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Frontera norte

versión On-line ISSN 2594-0260versión impresa ISSN 0187-7372

Frontera norte vol.23 no.46 México jul./dic. 2011

 

Artículos

 

Homicidio masculino en Ciudad Juárez. Costos de las masculinidades subordinadas

 

Male Homicide in Ciudad Juárez. Costs of Subordinate Masculinities

 

Salvador Cruz

 

Investigador de El Colegio de la Frontera Norte. Dirección electrónica: scruz@colef.mx

 

Fecha de recepción: 4 de octubre de 2010
Fecha de aceptación: 15 de marzo de 2011

 

Resumen

El homicidio masculino agudizado en Ciudad Juárez en los años 2008 y 2009, con casi cuatro mil asesinatos, constituye la expresión más evidente de la violencia urbana. Dicha violencia ha tomado rostro en hombres, en su mayoría jóvenes y marginados. Los datos muestran un comportamiento del homicidio doloso asimilado a significados relacionados con la masculinidad más tradicional, cuyo costo recae en la vida misma. Se observa a través de los escenarios, los horarios en que ocurren los eventos y las formas de ejecución, que esta práctica delictiva puede ser comprendida como una actividad masculina que explota una subjetividad proclive a la violencia y que reproduce las asimetrías de género y significados asociados a la dicotomía masculino–femenino.

Palabras clave: Homicidio, hombres, masculinidad, violencia, Ciudad Juárez.

 

Abstract

The high rates of male homicide in Ciudad Juárez in 2008 and 2009, which claimed almost four thousand lives, constitutes the main expression of urban violence. This violence has taken its toll on young, mostly marginalized men. The data show that male homicide has characteristics associated with traditional meanings of masculinity, the cost of which affects life itself. This phenomenon can be regarded as a male activity, because of the schedules, settings and style of the executions, which exploit a form of subjectivity with a tendency towards violence, which reproduces the gender asymmetries and meanings associated with the male–female dichotomy.

Keywords: Homicide, men, masculinity, violence, Ciudad Juárez.

 

INTRODUCCIÓN

En la década de 1990, Ciudad Juárez llamó la atención internacional por la impunidad y el exhibicionismo con que se asesinaba a mujeres, lo que se denominó el "feminicidio sexual sistémico" (Monárrez, 2009). Tanto el feminicidio como lo que en principio podría llamarse el masculinicidio representan violencias letales que proclaman su asimetría de género y de clase social. En ese escenario han sido los años 2008 y 2009 los que han concentrado, hasta el momento, el mayor número de asesinatos de hombres en relación con el resto del país, lo que ha convertido a esta ciudad en un observatorio bélico y político. Ambos fenómenos se han erigido como nuevas formas de represalia de grupos criminales que, al parecer, operan bajo una ley alterna y sustituta del Estado, a través de estrategias y tácticas de terror y maltrato sobre cuerpos femeninos y masculinos. Por el uso del homicidio como táctica de aniquilamiento y de intimidación estos grupos ejercen un poder letal en la comunidad fronteriza ante el quietismo de un Estado desarticulado.

Se entiende que la problemática del homicidio masculino responde a diversos factores. Particularmente la ola de violencia que se ha desatado en Ciudad Juárez en los últimos años se inscribe en los acomodos del crimen organizado, en un Estado debilitado y en una crisis económica profunda que ha agudizado y extendido la pobreza.

Sin embargo, los índices de precariedad social no son la causa directa del número de homicidios o suicidios que una sociedad tiene de su población masculina. Podría pensarse que se requiere de un contexto cultural donde la ideología de género mantiene vigente formas tradicionales y estereotipadas de ser hombre y mujer, una cultura del homicidio, del uso de armas de fuego, del consumo de alcohol y drogas, de una cultura del silencio y la complicidad, aunado a una alta población de jóvenes sin acceso al trabajo ni a la educación, entre otros posibles factores. Se puede decir, entonces, que el fenómeno que analizo es producto de condiciones estructurales de desigualdad social, una vigente división sexual del trabajo y una histórica cultura de la impunidad y la ilegalidad, agudizado por el problema del narcotráfico, las condiciones del neoliberalismo y la política federal de intervención policíaco–militar.

Adicional a los factores estructurales y situacionales, como los generadores de la violencia, también es cierto que la subjetividad es la que posibilita a determinados hombres la adecuación, asimilación y aceptación de dichas condiciones de desigualdad. El homicidio masculino, como una expresión de la violencia social, pero particularmente como una acción humana matizada por el género, da cuenta de una subjetividad que adquiere como principal rostro el masculino y como característica principal la violencia. Violencia masculina producto de un proceso histórico, cultural, social y económico que, incrustado en el cuerpo social, se concreta en los cuerpos de hombres que mediante determinadas prácticas sociales ostentan no solamente ejercicios de poder que acaban con la vida de otros hombres, sino también con su propia vida; por ello, se aprende y se canta en la melodía folclórica mexicana "La vida no vale nada".

Primordialmente, el interés de la incipiente reflexión es pensar algunas líneas de análisis, desde la perspectiva de género, que expliquen la violencia manifestada a través del fenómeno del homicidio doloso perpetrado entre hombres. Se pretende analizar el homicidio masculino como el costo que tiene para los hombres la condición masculina, pero no solamente para aquellos que participan en la actividad criminal como las víctimas o victimarios sino, en general, para quienes conforman una subjetividad proclive a la violencia.

El análisis que se realiza tiene como sustento una base de datos de homicidios dolosos perpetrados a hombres en los años 2008 y 2009. Dicha base fue conformada mediante la información suministrada por la Procuraduría General de Justicia del Estado de Chihuahua, a través de los protocolos de comunicación que diariamente emitía la Coordinación de Comunicación Social Zona Norte. Dicha información incluía datos generales: delito, víctima, edad, lugar de los hechos, lugar y fecha del hallazgo y narrativa de los sucesos. La base está integrada por 1 544 registros de 2008 y 2 324 registros de 2009. Adicionalmente, esta base de datos incorpora la nota periodística relacionada con cada acontecimiento, de dónde se suministró, en la medida de lo posible, información adicional como la ocupación de los asesinados, lugar de origen, lugar donde trabajaban, quién lo acompañaba, descripción de los hechos y título de la nota. Los datos sobre los victimarios únicamente fueron reportados por las autoridades en casos esporádicos cuando fue identificado el o los agresores y fueron presentados como presuntos culpables. Los tres periódicos locales utilizados, en su versión digital, por su mayor difusión y seriedad, fueron: Norte de Juárez, El diario y La polaka, que en conjunto integran la "base de datos masculinicidio".1 Los datos cuantitativos fueron sometidos a un análisis de estadística descriptiva y la información hemerográfica únicamente fue categorizada con base en el tipo de homicidio.

 

VIOLENCIA SOCIAL GENERALIZADA COMO MARCO DE LOS HOMICIDIOS DOLOSOS

Es de uso común decir que tal o cual ciudad son violentas; sin embargo, la diversidad de formas, matices, espacios, tiempos y agentes involucrados hace difícil comprenderla como un fenómeno homogéneo, lineal y, en términos de su ejercicio, con una vaga distinción entre la intersección en los niveles de lo social, comunitario, familiar, interpersonal y lo meramente individual. En términos generales, la violencia puede entenderse como "el uso o amenaza de uso de la fuerza física o psicológica, con la intención de hacer daño" (Bunivic et al., 2005:167), pero además de ello su acción conlleva determinados intereses, una dirección específica, afecta los derechos de sus víctimas y se da en condiciones de asimetría (Agudelo, 1997:94).

En términos estrictos, la violencia social incluiría una infinidad de expresiones correspondientes a cada dimensión de la vida social; sin embargo, en su acepción más general, parece asimilarse a la actividad pública, a lo que pasa en las calles, a lo que acontece en el espacio público y atemoriza a la población en su conjunto. Por lo que la violencia social, vista en su vertiente urbana, tiene como indicadores más evidentes los actos delictivos acontecidos en la ciudad. Dentro de las diversas actividades delictivas sobresalen aquellas de mayor incidencia como el robo a personas, casas o vehículos y adquieren un agravante cuando estos actos se realizan con el uso de armas de fuego; se podría considerar como delitos de mayor impacto social aquellos que la ciudadanía percibe como más dañinos a la integridad de las personas o que generan movilización social y demanda de justicia, como el secuestro, la extorsión, pero particularmente el homicidio doloso.

A mediados de 2010, según datos oficiales, la cifra de homicidios dolosos en Ciudad Juárez ascendía a más de 6 000 personas (cuadro 1). Si bien este problema ha sido una constante en esta ciudad fronteriza no es sino a partir de 2008 que los asesinatos se han incrementado de manera alarmante.2 El alto incremento a partir de 2008 parece deberse a la llamada "guerra entre cárteles del narcotráfico", en la que participan principalmente hombres y que coincide con la militarización de la ciudad. Es innegable que la delincuencia organizada puede, en primera instancia, ser la responsable del mayor porcentaje de estos homicidios (gráfica 1); sin embargo, la violencia urbana en que se inscribe este fenómeno contiene diversas manifestaciones como la reyerta entre pandillas, violencia intrafamiliar, riñas u otros conflictos que, en conjunto, denotan espacios, instituciones y agentes que la sustentan y reproducen.

La situación de la violencia urbana agudizada en Ciudad Juárez puede plantearse como resultado de una violencia estructural generada por los sistemas socioeconómicos y políticos y que se manifiesta en la explotación, exclusión, injusticia, inequidad y discriminación de determinados sectores de la población (Salmi, en Burgess, 2009:100). Pero particularmente el crimen organizado, específicamente en su vertiente del narcotráfico, complejiza su operación, expresiones y percepciones, en cuanto existe un ininteligible vínculo entre las organizaciones delincuenciales con los cuerpos de seguridad del Estado, como la policía y el ejército, empresarios, otras corporaciones y actores sociales colectivos e individuales que conforman la infraestructura de sustento del crimen organizado. En ese sentido, esta región fronteriza ha conformado, a través de la historia local, las condiciones estructurales y coyunturales que posibilitan la extrema violencia social que se padece.

Ha sido documentado que desde principios de la segunda década del siglo XX, Juárez comenzó con el tráfico ilegal de alcohol hacia Estados Unidos en su época prohibicionista. Al respecto, García (2010:26) hace referencia que este hecho coyuntural fue aprovechado por comerciantes, políticos y militares mexicanos para negociar al margen de la ley. Así mismo, da cuenta de notas periodísticas que datan de 1922 donde ya hacían referencia del tráfico de drogas, por ejemplo: "La policía descubrió un gran almacén de marihuana y otras drogas venenosas en Ciudad Juárez; también se capturó a Emiliano Ortúzar, dueño del hotel Ortúzar, donde se encontró una gran cantidad de marihuana, cocaína y morfina" (García, 2010:123), por lo que se advierte una tradición histórica de corrupción de autoridades y empresarios, de subversión de la ley en este territorio, de percepción social de ausencia de ley, lo que la convierte en un espacio propicio y favorable a la delincuencia.

Debido a su ubicación geográfica estratégica, Juárez se posiciona como el punto nodal para el cruce de droga hacia el vecino país del norte. Esto ha posibilitado la conformación de toda una infraestructura en la zona fronteriza que se ha ido consolidando no sólo en la ciudad sino en todo el estado. Por las características de extensión territorial, clima, suelo, distancia del centro del país y frontera con Estados Unidos, Chihuahua, junto con Durango y Sinaloa, forma parte del llamado "triángulo dorado", zona en que se ha desarrollado el cultivo de marihuana y amapola y con ello su tránsito hacia el norte del continente. Así, se señala que desde la década de 1970 las comunidades de la parte de la sierra de Chihuahua ya eran consideradas como zonas esclavizadas a la violencia, a la producción de estupefacientes, la conformación de gavillas, a la guerra entre familias poderosas y a los abusos contra amplios sectores indígenas (Caín, 1995:7).

Por tanto, la vertiente del crimen organizado en la región ha constituido, desde hace varias décadas, uno de los factores centrales de la violencia social, desde el hecho de favorecer una cultura del uso de armas y consumo de drogas hasta la práctica del homicidio y de la impunidad del sistema penal. Es importante identificar cómo estas organizaciones integran tanto a autoridades gubernamentales y ejército como a empresarios y sociedad en su conjunto. Así, se señala que el estado y los políticos estructuran, en una instancia, el entorno básico dentro del que operan y, en ocasiones, florecen los actores criminales transnacionales (Krasner en Berdal y Serrano, 2005:31), por lo que el crimen organizado no se refiere únicamente a niveles o formas de organización, sino que su poder y elasticidad tienen una base política, económica y social local (Berdal y Serrano, 2005:37).

Aunado a lo anterior, un factor estructural de la violencia social lo constituye la política económica que implementó modelos de desarrollo que generaron mayor precariedad de los indicadores de bienestar social como la educación, la vivienda, la infraestructura urbana, la salud y el trabajo, entre otros aspectos. Particularmente, la política de la maquinización de la economía propició cambios en los perfiles migratorios hacia las ciudades fronterizas (Zamorano, 2006:33) captando en su gran mayoría mujeres jóvenes. En este sentido, los procesos de globalización de la economía configuraron una nueva división del trabajo que llevó a las mujeres a la doble jornada con ingreso salarial bajo, lo que propició una desatención de hijos e hijas.

Al parecer, por una parte, la apuesta al modelo maquilador no trajo aparejado el desarrollo de servicios públicos e infraestructura urbana necesarias para la población ni para la alta migración que atrajo. Por otra parte, las crisis cíclicas que ha presentado esta industria desde la década de 1980 han ido reduciendo las oportunidades de trabajo y la precariedad del mismo, por lo que la gran mayoría de los jóvenes que participa en las actividades criminales se desempeñan como sicarios, nació a finales de la década de 1980 o principios de la de 1990, épocas en que ya se agudizaban las primeras crisis de la industria maquiladora, por lo que seguramente padecieron la desatención de los padres empleados de la maquila, la carencia de guarderías, escuelas, actividades deportivas y recreativas, incrementándose así el consumo de alcohol y otras drogas, la violencia intrafamiliar y la incidencia delictiva.

La violencia social en Ciudad Juárez, vista desde los homicidios dolosos, no debería verse desligada de sus condicionantes estructurales, ni como actos episódicos y aislados del resto del cuerpo social; por el contrario, no solamente representa un proceso continuo, agudizado de manera drástica en los últimos años (cuadro 1), sino también enraizada en la cultura, en los grupos e individuos que participan en la reproducción de la actividad criminal organizada colectivamente.

La violencia perpetrada en el homicidio doloso ha representado un medio que determinados grupos o colectividades, llámese Estado, crimen organizado, bandas criminales, que mediante la ostentosa brusquedad, extraordinaria fuerza e intensidad en la agresión, pretenden lograr beneficios económicos o políticos, ejercer dominio y control sobre otros. La violencia urbana manifestada a través del homicidio, que por sus características se ubica comúnmente en el ámbito público, hace evidente la participación de los hombres en ésta y, por tanto, tiene como víctima principal a los mismos hombres.

 

LOS HOMBRES Y LA MASCULINIDAD EN LA ACTIVIDAD CRIMINAL

Si bien las condiciones estructurales que sustentan la desigualdad social imperante posibilitan determinadas prácticas sociales y márgenes de acción de grupos e individuos son también fundamentales las singularidades culturales, subjetivas e historias biográficamente contextualizadas, para que germinen determinados modelos de masculinidad y formas singulares de ser hombres, pues la cultura provee y los individuos concretos se apropian de significados particulares de ser hombres, sus prácticas, cuerpos y deseos.

Con lo anterior, y desde una perspectiva de género, para el fenómeno del homicidio doloso se plantean dos acepciones de la masculinidad. La masculinidad en su sentido de "dominación masculina" relaciona una forma de dominación social, con base en la diferencia sexual, que posiciona a los hombres con mayores privilegios que a las mujeres. La masculinidad se refiere a una forma de ordenamiento social que posibilita a ciertos sujetos ubicarse en una posición de control, autoridad y con privilegios en las relaciones sociales.

Entonces, cuando se alude a la masculinidad en su sentido amplio se habla de una lógica de relaciones de poder que posibilita a una colectividad de individuos el acceso diferenciado a recursos simbólicos, financieros, legales, entre otros, que permite el control, explotación, discriminación de unas personas sobre otras; es decir, la masculinidad es una posición en las relaciones de género (Connell, 2003), cuya base es una supuesta superioridad de lo masculino sobre lo femenino. La masculinidad se refiere a todo un mundo social organizado, no se reduce al cuerpo de los hombres, sino a aquellos que ejercen su poder y privilegios del patriarcado y, en este sentido, también puede incluir a ciertas mujeres que se revisten con el traje de patriarcas, se posicionan en el lugar masculino y reproducen la misma lógica que algunos hombres, así como instituciones que subordinan, explotan y marginalizan de forma sistemática.

Por tanto, se plantea la masculinidad no sólo como la configuración de significados o de creencias vinculadas al ser hombre, sino también a la ordenación y funcionamiento de una lógica de poder que va más allá de los cuerpos de hombres y mujeres y que atraviesa, como señala Scott en relación con el género, las nociones políticas y referencias a las instituciones y organizaciones sociales (Scott, 1997:290).

En el caso al que me refiero, la masculinidad se entiende en ambas direcciones, tanto en una perspectiva estructural que ubica en una posición supraindividual en la jerarquía social a grupos de individuos, caracterizada por una relación asimétrica de poder y por su organización colectivamente construida, como el sentido de particularidades que se construyen en contextos socioculturales específicos sobre ser "hombres"; y aunque heterogéneos y a veces discordantes los elementos y significados que los definen, los hombres que aquí se analiza tienen como punto de coincidencia el ejercicio de la violencia y la reproducción más misógina y homofóbica de la dicotomía masculino–femenino con que sellan dicha violencia.

Por una parte, el crimen organizado, como supuesto generador de la avalancha de muertes violentas, es una actividad socialmente organizada que impone control mediante la fuerza y la violencia con intereses definidos. Así mismo, el rostro que ha adquirido la actividad homicida ha tomado forma en cuerpos de hombres; por tanto, la violencia urbana encarna principalmente en sujetos que se han construido como masculinos. Entendemos que el homicida, como sujeto sexuado, es producto de las tecnologías de género que han conformado hombres que manifiestan ciertos atributos de modelos dominantes de masculinidad, pero que justamente la masculinidad más nociva es la que reivindica el ejercicio del poder, el uso de la violencia y la jactancia por la heterosexualidad compulsiva.

Si bien la subjetividad no se reduce a una cualidad individual sino a toda una producción social de las subjetividades, ésta posibilita a los individuos concretos asumir, representar, asemejarse o adherirse a determinadas prácticas y construcciones de lo que significa ser hombre. Lagarde (1997) señala que la subjetividad está conformada por la afectividad, la intelectualidad y los contenidos y métodos de pensamiento, por lo que se entendería que un canal por el que se expresa dicha subjetividad radica en las formas de sentir, en las emociones y los afectos de hombres, así como en las maneras de expresarlos. Si la subjetividad se manifiesta en los contenidos del pensamiento, en la conciencia que tiene el sujeto de sí mismo y en su sentido de identidad, ello plantea que un hombre se ha construido como masculino en tanto piensa, siente, hace y desea de determinada manera que le hace diferente al otro género.

Butler (2001:21) señala que los individuos llegan a ocupar el lugar de sujeto al emerger simultáneamente como "lugar" y adquirir inteligibilidad, en tanto están previamente establecidos en el lenguaje; es decir, el discurso sobre ser "hombre" y la acción performativa que lleva a convertirse en eso que se representa, produce sujetos reglamentados por las estructuras políticas que les ha dado origen. La masculinidad, vista como una forma específica de subjetivación, producto de los significados sobre lo masculino, el ser hombre y la hombría, así como de la multiplicidad de prácticas y relaciones sociales que implica el ejercicio de la misma (Parrini, 2007:63), posibilita entender dicha subjetividad en términos de sujetos que se identifican como "hombres", que se adscriben a modelos hegemónicos de masculinidad, que se construyen con rasgos, atributos y prácticas determinadas, que se colocan en la matriz de las relaciones de género en la posición de autoridad, y reproducen la fuerza y violencia que también posiblemente vieron o en la cual crecieron.

 

EL ROSTRO DE LA VIOLENCIA HOMICIDA

En términos generales, la violencia urbana encarna en el rostro masculino.3 La violencia que perpetran los hombres suele estar más vinculada a su expresión física y, por ende, más evidente y extrema en cuanto a sus consecuencias mortales.4 Pero ¿por qué los hombres participan más del crimen homicida? Se ha observado que el homicidio masculino está asociado con la rivalidad, la competencia frente a los pares, la demostración de la superioridad frente al otro y, al parecer, el hombre, podría matar con mayor frecuencia en donde el tejido afectivo es mínimo (Azaola, 2001). La práctica del homicidio, en tanto acto de extrema violencia, se relaciona con la identidad masculina (Ramírez, 2005; Izquierdo, s/f), o al menos se asimila a rasgos atribuidos a ciertos modelos de masculinidad dominantes. Aunque no existe una relación directa entre estos dos elementos, ni se pretenda plantear la violencia como elemento definidor de la masculinidad o se piense en todo hombre como un homicida potencial, sí resulta relevante pensar en la predisposición de algunos hombres al ejercicio de la violencia o del homicidio, dadas sus biografías e historias personales, además de las condiciones socioculturales que las posibilitan.

Dentro de las víctimas de homicidio, las autoridades han reportado que más de 90 por ciento eran hombres, en su gran mayoría jóvenes y, según reportes periodísticos, de estratos socioeconómicos bajos y de condiciones de alta marginalidad. Al parecer, la información no es diferente en relación con quienes fungen como victimarios. Como se muestra en el cuadro 2, el mayor número de hombres asesinados en 2008 y 2009 tenía entre 30 y 35 años, seguidos de los jóvenes de 18 a 24 años y en cantidad similar los comprendidos entre el rango de los 25 a los 29. Lamentablemente también aparecen menores como víctimas circunstanciales o jóvenes involucrados en el crimen organizado desde edades tempranas.

Los reportes periodísticos proporcionan algunos indicadores del estrato social de los hombres asesinados. Al parecer, tanto víctimas como victimarios, en su gran mayoría, corresponden a la clase social baja y ocupaciones profesionalmente poco calificadas. "Sicario de medio pelo", "narcomenudista de poca monta", "ejecutivo tipo cholo", son algunas de las denominaciones que la prensa local emplea en los titulares de los asesinatos masculinos. ¿De qué hombres se está hablando? Al parecer, son a los que Connell (2003) se refiere con el término de "la masculinidad que protesta".

Con esta realidad no se puede criminalizar a la pobreza ni a la juventud, porque estaríamos reproduciendo el estigma de los marginalizados pero, sobre todo, invisibilizando las redes y estructuras a las que sirven estos sectores, la configuración de diversas masculinidades y de ejercicios de poder en que se inscriben los grupos de hombres. Sin lugar a dudas, detrás de estas acciones de exterminio que mantienen grupos delictivos por el control del tráfico de drogas, y que han llevado a hablar de "juvenicidio" o, como en el caso colombiano, de limpieza social (Agudelo, 1997:98), están los intereses económicos y políticos de las élites empresariales y políticas del país y de otras naciones vinculadas con el crimen organizado transnacional. Sin embargo, los hombres que conforman estos sectores privilegiados y que participan en el crimen no son visibles; por el contrario, la gran mayoría de las víctimas de esta "guerra" corresponde a las masculinidades marginadas, las que se encuentran en los estratos inferiores de la jerarquía social, comenzando por los hombres jóvenes, que como forma de sobrevivencia algunos se dedican al narcomenudeo, al sicariato, al robo o a la extorsión y que, en conjunto, estos actores, los más visibles y en los que recae el estigma de la violencia social, comparten formas particulares de concebirse y reafirmarse como hombres.

La ejecución por arma de fuego, la forma en que realiza el acto, por ejemplo el tiro de gracia, y los ocasionales mensajes puestos en los cuerpos de las víctimas, como el caso de las cartulinas o los avisos en los propios cuerpos, permite a las autoridades definirlos como crímenes de la mafia del narcotráfico, y esto presupone la participación de algunos jóvenes en actividades delictivas. Si se considera en primera instancia que, debido a la negativa del gobierno para proporcionar información consistente sobre quiénes son los asesinados y las razones de su ejecución, tendría que considerarse que un porcentaje de estos hombres es víctima circunstancial, otros fueron asesinados por el frustrado cobro de secuestro o negativa al pago de extorsión; es decir, que las cifras de los hombres asesinados al estilo de la mafia del narcotráfico, y crimen organizado en general, no indican específicamente que todos ellos participaban de la actividad criminal; sin embargo, al menos un número importante de los mismos fue vinculado con diversos delitos.

Desde una perspectiva de género, las formas en que se presentan los crímenes homicidas permiten plantear que los hombres que participan en esta actividad, en este contexto espacial y social particular, comparten un campo semántico similar sobre ser hombre que, en este caso, estaría ligado a una práctica inscrita fuera de la ley, que implica asumir altos riesgos y costos, que demanda brusquedad y una práctica de la violencia extrema, pues en el narcotráfico se registran las muertes más agresivas y con mayor sadismo que en ningún otro caso; y que presuponen valores o pactos que regulan el trato entre hombres, como el honor, fidelidad, respeto al mando, a la palabra comprometida, donde se castiga severamente las traiciones; comparten su alta homofobia exhibida por medio de la descalificación del otro etiquetándolo como homosexual, a la exaltación de la heterosexualidad expresada mediante la reiteración, casi gratuita, del gusto exacerbado por las mujeres y por el sexo que tienen con ellas; pero también comparten los estilos de liderazgo que se ganan con la imposición de la autoridad, a la red de complicidades y alianzas regularmente mantenidas por hombres, a las formas de disciplina casi militar y gimnástica a que se someten cuerpos y almas, como dijera Foucault, así como a la cultura del silencio e ilegalidad que favorecen y alimentan la impunidad.

A esto es a lo que llamo determinada subjetividad masculina. Subjetividad producto del poder. El poder, según Foucault (1973), también construye y posibilita la misma existencia del sujeto, así como los deseos, pensamientos y prácticas de sí mismo; el poder llega también a conformar cuerpos dóciles, cuerpos disciplinados y construidos como determinadas subjetividades. Al hablar de quienes participan en el crimen organizado implica que comparten prácticas y sentido de ser "hombres" y una determinada posición de autoridad respecto de los otros.

La Fiscalía General del Estado de Chihuahua ha reportado, a través de sus protocolos de comunicación, que un alto porcentaje de los hombres asesinados en esta frontera es oriundo de Ciudad Juárez. Como se señaló, en la cultura y sociedad norteña, al igual que muchas otras comunidades del país, la institucionalización del homicidio ha formado parte de un determinado modelo de masculinidad, lo que no significa que la violencia y los agentes que la realizan se manifieste de igual forma en otros contextos sociales, sino que está matizada por los niveles de impunidad, corrupción y tolerancia de la violencia local muy específica. Los significados y valores asociados con ser hombre, como la afición por el uso y manejo de las armas de fuego, el alto consumo de alcohol y drogas o, en general, contar con el poder que da el dinero, tienen aún plena vigencia y quizá de manera más apremiante constituyen ideales o aspiraciones de algunos hombres jóvenes, constituyéndose como un modelo dominante de masculinidad que, al menos en este contexto y en situaciones específicas, representa el referente importante que lleva a nuevos sujetos a construirse y pensarse como un "hombre de verdad".

 

LA VIDA NO VALE NADA. COSTOS DE LAS MASCULINIDADES SUBORDINADAS

Particularmente en un contexto fronterizo y binacional resulta obvia la coexistencia de una pluralidad cultural, étnica, de clase, sexual e identitaria, que hace imposible hablar de homogeneidad; sin embargo, resulta notoria, en esta ola de violencia homicida, una forma de masculinidad temeraria, brutalmente violenta y altamente exhibicionista de un poder que se escuda bajo el amparo del dinero y de la protección de un arma de fuego. Me refiero a la masculinidad tanto de quien ha desempeñado el papel de víctima como de victimario en los homicidios dolosos del crimen organizado.

En el fenómeno del homicidio masculino en Ciudad Juárez, la relación víctima–victimario, desde el supuesto de que ambos participan activamente en el crimen organizado, se caracteriza por las subjetividades que les son comunes: una masculinidad osada, disciplinada para la obediencia, la fuerza, la agresión, para el ejercicio del poder intimidatorio y control del otro, que hace que ciertos hombres, y algunas mujeres, realicen actos de extrema violencia, como el homicidio; esto no significa que todos los hombres que participan en la actividad delictiva contengan estas atribuciones, incluso ni aquellos que realizan los asesinatos, pero sí significa que al menos en la acción de matar, como acto performativo, conlleva en sí mismo riesgo, embestida, violencia, amedrentamiento, certeza, firmeza, insensibilidad que, en términos semánticos, remiten a la hombría, a la virilidad, a la masculinidad.

Para el caso de los hombres que participan en el crimen organizado, tanto aquellos que se posicionan como víctimarios como los que circunstancialmente llegan a ser las víctimas, ambos corresponden a las llamadas masculinidades subordinadas. Connell (2003) habla de la masculinidad hegemónica en términos de quienes ocupan el lugar de la hegemonía en un modelo dado de las relaciones de género. Para él, la masculinidad hegemónica es aquella que en su práctica legitima al patriarcado, garantiza la posición dominante de los hombres y la subordinación de las mujeres e, indudablemente, la de otros hombres, pero llama "masculinidad que protesta" a la de los hombres de clase baja, desempleados, obreros, que han perdido la mayor parte de los dividendos del patriarcado, asumiendo la marginación y mostrando el estigma. Esta masculinidad no deja de ser apegada fuertemente a los mandatos y creencias que dictan cómo debe ser un hombre y qué hay que hacer para tener ese reconocimiento, pues explota a las mujeres y a otros hombres; es misógina y homofóbica.

Lo que no se explica tan fácilmente es ¿por qué los hombres anteponen su vida en aras de los beneficios o privilegios que obtienen de la labor delictiva o ante otras prácticas sociales? El gran problema de la masculinidad dominante son los costos que tiene para los hombres como para el resto de la sociedad; para los primeros es jugarse la vida, y para el cuerpo social, la debilitación del tejido comunitario al dejar mujeres y niños huérfanos, así como el incremento de la violencia social.

¿Qué vale la vida para la gran cantidad de jóvenes sin acceso al trabajo? ¿Qué beneficios obtienen al apegarse a un modelo de masculinidad que sustenta la creencia de que deben ser proveedores, protectores y autoridad de la familia? Les genera una terrible frustración la demanda que hace de ellos la sociedad misma, sin proporcionarles los recursos para lograrlo por la vía legal. Resulta clave la orientación que adquiere el deseo de los hombres. ¿Qué quieren obtener los hombres cuando ponen en juego su existencia misma?

Para Izquierdo (2003), los costos y los beneficios de la masculinidad se concretan en dos ejes particulares: la explotación y el deseo. En el caso de la explotación, los hombres tienen el privilegio de contar con los recursos económicos, pero el costo es la explotación a la que ellos mismos son sometidos en las relaciones de mercado. En el eje del deseo, Izquierdo plantea que la necesidad de los hombres es conseguir alguien que cuide de ellos y que lo haga por amor. El dispositivo de control social es asociar el cuidado con el amor. En este sentido, en el hombre se establece el deseo de la mujer y deseo de poseerla, con el dinero puede comprar amor y sexo; por ello, también puede poner en juego su vida para tener a la mujer que quiere. Esta organización del deseo tiene un precio muy alto para los varones. Según Izquierdo, los hombres pierden la capacidad de proteger la propia vida e intereses; esto aparentemente explica el mayor índice de muertes por accidentes, suicidios u homicidios en hombres que en mujeres.

 

LA VIOLENCIA HOMICIDA COMO UNA PRÁCTICA MASCULINA

Pensar al crimen organizado como una organización masculina radica no sólo por el sexo de quienes participan mayoritariamente en la actividad delictiva, sino también las características que define su modus operandi. La base de información del masculinicidio muestra los espacios donde fueron realizados los actos homicidas. Se puede observar que el mayor número de asesinatos se ha llevado a cabo en la vía pública (gráfica 2) y en vehículos en los cuales se trasladan en las diferentes arterias viales de la ciudad, y una menor incidencia se presenta en tapias, terrenos baldíos, caminos de terracería, parques y plazas, así como en el transporte urbano.

El espacio público ha sido considerado históricamente como territorio masculino. Su uso y disfrute está encuadrado, al menos en parte, por las funciones, roles y prescripciones sociales que se establecen para hombres y mujeres, con lo cual se delimitan también determinadas actividades, relaciones o escenarios y horarios definidos en que las personas se desenvuelven bajo lo prescrito. Las prácticas sociales que se realizan en la calle, como parte de la esfera pública, representan expresiones de relaciones de poder y, por ende, de control, que denotan luchas entre diversos individuos y grupos en la arena social. La forma en que se configura el espacio público también corresponde a una configuración de género; por ello, se percibe al espacio público y urbano como masculino (Falú, 2009).

En los escenarios donde se ha cometido homicidio en Ciudad Juárez se observa, salvo el caso de los caminos de terracería, tapias o terrenos baldíos, que el resto de espacios públicos no son ajenos a la mirada y notoriedad de diversos transeúntes, pero el hecho homicida resulta de mayor notoriedad en escenarios altamente concurridos como comercios, bares y centros nocturnos. No es bajo el índice de homicidios que se realizan en el mismo domicilio de la víctima u otros espacios considerados privados, como en centros de rehabilitación u oficinas, cuyo acceso es restrictivo y controlado, donde incluso las detonaciones, el enfrentamiento con la seguridad privada del lugar o el derribo violento de puertas es estruendoso, por lo que esto denota una clara actuación del hecho criminal en la sociedad que no requiere ocultarse; por el contrario, al parecer, parte del propósito es buscar la notoriedad del mismo, como estrategia de intimidación, de supremacía o de omnipotencia del poder que tienen los grupos delictivos en la sociedad.

Otro dato que parece relevante es los horarios en que se perpetra el mayor número de asesinatos (gráfica 3). En la misma lógica de notoriedad, la tarde constituye el intervalo de tiempo donde más asesinatos se cometen. Tiempo de alta movilidad y desplazamiento de personas en la ciudad, horario en que se supondría un mayor número de elementos policiacos para la vigilancia y seguridad de la ciudadanía, lo que se reafirma como una acción retadora y desafiante. En un segundo momento, los homicidios ocurren en la noche, lo que evidencia que el espacio público continúa siendo territorio masculino.

Otro dato a considerar es la manera en que se maltrata al cuerpo en el homicidio masculino. Resultan sorprendentes las formas cada vez más brutales en que se realizan las ejecuciones, los medios de tortura y de maltrato, así como de exhibición de los cuerpos de los hombres asesinados. En muchos de los casos, el acto homicida no se agota con la anulación total del "otro" a través de propinar la muerte inminente de la víctima. Lamentablemente un alto porcentaje de los cuerpos de los hombres ejecutados presenta señas de tortura. Así que no solamente tenemos la interrogante del por qué determinados hombres, que asumen una subjetividad masculina particular, incurren en prácticas que exponen sus vidas, sino también el por qué estas subjetividades masculinas particulares ejercen la violencia homicida con un alto nivel de sadismo. Sin lugar a dudas, en los cuerpos victimados también están implícitos significados de la masculinidad hegemónica que responden fundamentalmente a la lucha por el poder entre hombres.

La práctica característica de vejación de los cuerpos es la atadura de pies y manos, el esposamiento por la espalda, el cubrimiento del rostro con cinta adhesiva, artimañas que posicionan al cuerpo en su mayor vulnerabilidad e indefensión, es decir, en una colocación de pasividad. En la maniobra de aniquilamiento también está presente la exhibición de esos cuerpos que son dejados semisepultados, embotados, arrojados en terrenos baldíos, en cepas, en banquetas, colgados de puentes o apilados; ello representa el despojo de la materia cadavérica como basura, como excremento humano; espectáculo de la masacre de cuerpos desechables, cuerpos despojados del derecho a la justicia.

¿Qué sentido tiene martirizar al cuerpo si no es con la finalidad de emitir mensajes de advertencia a otros? El asesinato que viene acompañado con evidentes muestras de tortura deja la interrogante del por qué los victimarios actúan bajo simbolismos que refieren al campo de la sexualidad. No es difícil identificar que muchos de los cuerpos son encontrados con los pantalones abajo, algunos mostrando los glúteos.

"Encuentran cuerpo sin vida en el viaducto Díaz Ordaz". Esta mañana se localizó el cuerpo sin vida de un hombre [...] La persona quedó boca abajo y con los pantalones bajados, a manera de que se mostraran sus glúteos descubiertos [...] a simple vista no se alcanzó a distinguir qué tipo de lesiones presenta [...]. (Staff, 2009a).

Por información vertida del Servicio Médico Forense se sabe que algunos cuerpos presentan mutilación de órganos sexuales introducidos en boca y ano, o simplemente inserción de objetos en la zona anal, algunos muestran semen, lo que presupone violación antemortem. ¿Qué significan estos actos en una cultura de dominación masculina, androcéntrica, sexista y homofóbica? ¿Qué mensajes portan estos cuerpos?

"Soldados levantados resultan ejecutados". Aparecen cadáveres mutilados de cinco soldados rurales que estaban desaparecidos. Los oficiales originarios de Juárez desaparecieron cuando se dirigían a Madera a principios de mes. Fuentes de la procuraduría revelaron que los cuerpos de los oficiales estaban mutilados, con dedos de la mano en la boca, desnudos y aparentemente torturados en vida (Staff, 2009b).

La respuesta más evidente lleva a relacionar estos patrones con la lucha de poder entre hombres. Las connotaciones de carácter sexual evidencian el dominio y humillación de los adversarios. Cuerpos penetrados, sodomizados, pasivizados, en algún sentido se puede pensar como cuerpos feminizados. Sin lugar a dudas, en los cuerpos victimados también están implícitos significados de la masculinidad hegemónica que responden fundamentalmente a un placer en el control total y dominio del otro. "El poder tener" como característica masculina, en este caso puede ser visto como el poder hacer del cuerpo del otro la expresión máxima de la supremacía masculina, el ejercicio de poder culminante.

Foucault (1979), a través de la noción del micropoder, considera este ejercicio como una inmensa red de relaciones, en ocasiones imperceptible, en la que diversos dispositivos conforman la maquinaria y tecnología de la que todo sujeto es producto y en la que todo sujeto está inmerso. En este sentido, el género en su cruce con la sexualidad exalta el papel de la homofobia. En los homicidios intencionales hacia hombres, bajo el patrón de ejecución en el crimen organizado, se reproducen las mismas valoraciones de las dicotomías masculino/femenino, heterosexualidad/homosexualidad, entre quienes se posicionan en ese momento como víctimas o como victimarios, independientemente del sexo o preferencia sexual del individuo. En el acto homicida de estas características se reproduce el esquema de ejercicio de poder asimétrico hombre/mujer, entre hombres, al ubicar al victimado en el lugar de lo femenino, de lo devaluado, de lo sometido; en ello está implícita la homofobia al reforzar el género normativo; es decir, que la heterosexualidad refuerza las categorías hombre/mujer y con ello las asimetrías de género.

También es cierto que en algunos asesinatos se tiene la costumbre de arrodillar a las víctimas antes de la ejecución, tanto a hombres como a mujeres. Esto representa una acción que simbólicamente denota no sólo la sanción o el castigo al traidor o al enemigo, sino la humillación, la absoluta sumisión del adversario, del ejercicio de poder en la relación victimario/víctima. Es la imposición de la ley, pero de la ley que de quien ejerce el poder.

"Acribillan a un vendedor de PM" [...] El crimen ocurrió aproximadamente a las 15:15 horas, cuando el vendedor caminaba en la calles Rubén Jaramillo y los ocupantes de un automóvil Grand Marquis comenzaron a seguirlo. Los desconocidos le dieron alcance a la altura de la vía Emiliano Zapata, sobre el camino de terracería. Los criminales colocaron al expendedor de periódicos de rodillas y luego dispararon un arma calibre 9 milímetros a corta distancia, de acuerdo con datos generados en el lugar de los hechos [...] (Staff, 2010c).

Resulta innegable que hay algunos casos en que se denota un placer en el control y en el dominio del otro. Lo anterior muestra el ejercicio de poder y sometimiento en la díada víctima–victimario. Es la imposición de la ley, pero de la ley que se erige ante el agujero que deja la ausencia del Estado de derecho.

Si las condiciones estructurales influyen para la generación de la violencia urbana, éstas también son las que configuran determinadas masculinidades que corporeizan la desigualdad social. La díada víctima–victimario, en el homicidio masculino, simboliza la lucha de las asimetrías entre grupos de hombres. Sicarios y narcotraficantes, homicidas y victimados, representan una masculinidad derrotada, pues su participación en el juego de la violencia se paga con la vida misma, y con ellos se pierde el valor de la vida humana; por tanto, las condiciones de desigualdad social producen costos y beneficios a hombres, que a su vez se convierten en formas de reproducción del ejercicio de poder y de violencia.

 

A MANERA DE CONCLUSIÓN

La violencia social agudizada por el fenómeno de la llamada guerra del narcotráfico en Ciudad Juárez ha desatado y recrudecido diversos crímenes propios de las grandes urbes. Particularmente el fenómeno del homicidio masculino en la ciudad ha mostrado un comportamiento particular en relación con el resto del país, dada la intensificación en el número de eventos, formas de crueldad y estrategias de aniquilamiento, que en conjunto posicionan a esta localidad como un territorio bélico. Esta violencia social urbana refleja las grandes desigualdades sociales, los efectos de la pobreza, la histórica segregación y marginación de determinados sectores de la población.

En términos generales, se observa que la díada víctima–victimario corresponde principalmente al sector masculino, a franjas etarias bien delimitadas, hombres en edad productiva, entre 30 y 35 años, y jóvenes de los 15 a 29. Esto remite a una población que presuponemos se involucra en el crimen por un beneficio económico, por el reconocimiento de los pares, por la segregación en que se encuentran o por la vigente división sexual del trabajo que sigue colocando a los hombres en el papel de proveedores. La información disponible muestra que la mayoría de los victimados, que fueron identificados por las autoridades o fueron reportados por la prensa local, reafirmaban la imagen de hombres realizando actividades laborales poco calificadas o se dedicaban al narcomenudeo o al sicariato, lo que pone en evidencia el ocultamiento de otros posibles rostros de víctimas pertenecientes a estratos sociales medios y una reafirmación del estereotipo de la violencia puesta en los sectores de mayor pobreza y marginalidad.

Por las formas de ejecución se observa que esta actividad criminal opera en un vacío de poder del Estado: al asesinar con intensidad y frecuencia cotidiana, tanto en espacios públicos como privados, de mañana, tarde o noche, igual en las vialidades más transitadas como en los suburbios o terrenos despoblados, exhibiendo los cuerpos masacrados en todo espacio de la precaria infraestructura urbana, empleando la estrepitosa ráfaga de misiles o la sanguinaria decapitación, despedazamiento o incineración de los cuerpos de las víctimas. Si bien el mayor número de homicidios se efectúa en la vía pública y en horarios vespertino y nocturno, no deja de ser significativa la apabullante exhibición y visibilidad con que se realizan estos actos, que tal parece pretenden llevar un mensaje de omnipotencia y de intimidación no sólo hacia los enemigos o al gobierno sino a la sociedad en su conjunto.

De igual manera, los mensajes que portan los cuerpos sacrificados y torturados reflejan los ejercicios de poder entre las diversas masculinidades. Las tácticas de tortura y de violencia sexual infligidas en los cuerpos masculinos recrean un sadismo que propaga un espectáculo de la violencia, así como una exhibición del acto de supremacía masculina y su capacidad para someter, martirizar y feminizar al otro. Estos actos y simbolismos tienen una lectura desde el género, que remiten a las jerarquías en el orden social y sexual que pondera lo masculino sobre lo femenino. En este sentido, esta violencia social adquiere una expresión inmanente a la condición de género de sus actores.

El homicidio masculino podría considerarse una violencia de género en tanto los sujetos que participan en la misma lo hacen desde su condición de hombres sexuados, que recrean el juego de la rivalidad, poder y competencia entre masculinidades y que esta violencia expresa significados vinculados con la ideología de género. Considerando, por supuesto, como señala Ramírez (2008), que la violencia de género contra mujeres y entre hombres está siempre en intersección con componentes étnicos, de clase, de edad, de diversidad sexual y de raíces socioculturales.

Se puede decir que el homicidio masculino representa la reproducción del lado más deplorable y destructivo de la construcción del género masculino, en el cual parece evidente la degradación del valor de la vida misma. La violencia social que se produce con el homicidio doloso tiene un costo muy alto para los hombres, pero también produce un grave daño tanto a otros individuos como a la sociedad en su conjunto; el homicidio masculino es reflejo de una problemática de la violencia social urbana, que se ha estado conformando por décadas en nuestras comunidades. La violencia se ha incorporado como una forma de vida y ha tomado forma en determinadas subjetividades masculinas.

 

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NOTAS

1 Salvador Cruz Sierra y Julia Monárrez Fragoso, Archivo particular de investigación, Ciudad Juárez, Departamento de Estudios Culturales, Dirección General Regional Noroeste, El Colegio de la Frontera Norte.

2 En 2006, a nivel nacional, Chihuahua ocupó el segundo lugar en mortalidad por homicidio con arma de fuego en edad escolar, con una tasa de 0.12; mientras que en edad productiva ocupó en el mismo año el tercer lugar con una tasa de 1.8 por cada 10 000 habitantes. En 2007, el estado ocupó el sexto lugar a nivel nacional en mortalidad por homicidios con arma de fuego, con una tasa porcentual de 8.4 (ICESI, 2010). En contraste, solamente en Ciudad Juárez se tuvo, en 2008, una tasa de 11.4 por cada 10 000 habitantes y en 2009 la tasa se incrementó a 14.4 homicidios por cada 10 000 habitantes; es decir, seis veces más en relación con la tasa del estado de Chihuahua, aunque ésta es considerada una de las más altas en el país.

3 El Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI, 2010) ha reportado que únicamente poco más de 10 por ciento de presuntos delincuentes, o los ahora llamados procesados, registrados en los juzgados de primera instancia, del año 2000 al 2009, fueron mujeres.

4 La Organización Panamericana de la Salud (OPS) menciona que en todos los países los varones jóvenes son tanto los principales perpetradores como las principales víctimas de los homicidios (2002).

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