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Revista mexicana de sociología

versión On-line ISSN 2594-0651versión impresa ISSN 0188-2503

Rev. Mex. Sociol vol.65 no.3 Ciudad de México jul./sep. 2003

 

Descentralización e instituciones

 

Descentralización sanitaria en México: transformaciones en una estructura de poder

 

The Decentralization of the Health System in Mexico: Transformation of a Power Structure

 

José Arturo Granados Cosme* y Luis Ortiz Hernández**

 

* Dirigir correspondencia al Departamento de Atención a la Salud, Maestría en Medicina Social, Edificio central, 2o piso, Universidad Autónoma Metropolitana, Xochimilco, Calz. del Hueso 1100, Col. Villa Quietud, 04960, Coyoacán, México, D.F., Correo electrónico: jcosme@cueyatl.uam.mx, tel.: 5483-7204, fax.: 5483-7173.

** Dirigir correspondencia a la misma dirección que en la nota anterior, correo electrónico: lortiz@cueyatl.uam.mx.

 

Recibido en junio de 2002.
Aceptado en marzo de 2003.

 

Resumen

Este trabajo presenta un análisis del proceso de descentralización sanitaria en México. Para el análisis de este fenómeno se aplican algunos conceptos de la corriente neoevolucionista de la antropología política y, con datos provenientes de una revisión bibliohemerográfica sobre el tema, se muestran las determinantes de la política sanitaria, la dinámica de su ejecución y, finalmente, sus efectos, tanto los ya documentados como los previsibles. Al mismo tiempo, se valoran los alcances y las limitaciones que implica el abordaje neoevolucionista en materia de las transformaciones más recientes en la denominada reforma sanitaria.

Palabras clave: política sanitaria, reforma sanitaria, sistemas de salud.

 

Abstract

This article provides an analysis of the decentralization of the health system in Mexico. In order to analyze this phenomenon, the authors apply certain concepts from the neo-evolutionist trend of political anthropology. They use data from a bibliographic and newspaper review to show the determinants of health policy, the dynamics of its implementation and finally, its effects, both those that have already been documented and those that can be expected. At the same time, it assesses the scope and limitations of the neo-evolutionist approach in the most recent transformations in the so-called health sector reform.

Keywords: health policy, health sector reform, health systems.

 

INTRODUCCIÓN

SEGÚN COHEN (1985) EL SISTEMA POLÍTICO lo es por su naturaleza expresada en una función política; ésta hace referencia a la actuación y a las consecuencias del poder y a las relaciones de autoridad en una sociedad. Los estudios marxistas sobre la atención médica han subrayado su poder político y económico en la dominación en la sociedad capitalista (Waitzkin, 1978); en esta perspectiva, el sistema de salud refleja la estratificación social y los diferentes intereses políticos y económicos de grupo.

Para todas las sociedades, la enfermedad ha sido un proceso estructural (Menéndez, 1990) ya que los saberes y las prácticas que se han desarrollado para enfrentarla responden a las modalidades de producción y consumo de bienes que satisfacen las necesidades humanas bajo un sistema de distribución específico, es decir, responde a una estructura económica. Es importante aclarar que cuando decimos práctica médica no nos referimos únicamente al acto médico, sino al conjunto de actividades que se desarrollan en una sociedad para modificar las condiciones colectivas de salud; de esta manera, la respuesta social ante la enfermedad y la muerte comprende la institucionalización de los servicios de atención médica, sus modalidades para el acceso, la institucionalización de la enseñanza de la medicina y la formación de profesionales de la salud, e incluye además un ámbito simbólico toda vez que se vincula —a través de su intervención en procesos vitales altamente valorizados (nacimiento, enfermedad y muerte)— con el interés que los conglomerados humanos tienen por mantener sus estructuras económica, política y cultural.

Cada sociedad define los procedimientos en que forma a sus "curadores", ya sea mediante la transmisión del saber a través de la tradición y la herencia de dones o mediante la formación universitaria en la medicina occidental; también se han establecido requisitos para legitimar la práctica médica de los agentes, ya sea mediante la autorización simbólica o mediante la oficialización jurídica de la competencia para ejercer la profesión (cédula profesional). En ambas legitimaciones se observa que las sociedades depositan en los agentes de salud una serie de atributos de carácter simbólico que revisten a la atención médica como uno de los quehaceres sociales más valorados; dicha asignación no sólo incluye las profesiones médicas sino también las instituciones donde se forman (universidades) y donde se realiza la práctica (hospitales). Aunque se distinguen diversos modos de atender la enfermedad, la medicina científica occidental es la que ha ganado un estatus hegemónico frente a otras prácticas (las llamadas tradicionales).

La complejización de la respuesta social ante la enfermedad derivó en la institucionalización de la práctica médica. Distintos estudios han mostrado que el desarrollo de la medicina liberal y su institucionalización a través de la intervención estatal están relacionados con el desarrollo del capitalismo (Hernández Llamas, 1982; García, 1981). Con distintas modalidades, la atención a la enfermedad alcanzó el carácter de política pública y logró sus expresiones más desarrolladas en los sistemas sanitarios de los estados benefactores. Resulta indispensable entonces concebir las instituciones de salud como resultado de un poder público que diseña e instrumenta estrategias de intervención de acuerdo con una ideología particular sobre cómo deben resolverse los problemas de la sociedad.

Definiremos de manera general la política sanitaria como el espacio donde se definen, articulan y resuelven las necesidades de salud bajo formas que expresan intereses cambiantes y frecuentemente contradictorios (Tetelboin, 1997). Desde este punto de vista, las características que adopta la política sanitaria reflejan distintas valoraciones de la vida humana, la salud y las relaciones sociales. Su expresión concreta se da en los servicios de salud, pero depende de las formas de regulación, financiamiento y prestación de servicios que adopte. Dado que las funciones del Estado se han transformado radicalmente en las dos últimas décadas, es pertinente un análisis de las transformaciones en el sistema de salud mexicano. Con tal propósito, detallaremos en sus rasgos más generales el proceso de descentralización a partir de algunos conceptos de la perspectiva neoevolucionista del poder, específicamente, el del manejo de recursos energéticos significativos y tomando como base la consideración de que el sistema sanitario mexicano se constituyó mediante el ejercicio del poder público.

De hecho, una estructura de poder se define como un sistema con funciones políticas que involucra el ejercicio y las consecuencias del poder; un sistema establecido de relaciones de autoridad. Un sistema político está constituido de unidades interrelacionadas que a su vez conforman segmentos que se influyen entre sí, al tiempo que se encuentra influido por otros sistemas. En el sistema de salud, la función distintiva de sus unidades y segmentos es la de otorgar servicios de atención médica; pero ésta es sólo la actividad más aparente y tal noción de la práctica médica tiende a despojarla de su carácter político dado que es indiscutible que toda sociedad valora en términos positivos cualquier actividad que busque la salud. En adelante intentaremos demostrar el carácter político de la atención médica —que satisface el primer requisito para considerarla una función política— así como los elementos que la relacionan con otros sistemas, principalmente en su dimensión económica.

 

ESTADO, PODER Y POLÍTICA SANITARIA

Para Engels (1982), el Estado es producto de un largo proceso evolutivo en el que la humanidad transitó por el salvajismo, la barbarie, la familia y la gens; surge por la necesidad de una institución que asegurara las riquezas de los individuos contra las tradiciones comunistas mediante la legitimación de la propiedad privada. Pero es el Estado moderno (fortalecido mediante la secularización de la vida social) el que llama nuestra atención. Es posible caracterizarlo con la definición que proponen Hall e Ikenberry (1989): como el conjunto de instituciones manejadas por el personal estatal, localizadas en un territorio delimitado, que representan el monopolio en el establecimiento de las reglas de convivencia social y buscan la conformación de una cultura del poder acordada por todos los ciudadanos. Esta definición general debe ser matizada por las distintas teorías del Estado, ya que el liberalismo lo ubica como resultado de la necesidad de generar leyes, ya que se reconoce que el poder puede generar abusos, por lo que se requiere que éste sea controlado. Pero en términos de la distribución de los bienes para la satisfacción de las necesidades, los liberales dejan claro que el mejor mecanismo es el libre mercado y nos hablan de un Estado mínimo que establezca únicamente condiciones para evitar el caos y fomentar el "desarrollo económico", que haga que prevalezca la paz y administre la justicia.

Una postura más procesual considera al Estado como síntesis de la contradicción de distintas fuerzas sociales y resultado de la necesidad de preservar el orden público que generalmente se plantea como deseable. El Estado entonces se vincula con los ideales desarrollistas del modernismo mediante la garantía de seguridad pública y la creación del material humano que requieren los procesos de industrialización y difusión del capitalismo. En esta perspectiva, el Estado es la fuente del poder de la sociedad; para ello debe ser capaz de penetrar en la sociedad y organizar las relaciones sociales.

La teoría marxista comparte los supuestos básicos del liberalismo, pero difiere radicalmente en el sentido de que el Estado es considerado una entidad que no es neutral y no representa ningún interés general sino que, por el contrario, expresa los intereses de la clase dominante, no obstante su relativa autonomía que le permite equilibrar los intereses contradictorios de los grupos sociales (Hall e Ikenberry, 1989). Es importante destacar la autonomía, ya que ésta permite al Estado imponer medidas de beneficio (atención médica, prestaciones sociales, etc.) que contribuyen a la estabilidad social, por un lado, y a la reproducción de una fuerza de trabajo más productiva, por el otro; esta capacidad de ejercicio del poder estatal para la modificación de la fuerza de trabajo es la que define precisamente el carácter estructural de la política social.

De igual manera que con el Estado, existen diversos enfoques para el análisis de la política social. Desde un enfoque pluralista, las políticas sociales son el resultado de la confrontación de los intereses de diversos grupos que, al interactuar dentro del Estado, las definen y aplican. En el marxismo clásico, se reconoce el papel del Estado en la protección de la fuerza de trabajo mediante la política social, pero se considera que el Estado capitalista es incapaz de producir un pleno Estado de bienestar para las clases subordinadas, en tanto que ello se opone a los intereses de las instituciones capitalistas de las que forma parte el Estado mismo. Se entiende por qué para el liberalismo clásico las políticas sociales deben reducirse a su mínimo; pero aun en esta perspectiva existen diferencias. Nos interesa resaltar la corriente socialdemócrata que postula que el Estado está obligado a subsanar los efectos "nocivos" del capitalismo mediante la provisión de seguridad social a los grupos más desprotegidos (Gerschman, 1990).

Es en el marco de una política social producida por estos determinantes donde se incluye la política de salud como un medio que participa en el mantenimiento y reproducción de la fuerza de trabajo activa y potencial, y contribuye así al incremento de la productividad y la acumulación. Además, en tanto que los servicios médicos son percibidos por la población como un beneficio, la política de salud colabora también como recurso para evitar la agudización del conflicto social. El análisis de la política de salud a partir de los conceptos de Estado y política social nos han permitido identificar el carácter estructural y político que tienen los servicios médicos y superar la reducción de éstos a una noción altruista, despojada de intereses, ya que se trata de un instrumento de regulación de las condiciones sociales para que el trabajo sea productivo y genere plusvalor.

Dentro del modo de producción capitalista, encontramos que los estados nacionales han desarrollado modalidades distintas para el ejercicio del poder en el área de la salud. Para diferenciarlos, Esping-Andersen (1991: 102) propone los conceptos de desmercantilización y mercantilización. Con la irrupción del capitalismo, la sobrevivencia de los trabajadores dependía de la venta de su fuerza de trabajo; ellos mismos se convirtieron en mercancía y su bienestar fue absorbido por la universalización y hegemonía del mercado: "despojar a la sociedad de las instituciones que garantizan la reproducción social fuera del contrato de trabajo significó una mercantilización de las personas". Pero con la introducción de los derechos sociales modernos ocurrió la desmercantilización que tiene lugar cuando la prestación de un servicio es vista como un derecho; en ese sentido, los estados que consagraron la salud como un derecho de responsabilidad pública contribuían en alguna medida en la emancipación de los individuos de su dependencia del mercado.

Encontramos en lo anterior el elemento nuclear que define al llamado Estado de bienestar: su compromiso con el cumplimiento de los derechos sociales modernos. Pero por otro lado, el Estado contribuye a la generación de plusvalía relativa al participar, con la práctica médica pública, en la reproducción de la fuerza de trabajo (Donnangelo y Pereira, 1976) y el mejoramiento de sus condiciones de vida mediante el consumo ampliado. Dada esta vinculación entre la salud y el trabajo, el empleo se convirtió en el eje alrededor del cual se conformó la política de salud en los estados benefactores. El resultado es una desmercantilización de la atención médica la cual se fue constituyendo en sistemas de servicios médicos que buscaron la universalidad del derecho a la salud y el compromiso estatal con la ampliación del empleo.

No obstante estos marcadores generales, ha habido regímenes de bienestar social diferentes. El régimen asistencialista se caracteriza por atenciones limitadas a la resolución de la enfermedad en la población excluida del trabajo; aquí el derecho a la atención médica está ligado con la comprobación de la necesidad y por lo tanto se trata de una desmercantilización limitada y un bajo compromiso con el empleo. El régimen previsionista contempla una visión más amplia del bienestar social que se orienta a la previsión social; por lo mismo, se observa un compromiso amplio con los derechos sociales y con el empleo, en virtud de que los beneficios dependen de los contribuyentes y hay una desmercantilización parcial. Finalmente, los regímenes universalistas son aquellos que ofrecen beneficios básicos e iguales para todos los individuos independientemente de su inserción en el aparato productivo; por lo tanto, es más solidario, pero no necesariamente alcanza a desmercantilizar el bienestar social (Esping-Andersen, 1991).

Como puede verse, la conformación de los estados de bienestar, lejos de ser una figura discursiva, es la modalidad más evolucionada de la sociedad en tanto que refleja el compromiso social con el ejercicio de los derechos de los particulares. Sin considerar los elementos constitutivos del Estado benefactor no podrían comprenderse las transformaciones actuales. Sin pretender reducir la problemática que enfrentan los sistemas de salud constituidos en el Estado de bienestar a una simple cuestión de recursos, a continuación realizaremos un análisis del proceso descentralizador en México para posteriormente articularlo en un contexto más amplio que nos dé elementos para identificar problemáticas de otra naturaleza, tales como las decisiones políticas.

 

EL MODELO DE LA EVOLUCIÓN DEL PODER

El neoevolucionismo es una escuela de la antropología política que surge entre las décadas de los treinta y los cuarenta del siglo pasado, cuando hay un vuelco científico sobre la relación entre los procesos de hominización y la evolución biológica; también surge como reacción a los estudios sincrónicos del estructuralismo europeo. La característica principal de esta corriente es que otorga un mayor peso explicativo al fenómeno del desarrollo de la tecnología, hecho que la acerca a los marxistas. Para los neoevolucionistas, el sistema de mayor importancia en la sociedad es el tecnológico, dado que la tecnología permite al hombre controlar la energía y transformarla en beneficio del sistema social total. La definición del sistema de salud mexicano en términos políticos requiere, además, de un modelo explicativo del poder; la antropología política ha aportado el modelo neoevolucionista, algunos de cuyos conceptos analíticos exploraremos en este apartado para describir las principales problemáticas que se han suscitado en la descentralización sanitaria.

El centro de la reflexión sobre la secularización del poder público en el Iluminismo es el concepto de evolución, término asociado con las nociones de progreso y modernidad; esta idea concibe la historia como la superación progresiva de etapas que guardan una relación gradual en términos de complejidad. En esta perspectiva, el nacimiento del Estado es el referente histórico fundamental. Dentro de la corriente neoevolucionista de la antropología política encontramos a Adams (1983), para quien la especie humana y su evolución están dadas por la permanente expansión; el surgimiento de estructuras complejas se realiza a partir de estructuras simples. Es la manipulación de la energía lo que le permite a la humanidad evolucionar. Desde esta perspectiva, el poder está determinado por la capacidad de control sobre recursos energéticos significativos. El poder social se refiere al control de un actor sobre una parte del ambiente que es significativa para otro; los actores sociales actúan de forma racional sobre intereses orientados. Es necesario aclarar que el ambiente incluye las relaciones sociales y que el conjunto de éstas constituye la estructura de poder.

En las estructuras de poder pueden identificarse cuatro tipos de procesos: el dependiente, cuando existe una separación entre el control y la toma de decisiones; y el independiente, cuando el control y la toma de decisiones permanecen en el mismo centro; el poder asignado, cuando varias unidades transfieren a una la toma de decisiones; y el poder delegado, cuando una unidad transfiere a varias el derecho a tomar decisiones. Para el análisis de estas estructuras, Adams aporta como herramienta el concepto de unidades operativas; este término puede aplicarse a personas, grupos, países y bloques de naciones; alude a actores que comparten un patrón adaptativo respecto de una porción del ambiente. Evidentemente, dicho patrón implica acción coordinada. En estos términos, un individuo o conjunto de individuos puede considerarse una unidad operativa, parte de una o incluso parte de varias unidades.

Toda estructura de poder muestra dominios y niveles; los primeros se refieren al conjunto de relaciones con uno o más actores (o unidades de poder relativo) que es diferente de los demás; cada dominio tiene su propio proceso político. Existen niveles de articulación y de integración. Cuando se incrementa el flujo energético, el sistema se expande de manera vertical al aumentar el número de niveles de articulación, y de manera horizontal al sumar más niveles de integración y multiplicar los dominios, siempre y cuando se cuente con una cantidad creciente de recursos significativos susceptibles de ser controlados. Aunque para Adams la complejidad social es producto de las expansiones verticales y no precisamente la histórica aparición del Estado, podríamos en este análisis considerar el Estado como una estructura compleja, resultado de la expansión horizontal y la vertical.

En el modelo de la evolución del poder pueden observarse tres mecanismos de crecimiento. La identidad se refiere a la conformación de unidades operativas similares, resultado de una identificación de tales unidades antes separadas; el elemento de identidad puede variar. La coordinación es la condición que se genera por la interacción de los componentes sobre una base coordinada; cuando se establece una concesión recíproca de poder, no existe ni subordinación ni superordinación, las unidades coordinadas se basan en el hecho de que cada miembro concede y recibe cierta cantidad de poder. Finalmente, la centralización se da cuando una mayoría de las unidades operativas enfoca sus acciones sobre una minoría o una sola unidad.

La multiplicidad de instituciones estatales de salud que operan en México puede parecer a simple vista un obstáculo empírico para realizar un análisis que considere tal conjunto como un todo orgánico. Cada institución tiene orígenes históricos y formas regulatorias particulares; sin embargo, las consideraremos un sistema. Primero, porque su función es eminentemente política como ya lo identificamos arriba; segundo, porque tal función tiene para todas el mismo medio: la atención médica; tercero, porque sus servicios están organizados en una estructura general similar según la especialización de los servicios que otorgan sus unidades operativas que pueden ser de primer nivel (medicina general en unidades de medicina familiar), de segundo nivel (especialidades básicas en hospitales generales) y de tercer nivel (superespecialidades en centros médicos); cuarto, porque mediante la expansión de sus respectivas coberturas se buscó incluir a toda la población en el acceso al derecho constitucional; y finalmente, porque la conformación de un sector salud unificado y coordinado ha sido un propósito explícito de la política pública en las dos últimas décadas.

Es precisamente esa complejidad lo que da especificidad al sistema de salud mexicano. Contrastarlo con un modelo ideal de sistema nos permitirá desentrañar dicha complejidad y profundizar en el proceso descentralizador. La estructura del sistema sanitario mexicano puede ser comprendida y esquematizada a partir de esta propuesta; cada institución puede ser considerada un dominio, porque su constitución respondió a una serie de complejos procesos socioeconómicos particulares, pero para la regulación, el financiamiento y la prestación de los servicios de todas las instituciones operó la participación del poder estatal. otra razón para identificar los dominios con las instituciones es el hecho de que cada una cuenta con autonomía relativa en el manejo de sus recursos y en sus legislaciones, pero además porque cada una orientó sus funciones a cierta población y definió coberturas específicas.

Los niveles de cada dominio estarían dados en concordancia con la estructura operativa de los niveles en que se organizan los servicios: las unidades médicas familiares y centros de salud representan las unidades operativas de los niveles básicos; los hospitales de zona, regionales y de especialidades básicas conformarían los niveles intermedios, mientras que los centros médicos y los institutos nacionales representarían los niveles superiores.

Sobra decir que la jerarquización de los niveles tiene correspondencia también con la complejidad tecnológica y administrativa de las unidades operativas de cada nivel; no debemos olvidar tampoco que el sistema de salud se enmarca en la tradición centralista del sistema político mexicano, en el cual el nivel central o federal concentra el poder político mediante el monopolio de la asignación de recursos que contrasta con el poder limitado de la administración de tales recursos en los otros niveles.

 

CONFORMACIÓN DEL SISTEMA DE SALUD MEXICANO

Desde finales del siglo XVIII los países de América Latina comenzaron a generar instituciones de salud en coincidencia con las necesidades del modelo capitalista y debido a la preocupación de las burguesías locales por evitar la entrada de enfermedades del exterior que pusieran en peligro la producción. Posteriormente a la primera guerra mundial y con la inversión masiva de capitales hacia la región, la intervención estatal en salud se volcó hacia el interior de los países y se enfocó en el impacto de la enfermedad sobre la productividad, principalmente agrícola; la búsqueda por responder a las enfermedades que disminuían la fuerza de trabajo en los enclaves agrícolas (paludismo por ejemplo) llegó a traducirse en la creación de direcciones de sanidad y posteriormente de ministerios o departamentos. Más adelante tuvo lugar un acelerado proceso de industrialización que incrementó las necesidades para la reproducción de la fuerza de trabajo obrera, hecho que da lugar a las primeras instituciones de seguridad social (García, 1981).

México no se apartó de la tendencia mundial a incrementar la participación estatal en salud; su participación en la producción de servicios médicos se articuló con el modelo de desarrollo nacional y se enlazó con la gestión estatal de la fuerza de trabajo. Una vez que la medicina estatal se conforma como modalidad hegemónica en México, entre 1935 y 1945 la estructura de los servicios médicos coincide con la estructura de los sectores de la producción y las formas de negociación entre los trabajadores y el capital. Entre 1945 y 1960 tiene lugar un proceso de oligopolización y otro de cierta retracción del Estado en la producción; aunque disminuye el gasto público, es en este periodo cuando se incrementa sustancialmente la producción de servicios médicos y su capacidad instalada, con lo que aumenta la cobertura tanto de la asistencia pública como de la seguridad social. Entre 1960 y 1970 se observó un rápido y sostenido crecimiento económico en que se consolidó el patrón de acumulación; no obstante, aumentó la dependencia del capital financiero y la concentración del ingreso; hechos que se agregan a la falta de crecimiento de la atención médica estatal y a los inicios de la crisis financiera del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) que dificultaron la expansión de la cobertura (Hernández Llamas, 1982).

Como vemos, puede decirse que la intervención del Estado mexicano en salud se caracterizó inicialmente como "de beneficencia". La creación de la Secretaría de Asistencia Pública durante el gobierno de Lázaro Cárdenas marca una diferencia radical, ya que se sustituye la noción de beneficencia por la de "asistencia pública". Dicha instancia dirigió sus servicios al sector del proletariado principalmente urbano en situación de subempleo o desempleo. Aquí tenemos un Estado participativo en el mantenimiento de la fuerza de trabajo potencial y corroboramos la correspondencia entre la estructura económica y la estructura de atención médica acorde con un proyecto de desarrollo capitalista, pero con una creciente intervención del Estado (Hernández Llamas, 1982) que le asigna a la política sanitaria la función no sólo de otorgar servicios médicos a los "individuos socialmente débiles", sino de hacerlos "factores útiles a la colectividad" (Álvarez, cit. por Hernández Llamas, 1982). Hacia 1936, los servicios estatales de salubridad se amplían a las zonas rurales a cargo del Departamento de Salubridad Pública, estrategia que se articula con el propósito de modificar la producción agrícola y fortalecer el ejido como unidad productiva al ofrecer servicios diferenciales a población "aportante" y "no aportante" de zonas de alta producción agrícola. En 1943, con la fusión del Departamento de Salubridad y la Secretaría de Asistencia Pública, se creó la Secretaría de Salubridad y Asistencia y se hizo explícita, entre sus principales prioridades, la expansión de los servicios de atención médica (Hernández Llamas, 1982). Posteriormente, en 1943 se promulgó la ley del seguro social; su objetivo fundamental es mantener y recuperar la fuerza de trabajo industrial, y crear fondos financieros que sirvieran para incrementar la infraestructura sanitaria y extender la cobertura. Con el IMSS se inició un proceso selectivo de protección, ya que estaba destinado a ciertas fracciones del proletariado urbano industrial.

Es necesario recordar que existe una relación estrecha entre las demandas de servicios médicos —las condiciones de salud de la población— y las instituciones formadoras de profesionales y de investigación científica; en este rubro, el apoyo estatal propició la generación de institutos de investigación y servicios médicos especializados que, además de recibir respaldo legal y financiero, gozaron de amplia autonomía. Entre las condiciones que favorecieron la creación de estos institutos se encuentran los requerimientos del Estado por ofrecer servicios especializados a la población sin seguridad social y la presión de grupos de interés y poder en el gremio médico, tales como las instituciones filantrópicas y círculos médicos políticos. Algunos de estos institutos se convirtieron prácticamente en proyectos personales. De esta manera, entre 1942 y 1951 se crearon el Instituto Nacional de Cardiología, el Hospital Infantil de México, y los actuales Institutos Nacional de la Nutrición y Nacional de Enfermedades Respiratorias. Además se sentaron las bases legales para la creación del instituto de cancerología (Álvarez, cit. por Hernández Llamas, 1982) y posteriormente se agregaron el de psiquiatría y el de neurología y neurocirugía.

Las instituciones de salud, enmarcadas en el uso del poder estatal, han jugado un importante papel no sólo en la satisfacción de necesidades básicas, sino además en evitar el conflicto social. El Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado (ISSSTE) tiene sus antecedentes en la Dirección de Pensiones Civiles, pero fue en 1960 cuando se decretó su creación y recibió dicha denominación. El decreto de ley se expidió después de la huelga del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (Hernández Llamas, 1982). Es posible interpretar tal hecho como la generación de la base material sobre la que el Estado mexicano se procura el consenso necesario para fortalecer su legitimidad, al mejorar, hasta donde lo permite la reproducción del modelo de acumulación de capital, las condiciones de vida de la población.

Los antecedentes del Programa IMSS-Solidaridad fueron la Coordinación General del Plan Nacional de Zonas Deprimidas y Grupos Marginados (Coplamar) y el Programa de Solidaridad Social del IMSS. A inicios de la década de los setenta, se agudizó la crisis del sector agrícola y se incrementaron las demandas de atención médica por parte de la población rural; al mismo tiempo, el Estado se encontraba incapacitado para ampliar la cobertura de seguridad social en el régimen ordinario y creó el Programa de Solidaridad Social (1973) como una instancia para integrar nuevos grupos de la población al aseguramiento. Este programa define a sus beneficiarios por exclusión: los que quedan fuera de los sistemas de seguridad social y no cuentan con unidades médicas de la SSA, aunque en diversos casos se dio una sobreposición entre las coberturas del seguro social y la asistencia pública. Es indispensable señalar que la designación específica de la población susceptible de estos servicios fue una atribución exclusiva del poder ejecutivo federal, mientras que la administración del programa se le asignó al IMSS. Entre 1978 y 1979 se determinó que las unidades médicas del Plan de Solidaridad Social se sumarían a la infraestructura de Coplamar (Hernández Llamas, 1982); tiempo después, el programa cambió de denominación a programa IMSS-Solidaridad.

En el conjunto de instituciones de atención médica en México se encuentran otras, entre las que destacan los servicios médicos de Petróleos Mexicanos (Pemex) y los otorgados a los trabajadores de la Defensa Nacional, así como instituciones relacionadas con la salud como el Sistema Nacional para el Desarrollo Integral de la Familia (DIF) y también algunos sistemas estatales de seguridad social. No debemos olvidar tampoco la existencia de un subsector privado diverso y complejo que va desde el consultorio médico en zonas populares hasta servicios de alta tecnología que ofrecen corporaciones médicas y no médicas. Lo que hemos querido resaltar ha sido el proceso histórico y las principales tendencias que originaron las instituciones de salud más importantes y responsables de la mayor cobertura de la población; asimismo se ha intentado dar cuenta de las características generales que comparten tales instituciones y destacar el papel fundamental que ha desempeñado el poder público, mediante el Estado, en la prestación de servicios médicos.

Hay que subrayar el carácter centralizado que asumió la política sanitaria en el desarrollo anteriormente descrito. Después de la Revolución de 1910, se hacía necesaria la reconstrucción de las estructuras sociales, económicas y políticas del país; se imponía regenerar en la población la noción de cohesión y unidad bajo el nuevo orden social. Lo anterior implicaba consolidar el pacto social para impulsar una nueva fase de desarrollo afín a la modernización y poner nuevamente en marcha el proceso de acumulación capitalista. Esto explica, en parte, por qué los llamados gobiernos de la Revolución implantaron y ejercieron un poder centralizado; en consecuencia, las acciones tendientes a conseguir cierto nivel de bienestar social también estuvieron centralizadas, ya que representaban una de las mejores fuentes de poder y control social. Pero la centralización fue más allá de la injerencia estatal en la economía; abarcó además el control directo de los campesinos, los sindicatos y las organizaciones populares que se conformaron como los sectores del partido gobernante para dar origen al corporativismo como el rasgo principal de la centralización en México. La política de salud, como ámbito de la política social, también fue centralizada; de hecho, la Constitución de Querétaro indicaba que la salubridad general correspondía a la federación. De ahí que la política de salud fuera también una política centralizada por ser un importante instrumento de estabilidad social por la vía de otorgar ciertos satisfactores a la población y por la vía del corporativismo de la importante masa de recursos humanos que se integraron a la burocracia estatal; la centralización se "establece por el incremento en el poder real de las élites, funcionarios o representantes en la cúspide de la jerarquía formal" (González-Block, 1992: 119).

De esta manera, se conformó un sistema fragmentado que respondía a la estructura social, hecho que se refleja en las respectivas coberturas de las instituciones (IMSS para los trabajadores de la iniciativa privada, ISSSTE para la creciente burocracia, SSA e IMSS-Solidaridad para la población no incorporada al trabajo asalariado y servicios de élite para grupos políticamente privilegiados). Podemos asegurar entonces que la regulación estatal de los servicios médicos es uno de los medios del Estado mexicano en el ejercicio del poder para el manejo de importantes recursos energéticos, y que sirvió también para la generación de capital por la reproducción de la fuerza de trabajo. Podemos considerar las instancias de cualquier nivel de atención como unidades operativas que se identifican al tener cada una de ellas el mismo objetivo en la estructura estatal: contribuir, con el mejoramiento de las condiciones de salud colectiva, al modelo de desarrollo prevaleciente. Estas unidades se coordinan y son controladas desde un poder central que depende directamente del poder ejecutivo (la Secretaría de Salubridad y Asistencia), aunque la influencia de este poder siempre fue menor que la de los institutos de seguridad social debido a la mayor capacidad financiera de éstos, la cual les garantizó una mayor autonomía.

Las unidades del primer nivel de atención (medicina familiar) se distribuyen en los niveles locales de acuerdo con la densidad de población, que muchas veces no coincide con los límites territoriales de los municipios. Tales unidades son los centros de salud, las unidades médicas rurales y las unidades de medicina familiar. Las unidades operativas del segundo nivel de atención (especialidades básicas: cirugía general, gineco-obstetricia, pediatría y medicina interna) correspondieron a un nivel regional cuyos límites territoriales dependen de las poblaciones cubiertas por las del primer nivel; nos referimos a los hospitales rurales de zona, hospitales generales y hospitales regionales que captan los problemas de salud que no pueden resolverse en el primer nivel. La transferencia de tales problemas es denominada en la burocracia sanitaria como referencia y contrarreferencia, mecanismos que articulan las llamadas jurisdicciones sanitarias, lo cual correspondería a una semicentralización de necesidades y de recursos. A su vez, estas jurisdicciones se coordinan y centralizan con el tercer nivel de atención médica (supraespecialidades) en los centros médicos nacionales e institutos especializados, generalmente ubicados en la capital del país o en centros urbanos importantes; estas unidades se han caracterizado por el manejo de recursos humanos altamente especializados y de recursos materiales de alta tecnología.

No obstante la homogeneidad de funciones, objetivos y formas organizativas en la prestación de servicios, cada institución vino operando de manera autónoma, bajo legislaciones y órganos de gobierno propios, y sobre todo con recursos cuya procedencia los hizo radicalmente distintos: la SSA fue financiada mediante recursos federales, el IMSS mediante fondos tripartitas (aportes del Estado, los patrones y los trabajadores), el ISSSTE mediante fondos bipartitas (del Estado y de los trabajadores). En la perspectiva neoevolucionista del poder, los dominios que corresponden a cada una de las instituciones mencionadas están definidos también por el control de recursos energéticos específicos. Lo anterior definió al mismo tiempo los diferenciales en coberturas de cada subsector: las instituciones de seguridad social (IMSS, ISSSTE, Sedena y Pemex) llegaron a cubrir 50% de la población, las que brindan servicios a población no asegurada (SSA e IMSS-Solidaridad) tuvieron una cobertura de 40% y el subsector privado cubrió 10% (Poder Ejecutivo Federal, 2001: 60).

El financiamiento compartió ciertas similitudes en los dominios; el principio que se distingue fue la solidaridad intergeneracional e interclase social. En la seguridad social, los trabajadores activos realizan aportaciones para constituir un fondo común para las pensiones de los trabajadores en retiro; el monto de dichas aportaciones se calcula en función del salario, mientras que ante una necesidad de salud igual se otorga un servicio médico igual; existe en el principio de solidaridad interclase social un mecanismo de redistribución del producto del trabajo (Tetelboin y Granados, 2000). En los servicios a población abierta operó el mismo principio (a necesidad igual servicio igual) ya fuese mediante servicios sin pago de los beneficiarios o mediante las "cuotas de recuperación" definidas de acuerdo con la capacidad económica de los usuarios.

En cuanto a la expansión de los servicios, su tendencia fue la de ampliar progresivamente la cobertura con el objetivo final de la universalidad, entendida ésta no sólo como la existencia física de los servicios en todas las comunidades, sino como el acceso de toda la población a todos los servicios (desde el primero hasta el tercer nivel). Con esa trayectoria, el sistema de salud tuvo una importante expansión horizontal, de modo que las unidades operativas coordinadas en el nivel local se incrementaron, pero las exigencias de tecnología compleja y recursos humanos especializados impusieron una concentración de recursos energéticos en el segundo nivel de atención, ya que tenían que enfrentarse los altos costos de la tecnología compleja y el pago de salarios más altos a los trabajadores de la salud; no olvidemos tampoco la concentración territorial de médicos y enfermeras en los centros urbanos. Tras un periodo de apogeo, sobrevino la crisis económica nacional, el estancamiento del crecimiento y el incremento del desempleo, y las demandas de atención médica crecieron. Tal situación disminuyó los recursos energéticos monetarios que recibían las instituciones; la construcción de nuevas unidades operativas en los tres niveles tuvo que reducirse. En ese marco, la infraestructura existente tuvo que hacer más con cada vez menos, se dio una sobreutilización de las instalaciones y sus recursos materiales, y además aumentaron las cargas laborales del personal médico (Tetelboin y Granados, 2001).

La expansión vertical del sistema fomentó la burocratización: la coordinación entre las unidades y los niveles se hizo más compleja, no se diga entre los dominios. El privilegio en el uso de tecnología en el trabajo médico fomentó el uso de servicios paraclínicos y especializados de alto costo, lo cual hizo más compleja la administración de los recursos y promovió la referencia a servicios de segundo y tercer niveles. Por otra parte, aparecieron conflictos interinstitucionales y fallidos intentos del poder ejecutivo por conseguir una coordinación entre los dominios y unificar las instituciones para conformar un "sistema único" y llevar a la realidad el ambicionado papel rector de la Secretaría de Salud. Ésta fue una de las principales justificaciones que el discurso oficial argumentó para poner en marcha la descentralización.

Por la existencia de varios dominios en el interior del sistema, las unidades operativas internas se coordinaron de manera independiente en cada institución; no obstante, cuando se trataba de programas nacionales de salud, se conseguía una coordinación más o menos efectiva entre los institutos y la SSA lo cual permitió, a pesar de las confrontaciones institucionales por la "clientela", controlar padecimientos relacionados con la inmunización universal y otros transmisibles. Sin embargo, subsistieron serios problemas y surgieron nuevas urgencias sanitarias.

 

DESCENTRALIZACIÓN DEL SISTEMA DE SALUD MEXICANO: EFECTOS Y CONSECUENCIAS

Una primera cuestión que hay que resolver, hasta donde sea posible, es la definición de descentralización. González-Block (1992) subraya el carácter relativo del concepto y precisa que asumir una u otra definición conduce a acciones distintas, reflejo de posiciones diferentes frente a la realidad social. Mientras que una definición determina ciertos cambios en la acción de gobierno, otra considera dichos cambios más bien como centralizadores. Sobre el mismo cuidado nos previene Collins (1994), quien afirma que el concepto puede confundirse en tres sentidos: primero, como una forma de privatización al transferir funciones gubernamentales a organismos o instituciones no gubernamentales (e incluso privados); segundo, como otra forma de privatización que transfiere la gestión de los servicios del gobierno a la población y/o a los individuos (los particulares); y tercero, como la transferencia total de responsabilidades sobre los servicios a los ámbitos locales.

Una definición que logró cierto consenso fue la promovida desde la organización Panamericana de la Salud; en ella se postula que la descentralización es el proceso mediante el cual los niveles superiores transfieren a los niveles inferiores los poderes decisorio y resolutivo, así como los recursos necesarios para respaldarlos, todo esto sin ruptura de la comunicación entre ellos y sin que signifique el "apartamiento" absoluto del centro (OPS, 1987; Capote, 1994). Una adaptación de esta definición fue la que se realizó para México, donde la descentralización consiste en la transferencia de facultades, programas y recursos a una entidad con personalidad jurídica y patrimonio propio, con autonomía técnica y orgánica, aun cuando en el nivel central se conserven las atribuciones de planeación, normatividad, control y evaluación de funciones (Espinoza, cit. por López y Blanco, 1993).

Pero habría que diferenciar entre descentralización y desconcentración; con esta última se pretende reordenar y modernizar los servicios coordinados de salud pública en los estados mediante la transferencia de facultades, programas y recursos de las unidades administrativas de la Secretaría de Salud a las de los servicios coordinados de salud pública en los estados con autonomía técnica, pero sin personalidad jurídica ni patrimonio propio y bajo las normas y el control jurídico del centro (Espinoza, cit. por López y Blanco, 1993). Soberón y Martínez (1996: 374) consideran la desconcentración como una forma menos desarrollada, en donde "los actos emitidos podrán ser anulados, modificados o sustituidos por el superior".

La descentralización tuvo su primer antecedente en el periodo de 1976 a 1982 en que se buscó "modernizar" y racionalizar la infraestructura sanitaria y asistencial. En dicho periodo se crearon los comités para la Planeación del Desarrollo de los Estados (nuevas unidades operativas que incrementan el flujo energético en el sistema) cuya función consistió en iniciar la desconcentración de la toma de decisiones sobre la inversión federal (generar poder dependiente). Entre 1982 y 1988, el proceso en sí mismo tomó la forma de una política pública y se incluyó en el marco de la descentralización de la "vida nacional"; su objetivo era "hacer más eficiente la economía y más justa e igualitaria la sociedad" (Soberón y Martínez, 1996). Se consideraba que la descentralización permitiría hacer más democrático y eficiente el sistema, y aumentaría la participación de los niveles estatales; por su trascendencia, tendría que ser un proceso gradual que desembocaría en la creación de sistemas estatales con los que "se haría efectivo el derecho a la salud".

La primera característica del proceso fue que la descentralización se indicó para los subsistemas de atención a población abierta; debido a la autonomía relativa del IMSS-Solidaridad este programa desarrolló su propio proceso y entró en conflicto con la SSA al obstaculizarse la integración tanto operativa como administrativa que se había propuesto para ambas instituciones.

En 1983 se emitió el Decreto para la Descentralización de los Servicios de Salud de la SSA. De acuerdo con él, los lineamientos de la descentralización serían definidos por el ejecutivo federal, la Secretaría de Programación y Presupuesto y los acuerdos de coordinación entre las entidades federativas y la SSA; con ello se redefinen las funciones de los distintos niveles de gobierno: las unidades administrativas centrales tendrían funciones normativas y de control, las unidades regionales ejercerían tareas de enlace y apoyo para la operación regional, y los servicios coordinados (estatales) estarían presididos por los gobernadores de los estados y serían órganos administrativos desconcentrados sujetos a normatividad central, pero con autonomía técnica. Así, se planteó incrementar la autonomía local y hacer más democrática la vida nacional mediante un proceso en el que la toma de decisiones se realizó de forma vertical: la descentralización se decidió y definió desde el nivel central (el poder ejecutivo) sin la participación de unidades operativas de los otros niveles, ni de los sindicatos, ni de los trabajadores ni de los gobiernos estatales que recibirían la responsabilidad de operar los servicios. Una vez más, no se otorgaba poder delegado.

El instrumento estratégico mediante el cual se puso en operación la descentralización sanitaria fue el de los convenios para la coordinación entre la federación y los estados, con los cuales se pretendía la reestructuración de los servicios a población abierta mediante una integración gradual en dos etapas: una primera en función de los programas de salud y una segunda con la que se buscaría la integración orgánica, es decir, la fusión de los servicios ofrecidos por la SSA y el entonces IMSS-Coplamar. De un Convenio Único de Desarrollo (1983) se derivaron los convenios celebrados con cada uno de los estados. Una revisión hemerográfica del Diario Oficial de la Federación nos permitió obtener los acuerdos de coordinación en donde se establecen las bases para el Programa de Descentralización de los servicios de salud; en los acuerdos publicados entre 1996 y 1998 se precisa qué es lo que se descentraliza a los estados; se especifica que las materias a cargo de los gobiernos estatales serán: salubridad general (atención médica y asistencia social, salud reproductiva y planificación familiar, promoción de la salud, medicina preventiva, control sanitario de sangre humana y vigilancia epidemiológica) y regulación y control sanitarios (bienes y servicios, insumos, salud ambiental, control sanitario de la publicidad). La amplitud de estas reponsabilidades contrasta con las posibilidades en el control de los recursos, ya que se indica que el estado controlará "los recursos presupuestales que le asigne la SSA". También se explicita que la programación y presupuesto estatales se realizarán "de acuerdo con las directrices del nivel federal". Es decir, que cada estado propondría un proyecto de presupuesto, pero las transferencias quedarían condicionadas al techo definido por el Presupuesto de Egresos de la Federación: estos recursos se transfieren "etiquetados" e incluso "calendarizados" (véanse los cuadros 1 y 2).

Hasta 1987, de los estados que habían firmado los acuerdos para la descentralización sólo 14 habían sido finalmente descentralizados (Poder Ejecutivo Federal, 2001; véase el cuadro 3), y fueron precisamente los estados con mejor infraestructura industrial, de comunicación, de educación y de servicios básicos. En términos poblacionales, sólo habían sido descentralizados los servicios que cubrían 40.75% de la población total (Cardozo, 1992). Las evaluaciones oficiales dijeron tener resultados "exitosos", pero otros estudios comparativos encontraron limitaciones económicas, problemas de abasto de insumos y baja capacidad gerencial como los problemas más serios. Tales análisis mostraban que el proceso había acentuado la delegación de funciones que no correspondía a una equivalente delegación de recursos y atribuciones.

Cardozo (1992) comparó la situación sanitaria hasta 1987 de algunos estados descentralizados (Tlaxcala, Querétaro y Nuevo León) con otros no descentralizados (Chiapas y Zacatecas) y concluyó que, con la información disponible, se tienen buenas y malas evoluciones en los estados descentralizados, mientras que en los no descentralizados se observa una buena evolución.

Uno de los principios básicos de la teoría neoevolucionista es que la concentración del poder de decisión en una sola unidad invariablemente genera crisis. Ejecutado así, el proceso descentralizador tuvo que enfrentar problemas autogenerados. Tal situación tuvo una base fundamental: el escaso poder político delegado en el nivel local, producto del manejo de escasos recursos energéticos y amplias responsabilidades. Podemos abordar los principales cambios en términos del financiamiento, la infraestructura, los recursos humanos y sus consecuencias en la prestación de servicios.

Financiamiento

El problema principal fue la reducción del gasto público en salud y seguridad social en el plano nacional (Vásquez, 1988), además del proceso inflacionario. Durante la década de los ochenta se inició una etapa crítica en la disminución del gasto público, particularmente el destinado a la SSA. Los recursos aplicados en los estados a través de los convenios únicos de desarrollo pasaron de 6.8% en 1984 a 2.1% en 1988. Mientras que la disminución en el gasto de inversión fue mayor en los estados descentralizados (Cardozo, 1992), los recursos obtenidos por concepto de cuotas de recuperación se incrementaron durante el proceso, lo cual significa que los costos de la disminución real del gasto público fueron transferidos a la población misma,1 aunque con éstos no se lograra revertir la evolución desfavorable.

Antes de la descentralización, el financiamiento de los servicios a población abierta se componía de 5 a 15% de recursos estatales y de 95 a 85% de recursos federales. Con la descentralización se buscaba conseguir que los estados aportaran 40% y la federación 60% (Soberón y Martínez, 1996). Para tal efecto se propuso la diversificación del financiamiento a través de la integración de patronatos y comités de salud mediante los convenios únicos de desarrollo, en los que se impuso a los niveles estatales una participación en los proyectos de inversión de 20% (López y Blanco, 1993). Esto significa en los hechos una presión por conseguir más recursos. El procedimiento implicaba el riesgo de agregar más intereses políticos al sistema, dado que quienes invirtieran sus recursos incluirían también sus propios intereses para intervenir en la toma de decisiones. Los recursos provenientes del centro se recibieron por medio de subsidios federales de acuerdo con un presupuesto definido con asignaciones mensuales, a las que se sumaban aportaciones de los gobiernos estatales, mientras que las secretarías estatales de salud y los institutos estatales delegados y semiautónomos tienen la misma relación de recursos energéticos con estas dos mismas fuentes. Lo anterior nos permite suponer que la política descentralizadora no culminó con la delegación del control de los recursos en los niveles locales, sino que tal control se otorgó a organismos semiautónomos, más vinculados con el poder central (González-Block, 1992).

Un hecho característico en el sistema tributario mexicano es la pobre base fiscal de los estados. El nivel central buscó incentivar la descentralización mediante la asignación de recursos adicionales (manejados desde el centro) para consolidar la infraestructura en las entidades que se incorporaran al proceso. Evidentemente, fueron los estados con mejores condiciones socioeconómicas (y por tanto, con una población en mejores condiciones de salud) quienes tuvieron mejores posibilidades de incorporarse a la descentralización, con lo que se marginó aún más a los estados más pobres (los estados con mayor rezago sanitario) ya que éstos contribuyeron con menos recursos a sus sistemas médicos estatales y se vieron obligados a adoptar esquemas alternativos: impuestos estatales y municipales, formas de prepago, pagos de servicios, inversión privada e incremento de cuotas de recuperación (López y Blanco, 1993). Con tal situación se rompía el principio de redistribución de la riqueza mediante el cual los estados más desarrollados aportaban al presupuesto federal para que éste invirtiera en los estados más pobres; en los hechos, parecía más bien darse el resultado contrario: la ampliación de la brecha entre ricos y pobres; los estados de Jalisco, Nuevo León, Tabasco y México concentraron durante 1985-1987 más de 50% del total de los recursos económicos del nivel central (Soberón, cit. por López y Blanco; 1993). El mismo hecho ocasionó una elevación de los gastos que las familias y los individuos tenían que realizar para la obtención de servicios médicos: los estados tuvieron que imponer o aumentar las cuotas de recuperación e introducir otras modalidades en la prestación de servicios.

Infraestructura

En los estados descentralizados se observó una mayor utilización de la infraestructura hospitalaria (Cardozo, 1992). Durante el proceso, sobre todo en el inicio, la infraestructura de las instalaciones y el uso de tecnología pudieron verse deteriorados debido al cambio de mecanismos de obtención de insumos para su mantenimiento. También existieron problemas de desabasto en las unidades operativas locales y regionales debido a la carencia de recursos, a la inexistencia de canales de distribución adecuados y a la inexperiencia administrativa (SSA, cit. por López y Blanco, 1993). Debido a que la primera descentralización se contemplaba para los servicios a población abierta, había que unificar dichos servicios en una sola instancia; se imponía entonces la necesidad de una integración administrativa y operativa de los subsistemas Programa IMSS-Solidaridad y SSA. El primero, como sabemos, estaba bajo la regulación del IMSS, quien inicialmente se opuso a la transferencia de sus unidades locales a la SSA, y si se daba la transferencia, ésta no incluía el contenido material, humano y administrativo de las unidades.

Recursos humanos

En el rubro de los trabajadores (recursos profesionales significativos), en los acuerdos de coordinación se establecía que en los consejos internos de las unidades estatales participaría un representante de los trabajadores, el cual tendría voz, pero no voto; hecho que seguramente limitó el poder de negociación respecto del mejoramiento de sus condiciones laborales a lo largo del proceso. Por otra parte, los gobiernos locales se resistieron a incluir en sus plantillas locales al personal antes centralizado dado que esto significaría mayores presiones financieras; además de la oposición de la Federación de Sindicatos de Trabajadores al Servicio del Estado a la descentralización (López y Blanco, 1993). Este hecho puede atribuirse también a la redefinición de grupos de poder dentro de la burocracia de las instituciones que componen el sistema confrontándose las cúpulas del IMSS y la SSA.

Como recurso energético, no se logró transferir el personal de salud del centro a las unidades regionales; sin embargo, a éstas se les delegó el "poder" para llevar a cabo mayores funciones gerenciales en la administración de personal (Cardozo, 1992), así como para actuar como patrón sustituto en cuestiones sindicales. Las unidades centrales se reservaron funciones de carácter político, como las negociaciones contractuales con el sindicato y la revisión y autorización de las plantillas generales de personal, contradicción que por sí misma mantuvo inestable la administración de personal. Al mismo tiempo, las dificultades económicas de los gobiernos locales impidieron la ampliación de los recursos humanos. Otro problema relevante fue la negativa del personal del Programa IMSS-Solidaridad para incorporarse a la SSA, ya que en el IMSS contaban con mejores condiciones laborales y no se les aseguraba una homologación en las categorías y los salarios que les resultara conveniente (López y Blanco, 1993).

Servicios

Los estados descentralizados disminuyeron el porcentaje de población cubierta entre 1987 y 1991 (22.13% en promedio). En los estados no descentralizados se observó una mayor productividad médica; particularmente, se encontró que Nuevo León presentó los mayores retrocesos en productividad médica y efectividad en planificación familiar (Cardozo, 1992). Podría argumentarse que la productividad se vio reducida por los efectos de una etapa inicial de adaptación a la nueva normatividad y a las nuevas responsabilidades de las unidades locales sin la experiencia previa necesaria, pero no parece haberse dado un incremento posterior.

Diversos programas de salud (antes verticales) fueron entregados para su operación a las unidades estatales (horizontalización); sin embargo, éstas no contaban con la necesaria capacidad técnico-administrativa y de recursos. Es posible que los estados hayan tenido que enfrentar además la resistencia del personal para integrarse a los nuevos programas que tenían que ser administrados en las unidades regionales y coordinarse con las locales (Fernández de Castro, cit. por López y Blanco, 1993). La rigidez en los procedimientos administrativos para la operación de programas concentró al personal capacitado en las unidades centrales y regionales, y dejó sin atención los niveles locales. La escasez de recursos propició el desmantelamiento temporal de algunos programas de control de enfermedades transmitidas por vectores (López y Blanco, 1993), problema especialmente grave para los estados pobres.

La descentralización fue suspendida en 1987. En términos de administración de los servicios, los indicadores son más favorables para los estados no descentralizados, contrariamente a lo que se buscaría con la descentralización. De hecho, el estado que presentó la mejor evolución en términos de cobertura y productividad fue Zacatecas (estado no descentralizado) que además fue el tercero en cantidad de recursos presupuestales (Cardozo, 1992). Sobre el impacto epidemiológico de la descentralización, se requiere de determinado tiempo para que se manifieste; por otra parte, para su evaluación tendrá que tomarse en cuenta que la salud tiene que ver con un conjunto mayor de condiciones.

Se reconoció que los principales obstáculos fueron: inercias al cambio, limitación de recursos financieros, limitaciones en el avance de la descentralización de otros sectores relacionados con el de salud. En ocasiones, en la designación de los titulares de las unidades regionales no se siguieron criterios técnicos, sino que se obedeció a intereses corporativos y compromisos políticos. Cuando se presentaron problemas en la descentralización, se tendió a regresar a prácticas centralizadoras. Por otra parte, cuando la aplicación de las medidas es una imposición política, su resultado es una descentralización sin descentralización, ya que se otorga a las autoridades locales mayores responsabilidades, pero no tienen injerencia en la toma de decisiones. Los gobiernos locales que, según se dijo, realizaron de mejor manera el proceso de descentralización, lo hicieron en virtud de su mayor capacidad técnica y debido a que contaban con mejores condiciones previas de infraestructura, tecnología y desarrollo socioeconómico para asumir las nuevas responsabilidades administrativas, fiscales y sobre todo de prestación de servicios. Sin embargo, ésta no fue la norma y se advirtieron problemas de inequidad entre las regiones y en el interior de los mismos estados.

Al otorgar a las unidades más pequeñas la responsabilidad de configurar sus propias acciones en salud, declina la injerencia del nivel central en las decisiones de política sanitaria. Este hecho repercute de manera desfavorable en programas de salud que deben realizarse a escala nacional para lograr un mayor impacto (control de vectores o agentes transmisores, inmunización y saneamiento ambiental; López y Blanco, 1993). Este hecho puede estar relacionado, entre otras cosas, con el resurgimiento de algunas patologías asociadas con la pobreza, como el cólera, el paludismo y el dengue en sus diferentes manifestaciones, que habían podido controlarse gracias a programas centralizados.

 

NUEVOS NIVELES, NUEVOS DOMINIOS: RECOMPOSICIÓN DEL PODER EN EL SISTEMA DE SALUD

La primera experiencia descentralizadora que estuvo basada en una política sanitaria no consiguió los objetivos expresos en el discurso oficial. Las evidencias empíricas desmienten que la descentralización posibilitara una mayor eficiencia en los recursos y en consecuencia mayor productividad.2 La investigación al respecto podría desarrollarse en dos sentidos: uno es el de identificar las circunstancias que obstaculizaron el proceso, línea que admitiría a priori que la concepción de descentralización en que se basó el proceso y los principios que de ella se derivaron son correctos; otra línea replantearía el concepto mismo e investigaría la propia validez de los objetivos y el análisis para reorientarse en la explicación de los propósitos de fondo y articularlos con las tendencias recientes en la transformación del sistema sanitario.

La descentralización no contribuyó a la disminución de la desigualdad regional en salud, pero coincide con la reducción en la participación del Estado. Esta reducción se articula con la implantación de otra estrategia en los procesos de reforma: la focalización, en la que se sustituyen subsidios o servicios universales por focalizados con el argumento de la racionalización de los recursos y la prioridad de la población más vulnerable; en el fondo, se trata del principio de bajo costo y alta eficiencia que está determinando actualmente toda política pública. La reducción del conjunto de servicios anteriormente ofrecidos se articula con la descentralización, porque con las nuevas atribuciones y la "horizontalización" del sistema —consecuencia de la delegación de responsabilidades a las unidades locales de poder— el Estado se retira paulatinamente y se crea la estructura sanitaria ad hoc para operar las medidas focalizadoras.

Privilegiar la acumulación de capital y consolidar el modelo económico que agudiza la concentración del ingreso ha generado una disminución drástica en los recursos públicos y en el ingreso per cápita con que los individuos deben enfrentar los daños a su salud. Que los estados no descentralizados, aun con recursos escasos, estén teniendo hasta el momento un buen desempeño, revela que con la descentralización se está dando una transferencia de responsabilidades hacia los trabajadores de los servicios, las familias y los individuos; en los hechos se trata de una privatización de la salud. Para Collins y Green (1994), descentralizar en salud es un proceso eminentemente político en que debe prevalecer la delegación del poder a través del acceso de los grupos sociales a la definición de la política sanitaria y, sobre todo, a través de la distribución de los recursos. En tanto proceso político, la descentralización debe ser un medio y no un fin en sí mismo; considerarla como un fin ha llevado a encontrar que existe más de una forma en que puede ser entendida. Por ello es importante no perder de vista que la aplicación del concepto está subsumida por el uso político que se le da.

Las consideraciones anteriores tienen importancia en virtud de que para 1995 se propone una segunda versión de la descentralización en salud (Poder Ejecutivo Federal, 1994); por ello es necesario relacionar el sistema sanitario mexicano con las influencias que recibe de nuevos actores. Las transformaciones propuestas se dan en un marco de reorganización económica y social en el plano internacional. Podemos decir que hasta antes de 1988, la política social mexicana estuvo definida por una noción del bienestar como obligación estatal, aunque se distinguen cambios profundos en esa materia desde el sexenio de Salinas de Gortari, cuando la política pública alcanza una mayor definición neoliberal. La crisis económica mundial afecta con mayor intensidad a los países en desarrollo en virtud de su enorme deuda externa; esta situación ha hecho posible que la relativa autonomía del Estado nacional se vea afectada por la constitución de nuevos dominios que por sus recursos financieros ejercen un poder sin precedentes en la política pública de los gobiernos nacionales.

Anteriormente, la política de salud venía siendo el resultado de un modelo de desarrollo al que le eran útiles la autonomía y la soberanía nacionales; en ese modelo, México se incorporaba a las recomendaciones de la organización Mundial de la Salud y de la organización Panamericana de la Salud; pero estos organismos han perdido tal capacidad y han sido desplazados por los organismos financieros internacionales —particularmente el Banco Mundial— que son ahora quienes definen el papel que el Estado debe desempeñar en materia de política pública. Resulta obvio que estos organismos representan a los acreedores de los países en desarrollo y pueden presionar a los gobiernos nacionales, mediante el condicionamiento de nuevos prestamos, a asumir sus recomendaciones; de hecho, son ellos quienes han venido formulando el sentido que toma la globalización principalmente en el cuestionamiento de la capacidad de los gobiernos nacionales y su soberanía. Sin duda se trata de la conformación de nuevos dominios y niveles en la estructura de flujo de recursos significativos.

Los cambios que se proponen al sistema de salud en México pueden agruparse en lo que se ha denominado la reforma sanitaria y tienen como marco una particular versión de la globalización; en términos de Beck (1997), estamos no frente a la globalización sino al globalismo, que es la noción de sustitución o desplazamiento del quehacer político por el mercado mundial; idea liberal que reduce la globalización a su dimensión económica. El globalismo de los mercados, con la reducción estatal, impone en América Latina políticas de ajuste con las cuales se dice que será superada la crisis económica y que llevarán a la región a la competitividad internacional, a incluirse en la "globalización".

Sobre el sector salud como parte del sistema político mexicano se ha superpuesto otro poder que ha venido a modificar sustancialmente la configuración de los dominios y niveles que conformaban la anterior estructura. Con los argumentos de ineficiencia estatal, baja competitividad y desperdicio de recursos (BM, 1993), los últimos gobiernos han promovido importantes cambios para el papel del Estado en materia de salud. Es necesario recordar que, por definición, todo sistema político es influido por otros sistemas de poder; no podemos estudiar un sistema sanitario nacional sin reconocer las influencias externas. Los organismos financieros internacionales vienen a conformarse en nuevos "supraniveles" o unidades operantes mayores con la importancia que les otorga el control de los recursos económicos. A partir de la década pasada, el Banco Mundial trascendió su normal influencia en la política económica de la región y abarcó otros terrenos de la política pública. En 1993 el Banco Mundial estableció "recomendaciones" a los gobiernos latinoamericanos que han venido a redefinir los principios ideológicos sobre los cuales se formularon las políticas de salud en los modelos de bienestar. En ellas se sustituyen términos como el de usuarios por los de consumidores y/o compradores.

Con el advenimiento de la modalidad neoliberal en la organización social se inicia una nueva etapa en materia de políticas de salud; vuelve a plantearse la descentralización del sistema sanitario como una condición sine qua non para la actual reforma en salud mediante la cual —según el discurso oficial— se pretende dar solución a la crisis financiera sobre todo de los subsistemas de seguridad social y lograr la cobertura total; se dice que mediante la reforma se conseguirá además el mejoramiento de la calidad, la eficiencia y la equidad (Poder Ejecutivo Federal, 1994; Poder Ejecutivo Federal, 2001). No obstante, ahora la descentralización no parece estar motivada por la racionalización de recursos, sino que representa la estrategia básica para la implantación de nuevas modalidades de financiamiento, con la consiguiente posibilidad de introducir los servicios médicos en el circuito del libre mercado; una virtual privatización selectiva.

A través de la cotización de los insumos en los procedimientos médicos, se les fija un precio y se calcula su impacto a través de años de vida productiva ganados por ciertas intervenciones. Éste viene a ser el criterio "técnico" (desprovisto, según esto, de cualquier carácter ideológico) mediante el cual se categorizan las acciones en salud y se determina cuáles deben ser asumidas por el Estado (BM, 1993) y cuáles deben ser introducidas a las fuerzas del mercado. El proceso de trabajo médico es sometido a una modalidad de líneas productivas (Imershein y Estes, 1996) en que se facilita la cotización de cada procedimiento y el control de los insumos. Con esta nueva organización y división del trabajo médico mediante los denominados grupos relacionados de diagnóstico (GRD) es como se delimita cuáles deben ser los servicios públicos de salud.

En esta perspectiva, las acciones que se incluirían en la política sanitaria serían aquellas de bajo costo y alto impacto por su efectividad para evitar la muerte. De esta manera se definen paquetes básicos de salud (Poder Ejecutivo Federal, 1994) y seguros populares (Poder Ejecutivo Federal, 2001) para la población pobre en los que se incluyen servicios médicos esenciales, no por la vulnerabilidad del grupo social sino por la simplificación de su aplicación. La formulación de los paquetes mínimos de servicios rompe con otro de los principios básicos que regían la prestación de servicios: a necesidad igual, servicio igual, ya que los paquetes incluyen sólo aquellos padecimientos que por su bajo costo son considerados prioritarios, pero cabría preguntarse ¿qué haría una familia y/o un individuo en situación de pobreza si presentara un padecimiento no contemplado en el paquete que por promedio le corresponde y que por su condición social no puede acceder a los servicios privados?

El nuevo principio sobre el que se desglosa la actual política sanitaria es que la salud es un bien cuya responsabilidad es de los individuos (BM, 1993). Como puede verse, hay un giro radical en la lógica sobre la que se había expandido el sistema sanitario nacional en el Estado benefactor. La noción de atención médica como bien privado se ha traducido en políticas sociales formales en los últimos gobiernos donde se propone con cierta ambigüedad la desregulación, la diversificación en el financiamiento, la promoción de la competitividad, la calidad, el federalismo corporativo en salud, la integración del sistema, la ampliación de la participación ciudadana y la libre elección (Poder Ejecutivo Federal, 2001). Pero el interés sobre la desregulación del sistema sanitario en realidad parece estar más orientado a garantizar nuevas fuentes para la acumulación de capital, toda vez que no hay evidencia empírica que permita asegurar que los servicios privados son más eficientes y de mayor calidad que los públicos (Laurell, 1997); de hecho lo que se ha comprobado es que la prestación de servicios médicos por parte de instituciones privadas genera serias problemáticas: explosión de costos (Mesa Lago, 2000), selección adversa de las aseguradoras (Tetelboin y Granados, 1999; Mesa Lago, 2000) y mayores cargas laborales para los trabajadores (Tetelboin y Granados, 2001).

En la reedición de la descentralización no se recupera de manera suficiente la primera experiencia, las actuales propuestas ponen el acento en la focalización exhaustiva de servicios mínimos a la población en extrema pobreza. El contenido de tales paquetes (Poder Ejecutivo Federal, 1994) no sólo no da respuesta a las posibles contingencias en salud que pueden padecer las familias pobres; tampoco responde a las necesidades básicas de salud para incorporar a los grupos marginados al desarrollo social. Esta estrategia ha tenido sus propias versiones en otros países (plan básico de salud en Venezuela, por ejemplo; Díaz Polanco, 1995) y ha mostrado ya sus complicaciones.

Toda propuesta de reorganización del sistema sanitario debe partir de concebirlo como un sistema que se estructura mediante el uso del poder. Deben recuperarse las experiencias previas y de otros países. Toda decisión de descentralizar debe basarse en el principio de que la concentración de recursos energéticos en una sola unidad o sector social, concentra el poder y "de ordinario desata sucesos fatales" (Adams, 1983). Dicho principio debe ser contrastado con las tendencias actuales de focalización del gasto en los servicios del primer nivel de atención en las unidades básicas del sistema a quienes correspondería administrar y otorgar los paquetes básicos; una vez instrumentada la descentralización, se abrirían amplios márgenes para que los servicios de segundo y tercer nivel fueran administrados en un régimen privado.

Estudiar las relaciones de poder entre los distintos niveles que conforman el actual sistema sanitario mexicano y sus tendencias de transformación resulta un abordaje inacabado e indispensable; la teoría neoevolucionista del poder aporta el concepto de recursos energéticos significativos como una herramienta metodológica útil para analizar las principales problemáticas en todo proceso de descentralización de la política pública. Sin embargo, su aplicación no puede prescindir de su contextualización en la influencia de dominios mayores y de la concentración de los recursos en algunos sectores de la población, toda vez que abstraer el sistema sanitario y aplicar sólo en él el concepto de unidades operativas reduce el problema de la descentralización al mal manejo de los recursos por los agentes de la política pública o a determinados obstáculos. Por su parte, el concepto de política sanitaria viene a ser un elemento de primer orden en el estudio de los sistemas de salud, ya que permite caracterizar maneras distintas y contradictorias en la búsqueda de solución a las problemáticas de salud, donde pueden observarse pugnas entre distintas corrientes de interpretación de la salud colectiva y las formas de irse aproximando a la solución de sus problemas.

Al mismo tiempo, los especialistas en salud colectiva proponen, desde sus distintas corrientes, modelos explicativos de la crisis del sistema y propuestas de solución también distintas. Mientras que una fracción del pensamiento sanitarista adherida a la tendencia neoliberal, adquiere la oficialización estatal en el actual régimen (aunque sus influencias se han dejado ver desde antes), otra corriente busca incluirse en posiciones de la arena política desde las cuales impugnar, denunciar, argumentar e incluso instrumentar estrategias que permitan restablecer la noción de la salud como una necesidad básica cuya satisfacción es posible desde el compromiso público y la responsabilidad colectiva (Laurell y Ruiz, 1996) buscando permitir el empoderamiento de los individuos y su plena participación en la sociedad.

 

BIBLIOGRAFÍA

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Notas

1 Descentralización que confunde el concepto con el de privatización que precisa Collins, 1994.

2 Esperando que ésta se expresara en un incremento de la cobertura del sistema que se acercara a la universalidad.

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