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Revista mexicana de sociología

versión On-line ISSN 2594-0651versión impresa ISSN 0188-2503

Rev. Mex. Sociol vol.65 no.3 Ciudad de México jul./sep. 2003

 

Reflexión sociológica

 

¿Agudiza el desarrollo las desigualdades sociales?*

 

Does Development Exacerbate Social Inequality?

 

Xavier Rambla**

 

** Dirigir correspondencia al Departament de Sociologia, Universitat Autònoma de Barcelona, Edifici B- Campus de la UAB - 08193 Cerdanyola del Vallès (Barcelona), tel. 0034-3-5812421, fax. 0034-3-5812827, e-mail: xavier.rambla@uab.es.

 

Recibido en febrero de 2002.
Aceptado en enero de 2003.

 

Resumen

El artículo presenta la información y las interpretaciones teóricas necesarias para comparar seis países (Francia, Suecia, España, Argentina, Brasil y Costa Rica) con el fin de averiguar si el cambio social ha suavizado las desigualdades relativas entre las posiciones de sus estructuras de clase y estatus, y si ha promovido su desarrollo económico y su desarrollo humano. Los resultados indican que el desarrollo económico no tiende a generar estructuras similares de clase media; al contrario, ha sido la conciencia de las interdependencias sociales el factor crucial que ha intervenido, junto con algunos rasgos específicos de dichas estructuras, a favor de la igualdad y el desarrollo humano.

Palabras clave: desarrollo, desigualdad, política social, estructura social.

 

Abstract

The article provides the information and theoretical interpretation required for a comparison of six countries (France, Sweden, Spain, Argentina, Brazil and Costa Rica). The author attempts to ascertain whether social change has reduced the relative inequalities between the positions of their class structures and status and whether it has promoted their economic and human development. The results show that economic development does not tend to generate similar middle-class structures. On the contrary, the awareness of social interdependence is the crucial factor which, together with certain specific features of these structures, has contributed to equality and human development.

Key words: development, inequality, social policy, social structure.

 

LOS ILUSTRADOS PENSABAN QUE UN CONTRATO COLECTIVO entre m ciudadanos libres haría desaparecer la desigualdad social. En este contrato, todo el mundo dispondría de una misma dotación de recursos para trabajar y de un mismo margen de maniobra, siempre que no dañase a los demás. La desigualdad, para ellos, era el desequilibrio entre los recursos a que accedían la nobleza y el clero franceses del siglo XVIII gracias a una serie de privilegios, con respecto a los recursos de un tercer estado plebeyo excluido de aquellos privilegios. En los años cincuenta del siglo XX el demógrafo Alfred Sauvy recuperó esta reflexión para afirmar que los nuevos países pobres descolonizados por los europeos eran el tercer mundo.

El recuerdo de las ideas ilustradas no sólo influyó en las metáforas, sino también en los análisis de los expertos contemporáneos sobre el fenómeno del desarrollo. Observaban estos expertos que el crecimiento económico occidental se había basado en un incremento de la productividad que se había asociado con una serie de cambios sociales, conocidos comúnmente como las tendencias hacia la difusión de los rasgos sociales de las sociedades ricas: modernización, industrialización, urbanización, nacionalización, racionalización, transición demográfica, etcétera. Denominaron desarrollo económico a ese síndrome de cambios sociales, que midieron gracias al cociente del producto interno bruto por la población de un país en un momento dado. Uno de los principales inductores de estos análisis, Simon Kuznets (1989), ha argumentado de varios modos que el desarrollo agudiza las desigualdades de ingreso al comienzo, pero las suaviza más tarde. El primer agravamiento se debe a fenómenos transitorios, como la diferencia entre los salarios urbanos y rurales o el aumento del número de familias numerosas, que más adelante remiten. En la misma línea, el politólogo Seymour Martin Lipset (1992 [1959]) defendió en su momento que el desarrollo económico afianza la democracia política porque amplía el volumen de la clase media en la sociedad, lo cual genera una nueva fuerza a favor de las reformas graduales y desacredita tanto el menosprecio de la clase alta por la clase baja como la posible resistencia violenta de ésta. El desarrollo económico, por tanto, favorecía automáticamente la igualdad. Más adelante otros especialistas han añadido que esta igualdad es más cualitativa que cuantitativa: en su opinión, a finales del siglo XX se han desarrollado antiguos países pobres que han conseguido enlazar sus economías con la economía global mediante redes empresariales arraigadas en la confianza recíproca, en vez de la competencia entre empresas o la lucha de clases (Gerefi y Fonda, 1992).

Los avales más comunes de estas hipótesis se inspiran en comparaciones internacionales. Así, Nielsen y Alderson (1997) intentan demostrar la hipótesis de Kuznets midiendo el grado de desigualdad de ingreso entre los condados más pobres y los más ricos de Estados Unidos, y le añaden el matiz de que las desigualdades pueden volver a ampliarse en las regiones más ricas. O bien, Diamond (1992) recuerda que las principales democracias del mundo, a excepción de India, se encuentran en países desarrollados económicamente. Ahora bien, muchas otras comparaciones han puesto en tela de juicio tales hipótesis. Entre ellas figura la crítica a las comparaciones mecanicistas de Kuznets, pero sobre todo la constatación de que la curva de Kuznets apenas puede observarse en una muestra de países que se han desarrollado en la segunda mitad del siglo XX (Brasil, Turquía, Costa Rica, Malasia, Grecia, Japón, Corea del Sur y Taiwán). En ellos, de hecho, la igualdad no ha avanzado allí donde el producto per cápita era mayor, sino allí donde el gobierno ha procedido a un reparto de las tierras (Bowman, 1997). También desacredita la hipótesis de la democracia política la observación de los conflictos sociales y del autoritarismo político en los países asiáticos industrializados desde los años setenta (Castells, 1998), o bien de la reversión de los sistemas políticos democráticos en la América Latina contemporánea después de un largo periodo de industrialización para sustituir las anteriores importaciones (O'Donnell, Schmitter y Whitehead, 1988).

 

PERSPECTIVA TEÓRICA: LA ESTRUCTURA DE CLASES Y ESTATUS, LAS DESIGUALDADES Y EL DESARROLLO

Las investigaciones más recientes prefieren subrayar que la relación entre el cambio social, las desigualdades y el desarrollo es contingente, tal como recuerdan estas anomalías empíricas de las hipótesis de Kuznets y Lipset, y añaden que la definición de los conceptos debe revisarse a la luz de otros prismas teóricos. Recuerdan en este sentido que las teorías funcionalistas de la estructura social (Davies y Moore, 1972; Parsons, 1996), para las cuales la estratificación cumplía funciones de motivación (gracias a la desigualdad de las recompensas) y de legitimación (gracias a la abstracción de las reglas del juego, pero también al carácter gradual y suave de las desigualdades entre los estratos modernos), han sufrido graves contratiempos en la investigación. Hace años que se observó que la movilidad social no era tan amplia como estas teorías meritocráticas asumían (Lipset y Zetteberg, 1972); además, hoy en día se han repetido las pruebas de que la escuela continúa reproduciendo las desigualdades de clase (Knapp y Woolverton, 1995), de que el desarrollo económico puede engendrar pobreza (PNUD, 1997) o de que la institucionalización de las desigualdades de clase puede ser cualitativamente distinta según las tradiciones políticas (Esping-Andersen, 1993b). Esta propuesta de redefinición se inspira fácilmente en las coincidencias entre los análisis neomarxistas y neo-weberianos de la desigualdad, que coinciden en señalar el carácter estructural de ésta (Burris, 1992; Miguélez et al., 1996; Fernández Enguita, 1999; Milos, 2000).

¿Aporta este enfoque nuevas explicaciones comparativas para las desigualdades y el desarrollo? Kuznets y Lipset intentaron precisamente contrastar sus hipótesis a partir de este método de investigación, pero los debates neomarxistas y neoweberianos, así como la réplica desde estas posiciones contra la negación postmodernista de las clases sociales, han concentrado su atención en Europa y Estados Unidos. Es por tanto necesario considerar hasta qué punto se pueden refutar aquellas hipótesis desde sus mismos términos metodológicos. A riesgo de simplificar, vamos a resumir cuatro tesis inspiradas en estas otras tradiciones teóricas para orientar la comprobación empírica de las susodichas hipótesis.

En primer lugar, el cambio social emerge de las modificaciones cualitativas de las desigualdades relativas: es el caso del surgimiento de una clase "de servicio" (Goldthorpe, 1992) o de la reconstrucción del valor político de las clases sociales (Eley y Nield, 2000). Las estructuras sociales no siguen un mismo proceso lineal y gradual de transformación. Wright (1997) ha sugerido que en este proceso confluyen la estructura de clases (esto es, la jerarquía entre las posiciones de clase), la formación de clases (esto es, la conciencia colectiva de la existencia de esta jerarquía) y también los efectos combinados de ambos fenómenos. De este modo, por ejemplo, en Suecia la permeabilidad de las posiciones ha reforzado la mayor extensión de la conciencia colectiva contraria al capitalismo y ha generado una estructura social menos desigual que en Estados Unidos.

Esta tesis sugiere una primera cuestión operativa: ¿cómo influyen las estructuras de clases y las formaciones de clase sobre la existencia de desigualdades y los logros del desarrollo en distintas regiones del mundo? Es conveniente matizar uno de los conceptos de Wright antes de seguir adelante. Este autor resume una amplia tradición de análisis sociológicos de la estructura social y distingue cuatro recursos de poder que configuran las clases: el capital, el conocimiento experto, la autoridad en la organización y el trabajo productivo. Pero estos recursos no influyen de un mismo modo para determinar todas las posiciones y todos los intereses sociales, ya que las versiones empíricas de su teoría acaban reagrupando algunas de las categorías que pueden distinguirse teóricamente (Caínzos, 1995). Este hecho de la activación selectiva sugiere que el acceso a los recursos depende no sólo de su propiedad, sino también de una serie de derechos sociales que configuran jerarquías de estatus (Turner, 1988). Por tanto, en la estructura de posiciones se entrecruzan las clases sociales y una variedad de estatus. Aunque no hay una razón teórica para desechar la posibilidad de que una clase social coincida con un estatus, y a menudo la probabilidad de encuadrarse en uno u otro estatus varía según la clase social, lo cierto es que éstos suelen atravesar aquéllas, como ocurre por ejemplo con las distribuciones de derechos dependientes de los riesgos del paro, la jubilación anticipada o infradotada, la invalidez o bien la carencia de títulos secundarios, así como con la cobertura institucional en esas circunstancias.

En segundo lugar, no sólo el mercado configura las estructuras de clases y estatus. Aunque la mayor parte de los estudios de la estructura social se haya concentrado en el análisis del agregado de empleo, las principales voces en este campo han sacado a colación la trascendencia de otras facetas de la estructura social que influyen decisivamente sobre la distribución del conocimiento (el estado: Collins, 1979), de la autoridad (la tradición política asociativa: Esping-Andersen y Korpi, 1991; y el estado: Bourdieu, 1989), o del trabajo (la domesticidad: Humphries y Rubery, 1984; y el régimen de bienestar: Korpi, 1999). Adelantado, Noguera y Rambla (2000) proponen distinguir cuatro facetas o campos de actividad centrales de la estructura social para indagar qué factores cristalizan en las desigualdades entre distintos grupos; mencionan para ello el mercado, el estado, la esfera asociativa-comunitaria y la domesticidad. Por supuesto, una segunda cuestión operativa debe indagar hasta qué punto estas facetas de la estructura social han contribuido a configurar las clases y los estatus en distintos países de distintas regiones mundiales.

En tercer lugar, aunque la actividad estatal puede moldear las desigualdades entre grupos redistribuyendo recursos, el impacto y la legitimación de estas políticas dependen del arraigo de la conciencia de que todas las posiciones sociales son interdependientes en última instancia. Marshall (1992 [1950]) inauguró la teoría sociológica de la política social con esta tesis, que resumió en la gráfica expresión de que para la clase dominante "la reducción de las clases, como la del humo, se convierte en una meta que debe perseguirse". Swaan (1992) ha retomado el hilo escribiendo la historia de esta colectivización de la conciencia en Europa, a medida que se saturaba la beneficencia local, que las mutualidades de pensiones incurrían en graves riesgos por el envejecimiento de un oficio determinado, que la salud pública se asociaba al urbanismo o que el currículo escolar se convertía en un código cultural. Retoma la noción de Norbert Elias de los brotes históricos del proceso de civilización (o autolimitación de los impulsos individuales) para trazar esta línea paralela de brotes históricos de colectivización. Nótese sin embargo que esta forma de la conciencia colectiva ha tendido a convertir a las mujeres en meros complementos o usuarias de los servicios públicos (Dahlerup, 1996) en aras del bien común de suavizar las desigualdades de clase. Es importante, por consiguiente, documentar históricamente estos brotes de colectivización en la historia contemporánea de varios países con estructuras de clases y estatus distintas, para averiguar si han influido sobre las desigualdades y el desarrollo.

Por último, conviene distinguir entre las desigualdades relativas a que han hecho referencia la mayoría de los sociólogos y la noción de las desigualdades absolutas que ha dado lugar al concepto de desarrollo humano. Las primeras hacen referencia a los recursos de poder, en términos de Wright: al capital, el conocimiento experto, la autoridad organizativa y el trabajo. Las segundas aluden a la satisfacción de las necesidades humanas básicas de supervivencia (esperanza de vida) y de autonomía (educación y producto per cápita; PNUD, 1995; Doyal y Gough, 1994; Sen, 1995; Galtung, 1998; Max-Neef, 1994). Las primeras se miden con la dispersión de las distribuciones estadísticas de aquellos recursos; las segundas se miden con la distancia entre la situación empírica y la mejor situación posible. Esta distinción no es el resultado de una disquisición bizantina, sino la solución de un enorme problema lógico de las teorías sociológicas de la estructura social. Formulado en los términos de Wright (1997), este problema es el siguiente: si nadie dispusiese de ninguno de estos recursos estructurales, no habría desigualdad (ni explotación, ni dominación), ciertamente, pero tampoco habría posibilidad material de sobrevivir. Entonces los datos empíricos se compararían con un modelo de justicia social que se reduce fácilmente al absurdo. Sin embargo, la noción de las desigualdades absolutas establece la comparación con un modelo de justicia social en el que no sólo se minimizan las desigualdades relativas de recursos, sino que además se incluye la posibilidad de que todo el mundo desarrolle sus capacidades humanas. A ese modelo se le ha denominado desarrollo humano e incluye entre sus dimensiones el antiguo desarrollo económico. El cálculo de los índices del desarrollo humano, del desarrollo de sexo y de la pobreza humana (PNUD, 2000) permite avanzar una última cuestión analítica: ¿de qué modo los cambios de las desigualdades relativas (es decir, de las estructuras de clases y estatus) y la conciencia de éstos (es decir, la formación de clases) contribuyen al desarrollo humano? Dentro de ella puede reformularse la clásica tesis de la escuela de análisis de la política social: ¿contribuyen la política social y la colectivización de la conciencia al desarrollo humano?

 

MÉTODO DE ANÁLISIS COMPARATIVO Y SELECCIÓN DE CASOS

Vamos a contrastar estas hipótesis teniendo en cuenta una breve descripción histórica de los cambios sociales y las estadísticas homologadas por los organismos internacionales. Con este procedimiento se pretende satisfacer dos criterios metodológicos. En primer lugar, conviene identificar las diferentes conexiones históricas entre varios fenómenos en varios países. De este modo se puede discernir entre lo común y lo particular a partir de una panoplia de argumentos específicos a los casos tomados en consideración (Tilly, 1991). En segundo lugar, conviene alinear los distintos estados empíricos de las desigualdades a lo largo de varias dimensiones. Así se evita la imposibilidad lógica de establecer un ordenamiento único de las situaciones de desigualdad, puesto que es muy fácil que la más leve modificación de las mediciones altere la posición de un país dentro de un ordenamiento (Sen, 1973).

Francia, Suecia, España, Argentina, Brasil y Costa Rica son los casos de referencia. Salta a la vista que son pocos para proceder a correlaciones estadísticas, pero son bastantes como para cumplir con los dos criterios anteriores. Las razones de la selección han sido las siguientes:

1. Se trata de países de dos regiones mundiales distintas, la OCDE y América Latina. En la OCDE se incluyen los países industrializados y desarrollados donde se estudió a fondo aquel síndrome sobre el que Kuznets y Lipset sugirieron sus conjeturas. América Latina, en cambio, parecía reproducir el mismo síndrome hacia 1950, pero en 2000 se había alejado claramente de los rasgos que describen a los países del primer grupo.

2. Se ha considerado a Francia, Suecia y España porque: a) sus instituciones se han asimilado significativamente a raíz de su entrada en la Unión Europea, b) la comparación de sus productos per cápita con sus índices de desarrollo humano muestra algunas inconsistencias, y c) constituyen una muestra del régimen corporativo (Francia), del régimen universalista (Suecia) y del régimen asistencialista o latinomediterráneo (España) de bienestar.

3. Argentina, Brasil y Costa Rica se asemejan en la relevancia de las transformaciones políticas que han experimentado a lo largo de la segunda mitad del siglo XX. Reflejan el impacto de dos de los más poderosos y estables gobiernos populistas: el de Getúlio Vargas en Brasil y el de Juan Domingo Perón en Argentina. Menos conocida, pero mucho más significativa para el país, ha sido la herencia del presidente José Figueres en Costa Rica. Constituyen algunos de los ejemplos menos alejados de lo que la escuela de política social denomina los régimenes de bienestar, ya que Argentina adoptó desde la época peronista un esquema corportativo de seguridad social, si bien los gobiernos le infligieron graves pérdidas a favor de gastos diferentes de las pensiones; Brasil ha promulgado reformas universalistas que no consigue llevar a la práctica; y Costa Rica ha adoptado una seguridad social claramente universalista (Huber, 1996). Argentina se distingue de los otros dos casos porque dobla su renta per cápita; en cuanto a Brasil y Costa Rica, constituyen un ejemplo muy significativo de la inversión de posiciones según los índices de desarrollo económico y de desarrollo humano.

Los cuadros 1 y 2 resumen las trayectorias históricas que han configurado las facetas mercantil, estatal, asociativa y doméstica de la estructura social de los seis países.

Para evitar la redundancia conviene subrayar algunas tendencias comunes a los tres casos seleccionados en América Latina. Durante los años ochenta, Argentina, Brasil y Costa Rica sufrieron un agudo empobrecimiento de ingresos a causa de la depresión y de la inflación, que afectaron con mayor dureza las zonas urbanas; en cambio, durante los noventa el control de la inflación ha significado una leve recuperación de estas zonas. Puesto que esta mejora no ha sido tan notable como aquel empobrecimiento, y además ha llegado con menor fuerza a las zonas rurales, el balance general es de pérdida absoluta y de ampliación de las desigualdades urbano-rurales (Ganuza, Taylor y Morley, 1998; Korzenewicz y Smith, 2000). Por tanto, en las zonas rurales y en los barrios de aluvión o "poblaciones" urbanos se ha registrado una pérdida neta de recursos que en buena parte también ha afectado a las clases medias de países como la Argentina. Por otro lado, se ha observado también que en las comunidades pobres las mujeres son el centro de la acción social de autoorganización y de reivindicación (Touraine, 1989; Barahona y Sauma, 1997). En Argentina los cuatro años seguidos de finales de los noventa seguramente han agravado el empobrecimiento descrito en el cuadro 2.1 a partir de los datos más recientes, que son de 1998.

 

COMPARACIÓN DE LAS TRAYECTORIAS HISTÓRICAS DE LOS PAÍSES DE LA OCDE Y DE LOS PAÍSES DE AMÉRICA LATINA

Las narraciones históricas más corrientes hacen hincapié en el continuo aumento del producto interno y de la productividad para caracterizar los cambios sociales de los países de la OCDE durante la segunda mitad del siglo XX. Esta descripción se fundamenta en el contraste de la crisis de los años treinta y las convulsiones políticas que precedieron a la Segunda Guerra Mundial con la expansión y la estabilidad posteriores a 1945.

Durante este periodo, los recursos sociales que configuran las clases y los estatus experimentaron varios cambios de fondo (Foreman-Peck, 1985; Galbraith, 1973, 1992; Hobsbawm, 1994). En primer lugar, el mercado polarizó definitivamente la distribución de los recursos de propiedad ya que redujo el volumen de la antigua pequeña burguesía. En segundo lugar, mientras que en 1945 los mercados registraban un predominio creciente de la industria, la emergencia de los servicios y el declive de la agricultura, la ganadería y la pesca, más adelante los recursos de autoridad organizativa y de conocimiento experto han ganado importancia a medida que los servicios se convertían en el sector mayoritario. En tercer lugar, si bien el crecimiento económico y el estado de bienestar consolidaron entre 1945 y 1975 el pleno empleo masculino en la mayoría de los países occidentales, sus presupuestos se han venido abajo desde entonces. En cuarto lugar, el crecimiento del gasto público, la extensión de los derechos sociales y la institucionalización de la negociación colectiva han configurado varios estatus sociales de acuerdo con el empleo y con los derechos de ciudadanía. En quinto lugar, aquellas sociedades industriales de 1945 instauraron una implacable disciplina social que obligaba a las mujeres a responsabilizarse en exclusiva de las tareas domésticas. Más adelante, en los años setenta, esta disciplina relajó sus sanciones, y se impuso el arquetipo social del hogar con doble ingreso —masculino y femenino—, pero ni se ha equilibrado el reparto de aquellas responsabilidades ni se ha igualado la posición de las mujeres y de los hombres en el mercado laboral.

A pesar de las similitudes dentro de las regiones mundiales, se registran importantes y significativas diferencias entre los países, como puede observarse en el cuadro 3. En primer lugar, aunque el producto per cápita francés es mayor que el sueco, y en este país los empleos sin cualificación abundan más que en aquél, el paro, la pobreza y el fracaso escolar escalonan de un modo mucho más suave la estructura social sueca que la francesa. De este modo, las desigualdades de ingresos, el desarrollo humano, el desarrollo de sexo y el índice de pobreza humana suecos arrojan mejores resultados que los franceses. En segundo lugar, España se singulariza por el predominio relativo de los/as trabajadores cualificados, pero también por un mercado laboral muy duro, una elevada pobreza, una selección escolar rigurosísima y una profunda desigualdad de ingresos entre hombres y mujeres. Sus índices de desarrollo humano son un poco inferiores a los franceses y suecos, pero su pobreza de ingreso es muy superior (véase PNUD, 2000).

Las transformaciones sociales de la segunda mitad del siglo XX también han polarizado los recursos estructurales de capital, conocimiento, organización y trabajo en América Latina. Este proceso ha seguido trayectorias muy distintas, que diferencian nítidamente las estructuras de clase y estatus de estos países con respecto a las de Francia, Suecia y España.

El crecimiento económico latinoamericano arrancó a finales del siglo XIX y comienzos del XX, según los países, apoyado en las exportaciones de café, henequén, cacao, trigo, carne, guano, nitrato, en suma, de muchos alimentos y materias primas industriales. Sin embargo, después de este ciclo y del siguiente periodo de sustitución de importaciones, siguieron varios años de estancamiento y de empobrecimiento, de los que los distintos países han salido de modos muy diferentes, gracias a un crecimiento, espasmódico en ocasiones, durante los años noventa (Ganuza, Tayor y Morley, 1998; Kliksberg, 2000). En esta última época los recursos de capital se han polarizado en tanto en cuanto los complejos empresariales locales, cuya estrategia ya se orientaba a menudo hacia la especulación, han pasado a depender de firmas europeas y norteamericanas. Por otro lado, el considerable desempleo abierto, la importancia de la agricultura en las zonas rurales —muy diferenciadas de las urbanas— y la enormidad del sector informal han impreso en el núcleo de las estructuras latinoamericanas de clase y estatus una mezcla de la pequeña propiedad con el trabajo reproductivo que las aleja de los moldes occidentales. La distancia entre los sectores económicos modernos y tradicionales, o bien entre los sectores conectados y desconectados de los flujos globales, así como la intersección del patronazgo empresarial con la filosofía fordista de la empresa, han polarizado mucho más que en la OCDE los recursos de organización y de conocimiento experto, precisamente en una época en que emerge una cierta economía de servicios y se suman los factores que multiplican el número de pequeñas empresas. Finalmente, la crisis de los sistemas de protección clientelares, instaurados por los populismos (Touraine, 1989), junto con el legado de un sistema de castas (Stolcke, 1992), han rasgado la estructura de estatus de formas muy variadas según los países.

El cuadro 4 resume algunas magnitudes susceptibles de comparación entre los países latinoamericanos. Revela los siguientes contrastes. De entrada, Argentina se sitúa por delante de los otros dos referentes en la mayor parte de las medidas de ingreso. Sin duda, el hecho de que su renta duplique la media latinoamericana y las de Brasil y Costa Rica da cuenta de la mayor parte de estas ventajas. Desde este ángulo, con todo, es paradójico que sean mayores la pobreza humana sanitaria y urbanística argentinas que las costarricenses, y mucho más en el segundo aspecto. Por su lado, Costa Rica ha conseguido un desarrollo humano superior al de Brasil a pesar de que su renta per cápita es inferior. Significativamente, esta diferencia no se debe sólo a la menor pobreza de ingreso, puesto que en esta dimensión no siempre Costa Rica resulta mejor parada que Brasil, ni a una mayor matriculación combinada de todos los niveles educativos. En cambio, los impactos de los servicios sanitarios en la supervivencia y de los educativos en la alfabetización, como de las mejoras urbanísticas en el acceso al agua potable y al saneamiento, son mucho más contundentes en el primero que en el segundo. En Brasil, además, la desigualdad y la pobreza de ingresos son abismales. Esta última incide más en algunas categorías profesionales que en Costa Rica, hasta el punto de que el índice de pobreza de los trabajadores por cuenta propia no profesionales brasileños supera el de sus homólogos costarricences en +7% en la industria, en +4% en el comercio, y en +32% en la agricultura. La gravedad de este dato se refuerza al recordar que los agricultores por cuenta propia constituyen más de la mitad de la población ocupada en las zonas rurales de Brasil.

En suma, las trayectorias de las estructuras sociales han articulado los recursos de poder de formas muy distintas, hasta el extremo de que han configurado estructuras de clases y estatus de tipos cualitativamente distintos. Los indicadores estadísticos tienen que reflejar esta diferencia cualitativa. Ahora bien, dentro de ambas regiones mundiales es posible distinguir aspectos específicos de cada país. Estas dos observaciones conllevan dos implicaciones para las hipótesis que orientan el análisis. Pimero: las estructuras de clase y estatus no varían dentro de una escala continua, como parecían suponer Kuznets y Lipset. Segundo: no basta con tener en cuenta estas estructuras de clase y estatus para explicar las desigualdades relativas y absolutas en los distintos países, puesto que la sobrerrepresentación de unos grupos comporta efectos específicos en cada país.

 

COMPARACIÓN CUANTITATIVA DE LAS ESTRUCTURAS DE CLASE Y ESTATUS DE LOS PAÍSES DE LA OCDE Y DE AMÉRICA LATINA

Aunque los resúmenes históricos de cada país hayan podido recabar informaciones sobre las características de sus agregados de empleo, sus regímenes de bienestar, sus asociaciones representativas y las normas de la domesticidad, sólo ha sido posible medir algunos aspectos de las dos primeras dimensiones. Con todas las precauciones debidas, es verosímil comparar estas magnitudes de las estructuras de clases y estatus del conjunto de la OCDE y de América Latina. De hecho, de acuerdo con las hipótesis que atribuyen el cambio estructural al crecimiento, en una región del mundo las estructuras de clases y estatus deberían variar tanto como la distribución del producto per cápita.1

El cuadro 3 refuta esta suposición para el caso de la región mundial que configuran los países de la OCDE. Si bien el producto per cápita de estos países es parecido (su distribución sólo registra un coeficiente de variación de 17.30%) y sus estructuras de clases tampoco son muy dispares, sus estructuras de estatus revelan bruscas variaciones. Los índices de paro difieren en alrededor de 40% o de 60% en el paro femenino y el parojuvenil masculino. La pobreza de ingreso, el analfabetismo y la carencia de títulos educativos secundarios varían también en más de 60%. En consecuencia, es difícil atribuir la explicación del cambio social al mercado o al agregado de empleo, puesto que el influjo del estado de bienestar y de la división sexual del trabajo marca improntas muy distintas en el reparto de los estatus.

Se observa asimismo que la esperanza de vida y la escolarización ejercen un efecto homogeneizador entre estos países. Sus valores de desarrollo y pobreza humana no difieren tanto entre sí como este reparto de los estatus.

La comparación de las categorías socioprofesionales de las poblaciones ocupadas de varios países con la media de la OCDE y entre sí erosiona aún más aquellas conjeturas, porque apenas revela semejanzas que sean estadísticamente significativas. Sólo Francia se aproxima a la media regional, y sólo Francia y Alemania se aproximan entre sí (véase el cuadro 3, nota 4). Es decir, aunque la distribución de las clases sociales sea más concentrada que el reparto de los estatus, tampoco puede afirmarse que las clases sociales presenten frecuencias parecidas en todos los países.

El cuadro 4 reproduce unos cálculos análogos para la región mundial latinoamericana. Mide la variación de las estructuras de clases y estatus de los países de la región, y compara todos los países entre sí para averiguar si son similares (véase el cuadro 4, nota 5).

A diferencia de la OCDE (17.30%), la variación del producto per cápita es considerable entre los países latinoamericanos (49.7%). Debe entenderse este dato recordando que algunos de estos países han experimentado procesos de intenso crecimiento económico a lo largo del siglo XX, hasta el punto de que el Cono Sur figuraba entre las regiones más ricas del mundo hacia 1940. Más adelante otros países han conseguido ritmos de crecimiento mayores, que sin embargo no han alcanzado las cotas de aquéllos. Por ello a finales de los noventa el producto per cápita argentino doblaba el brasileño. Por otro lado, durante ese mismo decenio el crecimiento económico latinoamericano fue espasmódico, ya que sufrió altibajos a distinto ritmo en muchos países (Ganuza, Taylor y Morley, 1998).

A primera vista, pues, de acuerdo con esta relativa heterogeneidad de la renta, el supuesto del paralelismo entre el crecimiento continuado del producto per cápita y el arraigo de las clases medias parece encontrar algún apoyo: por ejemplo, en el hecho de que el porcentaje de asalariados/as profesionales del sector privado registre la mayor variación al comparar las estructuras de clases urbanas. Con todo, la validez de aquel supuesto pierde terreno de nuevo al observar que las principales variaciones aparecen en la comparación de las estructuras sociales rurales, en particular entre los empresarios, los asalariados del sector público y los trabajadores agrícolas por cuenta propia. Si bien el primer dato figura en el activo de la hipótesis de la homogeneidad de las estructuras sociales según su grado de desarrollo, el hecho de que un país relativamente pobre como Costa Rica muestre la moda del porcentaje de empresarios rurales vuelve a desacreditarla.

Por otro lado, el desempleo abierto de las mujeres de mediana edad, la pobreza entre los trabajadores urbanos por cuenta propia y el analfabetismo revelan disparidades del reparto de los estatus que van más allá de las disparidades en el producto per cápita. Las condiciones de vida insalubres registradas en Argentina en comparación con Costa Rica apuntan en esa misma dirección, así como la diferente tendencia de la pobreza de ingreso en las zonas urbanas y rurales (Ganuza, Taylor y Morley, 1998). Parece, pues, que una explicación exhaustiva de estas diferencias debe traer a colación, cuando menos, la actividad estatal junto con el funcionamiento del mercado.

La comparación de las estructuras de clases sólo revela algunos parecidos entre Argentina, México y Uruguay, países con un producto per cápita relativamente cercano, pero estos parecidos dependen tanto del número de empleadores y de profesionales como de la suma total de los asalariados.2 Además, Chile constituye entonces una importante excepción a la regla. Por otro lado, El Salvador, Honduras y la República Dominicana se aproximan a la media latinoamericana y se asemejan en el otro extremo, ya que en ellos es mayor la presencia de trabajadores urbanos por cuenta propia que no son empresarios. Además, como sugerían los coeficientes de variación, no existe ningún parecido significativo entre las estructuras de clases rurales de estos países.

En suma, a pesar de algunos matices, la esperada correlación entre el producto per cápita y las estructuras de clases y de estatus no corresponde con los datos de los países de la OCDE ni de América Latina. La considerable variación de las distribuciones de los estatus entre países, mucho más acusada en comparación con la estructura de clases en la OCDE, sugiere que los regímenes de bienestar juegan un papel decisivo en la constitución de las desigualdades relativas, ya que se inspiran en tradiciones políticas y normas culturales muy diferentes. La desigualdad relativa entre los ingresos de los hombres y de las mujeres indica que la división del producto no sólo vulnera esta dimensión de la equidad, sino que probablemente se encarna en unas normas no cuantificables que atribuyen a las mujeres las responsabilidades domésticas. Nótese asimismo que el régimen de bienestar puede ser decisivo en el caso del paro femenino. Mientras que en Francia y España las mujeres sufren mucho más esta situación que los hombres, la diferencia no es tan clara en la media de la OCDE ni en Suecia. En sí mismo, el desempleo abierto latinoamericano es incomparable con el desempleo de la OCDE, donde el empleo formal está mucho más arraigado; sin embargo, sus medidas denotan también oscilaciones importantes en cuanto a la diferencia entre el desempleo abierto femenino y el masculino, ya que los hombres jóvenes aparecen mucho más en esta categoría que las mujeres jóvenes, mientras que 2% de sobre-representación regional de las mujeres de mediana edad desempleadas se traduce en 6.8% en Argentina, pero sólo en 3% en Brasil y 1.9% en Costa Rica.

Este análisis se añade a las dudas que ha expresado repetidamente el PNUD (p. ej. 1997) sobre el potencial explicativo del crecimiento económico. Efectivamente, la satisfacción de las necesidades humanas no sólo depende de este factor radicado en la faceta mercantil de la estructura social. Pero además, las estructuras de clases y de estatus tampoco dependen exclusivamente de él.

 

LOS CAMBIOS ESTRUCTURALES Y LA POBREZA HUMANA

¿Influyen las características de las estructuras de clase y estatus sobre la pobreza humana? Puesto que uno y otro concepto han permitido relativizar el monopolio explicativo de los factores mercantiles, es razonable preguntarse por su posible conexión.

En cuanto a los países de la OCDE, es difícil renunciar a la comparación entre regímenes de bienestar. Los defensores de esta tipología no sólo han argumentado que los regímenes de bienestar establecen grados de desmercantilización del trabajo productivo muy diferentes (Esping-Andersen, 1993b). Han añadido que el más desmercantilizado régimen universalista reduce mucho más las desigualdades de ingreso entre clases y entre hombres y mujeres que los demás, de los cuales el régimen liberal es más clasista que el corporativista, pero este último es más sexista que aquél (Korpi, 1999). Es razonable, por tanto, preguntarse si la pobreza de ingreso y la pobreza humana se asocian asimismo con los regímenes, aunque sólo sea posible considerarlas en conjunto, porque las estadísticas del PNUD no desagregan esta magnitud por sexo.

El cuadro 5 muestra los resultados de esta comparación. El producto per cápita alinea los países liberales por delante de los universalistas, a éstos por delante de los corporativistas, y a estos penúltimos por delante de los asistencialistas. Ahora bien, el producto de los países universalistas es significativamente mayor que el de los países corporativistas, el cual a su vez es significativamente menor que el de los países liberales. Parece sorprendente que las diferencias sean irrelevantes cuando entran en juego los países asistencialistas, pero la sorpresa se diluye al observar los coeficientes de variación: la distribución de esta variable dentro del régimen corporativista es mucho más concentrada de lo que es dentro de los regímenes universalista y liberal.

Paradójicamente, la alineación anterior se altera al considerar la pobreza de ingreso. Ésta es parecida en los países universalistas y en los países corporativistas, pero ambas son significativamente menores que la pobreza de ingreso de los países liberales. Entre éstos, Irlanda registra un porcentaje muy elevado de personas que viven con menos de $14.4 PPA*** al día, pero Estados Unidos y Gran Bretaña también arrojan valores elevados. En todo caso, el coeficiente de variación de este grupo es mucho mayor que el de los otros, hasta el extremo de que se aproxima a 83.32% de variación registrado en el conjunto de la OCDE (véase el cuadro 3). En este sentido, salta a la vista la relativa homogeneidad interna de los otros dos regímenes. Obsérvese que España es el segundo país con mayor número de pobres de ingreso, por detrás de Irlanda, pero por delante de todos los demás.

En cambio, no son significativas las diferencias en el índice de pobreza humana, de acuerdo con el cual los países liberales y asistencialistas superan levemente a los países corporativistas y universalistas. Los regímenes universalista y corporativista han conseguido controlar la pobreza de ingreso mucho más que los regímenes liberal y asistencialista; además, en estos últimos la pobreza humana es levemente superior. Con una renta per cápita mayor, el régimen liberal apuntala unos mercados y, por ende, unos agregados de empleo más desiguales que los regímenes universalista y corporativista. En Francia ambas formas de pobreza se aproximan a los promedios de la OCDE, que se elevan a 11.89% para la pobreza de ingreso y a 11.51% para la pobreza humana (véase el cuadro 3). En Suecia en cambio son muy inferiores, y en España la pobreza de ingreso es muy grande mientras que la pobreza humana se equipara a la media.

Llama la atención el hecho de que en los países universalistas la pobreza de ingreso sea menor que la pobreza humana,3 es decir, que el agregado de empleo lleve a menos gente a la pobreza que las otras facetas estructurales. Probablemente, ese efecto ocurre porque el régimen laboral asociado con este régimen de bienestar (Stephens, 1996) ha restringido el paro de larga duración y la pobreza de ingreso a niveles menores que los de la expectativa de una vida corta y del analfabetismo funcional. La pauta es parecida en los países corporativistas, si bien no es significativa. Y se invierte, aunque sin llegar tampoco a un valor estadístico significativo, entre los países liberales, donde el mercado genera mayores desigualdades que las otras facetas de la estructura de clases y empleos. Eso mismo sucede en España, donde las facetas estructurales ajenas al mercado consiguen aliviar la dureza de éste.4

Por consiguiente, es dudoso que estos niveles de pobreza dependan estrictamente del mercado, ya que la pobreza de ingreso varía mucho más que el producto per cápita. La actividad estatal puede explicarlos parcialmente, al menos en lo que respecta a la garantía de ingresos o bien a la efectividad del sistema escolar. Sin embargo, la gran variación detectada dentro del régimen de bienestar liberal pone en tela de juicio cualquier explicación que intente reducir los factores de la desigualdad al modelo de política social. Tampoco es posible reducir la expectativa de una vida corta a factores institucionales. Pero sobre todo, los enormes desequilibrios españoles obligan a buscar una explicación que articule una mayor variedad de factores.

Esta explicación puede inspirarse en los regímenes de bienestar, en las características de la colectivización y en la delimitación institucional de la domesticidad en los distintos países. El régimen universalista y la colectivización encarnada en la ideología del "hogar del pueblo" (Hobson y Lindholm, 1997) son pilares decisivos de la igualdad en los países escandinavos en general y en Suecia en particular; se añade a ello una correlativa proliferación de los hogares de doble ingreso (Esping-Andersen, 1996, 1999). Esta igualdad tan consolidada coexiste con la barrera sexista que todavía restringe la actividad política femenina dentro del mismo estado de bienestar y limita su acceso a otras esferas de poder (Dahlerup, 1996; Siim, 1999).

Por varias razones, un mayor producto per cápita no proporciona un desarrollo humano tan generalizado en Francia: en primer lugar, el régimen corporativista de bienestar limita el acceso de las mujeres al mercado laboral, es decir, al núcleo de la economía productiva (Esping-Andersen, 1996), aunque la acción estatal quizás esté revirtiendo este efecto en este país (Korpi, 1999); y en segundo lugar, la ideología de la "solidaridad francesa" entra en contradicción con una sociedad multiétnica (Béland y Hansen, 2000) y genera una inacabable gradación de estatus que flotan entre las posiciones integradas y las excluidas (Bourdieu, 1993; Castel, 1995).

Los componentes de longevidad y escolarización han adelantado el índice de desarrollo humano de España nueve posiciones con respecto de su producto per cápita (PNUD, 2000), pero aun así, su pobreza de ingreso y su pobreza humana ascienden a cotas elevadas. Las facetas estatal y asociativa de la estructura social no pueden dar cuenta por sí solas de este avance relativo, por cuanto la providencia estatal es menguada y compartimentada, las redes de actores son muy fragmentarias y la ideología de la europeización sólo arropa una conciencia social muy tenue5 (Goma y Subirats, 1998; Noya, 1999). De hecho, la redistribución de la renta, resultado de una de las intersecciones más claras de la actividad estatal con la mercantil, muestra una capacidad mucho menor que en el resto de los países para aminorar la pobreza de ingreso. Por tanto, es necesario subrayar la centralidad del apoyo familiar en el cuidado de niños y mayores, e incluso en la compensación de las deficiencias del apoyo estatal a las transiciones juveniles, para entender el desarrollo humano en España (González, Jurado y Naldini, 2000).

A falta de una tipología tan consolidada de las políticas sociales que llevan a cabo los estados latinoamericanos, la comparación entre ellos puede inspirarse en un cuadro que mide el volumen y la tendencia del gasto social en varios países junto con algunas magnitudes de su pobreza de ingreso y de su pobreza humana (cuadro 6).

Una primera lectura de las distribuciones del producto per cápita y del gasto social revela que Argentina destaca en el segundo porque destaca en el primero, dado que la relación entre ambas magnitudes se ha mantenido estable en los años noventa. En Brasil el gasto social es mucho más intenso y atrae más recursos públicos que en países de renta parecida, como son México y Colombia, si bien éstos han recuperado terreno durante los noventa a un ritmo mucho mayor que Brasil. En este sentido, puede ser aceptable la caracterización del estado brasileño como una burocracia relativamente efectiva (Evans, 1996) con tintes socialdemócratas (Huber, 1996). Pero en Costa Rica, a pesar de la mayor estabilidad de la relación entre las magnitudes, el gasto social supera los valores brasileños y el producto es un tanto menor.

La elevada renta per cápita y la intensidad del gasto social explican que la pobreza per cápita argentina sea moderada, siempre que no se la compare con la uruguaya. Pero la renta per cápita debe dejar paso al elevado gasto social para explicar por qué Brasil y Costa Rica consiguen reducir su pobreza de ingreso mucho más que otros países con una renta similar.

Como en los regímenes liberal y asistencialista dentro de la OCDE, la pobreza humana es menor que la pobreza de ingreso en América Latina. Ahora bien, los contrastes son notables. A pesar de su riqueza, Argentina condena a una tercera parte de su población a unas condiciones urbanas pésimas. Brasil, que destacaba en comparación con México y Colombia por su menor pobreza de ingreso, acaba condenando a mucha mayor población que aquéllos a la pobreza humana. De los tres casos considerados, sólo en Costa Rica una escasa pobreza humana se corresponde con una escasa pobreza de ingreso. Por otro lado, aunque la feminización de la pobreza y su relación con la domesticidad cobre tonos muy distintos según los países (Gammage, 1998), se ha observado un denominador común en varios países latinoamericanos: el incremento de los hogares con doble ingreso se ha convertido en el principal amortiguador social de la pobreza de ingreso (CEPAL, 2000).

El análisis de la actividad estatal y de la colectivización sugiere algunas pistas determinantes para entender este cuadro. En Argentina el "juego imposible" parece haber fracturado una incipiente conciencia social de las relaciones de interdependencia (Di Tella, Germani y Graciarena, 1965), hasta el punto de que una parte de las escuelas ha renunciado incluso a sus funciones sociales educativas (Grassi, Hintze y Neufeld, 1999) y de que ni siquiera se ha articulado una política social (Papadópulos, 1999).

En Brasil es necesario contrapesar los reclamos socialdemócratas del discurso estatal con el hecho de que las políticas sociales y educativas han sido objeto de transferencias infradotadas a los estados y a los municipios. El empuje de los movimientos asociativos locales (Santos, 1998) puede ser una causa importante de la reducción de la pobreza en el sur del país (Amadeo y Neri, 1998) y de la ventaja del IDH**** de Rio Grande do Sul con respecto a su producto per cápita (Santos, 1996). Con todo, la mejoría de la pobreza de ingreso se debe al efecto automático del control de la hiperinflación (Amadeo y Neri, 1998) y el racismo estructural aparece como un telón de fondo que coarta buena parte de estas iniciativas (Lowell y Wood, 1998).

Es probable que la conciencia social haya arraigado en Costa Rica bajo el lema de la "liberación" nacional, que han esgrimido desde entonces los vencedores de la breve guerra civil. Las percepciones de los mismos pobres corroboran parcialmente esta hipótesis en tanto en cuanto expresan la conciencia de que el salario social ofrece una garantía inestimable (Barahona y Sauma, 1997). Sin embargo, es importante recordar que este discurso no se corresponde con la apertura efectiva en la gestión del Fodesaf más allá de la actividad estatal. Este programa no prevé ninguna participación local ni asociativa, sino que funciona simplemente como un instrumento de construcción nacional (Menjívar, 1999) en un contexto internacional donde la ayuda norteamericana fue decisiva durante los años ochenta.

Estas conclusiones deben matizarse con algún comentario puntual sobre la relación entre los cambios estructurales y la pobreza humana en América Latina. La CEPAL (2000) intenta reducir esta relación a la estructura de clases recordando la sobrerrepresentación de los empresarios rurales en la pobre pero igualitaria Costa Rica. El análisis comparativo de este país y los resultados de el cuadro 4 relativizan este posible efecto y avalan el carácter decisivo de la política social estatal apoyada parcialmente por una contradictoria colectivización. La centralidad de la actividad estatal puede observarse asimismo en el esfuerzo de gasto público efectuado por países como México, Colombia y Bolivia, si bien no es posible contextualizar debidamente ese dato en este ejercicio de comparación.

 

CONCLUSIONES

¿Son homogéneas las estructuras de clase y estatus de los países con un producto per cápita similar?

Los resultados de la comparación efectuada indican que las estructuras de clase y estatus son heterogéneas incluso entre países con un desarrollo económico parecido. En primer lugar, las distribuciones estructurales son significativamente diferentes en las dos regiones mundiales consideradas. En segundo lugar, las trayectorias se han diferenciado dentro de las regiones mundiales de países con un grado de desarrollo elevado o intermedio. En tercer lugar, las estructuras de clases y estatus rurales son mucho más dispares que las urbanas en América Latina. En este sentido, es demasiado artificioso afirmar que el relativo bienestar de Costa Rica se debe simplemente a la sobrerrepresentación de la clase media en este país (CEPAL, 2000), puesto que este efecto estadístico se deriva de la relativa abundancia de empresarios agrícolas (en vez de empleados urbanos), los cuales además no ascienden ni a 10% de la población ocupada rural.

¿Cómo influyen las estructuras de clases y las formaciones de clase sobre la existencia de desigualdades y sobre los logros del desarrollo en distintas regiones del mundo?

No son verosímiles las atribuciones automáticas del desarrollo a la presencia relativa de una u otra clase social. Así, la sobrerrepresentación de trabajadores no cualificados se corresponde en Suecia con los mayores índices de desarrollo humano, o bien la importancia de las clases medias urbanas argentinas no ha impedido un empobrecimiento generalizado. Pueden rastrearse algunos factores de las contradicciones del desarrollo en España en el hecho de la infrarrepresentación del sector de servicios con respecto a Francia o Suecia, así como en Brasil puede imputarse una parte de la pobreza de ingreso a la enorme cantidad de agricultores por cuenta propia que no son profesionales, o bien es razonable que el bienestar costarricense haya dependido (sólo en parte) del papel del tradicional grupo de agricultores empresarios. Pero la parcialidad de todos estos resultados obliga a buscar procesos de acción colectiva y de colectivización para dar cuenta de las distintas trayectorias de desarrollo.

¿Hasta qué punto las facetas de la estructura social han contribuido a configurar las clases y los estatus en distintos países de distintas regiones mundiales?

Varios resultados estadísticos restringen el poder explicativo del mercado. Muchos de ellos remiten al papel del estado: así, la mayor amplitud de los coeficientes de variación de las medidas de estatus en comparación con las medidas de clase en las dos regiones consideradas, los diferentes grados de homogeneidad del producto per cápita y de la pobreza de ingreso dentro de los regímenes de bienestar de la OCDE, o simplemente la disparidad entre el producto per cápita y la pobreza en América Latina. Sin embargo, es obvio que otras facetas deben tenerse en cuenta para entender otros datos, como las desigualdades entre los hombres y las mujeres en los agregados de empleo o bien las inconsistencias del IDH con respecto al PIB per cápita en las comparaciones de Francia y Suecia o Brasil y Costa Rica.

¿Han influido los brotes de colectivización sobre las desigualdades y el desarrollo? ¿De qué modo los cambios de las desigualdades relativas (es decir, de las estructuras de clases y estatus) y la conciencia de ellos (es decir, la formación de clase) contribuyen al desarrollo humano?

A riesgo de simplificar, después de considerar todos los matices expuestos, puede afirmarse que algunos rasgos de la estructura de clases y estatus y de la conciencia social han contribuido a potenciar la igualdad y el desarrollo (en términos comparativos) en los seis países seleccionados. Puede ser que el efecto de los servicios sobre el número de hogares de doble ingreso sea significativo para explicar el mayor desarrollo humano de Francia y Suecia con respecto a España, pero también es cierto que la hegemonía de las ideologías socialistas en el país escandinavo ha dejado una huella mucho más igualitaria en su estado del bienestar que las contradicciones étnicas francesas. Con todo, en los tres países de la OCDE se identifican trazos de aquellos brotes de colectivización mencionados por Swaan. En cambio, estos brotes se han bloqueado en Argentina y Brasil tras la crisis de los populismos. De otra parte, muchas ciudades y regiones brasileñas experimentan hoy en día un brote de colectivización a pesar de la escasez de servicios públicos que padecen. Dentro de América Latina, sólo en Costa Rica se atisba un proceso similar al europeo de retroalimentación entre una política social universalista (salvando las distancias) y el arraigo de la conciencia social.

 

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Notas

* Este trabajo se enmarca dentro del proyecto Globalización y desigualdades en América Latina: formación, contenidos e impactos de las políticas educativas y de lucha contra la pobreza en Argentina, Brasil y Chile, financiado por el Ministerio de Ciencia y Tecnología y el FEDER (proyectos I+D) con referencia SEC2002-02480.

1 Castles (1998) ha realizado un ejercicio análogo con respecto a las políticas públicas. La hipótesis de la modernización da por sentado que los coeficientes de variación de las variables referidas al mercado laboral, el régimen de bienestar o el gasto público disminuyen con la misma modernización y, por ende, son ínfimos entre los países modernos.

2 Compárense los PIB per cápita en PPA$: Argentina = 12013, Chile = 8787, Uruguay = 8623, México = 7704 (PNUD, 2000).

*** Paridad de Poder Adquisitivo.

3 La prueba de F proporciona las siguientes probabilidades de que las diferencias entre la distribución del IPH y de la pobreza de ingreso dentro de los regímenes de bienestar sean significativas: a) dentro del régimen universalista F= 0.2011211, b) dentro del régimen corporativista F= 0.0397223, y c) dentro del régimen liberal F= 0.0025052. Por tanto, estas distribuciones difieren significativamente dentro del régimen universalista, pero son iguales en los otros dos.

5 Noya (1999) proporciona algunas medidas rudimentarias de la colectivización. Señala las considerables ambivalencias de la opinión pública española ante el estado de bienestar: así, una tercera parte de los españoles responsabiliza simultáneamente al individuo y a la sociedad de la pobreza, la mitad pide una mayor redistribución estatal de los ingresos, pero una menor presión fiscal, y las dos terceras partes demandan mayor protección para los parados, pero piensan que el desempleo disminuiría si el subsidio correspondiente fuese menor (Noya, 1999: 187). En términos comparativos, se observa que la redistribución merece en España una legitimación mucho más ambigua que en Suecia (Noya, 1999: 203), mientras que en España se aprecian mayores ambivalencias que en Francia respecto de los medios para reducir el estado de bienestar y de la opacidad de éste (Noya, 1999: 205, 207). Sin embargo, el estado de bienestar imprime tanto en España como en Francia marcados estigmas a sus usuarios, ya que le otorgan esta connotación unos porcentajes de informantes mayores que en Dinamarca, Holanda, Luxemburgo y la ex RFA, similares a los de Grecia y Portugal, y menores que en la ex RDA, Irlanda y el Reino Unido (Noya, 1999: 207).

**** Índice de Desarrollo Humano.

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