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Revista mexicana de sociología

versión On-line ISSN 2594-0651versión impresa ISSN 0188-2503

Rev. Mex. Sociol vol.65 no.1 Ciudad de México ene./mar. 2003

 

Transformaciones: sociedad y Estado en América Latina

 

Diseño constitucional y separación de poderes en América Latina*

 

Constitutional Desing and Separation of Power in Latin America

 

Gabriel L. Negretto*

 

* Profesor-investigador de la División de Estudios Políticos del Centro de Investigación y Docencia Económicas. Dirigir correspondencia a carretera México-Toluca 3655, Lomas de Santa Fe, Álvaro Obregón, C.P. 01210, México D.F. Tel. 5727-9800, fax: 5727-9871; e-mail: gabriel.negretto@cide.edu.

 

Recibido en abril de 2002
Aceptado en junio de 2002

 

Resumen

Este artículo presenta una revisión crítica del modelo de frenos y contrapesos en que se fundaron originariamente los regímenes presidenciales latinoamericanos. Se argumenta que dicho modelo no representa actualmente una estrategia de diseño normativamente deseable ni es el criterio de separación de poderes que sigue la mayoría de las constituciones de América Latina. Tomando en cuenta las alternativas de diseño que existen en esta región, el trabajo propone una visión diferente de la separación de poderes en la que sea posible conjugar el pluralismo representativo con la capacidad de adoptar decisiones efectivas.

Palabras clave: diseño constitucional, separación de poderes, presidencialismo, América Latina, democracia.

 

Abstract

This article provides a critical review of the model of checks and balances on which Latin American presidential regimes were originally founded. It argues that this model no longer comprises a normatively desirable design strategy nor does it serve as a criterion for the separation of powers adopted by most Latin American constitutions. Bearing in mind the design alternatives that exist in this region, the study offers a different view of the separation of powers in which it will be possible to combine representative pluralism with the ability to adopt effective decisions.

Keywords: constitutional design, separation of powers, presidential rule, Latin America, democracy.

 

INTRODUCCIÓN

Los regímenes presidenciales latinoamericanos se fundaron originariamente en una versión del concepto de separación de poderes popularizada en el modelo de frenos y contrapesos de la Constitución de los Estados Unidos. A diferencia de un esquema de separación pura, que coloca en manos de distintos agentes el ejercicio de una función estatal específica, el modelo de frenos y contrapesos propone complementar la división formal de poderes con dos elementos adicionales. Por un lado, un sistema electoral que induzca en cada rama de gobierno una representación de intereses lo más diversa posible. Por otro, una distribución de poderes tal que permita a cada uno de los agentes estatales bloquear las decisiones de los otros, en ausencia de acuerdo entre ellos. La idea central de este mecanismo es mantener la separación mediante el equilibrio.

En este trabajo se argumenta que no obstante el prestigio del que aún goza a nivel teórico y del atractivo que ha ejercido históricamente, el modelo de frenos y contrapesos no representa hoy una estrategia de diseño normativamente deseable ni es de hecho el criterio de separación de poderes que siguen la mayor parte de las constituciones latinoamericanas. No es un diseño normativamente deseable puesto que se trata de un sistema que frustra tanto las posibilidades de formar mayorías legislativas con capacidad decisoria, como de lograr decisiones rápidas y efectivas en casos en los que los cambios de legislación se tornan necesarios o deseables para satisfacer las demandas de la ciudadanía. Por otra parte, la vigencia actual del modelo es limitada en América Latina, dado que la mayoría de los regímenes constitucionales de la región ha eliminado la representación de intereses diversos en cada rama del poder, o bien ha moderado sus capacidades de bloqueo mutuo, sobre todo concentrando en el ejecutivo el poder de promover cambios de legislación.

Tomando en cuenta las deficiencias del modelo original de frenos y contrapesos y las reformas que se han introducido para superarlas en América Latina, el objetivo final de este trabajo es articular los lineamientos de una nueva visión de la separación de poderes, capaz de satisfacer las demandas de legitimidad y eficiencia que pesan sobre las nuevas democracias de la región. Esta propuesta se funda no tanto en un abandono de los principios de separación de poderes, como en su transformación de un sistema de balances y vetos mutuos a un sistema de integración y cooperación entre poderes, en el que la necesidad de promover acuerdos y compromisos se vea equilibrada con la necesidad de arribar a decisiones finales representativas de la pluralidad de intereses que componen la sociedad.

Dividiré este trabajo en cuatro secciones. En la primera analizaré los elementos centrales del modelo tradicional de frenos y contrapesos y de la lógica que subyace al mismo. En una segunda sección ponderaré los méritos y defectos de este sistema tomando en cuenta el impacto que tiene sobre el proceso de decisiones. En la tercera sección me referiré a las principales variantes que presenta hoy en día el esquema de separación de poderes en América Latina. En una cuarta sección analizaré críticamente las opciones de diseño que existen actualmente en la región, con el fin de reformular un modelo de separación de poderes que permita conjugar la capacidad de gobernar en forma efectiva con la necesidad de asegurar el pluralismo representativo y la legitimidad democrática del proceso de decisiones.

 

I. LA SEPARACIÓN DE PODERES COMO SISTEMA DE FRENOS Y CONTRAPESOS

El modelo de frenos y contrapesos surgió como reacción ante el despotismo parlamentario y los excesos mayoritarios que, a juicio de la coalición dominante en la Convención de Filadelfia de 1787, habían supuestamente creado la doctrina de separación de poderes adoptada por los estados americanos desde 1776 (Wood, 1969: 446-453; Vile, 1998: 131-192; Gargarella, 1995; Rakove, 1996: 244-287). Las primeras constituciones de las colonias americanas fueron celosas en delinear con precisión las funciones de cada rama del poder, pero lo hicieron con el objetivo principal de fortalecer a las asambleas legislativas frente al ejecutivo. De esta manera, eliminaron o debilitaron el poder de segundas cámaras, privaron al ejecutivo de todo poder de veto en materia de legislación e hicieron de dicho ejecutivo un funcionario electo por la Legislatura (Rakove, 1996: 250). También buscaron, aunque en menor medida, evitar la influencia de los jueces sobre las decisiones legislativas, subordinando sus funciones a las del parlamento (Wood, 1969: 159-161). El gran defecto de este diseño, de acuerdo con los constituyentes de Filadelfia, fue no prever la posibilidad de que el parlamento mismo se erigiera en un poder absoluto que colocara bajo su influencia a las otras ramas del poder.

Fundado en el concepto republicano clásico de constitución mixta, el modelo de frenos y contrapesos1 se propuso precisamente como remedio para evitar en los hechos la usurpación de funciones por parte de una legislatura potencialmente invasora. Como lo señaló James Madison, principal defensor y expositor del nuevo sistema, la acumulación de funciones en un departamento no se evitaría de manera automática por el solo hecho de demarcar y separar precisamente las funciones de cada rama del poder y someter cada una de ellas al control del electorado. Mucho menos si de lo que se trata es de limitar el poder legislativo, que por naturaleza es el centro de la representación popular y tiene control directo sobre la regulación de los derechos individuales y sobre el manejo de los recursos del Estado. En este sentido, argumentó Madison, la única forma de hacer efectiva la separación es brindar a cada autoridad una jurisdicción parcial sobre las funciones de las otras, de modo tal que cada una de ellas tenga no sólo los "medios" sino también los "motivos" para evitar el abuso y la concentración de poder.2

El medio para prevenir la usurpación consistió en otorgar a cada una de las autoridades estatales un poder de veto que sirviera, al mismo tiempo, como arma de defensa e instrumento de control sobre las demás. En este sentido, los federalistas propusieron crear un ejecutivo independiente dotado de la capacidad de oponerse a la sanción de una ley, a menos que ésta sea requerida por una supermayoría legislativa, un Senado de composición reducida que representara en forma igualitaria a los estados y sin cuyo acuerdo resultaría imposible aprobar cambios de legislación, y un cuerpo judicial independiente dotado de la capacidad de declarar nulas las leyes que fueran consideradas contrarias a la Constitución.3 Sin embargo, de nada servirían estos instrumentos de control si los distintos agentes del Estado estuviesen guiados por un mismo interés.

La estrategia para evitar esta comunidad de propósitos fue inducir en los representantes de cada rama del poder una motivación distinta, fruto de la diversa relación que guardarían con el electorado. El presidente representaría así la pluralidad de intereses del electorado nacional, aunque en forma indirecta, dado que él mismo sería seleccionado por un colegio electoral compuesto por electores elegidos por pluralidad de sufragios en cada uno de los estados. Los senadores, por su parte, representarían al electorado estatal, aunque de manera también indirecta por medio de la elección de las legislaturas estatales. Los diputados, finalmente, representarían en forma directa e individual a los electores de su distrito.

La diversificación de intereses representados en cada rama del poder se intensificó asimismo mediante mecanismos adicionales, tales como la existencia de elecciones no concurrentes de presidente, diputados y senadores. En este sentido, en tanto que el presidente sería elegido por un periodo de cuatro años, la Cámara de Diputados estaría sujeta a una renovación total cada dos años. Los senadores, por su parte, durarían seis años en el cargo y se renovarían en forma parcial en razón de un tercio cada dos años. De esta forma, se buscaba que presidente, diputados y senadores respondieran a distintos intereses, fruto de los potenciales cambios de preferencias del electorado en el tiempo. En otras palabras, el modelo de frenos y contrapesos requería no sólo otorgar a las distintas ramas del poder una capacidad de veto relativamente simétrica en materia de legislación, sino también los incentivos necesarios para ejercerla en caso de conflicto de intereses.

En teoría, el sistema de controles mutuos de la Constitución de los Estados Unidos se aplicaba no sólo a la legislatura sino a todos los poderes del Estado. En este sentido, los constituyentes de Filadelfia exigieron que el Senado ratificara a los secretarios de Estado y a otros funcionarios superiores de la administración postulados por el presidente; diera consentimiento a la firma de tratados internacionales, y juzgara al ejecutivo en caso de que éste incurriese en faltas graves a la Constitución. De igual manera, se limitó el poder de los jueces mediante la intervención del presidente y del Senado en su nombramiento y considerando la posibilidad de removerlos en caso de mala conducta o delitos cometidos en ejercicio de sus funciones. Sin embargo, los mayores controles recayeron sin duda sobre el ejercicio de la función legislativa a cargo del Congreso.

De acuerdo con el modelo original, sólo los legisladores tenían iniciativa de ley y por tanto control sobre la agenda legislativa. En esta materia, el poder del ejecutivo se reducía a aceptar o rechazar las propuestas emanadas del Congreso. Sin embargo, la capacidad de la legislatura de promover cambios en la legislación se encontraba en los hechos severamente limitada. En este sentido, si una mayoría legislativa en la Cámara de Representantes favorecía una nueva política que se apartara del status quo imperante, era aún necesario obtener el acuerdo del presidente y del Senado para evitar que ejercieran su poder de veto.

Esta capacidad de bloqueo colocaba a la cámara popular en clara desventaja. En caso de que el presidente se opusiera a la sanción de una ley, la única forma de superar su veto era por medio de las dos terceras partes del voto de senadores y diputados. Esto quiere decir que un órgano unipersonal como el ejecutivo, en alianza con una minoría de legisladores (exactamente una tercera parte) de cualquiera de las cámaras, podía frustrar la decisión de una mayoría legislativa. El mismo efecto contramayoritario tenía lugar en caso de que el Senado, un cuerpo de tamaño reducido y en el que los estados pequeños se hallaban sobrerrepresentados, se opusiera a una ley favorecida por la cámara baja.4 Más aún, de conseguirse el acuerdo del ejecutivo y del Senado, quedaba aún la posibilidad de que los jueces invalidaran una ley, en caso de que ésta se considerara contraria a una disposición constitucional.

En resumidas cuentas, la idea central del modelo de frenos y contrapesos fue proteger el status quo, haciendo posible el cambio legislativo sólo mediante amplias coaliciones en las que actores minoritarios tendrían un importante poder de negociación para proteger sus intereses frente a las decisiones de la mayoría. A pesar de las sucesivas transformaciones que ha sufrido en el tiempo tanto por vía de enmienda como por decisiones jurisprudenciales, esta caracterización del esquema de separación de poderes de la Constitución estadunidense es válida hasta nuestros días.5

 

II. VIRTUDES Y DEFECTOS DEL MODELO

Desde un punto de vista teórico, son varios los argumentos que se han esgrimido y se esgrimen en defensa del modelo de frenos y contrapesos. El principal, que parte de los mismos federalistas, es que la única forma efectiva de evitar el monopolio del poder por parte de una persona o un partido, es requerir el acuerdo de varios agentes, con intereses diversos, para tomar decisiones y aprobar cambios de legislación. La idea subyacente es que si bien la elección popular de representantes provee de un primer control externo para prevenir el abuso de poder, dicho control es insuficiente. Dado que todas las ramas del poder se encuentran en pie de igualdad como representantes del pueblo, es preciso evitar que alguno de estos representantes se vea tentado a reclamar para sí la totalidad de la representación y a usurpar o invadir las funciones de los otros. De acuerdo con este razonamiento, como lo señaló James Madison en el escrito federalista núm. 51, se requiere de "precauciones auxiliares" a la elección de representantes, como pueden ser controles internos o endógenos al sistema de decisiones, que induzcan a los distintos representantes a controlarse a sí mismos.6

La lógica de este argumento es sostenida y reforzada por diversos teóricos políticos contemporáneos ubicados dentro de la llamada escuela de la "elección pública". De acuerdo con William Riker, por ejemplo, toda vez que existe un electorado con preferencias heterogéneas, la voluntad mayoritaria expresada en elecciones es frecuentemente incoherente y susceptible de manipulación. Sólo basta tener control sobre la agenda de los temas que se someten a votación, el número de candidatos o las reglas de la elección, para manufacturar artificialmente una mayoría entre otras tantas posibles (Riker, 1982: 233-253). En un sentido similar, Ordershook señala que cuando la sociedad se divide en intereses diversos y antagónicos, la votación por regla de mayoría facilita la formación de coaliciones distributivas capaces de expropiar recursos y violar los derechos de otros grupos (Ordershook, 1992). Para ambos autores, al igual que para Madison, la única forma de obligar a los representantes a respetar la Constitución y mantenerse dentro del límite de sus funciones, es diversificando la representación popular entre varios agentes con mutua capacidad de veto.

Una línea similar sigue la defensa del modelo de frenos y contrapesos que presentan Buchanan y Tullock en su ya clásica obra The Calculus o( Consent (1962). De acuerdo con estos autores, el modelo de frenos y contrapesos es un diseño de organización de poderes que si bien eleva los costos de adoptar decisiones, tiene el gran beneficio de hacerlas más representativas y de minimizar la posibilidad de que se afecten negativamente los derechos e intereses de los grupos excluidos de la coalición decisoria. En este sentido, instituciones tales como una estructura consistente en dos cámaras con distinta composición pero iguales poderes en materia de legislación, así como un ejecutivo dotado de un fuerte poder de veto, tienen el efecto de crear una regla cercana a la unanimidad, que es la única que a juicio de Buchanan y Tullock evita la toma de decisiones colectivas que mejoren la posición de un grupo a costa de empeorar la de otros (Buchanan y Tullock, 1962: 233-248).

Brennan y Hamlin (2000: 237-249), por su parte, complementan el análisis de Buchanan y Tullock enumerando tres argumentos adicionales que esta literatura ha esgrimido en favor del diseño de los constituyentes de Filadelfia. El primero es que favorece la adopción de políticas moderadas, dado que actores con posiciones extremas están obligados a negociar entre sí y llegar a un compromiso para tomar una decisión. El segundo es que hace más creíbles y estables las decisiones una vez adoptadas, puesto que resulta difícil volver a formar una coalición capaz de alterar el status quo. El tercero, finalmente, es que provee a los ciudadanos de mayor información acerca de las políticas públicas, dado que el modelo requiere de un amplio debate entre agentes con intereses diversos antes de decidir cambios legislativos importantes.

Este último punto constituye el argumento central de un influyente trabajo de Persson, Roland y Tabellini (1997), según el cual el sistema de frenos y contrapesos maximiza la rendición de cuentas de los representantes. Según estos autores, en la medida en que las propuestas de política legislativa deben ser revisadas por distintas instancias antes de ser aprobadas, y en que dichas propuestas se hallan bajo control de actores con preferencias diversas, el modelo provee información a los ciudadanos acerca del contenido y fundamentos de las políticas públicas en proceso de discusión. Esta información, a su vez, hace posible que los votantes puedan luego castigar o premiar a los representantes (suponiendo que se permita la reelección) en sucesivas elecciones.

Desde otra perspectiva, la literatura contemporánea sobre democratización también rescata los beneficios del modelo de frenos y contrapesos como sistema que induce relaciones cooperativas entre gobierno y oposición en una democracia plural y competitiva. De acuerdo con Arend L|jphart (1984), por ejemplo, los sistemas de frenos y contrapesos generan una forma de democracia superior a la mayoritaria, en la medida en que permiten consultar y tener en cuenta los intereses de todos los posibles afectados por una decisión. De esta manera, se promueven formas consensuales de gobierno que evitan la formación de mayorías capaces de marginar a la oposición y afectar los derechos de las minorías. En forma similar, Adam Przeworski (1991) argumenta que los mecanismos contramayoritarios de un modelo de frenos y contrapesos actúan como factor estabilizador de una democracia, puesto que reducen los costos de perder una elección. Dado que en este modelo los ganadores de una elección difícilmente serían capaces de controlar todas las esferas de poder, los perdedores tienen incentivos para permanecer en el juego democrático y tolerar al partido en turno.

El valor de estos argumentos, sin embargo, debe ser contrastado con las deficiencias que el modelo tradicional de frenos y contrapesos presenta, tanto desde el punto de vista de la legitimidad como de la eficacia de las decisiones que es capaz de producir. Para ello, pensemos en un sistema presidencial que, siguiendo el esquema original, separara el poder ejecutivo del legislativo; incluyera una segunda cámara de representación territorial no proporcional y poderes idénticos a los de la cámara baja; otorgara al ejecutivo un poder de veto que sólo pudiera superarse por el voto de las dos terceras partes de cada cámara y que, aparte de exigir elecciones no concurrentes para presidente y Congreso, proveyera a presidente, senadores y diputados de una base de representación popular lo más diversa posible.

A menos que las preferencias de los distintos actores con poder de veto coincidan en la necesidad de promover cambios legislativos en un mismo sentido, este sistema puede brindar a actores minoritarios un poder desproporcionado para preservar el status quo o para extraer concesiones particularistas a cambio de apoyar una cierta política. Supongamos que al momento de producirse la elección presidencial, sólo la Cámara de Diputados se renovara en forma total en tanto que la Cámara de Senadores se renovara parcialmente. En esta situación, bien puede ocurrir que la Cámara de Senadores continúe reflejando una relación de fuerzas distinta de las preferencias actuales del electorado, manteniendo el control de dicha cámara, por ejemplo, en manos de un partido o partidos distintos de aquel del presidente. Si además consideramos que la Cámara de Senadores, fruto de una regla de representación igualitaria, sobrerrepresenta a las unidades territoriales de menor población, esto quiere decir que la mitad más uno de los legisladores de esa cámara, que no corresponde sino a una fracción minoritaria del electorado nacional, tiene una capacidad de veto absoluto que puede utilizar como poder de negociación, tanto para bloquear una legislación como para retardarla con el fin de extraer concesiones que beneficien a sus votantes o a sus bases partidarias locales.

Una situación distinta, pero igualmente ilustrativa del argumento, puede producirse cuando como resultado de renovaciones intermedias de ambas cámaras y del cambio de preferencias en el electorado, el partido del presidente pierde la mayoría en al menos una de las dos cámaras, pero conserva suficiente apoyo para sostener un veto. En esta ocasión, aun cuando las mayorías legislativas de ambas cámaras coincidan en cuanto a la dirección y extensión del cambio legislativo deseado, el veto del poder ejecutivo podría hacer extremadamente difícil la adopción de una nueva política, si es que el presidente prefiriese el status quo a la nueva legislación. Aun cuando dicho veto no sea absoluto, como en el caso de la oposición de la Cámara de Senadores, le bastaría contar con el apoyo de una tercera parte de los legisladores en una de las dos cámaras para impedir la sanción de una ley.

En otras palabras, la diversidad de preferencias e incentivos electorales de los distintos actores con poder de veto podría llevar, en un modelo de frenos y contrapesos, a bloquear la legislación que demandan los representantes de una mayoría de la población, o bien a producir cambios que, más que representar un punto intermedio entre posiciones políticas extremas, reflejen más bien un compromiso basado en concesiones mutuas de carácter sectorial. Estos resultados pueden ser normativamente indeseables, en particular cuando las mayorías legislativas no son una creación arbitraria del sistema electoral sino que reflejan en forma proporcional la pluralidad de intereses que existe en la sociedad. En estos casos, como bien señala Powell (2000: 92), dotar a las minorías de un poder formal de veto (y no simplemente de influencia y control) pone en cuestionamiento el principio de igualdad ciudadana en que se funda toda teoría democrática.

Existen, por supuesto, argumentos para responder a la crítica de que el poder formal de veto de las minorías atenta contra el principio de mayoría sobre el que descansa un criterio mínimo (aunque ciertamente insuficiente) de legitimidad democrática. El primero de ellos, el más fuerte, es que dado que la "voluntad de la mayoría" es un concepto lógica y empíricamente incoherente en una sociedad plural, lo mejor es restringir la capacidad de los representantes de tomar decisiones basados en una regla puramente mayoritaria. Éste es en esencia el argumento de Riker.

De acuerdo con este autor, dado que en un contexto de preferencias heterogéneas el resultado de una votación mayoritaria no es sino un producto artificial, la creación de mecanismos institucionales contramayoritarios, al estilo del modelo de frenos y contrapesos, fortalece más que debilita a la democracia al proteger a distintas minorías de coaliciones distributivas ocasionales. El principal problema de este argumento es que la conclusión no se sigue de su premisa. Si bien es cierto que en sociedades plurales las elecciones no revelan una voluntad mayoritaria homogénea y preconstituida, como pretende la teoría populista del voto, esto no demuestra la necesidad de adoptar forzosamente el modelo de frenos y contrapesos como mecanismo de decisiones de un régimen democrático.

El argumento no distingue ni relaciona adecuadamente los dos tipos de reglas que constituyen un régimen político: las que rigen el proceso de elección de representantes y las que rigen la adopción de decisiones colectivas vinculantes (Colomer, 2001; Colomer y Negretto, 2002). Riker supone que el sistema electoral tiende forzosamente a manufacturar ganadores únicos y por tanto recomienda restringir su capacidad de acción, otorgando a diversas minorías un poder formal de veto. ¿Pero qué pasaría si el sistema electoral dispersara la representación entre distintos partidos en vez de concentrarla en un único ganador? ¿Sería igualmente necesario, en este caso, crear mecanismos contramayoritarios para asegurar formas consensuales de gobierno? La respuesta es no.

Una asamblea legislativa integrada por diversos partidos elegidos por representación proporcional y en la que las decisiones legislativas ordinarias se adopten por mayoría, bien podría reflejar la pluralidad de preferencias del electorado en formas consensuales de legislación, sin la necesidad de conferir poderes formales de veto a actores minoritarios. En otras palabras, si lo que se busca es forzar a los representantes a tomar en cuenta distintos puntos de vista, esto se puede lograr en forma eficiente por medio de un sistema electoral que provea incentivos para la formación de coaliciones. Ésta es precisamente la virtud de muchos regímenes parlamentarios multipartidistas en los que el ejecutivo carece de poder formal de veto y en los que las segundas cámaras, en caso de existir, carecen de la capacidad de bloquear una legislación ajena a la distribución territorial del poder (Ackerman, 2000).

Ciertamente, en un régimen de este tipo, los partidos que forman una coalición tienen la capacidad de dar o no aprobación a ciertas decisiones. Pero dado que en un sistema parlamentario multipartidista la formación y permanencia del gobierno dependen del apoyo permanente de una coalición, las diferencias entre partidos en torno a una determinada política se resuelven bien con un cambio interno de gobierno, o bien con la renuncia del mismo y el llamado a nuevas elecciones (Tsebelis, 1995; 2001). Como veremos, también sería posible lograr un equilibrio entre pluralismo representativo y regla mayoritaria en un régimen presidencial en el que la integración entre poderes no esté asociada a su capacidad mutua de bloqueo.

Un segundo argumento en favor de conferir poderes formales de veto a una minoría, es que existe una diferencia fundamental entre la capacidad positiva de tomar una decisión vinculante para toda la colectividad y la capacidad negativa de bloquearla. Si una minoría tuviese la primera capacidad, se podría decir con propiedad que esa minoría "gobierna", en contradicción con la lógica de un régimen democrático. Si tan sólo posee la segunda capacidad, su poder se reduce a impedir que se le impongan costos por parte de otros grupos (Buchanan y Tullock, 1962: 256-259).

Si bien esta distinción es válida desde el punto de vista lógico, ello no justifica que el poder de veto de las minorías sea la única o mejor manera de proteger sus derechos. En este sentido, es mucho más aceptable para un régimen democrático que sólo ciertas decisiones trascendentales para el régimen político, como una reforma constitucional o reformas relativas al sistema electoral y al estatuto de partidos, se adopten por mayorías calificadas, dejando el resto al juego de la regla de mayoría. Por otra parte, si de proteger los derechos de ciertas minorías en particular se trata (como por ejemplo, las minorías étnicas), más que otorgarles un poder de veto para bloquear decisiones mayoritarias, se les puede transferir a dichas minorías un poder de decisión descentralizado sobre los temas relevantes para esos grupos.

Junto a la cuestionable legitimidad democrática de las decisiones que genera un modelo de frenos y contrapesos, se encuentra el problema relativo a su eficacia. Este aspecto es quizás el más conocido, puesto que se vincula a las frecuentes críticas que ha recibido el régimen presidencial como sistema que da lugar a serias deficiencias de funcionamiento. Dichas críticas se relacionan normalmente con la hipótesis de que como resultado de la elección separada de las distintas ramas del poder y del sistema electoral, partidos y actores con preferencias opuestas controlen las diversas instancias de veto del sistema, haciendo imposible o muy difícil la puesta en marcha de una agenda política coherente (Shugart y Carey, 1992; Linz y Valenzuela, 1994; Jones, 1995; Mainwaring y Shugart, 1997; Cox y McCubbins, 2001). Algunos de los principales problemas que se asocian con esta situación, usualmente definida como "gobierno dividido", son los conflictos permanentes entre ramas de poder, el unilateralismo, los costos de tiempo y recursos para producir cambios y, finalmente, la parálisis decisoria (Cox y McCubbins, 2001: 29-30).

Los conflictos entre ramas de poder y las decisiones unilaterales adoptadas para superarlos, emergen como fruto de la pugna entre el ejecutivo y la Legislatura por expandir sus esferas de influencia en áreas de jurisdicción compartida o allí donde la Constitución es ambigua en los límites precisos de una competencia. Ejemplos ilustrativos de estos problemas han ocurrido frecuentemente en los Estados Unidos en materia de presupuesto, control de la burocracia o poderes de guerra y conducción de relaciones internacionales, en donde la existencia de una jurisdicción compartida ha llevado a una competencia permanente entre presidente y Congreso, resuelta muchas veces por medio de decisiones unilaterales de uno y otro (Cox y Kernell, 1991: 4-8). Los ejemplos más dramáticos en esta materia, sin embargo, suelen tener a las democracias latinoamericanas como escenario, pues es en ellas donde se argumenta que los presidentes echan mano de sus poderes de emergencia, facultades reglamentarias y poderes de decreto para adoptar unilateralmente decisiones que carecen de suficiente apoyo en la Legislatura (Archer y Shugart, 1997; Power, 1998; Ferreira Rubio y Goretti, 1998).

Cuando se habla de "ingobernabilidad" de los regímenes presidenciales, se tienen por lo general en mente las dilaciones, el dispendio de recursos y finalmente la parálisis legislativa a que puede conducir un régimen presidencial en una situación de gobierno dividido. Toda vez que actores con intereses divergentes controlan instituciones separadas con poder de veto, se elevan notablemente los costos de negociación, tanto para adoptar decisiones en general como para producir cambios legislativos en particular. Los costos de negociación son altos en primer lugar en materia de tiempo, porque el poder de veto de los distintos actores permite a estos últimos imponer retrasos y suspender negociaciones con el fin de forzar a los otros a aceptar sus propuestas o a hacer concesiones. Como en un "juego de la gallina", cada actor busca doblegar al otro mostrándose más paciente y menos preocupado por el fracaso de un acuerdo (Cox y Kernell, 1991).

En segundo lugar, son altos los costos de negociación en materia de recursos utilizados por quienes prefieren una nueva legislación al status quo, y necesitan compensar a los potenciales perdedores con concesiones particulares que les hagan más atractivo el acuerdo que la ruptura definitiva de las negociaciones. En este sentido, una crítica frecuente respecto de regímenes presidenciales tan aparentemente distintos como los de Estados Unidos y Brasil, es la utilización de beneficios fiscales, el incremento del gasto público e, incluso, la compra directa de votos para hacer pasar la legislación (Cox y McCubbins, 2001; Mainwaring, 1997). En otras palabras, un régimen presidencial en situación de gobierno dividido podría, en efecto, tener la capacidad de producir decisiones, pero por medio de una extracción de rentas particulares que generan pérdidas netas desde el punto de vista del bienestar general.

La parálisis legislativa y decisoria es finalmente el resultado del fracaso del acuerdo. Este resultado es particularmente pernicioso cuando un cambio de política es necesario o deseable para resolver una situación crítica, pero los distintos actores se hallan divididos por diferencias irresolubles en cuanto a la dirección y el contenido del cambio. La parálisis ha sido asociada tanto a la posible inestabilidad política de un régimen democrático, como a su degradación, cuando la única forma de resolver la parálisis es por medio de decisiones unilaterales, y en ocasiones extraconstitucionales, tanto por parte del ejecutivo como de la Legislatura. Más aún, algunos autores han planteado la hipótesis de que, dados los términos fijos de los mandatos en un régimen presidencial y la imposibilidad de resolver el impasse mediante el llamado a nuevas elecciones, una situación de parálisis en circunstancias críticas podría operar como factor causal que lleve a un cambio de régimen por vías extralegales (Stepan y Skach, 1994; Linz y Valenzuela, 1994; Tsebelis, 1995).

Aunque estas críticas se presentan como dirigidas en forma genérica contra el régimen presidencial y la separación de poderes que éste implica, apuntan en verdad a una forma particular de organizar la separación de poderes en un régimen presidencial. En este sentido, todas las críticas señaladas asumen que el régimen presidencial necesariamente fragmenta la autoridad entre diversas ramas separadas de poder dotadas de distinta representación y capacidades relativamente idénticas de bloqueo mutuo, o que los presidentes tienen poder para impedir cambios legislativos pero ninguno (dejando de lado, claro está, las salidas extralegales) para promoverlos. Estas presuposiciones, sin embargo, sólo tienen sentido en un esquema de separación de poderes fundado en el modelo tradicional de frenos y contrapesos. En este modelo, por diseño, es posible no sólo que surja un conflicto entre ramas separadas de poder, sino que el conflicto carezca, en ciertas circunstancias, de formas cooperativas de resolución. Como veremos, sin embargo, ninguno de estos resultados es estrictamente necesario en un régimen presidencial.

 

III. EL MODELO DE SEPARACIÓN DE PODERES EN AMÉRICA LATINA

Luego de varias décadas de experimentación con formas alternativas de organización constitucional, hacia la mitad del siglo XIX, el régimen presidencial fundado en la Constitución de los Estados Unidos se consolidó gradualmente como el principal modelo de diseño constitucional en América Latina. Sin embargo, y con algunas excepciones, esta elección constitucional no ha permanecido inmutable a través del tiempo. En gran medida como respuesta a los problemas generados por la ineficacia del modelo tradicional de frenos y contrapesos, varias de las constituciones actuales de América Latina se han apartado de dicho modelo en dos aspectos centrales: por un lado, evitando que surjan gobiernos divididos con representación de distintos intereses en la presidencia y el Congreso; por otro, otorgando al presidente fuertes poderes para promover cambios legislativos, aun en ausencia de un apoyo legislativo mayoritario.

Una de las formas de suprimir el conflicto entre poderes, quizás la más evidente, es evitar que el partido del presidente cuente con una representación minoritaria en el Congreso o que, contando con una representación significativa, el partido sea poco cohesivo y disciplinado. Esto se logra manipulando tres aspectos fundamentales del sistema electoral (Shugart y Carey, 1992; Jones, 1995; Mainwaring y Shugart, 1997). El primero es suprimir el mecanismo de elecciones no concurrentes de presidente y legisladores, así como los sistemas de renovación parcial de cámaras, con el fin de lograr una mayor congruencia entre los intereses representados en la presidencia y en la Legislatura. El segundo aspecto es lograr que el presidente sea elegido en forma directa en una sola vuelta, a simple pluralidad de sufragios, o bien a doble vuelta, pero con un umbral menor a 51% para triunfar en la primera, con el fin de reducir el número de partidos que compiten en la elección presidencial. Finalmente, se requiere de un sistema de representación proporcional a lista cerrada para la elección de diputados, que provea a los líderes partidarios de control sobre la selección y el orden de los candidatos en las listas, y que acumule los votos obtenidos por dichos candidatos en manos del partido, con el fin de fortalecer los mecanismos de disciplina partidaria y de reducir los niveles de competencia interna dentro de los partidos.

Como puede verse en el cuadro 1, entre los sistemas que incluyen reglas electorales que buscan producir mayorías legislativas congruentes entre presidente y Congreso, así como crear partidos relativamente cohesivos y disciplinados, se hallan las constituciones de Costa Rica, Ecuador, Honduras, Nicaragua, Panamá y Paraguay.7 La República Dominicana y Venezuela se ubicaban dentro de este modelo hasta las respectivas reformas de 1998 y 1999, que introdujeron un mecanismo de elecciones no concurrentes para presidente y legisladores. Por otra parte, si bien provee un sistema electoral con importantes niveles de competencia interna, Uruguay también se ubicaba en forma cercana a estos casos, hasta la reforma de 1997, que incluyó el sistema de elección presidencial a doble vuelta por mayoría, lo cual tendería a incrementar el número de partidos en el sistema y reducir por tanto la posibilidad de que el partido del presidente cuente con un apoyo mayoritario en el Congreso.

Todas las constituciones mencionadas tienden a apartarse en mayor o menor medida del modelo estadunidense en su dimensión electoral. El alejamiento más evidente es, por supuesto, la eliminación del sistema de elecciones no concurrentes y renovaciones parciales que, como señalé, tenía por objetivo dificultar que un único triunfo electoral fuera suficiente para conformar mayorías homogéneas y congruentes. Pero también son importantes los cambios en materia de elección de presidente y diputados. Si bien el grupo de constituciones mencionadas adoptan, como en los Estados Unidos, sistemas de elección presidencial por mayoría relativa, toman a la nación como un único distrito electoral y eliminan por tanto la sobrerrepresentación de minorías que implica la mediación del colegio electoral en aquel país, en donde la acumulación de pluralidades en estados pequeños puede ser suficiente para ganar una elección (Shugart y Carey, 1992: 218). Se sustituye también el sistema de elección de diputados por mayoría relativa en distritos uninominales, que rige en los Estados Unidos, por uno de representación proporcional a lista cerrada y por distritos plurinominales, con el fin de dar mayor pluralidad a la representación legislativa sin afectar severamente los índices de disciplina partidaria.

Dentro de esta línea de análisis, es interesante señalar las modificaciones que, desde el punto de vista electoral, se han introducido en el sistema de representación del Senado en algunos de los países que incluyen esta segunda cámara legislativa. Como lo anoté en el análisis del modelo original de frenos y contrapesos,8 el Senado incrementaba la incongruencia de las mayorías representadas tanto en la presidencia como en la Legislatura, producto de su integración por medio de un número igual de representantes por estado con independencia de la población. Este sistema se mantiene aún en estados federales como Argentina, Brasil y México y en algunos estados unitarios como Bolivia, Chile y la República Dominicana. Sin embargo, el resto de las constituciones latinoamericanas que crean una segunda cámara se han apartado de este modelo, otorgando a dicha cámara una representación de mayorías similar a la que reflejan las otras ramas del poder. En Uruguay, por ejemplo, el Senado se elige, al igual que la Cámara de Diputados, por elección directa y por representación proporcional en una sola circunscripción electoral. En Colombia desde 1991, y en Paraguay desde 1992, el Senado se compone de legisladores electos en forma directa en un solo distrito nacional, coincidiendo así con la base de representación presidencial.9

En lo relativo a la distribución de poderes, encontramos en América Latina un segundo grupo de constituciones que, aun conteniendo reglas electorales que permiten la existencia de gobiernos divididos o mayorías presidenciales poco cohesivas, reducen la capacidad de bloqueo de las distintas ramas de poder, con el fin de hacer más expeditivo el proceso legislativo. Los casos más extremos de este modelo los representan aquellas constituciones que han provisto al presidente de la capacidad de introducir cambios legislativos por medio de decretos con fuerza de ley, normalmente limitados a circunstancias de urgencia, y sujetos a la aprobación posterior, expresa o tácita, del Congreso.

Como se indica en el cuadro 2, se incluyen dentro de este sistema las constituciones de Argentina de 1994 (art. 99:3); de Brasil de 1988 (art. 62); de Chile de 1989 (art. 32:2); de Colombia de 1991 (art. 215), y de Perú de 1993 (art. 118:19). En algunos de estos casos, como en Brasil, Colombia y Perú, los poderes legislativos de decreto se introdujeron o mantuvieron al mismo tiempo que se moderó el poder de veto del ejecutivo, compensando así a los legisladores con una mayor capacidad para aprobar una legislación contraria a las preferencias del presidente.10 Sólo en Argentina y en Chile se mantuvo un veto ejecutivo poderoso que, como en el modelo estadunidense, requiere del voto de las dos terceras partes de cada cámara del Congreso para ser superado. En todos estos casos, sin embargo, es preciso notar que los poderes legislativos de decreto se introdujeron en constituciones que creaban segundas cámaras, dotadas de poderes iguales a los de la cámara baja en materia de legislación y, con la excepción de Chile, en el contexto de una aguda crisis económica que requería la concentración de poder en el ejecutivo para poner en marcha, en forma rápida, programas de estabilización económica y una reforma estructural. Esto demuestra claramente la intención de los constituyentes de hacer más proactivo el proceso decisorio ante la presencia de múltiples actores con poder de veto (Shugart y Haggard, 2001: 98).

En el mismo sentido de permitir al presidente promover y no sólo prevenir cambios legislativos, sobre todo en circunstancias de urgencia, se han creado también instrumentos más moderados que, sin conferirle al ejecutivo la capacidad de cambiar la legislación, constriñen los tiempos bajo los cuales los legisladores pueden considerar sus propuestas. En Brasil (art. 64) y en Chile (art. 71), por ejemplo, el presidente tiene la capacidad de enviar al Congreso leyes de tratamiento urgente que deben ser aprobadas, reformadas o desechadas en un plazo perentorio. En Ecuador (arts. 155 y 156), lo mismo que en Paraguay (art. 210) y en Uruguay (art. 168: 7), se concede al presidente esta misma facultad, pero en caso de inacción por parte del Congreso, queda sancionado el proyecto del ejecutivo. En algunas constituciones se confiere este poder al presidente en materia de presupuesto, con independencia de circunstancias de urgencia. Tal el caso de Chile (art. 64), de Panamá (art. 269) y de Perú (art. 80).

En este orden de consideraciones, cabe tener en cuenta también la recepción que ha tenido en América Latina la existencia de segundas cámaras legislativas y las variedades que presentan en materia de poderes. Esta pieza esencial del modelo de frenos y contrapesos ha sido incorporada a un importante número de constituciones en la región. Como puede apreciarse en el cuadro 2, de un total de 18 países en América Latina, la mitad incluye una segunda cámara legislativa: Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, México, República Dominicana y Uruguay. De éstos, sólo tres, Argentina, Brasil y México, integran el Senado dentro de una estructura federal de Estado, con lo que queda claro que el atractivo del bicameralismo no se relaciona en forma exclusiva con la autonomía política de los poderes locales (Tsebelis y Money, 1997). En materia de poderes del Senado, la mayor parte de las constituciones que incluye esta cámara le otorgan a la misma la capacidad de aprobar y rechazar leyes generalmente idénticas a la de la Cámara de Diputados, en prácticamente todas las áreas de legislación.

Sin embargo, a diferencia de la estricta simetría de poderes entre cámaras que establece el modelo estadunidense, ciertas constituciones en América Latina disminuyen el poder de veto de la cámara alta o la excluyen de la consideración de ciertas materias. En Bolivia (art. 74), por ejemplo, las diferencias entre cámaras en cualquier materia de legislación se resuelven mediante el voto de una sesión conjunta de senadores y diputados. El efecto de esta regla es hacer predominar en los hechos a la Cámara de Diputados, puesto que es la más numerosa (Tsebelis y Money, 1997: 63).11 En Uruguay (art. 135) también se favorece en forma similar a la Cámara de Diputados en la resolución de conflictos, aunque el voto que se requiere de la sesión conjunta de ambas cámaras es de dos tercios. En otros países como México y Paraguay, se excluye al Senado de la aprobación del presupuesto,12 o se somete la decisión última en esta materia a una sesión conjunta del Congreso, como en Brasil (art. 167), favoreciendo así a la cámara baja.

En resumen, esta breve revisión de las distintas variantes de diseño constitucional en América Latina nos permite concluir que, en los hechos, los países de la región se han apartado generalmente del modelo original de frenos y contrapesos, o bien han adoptado en forma selectiva algunos elementos de dicho modelo. Luego de la ola de reformas constitucionales que generó el resurgimiento de regímenes democráticos en la región, sobre todo durante los años noventa, sólo México y, en cierta medida, la República Dominicana mantienen aún regímenes que en términos generales se ajustan a la lógica del modelo original. Esto no quiere decir, desde luego, que todas las variantes señaladas sean igualmente deseables para superar los problemas de legitimidad y eficacia que ha generado el modelo de frenos y contrapesos, ni sean por tanto aptas para servir de modelo alternativo para mejorar la calidad y el funcionamiento de los nuevos regímenes democráticos de la región. Éste es el punto que paso a analizar en la próxima sección.

 

IV. HACIA UNA NUEVA VISIÓN DE LA SEPARACIÓN DE PODERES

Dentro de las alternativas de diseño que acabamos de considerar, la opción favorecida por los estudios institucionales más recientes sobre América Latina es la de crear un sistema que evite la probabilidad de conflicto entre ramas de gobierno. Esto supone, como señalé, un conjunto de reglas electorales que fortalezca el apoyo partidario del presidente en el Congreso por medio de elecciones concurrentes de presidente y legisladores, elección del presidente por mayoría relativa y elección de diputados por sistemas de representación proporcional a lista cerrada.

El fundamento de esta preferencia es en parte normativo y en parte empírico. Desde el punto de vista normativo, este modelo de separación de poderes no sólo permitiría evitar conflictos entre ramas de poder sino también alinear, en forma eficiente, las preferencias del ejecutivo y los legisladores en torno a políticas similares de carácter nacional. Desde el punto de vista empírico, se argumenta que dentro de este esquema se han encontrado las democracias más exitosas de América Latina, como es por ejemplo la de Costa Rica (Shugart y Carey, 1992: 177).13

La Constitución de Costa Rica provee en efecto la elección sincronizada de presidente y diputados por un periodo de cuatro años, y una elección presidencial por mayoría relativa (aunque calificada, con un umbral de 40%). Estos dos factores han hecho que, a pesar de que los diputados sean elegidos por representación proporcional (a lista cerrada) en distritos plurinominales de una magnitud relativamente alta (ocho en promedio), el sistema de partidos haya estado dominado por dos partidos principales, y que el presidente haya gozado generalmente de una mayoría o al menos de una pluralidad de apoyo en el Congreso desde 1949 (Carey, 1997: 203). Este fuerte apoyo partidario compensa los relativamente débiles poderes legislativos del presidente en este país. Su único poder relevante es un veto que requiere de las dos terceras partes del voto de la asamblea para ser superado. Este veto, sin embargo, se halla atenuado por la existencia de una sola cámara en la legislatura y porque no puede utilizarse en el caso de aprobación de presupuesto.

El modelo de separación de poderes que representa la Constitución de Costa Rica es, sin duda, superior al modelo tradicional de frenos y contrapesos no sólo por generar mayorías legislativas coherentes y relativamente representativas, sino por otorgar a dichas mayorías un mayor poder de decisión por medio de una Legislatura unicameral y un poder de veto moderado del poder ejecutivo. Por otra parte, este modelo es también preferible a aquel en el cual se mantiene la posibilidad de gobiernos sin mayoría o con mayorías poco cohesivas, a costa de poner en manos del ejecutivo la capacidad de superar posibles bloqueos por medio de poderes unilaterales, como son los decretos de urgencia.

En efecto, si bien los decretos de contenido legislativo, en todas sus formas, requieren de la aprobación posterior de la asamblea legislativa, éstos distorsionan el proceso de creación de leyes en un régimen democrático, trasladando a un órgano unipersonal y no deliberativo la capacidad de controlar la agenda y manipular las preferencias de los legisladores (Negretto, 2001a). Más aún, si bien las constituciones que otorgaron al ejecutivo la posibilidad de iniciar una legislación por decreto buscaron dar mayor efectividad a la toma de decisiones en circunstancias de crisis (sobre todo económicas), en los hechos, la utilización de decretos puede ser altamente ineficaz y peligrosa en situaciones de polarización entre un presidente sin mayoría propia y un Congreso opositor (Negretto, 2001b). La experiencia de Fujimori en Perú y la de Collor de Melo en Brasil a comienzos de los años noventa, son ejemplos altamente ilustrativos de este problema.

Sin embargo, a pesar del atractivo que tendría en comparación con estas opciones, es preciso observar que un modelo de gobierno unificado y mayoritario como el de Costa Rica podría no ser deseable o viable para cualquier país. En primer lugar, un sistema que tiende a promover gobiernos unificados es deseable para aquellas democracias que han sufrido históricamente los problemas derivados del conflicto o el bloqueo entre ramas de gobierno, pero no cuando la experiencia más traumática ha sido el despotismo de partidos mayoritarios. Pensemos por ejemplo en el caso de México, que hoy discute la posibilidad de reformar su Constitución, luego de sufrir por más de medio siglo el gobierno de un partido hegemónico que controlaba en forma centralizada todas las ramas del poder. Por otra parte, es preciso considerar que el tipo de gobierno simplificado que encarna la Constitución de Costa Rica podría ser viable para países pequeños y con una población relativamente homogénea, pero no para países grandes o medianos que contienen importantes divisiones sociales, regionales, étnicas o lingüísticas. Estos países normalmente canalizan tales diferencias por medio de un pluralismo partidario que requiere de representación efectiva en el sistema de decisiones.

En cualquiera de estas hipótesis, es necesario pensar en un modelo alternativo de diseño en el que la clave no residiría tanto en la manipulación del sistema electoral con el fin de restringir el pluralismo partidario (normalmente forzando un formato bipartidista), como en una mejor integración de los poderes y funciones de las ramas separadas de gobierno. A fin de cuentas, optar por un modelo semejante no es ni más ni menos que asumir la realidad política que viven hoy en día la gran mayoría de las nuevas democracias latinoamericanas. Con la excepción de Guatemala, Honduras, Nicaragua, Paraguay y República Dominicana, todos los países de América Latina poseen actualmente gobiernos divididos, usualmente en el marco de un sistema multipartidista.14

Desde el punto de vista del proceso legislativo, dos serían los elementos centrales de este modelo. Por un lado, una Legislatura bicameral en la que el Senado tuviese una representación de base territorial distinta de la cámara baja, pero dotado de menores poderes que esta última en la decisión de políticas estrictamente nacionales y ajenas al ámbito local o regional. Por otro lado, un ejecutivo provisto de una combinación equilibrada de poderes reactivos y proactivos, de modo tal que un poder de veto moderado sea compensado por un poder moderado para promover cambios de legislación en circunstancias urgentes. Desde el punto de vista de las funciones de gobierno, este modelo se beneficiaría asimismo de una participación de los legisladores en la nominación y remoción de los ministros del gabinete, de modo tal que la responsabilidad en la conducción del gobierno tenga un carácter menos exclusivo y excluyente por parte del partido que controla el ejecutivo.

En la medida en que evita la fragmentación de las mayorías legislativas y facilita el proceso decisorio, el unicameralismo es preferible al bicameralismo toda vez que las preferencias del electorado se distribuyen a lo largo de una única dimensión de conflictos de carácter nacional. En estos casos, los efectos mayoritarios del sistema pueden moderarse si las decisiones más trascendentes se adoptan por mayoría calificada y si la Legislatura se integra por un sistema de representación proporcional, en el que los distritos en donde se eligen candidatos reflejan la pluralidad de las preferencias electorales que existen en el país y donde no se establecen barreras de entrada excesivamente altas por medio del reducido número de bancas a cubrir por distrito o por el alto porcentaje de votos necesarios para obtener representación.

No obstante, el unicameralismo no es siempre una opción atractiva. Muchos países requieren de la existencia de una segunda cámara, sea para dar lugar a la representación de entidades políticas locales reconocidas constitucionalmente, como ocurre en un sistema federal, sea para dar expresión a la diversidad de grupos y regiones que puede existir en el país a pesar de la estructura unitaria de Estado. El punto a discutir aquí es el tipo de representación y poderes que deben poseer estas cámaras.

Si de lo que se trata es de dar cabida en el proceso decisorio a la diversidad de intereses locales o regionales que componen un país, es preciso que la segunda cámara se integre con base en principios de representación distintos de los que corresponden a la cámara baja e incluso a la presidencia. Estos principios son normalmente de base territorial. Sin embargo, no es necesario organizar esta representación de acuerdo con el modelo estadunidense, en el que el Senado se compone por un número igual de representantes por estado con independencia de la población. El federalismo no es un obstáculo para dar una representación más proporcional a las entidades locales. En este sentido, entre los regímenes parlamentarios que poseen segundas cámaras, en el contexto de estados federales, la representación de subunidades territoriales es prácticamente proporcional, como en Bélgica, Austria o India, o bien cercana a la proporcionalidad, como en Alemania y Canadá (Stepan, 2001: 220-222). Un sistema similar bien podría adoptarse en América Latina, donde las segundas cámaras tienden efectivamente a sobrerrepresentar las unidades territoriales menos pobladas, sobre todo en los casos de estados federales.15 Sólo en algunos estados unitarios como Colombia, Uruguay y Paraguay, se ha tendido a disminuir la desproporcionalidad en la representación de la cámara alta.

En lo relativo a la distribución de poderes, también es necesario abandonar el modelo estadunidense en cuanto a atribuir al Senado una capacidad idéntica a la de la Cámara de Diputados en la decisión de políticas nacionales. Varios de los regímenes parlamentarios que incluyen segundas cámaras federales, ofrecen nuevamente un modelo alternativo a seguir. Tal es particularmente el caso de Alemania, donde el Bundesrat sólo posee poder de veto en materia de legislación que afecta directamente la relación entre el gobierno central y los estados. Para cualquier otro asunto, la cámara baja retiene el poder de decisión final por medio de la insistencia de mayorías simples o calificadas, según la materia. Otros casos restringen aún más los poderes de la cámara alta, como son los de India y Canadá, donde dicha cámara desempeña primariamente el papel de cámara revisora, con capacidad para imponer retrasos, pero no para bloquear la legislación (Tsebelis y Money, 1997; Patterson y Mughan, 1999).

A diferencia de estos casos, los senados en América Latina suelen tener poderes estrictamente idénticos a los de la Cámara de Diputados, con excepción de los pocos casos que anoté en la sección anterior, como Bolivia y Uruguay, que favorecen a la cámara baja en la resolución de conflictos entre cámaras, o México y Paraguay, que excluyen al Senado de la aprobación del presupuesto. Por otra parte, también se debería revisar la necesidad de conferir al Senado atribuciones exclusivas en materia de ratificación de jueces, embajadores o altos funcionarios de la administración, como es común en muchas de las constituciones latinoamericanas que aún siguen, en este aspecto, al modelo estadunidense.

En cuanto a los poderes legislativos del ejecutivo, un nuevo esquema de separación de poderes en el que el ejecutivo carezca de mayorías incondicionales de apoyo, requeriría favorecer la cooperación entre presidente y legisladores limitando la capacidad de bloqueo mutuo. Esto debe comenzar moderando el poder de veto del ejecutivo. Si la Legislatura es unicameral, como en el mencionado caso de Costa Rica, la superación del veto del ejecutivo por dos terceras o tres quintas partes del voto de la asamblea puede ser aceptable, puesto que un número menor reduciría a la nulidad la capacidad de negociación del ejecutivo. Sin embargo, en el contexto de una Legislatura bicameral, un veto que demanda las dos terceras partes del voto de cada una de las cámaras, puede colocar a un reducido número de legisladores en la capacidad de bloquear en forma absoluta decisiones favorecidas por una mayoría legislativa.

En este contexto, una posible solución es reducir el número de votos requeridos para superar el veto (pasando, por ejemplo, de los dos tercios a los tres quintos) y requerir que ambas cámaras voten en forma conjunta, como lo disponía la Constitución de Uruguay (art. 138) antes de la reforma de 1997. Por otra parte, si se procede a una reforma en materia de poderes del Senado, como la sugerida anteriormente, podría no ser siquiera necesario que este último participara en la insistencia de aquellas leyes en donde su actuación se reduce a mera cámara de revisión.

La moderación de los poderes de veto del ejecutivo, sin embargo, debería acompañarse de su mayor capacidad para proponer legislación de carácter urgente en el caso de que los legisladores se hallaran divididos en cuanto al cambio propuesto. Esto puede lograrse otorgando al ejecutivo la capacidad de enviar a la Legislatura leyes de carácter urgente para que sean aprobadas, modificadas o rechazadas en un plazo perentorio. Podría ser también deseable incluir la posibilidad de que, vencido el plazo, las leyes queden sancionadas de acuerdo con la propuesta del ejecutivo en caso de inacción de la asamblea, pero sólo cuando la Legislatura se compone de partidos poco disciplinados y de orientación localista, con escasos incentivos para tomar responsabilidad en materias de política nacional. Como lo señalé anteriormente, este tipo de poderes existen hoy en día en varias constituciones de América Latina, como las de Brasil, Chile, Paraguay o Uruguay. Por otra parte, estos poderes son también comunes en regímenes de tipo parlamentario (Tsebelis, 1995).

Este tipo de instrumentos, sin duda, limitan a la asamblea en su capacidad de controlar la agenda legislativa en forma exclusiva. Sin embargo, esta transformación tiene justificación por dos razones principales. La más general es que, en una democracia presidencial, en la que el presidente es elegido mediante el voto directo de la población él mismo comparte, junto a la asamblea, una porción importante de la representación popular que no es necesario restringir a una capacidad puramente negativa. Por otra parte, en la medida en que los legisladores tengan plena capacidad de enmienda de las propuestas del ejecutivo, las leyes de carácter urgente sólo tienen por efecto forzar a los legisladores a responsabilizarse por ciertas políticas nacionales, más que privarlos de su capacidad decisoria última.

Una segunda razón, de aplicación particular en el caso de América Latina, es la frecuencia con que se producen, en muchos países de esta región, crisis de carácter económico y político que demandan cambios rápidos de legislación. En este contexto, no es deseable dejar al ejecutivo sin instrumentos para promover una legislación en circunstancias en que la asamblea legislativa se halla dividida o carece de interés suficiente para ocuparse de asuntos de política nacional. En este aspecto, es preciso tener en cuenta que la indiferencia o ausencia de decisión legislativa en estos temas, ha sido la razón principal por la cual los presidentes han utilizado al margen de la Constitución, o se les ha conferido por medio de la misma, un poder mucho más peligroso, como es la capacidad de legislar por decreto.

Dentro de una nueva visión de la separación de poderes, resta considerar un aspecto que no he mencionado hasta el momento, como es el ejercicio de las funciones de gobierno. En el modelo de frenos y contrapesos de la Constitución de los Estados Unidos, el presidente tenía primacía en la creación, conducción y cambio de gobierno. Esto es así puesto que, a pesar de la restricción que implicó someter el nombramiento de los secretarios de Estado a la ratificación del Senado, el presidente retenía siempre la capacidad de libre remoción. En los regímenes presidenciales latinoamericanos, la libertad del presidente para conformar su gabinete es aún mayor que en el modelo original, puesto que ninguna constitución ha transferido a la Legislatura la capacidad de aprobar un nombramiento de ministros.

Sin embargo, como se desprende del cuadro 2, son varias las constituciones, sobre todo recientes, que otorgan a la asamblea la capacidad de censurar a ministros de gabinete en forma individual o colectiva, a veces solicitando al presidente la renuncia con carácter de recomendación y otras forzando al mismo a aceptarla. En este sentido, las constituciones actuales de Bolivia (art. 70), Paraguay (art. 194) y El Salvador (art. 131:37) incluyen la posibilidad de censura legislativa, solicitando al presidente la renuncia de un ministro con carácter de recomendación. La censura tiene en cambio carácter vinculante en la Constitución argentina (art. 101), aunque restringida al jefe del gabinete, y en las de Colombia (art. 135:9), Guatemala (arts. 166 y 167), Perú (art. 136), Uruguay (art. 148) y Venezuela (art. 246), para cualquier ministro.

Sobre todo cuando la censura tiene carácter vinculante, podría servir para introducir una forma de poder compartido en el ejercicio de la función de gobierno. Sin embargo, el principal problema que presentan estos instrumentos, es que dotan a la asamblea de una capacidad puramente negativa para participar en la remoción, pero no en el nombramiento de ministros. De esta manera se promueve el conflicto puesto que, aun forzado a aceptar una renuncia, el presidente no se halla obligado a nombrar nuevos ministros que tengan suficiente apoyo en la Legislatura (Shugart y Carey, 1992: 120-121).

Una estrategia posible para que estos instrumentos promuevan formas consensuales de gobierno sin generar bloqueos, es otorgar a la Legislatura (normalmente a la cámara baja o a una comisión bicameral que represente proporcionalmente a senadores y diputados) capacidad no sólo para remover sino para ratificar ministros. Si a esto se agrega la posibilidad de que miembros de la Legislatura ocupen posiciones en el gabinete, lo cual se halla formalmente prohibido en la mayoría de las constituciones presidenciales, se incrementaría notablemente la capacidad del ejecutivo de formar y mantener coaliciones legislativas de apoyo, al estilo de las que existen en regímenes de tipo parlamentario.

 

CONCLUSIONES

Este trabajo demuestra que, a pesar del prestigio de que aún goza en la teoría política y constitucional, la interpretación de la separación de poderes como mecanismo de frenos y contrapesos no es sólo cuestionable desde un punto de vista normativo, sino que tampoco tiene en los hechos una aceptación universal, particularmente en América Latina, en donde dicho mecanismo fue utilizado como modelo de inspiración para los constituyentes liberales del siglo XIX.

El objetivo del modelo de frenos y contrapesos, y la razón por la cual se hizo inicialmente atractivo, fue evitar el abuso de poder otorgándole a cada rama de gobierno los medios y los motivos para evitar la usurpación de funciones por parte de las otras. Sin embargo, es precisamente este concepto de separación de poderes el que presenta los problemas de potencial parálisis, conflicto y excesiva tendencia a proteger el status quo, que normalmente se asocian al régimen presidencial. La forma en que se ha intentado en América Latina solucionar estos problemas ha sido reformando uno de los dos componentes en los que se fundaba el modelo original, sea eliminando la posibilidad de que cada rama de gobierno represente distintos intereses políticos, sea otorgando al presidente la capacidad de superar unilateralmente la falta de apoyo legislativo.

Existe, sin embargo, una tercera y más deseable alternativa que consiste en mantener un cierto grado de pluralismo representativo: admitir incluso la probabilidad de gobiernos divididos, pero reducir al mismo tiempo la capacidad de bloqueo mutuo entre poderes. Los componentes centrales de este modelo, algunos de los cuales ya existen en forma aislada en varias constituciones latinoamericanas, consisten en reformular la representación de los senados, fortalecer la capacidad de decisión de las mayorías legislativas representadas en las primeras cámaras, lograr un equilibrio entre los poderes reactivos y proactivos del ejecutivo y establecer una integración más cercana de ejecutivo y Legislatura en el ejercicio de las funciones de gobierno. Este sistema tendería efectivamente a adoptar algunas de las características del régimen parlamentario, pero sin la necesidad de abandonar un esquema básico de separación de poderes.

No cabe duda de que existe una variedad de contenidos de reforma institucional de tanta importancia como la distribución de poderes entre presidente y Congreso, para mejorar el funcionamiento y la calidad de las democracias latinoamericanas. Se puede mencionar, en este sentido, la necesidad de fortalecer el sistema de protección de derechos individuales y grupales mediante la ampliación de acciones legales como el amparo y la acción de inconstitucionalidad; crear servicios civiles de carrera; dotar de mayor independencia, recursos y poder a los jueces y al ministerio público, y crear o fortalecer a organismos encargados de recibir denuncias por abusos de agentes del Estado, investigar casos de corrupción, o velar por la limpieza de los procesos electorales. Y la lista, por supuesto, no es exhaustiva.

De todas maneras, y dado el impacto que tiene sobre el proceso de decisiones, es legítimo comenzar cuestionando si la distribución de poderes que establece una constitución es adecuada para satisfacer las demandas mínimas de eficacia y legitimidad que pesan sobre un régimen democrático. Dadas las profundas transformaciones que la mayor parte de los países latinoamericanos requieren en materia de salud, educación, política social y política económica, es impensable mantener un sistema de separación de poderes, como en el modelo tradicional de frenos y contrapesos, en el que los cambios legislativos sean excesivamente lentos, costosos o, en última instancia, imposibles. Por otra parte, tampoco es deseable que esos cambios se produzcan en forma unilateral, sin deliberación ni control alguno por parte de las distintas fuerzas políticas que representan la pluralidad de intereses en la sociedad. El objetivo de este trabajo fue precisamente indicar los lineamientos de un modelo de decisión que evite al mismo tiempo la parálisis y el despotismo, los dos grandes males que han sufrido los estados latinoamericanos desde su nacimiento.

 

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Notas

* Agradezco a Josep Colomer por sus comentarios a una versión anterior de este artículo, así como las observaciones formuladas por dos dictaminadores anónimos de la Revista Mexicana de Sociología. Agradezco también a Javier Pérez Berestycki por la colaboración prestada en la recopilación de datos utilizados en este trabajo.

1 Sobre la relación entre el concepto republicano clásico de constitución mixta y el modelo de frenos y contrapesos, véase Vile (1998), Gwyn (1986) y Stuart Anderson (1986).

2 La exposición y explicación de este modelo se condensa en cinco ensayos de James Madison contenidos en The Federalist Papers, núms. 47 a 51. Véase Madison, Hamilton y Jay ([1788] 1987: 302-322).

3 Si bien el poder de controlar la constitucionalidad de las leyes por parte de los jueces no fue formalmente reconocido en la Constitución de 1787, dicho poder se hallaba implícito en el modelo original, como surge de la lectura de Hamilton en el escrito federalista núm. 78.

4 Una de las principales críticas de los antifederalistas al esquema de frenos y contrapesos, se fundaba precisamente en la idea de que el presidente se aliaría, sistemáticamente, con un poder senatorial de carácter oligárquico para frustrar las preferencias mayoritarias representadas en la Cámara de Diputados. Véase Rakove (1996: 272).

5 Más aún, es interesante señalar que el carácter supermayoritario del proceso de creación de una ley en los Estados Unidos, se ha incrementado como resultado de las reglas internas al funcionamiento del Senado, que permite a cualquier legislador de este cuerpo iniciar extensos debates (filibuster) tendentes a impedir la sanción de una ley, a menos que por el voto de unas tres quintas partes de los senadores se ordene la clausura del debate y se proceda a la votación. Esto implica que una quinta parte de los senadores tiene capacidad para bloquear cualquier iniciativa de ley. En este sentido, se puede consultar un excelente análisis contemporáneo sobre el proceso de creación legislativa en la Constitución de los Estados Unidos en Krehbiel (1998: 20-48).

6 Como apunta Bernard Manin, el modelo de frenos y contrapesos fue pensado como un mecanismo tendente a preservar la Constitución mediante un equilibrio endógeno. Véase Manin (1995).

7 Obviamente, no en todos los casos las reglas electorales son suficientes para producir los efectos mencionados. En Ecuador, por ejemplo, los partidos tienen un muy bajo nivel de institucionalización a nivel social y las etiquetas partidarias no estructuran el voto como en otros países. Esto ha ocasionado un alto nivel de fragmentación partidaria, a pesar de que las reglas electorales en este país podrían indicar una tendencia contraria. Véase Mainwaring y Scully (1995: 19-20).

8 Este sistema se ha mantenido hasta nuestros días en los Estados Unidos, aun cuando desde 1913 la vinculación entre senadores y electorado ha mejorado como resultado de la introducción del mecanismo de elecciones directa de senadores en cada estado.

9 En Colombia se apartan también dos vacantes en el Senado para elegir por representación proporcional, en una circunscripción nacional especial, representantes de las comunidades indígenas.

10 En Brasil se pasó de un veto que requería de las dos terceras partes del voto conjunto de ambas cámaras para ser superado, a una insistencia de la mayoría absoluta del voto conjunto de ambas cámaras. En Colombia se pasó de un veto que requería para ser superado de las dos terceras partes del voto de cada cámara en materia de legislación de fondo, presupuesto y divisiones territoriales, a uno que requiere sólo mayorías en cada cámara para ser superado en cualquier materia de legislación. En Perú, finalmente, se pasó de un veto sujeto a la insistencia de una mayoría en cada cámara a una insistencia de mayoría en una sola cámara, dada la eliminación del Senado efectuada en 1993.

11 La misma solución se seguía en Venezuela hasta la reforma de 1999, que eliminó el Senado.

12 Cabe aclarar que en el caso de México, los poderes exclusivos de la Cámara de Diputados se limitan al presupuesto de egresos (art. 54) y no así a la aprobación de nuevos impuestos y préstamos.

13 En su trabajo de 1992 (p. 177), Shugart y Carey mencionan también como modelo de democracias exitosas las de Venezuela y República Dominicana. Sin embargo, Venezuela difícilmente encuadraría hoy en día dentro del modelo, dado el colapso del sistema tradicional de partidos y las reformas de 1999, que introdujeron un sistema de elecciones no concurrentes y fortalecieron los poderes legislativos del presidente. Tampoco podría ubicarse aquí a la República Dominicana, luego de la reforma de 1997, que introdujo también el mecanismo de elecciones no concurrentes.

14 Véanse los datos de las últimas elecciones presidenciales y legislativas en América Latina proporcionados por www.electionworld.org.

15 Como señala Stepan, Argentina y Brasil representan los casos más extremos de desproporcionalidad en América Latina, en donde incluso la cámara baja contiene un alto grado de representación no proporcional a la población. Véase Stepan (2001: 220).

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