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Revista del Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias

versión impresa ISSN 0187-7585

Rev. Inst. Nal. Enf. Resp. Mex. vol.18 no.1 México ene./mar. 2005

 

Editorial

 

Nada resiste la acción corrosiva del trabajo

 

Nothing withstands the corrosive action of hard work

 

Ruy Pérez Tamayo*

 

* Profesor Emérito, UNAM. Miembro de El Colegio Nacional y de la Academia Mexicana de la Lengua.

 

Con este número se inicia una nueva época de la Revista del INER. Parecería oportuno ofrecer algunos comentarios sobre los orígenes, la evolución, las funciones y el futuro de las revistas médicas, con atención especial a nuestro país y a nuestro tiempo. Desde luego, se trata de opiniones muy personales, que me permito expresar en respuesta a la amable invitación de mi antiguo y buen amigo, el Dr. Carlos Ibarra Pérez, nuevo Editor Médico de la Revista del INER. Si algo de lo mencionado en estas líneas se aproxima a las ideas y los proyectos de Carlos, me dará mucho gusto pero advierto que será "mera coincidencia".

Antes de que se inventaran las publicaciones periódicas o revistas, o sea hasta el final del siglo XVII, la comunicación a distancia de las nuevas ideas y de los descubrimientos biomédicos se hacía por dos medios distintos: libros escritos por los autores con ese propósito, y cartas intercambiadas entre los interesados. Estas cartas eran todo menos privadas; de hecho, con frecuencia los recipiendarios las leían a grupos más o menos numerosos de oyentes, quienes a su vez se encargaban de difundir la información en forma más amplia, usando para ello la antigua y muy eficiente técnica del "chisme". Una de las obras científicas más importante de todos los tiempos, el libro de Giovanni Battista Morgagni, De sedibus et causis morborum per a na torn en indagatis (De los sitios y las causas de las enfermedades investigados anatómicamente), publicado en 1760, surgió de la recopilación por el autor de cerca de 700 cartas que había escrito a un amigo (no médico, por cierto) sobre sus muy numerosas observaciones anatomoclínicas, realizadas durante su larga vida como profesor de anatomía primero, y de medicina después, en Padua (el libro se publicó cuando Morgagni ya tenía 79 años de edad). Otro ejemplo de la comunicación epistolar como precursora de las revistas periódicas es la voluminosa correspondencia de Anton van Leeuwenhoek con Henry Oldenburg, el primer secretario de la Real Sociedad de Londres (1663 a 1677), quien se encargaba de traducirla, resumirla y leerla en las reuniones de esta augusta institución, y finalmente de publicarla en la primera revista periódica científica del mundo occidental, llamada Philosophical Transactions of the Royal Society of London, que apareció por primera vez en 1666 y todavía hoy se sigue publicando.

La conversión de la correspondencia privada pública en revistas de aparición más o menos periódica obedeció, entre otras causas, al crecimiento del público interesado, que entonces incluía a la comunidad científica pero la rebasaba ampliamente y abarcaba un sector considerable de la sociedad educada, que disfrutaba estar al tanto de las novedades en política, en arte, en ciencia, en la bolsa, en el hipódromo y en la moda femenina. Por otro lado, también creció el tamaño de la comunidad científica misma. El interés general en la información no pasó inadvertido a los empresarios del ramo (dueños de periódicos y otras publicaciones de arraigo popular, como los "extras" y los folletines semanales) que lo explotaron, invadiendo y profesionalizando todo lo relacionado con la difusión de la ciencia en los diferentes niveles de la sociedad.

En México, las revistas periódicas científicas empezaron a publicarse a partir de 1772, en que apareció El Mercurio Volante, y siguieron con La Gaceta Médica (1864), órgano de la Academia Nacional de Medicina, La Naturaleza (1869), órgano de la Sociedad de Historia Natural, el Anuario del Observatorio Astronómico Nacional (1881), las Memorias (1884) de la Sociedad Científica "Antonio Álzate", El Estudio, los Anales y el Boletín del Instituto Médico Nacional (1888), el Boletín (1889) del Instituto Geológico, la Revista Quincenal (1898)del Instituto Patológico Nacional, y otras más. Buena parte del contenido de estas publicaciones era reflejo de los avances científicos realizados en Europa, especialmente en Francia, o bien noticias de estudios realizados por investigadores mexicanos que con frecuencia seguían los modelos creados en el extranjero. También deben mencionarse las revistas publicadas en forma periódica (pero irregular) por las principales instituciones hospitalarias de principios del siglo XX, como la Revista Médica del Hospital General, la Revista del Hospital de Jesús, la Revista del Hospital Juárez, y no muchas más.

 

 

En el área de la investigación biomédica, la tradición de las publicaciones periódicas se reforzó cuando empezaron a abrirse las distintas instituciones hospitalarias especializadas, con la fundación del Instituto de Salubridad y Enfermedades Tropicales, en 1939, y del Hospital Infantil de México, el Instituto Nacional de Cardiología, el Instituto de Nutriología, el Hospital de Enfermedades de la Nutrición y el Instituto Nacional de Cancerología, todos en la década de 1940–1950, incluyendo al Centro Médico Nacional del IMSS. Cada una de estas instituciones procedieron a publicar sus propias revistas científicas, que además de recoger la producción de los médicos e investigadores respectivos eran la proyección de cada una de las instituciones en el medio médico mexicano. Así aparecieron la Revista del Instituto de Salubridad y Enfermedades Tropicales, los Archivos del Instituto Nacional de Cardiología, la Revista de Investigación Clínica, los Archivos del Instituto Nacional de Cancerología, el Boletín del Hospital Infantil de México, etcétera. En ese mismo lapso surgieron otras revistas que no eran institucionales, sino órganos de distintas sociedades médicas, como la Revista Mexicana de Cirugía, la Revista Mexicana de Urología, Cirugía y Cirujanos, Revista Mexicana de Gastroenterología, Patología, Revista de Estudios de Tuberculosis, etcétera. Incluso aparecieron todavía otras revistas médicas más, no institucionales ni tampoco órganos de sociedades de especialistas, sino como empresas comerciales, como Medicina, La Prensa Médica Mexicana, y otras más. En la última década del siglo XX la cantidad de revistas médicas mexicanas reflejaba el desarrollo de la medicina de especialidades que caracterizó a la profesión en todo el mundo en esa centuria (junto con el crecimiento de la comunidad científica del país), pero en cambio, la calidad de las publicaciones, medida por diferentes criterios no exentos de críticas, era muy irregular, con pocas de excelencia y muchas mediocres o francamente malas. Naturalmente, cuando los criterios usados para calificar la calidad de las revistas científicas son puramente académicos y los modelos que sirven como estándar son las publicaciones de países desarrollados, las calificaciones de las nuestras tienen que ser bajas. Pero tales criterios (como los aplicados por el Institute for Scientific Information (ISI), organización comercial de los Estados Unidos, que inventó el "índice de citas" y el "factor de impacto" como elementos para juzgar la calidad de un artículo científico sin tener que leerlo, o los utilizados por la Comisión de Publicaciones del CONACyT (que son casi idénticos a los del ISI), no miden las otras funciones ya mencionadas de las revistas médicas, que también son importantes para la comunidad que las genera y para el público a quien están dirigidas.

Creo que el problema actual de las revistas médicas en México es como Medusa, pero también creo que puede resolverse y que el nombre de Hércules es, para el caso, el sentido común. Si el amable lector señala que el sentido común es el menos común de los sentidos, tendrá toda la razón; sin embargo, aquí la referencia no es al sentido común individual sino al de la comunidad. El primer punto que debe aceptarse es que publicamos muchas más revistas médicas que las que nuestra productividad académica y científica de excelencia puede sostener; si este punto se acepta, la acción racional es reducir el número de nuestras publicaciones. Hay varias formas de hacerlo: 1) abandonar la tradición de una institución = una revista, y la de una sociedad de especialistas = una revista; 2) buscar la fusión de las revistas afines, no sólo al nivel nacional sino al internacional, con países hispanohablantes, siguiendo los modelos recientemente establecidos por los cancerólogos y los patólogos; 3) promover la creación de una sola revista científica del más alto nivel para el mundo de habla castellana (somos 400 millones), comparable al Nature de los europeos o al Science de los norteamericanos; 4) empezar la revolución en casa, lo que significa tres cosas: a) que nuestras revistas adopten una política seria de depuración, fusión y proyección internacional, b) que nuestros mejores artículos los enviemos a publicar en nuestras revistas nacionales, y c) que los organismos calificadores de esta actividad (CONACyT, UNAM, UAM, IPN, etcétera) abandonen su actual postura malinchista y diseñen criterios acordes con la realidad de nuestra ciencia y sus objetivos, así como las necesidades de nuestra sociedad.

¿Qué futuro tienen estas propuestas? No es fácil predecirlo, pero viendo la evolución de la ciencia en México a lo largo del siglo XX, creo que puedo ser optimista. Cuando yo empecé a hacer investigación científica biomédica, como estudiante del primer año de la carrera de médico cirujano, en la entonces Escuela de Medicina de la UNAM, en el año de 1943 (o sea, hace ya 61 años), no había absolutamente nada para apoyar esa actividad. O sea que no había reconocimiento universitario de la importancia académica de la investigación, nombramientos de investigadores, presupuesto asignado a la investigación, laboratorios diseñados con ese objetivo, o premios a los mejores investigadores; en esos tiempos uno empezaba a hacer investigación como si entrara en una sociedad secreta, que desempeñaba sus funciones en los ratos libres que le dejaban sus obligaciones contractuales. En cambio, hoy la situación es muy diferente, y puedo decir con gran satisfacción que, tanto en la UNAM como en varias otras instituciones de educación superior (el IPN, el CINVESTAV, la UAM, los Centros SEP–CONACyT), la investigación científica ya posee carta de identidad y un sitio tan honorable como el que siempre han disfrutado las humanidades.

La Revista del INER enfrenta, en esta nueva etapa de su existencia, grandes problemas. Pero en su predicamento no está sola: la acompañamos todos los que creemos que las cosas pueden ser mejores y que para lograrlo sólo se necesita trabajar más duro.

Porque nada resiste la acción corrosiva del trabajo. Vale.

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