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Revista mexicana de sociología

versión On-line ISSN 2594-0651versión impresa ISSN 0188-2503

Rev. Mex. Sociol vol.65 no.3 Ciudad de México jul./sep. 2003

 

Transición democrática y popularidad

 

Gobernabilidad democrática a comienzos del siglo XXI: una perspectiva latinoamericana

 

Democratric Governance at the Beginning of the 21st Century: A Latin America Perspective

 

Gerardo L. Munck*

 

* Dirigir correspondencia al Colegio de Relaciones Internacionales, Universidad de California del Sur, Los Ángeles, California, e-mail: munck@usc.edu.

 

Recibido en abril de 2002.
Aceptado en febrero de 2003.

 

Resumen

La realidad política actual de América Latina está configurada por la coexistencia de regímenes democráticos al lado de una serie de factores políticos y socio-económicos profundamente preocupantes: corrupción desenfrenada, violencia generalizada y niveles de pobreza y desigualdad desgarradores. Partiendo de esta caracterización, y evitando la común visión teleológica que ve a esos países siguiendo el camino de las democracias de Europa Occidental, se discuten los escenarios futuros que enfrenta América Latina. Además, poniendo el énfasis en uno de estos escenarios, fundado en una revalorización de la política, se esbozan los elementos de una nueva agenda política que permitiría refundar la gobernabilidad democrática sobre la base de prácticas más afines al buen gobierno (good government), seguridad y justicia, y prosperidad inclusiva.

Palabras clave: gobernabilidad democrática, régimen democrático, Estado de derecho, modelo de desarrollo, revalorización de la política.

 

Abstract

Current political reality in Latin America is characterized by the co-existence of democratic regimes with a series of deeply worrying political and socio-economic factors: unbridled corruption, widespread violence and appalling levels of poverty and inequality. Taking this characterization as the point of departure and avoiding the common teleological vision that sees these countries following the path of democracies in Western Europe, the future scenarios faced by Latin America are discussed. In addition, focusing on one of these scenarios, based on a re-assessment of politics, an outline is provided of the elements of a new political agenda that will enable democratic governance to be re-established on the basis of practices that are more compatible with good government, safety, justice and even prosperity.

Key words: democratic governance, democratic regime, rule of law, development model, re-assessment of politics.

 

LA REALIDAD POLÍTICA DE AMÉRICA LATINA a comienzos del siglo XXI está configurada, fundamentalmente, por la coexistencia de regímenes democráticos al lado de una gama de factores políticos y socioeconómicos profundamente preocupantes: corrupción desenfrenada, violencia generalizada y niveles de pobreza y desigualdad desgarradores. Por un lado, América Latina tiene hoy la distinción de ser la región del mundo más consistentemente democrática afuera del conjunto de países que se pueden llamar las democracias industriales avanzadas. Por otro lado, la región se caracteriza por elementos negativos que la distinguen no sólo de los países de Europa occidental y otras democracias ricas, sino también, en algunos aspectos como la desigualdad, incluso de otras regiones en desarrollo. En pocas palabras, América Latina es una región de contrastes marcados, conquistas históricas y retos colosales.

Esta caracterización tiene implicaciones significativas para los debates actuales sobre la gobernabilidad democrática; específicamente, ofrece un punto de referencia esencial para abordar una discusión sobre los escenarios futuros enfrentados por América Latina que rompa con la tradicional visión teleológica que ve a los países de la región como si estuvieran siguiendo la senda trazada por las democracias de Europa Occidental. En efecto, al resaltar una diferencia clave entre América Latina y Europa Occidental —que los cambios positivos en América Latina en relación con el régimen político no han estado acompañados por una tendencia hacia el buen gobierno (good government), la seguridad y la justicia, y la prosperidad inclusiva— tal caracterización expone el error de buscar soluciones a los problemas de la región mediante modelos importados y apunta a la necesidad de desarrollar una perspectiva propiamente latinoamericana sobre la cuestión de la gobernabilidad democrática.

Enfrentar la realidad actual de América Latina y dejar a un lado las esperanzas vanas de replicar el camino seguido por los países europeos es un ejercicio que ofrece pocas razones para ser optimista. Desafortunadamente, las tendencias que se pueden vislumbrar con alguna claridad apuntan hacia la continuidad o el empeoramiento de la situación. Sin embargo, del ejercicio que aquí se propone surgen dos sugerencias importantes. En primer lugar, que el desarrollo de un escenario positivo debe girar en torno a la construcción activa de una visión alternativa pero realista, y a la formación de una fuerza social capaz de imponerse a los actores poderosos que tienen interés en la continuación de la situación actual. La segunda sugerencia es que el camino que se debe seguir para llegar a tales fines corre a través de las instituciones del régimen democrático, y que la búsqueda de una gobernabilidad democrática que responda a los retos que enfrenta la región sólo se abrirá en tanto los latinoamericanos lleven a cabo una profunda reevaluación y revalorización de la política.

En este artículo desarrollo estos puntos con más detalle y ofrezco un sustento para los argumentos expuestos en esta introducción. Empiezo con una descripción de la situación presente en América Latina, la cual provee la evidencia necesaria para su caracterización como una región de contrastes marcados. Luego ofrezco algunas reflexiones sobre la cuestión de la gobernabilidad democrática a la luz de dicha caracterización. En este contexto, discuto tres escenarios: dos pesimistas, pero bastante probables, y uno optimista, pero que requiere, como primer requisito, una revalorización de la política. Finalmente, me extiendo sobre este último escenario para ofrecer unas breves consideraciones sobre los elementos necesarios para una nueva agenda que dé contenido a esta muy necesaria revalorización de la política en América Latina.

 

UNA REGIÓN DE CONTRASTES MARCADOS

Una conquista histórica: regímenes políticos democráticos

A finales de la década de los setenta, esto es, bastante antes de la caída del comunismo en el Este, América Latina empezó una vasta y profunda transformación política. Los regímenes políticos militares, cerrados y represivos en América del Sur llegaron a su fin con el reestablecimiento de regímenes electos, democráticos. Las sociedades centroamericanas en guerra emprendieron la resolución pacífica de sus conflictos y comenzaron lo que en muchas instancias es su primera experiencia con la democracia. La gradual apertura política en México culminó en el 2000 con la alternancia del poder en la presidencia. Así, a medida que empezaba el siglo XXI, los latinoamericanos podían celebrar unos destacados logros políticos. Una región que a mediados de la década de los setenta estaba, casi en su totalidad, bajo el control de gobernantes autoritarios —sólo Costa Rica, Colombia y Venezuela se apartaban de la tendencia regional— se había tornado casi enteramente democrática.1

Existen excepciones a esta tendencia general que deben señalarse. Todavía es autoritaria Cuba; y en Haití (1991), Perú (1992 y 2000) y la República Dominicana (1994) ocurrieron quiebres indiscutibles de la democracia. Además, en la región como un todo se ven muchas situaciones intermedias, un reflejo de la dificultad de democratizar plenamente el régimen democrático y de la erosión de la democracia. Estas situaciones tienen que ver, en parte, con el viejo problema latinoamericano de las prerrogativas de los militares, las cuales constriñen o condicionan el poder de los gobernantes civiles. Otra fuente de restricciones democráticas tiene que ver con las relaciones entre los presidentes y los congresos, las cuales no se ajustan a las normas democráticas, ya sea porque el jefe del ejecutivo no respeta el derecho de los legisladores electos (como ocurrió con Menem en Argentina o Fujimori en el Perú) o porque los presidentes electos son desplazados del poder en una forma semiconstitucional (como en el Ecuador en 1997 y 2000).2 Finalmente, hay casos bastante distintivos. En Colombia, la erosión de la democracia desde 1989 tiene que ver con una variedad de factores —las drogas y la militarización extendida de la sociedad— que afectan directamente el proceso electoral por medio del secuestro y asesinato de candidatos políticos, y la intimidación y la supresión de la libre participación de los votantes. Y en Venezuela, una crisis del régimen se desencadenó en el 2002 debido, por una parte, a las acciones del gobierno, que crecientemente se desentendió de su responsabilidad de garantizar las condiciones para la competencia electoral libre y justa, y por la otra, a la orientación golpista de buena parte de la oposición. Así pues, la democratización plena, entendida aquí en términos de la existencia de un régimen político nacional caracterizado por la realización de elecciones competitivas con participación plena, que conduzca al acceso a cargos públicos dotados de un efectivo poder estatal, sigue siendo un desafío importante para América Latina.3

No obstante, la tendencia regional a la democratización permanece clara y fuerte. Nunca antes ha habido tantos países democráticos en América Latina y nunca antes han sido tan durables las democracias latinoamericanas (Mainwaring, 1999). En efecto, es crucial subrayar que todavía tiene sentido entender y clasificar los regímenes latinoamericanos en términos de subtipos de democracia en vez de subtipos de autoritarismo, como los de regímenes autoritarios electorales o de poder dominante que se encuentran en otras regiones del mundo en desarrollo (McFaul, 2002; Carothers, 2002; Diamond, 2002; Levitsky y Way, 2002; O'Donnell, 2002). Además, nunca antes ha sido tan amplio y profundo el consenso regional sobre la democracia. Este consenso se hizo evidente en la seriedad con que los países latinoamericanos han respondido a las amenazas a la estabilidad de la democracia en la región desde el golpe de Haití (1991) el autogolpe de Fujimori en Perú (1992) y el fallido autogolpe de Serrano en Guatemala (1993), hasta las crisis más recientes en Paraguay (1996, 2000), Perú (2000) y Venezuela (2002). Dicho consenso también se ha manifestado en la aprobación por todos los países miembros de la Organización de Estados Americanos (OEA) de la Carta Democrática Interamericana en septiembre de 2001. Esta carta, que establece en su primer artículo que "las personas de las Américas tienen un derecho a la democracia", no es más que una mera declaración de intenciones. Sin embargo, es difícil imaginar una región afuera de Europa occidental en la cual los gobiernos pudieran tener la voluntad política para dar tal paso.

En resumen, el establecimiento y el sostenimiento de regímenes democráticos en América Latina es una conquista de proporciones realmente históricas. Aunque subsisten las amenazas a la democracia, América Latina ha roto el ciclo político que durante el periodo 19451978 produjo frecuentes oscilaciones entre regímenes democráticos y autoritarios.

Desafíos colosales: corrupción, violencia, pobreza y desigualdad

Los avances democráticos en América Latina en tiempos recientes no significan que el estado actual de la región sea el óptimo posible. En efecto, tomando sólo algunos indicadores que son emblemáticos de cuestiones más amplias, es posible mostrar que las democracias latinoamericanas coexisten con una serie de factores extremadamente graves. Tales factores, es necesario enfatizar, apuntan a dimensiones distintas del régimen democrático propiamente dicho. Pero también están íntimamente relacionadas con el régimen político y pueden llevar a un cuestionamiento del valor del régimen democrático.

Uno de estos factores es la común incidencia de la corrupción. Este hecho es confirmado por el índice de percepciones de corrupción elaborado por Transparencia Internacional (véase el cuadro 1). En efecto, con la clara excepción de Chile y con las excepciones parciales de Uruguay y Costa Rica, los otros países latinoamericanos se sitúan en la mitad inferior de este índice (véase también Víal 2002: 159-62). Más anecdóticamente, las prácticas corruptas han afectado al mundo de los negocios a tal punto que han sido criticadas por empresas estadounidenses, debido a la desventaja en que las ponen supuestamente por su incapacidad para ofrecer el mismo nivel de sobornos que las empresas de otros países. Ésta es una anécdota instructiva no sólo porque ofrece una evidencia de la magnitud del problema, sino también, y de manera más significativa, porque sirve para recordarnos que la corrupción es una cuestión que muchas veces requiere un cierto tipo de relación entre políticos y élites económicas. Tales alianzas de complicidad son frecuentemente ignoradas en las discusiones sobre la corrupción, las cuales ofrecen poco más que una crítica justificada, pero esencialmente moralista, de los políticos corruptos. Sin embargo, el análisis de dichas alianzas es esencial para una mejor comprensión de la naturaleza y el impacto de la corrupción.

A nivel general, estas alianzas de complicidad son evidencia de que, no obstante toda la discusión acerca del neoliberalismo desde los años ochenta en adelante, la forma de capitalismo adoptada en América Latina es en verdad un capitalismo político, en el cual las empresas privadas adoptan estrategias orientadas tanto a la búsqueda de rentas como resultado de la acción del Estado, cuanto a ganancias obtenidas por medio de una competencia en el mercado. Por lo tanto, el problema de la corrupción está, en gran parte, ligado de manera directa a la productividad económica.4 Pero el problema es más profundo, porque la vasta influencia de la corrupción también disminuye la posibilidad de requerir que las empresas privadas y las élites económicas contribuyan con su cuota justa al desarrollo nacional, y esta falencia tiene graves implicaciones. En efecto, la incapacidad de los estados latinoamericanos para imponer impuestos a los ricos y a las grandes empresas es un factor importante tanto de la crisis fiscal del Estado como de la política, impuesta por el Fondo Monetario Internacional (FMI), de reducción del déficit presupuestal mediante recortes en los programas sociales y no mediante el alza de los impuestos, algo considerado poco factible. Aunque la manifestación más directa de la corrupción —el uso ilegítimo de recursos públicos para fines privados— es sumamente ofensiva, sus raíces son por lo tanto más profundas, puesto que involucran intereses bien establecidos y poderosos, y sus efectos son más amplios, puesto que afectan las posibilidades de desarrollo económico.

Es importante, pues, notar que los regímenes democráticos de América Latina coexisten con un fuerte déficit en cuanto al Estado de derecho en su aspecto republicano (O'Donnell, 1999b: 31, 38) y que América Latina difiere notablemente del paradigma ofrecido por las democracias estables de Europa Occidental. Mientras que Europa Occidental se caracteriza por la práctica de buen gobierno (good government), en las democracias latinoamericanas los titulares de los cargos públicos abusan frecuentemente de la confianza pública y usan los poderes y recursos públicos para fines privados (véase el cuadro 2).

Un segundo aspecto inquietante de la realidad latinoamericana es la extendida presencia de la violencia. El problema no es un asunto de represión estatal contra grupos políticos, como lo era bajo los regímenes autoritarios durante las décadas de los años sesenta y setenta. Tampoco tiene que ver con los conflictos armados que involucran las guerrillas. Aunque tales fenómenos eran comunes tanto en América Central como en América del Sur desde los años sesenta hasta principios de los noventa, sólo en Colombia persiste este tipo de conflicto. En cambio, la violencia en América Latina asume hoy dos nuevas formas. Por un lado, el problema es un asunto de actos de comisión de represión por parte de agentes del Estado, tales como la policía, pero dentro del contexto de un régimen democrático. Por otro lado, el problema es un asunto de actos de omisión, debido a la falta de voluntad política o de capacidad estatal, que resulta en la ausencia de seguridad pública y un sistema de justicia que castigue las acciones u omisiones tanto de los agentes estatales como de los privados que violan los derechos civiles de los ciudadanos (Méndez, O'Donnell y Pinheiro, 1999; Brinks, 2002).

Además de señalar la forma cambiante de la violencia en América Latina, es imperativo subrayar la magnitud asombrosa de las violaciones de los derechos civiles. Este aspecto oscuro de América Latina no ha recibido la atención que merece en los medios masivos de comunicación de los países del Norte. En efecto, ahora que la violencia no está ligada a una agenda ideológica clara o a la lucha por la democracia, y ahora que pocas víctimas de la violencia pertenecen a la clase media, la falta de conciencia global sobre la situación de América Latina ha decrecido. Pero los datos difícilmente podrían ser más llamativos. Desde una perspectiva global, la tasa de homicidios en América Latina es la más alta del mundo (véase el cuadro 3), y países como Colombia, El Salvador y Brasil tienen un nivel de violencia letal que las pone, desafortunadamente, entre las sociedades más violentas del mundo (Krug, 2002: 300-307). La trágica realidad es que, en algunos países, más personas mueren hoy en día como resultado de las nuevas formas de violencia que por la violencia desatada por las dictaduras militares y las guerras civiles de los años setenta y ochenta.

Es difícil encontrar evidencia más concluyente de que algo esta seriamente mal con las democracias latinoamericanas actuales, y que la realidad de la región, aunque parecida a la de Europa Occidental en lo que tiene que ver con el régimen político, difiere notablemente en otros aspectos. Específicamente, el tipo de violencia que hoy es tan común en América Latina es evidencia del déficit notable que sufre esta región en lo que se refiere a la existencia de límites no negociables que restrinjan el uso del poder del Estado y a la garantía de respeto de ciertos derechos civiles básicos, es decir, en cuanto al Estado de derecho en su aspecto liberal (O'Donnell, 1999b: 31, 38).

Pero aún otro factor negativo —los obscenos niveles de pobreza y de desigualdad que son la norma en América Latina— debe ser notado. En efecto, es necesario subrayar que, en comparación con las décadas de los años cincuenta a setenta, cuando la región progresó en términos de crecimiento e integración social bajo el viejo modelo económico de industrialización por sustitución de importaciones (Touraine, 1989), las últimas décadas han dejado un saldo muy negativo. La década perdida de los ochenta fue seguida por una en la que el crecimiento del producto interno bruto (PIB) fue de 3.3% anual pero sólo de 1.5% en término del PIB per cápita (Interamerican Development Bank, 2001: 12). Así es que hoy, comparativamente, América Latina no sólo tiene un ingreso per cápita inferior al de los países industriales avanzados, sino también al de los países del Sudeste Asiático, el Medio Oriente y Europa del Este (Interamerican Development Bank 2000: cap. 1). Y con este nivel de crecimiento, poco es lo que se ha podido hacer para bajar los altos niveles de pobreza en América Latina, que afectan en el 2001 a un número absoluto de 214 millones de latinoamericanos o 43%, un porcentaje de habitantes más alto que en 1980 (véase el cuadro 4).

Además, la triste reputación de América Latina como la región con mayor desigualad social del mundo (Morley, 2001: 17-18) sólo es superada por la deprimente falta de algún signo de mejoría en dicha situación (véase el cuadro 5). Por lo tanto, al pensar acerca de la gobernabilidad democrática, es necesario tener en cuenta que el modelo de desarrollo que América Latina empezó a adoptar en los ochenta no ha generado una prosperidad inclusiva, sino que ha reproducido, y hasta incrementado, los niveles de pobreza y desigualdad.

En resumen, América Latina es una región de marcados contrastes. Por un lado, la conquista de regímenes democráticos constituye un hito histórico. Por el otro, estas democracias coexisten con muchas tendencias profundamente preocupantes, que definen un conjunto de retos colosales que deben enfrentarse. Con dos décadas de experiencia con regímenes democráticos, se ha tornado obvio que las democracias de América Latina no han ofrecido una solución satisfactoria a los problemas que aquejan a sus ciudadanos.

 

REPENSANDO LA GOBERNABILIDAD DEMOCRÁTICA

El persistente carácter de los desagradables correlatos de las democracias latinoamericanas está forzando una reconsideración de la gobernabilidad democrática.5 En efecto, es importante recordar que a principios de los años ochenta prevalecía un ánimo y una forma diferentes de pensar esta cuestión. En ese entonces se pensaba que los gobernantes autoritarios eran la principal fuente de los problemas que afectaban a la región y que, una vez que éstos fuesen desplazados del poder, las cosas volverían más o menos a su lugar apropiado y gradualmente la democracia solucionaría los otros problemas de la región. Más analíticamente, podemos decir que por esa época predominaba una visión teleológica, basada en una comparación errónea entre Europa Occidental y América Latina, que sostenía que existe una afinidad entre democracia, buen gobierno, seguridad y justicia, y prosperidad inclusiva; y que dicha afinidad tarde o temprano terminaría afianzándose. Pero todo esto ha cambiando a medida que se ha tomado conciencia de que estas múltiples dimensiones no necesariamente se complementan y desarrollan en forma paralela. Así, pues, el esfuerzo por repensar la cuestión de la gobernabilidad democrática en América Latina y ofrecer un análisis más adecuado de la coyuntura actual responde a una necesidad urgente. Nada garantiza, sin embargo, que de tal análisis surja una visión optimista. En efecto, los escenarios que hoy por hoy se pueden vislumbrar ofrecen poca razón para el optimismo.

Un escenario de continuidad: el poder de las élites políticas y económicas

Un primer escenario, y el futuro más probable para América Latina, es la continuación de los patrones actuales. Este escenario se fundamenta en la proposición de que la combinación de los regímenes democráticos con la corrupción, la violencia, la pobreza y la desigualdad, aunque moralmente perversa, constituye un sistema en equilibrio en vez de un conjunto de elementos incompatibles. Aunque esta proposición pueda parecer contraintuitiva a muchos observadores, se basa en una idea clave: que los aspectos problemáticos de América Latina no representan meramente una coincidencia superficial, sino que están firmemente sustentados en las relaciones de poder de las sociedades latinoamericanas. Una comparación entre América Latina y Europa Occidental ofrece amplia evidencia a favor de esta proposición.

Con respecto al Estado de derecho —cuya debilidad en América Latina se manifiesta en los problemas de corrupción y violencia, entre otros—, la diferencia entre América Latina y Europa Occidental puede explicarse de la siguiente manera. Para empezar, como argumenta Sebastián Mazzuca (2000, 2002), una diferencia clave es que la formación de un Estado de derecho en Europa Occidental se dio antes de la democratización. Así que, usando términos weberianos, con pocas excepciones, la democratización en América Latina, en contraste con Europa Occidental, ocurrió en el contexto de un estado patrimonial y no de uno burocrático. Esta diferencia en el punto de partida es clave. No sólo es que América Latina enfrente un desafío para el que no existen precedentes: democratizar el régimen y, casi simultáneamente, reformar el Estado. Además, como señala Mazzuca (2002), es necesario notar que los actores que afectan la formación del Estado son generalmente diferentes de los que impulsan la democratización del régimen. Y, más específicamente, que los actores que han jugado un papel en la democratización reciente de América Latina, y que han sido fortalecidos debido a dicho proceso, pueden tener un incentivo para oponerse a la creación de un auténtico Estado de derecho. Existe, pues, una razón bien fundada —los intereses de actores políticos poderosos— por la cual no debe esperarse que en América Latina se desarrolle un Estado de derecho a la europea.

Un argumento similar puede ser ofrecido con respecto al modelo de desarrollo, cuyas deficiencias han impedido cualquier tipo de progreso notorio y sostenido en la lucha contra la pobreza y la desigualdad en América Latina. En Europa Occidental, la democratización ocurrió en el contexto de economías dinámicas y, además, la transición a la democracia dio lugar a un compromiso de clase. Pues, en esa región, la democracia se basó en, y cementó, un intercambio político por medio del cual la moderación de las demandas de los trabajadores y de la izquierda —una meta de las élites económicas— fue canjeada por políticas redistributivas —una demanda central de los actores de masa (Przeworski, 1985). Así es que la democracia estuvo asociada con otro bien público: la prosperidad inclusiva. Pero en América Latina, la relación entre la democracia y el modelo de desarrollo fue bastante diferente.

La diferencia entre América Latina y Europa Occidental se vio claramente en las décadas de los años cincuenta, sesenta y setenta, cuando la democracia fue un régimen político bastante común en América Latina. Durante esas décadas, las democracias de la región adoptaron, generalmente, políticas redistributivas, como en Europa Occidental. Pero estas políticas no produjeron democracias estables, sino que generaron procesos políticos conflictivos, que amenazaron los intereses de las élites económicas a tal punto que éstas formaron coaliciones con los militares con el fin de perpetrar golpes de Estado (O'Donnell, 1972; 1999a: cap. 1). Y la diferencia entre América Latina y Europa Occidental no desapareció cuando las democracias establecidas en América Latina en los años ochenta se mostraron más estables.

En efecto, hay dos razones fundamentales por las cuales las democracias latinoamericanas actuales son más sustentables. La primera es que las bases sociopolíticas de los grupos de izquierda fueron destruidas durante los regímenes autoritarios de los sesenta y setenta (Drake, 1996; Munck, 1998: cap. 7). La segunda es que con la mayor movilidad del capital y la integración económica —dos aspectos de la globalización— los gobiernos actuales ni siquiera intentan poner en marcha políticas redistributivas. Por lo tanto, la estabilidad de la democracia desde la década de los ochenta en adelante, en contraste con lo ocurrido en los sesenta y setenta, se debe justamente a que la moderación de las masas ya no requiere políticas redistributivas y a que el costo de la democracia para las élites económicas es, pues, mucho menor.

En fin, es necesario reconocer que existen múltiples equilibrios que pueden sostener la democracia, y que el modelo europeo —caracterizado por un equilibrio basado en un compromiso de clase que promueve un modelo de desarrollo que genera una prosperidad inclusiva— es sólo una posibilidad. En contraste, en América Latina la estabilidad de la democracia se ha apoyado en una base muy diferente: la ruptura, en vez del establecimiento, de una conexión entre democracia y redistribución, y un modelo de desarrollo que reproduce y hasta profundiza la pobreza y la desigualdad en la región. Más generalmente, tanto la discusión sobre el modelo de desarrollo como sobre el Estado de derecho sugieren que la asociación entre democracia y varios fenómenos negativos en América Latina no es una coincidencia ni es necesariamente pasajera. Por el contrario, esta discusión llama la atención sobre un elemento constitutivo de la situación actual de la región: que los actores que tienen el poder para introducir cambios —las élites políticas y económicas— no tienen interés en promover el cambio. El escenario más probable para el futuro de corto y mediano plazo de América Latina es, pues, uno que apunta a la continuidad.

Dos escenarios de cambio: la antipolítica o la revalorización de la política

Más allá de este escenario continuista, se pueden vislumbrar otros dos escenarios que contemplan la posibilidad de cambio. En este sentido, es importante recordar que por más poderosos que parezcan los intereses que sustentan el escenario arriba descrito, la falta de respuesta por parte de las élites a los problemas de la corrupción, la violencia, la pobreza y la desigualdad, ofrece oportunidades para cambios desde abajo. Pero esos cambios se pueden dar de dos formas que tienen implicaciones radicalmente diferentes, dependiendo del valor que se le asigne a la política.

Un primer escenario de cambio, que tiene aspectos claramente negativos, puede ser proyectado con base en los crecientes sentimientos antipolíticos y hasta antidemocráticos de amplios segmentos de la población. Estos sentimientos están enraizados en quejas legítimas, particularmente con respecto de los magros resultados obtenidos por el modelo de desarrollo neoliberal. En efecto, aunque era razonable pedir paciencia mientras se transitaba del viejo modelo económico a principios de la década de los ochenta, ya tales llamados a esperar a ver si el modelo neoliberal puede generar una prosperidad inclusiva carecen de credibilidad y sólo alimentan las frustraciones populares. Sin embargo, estas actitudes antipolíticas abren la puerta a la manipulación política por parte de actores autoritarios, e incluso apuntan a la posibilidad de una ruptura de los regímenes democráticos.

Ya hay signos en América Latina de que el fracaso de los líderes democráticos en proveer un buen gobierno y responder a las demandas por los derechos civiles y sociales básicos está generando nuevas dinámicas políticas. En efecto, en ningún lugar se puede ver más claramente que en Venezuela bajo Hugo Chávez, que el cuestionamiento de las fórmulas políticas que han conciliado hasta ahora las dos dimensiones del régimen político y de la gobernabilidad tiende a desatar acciones y reacciones que alzan el espectro de la ingobernabilidad y que ponen en peligro el régimen político democrático.

El único escenario optimista que se presenta a los latinoamericanos gira, pues, en torno a una reevaluación y revalorización de la política que permita mantener la gobernabilidad, pero con base en un nuevo equilibrio. Para evitar malentendidos, vale la pena clarificar que valorizar la política no significa estar en contra del mercado, aunque sí cuestionar la tendencia común en nuestra era de la globalización a dar primacía absoluta al mercado. Además, estar a favor de la política no lleva necesariamente a estar en contra de los actores e instituciones externos, aunque sí implica la necesidad de desarrollar respuestas nacionales, basadas en un diálogo entre actores nacionales y ratificadas por medio de canales democráticos. En lo más fundamental, pues, este escenario se apoya en la simple, pero radical proposición de que si América Latina va a responder efectivamente a los desafíos colosales que enfrenta, la solución va a tener que estar basada en una nueva agenda política que reconozca tanto la imposibilidad de replicar el camino seguido por los europeos como los peligros de las respuestas antipolíticas a los desafíos de la región.

La formulación de esta nueva agenda política tiene que adecuarse a los contextos y recursos específicos de cada país. Por lo tanto, es poco lo que puede decirse sin antes llevar a cabo un análisis exhaustivo de las realidades nacionales, algo que la presente discusión no intenta. Sin embargo, es útil esbozar algunos puntos un tanto genéricos acerca del contenido de una agenda basada en una revalorización de la política y de la forma en que ésta podría adelantarse. En particular, es posible elaborar varias ideas acerca de tres importantes interrogantes: ¿qué agenda es necesaria dentro del contexto actual de América Latina?, ¿cómo se debería tratar de fomentar tal agenda?, ¿quién es capaz de promover tal agenda?

El contenido básico de una agenda que responda a los problemas que hoy enfrentan los países de América Latina —el qué de la nueva agenda— surge directamente del análisis que se ha ofrecido aquí y podría resumirse en los términos de tres aspectos esenciales. El primero se refiere al régimen político y la meta de estabilizar las democracias latinoamericanas existentes y democratizarlas más plenamente.6 El segundo concierne al Estado de derecho y dos objetivos relacionados. Uno se refiere a la necesidad de asegurar que el proceso de toma de decisiones públicas esté basado en el principio republicano de separación entre lo público y lo privado, y la estricta prohibición del uso de poderes y recursos públicos para fines privados. Otro objetivo es la necesidad de asegurar que las acciones del Estado sobre la sociedad se ajusten al principio liberal del respeto a los derechos civiles básicos, principio que, por un lado, requiere que se establezcan ciertos límites a las acciones del Estado, y por otro, requiere que el Estado proactivamente garantice el respeto a los dichos civiles.7

Finalmente, el tercer aspecto atañe al modelo de desarrollo y la necesidad de implantar un modelo que conduzca a una prosperidad inclusiva. Este objetivo implica la superación de las visiones extremas que ven al mercado o al Estado como agentes exclusivos del crecimiento económico. En efecto, las experiencias exitosas, especialmente del Este asiático, muestran que el mercado juega un rol fundamental en el impulso del crecimiento, pero también que una condición clave del éxito de estos países ha sido que el Estado también ha jugado un papel crucial, tanto al apoyar a los agentes económicos privados como al imponer reglas de competencia. Esta meta también implica reconocer que el aporte del mercado a la eficiencia no resuelve, por sí solo, cuestiones sociales y que, por lo tanto, un modelo de desarrollo requiere además una explícita política social. Así pues, en términos de la reciente historia de América Latina, este aspecto apunta a la necesidad de formular un nuevo modelo que se aparte tanto del viejo populismo económico como del actual capitalismo político.8

Pasando a la cuestión de cómo se podría adelantar tal agenda, se puede afirmar, como principio general, que requiere que se revierta la tendencia reciente a la privatización de lo público y la activación de una contratendencia hacia la expansión de lo público. Ciertamente, la solución a los problemas de América Latina requiere un planteo integrado. Por ejemplo, como fue notado más arriba, una solución a los problemas de pobreza y desigualdad requiere una estrategia que simultáneamente ataque sus dos fuentes: el modelo de desarrollo y la corrupción. Por lo tanto, es importante no dejarse seducir por soluciones por demás simples. Pero sólo mediante la recuperación de lo público como una arena legítima para la acción política se puede empezar a reconstruir y capacitar al Estado como un agente de lo público, un requisito crucial tanto para la provisión de seguridad y justicia en todo el territorio nacional como para la búsqueda de soluciones a los problemas económicos y sociales. En fin, no obstante los múltiples argumentos sobre la globalización y el ocaso del los estados nacionales, éste sigue siendo el espacio privilegiado del poder político en el mundo actual (Mann, 1997) y el lugar donde los ciudadanos tienen mayores posibilidades de ejercer su influencia. Por lo tanto, el eje de debate real es si la agenda pública será definida desde arriba, por las élites, o desde abajo, por la masa de ciudadanos.

Más allá del énfasis en lo público, hay que decir dos cosas acerca del camino a seguir en la construcción de la nueva agenda política arriba esbozada. En primer lugar, es necesario reconocer que esta agenda implica cambios radicales. Después de todo, se trata de crear un camino nuevo, que rompa con la tendencia al pactismo entre los actores reformistas y las élites que ha dominado la historia de América Latina (Munck y Palermo, 1998) y que da tanta fuerza a un escenario continuista. La clave, sin embargo, es que tal cambio radical debe conciliarse con una meta básica —la defensa del régimen democrático— lo cual implica la renuncia sin excepciones al uso de la violencia y un compromiso para buscar soluciones consensuadas y para resolver las diferencias dentro del marco de las instituciones de la democracia (Cardoso, 2001).

En segundo lugar, es necesario reconocer que esta agenda tiene que movilizar a la población y ofrecer canales de participación adicionales a las elecciones. Después de todo, si la política no se abre más allá de la arena electoral y si no refleja las demandas de los movimientos sociales, es poco probable que cambie el sentimiento antipolítico de la población y se evite el segundo escenario arriba presentado. Pero también es vital reconocer el papel que deben jugar en la democracia esos actores tradicionales, los partidos políticos. El desafío, pues, es movilizar a la población de una forma que no profundice la crisis de representación partidaria que aqueja a los países de América Latina, sino que aliente una reforma y una revitalización de los partidos políticos y que haga que éstos sean más responsables ante los ciudadanos.

Finalmente, pasando a la cuestión de quiénes son capaces de promover tal agenda, debe notarse la necesidad de construir, mediante acciones creativas, coaliciones pluriclasistas con base en los actores nacionales.9 Pero también es necesario reconocer que la soberanía del Estado no es un valor absoluto que tiene prioridad respecto de cualquier otro valor, y considerar la dimensión extranacional de la política.10 En el contexto de América Latina, por supuesto, esto implica discutir el papel de Estados Unidos, que ha desempeñado y continúa desempeñando un papel tan central en la región (Lowenthal, 2000). Y en este sentido, dado el poder y la historia de intervencionismo unilateral de dicho país en la región, es útil resaltar que en vez de rechazar todo tipo de intervencionismo como evidencia de una amenaza a la soberanía nacional, sería más productivo pensar en cómo la construcción de una nueva agenda política podría ser facilitada por organizaciones internacionales tales como la Organización de Naciones Unidas (ONU) y la Organización de Estados Americanos (OEA), que promueven formas multilaterales de intervención, y por actores no estatales, como las organizaciones no gubernamentales (ONG) que son parte de nuestro mundo multicéntrico (Rosenau, 1997: 64-71, 330-337).

Estas ideas acerca de una nueva agenda política para América Latina son sólo eso: ideas. Pues para evitar la impresión de que esta discusión avanza una visión voluntarista de la historia es necesario recalcar que un cambio positivo, que dé respuesta a las necesidades urgentes de la región, es posible sólo en tanto se haga un trabajo político intenso y, además, que las posibilidades de éxito de tal trabajo político está fuertemente condicionado por factores preexistentes. A la vez, es crucial reconocer que un ingrediente necesario e irreductible de cualquier cambio social y político es precisamente el de las ideas, y que por tanto es valioso desarrollar la capacidad de imaginar una agenda diferente a la que impera en la mayoría de la región hoy.

 

CONCLUSIÓN: EL GRAN DESAFÍO

La realidad de América Latina a comienzos del siglo XXI es, no obstante el importante logro de los regímenes democráticos, sumamente preocupante. Además, es objetivamente baja la probabilidad de que los latinoamericanos puedan refundar la gobernabilidad democrática sobre la base de prácticas más afines al buen gobierno (good government), la seguridad y justicia, y la prosperidad inclusiva. El poder de los intereses creados y las tradiciones mismas trabajan a favor de un escenario que prevé la continuación de la situación actual. El sentimiento de los ciudadanos parece indicar, cada vez más, que si hay cambio, será hacia el escenario caracterizado por un debilitamiento del régimen político democrático. Sin embargo, los latinoamericanos, en algunas ocasiones, han construido su historia mediante acciones colectivas democráticas, aun cuando las probabilidades de dichas acciones eran objetivamente bajas. Ésta es la lección que dejan las luchas por la democracia en las décadas de los años setenta y ochenta. Por supuesto, es todavía una pregunta abierta si los latinoamericanos van a poder responder a los desafíos que ahora enfrentan mediante la elaboración de una alternativa que constituya una solución real y viable, y la construcción de una fuerza social suficientemente poderosa como para echar a andar democráticamente dicha alternativa. Pero de lo que no se puede dudar es de que la manera en que los latinoamericanos respondan a este gran desafío va a determinar las condiciones del desarrollo humano en la región durante las primeras décadas del nuevo siglo.

 

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Notas

1 Para una mirada histórica de los regímenes políticos de América Latina véase Hartlyn y Valenzuela (1997), Peeler (1998), y Diamond, Hartlyn, Linz y Lipset (1999).

2 Estos casos varían considerablemente. Lo importante es señalar que todos ellos pueden ser interpretados como un indicador de los problemas de la democracia, incluyendo el retorno de los militares como un actor importante en el contexto de crisis institucionales, como en Ecuador (2000). Sobre relaciones civiles-militares véase Diamant (1999) y Pion-Berlin (2001). Sobre relaciones ejecutivo-legislativo, véase O'Donnell (1999a: cap. 8) y Pérez-Liñán (2003).

3 La definición que uso aquí se basa esencialmente en Dahl (1971: 3-7, 1989: cap. 8-9) pero insiste más explícitamente en la necesidad de que los ganadores de cargos electos ejerzan efectivamente el poder.

4 Sobre la conexión entre la corrupción y el crecimiento económico, véase la investigación del Banco Mundial (Grey y Kaufman, 1998; Wei, 1999).

5 Los trabajos seminales en este debate son los de O'Donnell (1999a: parte IV; 2000).

6 Hay muchas reformas que podrían considerarse para democratizar los regímenes políticos de América Latina. Sobre las restricciones a la representatividad de los sistemas electorales, véase Samuels y Snyder (2001). Sobre esta cuestión véase también, sin embargo, a Reynoso (2002). Sobre un amplio espectro de cuestiones relacionadas con las elecciones y los partidos políticos, véase Nohlen, Picado y Zovatto (1998), y Del Castillo y Zovatto (1998).

7 Algunas propuestas de reforma institucional que se refieren tanto a la corrupción en la toma y ejecución de decisiones públicas, como a la administración de justicia, son abordadas en la bibliografía sobre rendición de cuentas [accountability] horizontal y social. Véase O'Donnell (1999b), Schedler, Diamond y Plattner (1999), y Smulovitz y Peruzzotti (2000, 2002). Lo que es notable en estas propuestas es que apuntan a la creación de ámbitos que permitirían y alentarían la participación de los ciudadanos más allá de la arena electoral.

8 Véase Bresser Pereira, Maravall y Przeworski (1993), Evans (1995), y Korzeniewicz y Smith (2000).

9 Sobre la construcción de coaliciones de cambio, véase O'Donnell (1999a: cap. 10).

10 En algunos asuntos, como el tráfico de drogas y el comercio internacional, la naturaleza del problema, y por lo tanto de su solución, va más allá de las fronteras nacionales. En otros, como las situaciones de crisis que requieren intervenciones humanitarias y las cuestiones de derechos humanos, pueden invocarse valores supranacionales más altos. Sobre este punto, véase International Commission on Intervention and State Sovereignty (2001).

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