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Frontera norte

versión On-line ISSN 2594-0260versión impresa ISSN 0187-7372

Frontera norte vol.34  México ene./dic. 2022  Epub 19-Sep-2022

https://doi.org/10.33679/rfn.v1i1.2208 

Artículos

Religión, violencia y drogas en la frontera norte de México: la resemantización del mal en los centros de rehabilitación evangélicos de Tijuana, Baja California

Traducción:

Luis Cejudo-Espinoza

Richard Cluster

1El Colegio de la Frontera Norte, México, odgers@colef.mx


Resumen

La sociología clásica suele presentar a la religión y a los procesos adictivos como factores de alienación, contrarios a la capacidad de agencia. Por su parte, la violencia ha sido analizada en un amplio espectro, desde un instrumento de dominación –para quien la sufre– o uno de acción –por parte de quien la ejerce–. Sin embargo, existen pocos análisis que observen cómo religión, adicciones y violencia se interrelacionan empíricamente, en la experiencia subjetiva de víctimas y perpetradores de actos violentos. A partir de un estudio cualitativo basado en entrevistas narrativas y observación participante, analizamos la forma en que la violencia es resignificada a través de la religión en tres centros de rehabilitación para fármacodependientes, ubicados en la región fronteriza del norte de México. Concluimos que la guerra espiritual es un recurso central para resemantizar el sufrimiento y la violencia, y constituye un aspecto medular del modelo evangélico de rehabilitación.

Palabras clave: violencia; abuso de drogas; evangélicos; Tijuana; frontera México-Estados Unidos

Abstract

Classical sociology tends to present religion and addictive processes as factors of alienation, opposed to agency. Violence, for its part, has been analyzed in a broad spectrum that ranges from an instrument of domination –for those who suffer it– to an instrument of action –on the part of those who exercise it. However, there are few analyses that observe how religion, addictions and violence are empirically interrelated in the subjective experience of victims and perpetrators of violent acts. Using a qualitative study based on narrative interviews and participant observation, we analyze the way in which violence is re-signified through religion in three rehabilitation centers for drug addicts located in the northern border region of Mexico. We conclude that spiritual warfare is a central resource for re-semanticizing suffering and violence, and constitutes a central aspect of the evangelical model of rehabilitation.

Keywords: violence; drug abuse; evangelicals; Tijuana; Mexico-U.S. Border

INTRODUCCIÓN

Las religiones son sistemas de creencias que construyen sentido y aportan orientaciones prácticas a los creyentes. Es decir, establecen sistemas explicativos del mundo a partir de los cuales se elaboran pautas de comportamiento. Dentro de estos sistemas de sentido, un lugar central lo ocupan las teodiceas, que ofrecen explicaciones acerca de la presencia del mal, el sufrimiento y la muerte en el mundo. ¿Qué causa estos eventos?, ¿cómo pueden ser aliviados o trascendidos? ¿Por qué sufren los justos? (Kurtz, 1995). Las teodiceas incorporan, en proporciones variables, los designios de seres superiores y las acciones realizadas por los humanos, en esta o en alguna vida anterior.

Dentro del cristianismo –particularmente dentro de las corrientes pentecostales– el origen del sufrimiento se asocia con la guerra espiritual entre el bien y el mal. En las interpretaciones populares de la Biblia, la guerra espiritual inicia con la rebelión de Lucifer, pero el pasaje central es el pecado original, en donde la tentación –simbolizada mediante la serpiente– lleva a la desobediencia, y en consecuencia, a la expulsión de Adán y Eva del Jardín del Edén. La expulsión del paraíso y el sufrimiento como castigo –“ganarás el pan con el sudor de tu frente y parirás con dolor” (Génesis 3:16, Valera, 1960)– sólo termina, para los justos, el día del juicio final.

Este mito fundacional, que asocia indisolublemente al sufrimiento con el pecado, tendrá implicaciones diversas en la vida de los creyentes. Pero las formas en las que se declina la relación entre mal, sufrimiento y pecado, para producir explicaciones concretas y orientaciones prácticas para la vida cotidiana, difieren en las distintas vertientes del cristianismo. Así, para entender la producción de estrategias para enfrentar o evitar el mal, y para aportar consuelo y resignación a quienes sufren, es necesario atender los anclajes históricos y socioculturales movilizados en cada caso. Por ello, conviene preguntarse: ¿en contextos específicos, cómo movilizan los creyentes creencias y rituales para hacer frente a la violencia y al sufrimiento?

Para Varguez Pasos (2018, pp. 217-218), la guerra espiritual puede identificarse en la Carta a los efesios, donde Pablo señala que la lucha es “contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestiales”, pero debe distinguirse este sentido evangélico tradicional del auge que adquiere su reinterpretación, en el siglo XX, entre iglesias pentecostales, neopentecostales, y algunas vertientes de la Renovación Carismática (Várguez Pasos, 2018). Con respecto al auge de esta reinterpretación contemporánea, Wynarczyk (1995) apunta que surge en los Estados Unidos hacia finales de la década de 1980, pero tendrá expresiones diversas en América Latina, donde será promovida por ministros que se inspiraron en las experiencias de lucha contra los demonios realizada por predicadores neopentecostales.

Lozano apunta que la guerra espiritual adquiere mayor relevancia en contextos violentos, como con los exparamilitares de Córdoba, Colombia, que reinterpretaron la violencia como “resultados materiales de las acciones espirituales del demonio”. En consecuencia, “es solo con la oración que las víctimas […] tienen la capacidad de hacer la guerra en la fuente de la guerra misma” (Lozano Garzón, 2009, pp. 77-78).

A partir de un estudio con agrupaciones que se movilizan en Morelos, México, contra la inseguridad y la violencia, Delgado-Molina (2020) distingue aquellos grupos vinculados al catolicismo emocional que consideran que el mal puede “ocupar el espacio físico, geográfico o personal-interior”, de aquellos emanados de un catolicismo conservador, en el que el mal “es una fuerza estructural, que se expresa como una ideología” (Delgado-Molina, 2020, p. 18).

Valenzuela y Odgers (2014) reportan que en el municipio de Tijuana, México, los católicos incorporan un mayor número de elementos sociales en su interpretación de la violencia, los evangélicos la articulan con argumentos de orden político, mientras que para los testigos de Jehová predomina la dimensión escatológica.

La reflexión sobre el mal y el sufrimiento se vincula con la construcción del sentido de la enfermedad y las interpretaciones sobre la acción de las personas y/o de las entidades trascendentes en la salud individual (Augé y Herzlich, 2013). Aunque los sistemas de sentido que dan origen a diagnósticos y procedimientos terapéuticos pueden ser de carácter religioso o científico, en la experiencia empírica de los individuos las estrategias de atención a la salud suelen combinar, en proporciones variables, las distintas terapias disponibles, ya sean científicas o religiosas. En la realidad cotidiana, la frontera entre unas y otras es mucho más permeable de lo que suele suponerse (Frigerio, 2019). En particular, en América Latina es frecuente la articulación de la atención médica con la práctica ritual, ya sea religiosa o espiritual, a partir de una matriz de sentido que busca explicar el origen del mal, dar un sentido a la enfermedad y aportar consuelo a quien lo padece. Así, en el pensamiento etiológico y nosológico socioculturalmente construido, existe una articulación de lógicas biomédicas y religiosas que orientan las acciones concretas de los sujetos ante sus padecimientos. Esta articulación está semánticamente asociada con la reflexión sobre el bien y el mal, en su sentido más amplio.

En consecuencia, a las diferentes interpretaciones sobre el mal corresponderán también distintas prescripciones, orientadas a mantenerlo a distancia o a limitar sus efectos. Estas prescripciones pueden observarse en diferentes escalas. En México, aparecen en el espacio público bajo la forma de cenotafios y humilladeros, que buscan impedir la entrada del infortunio a los barrios donde residen los fieles (Gaytán Alcalá, 2020). Los espacios domésticos están marcados por objetos de protección, como crucifijos, altares y veladoras (De la Torre y Salas, 2020; Fierro Hernández, 2018). En el ámbito íntimo, los actos de protección pueden servirse de objetos –como escapularios–, inscribirse en el propio cuerpo –como los tatuajes religiosos– (López-Escobosa, 2018), o incluso aparecen desprovistos de anclajes materiales, como en el gesto de persignarse al intuir la presencia del mal (Idoyaga Molina, 2001). Tomando en cuenta lo anterior, en este artículo buscamos responder la pregunta ¿cómo se reinterpreta la violencia y el sufrimiento en los centros evangélicos de rehabilitación (CER)?.

Para incorporar el análisis relativo a la violencia, retomamos la propuesta de Wieviorka (2003, 2005, 2012), e indagamos la forma en que tres CER, ubicados en el municipio de Tijuana, resemantizan la violencia y el sufrimiento mediante la teodicea que producen, recrean y transmiten dentro de su modelo terapéutico de atención. Asimismo, analizamos la forma en que la idea abstracta del mal se declina hacia el sufrimiento que producen tanto la violencia como la enfermedad, articulándolos a los procesos adictivos del consumo de drogas.

Para ello, en un primer apartado discutimos las categorías de mal y violencia, en relación con los procesos de subjetivación y desubjetivación. En el segundo, describimos los centros de rehabilitación (CER) estudiados y la metodología de la investigación. El tercero da voz a internos y directivos de los CER, que narran el sufrimiento y la violencia en sus vidas. El cuarto, aborda la resemantización del sufrimiento y la violencia en el contexto de la guerra espiritual. Concluimos reflexionando sobre las implicaciones de las estrategias de resematización, en los procesos de subjetivación y desubjetivación en estas comunidades terapéuticas de ayuda mutua.

SUBJETIVACIÓN Y DESUBJETIVACIÓN EN EL ANÁLISIS DE LA VIOLENCIA

A diferencia de la filosofía, en donde la discusión sobre el mal resulta central –eg. Schoppenhauer, Sartre–, en la sociología ésta ha ocupado un lugar marginal, cediendo el espacio al análisis de sus manifestaciones sociales como la guerra, la criminalidad o la violencia. Para Giner (2015), la sociología del mal se aproxima a la violencia considerándola como inherente a la sociedad humana, e intersándose particularmente en el daño intencional que es ejercido por actores que lo consideran como necesario. Es dicho carácter de mal necesario el que funge como argumento de legitimación para quienes ejercen o legitiman la violencia (2015, p.10), por lo que conviene analizar la producción de sociodiceas, en su función de justificaciones ideológicas del mal en nuestro comportamiento. Dentro de las mismas, podría distinguirse la construcción del mal infligido intencionalmente –malicia– con respecto al que se considera inevitable, o justificado en la búsqueda de un bien mayor (Giner, 2015).

Como expresión del mal, en contraste, la violencia ha sido un objeto de reflexión privilegiado en las ciencias sociales. Wieviorka (2005) identifica tres orientaciones principales en la sociología clásica: desde la perspectiva funcionalista, la violencia es una disfunción, una respuesta ante una crisis; desde la teoría de la movilización de recursos, la violencia constituye un recurso más al que el actor recurre de manera instrumental; desde una perspectiva culturalista, las causas y las formas que adquiere la violencia deben explicarse desde las especificidades culturales (Wieviorka, 2005).

La relación entre violencia y emociones es abordada desde la microsociología, en diálogo con la psicología, incorporando temas como la crueldad, la rabia (Collins, 1974), la frustración o el miedo (Collins, 2009).

Briceño-León (2016) considera que la sociología de la violencia es un campo emergente en los años noventa, cuando aparecen nuevos delitos que no pueden ser explicados desde la sociología de la desviación o la criminología tradicional. Así, en diálogo con la epidemiología y la salud pública, la sociología de la violencia se recentra en la caracterización de las víctimas, en vez del análisis de los victimarios.

En contraste, para Wieviorka la principal aportación de la sociología vendría de enfocarse en el protagonista de la acción violenta, esforzándose por encontrar el sentido que el propio actor atribuye a su acción (Wieviorka, 2003, 2005). Entonces, propone analizar la violencia desde los procesos de subjetivación y desubjetivación, comenzando por una revisión crítica a la visión romantizada del sujeto, evidenciando su lado oscuro: el antisujeto (Wieviorka, 2012).

Partiendo de Joas (1999) y Touraine (2007), Wieviorka sostiene que el sujeto no es equiparable al actor: el sujeto es la capacidad que detenta el individuo para constituirse como actor, para construir su propia existencia, controlar su experiencia, asumir su responsabilidad. El individuo no se transforma en sujeto de una vez y para siempre. Los procesos de subjetivación son frágiles y efímeros.

Para Touraine (2007), al asumirse como sujeto, el individuo reconoce la capacidad de subjetivación del otro, y ese reconocimiento será central para entender su lógica de acción (Wieviorka, 2012). Contrariamente, Wieviorka destaca que la historia muestra sujetos que despliegan el no reconocimiento, la capacidad destructiva, la violencia. Esta realidad exige la construcción de categorías analíticas diferenciadas para entender las expresiones oscuras del sujeto. Para ello, propone distinguir dos procesos: subjetivación y desubjetivación. La subjetivación desembocaría en la construcción del sujeto, en el sentido tourainiano, mientras la desubjetivación llevaría a la conformación del no-sujeto. El no-sujeto se caracteriza por considerarse como carente de toda capacidad de acción y, por consiguiente, por no asumirse como responsable de lo que hace (o deja de hacer). Esta idea converge con el planteamiento de Arendt (2006) sobre la banalidad del mal.

Pero además, en una tercera vertiente, la construcción del actor viene acompañada por la negación del otro como sujeto, produciéndose así lo que Wieviorka denomina el anti-sujeto. Contrariamente al no-sujeto, el anti-sujeto reconoce su capacidad de acción/transformación del mundo, pero al desconocer al otro como sujeto, sus actos pueden orientarse hacia la violencia o la destrucción (Wieviorka, 2012).

Desde esta perspectiva analítica, pueden identificarse cinco expresiones distintas de la violencia. Primero, la violencia como una reacción ante la pérdida de significado, como reacción ante procesos de cambio en donde el actor considera que se avanza hacia la pérdida del sentido tradicional (e.g la pérdida de valores) y daría lugar a la violencia conservadora. Aquí también podría identificarse la violencia fundamentalista como una reacción extrema ante lo que se considera el debilitamiento del sentido (Wieviorka, 2003).

La segunda expresión de la violencia, asociada a la ausencia de sentido, estaría representada por la banalidad del mal, enunciada por Arendt (2006). Sería el caso de la violencia ejercida por un no-sujeto (derivado de procesos de desubjetivación), e incluiría la violencia como obediencia.

En contraste, la tercera agruparía las formas de violencia intencional, gratuita (asociadas a la crueldad y el sadismo). Es decir, aquellas formas de violencia ejercidas por el anti-sujeto, que parte del no reconocimiento del otro. Estaríamos ante el lado oscuro del proceso de subjetivación (Wieviorka, 2003).

En cuarta posición, vendría la violencia fundamental, caracterizada como una reacción ante una amenaza, como instinto de supervivencia. Esta forma de violencia podría constituir, eventualmente, un estadio previo a la construcción del sujeto.

Finalmente, para Wieviorka (2005) la quinta expresión de la violencia sería la violencia fundadora, que podría desencadenar procesos de subjetivación. Esta es la violencia en la que el sujeto busca la transformación del mundo a partir de una crítica a la realidad existente, y orientada por un proyecto –individual o colectivo– de acción, sin que ello implique la negación del otro como sujeto.

Ahora bien: ¿en qué medida las propuestas analíticas arriba señaladas permiten comprender la forma en que, en contextos sociohistóricos específicos, se produce la violencia y la salida de la violencia? Y nuevamente, ¿cómo se resemantiza la violencia una vez que se ha salido de ella?

En los centros evangélicos de rehabilitación (CER) que se ubican en la región fronteriza del norte de México, la reinterpretación de la violencia, que se realiza a través del prisma religioso, adquiere una doble vertiente. Por una parte, corresponde al esfuerzo de resemantización del propio sufrimiento, asociado tanto a la violencia recibida como a las consecuencias del consumo problemático de sustancias –el sufrimiento como enfermedad–. Aquí, la dimensión corporal es central. Para los fines de este artículo, analizamos la dimensión corporal desde la perspectiva teórica del embodiment (Csordas, 1993), considerando las corporalidades como centro de la experiencia desde la cual se constituye el ser en el mundo. En consecuencia, prestaremos particular atención a los modos somáticos de atención, entendidos como las disposiciones, culturalmente construidas, para prestar atención a y con el cuerpo (Odgers Ortiz, Csordas, Bojorquez-Chapela y Olivas Hernández, 2020).

Por otra parte, se encuentra la resematización de la violencia perpetrada por los propios exadictos. Aquí, la búsqueda de sentido se relaciona con la culpa, el arrepentimiento y el perdón, como fundamentos para la reconstrucción del sujeto. A continuación, presentaremos algunas de las características de los CER estudiados, para mostrar posteriormente cómo se realizan los procesos de resemantización de la violencia.

LOS CENTROS EVANGÉLICOS DE REHABILITACIÓN EN LA FRONTERA NORTE DE MÉXICO

La ciudad fronteriza de Tijuana constituye, por su ubicación geográfica, una región clave para el trasiego de drogas hacia los Estados Unidos, conservando así la poco honrosa fama de ciudad del vicio (Félix Berumen, 2003). No obstante, hacia finales del siglo XX, el principal problema de la región era el tráfico de drogas, no su consumo. Es con el desarrollo de nuevas drogas sintéticas que se agudizó el consumo problemático en la región (Jiménez Silvestre y Castillo Franco, 2011). Pese a ello, los recursos federales se mantuvieron concentrados en la lucha contra el narcotráfico, y solo marginalmente se dirigieron a la atención de adicciones. Así, como respuesta a la atención insuficiente a este problema de salud pública, surgieron comunidades terapéuticas de ayuda mutua, conocidas como centros de rehabilitación (CR) (Odgers-Ortiz y Olivas Hernández, 2019).

Los CR surgieron en la región en la década de los ochenta, replicando el modelo de Alcohólicos Anónimos, que retoma el modelo de los Doce Pasos, pero priorizando la atención residencial sobre la ambulatoria. Los CR tuvieron un crecimiento acelerado en la primera década de este siglo, pasando de 93 centros en 2001(González, 2001), a más de 230 para el 2013 (Galaviz y Odgers Ortiz, 2014). La mayoría de los CR se autodenominan cristianos, o son de carácter espiritual (sin adscripción religiosa específica) (Galaviz y Odgers Ortiz, 2014).

Para la realización de la investigación cualitativa que sustenta este artículo, seleccionamos tres CER –dos para varones y uno para mujeres– por su antigüedad, la estabilidad en su forma de operar, y la disposición de sus directivos para participar en el estudio.2 En ellos realizamos 69 entrevistas semiestructuradas a profundidad y recopilamos testimonios3 de 14 egresados (García Hernández, 2018). Asimismo, realizamos observación participante durante 18 meses, con visitas recurrentes, incluyendo días hábiles, domingos y días festivos. La observación participante, registrada en diarios de campo, refiere tanto las actividades cotidianas como las religiosas, realizadas de manera individual o colectiva.

Las entrevistas y los testimonios fueron recopilados y analizados desde la perspectiva de las identidades narrativas (Andrews, 2002). Así, asumimos que nos construimos a partir de nuestros relatos al seleccionar los episodios que narramos, construyendo una trama y confiriendo una coherencia lógica a nuestras acciones para explicar el presente a partir de nuestro pasado, y para proyectarnos hacia el futuro, como parte de esa secuencia. En consecuencia, en los relatos recopilados es menos importante la exactitud de los hechos narrados, que el sentido que el narrador les imprime.

Los centros CER observados son dispositivos autogestionados que operan en condiciones precarias, practicando tarifas de admisión mínimas.4 Se exime de pago a quien solicita voluntariamente el internamiento y no dispone de recursos.

Dos de los centros estudiados aceptan llevar a cabo internamientos forzados, mediante solicitud de los familiares de los afectados.5 Dichos CER son estructuras de confinamiento de donde los internos saldrán únicamente después de un periodo de entre tres y seis meses, previamente establecido. En el tercer CER existen reglas de ingreso y egreso, pero su cumplimiento depende de la disposición, voluntad y disciplina de los propios participantes.

Uno de los centros (CER#1) fue fundado por un exusuario de drogas, que inició su consumo problemático cuando residía como inmigrante en los Estados Unidos, en donde formó parte de las fuerzas armadas y estuvo movilizado. Tras su rehabilitación y conversión religiosa, decidió volver a Tijuana y dedicarse a la rehabilitación de otras personas. El CER que dirige tiene varias décadas de funcionamiento.

El centro para mujeres (CER#2) fue creado por la esposa del director del CER#1, ante la necesidad de contar con un CER para mujeres: siguiendo las orientaciones normativas evangélicas, los centros mixtos no son admisibles. En la región, los CER para mujeres son escasos, por lo que la demanda de atención suele superar la oferta disponible (Galaviz y Odgers Ortiz, 2014).

El tercer centro (CER#3) surgió de una misión evangélica que visitaba un centro penitenciario para ofrecer apoyo espiritual y de rehabilitación. En esa etapa, el ahora director del centro observó que frecuentemente los presos eran liberados al caer la noche. Al no tener un lugar a dónde ir –por ser migrantes, mayoritariamente– solían volver a la vida en la calle, al consumo de sustancias y quedar expuestos a las redes delincuenciales. Para hacer frente a esa situación, crearon una casa de medio camino para personas recién liberadas, que progresivamente se transformó en un CER de puertas abiertas las 24 horas.

La vida cotidiana al interior de los CER está pautada por las actividades religiosas, con una rutina rigurosa acompañada de rituales específicos –oraciones, alabanzas, predicaciones, entre otras–. Estas incluyen un momento de oración al despertar, servicio religioso matinal, actividades productivas y de mantenimiento de las instalaciones, oración antes de la comida, actividades deportivas, recreativas y escuela bíblica, servicio religioso y un nuevo momento de oración antes de ir a dormir. Los domingos las actividades religiosas ocupan un tiempo aún mayor, incorporando a personas externas al centro de rehabilitación, destacando los familiares, los exadictos conversos que acuden para presentar su testimonio, y predicadores invitados que ofician en otras iglesias de la región.

En consonancia con las tendencias del cambio religioso regional (Galaviz, Odgers y Hernández, 2009; Jaimes Martínez y Montalvo González, 2019), los CER observados pueden clasificarse como evangélicos-pentecostales y presentan características semejantes a las observadas en otros contextos latinoamericanos (Algranti y Mosqueira, 2018; Castrillon Valderrutén, 2008; Güelman, 2018). El pentecostalismo se caracteriza por la centralidad de la creencia en los dones del Espíritu Santo y por una práctica ritual emotiva, inducida mediante música, danza, narración de experiencias liminales, etcétera, pudiendo derivar en estados de trance, percibidos como el Bautizo de Fuego, o la recepción del Espíritu Santo. Estas características prevalecen en los tres centros, sin embargo, ellos prefieren autodenominarse únicamente como cristianos. Incluso, rechazan nombrarse pentecostales debido a que no sostienen –ni buscan– lazos institucionales con las iglesias pentecostales de la región.

Debido a la laxitud de los vínculos que mantienen con las iglesias locales, en los CER existe una relativa libertad en la interpretación de la Biblia. La práctica ritual es reproducida mediante escuelas bíblicas establecidas en sus instalaciones, donde se forma a los futuros fundadores de los nuevos CER. Esta lógica confiere fluidez a la reproducción de su modelo interpretativo y ritual, articulado en torno a los procesos de sanación. Así, su modelo de atención es el resultado del conocimiento empírico, transmitido de egresados a nuevos internos, donde la reinterpretación simbólica de la experiencia personal de rehabilitación constituye a la vez un recurso heurístico y una fuente de legitimación. La concepción del cuerpo resulta central en este modelo, para resemantizar la violencia y la adicción (Odgers-Ortiz et al., 2020).

A pesar de sus diferencias, los tres centros comparten la orientación evangélica, una sensibilidad pentecostal, y una larga trayectoria que les ha permitido adquirir experiencia, depurarla y transmitirla a numerosas generaciones de egresados. Si bien no consideramos que representen a la totalidad de los CER de la región, sí estimamos que aportan un punto de observación significativo sobre la resignificación de la violencia dentro de los CER.

SUFRIMIENTO, ADICCIÓN Y VIOLENCIA EN LOS RELATOS DE VIDA

Los relatos de vida recopilados presentan características estructurales diferentes. Algunos casos se estructuran como testimonios; otros, buscan seguir una secuencia cronológica para explicar el camino que los llevó al consumo de drogas, y posteriormente a la rehabilitación. En todos los casos, pasado, presente y futuro se muestran estrechamente interconectados. En el relato de quienes ocupan cargos directivos, la historia personal se intercala con la del CER y con la explicación de su modelo de atención. En todos los casos, sin excepción, la narración del sufrimiento vivido ocupa un importante lugar en el relato del proceso mediante el cual iniciaron el consumo de drogas y se involucraron en actividades delictivas, y en la descripción de la violencia que ellos ejercieron sobre terceras personas.

En este apartado presentaremos algunos de los elementos que aparecen en estos tres ejes. Por razones de espacio, únicamente retomamos fragmentos textuales de los relatos de seis mujeres y seis hombres egresados, y de tres pastores que fungen o fungieron como directivos de estos centros. El análisis, no obstante, toma en cuenta el conjunto del material etnográfico recopilado tanto en las entrevistas como en la observación de campo.

El sufrimiento desde los relatos de vida

En los relatos de vida recopilados constatamos una etapa previa a la conversión religiosa, en donde el sufrimiento y la violencia –sufrida y ejercida– son constantes. Para el caso de las mujeres, es recurrente la narración de experiencias de maltrato durante la infancia, y abuso sexual durante la adolescencia, así como el recuento de embarazos no deseados. Por ejemplo, Nadia6 relata experiencias de maltrato físico y psicológico durante la infancia:

Yo era golpeada por mi madrastra... No tuve una caricia de alguien de mi familia […] cuando yo me quería acercar a mi papi, él me decía que no, que porque mi otra hermana se enojaba, […] y mi madrastra me amenazaba y me decía que si me dejaba abrazar por mi papá, al otro día me iba a pegar… [En una ocasión] mi madrastra me pegó bien fuerte y le dije “yo quisiera tener a mi madre para que me proteja; si quieres tú puedes hacerlo”, y me dijo que no quería ser mi mamá, que mejor me muriera, y le dije “¡no me digas eso!” … vieras cómo me dolió… me dolió tanto que me fui atrás de un baño y empecé “mami, ¿por qué tenías que irte? ¿por qué me dejaste? ¡estoy muy sola!” (Nadia, comunicación personal, 5 de junio de 2013).

En el relato de Julia, la violencia directa y la violencia estructural están constantemente entremezcladas: durante la adolescencia, cuando su padre –con quien ella inició el consumo ocasional de sustancias– decidió abandonar a la familia, su madre debió comenzar a trabajar en jornadas extenuantes, por lo que sacó a Julia de la preparatoria para que se dedicara a las labores de la casa y al cuidado de sus hermanos. Julia entró en depresión y tras un periodo de rebeldía, decidió fugarse. Para subsistir, aun siendo menor de edad, trabajaba en un billar, donde comenzó el abuso del alcohol y el consumo de metanfetaminas, y donde sufrió el primer abuso sexual:

Por lo mismo que estaba trabajando en el billar, me hice bien alcohólica, y se aprovecharon de mí una vez… [quise renunciar pero] mi jefe del billar me agarró y me dijo que para que no me volviera a pasar lo mismo me iba a dar algo [para mantenerse alerta a pesar del alcohol], que eso me alivianaba rápido (Julia, comunicación personal, 1 de abril de 2014).

Más adelante, y todavía siendo menor de edad, comenzó a prostituirse en el billar e intensificó el consumo de metanfetaminas:

[…] como él quería seguir ganando dinero por las fichas que estaba haciendo, agarró y me dijo: “te voy a dar algo y vamos a sacar más dinero tú y yo. Te conviene”, […] y ya agarró y me compró un globo y ya me hizo una línea y ya me pegué y me dijo: “para que no te engranes mucho con eso, nada más los fines de semana lo usas”, y ya empecé solo los fines de semana, pero ya después todos los días, todos los días, todo el dinero nada más me lo gastaba en eso (Julia, comunicación personal, 1 de abril de 2014).

A diferencia del caso de Nadia, la violencia sufrida por Julia se entremezcla con el sentimiento de culpa por las decisiones tomadas (fugarse, usar drogas, prostituirse), pues no identifica la violencia estructural que le impide seguir un camino diferente. En retrospectiva, se juzga a sí misma por no haber tomado las riendas de su vida en sus manos –de no haberse constituido como sujeto–, sin ver que las condiciones de vida que enfrentó significaron un proceso de desubjetivación. Pero sin duda, es el relato de Adela el que presenta la situación más dramática:

Mis padres se dedicaban al tráfico de drogas. Cuando llegaron a Mazatlán, se les decomisó un cargamento […] Bueno, eso fue lo que supe después, ya que crecí. Entonces, yo nací en Mazatlán, porque ellos estaban presos. Ella ya venía embarazada de mí y yo nací dentro de la penitenciaria. Antes, al nacer, yo ya estaba vendida.

Mi papá me quitó de con ella, porque supo que ya me había vendido. […] Faltaban dos días para que [fueran por mí] las personas que me habían comprado. Pero mi papá quería conocerme, y me mandó a pedir. Ese día llegaron unas personas de un internado a llevar comida a la prisión, y mi papá les dijo que si podían hacerse cargo de mí y [el pastor] le dijo que sí (Adela, comunicación personal, s.f).

Narra que en el internado cuidaban bien de ella, y los pastores que lo dirigían la trataban como a una hija, pero ella lamentaba no conocer a sus padres biológicos, ni recibir visitas de ellos:

[…] desde chiquita preguntaba “bueno, ¿por qué todos los niños reciben visitas, y yo no? ¿Yo también tengo mamá?, y él [el pastor] me decía “no te preocupes, yo te amo”, y le decía “sí, yo sé que me amas, pero yo no soy tu hija”. Yo veía que todos los niños estaban felices con sus mamás, […] inclusive se burlaban de mí porque me decían “tú eres huérfana, tú no tienes mamá, tú no tienes papá” (Adela, comunicación personal, s.f.).

Cuando Adela tenía 13 años, su madre salió del reclusorio y fue por ella al internado.

[Cuando tenía 13 años] cuatro veces fue [mi mamá] de visita [al internado]. A la quinta vez me entregaron con ella porque yo cumplía mis 14 años y tenía que salir de ahí; pero esa experiencia fue tan fea. Yo no me quería ir… y el más tiempo que estuve con ella, cerca de ella, fue una hora y media, porque no sé qué pasó, pero cuando yo desperté, desperté en una cama, en una choza, con un grillete, una cadena y yo volteaba y miraba todo y decía “¿qué estoy haciendo aquí?” … pues resulta que me vendieron (Adela, comunicación personal, s.f.).

Adela dio a luz a su primer hijo en cautiverio, y logró escapar cuando cursaba su segundo embarazo:

[Cuando me vendieron] yo tenía 14 años y él tenía 36. Me tuvo amarrada por un año y siete meses. Cuando logré escapar de con él yo tenía cuatro meses de embarazo de la niña, porque ya había tenido al grande, entonces escapé porque él llegó, no sé cómo llegaría, si drogado, pero me quitó el candado que tenía, se acostó en la cama y se quedó bien dormido, ni los perros estaban […] y entonces yo bajé corriendo para encontrar la carretera (Adela, comunicación personal, s.f.).

Debido a la extrema vulnerabilidad en la que se encontraba al momento en que se ejercieron en ella estas formas de violencia extrema, Adela es plenamente consciente de no haber sido responsable de lo sucedido. Así, como veremos más adelante, tratará de encontrar en la religión una explicación, un sentido y un consuelo para la violencia sufrida en esta etapa.

En el caso de los varones, el maltrato durante la infancia aparece también reiteradamente. Jorge explica que su madre, quien vivía legalmente en California, decidió regresar a Tijuana con sus hijos para huir de la violencia doméstica:

Nosotros aquí crecimos solos, sin nuestro papá… fue un poco difícil que mi papá no estuviera con nosotros… pero es que mi papá era un alcohólico. Desde que yo tengo memoria, lo recuerdo tomando… a la edad de los 6 a 7 años, tengo acá imágenes de mi papá golpeando a mi mamá… de hecho los recuerdos de infancia que tengo de él, nada más son ese tipo de recuerdos… fue un poco difícil vivir en ese ambiente […]; [entonces huimos con mi mamá a Tijuana porque] mi papá no podía cruzar de Estados Unidos para acá, hasta después, cuando arregló sus papeles, ya empezó a venir para acá. Venía fines de semana. Venía tomado y venía a todo eso…(Jorge, comunicación personal, s.f.).

En el caso de los varones, la dificultad para mantenerse al margen de la violencia urbana, de la participación en pandillas juveniles y en redes de tráfico de droga, así como de diversas actividades delictivas y de la cárcel, ocupa un espacio importante en sus relatos. En ellos, se presentan frecuentemente como no-sujetos que debieron actuar de forma violenta ante la falta de opciones, o como una forma de obediencia, semejante a la planteada por Arendt (2006). Resulta interesante observar, sin embargo, que en algunos relatos la interpretación religiosa lleva a considerar que su condición de no-sujetos es resultado del dominio que el demonio tiene sobre ellos. Se trataría, desde su perspectiva, de una forma extrema del no-sujeto, cuya actuación está dominada por el maligno.

Carlos nació en la Ciudad de México. A los 17 años ya tenía un consumo problemático de sustancias. Migró a la región Tijuana-San Diego, donde fue detenido y pasó un periodo de tiempo en una prisión de California. Al salir, regresó a la Ciudad de México y fue detenido e internado en el Reclusorio Oriente. Al cumplir los 23 años de edad, ya había completado tres periodos de prisión en México y uno en California. Cuando egresó del penal de Santa Martha Acatitla (a los 23 años), migró nuevamente y vivió tres años entre San Diego y Los Ángeles. Lo detienen nuevamente y tras un periodo de reclusión en Phoenix, Arizona, es deportado por Nogales. Viajó a Tijuana, donde fue detenido y apresado en “El Pueblito”.7 Al salir, permaneció en Tijuana, hasta que nuevamente lo apresaron, esta vez, en el centro penitenciario El Hongo. En todos los casos, Carlos fue condenado por robo en diversas modalidades. Entre los 23 y los 41 años, pasó más tiempo preso que en libertad: “por primera vez, dos años estoy libre ya, ¡y nunca había durado tanto!… un año a lo mucho… siempre eran dos o tres meses […], lo más rápido que salí y entré fueron 15 días: salí libre y a los 15 días, pum, estaba preso en la cárcel” (Carlos, comunicación personal, s.f.).

Es durante su último periodo de reclusión en El Hongo cuando pasó por un proceso de conversión religiosa, al entrar en contacto con misioneros cristianos que ingresaban al penal a hacer labor voluntaria. Al egresar, fue directamente, por voluntad propia, al centro de rehabilitación en donde se encontraba internado en el momento de la entrevista.

Para quienes fueron detenidos en Estados Unidos, a su experiencia se suma la deportación. Samuel migró con su familia a California cuando tenía tres años de edad. A los 13 comenzó el consumo de psicoactivos y las actividades delictivas con los amigos del barrio, por lo que fue enviado a la correccional:

… en veces ya no teníamos dinero porque nuestras mamás no nos querían dar dinero porque sabían que… que éramos traviesos… que fumábamos marihuana y llegábamos bien marihuanos… y no nos querían dar dinero porque sabían que íbamos a usarlo para comprar droga. Pero entonces nos metimos a robar […] y nos agarraron por las cámaras de las tiendas […] fueron a nuestras casas y nos arrestaron… y nos llevaron a la correccional de menores de San Diego, a la Juvenile Hall … y de ahí fui sentenciado a hacer un programa de un año de probation (Samuel, comunicación personal, s.f.).

Durante el año de prueba volvió a consumir marihuana, por lo que fue enviado nuevamente a la correccional. En diversas ocasiones, Samuel regresó a la correccional por breves periodos, siempre debido a arrestos por consumo de drogas o por robo.

Posteriormente, tras la aprobación de la Ley de Reforma y Control de la Inmigración (IRCA, por Immigration Reform and Control Act), sus padres lograron regularizar su situación migratoria. Sin embargo, a Samuel –quien para esa fecha acababa de cumplir 18 años– le negaron los papeles debido a sus antecedentes penales y lo deportaron. En el Estado de México, viviendo con sus abuelos, retomó el consumo de sustancias y las conductas delictivas.

Aquí, la deportación y consecuente ruptura de vínculos sociales opera como un vector más de desubjetivación, que se suma a la producida por la violencia recibida e infligida. Quienes ocupan puestos directivos en sus respectivos centros de rehabilitación, reiteran la gravedad de la violencia que los internos han sufrido al momento de llegar al internamiento. Alejandro, director de un CER, comenta:

[…] todos vienen muy dolidos, muy maltratados por la sociedad, por la familia, por ellos mismos […] una persona que ha pasado en drogas, que ha crecido en la calle, lo único que tiene es desconfianza de todos, por la vida que ha llevado, porque todos le han fallado, todos lo han golpeado, todos lo han humillado, sea hombre o sea mujer (Alejandro, comunicación personal, s.f.).

Por su parte, el pastor Francisco señala: “entre los que vienen, ya vienen… pues… se puede decir que ya sufridos, ya humillados, con problemas en la casa, en la familia, laborales, económicos, legales… ya lo que quieren es salir de la ratonera” (Francisco, comunicación personal, s.f.).

Con relación a la deportación, el pastor Justino comenta que el tener que mantenerse lejos de su entorno y de sus seres queridos causa un sufrimiento semejante al síndrome de abstinencia: “Aquí hay deportados, y los deportados pasan la malilla [síndrome de abstinencia] de la deportación muy feo. Le digo así porque entre los que traen la malilla de la deportación, hay muchos que se suicidan, que no pueden [superarlo]” (Justino, comunicación personal, s.f.).

Asimismo, los directivos reiteran la gravedad del problema de la trata en el caso de las mujeres. El pastor Eduardo señala:

[…] la mujer que anda en la adicción hay un control [sobre ella], un control de las mafias. […] muchas mujeres que trabajan en la zona norte son adictas […] pero las tienen cautivas, porque […] de alguna manera las tienen bailando [prostituyéndose], las tienen controladas, ese es un asunto grave y sacarlas de ahí está muy difícil porque están enganchadas, están bajo el control de las mafias. Es más difícil sacar a una mujer que a un hombre (Eduardo, comunicación personal, 20 de noviembre de 2013).

El relato de Adela parece reforzar lo dicho por Eduardo, pues ella narra que aunque llegó a estar en la cárcel en varias ocasiones, salía rápidamente porque las personas que la prostituían lograban liberarla (Adela, comunicación personal, s.f.).

El relato del inicio del consumo y la violencia ejercida

En los relatos se narra la relación con el consumo de drogas y la adicción. Si bien las experiencias individuales son diversas, el inicio del consumo se vincula con dos aspectos principales: el esfuerzo por ganar la aceptación de un grupo de jóvenes del barrio o del trabajo, y la necesidad de calmar el sufrimiento. En este segundo caso se encuentra Nayeli, que inicia el consumo cuando su esposo decide vivir con la amante y la echa de la casa, por lo que ella se encuentra en situación de calle. Es también el caso de Berlín, quien para escapar de la violencia doméstica, a los 13 años, se fuga con “su novio” –de 40 años de edad–, quien le ofrece metanfetaminas para olvidar sus problemas. Adela inicia el consumo en compañía de sus compañeras de trabajo, cuando debe prostituirse para subsistir. Delia inicia el consumo tras el fallecimiento de su hermano en un accidente automovilístico ocasionado por ella. Jorge inicia el consumo tras una tentativa de suicidio, a los 17 años. Carlos dice que inicia el consumo “… para sentir algún alivio, un consuelo, un relajamiento”, mientras que Julia narra:

Nomás, porque te decían que te desprendías así del mundo y no pensabas en nada; porque estaba yo bien estresada [deprimida] porque a mí me sacaron de la preparatoria y empecé a cuidar a mis hermanos… y ya empezaba a fumar marihuana y ya me relajaba bien mucho y ya con eso pensaba que ya se iban a terminar mis problemas (Julia, comunicación personal, 1 de abril de 2014).

En los relatos, el consumo de sustancias se relaciona directamente con la violencia ejercida. En los varones, la violencia se asocia con riñas o con actividades delictivas, mientras que en las mujeres frecuentemente se relaciona con en el ámbito doméstico. En algunos casos, la narración insiste en la culpa y el remordimiento –y podría reflejar un proceso de subjetivación–, mientras que en otros casos es presentada como una fatalidad vinculada al consumo de drogas –semejante a la banalidad del mal presentada por Arendt (2006).

Adela narra que, cuando se encontraba en una relación de pareja con un hombre violento, ella le disparó cuando lo encontró con la amante.

[…] que voy llegando… hice un escándalo para entrar, pero ni cuenta se dieron. Pero antes de eso, yo ya le había dicho “vale más que saques esas armas de aquí porque cualquier día te voy a venir dando con una de esas”, y me dice “cállate, que tú ni para matar una mosca sirves”. Las armas estaban en los cuartos de los niños […] abrí la puerta de mi cuarto y lo primero que voy viendo… y que le apunto y se rio de mí […] y vi que la fulana salió corriendo. Empecé a disparar. Las cinco balas que pegué, las cinco se las puse. Dos nomás le quedaron en la espina dorsal, otra fue en la pierna… y el muchacho quedó en silla de ruedas (Adela, comunicación personal, s.f.).

Berlín narra: “mi esposo empezó a [hartarme]… yo lo golpeaba… porque él no se atrevía a pegarme. Me acuerdo que en una de esas lo estaba ahorcando y llegó su perro y me mordió… y yo bien enojada jalaba al perro, que no me dejaba… porque lo que yo quería era acabar con él” (Berlín, comunicación personal, 17 de marzo de 2014).

En algunos casos, los recuerdos son confusos y muestran situaciones exacerbadas de desubjetivación vinculadas al consumo de sustancias, produciéndose casos extremos de no-sujetos:

Dicen que pasaron como tres días […] y en los tres días [que no recuerda] dicen que hice y deshice, cosas que realmente yo no me acuerdo; yo te puedo decir que nunca he robado, pero dicen que yo me metí a un Seven Eleven […] y cuando me levanté teníamos muchas cosas… o sea, si me dicen que yo maté, pues yo no me acuerdo … yo te voy a decir que yo no maté a nadie… pero no lo sé… (Nadia, comunicación personal, 5 de junio de 2013).

Finalmente, conviene mencionar que las autolesiones también son frecuentes. Julia explica:

Ahora sé que no necesito golpearme… porque yo antes me golpeaba, yo misma, cuando algo me salía mal. Me cortaba o me golpeaba… es algo bien raro… no sé si sea una enfermedad o qué, pero cuando me sentía triste o me hacían algo a mí, yo me decía “es que yo tengo la culpa”, y me golpeaba (Julia, comunicación personal, 1 de abril de 2014).

De igual manera, Jorge recuerda:

[…] yo me hubiera quitado la vida…algunos de mis amigos ya más grandes traían su revólver… y yo les quitaba la pistola y metía las balas para quitarme la vida… Y mis amigos se empezaron a alejar de mí. Dijeron que yo estaba bien pirata y se alejaron de mí… por la mentalidad que tenía de suicida (Jorge, comunicación personal, s.f.).

Ahora bien, como se mencionó anteriormente, el modelo de atención evangélico busca resemantizar las experiencias de sufrimiento y violencia a partir de una interpretación religiosa, en donde la guerra espiritual es la piedra angular. En el siguiente apartado abordaremos este proceso.

La resemantización de la violencia y el sufrimiento a través del prisma evangélico

En el modelo de atención de los CER, se busca que los individuos reinterpreten la totalidad de su experiencia –su pasado, sus sentimientos y emociones, sus proyectos de vida– a través del prisma de la religión. En el proceso de resemantización de la violencia que promueven, resulta central la idea del mal dentro de la guerra espiritual y la conceptualización de la adicción y del cuerpo. En consecuencia, entender el proceso de resemantización del mal –en su acepción de maldad y en su acepción de enfermedad– es imprescindible para comprender su modelo terapéutico (Odgers et al., 2020). En particular, en los relatos recopilados es posible identificar la forma en que las creencias religiosas inciden en sus concepciones nosológicas y etiológicas, identificando el malestar provocado por la adicción y el síndrome de abstinencia con la idea abstracta del mal y sus expresiones en el sufrimiento humano. En los siguientes apartados mostraremos algunos aspectos de dicho proceso.

La resemantización de la maldad y la adicción

En los CER, la enfermedad –y el sufrimiento– son entendidos como una expresión de la presencia del mal en la vida de las personas. El sufrimiento del cuerpo, del alma y del espíritu son indisociables, por lo que la restauración espiritual es considerada necesaria para la sanación. Así, la adicción a las drogas y el esfuerzo de rehabilitación son entendidos como una expresión más de la lucha entre el bien y el mal que toma al cuerpo como campo de batalla.8 En palabras del director de una red de CER:

[…] cuando la persona no nace espiritualmente, no entiende nada. Sin embargo, cuando ya entra en lo espiritual, se da cuenta: “¡¿quién era el que me traía así?! ¡¿quién era el que me traía robando, quién era el que me traía matando?!” […], porque el diablo vino a matar, robar y destruir; pero Jesús vino a dar vida en abundancia. La lucha es espiritual, y el hombre –su cuerpo– es el terreno, el campo de batalla. Y hay un libre albedrío […]. Entonces, cuando el hombre entiende: “Sí, yo era ciego, no entendía, pero ahora veo, pero veo con una vista espiritual”, entonces empieza a fortalecerse, y empieza la tentación, y la lucha… pero él ya sabe que tiene el poder de decir no (Eduardo, comunicación personal, 20 de noviembre de 2010).

Para sanar, el individuo debe acudir a Dios –en la figura de Cristo– y obtener así la fuerza moral necesaria para luchar contra el mal que lo habita. Se considera que el Enemigo es poderoso y astuto, y puede engañar fácilmente a las personas. El adicto no es percibido como una persona mala –no hay un juicio categórico–, sino como alguien que ha pecado y requiere del apoyo espiritual de la comunidad para expulsar al mal de su cuerpo. Francisco explica:

[…] nosotros tratamos… bueno, al menos yo trato de no juzgarlos. Porque yo viví también esa etapa […], yo trato de que ellos sigan viendo de que no es posible [dejar las drogas] por nuestras propias fuerzas, sino por las fuerzas que Dios nos da. Y eso es una de las cosas que yo trato de inculcarles, porque conforme los voy conociendo, yo les puedo testificar (Francisco, comunicación personal, s.f.).

Así, un objetivo central en los CER consiste en encaminar al interno para que se produzca la conversión religiosa, para sanar y evitar recaídas. Asumen que quien no reciba a Cristo en su corazón, partirá con un “vacío espiritual” que podrá ser ocupado, nuevamente, por el mal. Nadia explica:

Porque con Dios podemos, pero sin Dios no podemos hacer nada porque el enemigo nos tiene cautivos y es muy fuerte. Pero Dios es más fuerte que el enemigo. Pero yo sin Dios, no soy nada […] O sea, está el bien y el mal, y si te sueltas de la mano de Dios, haz de cuenta que te echas todo encima, se te viene todo encima… pues existen los demonios, vienen, te atormentan, te ponen enfermedad, te ponen muchos pensamientos, te ponen a la persona [al dealer] (Nadia, comunicación personal, 5 de junio de 2013).

A partir de la narración de la adicción, los relatos abordan también la violencia infligida a otras personas. La culpa no siempre está presente, pues en algunos casos, quien narra sostiene que no tuvo alternativas en su forma de actuar. Es decir, se posiciona como no sujeto. El proceso de desubjetivación que lo lleva al estado de no sujeto –y en consecuencia, a la banalidad del mal– es explicado, en los relatos, por dos posibles vías. La primera, de carácter social, sostiene que el contexto en el que vivían –la pobreza, la necesidad de subsistir en un contexto hostil, la densidad de las redes delincuenciales en su entorno– no les dejó otra alternativa. La segunda, de carácter religioso, sostiene que fue el demonio quien los llevó por ese camino y ellos no tuvieron la fuerza moral para resistir. Dentro de esta segunda interpretación, el individuo que no conoce a Cristo está dominado por el enemigo, consume sustancias y hace daño.

[…] en veces… yo sí escuchaba la voz del enemigo, que nos ponía en la mente: “hey, vayan y…”. Entonces íbamos y hacíamos eso. […] Y yo sabía a dónde me iba a llevar… a dónde me iba a conducir ese toque, que me iba a llevar a lo otro… y… iba a pasar por mucho peligro… y allá dentro [del peligro] era cuando le clamaba al Señor y ahí podía mirar su mano de poder manifestarse porque me cubría, me cuidaba de que me golpearan, de que me brincaran (Samuel, comunicación personal, s.f.).

En este sentido, la reinterpretación que ofrece el modelo evangélico permite que quien cometió actos violentos, reinterprete sus acciones, no para no asumir la responsabilidad de los mismos, sino para identificar una salida del ciclo que las produce mediante el arrepentimiento y el perdón. Esta reinterpretación permite entonces una salida al proceso de desubjetivación, que los conforma como no-sujetos, para buscar, a través del recurso espiritual, un camino hacia la subjetivación.

Tras la conversión religiosa, el individuo reconoce el mal que ha hecho, se arrepiente y pide perdón a Dios. Gracias al perdón, el converso “vuelve a nacer”, y puede iniciar la reconstrucción de una imagen de sí y un proyecto de vida desprendiéndose de la culpa y del estigma. En otros términos, en el modelo evangélico de rehabilitación el proceso de conversión religiosa debe permitir al individuo revertir el proceso de desubjetivación, de manera que en adelante, la persona que ha “vuelto a nacer” sea consciente de sus actos, actúe con responsabilidad y reconozca al otro como hijo de Dios –en consecuencia, potencialmente como sujeto–. Ahora bien, la culpa se magnifica al considerar al otro, al que se hizo daño, como sujeto, por lo que el remordimiento adquiere dimensiones avasalladoras.

Cuando yo recibí a Cristo ¡recuerdo que me sentí peor!… en un lapso de una semana yo no podía dormir… y era por la culpa. Por la conciencia. Algo que me recordaba [lo que había hecho], y lloraaaaba… y yo decía “se supone que me iba a sentir mejor, pero me siento peor: ¡ahora siento una culpa bien tremenda! Pues… la Biblia es muy clara sobre el pecado y entonces yo soy lo peor […] el peor de los criminales… y no podía vivir con eso… me acuerdo que me salí de la capilla y dije “¡algo más tiene que haber!” […] y caí de rodillas, empecé a llorar de pronto, empecé a llorar como nunca había llorado, y empecé a sentirme bien arrepentido… ahí mismo, de pronto, miré una luz bien fuerte… y recuerdo que empecé a mirar toodas las cosas malas que yo había hecho… ¡todas, todas, todas!… y yo más lloraba… de pronto, recuerdo que miré una cruz y Jesucristo a un lado de ella y me dijo que… él iba a borrar todo eso, que iba a borrar tooodo mi pasado, que… que él me amaba… de pronto empecé a sentir un amor como nunca antes había sentido, que me abrazaba, que me consolaba… y que quitó esa culpa… y ya después ya no me quería levantar de ahí… no recuerdo cuánto tiempo estuve exactamente… pero yo nunca me había sentido TAN BIEN (Jorge, comunicación personal, s.f.).

El perdón permite trascender la culpa y abre la posibilidad de constituirse como sujeto mediante el reconocimiento del libre albedrío.

Nayeli se refiere al remordimiento, y explica: “oía una voz que me decía ‘ya no tienes perdón’. Yo fui y dije ‘no tengo perdón de Dios’, y me dicen ‘¿cómo que no tienes perdón de Dios? Dice Dios que siete veces cae el justo y Dios lo perdona’, y fue ahí cuando sentí un alivio y ganas de buscar su rostro y su perdón, y aquí estoy buscándolo” (comunicación personal, 20 de marzo de 2014). Para Julia: “A Dios, nuestro Señor, en vida le arrancaron pedazos por ti y por mí. Fue crucificado, por eso su bendita sangre es la que nos limpia de toda maldad, es la que nos puede. Dios nos compró a un precio muy alto; entonces, cualquier pecado, él es el único que nos lo puede perdonar, porque él sí pagó un precio por cada uno de nosotros” (comunicación personal, 1 de abril de 2014).

De igual modo, Adela explica que se requiere valor para reconocer la culpa, arrepentirse y pedir perdón:

“me dicen ‘perdónate a ti misma para que puedas perdonar’… y eso todavía está rondando en mí, aquí en esta cabecita con pocas neuronas [risa], no entiendo… no sé qué es lo que me tengo que perdonar, pero… [seria] [lo que pasa es que] tampoco me he preguntado qué me debo de perdonar… porque a lo mejor me da miedo…” (Adela, comunicación personal, s.f.).

Conviene insistir en que la idea según la cual los demonios entran al cuerpo mediante el consumo de sustancias que deben ser arrojados al recibir a Cristo en el corazón, puede considerarse de manera literal. Así, en la interpretación del pastor Eduardo, al considerar que el mal se aferra al cuerpo en la adicción, cuando los internos son forzados a pasar por una etapa de desintoxicación, el diablo lucha para no ser expulsado de su interior, produciendo el dolor y el sufrimiento que caracteriza al síndrome de abstinencia.

Entonces, uno tiene que estar protegido para rechazar todo eso y no dejando que [el demonio que va a ser expulsado] more en uno, ¿cómo? dejando que entre [Dios]; si Dios está adentro, nadie más puede entrar […] Porque cuando fue creado, el hombre tenía el espíritu de Dios, él controlaba su vida en la creación. En la caída del hombre, el espíritu de Dios se alejó de él. Solamente quedó el espíritu de vida y el del alma. Entonces, el hombre, al ceder al enemigo, le da oportunidad de morar en él. Pero cuando viene Dios otra vez, es expulsado el enemigo que habita en el hombre.

Nosotros en los centros hemos mirado muchas cosas […]. Hemos mirado personas posesionadas de la droga, que [durante el síndrome de abstinencia] son capaces de brincar tres metros […] porque están posesionados por legiones de demonios… (Eduardo, comunicación personal, 20 de noviembre de 2013).

A diferencia del dolor que ejerce la violencia del adicto, el sufrimiento del síndrome de abstinencia es interpretado como una expresión de la guerra espiritual. El sufrimiento adquiere un sentido; incluso es considerado como una epifanía, un proceso en donde el interno, con ayuda de la comunidad de creyentes, invocará a Jesús para librarse del mal.

Para Berenice, quien ha decidido consagrar su vida a la atención de las internas del CER, el sufrimiento incluso puede ser parte del Plan de Dios: “creo que fui un propósito de Dios. Yo hasta creo que fue un propósito de Dios que yo sufriera lo que tuve que sufrir, para comprender al adicto” (Berenice, comunicación personal, 31 de mayo de 2013).

En esta interpretación, el sufrimiento que acompaña la conversión constituye un elemento clave en el proceso de subjetivación, pues al librarse del mal que lo habita y conocer a Dios, el individuo es consciente de la guerra espiritual y entiende la importancia del libre albedrío. Es a través de la conversión religiosa y su inserción en la comunidad de creyentes que el individuo adquiere las herramientas para hacer frente al mal.

Adela considera que es el enemigo quien le ocasiona ataques de pánico, por lo que requiere de la comunidad para hacerle frente, mediante la oración: “es que yo necesito que oren por mí, porque no me gusta sentir este miedo; es la tercera vez que siento este miedo, aquí es la primera vez, pero otras dos veces me pasó en prisión” (Adela, comunicación personal, s.f.).

Entonces, a partir del momento de la conversión, la violencia estará rigurosamente sancionada. Sin embargo, la retórica de la violencia, que ha formado parte de un estilo de vida practicado en una etapa previa, no desaparecerá. Como veremos enseguida, ésta es adaptada y reincorporada al nuevo universo semántico estructurado en torno a la lógica evangélica.

La Biblia como arsenal: la resemantización de la violencia

Como se ha mostrado a lo largo de este artículo, los internos de los CER observados han tenido un contacto estrecho con la violencia, las armas de fuego y, en un importante número de casos, con la vida en la prisión. A partir de la resignificación de la violencia mediante el modelo evangélico de rehabilitación, un conjunto de prácticas y expresiones de la vida cotidiana son también resignificadas. En particular, resulta interesante observar cómo opera la resemantización del lenguaje de la violencia.

Así, por ejemplo, en un servicio religioso de las 6 a.m., en el CER#3, observamos que la sesión se desarrolla intercalando con parsimonia música y lecturas bíblicas, hasta que sube al estrado a predicar un hombre de unos 30 años, con aspecto atlético, personalidad carismática y numerosos tatuajes visibles. El predicador habla, con voz fuerte y cargada de emoción, de la vida en la calle y del sufrimiento que todos han vivido antes de llegar al CER; habla del sufrimiento que han ocasionado a sus seres queridos, inducidos por “el maligno”. El tono de la predicación, emotivo desde el inicio, ha ido aumentando de intensidad, de manera que se está llegando ya al paroxismo.

Entonces exclama:

“¡Tenemos que estar preparados para luchar contra el maligno, que es muy poderoso, y por eso tenemos que conseguir las armas para enfrentarlo, y aquí –levanta la Biblia– está nuestro arsenal!. ¡Tú eliges qué arma quieres llevar: ¿sólo vas a llevarte una escuadrita? ¿o quieres salir de aquí con un cuerno de chivo? ¿o vas a salir de aquí con un bazucón?!” (Diario de campo, 1 de abril de 2014).

El predicador continúa animando a la congregación con un vocabulario y un lenguaje corporal que parece más la incitación a una sublevación, o a enlistarse en un grupo armado. Los creyentes lo escuchan embelesados, y van puntuando su discurso con respuestas entusiastas. La sesión termina con la recomendación de leer la Biblia con detenimiento para tomar de ahí las armas que necesitarán en la batalla, de asistir a la escuela bíblica, y de estar siempre atentos porque el enemigo está acechando en cada esquina. Ante la tentación, insiste en no salir nunca solos y en cuidar las espaldas de los compañeros para apoyarse los unos a los otros.

La escena anterior resulta impactante por el estilo emotivo y el lenguaje beligerante que puede escucharse en los centros de rehabilitación. Es una combinación inusual que, sin embargo, resulta plena de sentido en este contexto. El predicador habla a los internos en un lenguaje que les es cercano, que despierta emociones intensas en ellos. Les permite sentirse parte de un grupo poderoso, con vínculos emocionales estrechos. Pero es la transmutación del sentido de la violencia lo que resulta central en esta situación. El lenguaje de las armas les infunde confianza, los conecta con su pasado, aunque el sentido del discurso se haya transformado profundamente, pero en esta ocasión sus fusiles dispararán solamente versículos bíblicos. Al mismo tiempo, la recuperación del lenguaje de la violencia les permite desprenderse del rol de víctimas, otorga la placentera sensación de tener el poder, de tener el control de sus vidas, y de tener una misión –un sentido– para sus acciones cotidianas.

PARA CONCLUIR: SUBJETIVACIÓN Y DESUBJETIVACIÓN EN CLAVE EVANGÉLICA

Los CER son dispositivos de sanación en donde es posible identificar cómo se transforma el sentido que se confiere a la violencia y al sufrimiento, a partir de un sistema de creencias religiosas que aporta orientaciones prácticas a los internos.

Este proceso tiene como principal eje de rearticulación la creencia en la guerra espiritual y el papel del individuo en la lucha entre el bien y el mal. Más específicamente, podemos señalar como puntales de esta rearticulación la conceptualización del cuerpo como campo de batalla y la idea del libre albedrío.

A partir del análisis de los testimonios y los relatos de vida, y de la observación participante realizada en tres CER, podemos concluir que la violencia aparece en los relatos principalmente en dos momentos: la violencia sufrida por ellos mismos durante la infancia y la adolescencia; y la ejercida por ellos, durante el periodo en donde se produce con mayor intensidad el consumo de drogas.

El sufrimiento figura también en la narración de la infancia y la niñez, y es frecuentemente relacionado con el inicio del consumo problemático de alcohol y sustancias psicoactivas, como búsqueda de olvido y consuelo. Continúa posteriormente con la descripción del sufrimiento ocasionado por la adicción y el síndrome de abstinencia.

Existen muy pocas referencias al sentido del sufrimiento durante la niñez. Si bien, en algunos casos se señala que incluso ese sufrimiento forma parte del Plan de Dios –ya sea como prueba o preparación para las obras que realizarán en la edad adulta–, esta interpretación está lejos de ser generalizada.

En cambio, es recurrente la reinterpretación de la violencia perpetrada por ellos, como obra del demonio que tienta y manipula a quienes no tienen a Cristo en su corazón.

Retomando la propuesta teórica de Wieviorka (2003), podemos concluir que en los relatos de vida las personas entrevistadas se presentan a sí mismos, en una primera etapa, como no sujetos. El proceso de desubjetivación por el que llegan a dicha posición se explica por dos vertientes principales:

  1. La violencia estructural, que los lleva a realizar actividades reprobables –prostituirse, robar, vincularse con agrupaciones delictivas– como único camino para subsistir.

  2. La guerra espiritual: el maligno pudo entrar en sus cuerpos y dominarlos, por no haber tenido a Cristo en su corazón.

En ambos casos, el consumo de drogas aparece a la vez como consecuencia del proceso de desubjetivación y como causa de la violencia. Estaríamos entonces en la segunda forma de expresión de la violencia planteada por Wieviorka (2003), en donde ésta estaría asociada a la ausencia de sentido, y estaría bien representada por la banalidad del mal, enunciada por Arendt (2006). Es decir, es el caso de la violencia ejercida por un no-sujeto –derivado de procesos de desubjetivación– en donde se incluiría la violencia como obediencia –e.g necesidad de participar en grupos delictivos–.

En contraste con esta forma de violencia, que aparece recurrentemente en los relatos de vida, no se identifica la primera forma de expresión de la violencia, que se asociaría con la violencia como una reacción ante la pérdida de significado, y que podría expresarse como una reacción ante procesos de cambio en donde el actor considera que se avanza hacia la pérdida del sentido tradicional (por ejemplo, la pérdida de valores), dando lugar a la violencia conservadora (Wieviorka, 2003). Si bien es cierto que en los relatos se menciona la ausencia de la figura paterna, o la carencia de una familia tradicional –a la que se aspira– como un aspecto negativo de la infancia, que habría tenido como consecuencia promover el alejamiento de Dios y el ingreso en actividades delictivas, en ningún momento se sugiere que la violencia perpetrada por ellos estaría asociada a la recuperación de los valores tradicionales de la familia. Dicho de otro modo: si bien es cierto que el discurso evangélico incorporado en las historias de vida exalta valores conservadores, que incluyen el rol de la mujer como madre y esposa, la condena a la homosexualidad, o la necesidad de la familia tradicional, en ningún momento se sugiere que deba recurrirse a la violencia para la recuperación de tales valores.

La tercera forma de expresión de la violencia planteada por Wieviorka (2003), resulta más difícil de valorar. Se trata de las formas de violencia intencional, gratuita, asociadas a la crueldad o al sadismo. Para Wieviorka, son formas de violencia ejercidas por el anti-sujeto, en donde el no reconocimiento del otro como sujeto es la característica central (Wieviorka, 2003). En algunos de los relatos recopilados, sorprende el grado de violencia ejercida y la frialdad con la que se le describe. Sin embargo, en ningún caso los perpetradores de esas formas de violencia extrema describen haber realizado dichas acciones por gusto o como una fuente de placer. Por el contrario, subrayan que los actos cometidos fueron dictados por el maligno, y no se asumen como sujetos en su realización. Naturalmente, debido a la metodología seguida en este proyecto, nos encontramos con interpretaciones a posteriori, filtradas por el prisma religioso, y no tenemos la posibilidad de saber cómo se hubiese interpretado la violencia si los relatos de vida hubiesen sido recopilados en esa etapa de sus vidas.

En todo caso, ateniéndonos a las interpretaciones que figuran en los relatos de vida, la violencia extrema aparece también en la cuarta forma de expresión postulada por Wieviorka (2003). Esta corresponde a la violencia fundamental, caracterizada como una reacción ante una amenaza, como instinto de supervivencia, ya sea que esta se relacione con un esfuerzo por sobrevivir en contextos violentos, o en el caso de las mujeres, como una reacción ante parejas violentas.

Ahora bien, desde la perspectiva evangélica, es en el momento de la conversión religiosa cuando el individuo conoce a Cristo, es consciente del libre albedrío, y adquiere las herramientas concretas –la oración, la comunidad de creyentes– que le permitirían alejarse del mal. Es decir, es solamente a partir de la conversión religiosa que el individuo puede convertirse en sujeto. De este modo, el sujeto adquiere plena responsabilidad de sus actos pasados y, para alcanzar el perdón, debe transitar por la culpa y el arrepentimiento. Si el arrepentimiento es sincero, puede alcanzar el perdón y volver a nacer en Cristo. Será consciente de la tentación, pero tendrá también la capacidad de hacerle frente.

Si pese a su transformación en sujeto, el individuo decide renegar de Cristo y vuelve al consumo de drogas, entonces estaría escogiendo conscientemente el mal y se convertiría en un anti-sujeto. Por ello, en los CER la violencia ejercida por alguien que conoció a Cristo y renegó de él, es conceptualizada de forma diametralmente opuesta a la ejercida por quien no había pasado por el proceso de conversión. A diferencia de la violencia que se ejerce como no-sujeto (la banalidad del mal), la que se ejerce como anti-sujeto tras el proceso de conversión encarna la violencia destructiva, que niega al otro la condición de sujeto.

Finalmente, podríamos considerar que la quinta forma de expresión de la violencia enunciada por Wieviorka (2003), estaría presente únicamente de manera metafórica. Se trata de la violencia fundadora, que eventualmente podría desencadenar procesos de subjetivación. Es decir, la violencia en la que el sujeto busca la transformación del mundo a partir de una crítica a la realidad existente, y orientada por un proyecto –individual o colectivo– de acción, sin que ello implique la negación del otro como sujeto. Como vimos más arriba, la recuperación del lenguaje de la violencia posterior a los procesos de conversión sigue precisamente esa lógica: se busca “armarse” a través de la lectura de la Biblia para tomar parte en la guerra espiritual que se libra en cada barrio de la ciudad y en cada cuerpo que consume o ha consumido drogas. El enemigo no es el dealer, ni el usuario de drogas, a quien se reconoce como creatura de Dios –y por ende, como sujeto–. El enemigo es el maligno que produce la desubjetivación de quienes, entonces, obran por su causa. Así, la guerra espiritual en el contexto de los CER resulta relevante en sus dos declinaciones. Por una parte, como lucha entre el bien y el mal, que toma como campo de batalla el cuerpo del adicto, la guerra espiritual contribuye a interpretar y dar sentido al sufrimiento derivado de los procesos adictivos y el síndrome de abstinencia. Por otra parte, es relevante como estrategia semántica para interpretar la violencia ejercida, atribuyéndola a la influencia del maligno, en contraposición al libre albedrío que ejerce el creyente, fortalecido en Cristo (y consecuentemente, capaz de actuar como sujeto).

La relevancia de esta interpretación como parte de un modelo terapéutico está dada, en primer lugar, por la posibilidad de revertir el estigma: los actos cometidos con anterioridad a la conversión son relativizados, aunque no negados, y es posible dejar su peso atrás gracias a la figura del perdón de Dios. Pero adicionalmente –y este es quizá el punto fundamental–, esta interpretación abre un camino para que el individuo inicie un proceso de subjetivación, que se desprenda de la idea de víctima, y que asuma la responsabilidad de reconocerse como sujeto capaz de producir su propio proyecto de vida. Asimismo, este proceso de subjetivación, ejecutado dentro de un marco que le permite generar nuevos sentidos de pertenencia, lleva implícita también la necesidad de reconocer al otro como sujeto. Finalmente, la recuperación de un discurso transfigurado de la violencia permite tender puentes entre las experiencias previas, y un nuevo marco normativo que orienta su acción.

Desde una perspectiva sociológica, libre del filtro evangélico, es inevitable reconocer en la actuación previa de quienes acuden al CER tanto procesos de alienación –especialmente aquellos derivados del uso problemático de sustancias–, como espacios en donde los sujetos dispusieron de la capacidad de subjetivación. En definitiva, desde un enfoque sociológico, no es posible englobar la totalidad de los actos violentos cometidos dentro de la categoría del no sujeto y de la banalidad del mal. Sería necesario, por el contrario, analizar las circunstancias específicas en las que los personas comienzan el consumo de sustancias e ingresan a las actividades delictivas. Ese análisis, sin embargo, excede los objetivos de este artículo.

Por otra parte, podría cuestionarse hasta qué punto la normativa evangélica, fuertemente restrictiva, configura un escenario propicio para la subjetivación. Ciertamente, en la sociología clásica las religiones son consideradas antes como instrumentos de alienación, que como herramientas para la subjetivación. Es precisamente por ello que resulta interesante observar empíricamente cómo la resemantización del sufrimiento, del mal y la violencia, en este contexto específico, parece estar abriendo las puertas para construir proyectos de vida libres del estigma, con vínculos emotivos hacia el pasado, y que posiciona en el centro la responsabilidad individual y el respeto a los otros como sujeto.

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2Este artículo se deriva del proyecto colectivo “La oferta terapéutica religiosa de los centros evangélicos de rehabilitación en la región fronteriza de Tijuana”, que contó con financiamiento del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CB-2011-166635). El proyecto fue aprobado por el Comité de Ética sobre Salud y Población del Colegio de la Frontera Norte. Las entrevistas citadas fueron realizadas por Olga Odgers Ortiz, Gloria Galaviz, Olga Olivas Hernández, Ebhermi García, Lizbeth López y Ramiro Jaimez. Información adicional relativa a la metodología seguida en este proyecto se encuentra disponible en https://proyecto166635.wixsite.com/166635/proyecto

3Los testimonios son narraciones, en primera persona, de una historia de vida en donde destacan los efectos positivos del encuentro con Dios mediante la descripción de sucesos sobrenaturales asociados a situaciones liminales.

4En 2015, las tarifas por un periodo de tres meses rondaban 260 dólares al tipo de cambio de ese año.

5La legislación vigente permite los internamientos forzados “en el caso de los usuarios que requieren atención urgente o representan un peligro grave e inmediato para sí mismos o para los demás”. Los CER observados siguen el protocolo previsto para ello en la Norma Oficial Mexicana NOM-028-SSA2-2009 (Conadic, 2009, p. 30).

6Todos los nombres han sido remplazados por pseudónimos.

7El Pueblito es el nombre con el que se conocía al penal de Tijuana, famoso por su sobrepoblación y la falta de control interno por parte de las autoridades (Betanzos, 2017).

8Sobre el Modelo de atención evangélico y el embodiment , ver Odgers-Ortiz et al . (2020).

Recibido: 27 de Enero de 2021; Aprobado: 20 de Mayo de 2021

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