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Revista mexicana de sociología

versión On-line ISSN 2594-0651versión impresa ISSN 0188-2503

Rev. Mex. Sociol vol.65 no.3 Ciudad de México jul./sep. 2003

 

Sección bibliográfica

 

Mario Ramírez Rancaño. 2002. La reacción mexicana y su exilio durante la revolución de 1910

 

Beatriz Cano Sánchez

 

México: Instituto de Investigaciones Sociales/Instituto de Investigaciones Históricas/Miguel Ángel Porrrúa, 463 pp.

 

Departamento de Estudios Históricos, INAH.

 

UN ADAGIO MUY CONOCIDO dice que la historia la escriben los vencedores. Y esta sentencia no podría ser más cierta, si revisamos este libro de Mario Ramírez Rancaño en el que hace un minucioso análisis de los grupos de porfiristas, felicistas y huertistas que salieron exiliados entre los años de 1914 y 1920. Ramírez Rancaño hace un recuento de los principales personajes que salieron del país, de las diversas actividades que realizaron y de los medios que tuvieron que emplear para poder regresar al país. El autor señala que existen pocos estudios que se refieran al exilio mexicano durante la Revolución, debido a que la mayoría de los historiadores le ha puesto una mayor atención a las vicisitudes políticas, económicas y militares del periodo. Aunque la salida de personas había comenzado desde los primeros días de la Revolución, lo cierto es que se acentuó durante los años de 1914 y 1915. El destierro mexicano no fue producto de una deportación masiva. Por el contrario, fue una migración voluntaria que buscaba preservar la vida de los actores que, de una u otra forma, estuvieron involucrados con el gobierno huertista.

Y es que Carranza buscaba castigar a todos aquellos que habían participado en el golpe de Estado de febrero de 1913. Para ello resucitó la ley juarista que castigaba con la pena de muerte a los trastornadores del orden público. Y bajo esa ley se incluyó a todos los colaboradores de Huerta. Para hacer más convincente su idea, el gobierno pregonó que era justo el castigo para los "reaccionarios", debido a que eran unos explotadores de los obreros y de los campesinos, a quienes les habían negado sus derechos elementales de asociación y de trabajo. Además de que constituían la columna vertebral de un viejo sistema político y económico, mismo que se había convertido en un obstáculo para lograr la anhelada modernización. Ante la amenaza del castigo, salieron del país intelectuales, políticos, hacendados, comerciantes, arzobispos, actores y militares; todos buscaban evitar los efectos de la ley juarista. La mayor parte de ellos se dirigió a Estados Unidos y a Cuba. Con la salida de estos personajes, Carranza tuvo que recurrir a todos los elementos que tenía a su alcance, los cuales, destaca el autor, no eran muchos ni los más preparados.

Uno de los exilios más connotados fue el del episcopado mexicano que, en ese momento, estaba conformado por ocho arzobispos y veintidós obispos. Ellos salieron del país por la confrontación que tuvieron con Carranza, quien les había recriminado el hecho de que le hubieran concedido un préstamo a Huerta, mismo que había sido, según la Iglesia, una exigencia "fulminante e imperiosa" de parte de Huerta o de lo contrario se hubiera entregado la ciudad al saqueo. Ese préstamo de cincuenta mil pesos selló la suerte de la iglesia, pues los prelados fueron perseguidos tanto por Carranza como por Obregón y Villa. Los dignatarios eclesiásticos trataron de llegar a un acuerdo. Para ello publicaron una Carta Pastoral en la que señalaron que la iglesia siempre había mantenido respeto y sumisión a las autoridades, además de que ellos no habían contribuido con armas para ninguno de los grupos revolucionarios y ninguno de sus miembros se había alzado en armas. Como en esos momentos ocurrió el relevo presidencial, la carta cayó en el vacío.

El gobierno tomó medidas extremas en contra del clero. Se dispuso que primero salieran del país los sacerdotes extranjeros y poco después siguió el éxodo de los mexicanos. La mayor parte de ellos se dirigieron a Estados Unidos. Aunque se decía que los prelados se habían llevado fuertes cantidades de dinero, lo cierto es que se dedicaron a hacer una labor social para aliviar la suerte de los exiliados pobres. Gracias a la ayuda de la iglesia norteamericana, fundaron un seminario que funcionó entre los años de 1914 y 1917 y llegó a tener 108 alumnos inscritos. A partir de 1919, los obispos comenzaron a regresar de forma clandestina al país. Su retorno fue facilitado por la intervención del cardenal Burke, quien tenía ordenes expresas del papa Benedicto xv para gestionar el regreso de los prelados a sus diócesis y para definir cuál era la situación de los que habían regresado sin autorización. A su regreso, la jerarquía eclesiástica publicó una carta pastoral con fecha del 23 de noviembre de 1919, firmada por ocho arzobispos, dieciocho obispos y dos vicarios, en la que exponían su postura respecto de algunos artículos de la Constitución de 1917. Sin embargo, su carta no obtuvo respuesta de ningún tipo por parte de las autoridades, por lo que pasó inadvertida.

Respecto de los militares, Ramírez Rancaño advierte que una gran parte de los altos mandos abandonaron el país después de que se produjo la disolución del ejército federal en agosto de 1914. El autor destaca que este hecho es de particular importancia, debido a que fue destruido un ejército profesional armado por el Estado que contaba con jefes entrenados y con armamento moderno. El autor explica que la desaparición del ejército federal fue producto de varias causas. La primera es que los altos mandos habían envejecido. La segunda, la gran corrupción que había en las filas. La tercera, que la mayoría de los hombres carecían de vocación para la milicia, puesto que habían sido reclutados de forma arbitraria y coercitiva. La salida de los altos mandos se debió al hecho de que tenían un pasado porfirista y huertista que podía motivar que se les juzgara. Si bien es cierto que el éxodo mayor se produjo después de la caída del ejército federal, también es importante señalar que varios de ellos habían emigrado a Europa antes del desastre debido a que Huerta los había mandado a cumplir algunas comisiones a ese continente, razón por la que ya no regresaron al país.

Es importante señalar que, pese a que se habían girado ordenes de aprehensión contra los secretarios huertistas, no todos consiguieron escapar. Tal fue el caso de Alberto García Granados, quien había sido secretario de Gobernación durante los primeros meses del gobierno huertista. Este personaje había permanecido oculto en la casa de sus familiares, pero al tener conocimiento de que se le había otorgado la amnistía a José López Portillo y Rojas y a Francisco de Olaguíbel, consideró que su vida ya no corría un gran peligro y salió a la calle. Pero García Granados fue capturado y remitido a un tribunal militar, el cual lo juzgó por el cargo de rebelión. El tribunal encontró culpable a García Granados y lo condenó a ser fusilado. El autor señala que la muerte de don Alberto fue injusta debido a que no había cometido ningún delito, además de que sus acusadores no pudieron probar que hubiera tenido responsabilidad en la traición de Huerta o en la muerte de Madero. Sin embargo, la desaparición de García Granados funcionó como una advertencia para todos los exiliados de lo que les podía pasar si alguno iniciaba una contrarrevolución.

Los informes que le llegaban a Carranza, gracias al viejo sistema de espionaje porfirista, le mostraban que los "reaccionarios" se reorganizaban, ya sea para tratar de recuperar el poder político por medio de las armas, para buscar que se les devolvieran las propiedades que les había incautado el nuevo régimen o para fijar su posición respecto de la situación mexicana. Entre estos últimos se encontraban los hombres radicados en San Antonio, Texas, y que formaron, en 1915, la Asamblea Pacificadora Mexicana. Esta asamblea fue encabezada por Federico Gamboa y tenía la intención de buscar una mediación entre los grupos beligerantes a fin de que se acabara la lucha. Sin embargo, la respuesta de Villa, Obregón y Ángeles los desmoralizó. Pero el mayor golpe que recibieron fue que el gobierno de Estados Unidos decidió expulsar a Federico Gamboa.

Por lo que respecta a los que trataban de recobrar el poder por la vía armada, el autor señala que se formaron varios grupos en Estados Unidos los cuales, ante la carencia de jefes, recurrieron a Victoriano Huerta para que los encabezara. El ex presidente aceptó la propuesta y se iniciaron los preparativos para una incursión armada que buscaría posesionarse de un estado norteño, con el fin de establecer ahí su base de operaciones. Pero su plan no tuvo mayores consecuencias, debido a que las autoridades americanas detuvieron a Huerta en El Paso, Texas, lugar que se había establecido como el punto de reunión de los contrarrevolucionarios. Aunque Pascual Orozco logró escapar, su suerte estaba echada, pues fue muerto unos días después. Con la muerte de Orozco y el encarcelamiento de Huerta, ya no les quedó ninguna esperanza de cambio por la vía armada.

También se fraguaron movimientos contrarrevolucionarios en la frontera sur. El autor señala que este aspecto no había sido abordado por la bibliografía de la revolución. El gobierno guatemalteco, encabezado por Manuel Estrada, había establecido contacto con los civiles y militares mexicanos que habían llegado a su país y les brindó apoyo político y militar con la intención de formar un frente contrarrevolucionario. El presidente guatemalteco pensaba que si sus planes daban frutos, podía exigirle a los rebeldes triunfantes, como pago por su ayuda, que le cedieran el territorio de Chiapas. Sin embargo, Estrada se abstuvo de firmar pactos con los exiliados, pues con ello evitaba que se le pudiera acusar de intervenir en la política interna de un país vecino y dar motivo para recibir una represalia del gobierno mexicano. Los planes de Estrada se concretaron en la expedición militar que dirigió Ricardo Carrascosa en el estado de Chiapas. Pero esta invasión fracasó debido a que los hombres de Carrascosa no toleraron el clima, la mala alimentación y la escasa paga. Así, el ejército invasor del sur se desmembró antes de lograr apoderarse del gobierno de Chiapas. Ante ese fracaso, Estrada decidió entablar buenas relaciones con Carranza, pero éste fue más hábil y preparó un plan para hacerlo aparecer como un dictador que apoyaba a los grupos contrarrevolucionarios que se encontraban en su territorio. La táctica carrancista fue efectiva ante la opinión pública, lo que provocó que se creara un repudio generalizado en contra del gobierno guatemalteco.

Por otra parte, Ramírez Rancaño muestra que la vida de los mexicanos en el destierro no fue fácil. Con algunas excepciones, la gran mayoría no logró obtener empleos bien pagados. Por ello, muchos buscaron regresar a México, confiados en que su vida sería respetada y se les trataría con dignidad, sueño que se les cumplió en 1920, con el ascenso al poder de Adolfo de la Huerta. Sólo que ya no tuvieron cabida en el nuevo orden político y social emanado de la Revolución.

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