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Revista del Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias

versión impresa ISSN 0187-7585

Rev. Inst. Nal. Enf. Resp. Mex. vol.19 no.1 México ene./mar. 2006

 

Historia, historias y anécdotas de los neumólogos y cirujanos de tórax nacionales

 

El Dr. Ismael Cosío Villegas: mi padre

 

Dr. Ismael Cosío Villegas: my father

 

Miguel Cosío Pascal*

 

* Neumólogo, Cirujano de Tórax. Hospital Ángeles Mocel. México, DF.

 

Presentado el 31 de diciembre, 2005.

 

Debo expresar que me causa una mezcla de alegría y nostalgia identificar rostros que hace muchos años no veía. Hay, desde luego, ausencias importantes. Sin embargo, estuve completamente de acuerdo con el Dr. Fernando Cano Valle cuando me expresó sus razones para llevar a cabo el homenaje en esta fecha. Asimismo, quiero dar las gracias al mismo Fernando y a todas las personas que, de alguna u otra manera, colaboraron para apoyar el homenaje a mi padre, acto de elemental justicia. Hace unos días Fernando me pidió que dirigiera a los asistentes unas palabras, acepté aun sin estar bien enterado del programa, de quiénes serían los oradores y lo que tratarían. Imaginé cuáles serían los temas de las alocuciones de Frumencio Medina y Fernando Cano, seguramente serían acerca de los aspectos que como médico, maestro y funcionario desempeñó mi padre, así como el hecho brutal e incalificable que sufrió en su persona durante el periodo de Díaz Ordaz. Así pues, me limitaré brevemente a relatar la relación padre–hijo que tuve la fortuna de vivir.

Soy el hijo mayor del segundo matrimonio de mi padre. Nací en una casita de la avenida Insurgentes, hoy convertido en un restaurante francés: La Casserole. Me trajo al mundo el maestro Manuel Mateos Fournier, quien muchos años después me comentaría que en cuanto mi padre me vio, gritó: "Este muchacho se va a llamar Miguel". Don Miguel Atanasio Cosío, mi abuelo, fue según mi padre, el ser que más admiró en su vida y, desde luego, uno de los que más quiso. Yo no lo conocí, murió mucho antes de que yo naciera.

Desde mi más tierna edad estuve muy cerca de mi padre. A los cuatro años de edad me inscribió en el Colegio Alemán, ubicado en la calzada de La Piedad, hoy avenida Cuauhtemoc, ya que según él saldría de esa escuela con mucha disciplina, hablando dos idiomas más y excelente condición física. Me llevaba y recogía a diario, del colegio nos íbamos al Club Reforma, al que todavía asisto, pues estaba empeñado en que aprendiera a nadar lo más pronto posible, cosa que logró en muy poco tiempo, ya que la energía y disciplina que irradiaba mi padre aventajaban incluso a las del Colegio Alemán. La rutina diaria del Club Reforma se conservó prácticamente hasta que ya no pudo asistir por su edad, pero a medida que yo crecía amplió mis horizontes de tal manera que yo mismo he tratado de imitarlo, sin haberlo logrado por completo, en relación con mis hijos.

También en el mismo Club Reforma me inició en el fútbol. Recuerdo que organizó un equipo sólo de médicos, algunos de Huipulco. A los once años jugaba como "ala derecha". Recuerdo muy bien al portero, muy eficaz, con su cachucha a cuadros y unos elegantes guantes de cuero. A los contrarios les era difícil anotar un gol, ya que la humanidad del cancerbero cubría casi toda la portería; este guardameta era don Miguel Jiménez, el Chicuelo, al que quise mucho de niño, ya que era muy cercano a mi padre. Fue Miguel Jiménez el sinodal principal en mi examen profesional. Después del club, muchas veces me llevaba a su consultorio ubicado en la calle de Zacatecas Núm. 120. Lo compartía con Raúl Fournier y su joven asistente Bernardo Sepúlveda, Clemente Robles y unos dentistas. La casona porfiriana tenía una gran fuente en el patio, donde había tortugas y peces rojos. Ahí era completamente feliz, pero desde luego me sentía muy vigilado por mi padre que sentado junto a la ventana daba sus consultas y me echaba un grito si, además de las tortugas, quería sacar a los pececillos de la fuente. Al terminar la consulta me llevaba, a veces, a la original pastelería francesa El Globo o a un restaurante de antojitos yucatecos que estaba en la avenida Alvaro Obregón, el Donají. Recuerdo cómo me encantaba merendar con mi padre, aunque manchaba mi alegría lo que presentía y que muchas veces sucedía: "Ahora me vas a acompañar a hacer visitas". Estas rondas empezaban a las 8 ó 9 de la noche y como mi padre siempre era muy conversador con los enfermos (antes no se les llamaban pacientes), después de dos o tres visitas a domicilio llegábamos a casa después de media noche. Mi madre protestaba angustiada, pues al día siguiente había clases; él replicaba: "no importa, ya se durmió en el coche, así que estará bien".

Creo que tenía como diez u once años cuando me empezó a llevar al box. Todos los sábados después de ir al cine nos dirigíamos a la Arena Coliseo. Me tocó ver a extraordinarios boxeadores mexicanos y en aquella época a pocos extranjeros, tuve la fortuna de ver al maravilloso Luis Ortiz, campeón mundial imbatible durante muchos años, de ascendencia mexicana aunque nacido en California. Los domingos en la mañana me llevaba a jugar frontenis, pero a las cuatro en punto estábamos en nuestra barrera de segunda fila, cuyo derecho de apartado conservó durante mucho tiempo. En los primeros años íbamos a la plaza El Toreo y más tarde, desde que se inauguró, a la Plaza México. Recuerdo que había una cantinita en la esquina del Toreo que se llamaba El Retinto. Mi padre me dejaba en la nevería de enfrente y se reunía con unos amigos españoles que llevaban su bota de vino a los toros. Después de una hora salía mi padre y nos íbamos. Una anécdota que recuerdo de El Retinto es que: una tarde llegó un charro a caballo y se metió a la cantina montado en el animal. La gente salió asustada corriendo a la banqueta. Poco después mi padre salió halando de las bridas al caballo. El jinete era nada menos que el Dr. Fernando Valdés Villarreal, El Flaco, también muy amigo de mi padre.

Anécdotas como éstas podría contar muchísimas. Junto con otros doce estudiantes mi padre formó un grupo de amigos íntimos: "Los 13 de medicina"... quejuntos tomaban, pan, vino y sal, y en los salones y cantinas formaban un grupo muy principal. ¡Sí, en realidad eran tremendos!

Por estos años empecé a pasar mis vacaciones de diciembre y enero en Huipulco. Los primeros años llegábamos a las ocho y mi padre me citaba de regreso a las dos en punto. Me iba toda la mañana en lo que era entonces un paraíso. Grandes extensiones de maizales, árboles frondosos, varios riachuelos y dos o tres ojos de agua. Me dedicaba a caminar y cazaba insectos y mariposas. De las charcas sacaba culebritas de agua, ranas y ajolotes que después vendía en la escuela. Ya un poco mayor, no iba al campo. Pasaba visita en el pabellón con mi papá y me ocupaba de los expedientes y conversaba mucho con los enfermos, la mayoría internados durante largo tiempo. Muchos de ellos estaban operados de toracoplastía y otros procedimientos de colapso como el de las "bolitas de ping pong" y el oleotórax. Aprendí a aplicar neumoperitoneo, hacer punciones pleurales y hasta una sección de adherencias supervisado siempre por el inolvidable Aradio Lozano Rocha, ¿Qué diría acerca de todo esto hoy en día la bioética?, Fernando Cano conoce bien la respuesta. Mi madre se preocupaba mucho por mis andanzas en los pabellones, pero don Ismael aseguraba en tono tajante que no me pasaría nada.

También, a muy temprana edad, asistíamos todos los viernes a las nueve al Palacio de Bellas Artes, a los lugares reservados durantes muchos años a través de la "Asociación Musical Daniel". Creo que esta actividad, muy distinta a las demás, fue y sigue siendo para mí la más gratificante. Ya estaba estudiando piano cuando decidí dejarlo, después de ocho años, pues sentí que no llegaría a ser un destacado intérprete como lo fue mi medio hermano Raúl. Esta decisión seguramente afectó a mi padre, pero me la respetó, como lo hizo siempre, nunca me impuso nada. El director titular de la Sinfónica de Bellas Artes era Carlos Chávez, también conocido de mi padre. Por el podio del Palacio me tocó ver desfilar durante años a una gran cantidad de directores extraordinarios que ahora son historia y otros leyenda. Me extasiaba con extraordinarios ballets, casi todos rusos, y los mejores ejecutantes del mundo del piano, chelo, violin, arpa, guitarra, flauta, etcétera. Tuve la oportunidad de escuchar y ver actuar a la gran pareja Di Stefano y María Callas. Otro personaje inolvidable fue Claudio Arrau, para mí uno de los mejores pianistas de todas las épocas, ya que supo combinar su educación alemana con su temperamento latino. Con él cultivé una amistad muy curiosa, heredada de mi padre, pero amistad al fin. Cuando venía a México sufría ataques de asma, entonces lo iba a ver al hotel Alameda y como no salía a ningún lado, por temor a enfermarse, me retenía y conversábamos largamente.

También a través de mi padre me tocó tratar a muchísima gente notable, muchos de ellos han pasado a la historia: el padre de la arquitectura mexicana moderna, José Villagrán García se hizo muy amigo de mi padre después de proyectar precisamente el Sanatorio de Huipulco; Carlos Pañi arquitecto del Gea González; pintores, desde luego Diego, Frida, Siqueiros, Carlos Mérida, quien todos los años nos hacía con cartón y papel el nacimiento en Navidad, eran verdaderas obras de arte que daban pena deshacer; Jesús Guerrero Galván, tuberculoso, a quien todavía visité en Cuernavaca, inició un dibujo de Ludi, mi hija mayor, que no terminó porque murió; innumerables intelectuales, muchos de ellos refugiados españoles, como José Gaos, Eduardo Nicol, Puche Alvarez, etcétera; escritores de la talla de dos premios Nobel chilenos, Gabriela Mistral y Pablo Neruda, visitantes asiduos a casa cuando estaban en México, lo mismo que Trotski, Palma Guillen, el cubano Juan Marinello, el brasileño Jorge Amado y otros muchos, la guapísima Guadalupe Amor, a quien muchos no le han dado el crédito que debe tener, frecuentemente estaba en casa; a mí, sí me gustan sus versos y disfruto al releerlos. Del medio médico mexicano creo que fueron pocos los que no alternaban con mi padre: Ignacio Chávez, Salvador Zubirán, Federico Gómez, Guillermo Montano, Isaac Costero, Arturo Rosenblueth, Enrique Cabrera Cosío (estos dos últimos, además, excelentes pianistas), Gustavo Baz, Clemente Robles, etcétera. Y desde luego, tantos gratos recuerdos de las reuniones en casa con los médicos de Huipulco: Miguel Jiménez, que para no estar pidiendo a cada rato su "cubita", le pidió a mi mamá un florero y así nació la "cubeta" y después propietario del también famoso Chupito Room con su esposa La piccolina, (apodo italiano, ya que él acababa de regresar del Instituto Forlanini). A la simpatiquísima pareja Rébora (don Fernando y Lili), Carlos Noble y su guapa esposa Tisbe, Fernando Katz, Manuel de la Llata, el güero Ibarra Pérez, Solórzano, Rafael Sentíes, y tantos otros cuya lista sería interminable.

Conocí también a muchos médicos extranjeros de renombre mundial, gracias a que desde muy joven asistía a todos los congresos de tisiología, sobre todo a los de la ULAST. Siempre me impresionaron los cubanos, especialmente desde el punto de vista médico y por sus guapísimas esposas, a las que don Clemente Robles, siempre "ojo alegre", calificaba de "exóticas frutas tropicales". En la casa de mi padre daban clases de rumba y les enseñaban a los mexicanos aquello de "uno, dos y tres, qué paso más chévere..." Otros médicos extranjeros que permanecieron muy cercanos a nosotros fueron Chamberlain, Auerbach y Farber. Todos ellos estadounidenses, pero recuerdo perfectamente a Sayago, de Argentina, Marcio Bueno, de Brasil y el más destacado y querido por mi padre, Héctor Orrego Puelma, de Chile. Capítulo aparte merece el maestro Leo Eloesser, hombre simplemente extraordinario en todos los sentidos. Junto con mi hermano Enrique, nos invitaba a internarnos en el estado de Guerrero, buscando pinturas rupestres en las cuevas; de hecho, si no descubrió Ixtlahuaca, sifué el primero en resaltar su importancia. El maestro Eloesser fue clave para conseguir mi beca de residencia en cirugía cardiovascular en la Universidad de Stanford. Estando yo en San Francisco, iba por mí al hospital y me hacía recorrer la ciudad a pie, contándome la historia de cada casa, de cada calle y de cada monumento. En la noche íbamos a su departamento atestado de arte mexicano y preparaba una cena de tasajo de venado al estilo yaqui con su correspondiente licor típico. Enamorado de México, pasó sus últimos días en Michoacán.

Me recibí en 1956. Este año cumplo 50 años de recibido y desde la fecha de mi recepción no regresé a Huipulco, en parte para evitar cualquier sospecha de nepotismo, siendo que además ya estaba encarrilado en el Hospital de mis amores: el General de México. En esta institución cursé toda mi carrera y recibí enseñanzas fundamentales en cirugía general de los doctores Valdés Villarreal (¿recuerdan la anécdota del Retinto?), Enrique Flores Espinoza y sobre todo de una de las mentes más ágiles e inteligentes que conocí en mi vida, don Horacio Zalee. Además, ya formaba parte del grupo del entrañable y excelente médico don Alejandro Celis Salazar, apoyado en tres jóvenes y estupendos médicos Raúl Cicero, Octavio Rivero y José Kuthy Porter.

Desde que me recibí, mi padre me abrió un lugar en su consultorio privado, de tal manera que lo veía a diario hasta que ya no pudo trabajar. Veíamos a los mismos pacientes, seguíamos comentando y discutiendo sus casos y conversábamos sobre muchos temas. El maestro Celis y luego José Ramírez Gama operaban sus casos privados. Cuando regresé de Estados Unidos empecé a ocuparme de ellos.

Mi padre fue un líder nato. Tenía un carisma y personalidad irresistibles y francamente no he vuelto a escuchar un orador como él. Otra anécdota: asistí con él un domingo en la mañana a la Arena Coliseo, donde se celebraba un congreso a favor de la Paz, tenía 12 años y tuve que subir hasta las gradas más altas de la Arena ya que estaba llena, de bote en bote. Los oradores empezaron a subir al ring como a las diez de la mañana y obviamente no para pelear. Mi padre era el último orador. Empecé a sufrir, pues a las doce o doce y media, ya nadie hacía caso de los discursos. La gente platicaba, se reía, caminaba por los pasillos, etcétera. Por fin, como a la una de la tarde subió al ring mi papá y en menos de 15 segundos tenía hipnotizada a la audiencia. Yo les veía las caras a los asistentes desde donde me encontraba, casi ni pestañeaban y respiraban con la boca abierta. Fueron 20 ó 25 minutos al final de los cuales recibió grandes ovaciones, gritos y pretendieron bajarlo del ring en hombros. ¡ÉSE, ERA MI PADRE!

Fui muy afortunado al tenerlo, pero debo mencionar, aunque sea muy brevemente, a mi madre doña Enriqueta Pascal que además de haber sido una mujer muy guapa, tenía la inteligencia, tacto y don de gente que, con su manera de ser, equilibró estupendamente el ambiente familiar durante nuestra niñez y juventud.

Uno de los aspectos que más agradezco a mi padre es haberme abierto el mundo de la música. La música tiene algo inevitable: el silencio que le precede y el silencio que llega al dejar de ejecutarla. De alguna manera relaciono la música con la vida y la muerte. Alguien dijo que no hay mejor manera de huir de la vida que la música. Yo por el contrario, creo que no hay mejor manera de tratar de entender ese gran misterio que es la vida, que a través de la música. Se necesita de la energía para producir un sonido y al hacerlo entramos en contacto con el silencio que le precede. Se necesita de más energía para mantener el sonido. Al cesar la energía regresa el silencio. Es un proceso como la vida misma. Desde el momento en que nacemos, la entropía progresa ganando terreno irremediablemente hasta llegar a la muerte, que es la máxima expresión de la entropía.

Por último, me permito transcribir un texto de Fernando Benítez en el que hace alusión a don Ismael: "Ismael Cosío Villegas ha dicho hace unos días que en dos ocasiones, 1950 y 1952 estuvo en la cárcel en La Habana. Y su recuerdo suscita en mí el haber compartido la prisión con él, en ese fallido intento de vejarlo. Nos liga pues, la cárcel y mucho antes, una seria de ocasionales y alegres aventuras. Durante los buenos tiempos cardenistas me atrajo de Ismael su intensa vitalidad, su total ausencia de gazmoñería, su naturaleza rabelesiana, que supo alternar con la ciencia y con un sentido de humanidad. En el campo de la neumología fue tan fecundo como Ignacio Chávez en Cardiología. Trató a miles de pacientes, construyó hospitales, formó generaciones de médicos y llegado el momento, luchó por la libertad y dignidad de sus colegas. Pionero de la neumología, pudo ser muy rico y desdeñó esa posibilidad, como desdeñó conservar sus cargos y preeminencias a costa de los suyos. Ismael, ha sido uno de los hombres más extraordinarios que he conocido. Ha mantenido una extraña fidelidad a sus ideas en tierra de oportunistas, cuando esas ideas se rebelan como un obstáculo insuperable a cualquier ascenso. Combatiente de la justicia, no escribió, pero hizo más que escribir: consagró su vida a defender sus convicciones más profundas".

Lo recuerdo ahora en los ardientes amaneceres de la Ciudad de México y lo recuerdo paseando por La Ciudad Prohibida en el otoño dorado de Pekín, erguido, fuerte, cordial y amistoso. Aquí me permito acotar que, efectivamente, los hermanos Daniel e Ismael, las dos figuras muy prominentes, fueron muy diferentes en su manera de ser. Yo creo que la naturaleza rabelesiana de mi padre que menciona Fernando Benítez, impulsó a mi tío Daniel a dedicarle uno de sus libros con el siguiente texto: "Para Ismael con la esperanza de que la vejez lo proteja pronto".

Spinoza fue el filósofo que puso a nuestro alcance el razonar en relación con la vida cotidiana. Hace énfasis en que debemos no sólo razonar, sino hasta comprender la posibilidad (y ¿la necesidad?) de que la vida muestre aspectos negativos como la depresión, falta de energía, infelicidad e injusticia. La razón nos enseña la diferencia entre lo temporal y lo permanente. Estas reflexiones me han hecho considerar que lo que perdura en nuestra memoria es una pequeñísima parte de nuestras vivencias. Ya lo he acotado en ocasiones anteriores. A la conclusión que llego, siguiendo el orden de las ideas de Spinoza, es que cuando un recuerdo perdura intacto durante tanto tiempo y en la conciencia de tanta gente, como es el caso del personaje al que se le rinde homenaje hoy, este recuerdo tiene, en alguna forma la facultad de reconciliarnos con una parte de nuestro pasado e identificamos que ahí radica algo muy importante y que tiene y tendrá la facultad de seguir ennobleciendo y dando cohesión a nuestras vidas.

31 de diciembre, 2005

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