miembros de las restantes fracciones parlamentarias (La Jornada, 18 y 19/X/89). La votación de la nueva ley electoral mostró mayor disparidad: 369 votos en favor, de los grupos parlamentarios del PAN, PRI, PPS, PFCRN y PARM, y 65 en contra, de las fracciones parlamentarias del PRD e independientes, y 29 diputados miembros de Acción Nacional (La Jornada, 16/VII/90).24

Las reacciones frente a la nueva ley electoral fueron diferentes. La fracción parlamentaria de Acción Nacional evaluaba positivamente el esfuerzo negociador de las partes interesadas, y consideraba al nuevo Código una "mejor garantía para la efectividad del sufragio". En un desplegado publicado en la prensa, se enumeraban los logros conseguidos por el PAN, entre los que destacaban el establecimiento de la figura del registro condicionado, la integración del Consejo General del Instituto Federal Electoral (IFE), el nombramiento del director general del Instituto y la reducción en los plazos de entrega de los paquetes electorales en los Consejos Distritales. Y concluía con la siguiente afirmación, que bien puede leerse desde la lógica de los "beneficios mínimos":

Somos conscientes de lo que faltó por obtener, pero esto no puede imputarse a Acción Nacional. Estuvimos en contacto constante con diversos grupos oficiales y fuerzas políticas [...]. Lo que obtuvimos, beneficiará a todos, incluso a quienes, dadas las circunstancias, ejerzan la oposición donde Acción Nacional ejerce el poder (La Jornada, 19/VII/90).

Por su parte, el grupo parlamentario del PRD en la Cámara de Diputados, que se negó a pactar con el gobierno, unos meses antes de la aprobación de la nueva ley publicó un desplegado de prensa en el que argumentaba en contra del proyecto del PRI. Era, de hecho, una especie de "razonamiento del voto" anticipado. En el desplegado, se afirmaba que el Consejo General del IFE, integrado por 15 personas designadas por el "oficialismo" y 10 nombradas por otras entidades, hacía imposible la imparcialidad de la nueva organización electoral: "De esta forma, toda la organización de las elecciones estará a cargo de funcionarios nombrados por el gobierno, que en México responde actualmente a los exclusivos intereses de un partido, el PRI" (La Jornada, 19/V/90). Y proponía una salida, en el marco de las reformas constitucionales aprobadas por el PRI y el PAN el año anterior: que el organismo electoral fuera integrado sólo con dos consejeros magistrados y un representante por cada partido político con registro.

En un desplegado de prensa posterior, la postura del PRD hacia la reforma electoral se mantuvo en esta lógica de "todos los beneficios o mejor nada". Partía de que la "esencia" de la nueva legislación electoral es el control de los procesos electorales por parte del gobierno y "su" partido. El balance perredista se extiende más allá de las modificaciones a los mecanismos jurídicos rectores del sistema electoral, pues abarca la "disputa por la nación"; en otras palabras, la definición y enfrentamiento de dos proyectos distintos bien delimitados, designados así por este partido: los "antidemócratas" contra los "demócratas".

En tal sentido se comprende el siguiente pronunciamiento:

La votación en la Cámara de Diputados determinó con precisión la situación y la circunstancia política en que se desenvuelve la nación. Por un lado, votó un bloque que defiende y desea prolongar el funcionamiento del sistema político existente. Por el otro lado, votó en contra un bloque definido por la democracia y en favor de la auténtica transformación política del sistema, que es un reclamo del pueblo mexicano y una exigencia de los tiempos que vivimos (La Jornada, 21/VII/91).

Desde esta perspectiva, para el PRD no había punto alguno de la nueva legislación electoral que fuera rescatable. De ahí que destaquen tres aspectos principales que la configuraban como un retroceso: se creaban y sancionaban las condiciones jurídicas para prolongar la cultura del "fraude electoral", la cláusula de gobernabilidad construía artificialmente una mayoría absoluta en beneficio del partido oficial, y los organismos electorales seguían bajo el control del gobierno y de "su" partido.

En cambio, la postura oficial acerca de los resultados que arrojó la reforma electoral se definió bien en los dos primeros informes del presidente Salinas. En el texto del Primer Informe de Gobierno, leído apenas días después de la reforma constitucional, Salinas (1989: 29-30) expuso la dinámica de negociación:

Durante el Periodo Extraordinario de Sesiones, esta Soberanía aprobó una importante reforma constitucional que define una organización electoral más imparcial, un sistema de representación más equitativo y un proceso de calificación más certero. Ningún partido contaba con los votos suficientes para realizar, solo, una enmienda a la Constitución. Ésta fue, en consecuencia, resultado de una intensa confrontación de puntos de vista y de una solución acordada entre partidos. Quienes la apoyaron cedieron algo para hacer avanzar sus intereses y los intereses de México. El proceso para alcanzar un acuerdo, en una materia especialmente controvertida, demuestra la capacidad de diálogo y de concertación que existe ya entre fuerzas políticas diferentes. El contenido de la reforma va tan lejos como lo permitió el consenso entre las dos fracciones parlamentarias más grandes del Congreso. El acuerdo parlamentario refleja la voluntad ciudadana y, ahora, obliga a todos por igual.

En el Segundo Informe de Gobierno encontramos la evaluación presidencial del proceso de discusión y aprobación mayoritaria del Cofipe por parte de los partidos políticos representados en el Congreso:

Por primera vez en la historia moderna del país, legisladores de partidos pertenecientes a todo el espectro político aprobaron las nuevas reglas electorales. Fue la iniciativa de los partidos políticos y el diálogo intenso, a veces apasionado, lo que hoy permite tener un instrumento perfeccionado para conducir la contienda electoral. Tanto en este Congreso como en la vida académica y en los medios de opinión pública, muchas ideas y propuestas se expusieron. Días, incluso noches enteras, fueron testigos de la fuerza del debate y, al culminar, de la fuerza de la razón. El 85% de los diputados federales votó por el Código. Cinco de las seis fuerzas políticas aquí representadas lo consideró, en su conjunto, superior al que nos regía (Salinas, 1990: 22-24).

Salinas, hábilmente, mostraba al PRD como el único partido que votó en contra de la nueva ley electoral. La imagen de una legislación aprobada por un acuerdo mayoritario fue uno de los triunfos políticos del presidente Salinas, parte del juego político dividido en el que Acción Nacional era el actor privilegiado y el PRD, actor prescindible.

2. Una nueva reforma (1993)

Tres años después de la aprobación del Cofipe, se negocia una nueva reforma a la normatividad electoral. Las condiciones enfrentadas por el primer mandatario eran distintas de las de 1988, gracias al despliegue de un amplio programa de combate a la pobreza denominado Programa Nacional de Solidaridad (Pronasol), la promoción de un proyecto de modernización que se presumía exitoso, con reconocimiento internacional, y una intensa campaña de recuperación de su imagen. Todo ello permitió que Carlos Salinas se encontrara en uno de los mejores momentos de su sexenio.

Además, los resultados de los comicios intermedios de 1991 pusieron de manifiesto una importante recuperación de la votación en favor del PRI, particularmente la proveniente de distritos urbanos. En términos de sus efectos sobre la conformación de la Cámara de Diputados, este partido obtuvo 320 escaños; es decir, 15 menos de los requeridos para constituir la mayoría calificada (dos terceras partes). Tal situación lo colocó nuevamente ante la necesidad de celebrar alianzas para la aprobación de reformas constitucionales, aunque en esta ocasión la cantidad de votos requeridos fuese mucho menor que la de la legislatura anterior.

No obstante dicha recuperación de votos y escaños, la capacidad del sistema electoral para procesar comicios competidos y generar experiencias de alternancia política permanecía aún como una gran interrogante. Los conflictos poselectorales, una de las fuentes del enfrentamiento entre el presidente Salinas y el PRD, inyectarían vida a esta duda, principalmente los suscitados en Michoacán (1989), San Luis Potosí y Guanajuato (1991).

Los problemas presentados en las elecciones en Michoacán llevaron a afirmar al corresponsal del diario The New York Times, que en México se practicaba una especie de "democracia selectiva":

En una maniobra ampliamente criticada de "democracia selectiva", el gobierno mexicano no le concedió la victoria a la oposición de izquierda en un estado [Michoacán], mientras sí se lo otorgó a un partido de derecha en otro [Baja California] [...] ello ha disminuido las demostraciones de apoyo y admiración que se dieron a Salinas después de que su partido reconoció públicamente, y por primera vez en 60 años, que la oposición había ganado (La Jornada, 12/VII/89).25

En este contexto complejo, la negociación de la nueva reforma dio inicio formal con la lectura del Cuarto Informe de Gobierno de Carlos Salinas. En su evaluación, el Ejecutivo consideraba que cumplía con el empeño democratizador demandado por la sociedad, el cual se traducía en hechos: la expedición de una nueva credencial para votar con fotografía, una de las exigencias para tener un padrón confiable, y del estatuto del Servicio Profesional Electoral, así como el ejercicio de las prerrogativas de los partidos políticos. El cambio político había avanzado. No obstante, el mismo Salinas apuntaba que era necesario continuar por la vía de la reforma electoral:

Si los partidos políticos consideran que es necesario adecuar la legislación electoral, adelante. Mientras construyen sus consensos, propongo que avancemos en tres aspectos fundamentales de la reforma política: hacer transparente el origen del financiamiento de los partidos; poner topes a los costos de las campañas electorales, y trabajar en torno a los medios de comunicación y a los procedimientos que garanticen avances en la imparcialidad de los procesos electorales (Salinas, 1992: IV y XI).

Sin embargo, hubo límites impuestos a la agenda de la discusión en las dos primeras propuestas que al respecto presentó el partido oficial. En la primera de ellas, sin prever cambios a la Constitución, se limitaba a los "tres aspectos fundamentales" del discurso presidencial; en la segunda, se agregaron algunos temas novedosos, pero se dejaron de lado los asuntos que causaban inconformidad en los principales partidos políticos de oposición: la llamada "cláusula de gobernabilidad", la integración de los órganos electorales y del Senado, y los Colegios Electorales (La Jornada, 25/V/93 y 15/VI/93).

De la inconformidad de PAN y PRD en relación con las propuestas del PRI, surgió una nueva propuesta de este partido, que esbozaba los principales términos en que se acordaría la reforma: creación de una nueva senaduría para la segunda fuerza política en cada entidad y eliminación de la "cláusula de gobernabilidad" en la integración de la Cámara de Diputados, al establecer un tope de 63% de diputados para el partido mayoritario (La Jornada, 8/VII/93). Con estos cambios, finalmente el PRI aceptaba —por primera vez— modificar la Constitución.

El juego político dividido interpartidario se concretó en dos momentos. En el primero, PAN y PRD emitieron un comunicado conjunto en el que detallaban 11 aspectos para lograr una reforma electoral "seria" (27 de junio) (La Jornada, 28/VI/93). En un segundo momento, llegaron a un acuerdo para definir una "agenda democrática" y buscar una vía de diálogo con el gobierno y el PRI (29 de junio) (La Jornada, 30/VI/93).

No obstante, como había ocurrido en la pasada negociación, se impuso la otra pista del juego político dividido. El PAN, a los pocos días de presentado este acuerdo con el PRD, llegó a otro con el PRI (10 de agosto), en el que se establecía la modificación a ocho artículos de la Constitución (La Jornada, 11/VIII/93), y que constituía la base para la reforma electoral de 1993. Lo anterior lleva a pensar que la dirigencia de Acción Nacional utilizó sus acercamientos con el PRD para —nuevamente— presionar al gobierno en sentido favorable a sus intereses.

El acuerdo PAN-PRI para aprobar las reformas a la Constitución y al Cofipe, se vio nublado por un conflicto político que estuvo cerca de romper la alianza entre ellos. El conflicto tuvo dos episodios. En primer lugar, la reforma a la fracción 1ª del artículo 82 constitucional, la cual originalmente establecía como requisito para ser presidente de la República: "Ser ciudadano mexicano por nacimiento, en pleno goce de sus derechos, e hijo de padres mexicanos por nacimiento [... ] (Constitución, 1994: 66).26

El problema surgió porque en el texto aprobado se aplazó su entrada en vigor hasta el 31 de diciembre de 1999, según el artículo 4º transitorio del decreto de reforma. De tal manera, la fracción primera reformada quedaba así: "Ser ciudadano mexicano por nacimiento, en pleno goce de sus derechos, hijo de padre o madre mexicanos y haber residido en el país al menos durante veinte años" (Idem.). Para salir de este brete (pues Acción Nacional amagó con no aprobar la nueva legislación), fue necesario primero aprobar los cambios hechos a siete artículos de la Constitución (24 y 27 de agosto) para, después de largas discusiones entre los grupos parlamentarios y la intervención directa del presidente Salinas, aprobar el artículo 82 (3 y 8 de septiembre) (La Jornada, 25 y 28/VIII/93; 4 y 9/IX/93).

El otro episodio que retrasó la concreción de la reforma consistió en la integración de los organismos electorales. La iniciativa de reformas y adiciones al Cofipe establecía dos modificaciones en la integración de los Consejos Distritales y Locales. Una: que a los Consejos sólo acudirían con voz y voto dos vocales miembros de las Juntas Distritales y Locales (el presidente y el secretario), a diferencia de la disposición hasta entonces vigente, que hacía miembros del Consejo a todos los vocales de las Juntas; dos: el número de consejeros ciudadanos se elevaba de seis a nueve, con lo que la balanza se equilibraba —al menos en teoría— entre la representación ciudadana y la del IFE (Instituto Federal Electoral, 1994: 98 y 107).

Sin embargo, en la redacción que el subsecretario de Gobernación puso a consideración de la dirigencia nacional del PAN, se creaba un artículo transitorio (el 18º) que aplazaba la entrada en vigor de ambas modificaciones hasta 1997 (12 de septiembre) (La Jornada, 13/IX/93). Después de un nuevo amago del PAN de salirse de la negociación con el gobierno, se llegó a una solución salomónica: la primera modificación entraría en vigor inmediatamente; la segunda, hasta 1997. Con ello se salvaba el acuerdo PAN-PRI, tal como lo muestran las votaciones correspondientes.27

Una vez aprobados los cambios a la Constitución y al Cofipe, los principales actores del juego político presentaban opiniones divergentes, algunas opuestas entre sí. La marginación del PRD de la aprobación de los cambios en el Congreso ponía en entredicho —una vez más— la voluntad "democratizadora" promovida por el presidente Salinas en su Cuarto Informe de Gobierno, pues la falta de reconocimiento formal hacia ese partido abría el camino para que continuara su discurso y práctica deslegitimadoras de las elecciones.

El desplegado publicado en la prensa por el grupo parlamentario del PRD en la Cámara de Diputados fue muy duro. Después de enumerar las "grandes cuestiones" que a su juicio la reforma omitió resolver —organismos electorales bajo control del gobierno, conformación no democrática del Congreso de la Unión, calificación electoral inadecuada, restricción de las alianzas y coaliciones, así como cancelación de la posibilidad de postular candidatos comunes—, arguye:

La Cámara ha aprobado una reforma electoral más que se suma a las 10 aprobadas en los últimos 82 años. No es acelerando la tasa de crecimiento en la producción de reformas electorales como vamos a recuperar la confianza entre gobernados y gobernantes; no es cambiando mucho para que todo quede igual como vamos a lograr hacer realidad la demanda de sufragio efectivo [...] Ni las reformas constitucionales aprobadas recientemente, ni las que se introdujeron con posterioridad en el Código [... ] representan una base para la transición democrática del país o para la seguridad y credibilidad ciudadana en las elecciones federales del próximo año (La Jornada, 14/IX/93).

El presidente Salinas (1993: 26-27), una vez más, presentó una evaluación positiva en su Quinto Informe de Gobierno, y se refirió a la reforma en estos términos: "Debo destacar que tales reformas fueron aprobadas, en lo general, por el voto favorable de los legisladores de aquellos partidos políticos que representan el 84% de los integrantes de la Cámara de Diputados y el 87% de los miembros del Senado de la República".

De nueva cuenta, el discurso presidencial recurre a la votación obtenida en ambas Cámaras para justificar la conclusión de la reforma electoral, y relativizar el hecho —políticamente importante— de que la tercera fuerza política (el PRD) no participara en el proceso de aprobación de los cambios constitucionales y de la ley reglamentaria. Más aún, el presidente minimiza esta situación con el argumento de que los "mayores grados de consenso" y el "mayor debate" son expresión "natural en una sociedad en plena transformación y en un Congreso que expresa las fuerzas, los pesos y las diversas posiciones de un México plural" (Ibid.: 26).

Salinas daba por terminado el ciclo de las reformas electorales. El panorama era visto, desde su perspectiva, de manera optimista:

Ha concluido así esta etapa de reformas [...] El próximo año se realizarán elecciones federales para presidente de la República, diputados y senadores de acuerdo con el nuevo texto constitucional. Hoy, por las reformas, el panorama apunta hacia un régimen de partidos fortalecido. La ciudadanía ha visto ampliada sus opciones [...] Todos, con sus acciones, han contribuido a la reforma democrática de México.

El optimismo era compartido por la dirigencia de Acción Nacional. Pocos días después de aprobadas las reformas al Cofipe, Carlos Castillo Peraza, su líder nacional, declaró:

La razonabilidad de lo que nosotros postulamos acabó por prevalecer [...] Esto no quiere decir que para nosotros sea el fin de la tarea; el contrario: a la victoria cultural debe seguirle la victoria política. Estamos trabajando porque las rectificaciones que ha habido no son totalmente como nosotros hubiéramos querido, pero sí marcan una tendencia en el país (La Jornada, 20/IX/93).

Es de notarse que el propósito de la reforma era evitar cualquier riesgo de crisis ante la inminencia de los próximos comicios presidenciales en 1994. Por tanto, la anuencia del PAN era indispensable para sacar adelante los cambios requeridos, por lo que se había legitimado como actor negociador para el gobierno. La marginación del PRD, en esa tesitura, adquiría un significado preciso: la exclusión todavía se practicaba en un periodo de incertidumbre política.

En resumen, las reformas de 1989-1990 y 1993 pueden ser caracterizadas como de juego político dividido en dos pistas, pues el trato dado y recibido por el PAN y por el PRD en su relación con el régimen fue diferenciado, como se aprecia en la interlocución permanente con el primero y la confrontación constante con el segundo. Según Antonio Camou (2000: 240), las estrategias de la oposición fueron claramente disímiles:

De un lado teníamos las estrategias "oposicionistas" del PRD, las cuales combinaban la participación en procesos electorales que impugnaban junto con el liderazgo de la protesta social por diversos mecanismos de desobediencia civil; mientras que de otro lado encontrábamos las tácticas, más moderadas, del PAN, que negociaba con el gobierno salinista aspectos fundamentales de la normativa electoral, y también impulsaba acciones de protesta y reclamos postelectorales en aquellos estados donde tenía altas probabilidades de ganar en contiendas electorales abiertas.

Por su parte, Jean François Prud'homme (1996: 109 y 118-119) distingue también dichas estrategias del siguiente modo. En la negociación de la reforma de 1989-1990, tenemos cooperación legislativa entre PRI y PAN, puesta a prueba por el desenlace de elecciones locales, estatales y federales; una oposición de tipo suma cero entre PRI y PRD, lo que conduce al predominio de estrategias de confrontación; así como coincidencias tácticas episódicas entre PAN y PRD, que no logran producir resultados políticos concretos. En la negociación de la reforma de 1993, llega a su culminación el sistema de cooperación PRI-PAN; como consecuencia de ello, el PAN se encuentra en la necesidad de hacer hincapié en sus diferencias con el gobierno; asimismo, el PRD empieza a tener dificultades para justificar su estrategia de enfrentamiento.

Si bien estas reformas fueron el inicio de un tránsito prolongado a la democracia, lo hicieron de manera limitada. En otros términos, el momento de las reformas "bilateral–defensivas" fue el de la transición acotada.28 Es decir, en un periodo de transición, en el que las reglas del juego político se estaban transformando, se requería de la participación de todos los actores a fin de darle legitimidad al mismo. En este punto se encuentra la tensión entre liberalización y democratización: entre la capacidad de control y dirección del régimen, que negocia con una sola de las partes a su conveniencia, y la pluralidad política, que requiere la inclusión de todos los actores de la contienda electoral.

 

LA CULMINACIÓN DE LA TRANSICIÓN

1. La democratización

a) La reforma inesperada (1994)

Al finalizar el año de 1993, el escenario político se caracterizaba por la culminación de un periodo de reformas con estabilidad política, y un clímax de optimismo oficial por la recuperación de la legitimidad presidencial, sobre todo después de la firma del Tratado de Libre Comercio con América del Norte (TLCAN).

Al comienzo de 1994, este clima favorable cambió repentinamente. El 1 de enero, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) se alzó en armas y tomó las ciudades de San Cristóbal de las Casas, Ocosingo, Altamirano y Las Margaritas, en Chiapas. El EZLN proclamaba luchar contra el ejército mexicano por ser el pilar de la dictadura encarnada por el PRI y su jefe máximo, Carlos Salinas. Después de diez días de combates y movilizaciones de protesta por el uso de la fuerza contra los rebeldes, el presidente Salinas ordenó al ejército mexicano el cese unilateral del fuego (12 de enero) (Arriola, 1994b).29

En tal contexto de crisis política aguda, por iniciativa del recién nombrado secretario de Gobernación, Jorge Carpizo, ocho de los nueve candidatos presidenciales en aquel momento, incluido el del PRD, signan el 27 de enero el "Compromiso por la paz, la democracia y la justicia".30 Este acto mostraba el alto grado de consenso que había entre la clase política y los partidos para buscar salidas institucionales a una situación inédita que entrañaba correr el riesgo de extender y prolongar la lucha armada.

La negociación y los acuerdos de los actores políticos fueron posibles porque tanto el gobierno como la oposición tenían un referente común: la normatividad democrática consagrada en la Constitución, en relación con el principio de la soberanía popular y el respeto al voto como medio de acceso al poder. Este referente ofreció en momentos de crisis, como en 1988 y 1994, una opción al cambio por la vía violenta: las reformas electorales.

En el "Compromiso..." se encontraba el quid de las modificaciones futuras, pues se pedía: "Imparcialidad de las autoridades electorales, eligiendo o ratificando para cada uno de los niveles a ciudadanos aptos, imparciales y honestos. El criterio que guiará el nombramiento o ratificación citados será el de la consulta y el consenso entre las fuerzas políticas".

Además, se acordaba que si para tomar decisiones en materia electoral era necesario recurrir a adecuaciones jurídicas, "se procederá al efecto, previo consenso de los partidos firmantes, convocando a través de nuestros representantes populares, en términos de ley, a un periodo extraordinario de sesiones del Congreso" (La Jornada, 28/I/94). Esta dimensión consensual acercaba al "Compromiso. . ." a una especie de negociación incluyente entre las tres fuerzas políticas mayoritarias.31

Se trataba de comprometerlas a someterse al veredicto de las urnas, ante la amenaza de una posible mezcla de protestas electorales y movimientos armados.32 Carpizo (1995: 15) entendió esta situación de la siguiente manera:

El gobierno comprendió que los aspectos políticos nacionales, y en ese momento lo más importante era la elección federal de agosto, debía discutirlos y negociarlos con los interlocutores naturales para ello: los partidos políticos y especialmente con el PRD, que cuestionaba tanto el marco jurídico electoral como los órganos electorales.

Abierta la brecha con el "Compromiso...", la negociación se desarrolló en cuatro meses entre los dirigentes nacionales del PAN, el PRI y el PRD y el secretario de Gobernación. Sin embargo, el consenso no sería meta fácil de conseguir, pues aún estaba vivo el enfrentamiento entre la dirigencia del PRD y el presidente Salinas.33

Dentro del PRD, las divisiones en torno a la negociación de la reforma electoral afloraron. El presidente del partido, Porfirio Muñoz Ledo (días antes de la aprobación constitucional en la Cámara de Diputados) enfrentó abiertamente al entonces candidato presidencial, Cuauhtémoc Cárdenas. La divergencia de opiniones entre ambas figuras se hizo clara en un mitin realizado en la explanada del Zócalo de la Ciudad de México, con motivo del aniversario de la expropiación petrolera (18 de marzo).

En esa ocasión, Muñoz Ledo calificó la reforma en puerta en función de los "avances sustanciales" que contenía: equilibrio ciudadano en los organismos electorales, castigo a prácticas delictivas, designación de funcionarios de casilla más transparente. Y concluyó: "No es ciertamente lo que desearía el PRD, pero es lo que hemos demandado desde 1989".

Para Cárdenas, en cambio, lo negociado no era satisfactorio:

Reconocemos los esfuerzos que se hicieron, con el mejor ánimo de acuerdo, de manera muy especial por quienes representaron al PRD, que pusieron toda su imaginación y empeño, pero hubo modificaciones fundamentales a las que no pudo llegarse [...] no puedo avalar una decisión equivocada, que así lo veo, porque eso sería traicionar mis propias convicciones al dejarnos atados, sin la posibilidad siquiera de señalar o denunciar resultados viciados, favorezcan a quien favorezcan, que pudieran surgir de una elección conducida con parcialidad (Proceso 907, 21/III/94).

El disenso manifestaba la debilidad interna del PRD y le restaba méritos como actor político confiable, pues claramente había dos líneas de política enfrentadas entre sí: la negociadora y la impugnadora. El riesgo de la estrategia inclusiva del gobierno —promovida fundamentalmente por Carpizo—, radicaba en que los acuerdos conseguidos no fuesen respetados al final del camino, esto es, al momento de reconocer los resultados electorales. La declaración de Cárdenas iba en ese sentido.

Las diferencias entre estas dos líneas de política se expresaron no sólo en la plaza pública, sino también en las votaciones correspondientes en la Cámara de Diputados. El 23 de marzo se aprobó la reforma constitucional con el voto favorable de los grupos parlamentarios del PAN y del PRI; por parte del PRD, sólo 18 legisladores se pronunciaron en la misma dirección, mientras otros 17 lo hicieron en contra y 1 se abstuvo (La Jornada, 24/III/94). El 12 de mayo se aprobó la iniciativa de reformas al Cofipe, con el apoyo de los grupos parlamentarios del PAN, PRI y PARM; de nueva cuenta, los diputados del PRD votaron en direcciones opuestas (La Jornada, 13/V/94).

Vale la pena destacar el papel desempeñado por Jorge Carpizo tanto en la negociación del "Compromiso..." como de la reforma misma; era el primer ciudadano en ocupar la Secretaría de Gobernación sin ser militante del PRI. Recuérdese también que en calidad de responsable de la política interior, presidía el Consejo General del Instituto Federal Electoral (IFE), el máximo órgano electoral.

Quizá por esta falta de militancia partidaria, y por las presiones a las que se vio sometido, a 58 días de que se realizaran las elecciones presentó su renuncia al cargo; arguyó lo siguiente: "En este cargo, me comprometí a ser imparcial en mi relación con todos los partidos políticos. Estoy empezando a no serlo respecto de uno de ellos, debido a que no estoy y no puedo estar de acuerdo en lo relativo a múltiples actos de algunos de los sectores de ese partido" (Proceso 921, 27/VI/94).34

Carpizo fue el vínculo apropiado para tender los contactos entre el gobierno y el PRD. En gran medida a ello se debió que, a pesar de sus enfrentamientos permanentes con el presidente Salinas, este partido contribuyera firmemente en el momento difícil que se vivió, y mantuviera el respeto a las instituciones en tres vertientes: al firmar el "Compromiso..." de enero, negociar y aprobar —con todo y diferencias— la nueva reforma electoral, y avalar —con su participación— la realización pacífica de las elecciones. De este modo, se apartó de la opción planteada por el alzamiento zapatista de acceder al poder por otra vía que no fuera la electoral.

Pasadas las elecciones, en las que triunfa el candidato sustituto Ernesto Zedillo, en la lectura de su Sexto Informe de Gobierno, el presidente Salinas (1994: 56) se refirió a la reforma en los siguientes términos.

Al ampliarse el marco de la participación política, al implantar instrumentos objetivos y reglas imparciales, se elimina una causa de tensión política, y la pluralidad efectiva del país encuentra cauces creativos. La democracia ha avanzado, la sociedad la impulsó y el gobierno ha encauzado hacia ella el camino del país [...] Hoy, la organización de las elecciones quedó bajo control de ciudadanos independientes, electos por la Cámara de Diputados a propuesta de los grupos parlamentarios representados en ella. Así la organización electoral es más imparcial y autónoma.35

Sin embargo, el discurso presidencial, donde hacía hincapié en la eliminación de la tensión política y la apertura de "cauces creativos" por los cuales transcurría la pluralidad del país, no tenía un reflejo fiel en los hechos. En el acto de lectura del informe presidencial, frente las manifestaciones de protesta de diputados del PRD (intentos de interpelación, gritos, pancartas), el presidente declaró poco después a un reducido grupo de reporteros: "Ni los veo ni los oigo". Más aún, así calificaba al PRD y al PAN: "Hemos visto cómo el PRD ha perdido terreno, votos. Mientras tanto, el PAN ni se movió, y así estuvo, sin chistar [...] bueno, es su estilo. Ha estado sentadito, cachando los votos que pierde el PRD [...] No aprenden, no entienden. Entre más mal se portan, menos votos tienen".

Las reacciones de los partidos aludidos fueron vehementes. Jesús Ortega, coordinador parlamentario del PRD, declaró: "Son las palabras de un dictador, que evidencian lo que se negó a reconocer en todo el sexenio: que en realidad nunca le interesó el diálogo ni la opinión de nuestro partido. Lo único que buscó fue el aniquilamiento del PRD". Antonio Lozano Gracia, coordinador de los diputados del PAN, declaró: "La opinión del presidente es falsa e irrespetuosa y requiere una aclaración, porque el trato que Acción Nacional ha dado a las autoridades ha sido de respeto, y obviamente exigimos lo mismo" (Proceso 940, 7/XI/94). Mayor prueba de tensión política, aun pasados los comicios presidenciales, no puede hallarse en la coyuntura.

Sin embargo, a pesar del conflicto entre el presidente saliente y el PRD, con la reforma de 1994 entramos de lleno en un nuevo capítulo del proceso político mexicano, en el cual la negociación se presenta en un contexto más amplio, sin exclusiones. La pauta de interacción entre los tres principales actores políticos evoluciona en sentido positivo: se confirma la certeza de la estrategia gradualista de Acción Nacional, mientras que la del PRD oscila ahora entre la cooperación y el conflicto, aunque con tendencia más pronunciada hacia esta última (Prud'homme, 1996: 125).

En esa tesitura, dicha reforma es excepcional en más de un sentido, ya que varía en relación con la lógica prevaleciente en las anteriores. Primero, porque rompió el ciclo elecciones-reforma-elecciones que experimentaba el país desde 1986: dos reformas entre dos elecciones; segundo, porque influyó un elemento externo al sistema político, el alzamiento armado del EZLN (o sea que no estaba planeada, es decir, no tenía el impulso inicial de la voluntad presidencial); y tercero, según hemos apuntado atrás, porque buscó credibilidad con base en la incorporación del PRD en la negociación para evitar su inconformidad y una posible impugnación futura,36 al reconocerle de facto como la tercera fuerza política del país. Éste último elemento es central en nuestra perspectiva, pues se define la tensión liberalizadora en favor de la inclusión y, en consecuencia, de la democratización.

Así, las dos pistas del juego político dividido dejan de correr en paralelo para incorporarse en una sola, en la que las negociaciones entre los actores políticos buscan reducir la incertidumbre política y agregar cierta dosis de confianza al proceso electoral. Esta será la tónica de la reforma del sexenio de Ernesto Zedillo.

2. La reforma que cierra el ciclo de la transición (1996)

El proceso electoral de 1994 se desarrolló prácticamente sin incidentes y en el marco de una profusa participación en las urnas que rebasó 77% de los ciudadanos registrados en la lista nominal. Esta cifra récord contrasta con 49% registrado en las elecciones de 1988 y aun con el exitoso 62% de 1991. Según Jacqueline Peschard, la respuesta social contundente de estos comicios dotó a la participación electoral de un importante significado —sería un verdadero parteaguas histórico, añadiríamos nosotros—, pues reafirmó al voto en la fuente última de legitimidad del poder y mostró la voluntad de los ciudadanos de erigirse en sujetos políticos activos (Peschard, 1995).

En términos de representación política, el PRI resultó favorecido, ya que con 48.6% de los votos obtuvo 301 escaños, correspondientes a 60.2% del total de los diputados. No obstante, dichos resultados favorables al PRI se atenuaron con la introducción de representación para la primera minoría en la Cámara de Senadores (resultado de la reforma de 1993), que se tradujo en la ampliación en la cantidad de escaños de 64 a 128, lo que le permitió a la oposición conquistar 33 escaños: 25 para el PAN y 8 para el PRD.

En este contexto, el triunfo del candidato del PRI a la presidencia de la República, Ernesto Zedillo Ponce de León, contó con una legitimidad sustentada en el voto que no habían tenido los anteriores presidentes del PRI. A pesar de ello, el inicio de su mandato se distinguió por una notable fragilidad.

En primer lugar, el país se vio inmerso en una súbita crisis económica (el "error de diciembre"), la cual había estallado el 19 de diciembre de 1994 con la salida inesperada de capitales y el aumento de la especulación financiera, lo cual dio pie a una devaluación de la moneda nacional de casi 70% (Proceso 947, 26/XII/94). La gravedad de estos hechos hizo que, por vez primera en un país con una arraigada tradición presidencialista, se discutiera públicamente la posibilidad de renuncia del presidente (Crespo, 1996: 221 y ss.).

En segundo término, una serie de medidas erráticas tomadas durante el primer año del gobierno de Zedillo, acentuaba la percepción de fragilidad: el operativo policiaco-militar del 9 de febrero de 1995 contra los zapatistas, el respaldo a los impugnados gobernadores de Chiapas y Tabasco, la renuncia —en menos de seis meses— de tres secretarios de Estado.

En esta circunstancia específica se desarrolló el proceso negociador entre el Ejecutivo y los partidos.37 En el Mensaje de toma de posesión, de Ernesto Zedillo (1994), el 1 de diciembre de 1994, puede ubicarse el comienzo formal de la trama de la reforma electoral de 1996. Ahí, el presidente entrante convoca:

Los mexicanos queremos una vida democrática, a la altura de nuestra historia, a la altura de nuestra diversidad; sin embargo, debemos reconocer que los avances democráticos son aún insuficientes. Ha llegado el momento de sumar nuestras voluntades sin sacrificar nuestras diferencias; ha llegado el momento de unirnos en la construcción de una nueva democracia que comprenda una mejor relación entre los ciudadanos y el gobierno, entre los estados y la Federación; un nuevo código ético entre los contendientes políticos y una reforma electoral definitiva. Ha llegado el momento en que la democracia abarque todos los ámbitos de la convivencia social.38

Con las alusiones a la "definitividad de la reforma" y a la necesidad de que "la democracia abarque todos los ámbitos de la convivencia social", el presidente Zedillo aceptaba tácitamente —como afirma Becerra (1998: 14)— que la democracia no llegaba aún a los sistemas electoral y de partidos. En el mensaje presidencial se habló de "construir una nueva democracia", de la "democratización integral de nuestra vida, de nuestra nación", a partir de ciertos vacíos en la política.

Líneas más adelante, Zedillo (1994) completaba el llamado a la reforma:

México exige una reforma que, sustentada en el más amplio consenso político, disipe las sospechas, recriminaciones y suspicacias que acompañan los procesos electorales. Todas las fuerzas políticas, todas las dirigencias partidistas, todas las organizaciones sociales, pueden y deben contribuir a que dejemos atrás, para siempre, las dudas y las controversias sobre la legalidad electoral. Para llevar a cabo esa reforma definitiva, todos debemos estar dispuestos a tratar todos los temas, incluyendo, desde luego, el financiamiento a los partidos, los topes a los gastos de campaña, el acceso a medios de comunicación, la autonomía, la plena autonomía de los órganos electorales. La democracia electoral debe dejar de ser preocupación central del debate político y causa de encono y división. Debemos resolver, conforme a las prácticas más avanzadas del mundo, cada uno de los temas que todavía sean motivo de insatisfacción democrática.39

Para alcanzar el éxito de la reforma se requería del consenso, pues eran los actores políticos los que, en última instancia, podrían dar su veredicto acerca de las normas aprobadas:

Si bien esa reforma electoral habrá de aplicarse por primera vez en las elecciones federales de 1997, debemos esforzarnos para llevarla a cabo tan pronto como lo permitan los consensos necesarios. Nuestro propósito común debe ser que las elecciones de 1997 sean indiscutibles y que todos quedemos satisfechos de su realización, indistintamente de sus resultados. Sabré asumir [mi] responsabilidad en la construcción de un sistema electoral más equitativo y estoy seguro de que todos los partidos políticos sabrán asumir que la competencia democrática es el elemento decisivo para representar a la ciudadanía.40

Este ánimo, expresión de una aparente disposición democrática, se reforzó con dos hechos significativos: su asistencia a la Cámara de Diputados (6 de diciembre), donde dejó en claro su "respeto" al Legislativo y a las leyes emanadas de este poder; y su visita a la Cámara de Senadores (7 de diciembre), donde afirmó: "Queremos avanzar en una Reforma Electoral que deje atrás, para siempre, la sospecha y la inconformidad. Construyamos de una vez por todas el marco normativo electoral para el siglo XXI y esta Reforma debe surgir de la casa de la democracia que es el Congreso de la Unión".41

No obstante, la explosión de la crisis económica afectó la dinámica de la negociación de la reforma electoral en un doble sentido. En primer lugar, por la fuerza de los hechos la atención del gobierno viró vertiginosamente de la negociación de la reforma electoral al ajuste en la estructura económica. Aunque no se dejaron de lado los pronunciamientos en favor de la democracia, la prioridad durante 1995 sería resolver el desequilibrio en la economía mexicana. En tal escenario, la reforma electoral iría a paso más lento del esperado.

Sin embargo —y ésta es la segunda consecuencia de la crisis económica sobre el proceso político—, dicho cambio de prioridad operaba al mismo tiempo en favor de la reforma misma, pues llevaba el presidente Zedillo a forjarse una vía opcional para hacerse de la legitimidad necesaria para continuar con su mandato. En otras palabras, la legitimidad electoral con la que había asumido su responsabilidad pública no le era ya suficiente. La reforma electoral, en consecuencia, ofrecía una opción para restaurar la credibilidad, debilitada por la crisis económica.42

De este modo, una vez hecha la convocatoria presidencial, se firman los "Compromisos para un acuerdo político nacional" el 17 de enero de 1995. El documento fue suscrito por el presidente de la República (en calidad de testigo de honor) y los dirigentes de todos los partidos políticos con representación en el Congreso de la Unión: PAN, PRI, PRD y PT, dato relevante en la historia del reformismo electoral mexicano. Es importante destacar que la distinta apreciación presidencial del PRD quedó de manifiesto ese mismo mes, poco después de iniciado el sexenio, cuando la dirigencia nacional del PRD se reunió con el presidente Zedillo y, entre otras afirmaciones, éste declaró que no sería conveniente un bipartidismo en el país;43 en cambio, era necesaria la consolidación de un partido de izquierda fuerte (El Nacional, 29/IV/96).

En este sentido, otro dato interesante es la inconformidad de algunos sectores del PRI por el papel destacado que había desempeñado el PAN en el sexenio anterior, y que no querían que se repitiera. La Jornada (9/VI/95) reporta, por ejemplo, que senadores del PRI —cuyos nombres no se mencionan— habían sostenido reuniones con dirigentes del PRD a fin de romper la "alianza estratégica" de Acción Nacional y el gobierno federal, pues consideraban que el PRI había sido "victima" del panismo en recientes procesos electorales en que se había elegido gobernador, en lo que se denominó "concertacesiones".

En los "Compromisos..." (1995) se reconocía que el "paso más urgente para consolidar la reforma democrática de México es la reforma electoral". Acto seguido, se establecían siete compromisos para conseguirla; de ellos destacan tres:

• Avanzar de inmediato en la conclusión de la reforma electoral definitiva a nivel federal y que también sirva de marco y referente para las entidades federativas. Es imperativo establecer las condiciones de confianza que permitan resolver de manera democrática la temática electoral, de modo que la nación esté en mejores condiciones para abocarse a dar solución y atender con mayor vigor los retos y rezagos económicos y sociales más urgentes.

• Promover, con estricto respeto a las soberanías estatales, reformas electorales en las entidades federativas que incorporen los criterios de la reforma electoral federal.

• Garantizar que, una vez concluidas las reformas electorales y, en consecuencia, satisfechas las condiciones de equidad previas a las elecciones y la legalidad del proceso, no se realicen acciones poselectorales por ninguna de las partes que violenten el marco jurídico y el respeto a las instituciones.

Un párrafo después, se describe la manera como la negociación se llevaría a cabo:

Para iniciar los trabajos señalados se instalará una mesa de negociación con ámbitos específicos de trabajo que propicien acuerdos entre el gobierno federal y los comités ejecutivos nacionales de los partidos políticos, así como entre las fracciones parlamentarias en las Cámaras del Congreso de la Unión y en los congresos locales.

Aunque en el documento no se especifica si en la mesa de negociación el consenso será la regla privilegiada para acordar los cambios pertinentes, y sólo explica que las fuerzas políticas nacionales eran animadas por un "genuino espíritu de consenso", el presidente Zedillo clarificó la cuestión al afirmar durante el acto de firma del documento:

La democracia no puede ser impuesta por un gobierno, por un partido o por una corriente ideológica; la democracia debe construirse con el concurso de todos, en todo tiempo y en todo lugar [...] los compromisos firmados hoy marcan el inicio de un acuerdo político al que llegaremos sólo a través del pleno consenso. Sólo el consenso cabalmente construido garantiza el respeto a las reglas y la contienda política en un clima de tranquilidad social (La Jornada, 18/I/95).44

Con las expectativas al alza, con una actitud recíproca tolerante entre gobierno y partidos, y bajo los efectos de la crisis económica de finales de 1994, el presidente Zedillo y los dirigentes partidistas comenzaron la azarosa tarea de renegociar las reglas del juego político. La inclusión inicial del PRD era una señal positiva de que el juego político dividido practicado por Salinas de Gortari llegaría a su fin, y que las impugnaciones electorales serían cada vez más difíciles de sostener.

En esta ocasión, además de las variadas propuestas de los partidos políticos, en particular de los tres más grandes,45 surgieron otras de organizaciones sociales que, de un modo u otro, tuvieron influencia en el debate entre los partidos políticos y el gobierno. Sánchez Gutiérrez los denomina debates informales.46

De estos "debates" el de mayor relevancia por la difusión que logró y la influencia de los personajes convocantes, fue el promovido en el Castillo de Chapultepec, el llamado "Seminario del Castillo". Los puntos resolutivos de este Seminario fueron entregados a la Cámara de Diputados el 28 de marzo de 1996.47

A pesar de la amplia participación de los partidos y grupos sociales destacados, las desavenencias entre la oposición y el gobierno federal predominaron durante buena parte de la negociación. Los enfrentamientos y las amenazas de retirarse de la discusión de los dos principales partidos de oposición, PAN y PRD, fueron la constante. El motivo de tales comportamientos, que por momentos parecían echar por tierra cualquier negociación, se hallaba en los conflictos poselectorales, uno de los saldos negativos dejados por la tensión entre liberalización y democratización.

Estos conflictos se presentaron fundamentalmente en tres entidades federativas: Tabasco, Yucatán y Puebla. En 1995, tanto el PRD como el PAN se retiraron de la mesa central de trabajo en ocasiones distintas: el primero, el 13 de febrero y el 26 de abril, con motivo de las sospechas de fraude en las elecciones de gobernador en Tabasco, realizadas a finales de 1994, y el incumplimiento para hacer renunciar al candidato triunfante (Roberto Madrazo) por parte del gobierno federal; el segundo, el 18 de junio, debido a las irregularidades ocurridas en el proceso electoral de Yucatán para elegir gobernador. Ambos partidos se reincorporaron hasta el último trimestre del año (24 de octubre) (El Financiero, 14/II/95, 27/IV/95, 19/VI/95 y 25/X/95).

En 1996, el PAN se retiró de la mesa (18 de febrero) (El Financiero, 19/II/96), y con ello se perdió parte del trabajo realizado por los restantes partidos. Este retiro estuvo motivado también por un conflicto poselectoral, en Huejotzingo, Puebla, donde Acción Nacional reclamaba el triunfo de su candidato a la alcaldía, el cual le había sido revocado por el Tribunal Estatal Electoral como respuesta a las impugnaciones presentadas por los representantes del PRI (El Financiero, 11/VIII/96).

El primer paso firme de los acuerdos se dio con la publicación en la prensa escrita, el 22 de abril de 1996, de las "Conclusiones alcanzadas en la Secretaría de Gobernación por el Partido Revolucionario Institucional, el Partido de la Revolución Democrática y el Partido de Trabajo en materia de reforma electoral y reforma política del Distrito Federal". Dicho documento no fue avalado por la dirigencia de Acción Nacional, ya que en el momento de su presentación este partido se hallaba alejado de la negociación debido al citado conflicto en Huejotzingo, Puebla. No obstante, un mes después el PAN anunciaba su reincorporación formal a los trabajos de la reforma electoral (21 de mayo), y señalaba que las "Conclusiones..." eran un buen punto de partida para la reforma (El Financiero, 22/V/96).

En todo caso, estos acuerdos se convirtieron en la base para los cambios constitucionales y jurídicos que siguieron. Las "Conclusiones...", en efecto, abarcaban un espectro vasto de temas electorales, y las recomendaciones contenidas eran un buen avance. Por ejemplo, se proponía que la integración del Consejo General del IFE se realizara sobre la base de tres criterios: la supresión de la representación de los poderes Legislativo y Ejecutivo, el cambio de denominación de los "consejeros ciudadanos" a "consejeros electorales" (serían nueve y durarían en su cargo ocho años) y el mantenimiento de la forma de representación de los partidos políticos. Sin embargo, en lo relativo a la integración de ambas Cámaras del Congreso de la Unión, el documento no presenta propuestas, sino que convoca a realizar consultas, lo que demuestra la dificultad para abordar el asunto.

Tres meses después, el acuerdo multipartidista se concretó. El 25 de julio de 1996 el presidente Zedillo encabezaba la firma de la iniciativa de reformas a 18 artículos de la Constitución, en la que convergían los representantes de los partidos políticos negociadores: PAN, PRI, PRD y Partido del Trabajo (PT). El 31 de julio se aprobaba en la Cámara de Diputados, sin debate, el marco jurídico del sistema electoral, con el voto favorable de los 455 legisladores presentes, de todos los partidos políticos, y ninguno en contra (El Financiero, 1/VIII/95). Para el 1 de agosto, se hacía lo propio en la Cámara de Senadores, con el voto aprobatorio de los 124 legisladores presentes en el salón de sesiones (El Financiero, 2/VIII/96).

El consenso en el plano constitucional se había conseguido, lo cual constituía un cambio sustancial porque no se había logrado en ninguna de las reformas anteriores. La relevancia de este acontecimiento era mayúscula: el marco general de las reglas del juego estaba siendo acordado por todos los actores de la contienda electoral.

El presidente Zedillo (1996) presumía este resultado promisorio en la lectura de su Segundo Informe de Gobierno:

Por primera vez en nuestra historia se ha logrado una reforma amplia y compleja, con un consenso sin precedentes en su pluralidad y su firmeza. Las reformas y el consenso con que fue alcanzada no son mérito del gobierno. El mérito corresponde al esfuerzo, a la responsabilidad y la representatividad de los partidos políticos y de las Cámaras que integran el Congreso de la Unión. De ahí que hago un sincero reconocimiento a las dirigencias partidistas, a las señoras y los señores legisladores, porque con su trabajo y su consenso han honrado su convicción democrática y han respondido al interés y a la voluntad de la ciudadanía.48

El otro punto de acuerdo entre los partidos políticos y el gobierno federal se materializó en la integración del Consejo General del IFE. En este asunto, el consenso se empezó a desactivar por dos razones: la dificultad de articular en el Consejo las preferencias de todos los partidos políticos, y la premura que el tiempo imponía, dado que para el 31 de octubre de 1996 debía quedar instalado.49

En la parte terminal de la negociación de las reformas hechas al Cofipe, los actores políticos rompieron el consenso. Los temas de la discordia fueron el financiamiento público y el tope a los gastos de campaña.50 Entrado el mes de noviembre de 1996, los representantes partidistas mantenían posturas contrarias, pues la diferencia radicaba en que las cantidades que proponía el partido oficial eran superiores a las sugeridas por los representantes de los partidos de oposición. Ya antes de que la negociación se trabara, miembros del PRI advertían sobre la eventualidad de aprobar las reformas realizadas al Cofipe sin la anuencia de los partidos de oposición,51 lo cual rompía la dinámica del consenso hasta entonces ratificada en los hechos.

La advertencia de aplicar la "ley de la democracia" —hacer uso de la mayoría— se cumplió cabalmente. El 7 de noviembre, ante la falta de acuerdo en los temas citados, el titular del poder Ejecutivo envió a la Cámara de Diputados el paquete de reformas al Código, en el cual se respeta lo negociado con los partidos de oposición, excepto en el asunto pecuniario.

Al envío de esta iniciativa, no consensuada plenamente con la oposición, se añadió el hecho de que el 13 de noviembre, en sesión de las comisiones unidas de Gobernación y Puntos Constitucionales, y de Justicia de la Cámara de Diputados, la mayoría del PRI aprobó la iniciativa de reformas pero le introdujo 16 cambios, con lo que anulaba varios de los acuerdos pactados durante casi dos años y que perjudicaban a la oposición (El Financiero, 14/XI/96).

El 14 de noviembre se aprobó la iniciativa modificada en el pleno de la Cámara de Diputados, por 288 votos en favor (PRI), y 142 en contra (PAN, PRD, PT, diputados independientes y uno del PRI) (Reforma, 15/XI/96). En el Senado de la República, la iniciativa corrió similar suerte, pues la aprobación fue dada por 89 votos en favor (PRI) y 23 en contra (PAN y la senadora Layda Sansores del PRI), con la ausencia del grupo de legisladores del PRD (La Jornada, 21/XI/96).

El entonces dirigente nacional del PRI, Santiago Oñate Laborde, aportó la excusa de este comportamiento: "Al no haberse tomado a tiempo decisiones que por lo menos orientasen un voto en lo general a favor y reservas en lo particular [...] pues el acuerdo quedaba roto en ese sentido" (Reforma, 15/XI/96). Contrario sensu, el coordinador de la fracción parlamentaria del PAN en la Cámara de Diputados, afirmó tajante: "Es un mentís a la voluntad política de transitar a la democracia" (Excélsior, 15/XI/96).

La diferencia entre los montos puede explicarse en virtud de la necesidad que tenía el PRI de obtener fondos suficientes y "transparentes" para llevar a cabo sus actividades electorales, pues dado el creciente peso de la oposición en el Congreso de la Unión, resultaba cada vez más difícil disponer discrecionalmente de dinero no fiscalizado.52

Una vez aprobada la reforma electoral con un final no consensuado, la discusión posterior se llenó de recriminaciones y reproches mutuos entre la oposición y el gobierno. El presidente Zedillo justificaba recurrentemente la postura adoptada por él y por el PRI. Primero declaró:

Nos tardamos 18 meses de negociación política, algunas veces interrumpida por asuntos muy particulares. Logramos mantener a los partidos políticos, recuperarlos para la negociación y, al final, llegar a un acuerdo total de una reforma electoral que yo considero definitiva, la última que habrá durante mi gobierno (La Jornada, 16/XI/96).

Después, en torno al desacuerdo en el financiamiento, señaló la prevalencia de una visión de Estado por encima de "la óptica necesariamente parcial de cada partido político", por lo que justificaba: "En una democracia la voluntad de la mayoría no es autoritaria, es mandato de gobierno; pretender imponer el parecer de la minoría conduce a la parálisis de gobierno y entraña una grave responsabilidad frente a la ciudadanía" (El Financiero, 19/XI/96).

Posteriormente, asume la completa responsabilidad, en el mejor estilo del presidencialismo mexicano: "El desacuerdo ha sido conmigo [...] Debe ser un financiamiento suficiente para que no haya incentivos a hacer trampas ni a violar la ley [...] Los partidos de oposición no quisieron pagar el costo político [...] me dejaron a mí ese costo [...] No me importa tomar un costo político más" (Reforma 20/XI/96).

En la lectura de su Tercer Informe de Gobierno, el presidente Zedillo (1997) cambió de tono y mesuró su referencia a la reforma electoral. Incluso omitió referirse al frustrado consenso y sólo habló de la negociación y acuerdo exitosos de "una reforma constitucional que resolvió los grandes temas pendientes en materia electoral". Y procedió a enumerarlos:

Gracias a esa reforma, se logró que el instituto responsable de organizar, computar y validar las elecciones [el Instituto Federal Electoral] tuviera total autonomía respecto del gobierno [...]. Gracias a esa reforma, el Poder Ejecutivo ya no interviene en la solución de las controversias que puedan ocurrir en las elecciones [...] Se logró, además, que los partidos contaran de manera justa y transparente con recursos públicos para sus campañas, y que tuvieran acceso equitativo a los medios electrónicos de comunicación.

Los dirigentes de los principales partidos de oposición no fueron benévolos con sus puntos de vista. Felipe Calderón Hinojosa, el dirigente nacional del PAN, declaró: "El PRI ratifica la hipótesis de que en las negociaciones sobre la ley electoral [efectuadas en la Secretaría de Gobernación] lo que buscaba era cambios de forma y sólo en la medida que los intereses creados al interior de su organización los soportara".

Para refutar al presidente Zedillo, Calderón señaló: "Retumba [sic] aún la reflexión, el reconocimiento del propio presidente de la República de que su elección fue legal pero inequitativa [...] Con esta reforma no se suprime la inequidad de los procesos electorales [... la reforma] no es definitiva sino transitoria, porque es en sus artículos transitorios donde está la sustancia de sus decisiones" (Reforma, 15 y 17/XI/96).

A su vez, Andrés Manuel López Obrador, el dirigente nacional del PRD, evaluó la conclusión del proceso negociador en estos términos: "Apoyamos la reforma; queríamos el consenso; actuamos con mucha responsabilidad; no estamos obligados a lo imposible. No podemos ir con el PRI apoyando un financiamiento de esa magnitud ni tampoco aceptar esos condicionamientos de última hora" (Reforma y La Jornada, 15/XI/96).

Al término del proceso de negociación de la reforma electoral de 1996, fue notorio el cambio de actitud gubernamental, contradictorio con las palabras del Mensaje de toma de posesión. El consenso se relegaba bajo la tónica de que en una democracia, frente a las diferencias irreconciliables, la mayoría podía hacer uso legítimo y legal de su capacidad decisora, aun contrariando los acuerdos negociados con antelación. El problema radicaba en que en realidad esa reforma debía ser el punto inicial de la democracia mexicana, por lo cual dejar de lado "a última hora" el consenso no era una buena señal, aunque los hechos terminaron por demostrar la importancia de la reforma.

Dicha importancia puede leerse mediante tres elementos: a) contrario a la práctica ejercida por el presidente Salinas, el PRD fue incorporado al principio como interlocutor válido; su anuencia era indispensable para dar legitimidad a las reformas constitucionales (de hecho, Zedillo lo reconoció como parte del juego político con la cual era indispensable mantener acercamientos); b) la aprobación de las reformas constitucionales fue por vez primera unánime, es decir, todas las fuerzas políticas representadas en el Congreso de la Unión las aceptaron, circunstancia no lograda en los anteriores procesos de negociación; y c) la reforma de 1996, aun con las diferencias finales con que fue aprobada, resultó una base sólida para la realización creíble de las elecciones federales de 1997.

En este tenor, con la reforma de 1996 terminó formalmente el proceso de transición prolongada a la democracia, pues al no hacer una exclusión deliberada de ningún actor político, el consenso se enarboló como el principio rector de los acuerdos —aunque en el tramo último de la negociación no se le haya respetado— y se terminó de construir (con todo y sus deficiencias) el edificio institucional democrático que sustituyó al régimen autoritario.53

Dos elementos fundamentales de esta construcción institucional fueron la creación del Instituto Federal Electoral (1990) y su posterior autonomía (1996), así como los cambios normativos y en la manera de integrar las instancias de apelación electoral, desde el Tribunal de lo Contencioso Electoral (1986), el Tribunal Federal Electoral (1990), hasta el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (1996), que adquirió autonomía plena respecto del Ejecutivo.

Se dieron así las condiciones que aseguraron el paso de un sistema de partido hegemónico a uno competitivo y con posibilidad de alternancia (Sartori, 1993). De esta manera, se llegó a una democracia electoral, que en los términos de Huntington (1994: 19-20) se refiere a aquel sistema político donde "la mayoría de los que toman las decisiones colectivas del poder sean seleccionados a través de limpias, honestas y periódicas elecciones, en las que los candidatos compiten libremente por los votos y en las que virtualmente toda la población adulta tiene derecho a votar".

 

A MANERA DE CONCLUSIÓN

El presente texto intentó reconstruir las principales etapas de una transición a la democracia que puede ser caracterizada como prolongada por su larga duración, su gradualismo y el énfasis en lo electoral. Se ha procurado dar un contenido teórico e histórico a dicha reconstrucción a fin de proporcionar elementos de comprensión claros, que ubiquen los momentos más importantes en el logro de la democracia.

El objetivo es contribuir a superar uno de los problemas a los que se ha enfrentado el estudio de la transición mexicana: el de su opacidad; es decir, la dificultad para determinar con un grado razonable de precisión dichos momentos, desde su comienzo hasta su culminación. Hemos subrayado la negociación de las reformas electorales entre los actores políticos en sus dos fases (la excluyente y la incluyente) y las hemos distinguido del periodo anterior, en el cual la tónica era de otorgamiento de espacios a la oposición por parte del régimen autoritario. En este punto radica nuestra propuesta de periodización.

En la lógica de otorgamiento, el régimen cede espacios políticos a la oposición —en especial a la izquierda radical— y crea las condiciones para su plena incorporación electoral, al aceptar como referente unitario la vía legal–constitucional, sin dejar de tener el control del proceso electoral. Esta situación de liberalización explica los antecedentes del cambio político mexicano, desde la limitada reforma de 1963, que pasa por la pionera de 1977 y concluye con la controvertida de 1986.

En contraparte, cuando el terreno de la representación política adquiere relevancia y la participación de la oposición es indispensable, la lógica del otorgamiento imperante cambia a otra de negociación. Los comicios de 1988 marcan este cambio de lógicas, así como el inicio de la transición, cuyo signo distintivo es la creación de un embrión de sistema de partidos y la revitalización de los actores políticos preexistentes. En dicho contexto, definimos dos fases: la negociación entre el gobierno y un solo actor político —en un juego político dividido—, que si bien les permite obtener beneficios a ambos, excluye al tercer actor político importante; entonces estamos frente a un escenario de tensión en la transición. Tal tensión que se produce entre la liberalización —control sobre el resultado electoral— y la democratización —comicios competitivos, libres y limpios— explica la situación de las primeras dos reformas negociadas entre la administración de Salinas de Gortari y la dirigencia del PAN, con la exclusión del PRD (1989-1990 y 1993).

No obstante, cuando la inestabilidad política y económica amenaza con trastocar los cimientos del Estado mexicano, la lógica de la negociación con un solo actor político pierde sentido y se requiere la participación del tercero excluido. El juego político dividido deja su lugar a una sola pista de negociación, con lo cual estamos plenamente en un proceso de democratización. Este proceso explica el contenido de las últimas reformas examinadas en el texto, las de 1994 y 1996, las cuales cierran el ciclo de la transición mexicana a la democracia.

Por consiguiente, convenimos con Linz y Stepan (1996: 3) en que:

una transición democrática está terminada cuando ha sido alcanzado un acuerdo suficiente acerca de los procedimientos para producir un gobierno electo, cuando un gobierno llega al poder como el resultado directo del voto popular libre, cuando este gobierno de facto tiene la autoridad para generar nuevas políticas, y cuando los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial generados por la nueva democracia, no tienen que compartir de jure el poder con otros organismos.

En México, el "acuerdo suficiente acerca de los procedimientos para producir un gobierno electo" se consiguió con la reforma electoral de 1996, luego de recurrentes modificaciones a las reglas del juego que persistentemente dejaban insatisfechos a los participantes; en cambio, a partir de 1996 se han celebrado tres elecciones federales sin que, de manera sustancial, la normatividad haya sido modificada en sentido diferente de lo acordado.

La llegada al poder de un gobierno como "resultado directo del voto popular libre" se ha confirmado en las mencionadas elecciones federales: en 1997, con la formación del primer gobierno dividido y la obtención de la Jefatura de Gobierno del Distrito Federal por parte del "tercero excluido" durante las primeras dos reformas de la administración de Carlos Salinas, el PRD; en 2000, con el traspaso del poder presidencial de manos del PRI, con 71 años gobernando, a manos del candidato del PAN, Vicente Fox, con lo que se produce la alternancia al más alto nivel; en 2003, con la formación (por tercera ocasión consecutiva) de un gobierno dividido, lo cual demostraba que la pluralidad había arraigado en el país.

Tomando en cuenta estas consideraciones, se puede sostener que el proceso democratizador llegó a su fin, en su aspecto procedimental, con la reforma electoral de 1996; y que su reafirmación práctica se alcanzó en 1997, con las primeras elecciones libres, limpias y competitivas.

1. Post scriptum

Cuatro años después de la alternancia, la problemática política que ha vivido el país muestra los beneficios, pero también las limitaciones, de una democracia predominantemente electoral, que deja una agenda pendiente en términos de la consolidación democrática. Sólo vamos a referirnos a tres de los ejes principales necesarios para establecer una gobernabilidad democrática durable:

1) Consolidación de un sistema de partidos funcional para la democracia. Dado su comportamiento en el periodo reciente, es necesario que supere su etapa embrionaria y adquiera mayor madurez institucional, tanto en su normatividad como en sus prácticas políticas (frecuentemente antidemocráticas), y que supere el caudillismo, la corrupción y la política clientelar.

2) Efectiva división de poderes. Si bien la división de poderes se convirtió en una realidad como consecuencia del respeto al voto que ha dado pluralidad al Congreso —tendencia que se fortaleció con la alternancia en el Poder Ejecutivo—, esta separación de poderes no se ha traducido en acuerdos sobre algunas reformas necesarias. Esto nos lleva a pensar tanto en la responsabilidad del Ejecutivo y los partidos políticos, como en la inadecuación del diseño institucional en relación con la realidad política de los gobiernos divididos.

3) Vigencia del Estado de Derecho. En relación con el Estado de Derecho, sigue privando contradicción entre la normatividad y las prácticas reales, que afecta desde la esfera económica hasta la de los derechos humanos y las garantías individuales. Hay un problema muy grave en la procuración e impartición de justicia, que hace necesario que se efectúen reformas radicales en el nivel del Ministerio Público (el cual debe tener autonomía) y del Poder Judicial. En otras palabras, vivimos en una situación donde falta seguridad jurídica en todos los ámbitos.

En síntesis, México ha experimentado un proceso de democratización electoral, pero su consolidación abre interrogantes para el futuro.

 

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Notas

1 Para nosotros, como para Loaeza (2000), Brasil puede ser caracterizada como una transición prolongada; Eisenstadt (2001) incluye, además de México, a Bangladesh, Indonesia, Kenia y Corea del Sur.

2 Sobre la importancia del tiempo en los procesos de democratización, véase Linz (1994), y Schedler y Santiso (1999).

3 Los artículos 39 y 41 de la Constitución establecen tales preceptos de la democracia liberal.

4 Cursivas nuestras. Véase también Reynaldo Yunuen Ortega Ruiz (2001).

5 Por "sistema electoral" entendemos el "principio de representación que subyace al procedimiento técnico de elección, y al procedimiento mismo, por medio del cual los electores expresan su voluntad política en votos que a su vez se convierten en escaños o poder público. Cualquier reglamentación al sistema electoral regula, entre otras cosas, la división en circunscripciones electorales, la forma de la candidatura, el procedimiento de votación, el procedimiento de asignación de votos computados y el método de cómputo" (Nohlen, 1993: 11-12).

6 Véase también Luis Medina Peña (1978).

7 Por "partidos satélite" se entiende aquellos partidos que habían subordinado su acción política y electoral a la del PRI, el partido oficial, independientemente de su orientación ideológica. Con esta definición parafraseamos la noción "izquierda satélite" o "izquierda leal" que utiliza Barry Carr (2000: 308).

8 Véase Aurora Loyo Brambila (1979).

9 Véase Aurora Loyo y Ricardo Pozas Horcasitas (1977), y José Luis Reyna y Raúl Trejo Delarbre (1981).

10 De los seis, cuatro se negaron a hacerlo y fueron expulsados.

11 Véase Olga Pellicer de Brody (1972).

12 "Es cierto que la reforma de 1977 delineó un horizonte pero, al mismo tiempo, levantó un muro. El proyecto de construcción democrática empezó a vivirse pronto como obsesión electoral. La manía tuvo, por supuesto, sus razones: la exigencia de elecciones libres, la demanda por una competencia justa, la necesidad de contar con árbitros neutrales, muestra el imperativo primario de anclar el poder en la autoridad del voto" (Silva-Herzog Márquez, 1999: 56).

13 Véase Ricardo Pozas Horcasitas (1993).

14 Véase Sergio Zermeño (1978).

15 En palabras de José Woldenberg (1993b: 304-308), la reforma política de 1977 sirvió para que aparecieran de manera institucional nuevos referentes partidistas, para que las elecciones paulatinamente se apreciaran como más competidas y fueran revaloradas por casi todas las corrientes políticas, y para que lo que era un ritual tradicional sin competencia se convirtiera en el expediente central de la lucha política.

16 Lo cual no omite la existencia de otras periodizaciones. Véase Juan Molinar (1993), y José Woldenberg (1993a).

17 Cursivas nuestras. Samuel P. Huntington (1994: 22) sostiene que la liberalización "es la apertura parcial de un sistema autoritario, sin que se elijan líderes gubernamentales a través de unas elecciones libremente competitivas. Liberalizar un régimen autoritario puede consistir en liberar presos políticos, abrir algunas instancias para el debate público, atenuar la censura, permitir elecciones para puestos que tienen escaso poder, permitir alguna expresión de la sociedad civil y dar otros pasos en dirección a la democracia, sin someter a los que toman las decisiones principales a la prueba de las elecciones. La liberalización puede llevar o no a la completa democratización". En contraste, la democratización entraña "el reemplazo de un gobierno que no fue elegido de esta manera [elección popular] por uno que lo haya sido en unas elecciones limpias, libres y abiertas. Sin embargo, la totalidad del proceso de democratización antes y después de esa elección es habitualmente complejo y prolongado. Implica avanzar desde el final del régimen no democrático, la inauguración del democrático y luego la consolidación de este sistema".

18 De la tipología de Huntington (1994) se aplicaría, para el periodo liberalizador, el modelo de transformación. Es decir, cuando las elites en el poder dirigen el proceso de transición. Para el periodo democratizador se aplicaría el modelo de traspaso, o sea, cuando el transición resulta de la acción conjunta del gobierno y la oposición.

19 Un análisis pionero sobre la construcción del PRD y sus primeros pasos en la vida pública mexicana puede leerse en Kathleen Bruhn (1997).

20 "El PRI tuvo que recurrir a una alianza legislativa para alcanzar las dos terceras partes de los votos, lo que implicó también la inauguración de la compra de los votos parlamentarios como estrategia política" (Casillas, 1998: II).

21 Años después, en una entrevista, se supo de una reunión privada entre Cuauhtémoc Cárdenas y Carlos Salinas, antes de la toma de su posesión. Salinas propuso un análisis de las 55 000 actas de casilla para darle "certidumbre y clarificación sobre los resultados de la elección" (Castañeda, 1999: 274-275).

22 La importancia del "Compromiso..." es que se trata del primer paso en el ejercicio de esa "capacidad de influencia".

23 Cursivas nuestras. De hecho, uno de los principales obstáculos que el PRD visualizó para un entendimiento con el gobierno federal en torno a la reforma electoral, fue la realización de elecciones estatales. Por ejemplo, el 6 de julio de 1989, un año después de la elección presidencial controvertida, el PRD condicionaba su participación en las pláticas de la reforma al respeto del que consideraba su triunfo en Michoacán. Tres días después, un diputado perredista declaraba: "De no rectificar el fraude que se está haciendo con el voto de los michoacanos, el PRD no participará en el proceso de reforma electoral". El 10 de julio, la dirigencia nacional del PRD anunciaba: "Si el gobierno no muestra voluntad para respetar el voto ciudadano, menos la tendrá para emprender una reforma política" (Unomásuno, 7/VII/89, y La Jornada, 10 y 11/VII/89).

24 El sector parlamentario del PAN que votó en contra de la nueva ley electoral argumentó que el Cofipe no garantizaba el respeto pleno al sufragio en tanto no atendía los elementos primordiales del proyecto original de ley que el PAN presentó al debate. Este sector parlamentario era la semilla de la "oposición interna" panista que pronto adquirió nombre: Foro Doctrinario y Democrático (FDD), el cual apareció públicamente el 19 de marzo de 1990 bajo la tutela de cinco destacados militantes: los ex candidatos a la presidencia, José Ángel Conchello, José González Torres y Pablo Emilio Madero, y los ex secretarios generales, Jesús González Schmall y Bernardo Bátiz. La primera divergencia que sostuvieron con la dirigencia nacional se relaciona justamente con la negociación de la reforma electoral. Al respecto, véase Carlos Arriola (1994a).

25 A esta "maniobra", que beneficiaba al PAN en detrimento del PRD, se le llamó concertacesión, combinación de las palabras concertar y ceder.

26 Esta modificación era una exigencia del PAN, como señala José Woldenberg (1993c: V-VII): "La inclusión del 82 en la agenda de la reforma, visto en retrospectiva, significó una sobrecarga innecesaria y costosa a la ya de por sí recargada agenda de la reforma electoral. Apareció súbitamente, al parecer por las presiones que sobre el PAN ejerció una de sus personalidades más fuertes (Vicente Fox), y cuando la dirección de ese partido decidió pasarle el toro al PRI y al gobierno de la República. Más allá del contenido mismo de la reforma [...] lo cierto es que desató una cantidad de reacciones en contra que acabaron desplazando el hilo lógico de las intenciones del expediente reformista". También había recelo de que esa modificación constitucional abriera la oportunidad de aspirar a la presidencia al entonces secretario de Comercio, Jaime Serra Puche, hijo de españoles exiliados y persona muy cercana a Carlos Salinas.

27 De hecho, de las diez votaciones en el pleno de ambas Cámaras del Congreso de la Unión, tan sólo en dos el PAN votó en contra de las iniciativas de ley: el caso de la aprobación —en lo particular— de las reformas al Cofipe (12 de septiembre) en la Cámara Baja, y la aprobación —en lo general— de las mismas reformas pero en la Cámara Alta (14 de septiembre). Cuando se votó la rectificación del artículo 18º transitorio, el PAN lo hizo en favor junto al PRI y al PFCRN (17 de septiembre) (La Jornada, 13, 15 y 18/IX/93). Justamente, esas dos votaciones panistas en contra funcionaron como medios de presión para lograr la rectificación del artículo transitorio.

28 En palabras de Alcocer (1996a, 9-10), de todas las reformas aprobadas desde 1977, "la menos analizada, la menos valorada, [es] precisamente la reforma aprobada por PAN y PRI en 1993, y sin embargo, pese a los cambios de fondo que a los pocos meses de aprobada se estarían realizando, cabe señalar que, en vista de sus contenidos, es equiparable a la de 1990; y, analizada en perspectiva, significó el fin de la segunda etapa del ciclo de reformas de que hemos venido hablando (la etapa bilateral–defensiva)".

29 A partir de ese suceso, se desencadenó una serie de hechos igualmente inéditos que marcaron este año: la disputa del comisionado por la paz en Chiapas, Manuel Camacho, con el candidato del PRI, Luis Donaldo Colosio; el asesinato de este último y la posterior designación de un candidato sustituto, Ernesto Zedillo; así como el asesinato del secretario general del PRI, José Francisco Ruiz Massieu, en septiembre del mismo año, quien se perfilaba como coordinador parlamentario del PRI en la Cámara de Diputados. Otros acontecimientos importantes que permearon el proceso electoral fueron las conversaciones de paz que se establecieron entre el gobierno federal y el EZLN; así como la celebración de una Convención Nacional Democrática (CND), con la participación de los zapatistas y de organizaciones integrantes de la "sociedad civil".

30 Se abstiene de firmar la candidata de un pequeño partido, el Partido Popular Socialista (PPS), Marcela Lombardo.

31 Otros de los puntos mencionados en el "Compromiso..." eran los siguientes: auditoría al padrón electoral, acceso equitativo a los medios de comunicación, creación de la figura de los "visitantes extranjeros", impedimento al uso de los recursos públicos no autorizados por la ley (en favor de los partidos o de las campañas políticas), enmienda al código penal con el fin de castigar las restricciones a la libertad política y un fiscal especial para delitos electorales. La credibilidad de los comicios estaba en el centro del debate en aquellos momentos (Medina Peña, 1996: 287-288).

32 De hecho, algunos sectores del PRD parecían simpatizar con la guerrilla zapatista.

33 Dicho enfrentamiento había dejado como saldo 250 asesinados y 9 desaparecidos durante el sexenio salinista; todos eran miembros del PRD, según datos de la Secretaría de Derechos Humanos de ese partido (Ortega Ruiz, 2001: 310-311).

34 Según Federico Reyes Heroles, el partido al que se refería Carpizo era el PRI (Proceso 921, 27/VI/94).

35 Cursivas nuestras.

36 Véase Crespo (1995).

37 Respecto de las condiciones en que se desenvolvió la reforma, véase Arturo Sánchez Gutiérrez (1996) y Leonardo Curzio Gutiérrez (1996).

38 Cursivas nuestras.

39 Cursivas nuestras.

40 Cursivas nuestras.

41 Véase la cronología de la reforma electoral en El Nacional, 29/IV/96.

42 Éste es el argumento desarrollado por César Cansino (1995: 62-63).

43 Ruth Berins Collier (1992: 100), al analizar la reforma de 1986, hizo notar la tendencia al bipartidismo en México: "Mientras la ley de 1977 parecía estar especialmente orientada hacia la prevención del surgimiento de un segundo partido fuerte, la ley de 1986 parecía revelar una gran aceptación de un segundo partido fuerte, aunque manteniendo la existencia del partido mayoritario".

44 Cabe destacar la alusión del entonces dirigente nacional del PRD, Porfirio Muñoz Ledo, que representaba la corriente opositora a Cárdenas, a que la firma de los "Compromisos..." se inscribía en la historia nacional como un impulso irreversible a la transición de México hacia la democracia. Ese mismo año, en ocasión de la reanudación del diálogo entre el gobierno y los partidos de oposición, Muñoz Ledo volvería a referirse al tema, al argumentar en favor de la "transición pactada" como la única vía posible para preservar la integridad y estabilidad nacionales: "[...] la otra alternativa es el estallido social o la aventura que precipitarían el derrumbe de las instituciones" (La Jornada, 18/I/95 y El Nacional, 25/X/95).

45 Al respecto, véase Jacinto Díaz Careaga (1996), Alonso Lujambio (1996) e IFE (1995).

46 "El grupo de académicos que se reunió en Tepoztlán y que publicó Alternativas de propuestas para una reforma electoral. Objetivos, debates y propuestas, el esfuerzo del llamado (Instituto) de Estudios de la Transición o el llamado "Seminario del Castillo", que por iniciativa de los consejeros ciudadanos Santiago Creel y José Agustín Ortiz Pinchetti, más el consejero suplente Jaime González Graf, reunió a académicos y representantes a título personal de los partidos políticos para hacer una propuesta de reforma electoral" (Sánchez Gutiérrez, 1996: 272).

47 Véase Cámara de Diputados (1996).

48 Cursivas nuestras.

49 El 30 de octubre, la Cámara de Diputados aprobó el nombramiento del consejero presidente y de los consejeros electorales, por 457 votos a favor de diputados de todos los partidos políticos, y 4 en contra, de diputados del PRD. De acuerdo con las crónicas de la prensa, el procedimiento aplicado en esta instancia legislativa fue el siguiente: atenidos los miembros del Legislativo a los resultados de la negociación sostenida en la Secretaría de Gobernación, el documento que contenía los nombres de los consejeros llegó a manos de los diputados diez minutos antes de la medianoche para que, con una rapidez inusitada y un método de votación inusual, el nominal, se aprobaran los nombramientos. El debate posterior alrededor de la integración del Consejo se centró tanto en el perfil de sus integrantes como en el trámite —considerado precipitado— de aprobación en la Cámara de Diputados. Un elemento adicional causó controversia: el impedimento jurídico para que los consejeros ciudadanos en funciones entre 1994 y 1996, pudieran mantenerse en el CG pero ahora bajo la figura de "consejeros electorales". El asunto se complicó con la elección de José Woldenberg como consejero presidente, quien justamente había fungido como consejero ciudadano en la integración del anterior órgano electoral, lo que para algunos comentaristas lo inhabilitaba para cumplir con su nueva encomienda (La Jornada y Reforma, 31/IX/96).

50 Véase Ricardo Becerra et al. (1997: 8-9).

51 El entonces diputado Jorge Moreno Collado expresó en entrevista esta postura: "si no obtenemos el consenso por unanimidad, aplicaremos la ley de la democracia y aplicaremos la legalidad que nos legitima como mayoría" (El Financiero, 28/IX/96).

52 El asunto del financiamiento se convirtió en una más de las "precauciones auxiliares" construidas por el PRI dentro de la institucionalidad electoral para compensar las concesiones parciales derivadas de las reformas, con lo cual se podría mantener a ese partido dentro de las "aguas confiables de la seguridad electoral" y, en consecuencia, contener la incertidumbre democrática: "Hasta 1996, los topes de gastos de campaña eran laxos, y la revisión de gastos, débil [...]. En 1996, un incremento abundante en el financiamiento público fue interpretado como un límite crucial para el partido gobernante" (Schedler, 2001b: 25).

53 El edificio institucional democrático permite "el desarrollo de organizaciones, tales como partidos, grupos de interés y lobbies, y medios de comunicación a través de los cuales una variedad de opiniones pueda ser expresada, y las opiniones puedan articular y canalizar las demandas políticas de la sociedad". La expresión es de J. Samuel Valenzuela (1992: 61).

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