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Frontera norte

On-line version ISSN 2594-0260Print version ISSN 0187-7372

Frontera norte vol.21 n.42 México Jul./Dec. 2009

 

Nota Critica

 

El megarrelato posmoderno

 

Jaime Osorio*

 

* Profesor–investigador del Departamento de Relaciones Sociales de la UAM–Xochimilco. Dirección electrónica: josorio@correo.xoc.uam.mx.

 

En tanto corriente filosófica, el posmodernismo obtuvo rápida legitimidad en el campo académico por su corrosiva crítica a los fundamentos de la modernidad, que considera agotados, tales como la confianza en la ciencia como medio para conocer y organizar la vida social, la historia como proceso que tiende al progreso material y social y al sujeto como encarnación de metas trascendentales.

Su influencia se ha hecho sentir en amplios territorios de las llamadas ciencias sociales y en las humanidades, en particular en filosofía, antropología, sociología y en lo que se conoce como estudios culturales, propiciando otra mirada a viejos y nuevos temas de estudio, aportando términos y categorías y, sobre todo, nuevas posiciones —no siempre explicitadas— sobre el qué y el cómo conocer en dichas disciplinas.

Al igual que como sucede con muchos cuerpos teóricos —admitiendo la ausencia de formación filosófica y epistemológica en los espacios en donde se enseñan las ciencias sociales y las humanidades– se han asumido planteamientos posmodernos no siempre por un conocimiento y discusión de sus fundamentos, sino, en gran medida, por el peso de las modas intelectuales y el afán de "estar al día", no siempre reflexivo, que reclaman diversos espacios académicos.

En lo que sigue expondré de manera crítica algunas de las posiciones de lo que constituyen los núcleos duros del posmodernismo en materia de conocimiento. Esto implica privilegiar su análisis en tanto propuesta filosófico–epistémica. Considero que si bien son cuestionables muchas de las posiciones que subyacen en el positivismo–empirista sobre el quehacer científico, principal heredero de la modernidad científica y paradigma que terminó erigiéndose como "el enfoque científico" por antonomasia, no es el posmodernismo la única y mucho menos la mejor base para sustentar tales cuestionamientos.

 

De los tiempos: teoría desde la derrota

Antes de entrar en materia es conveniente hacer una breve contextualización. No es un asunto irrelevante el hecho de que el florecimiento y auge inicial del posmodernismo en Europa, que puede ubicarse en los años setenta del siglo XX, sea coincidente con los tiempos de inicio del proyecto reestructurador de la economía y de la política a nivel mundial, de la mano del gran capital internacional, proceso conocido vulgarmente como globalización, período que contempla el derrumbe del socialismo "realmente existente", la tercera ola de la democratización liberal en la propuesta de Huntington y las formulaciones del "fin de la historia" de Fukuyama. Hay algo más que pura coincidencia y contingencia en la simultaneidad de estos procesos.

Tras afirmaciones como que "el gran relato ha perdido su credibilidad, sea cual sea el modo de unificación que se le haya asignado: relato especulativo, relato de emancipación" (Lyotard, 1994:73), Jean–François Lyotard ubica al posmodernismo a lo menos en una posición escéptica frente a los planteamientos que postulan el cambio y la transformación social. Por ello Daniel Bensaid señala que "el rechazo posmoderno de los grandes relatos no implica solamente una crítica legítima a las ilusiones del progreso asociadas con el despotismo de la razón instrumental. Significa también una de–construcción de la historicidad y un culto a lo inmediato, lo efímero, lo descartable, donde proyectos de mediano plazo no tienen más cabida" (Bensaid, 2004:34).1

El desencanto de una amplia generación de intelectuales ubicados en un amplio espectro de posiciones de izquierda (trotskistas, maoístas y libertarios en general) luego de la invasión soviética que puso fin a la Primavera de Praga, en Checoslovaquia, y de las revueltas del mayo francés de 1968, tuvo consecuencias teóricas y políticas que acentuaron el desencanto de esa generación con el socialismo en la Unión Soviética y Europa del Este, así como su escepticismo frente a la idea de la revolución, propiciando posiciones que afluirán en la gestación del planteamiento de los llamados "nuevos filósofos" y del posmodernismo.

En referencia a Francia en particular, Alex Callinicos señala que "la odisea política de la generación de 1968 es crucial para entender la difundida aceptación de la idea de una época posmoderna en los años ochenta. Es ésta la década en que los radicales de los años sesenta y setenta (...) habían perdido toda esperanza en el triunfo de una revolución socialista y a menudo habían dejado de creer incluso que una revolución semejante fuese deseable" (Callinicos, 1998:316).

Procesos con iguales consecuencias tienden a producirse en América Latina. Luego de la gran ebullición política y prolífica producción teórica que siguió al triunfo de la revolución cubana y que se prolonga hasta el fin del gobierno de Salvador Allende en Chile (1970–1973), las violentas políticas de contrainsurgencia que se desatan en la región, y en algunos países desde antes del golpe militar en Chile, dan inicio a un período de reflujo teórico que sólo comenzará a revertirse hacia finales de los años ochenta.

Desde esta perspectiva, tanto el posmodernismo, que se gesta en Europa, particularmente en Francia, así como las formulaciones en los años setenta y ochenta en América Latina en torno, por ejemplo, a los movimientos sociales y la sociedad civil, van a estar signadas como reflexiones que emergen bajo el peso y el clima que propicia la derrota.

Entre la represión inicial y el control posterior, en la academia latinoamericana tiende a hacerse sentido común la idea de que los cuerpos teóricos que se abren al análisis de las revoluciones sociales (y de la dominación y explotación, referencias que conducen sin muchos problemas al marxismo) deben ser abandonados o relegados. Ello va a tener una expresión no sólo teórica sino también política: desde un contexto en el que predominaba la idea de que el cambio societal y la revolución eran posibles, se pasa a otro en que se reclama el "realismo político", que no es más que la asunción que no hay cambio de fondo factible y que sólo queda convivir con un orden social que alguna vez se creyó poder superar. Para finales de los ochenta, y en los noventa, el terreno se encuentra apto para que al arribo del posmodernismo a América Latina, vía la academia europea y estadounidense, éste se expanda con rapidez.

En este clima asistimos a un acelerado cambio en los referentes teóricos, con la presencia de muchos más interlocutores teóricos que los aquí considerados, y con perspectivas políticas diversas. La emergencia de nuevos "temas", muchos de ellos de relevancia, no pudo sustraerse al abandono de "viejas" teorías que algunos creían rebasadas por los nuevos tiempos, con lo cual las nuevas formulaciones aparecían como el resultado de una verdadera revolución científica, un nuevo estadio del conocimiento. Así, del sistema mundial capitalista se pasará a hablar de la globalización; de economías centrales e imperialistas, a una noción de imperio, sin centro, dislocado y desterritorializado; de las clases sociales, a los movimientos sociales, la sociedad civil y a nuevos y viejos "actores"; de los debates sobre el poder y el Estado, a los análisis de las transiciones y a los estudios electorales; de la dominación, a la gobernabilidad; de la determinación a lo contingente, a lo efímero, a un mundo social sin condensaciones y sin relaciones sociales, a lo sumo con redes. Del estudio de "una época (...) a través de sus manifestaciones —sus obras– y poner al descubierto las raíces sociales de esas formas simbólicas" (Altamirano, 2002:12),2 a un pastiche cultural considerado interdisciplinario, porque toma un poco de todo, en la "epistemología del shopping" (como quien llena un carrito de supermercado), con un énfasis por "la gracia social, el ritmo y los pasos que moldean la danza de la vida" (García Canclini, 2006).

Este "pensar desde la derrota" propiciará la extraña convivencia posterior de posmodernos con planteamientos teóricos y políticos inmovilistas, junto a otros que se reclaman de izquierda o progresistas, casi todos abrevando en lo fundamental de Nietszche, Heidegger, Foucault o Derrida, con lo cual se produce una interesante disputa interpretativa sobre estos autores, que se constituyen en los referentes centrales en el discurso posmoderno.

 

Un metarrelato que destaca el fin de los grandes relatos

Fue desde un escrito de Lyotard que el posmodernismo proclamó alguna de sus certezas, sintetizadas en la idea del fin de los grandes relatos y de toda formulación teórica que buscara una explicación totalizante de la historia, de la modernidad (y del capitalismo) (Lyotard, 1994).3 El señalamiento de Lyotard en contra de la razón instrumental de las ciencias y su idea de progreso, encontraba razones en hechos conocidos y de alta sensibilidad, sea en la irracionalidad de la experiencia nazi o en las prácticas del capital en su entorno ambiental. Su posición suponía dar vuelta a la página en cómo reflexionar, y en los hechos una propuesta de reiniciar el camino. Más allá de esta pretensión fundante, son sus propuestas para hacer frente a los males señalados, los considerados problemáticos.

La crítica a los grandes relatos significaba en los hechos reclamar la centralidad de un nuevo metarrelato,4 aquel que declara "(al) pequeño relato [...] como la forma por excelencia que toma la invención imaginativa, y, desde luego, la ciencia" (Lyotard, 1994:109). Lo que se ponía en cuestión no era sólo la idea de un progreso en el devenir de la historia, señalada también desde otras vertientes. En el fondo fue la razón en tanto capacidad de buscar explicaciones del mundo (social) la que se puso en entredicho. Con ello una nueva versión del irracionalismo epistemológico tomaba forma.5

El reclamo al abandono de pretensiones teóricas generales, de toda perspectiva holística, dejó a las ciencias como el receptáculo de reflexiones fragmentarias y contingentes. Lo singular y lo diverso pasaron a constituir el criterio de demarcación de los objetos de investigación. Con ello se propició una suerte de reificación de la pedacería societal.

El manifiesto posmoderno encontró seguidores en un campo mucho más amplio que aquellos que se reconocen filosóficamente con este enfoque. De manera gradual, temas relevados por el posmodernismo y olvidados o relegados con anterioridad, como el de las identidades, el multiculturalismo, la pluralidad de movimientos sociales, etcétera, así como diversas nuevas categorías (entre las más socorridas, deconstrucción, textualidad, juegos de lenguaje, significantes, significados, etcétera), se fueron convirtiendo en vocabulario común en la academia. En una franja más restringida, sus planteamientos filosóficos y los del deconstructivismo derridaniano pasaron a fundamentar posiciones consistentes.6

 

El malestar con la totalidad

Una de las derivaciones del reclamo posmoderno al fin de los grandes relatos remite al rechazo de la noción de totalidad, generalmente asociada con "todo lo que existe", con lo cual se aproxima más bien a la de "completud" formulada por Morin (1998). En sus versiones más extremas, enfatizar la necesidad de la totalidad es sinónimo de totalitarismo, visión en lo que el posmodernismo comparte posiciones con el positivismo. Pero ¿qué significa aprehender la realidad como totalidad? Dicho de manera breve, dar cuenta de lo que articula y estructura la vida social, de aquello que la organiza y jerarquiza y que termina otorgándole sentido en alguna temporalidad específica. No más, pero tampoco menos. En nuestro tiempo, ello se sintetiza en la lógica del capital y su afán de valoración, proceso que marca de manera indeleble las relaciones humanas y el mundo institucional que las acompaña.

Esa lógica es prioritariamente un campo de relaciones sociales que atraviesan la producción y la reproducción social, conformando un entramado que impone su signo sobre toda la vida en sociedad. El afán de valoración del capital organiza la vida material y le otorga su impronta a la vida espiritual, en tanto "iluminación general en la que se bañan todos los colores", con lo que es posible una mayor inteligibilidad. El conocimiento de fragmentos y parcelas y de sus singularidades será superior entonces si se les ubica en el terreno de las relaciones en que ellos se integran y articulan: un mundo social regido por la lógica del capital.7

La mistificación posmodernista de los fragmentos, expresada en la forma como aborda la diversidad cultural, la segmentación y dislocación del poder, o las identidades fragmentadas, nos deja en el terreno de la fetichización, de la ausencia de relaciones en un mundo capitalista que opera, por el contrario, como totalidad, fuertemente articulada, sea en materia de poder político, económico e ideológico. No es razonable desconocer el sinfín de cadenas productivas, segmentadas y repartidas por el mundo por el capital industrial; la desterritorialización propiciada por el capital financiero, por mencionar algunos asuntos relevantes. Pero esta reflexión peca de unilateralidad, porque queda atrapada en la contingencia desarticuladora, incapaz de ver su contracara y el núcleo que la propicia: la férrea centralización del poder político y económico en tiempos de mundialización (Osorio, 2004). Por ello, un asunto clave en la etapa actual es explicar por qué un sistema tan centralizado reclama hoy de tanta descentralización en su despliegue y funcionamiento.

Como nunca, en nuestros días el capital es capaz de procesar y asimilar a su reproducción la noción de diversidad. El fin del fordismo, por ejemplo, ha implicado una organización productiva que responde de manera expedita y eficiente a demandas de segmentos del mercado específicos, con lo cual se ha puesto fin a la producción en serie. Ello va acompañado a su vez de producciones en cadenas altamente segmentadas repartidas por todo el globo terráqueo. Todo ello cumple un papel importante en alimentar la idea de un mundo descentralizado. Pero en esos encadenamientos los núcleos productores de conocimiento, de programas y de dirección se ubican en economías del mundo llamado central, quedando en la periferia aquellos eslabones con menores cargas de innovación, y es la lógica de la valoración la que se encuentra en esta nueva división internacional del trabajo.

Esa idea de totalidad, de un mundo social que mantiene en lo fundamental un eje que articula y organiza, es lo que se pierde a su vez cuando se califica nuestra época como posindutrial, de la infomación, del conocimiento, del riesgo, etcétera, relegando lo primordial, la "iluminación general" en donde todos estos elementos adquieren significación.

 

Realidad y verdad como no–problemas epistémicos

Tras su emergencia con un perfil crítico, el descontruccionismo, que nace en Francia, arriba a la academia de Estados Unidos en los años ochenta y sienta sus reales en los departamentos de letras, dando vuelo a los cultural studies, alejados de la propuesta anglosajona sobre los estudios culturales recorrida por Raymond Williams, E. P. Thompson, Terry Eagleton, y proseguida por Fredric Jameson y Slavoj Zizek,8 en donde la cultura no es ajena a un tiempo histórico y a la reproducción y contradicciones de la vida social. Importa destacar que ese paso marcará un giro en la forma como es asumida la propuesta teórica de Derrida, "convirtiéndose [...] de una corriente filosófica en, básicamente, un método de análisis textual" (Palti, 2005:63).

Rápidamente el deconstructivismo se extendió a diversos territorios de las ciencias sociales. Los vulgarizadores, con todas sus letras, hicieron suya la afirmación derridaniana que "no hay (nada) fuera de(l) texto" (Derrida, 1986), dando vida a lo que se ha calificado como "imperialismo textual" o "pantextualismo": los discursos científicos pueden ser asumidos como un discurso más, sin referencia a nada ajeno a ellos mismos, ignorando "aquello que desborda al discurso [...] aquello que no puede ser reducido al texto, aunque dependa de él para hacerse aparente" (Grüner, 1998:49). En definitiva, desconocer "una teoría que reconozca alguna diferencia entre lo real y el discurso" (Grüner, 1998:48).

En la base de esta postulación se encuentra un planteamiento particular respecto de la relación entre discurso y realidad, que devalúa filosóficamente la significación de la realidad. El camino podría describirse así: el posmodernismo establece una distinción entre independencia causal, por ejemplo, que las montañas existen con independencia de que "la gente tuviera en la mente la idea de montaña o en su lenguaje la palabra montaña", al fin que "una de las verdades obvias acerca de las montañas es que estaban allí antes de que empezáramos a hablar de ellas" (Rorty, 2000:100), y causación representacional, en donde "no tiene objeto preguntar si existen realmente montañas o si es sólo que nos resulta conveniente hablar de montañas", ya que "carece de objeto preguntar si la realidad es independiente de nuestro modo de hablar de ella"[cursivas mías], o de nuestras representaciones. Y "carece de objeto" porque no tenemos otra forma de referirnos a la realidad más que con lenguajes y algún sistema de representación. Y como entre las palabras o representaciones y las cosas no hay ningún "pegamento metafísico", nada nos asegura que existe algo más allá de las palabras y las representaciones.9

Lo anterior, al decir de Eagleton, constituye "un retorno regresivo al Wittgenstein del Tractatus Logico–Philosophicus, donde sostiene que puesto que nuestro lenguaje nos "da" el mundo, no puede simultáneamente comentar su relación con él" (Eagleton, 1997:67).10

Pero si no hay realidad ajena al lenguaje posible de conocer, la propia idea de verdad queda como un asunto "no epistémico", o bien un no–problema. Por ello Rorty señala que "si recojo lo que algunos filósofos han dicho sobre la verdad, es con la esperanza de desalentar a que se siga prestando atención a este tema más bien estéril" (2000:23).

 

Las ciencias sociales y la filosofía como discursos literarios

Una consecuencia de este proceso ha sido la literaturización del discurso en ciencias sociales, que al hacerse autorreferencial, sin las constricciones de un "algo" más allá al texto, ha propiciado el desdibujamiento de las fronteras entre literatura y ciencias, y entre literatura y filosofía.11 Derrida fue claro en su distancia frente a este tipo de posiciones. Tras excusarse por tener que "hablar un poco brutalmente", señaló: "jamás traté de confundir literatura y filosofía o de reducir la filosofía a la literatura", en respuesta a posturas en tal sentido en la academia estadounidense y de Rorty en particular.12

No desconocemos que la filosofía puede hacer uso de recursos literarios y que la literatura de recursos filosóficos. Allí está la producción de Jorge Luis Borges para ponerlo de manifiesto. Pero esto no supone desconocer las particularidades de cada quehacer. En este sentido queda claro que, en strictu sensu, Borges no es filósofo.13

En este contexto, desde la lógica del posmodernismo deconstructivista, la teoría pierde significación. Importa más la estética del discurso que la rigurosidad epistémica y conceptual, asuntos estos últimos que son asumidos como barreras a la libertad creativa. El discurso científico no es más que un "juego de lenguaje".

 

La devaluación de la filosofía

El quehacer académico se realiza en el contexto de viejos problemas que atraviesan a las ciencias sociales, renovados y reciclados por el auge posmoderno–deconstructivista. Tal es lo que acontece respecto de la antigua y conflictiva relación entre ciencias sociales y filosofía.

Desde el posmodernismo, esta relación tiende a perder significación ya que desconoce la especificidad del discurso de las ciencias frente a cualquier otro discurso,14 lo que termina por anular ficticiamente aquel conflicto, al eliminar a uno de los elementos en tensión. Por estas vías el posmodernismo ha desvirtuado el sentido de la filosofía, en tanto una práctica de la razón orientada al saber.15 El propio quehacer filosófico, desde una postura filosófica, termina siendo devaluado.

Todo lo anterior no implica que el posmodernismo no establezca una plataforma filosófica. Apoyándose en Wittgenstein, niega "la posibilidad de un metadiscurso omnicomprensivo"; "su ruptura con la razón totalizante se presenta como un 'adiós' a las grandes narraciones —les grands récits– (emancipación de la humanidad, por ejemplo), por una parte, y al fundamentalismo por otra"; "el grand récit de la filosofía, la ciencia... ha dejado de ocupar el papel prioritario y ha dejado de ser el principio legitimador" (Muñoz y Velarde, 2000:369).

La resignificación del pequeño relato y de la fragmentación, despreciando toda búsqueda de explicaciones generales y de la noción filosófica de totalidad; el rechazo a las condensaciones estructurales y a la idea de continuidad (y con ello de proceso) en la historia, lleva a destacar sólo las contingencias, las discontinuidades, lo incierto. Uno de los problemas del posmodernismo es la unilateralidad de su propuesta. No termina de comprender qué contingencia, discontinuidad, parte, etcétera, constituyen expresiones de una realidad que necesariamente contiene la otra dimensión, que con esos términos se pretende negar, como son necesidad, continuidad, totalidad, etcétera.

¿En qué sentido asumir en la vida social las trasnochadas ideas de que vivimos en la incertidumbre o en la contingencia? ¿Cuál es su significación? Porque para millones de sujetos este mundo se mueve, en cuestiones centrales, con una gran certidumbre: saben que si no salen día a día a vender su capacidad de trabajo se mueren de hambre. Y que si no encuentran trabajo o encuentran un trabajo con salarios paupérrimos, como de manera creciente tiende a ocurrir, tendrán que realizar alguna otra actividad, como vender algo en la vía pública, ofrecer algún servicio en algún crucero (como limpiar cristales de autos), pedir limosna, robar o salir de sus fronteras aunque sea sin documentos. Las actividades a realizar pueden ser inciertas y contingentes, pero todas derivan de una gran certeza.

Temas como los hasta aquí expuestos ponen de manifiesto los equívocos de quienes suponen una tajante separación entre ciencia y filosofía, como en el caso de los positivistas,16 pero también de quienes, como los posmodernos, terminan por diluir todo en simples "juegos de lenguaje", haciendo perder la especificidad de la filosofía y de las ciencias.

Desde esta perspectiva, no es un problema menor la ausencia de cursos de filosofía y en particular de epistemología en los programas de estudios de las carreras de ciencias sociales, tanto a nivel de licenciatura como de posgrado.17 Conocer los fundamentos filosóficos de las teorías permite poner al descubierto los supuestos sobre las cuales éstas se construyen, y nos otorgan mejores bases para comprender el horizonte de visibilidad que nos ofrecen, tanto en lo que privilegian e iluminan como problemas centrales, así como sobre los puntos ciegos que tienden a presentar.

 

A manera de conclusión

Poner de manifiesto asuntos como los aquí abordados no significa un rechazo de todo lo que determinada escuela o corriente filosófica produce y propone. Tampoco significa desconocer su legítimo papel y lugar en el mundo de las ideas en el campo académico. Este tipo de ejercicios debiera hacerse con todas las corriente teóricas y filosóficas. Ninguna debiera estar excluida del juicio de la razón. Pero asistimos a un clima de época académico en donde prevalece el "todo se vale", que bajo un manto de aparente respeto y tolerancia a lo diverso, constituye en realidad un fuerte signo de intolerancia (y de rechazo), por la vía de la indiferencia.

 

Bibliografía

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NOTAS

1 Bensaid define el "mediano plazo" como el tiempo político por excelencia. Por ello agrega que "en la conjunción de los tiempos sociales desajustados, la temporalidad política es precisamente la del mediano plazo, entre el instante fugitivo y la eternidad inalcanzable" (2004:34).

2 La cita indicaría la visión de Mannheim sobre los estudios culturales.

3 Obra publicada en francés en 1979.

4 El propio Lyotard lo señala: "Los grandes relatos se han tornado poco viables. Estamos tentados de creer, pues, que hay un gran relato de la declinación de los grandes relatos" [el subrayado es mío] (1994:40).

5 Entre las posturas irracionalistas radicales "podríamos citar a los sofistas. Entre ellos se generalizan y extienden, como actitudes intelectuales, tanto el relativismo (no hay verdad absoluta) como el escepticismo (si hay verdad absoluta, es imposible conocerla) [...]" (Muñoz y Velarde, 2000:365). Allí se establece la distinción entre el irracionalismo epistemológico, que postula que "la razón no puede conocer lo real (o sólo en parte)", por lo que "a lo real se accede por vía de otros conocimientos", diferentes a los de la razón, como la intuición o el corazón, posición en donde se ubicaría el posmodernismo, del irracionalismo metafísico, que señala "el carácter absurdo e insensato de la realidad" (Muñoz y Velarde, 2000:365–367).

6 Es frecuente que se ubique a Jacques Derrida entre los autores "que han insistido en la necesidad de salir de la tradición filosófica moderna", por lo que sus posiciones "resultan afines a la sensibilidad posmoderna" (Abbagnano, 2004:839).

7 Ello porque "en todas las formas de sociedad existe una determinada producción que asigna a todas las otras su correspondiente rango (e) influencia y cuyas relaciones por lo tanto asignan a todas las otras el rango y la influencia" (Marx, 1971:27–28).

8 Y que de diversas maneras se hace cargo de lo realizado por Gramsci, Lukács, Benjamin, Adorno, Sartre y Marcuse, entre otros.

9 En esta lógica, siguiendo a Wittgenstein, Rorty se pregunta: "¿has encontrado algún modo de meterte entre el lenguaje y su objeto...?" (2000:124).

10 Eagleton señala que "el Wittgenstein de los últimos tiempos acaba por renunciar a esa perspectiva monística", y dejó de pensar el "lenguaje como una totalidad" considerando "actos discursivos [...] que se relacionan con el mundo", proveyendo éste "la razón para aquéllos" (1997:67).

11 Una defensa de esta postura puede verse en Rorty (1993:125–182).

12 Véase la postura de ambos en Mouffe (1998).

13 No desconozco los planteamientos que señalan que en general todos los hombres (como especie) somos filósofos. Pero esta afirmación, tras su aparente generosidad y benevolencia, termina por diluir la especificidad de la filosofía. De igual modo podría afirmarse que todos somos poetas, físicos o músicos.

14 Para Rorty, "la ruptura de la distinción entre filosofía y literatura es esencial para la desconstrucción", ya que su filosofía lleva "en la dirección de 'una textualidad general indiferenciada'" (1993:125) (subrayado en el original).

15 Así, de acuerdo con "la definición que aparece en el Eutidemo platónico: la filosofía es el uso del saber para ventaja del hombre" (Abbagnano, 2004:485).

16 Para éstos, aún con mayor razón, hay que distanciarse de la metafísica para hacer ciencia. Pero mientras le cierran la puerta, ésta entra por la ventana de sus propuestas: así, la economía neoclásica o la teoría política del racional choice suponen en su construcción "naturalezas humanas" egoístas, racionalistas, calculadoras, etcétera. Que yo sepa, no aparece aún ningún gen en el que se deposite alguna de esas cualidades. Estamos así en la metafísica.

17 Asuntos que no se resuelven con los tradicionales cursos de "metodología" cuantitativa y cualitativa. Más bien, esos mismos cursos responden a determinadas posturas filosóficas sobre el conocer, la realidad, etcétera, lo que reclamaría justamente la discusión de sus premisas nunca dichas.

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