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Frontera norte

versión On-line ISSN 2594-0260versión impresa ISSN 0187-7372

Frontera norte vol.20 no.39 México ene./jun. 2008

 

Nota crítica

 

"Hacednos participantes en el rebaño": Dos cartas sobre la iglesia Católica en la Baja California de finales del siglo XIX

 

Nicolás Pineda Pablos*

 

* Investigador de El Colegio de Sonora. Dirección electrónica: npineda@colson.edu.mx.

 

La región que hoy es el estado de Baja California tuvo una lenta integración a la sociedad mexicana. Al declinar la población indígena y disolverse el sistema misional de la Colonia, la región tuvo que ser recolonizada y reintegrada a la nación mexicana en la segunda mitad del siglo XIX. Uno de los elementos que contribuyeron a esa integración fue la religión católica y la reconstrucción de los lazos con la jerarquía eclesiástica.

El propósito de este trabajo es presentar dos documentos relacionados con el establecimiento temprano de vínculos de la población de esta región con la iglesia Católica en el último cuarto del siglo XIX. Los originales se encuentran en el archivo de la Catedral de la Asunción en Hermosillo, Sonora, y aunque breves, ambos documentos reportan datos interesantes sobre la situación de las poblaciones del Real del Castillo (en 1879 el primero), así como de Tijuana, Tecate y Ensenada (en 1888 el segundo). Para ello, a fin de contextualizar los documentos, previamente se expone la evolución de la jurisdicción eclesiástica de la Baja California durante el siglo XIX y se repasa brevemente el desarrollo urbano y social de esta región durante el último cuarto del siglo XIX.

 

El obispado de Sonora y el vicariato de Baja California

La creación del obispado de Sonora es una derivación de la expulsión de los misioneros jesuitas del noroeste de la Nueva España en 1767 y del paulatino proceso de secularización de las misiones de los pueblos indígenas iniciado a partir de entonces. Así mismo fue parte de un proceso de reorganización territorial del noroeste, conocido como reformas borbónicas, que tenían como objetivos, entre otros, afianzar el dominio español en esas comarcas y elevar la recaudación de tributos para la corona española (Del Río y López, 1985:242).

Como parte de este proceso, el obispado de Sonora fue establecido por el papa Pío VI el 7 de mayo de 1779, como una escisión del obispado de la Nueva Vizcaya (hoy Durango) y comprendía las provincias de Sinaloa, Sonora y las Californias (Molina, 1979; Almada, 1983:452). El primer obispo de Sonora fue fray Antonio de los Reyes, quien murió en Álamos en 1787. Los obispos subsecuentes establecieron su sede en la ciudad de Culiacán y, en general, tuvieron una presencia irregular y aún menos actividad pastoral en la región (Yescas, 1976:196).

En vista de la enorme extensión del obispado y de las exigencias que planteaba la secularización de las misiones indígenas, el obispo Martínez Ocejo inició, en 1824, gestiones para la subdivisión de su extenso obispado y la creación de un obispado en las Californias. Estas gestiones no fructificaron sino hasta 1840, cuando se creó el vicariato apostólico de las Californias, es decir, una nueva jurisdicción eclesiástica, a cargo de un vicario apostólico que tenía sede en San Diego y subordinado al (o sufragáneo del) arzobispo de México. Sin embargo, a partir de 1848, la funcionalidad de esta circunspección eclesiástica se volvió improcedente en virtud de que el territorio de la Alta California se separó de la república mexicana y se incorporó a Estados Unidos de América. Por ello, el 12 de diciembre de 1849, el gobierno de México solicitó a la santa sede que se estableciera una nueva jurisdicción eclesiástica en el territorio bajacaliforniano. Fue así como en 1853, a la par de que se creó la Diócesis de San Francisco, California, se estableció también el vicariato apostólico de la Baja California, con sede en La Paz. Hubo tres vicarios apostólicos: Juan Francisco Escalante y Moreno, nombrado en 1854; fray Ramón María Moreno y Castañeda, a partir de 1873, y fray Buenaventura Portillo y Tejada (Diócesis de Tijuana, 1989:45; Enciclopedia de México, 1978:1186). En la práctica, sin embargo, el vicariato de la península enfrentó serios obstáculos para el desarrollo de las actividades pastorales; la dispersión de la población y la escasez de clero lo hicieron insostenible. Durante esos años, en la península sólo ejercieron su ministerio cuatro sacerdotes, que sólo alcanzaban a visitar algunas comunidades más pobladas de la parte sur, mientras desatendían las rancherías y comunidades, sobre todo en el distrito norte de la península. No es extraño entonces que en 1882, la santa sede redujera el vicariato apostólico de Baja California a la categoría de prefectura, dependiente del obispo de Sonora (Diócesis de Tijuana, 1989:46).

Después de las turbulencias políticas nacionales de los años cincuenta y sesenta del siglo XIX —ocasionadas por la pugna entre conservadores y liberales y por la fallida intervención francesa y la república restaurada de Juárez con sus leyes de Reforma—, poco quedó de la dinámica iglesia misionera de un siglo atrás en el noroeste. Al inicio del porfiriato, la iglesia sonorense mostraba señales de abandono: los templos estaban en ruinas y, aunque estaba organizada en 30 curatos, sólo había 15 sacerdotes para atenderlos. La paz porfiriana ofreció a la iglesia Católica la oportunidad de reorganizar el territorio y reconquistar a la población del noroeste (Enríquez, 2001:48).

Como parte del intento de recuperar la presencia perdida en la frontera, el 27 de mayo de 1883, la santa sede dividió el antiguo obispado de Sonora en dos diócesis: la de Sinaloa y la de Sonora, correspondiendo a esta última la atención de la península de Baja California. De este modo, el nombramiento de primer obispo de la nueva diócesis de Sonora recayó en el doctor José María Rico, quien además, el 9 de agosto de 1883, fue nombrado administrador apostólico de la Baja California. Sin embargo, el ministerio de este obispo fue muy breve, ya que murió de fiebre amarilla a los pocos meses de haber arribado a su sede episcopal.

El siguiente obispo fue nombrado en 1887, y el nombramiento recayó en Herculano López de la Mora. Éste fue realmente el obispo que reemprendió la organización eclesiástica; estableció el seminario, reorganizó al clero, construyó la catedral y llevó a cabo una campaña de comunicación a través de cartas pastorales y, sobre todo, estableció las contribuciones que debían hacerse por los sacramentos y mejoró las finanzas de la diócesis. Al momento de su muerte en 1902, puede decirse que había logrado reestablecer cierto orden y nuevo vigor a la anteriormente debilitada iglesia sonorense (Enríquez, 2001:72).

El territorio norte de Baja California —tal vez por la escasez de sacerdotes o por la distancia de las sedes episcopales (o sea por su escasa población)— se mantuvo prácticamente desatendido por el clero católico durante la segunda mitad del siglo XIX. Sin embargo, el surgimiento de nuevos centros de población comenzó a reclamar la atención del obispo de Sonora hacia esta esquina del país. Esto es al menos lo que muestran los dos documentos que aquí se presentan.

 

Los vecinos del Real del Castillo solicitan un sacerdote

En 1870, los hermanos Ambrosio y Manuel del Castillo descubrieron oro en el valle de San Rafael, al este de Ensenada. Pronto se multiplicaron las casas y tiendas de campaña a ambos lados del arroyo San Rafael y, en respuesta a la generosa extracción del metal amarillo, en poco tiempo se formó un poblado que contaba con tabernas y sucursales de las tiendas de San Diego, así como con un servicio de diligencias provenientes de esa ciudad, que nutría el flujo de pobladores, visitantes y mercancías. Fue tal la concentración de población que, en el verano de 1872, el gobernador del distrito norte, Manuel Clemente Rojo, asentado hasta entonces en la somnolienta ex misión de Santo Tomás, decidió cambiar su sede al dinámico mineral al que, a partir de entonces, se le llamó Real del Castillo.

En 1873, después de la muerte del presidente Juárez y con el arribo de Sebastián Lerdo de Tejada a la presidencia de la república, el gobierno federal nombró como nuevo gobernador del distrito norte a José María Villagrana. En un principio, la gestión del gobernador Villagrana fue benéfica para el Real del Castillo. Con los impuestos a la producción minera y con los ingresos de la aduana fronteriza ubicada en el rancho Tía Juana, Villagrana puso orden en la traza urbana y construyó la plaza principal, así como el edificio sede del gobierno, un cuartel y la cárcel. Para 1875, el pueblo tenía más de 1 500 habitantes (Meadows, 1983:211).

Paralelamente, junto con el nuevo gobierno y la traza urbana, en el Real del Castillo florecieron también las cantinas, los salones de baile, los garitos y el vicio. El lugar se volvió refugio de prófugos de la justicia estadunidense y escenario de frecuentes alborotos y desmanes provocados por los viciosos y los maleantes, aunque no toda la población local participaba en este jolgorio, ya que en los alrededores vivían habitantes y familias tranquilas, conservadoras y dedicadas al trabajo (Meadows, 1983:212). Hacia finales de 1875, al mismo tiempo que la producción minera comenzó a declinar, los desórdenes comenzaron a subir de tono y se hicieron más frecuentes los hechos de violencia y asesinatos. Ante la mirada de los vecinos tranquilos del lugar, los delincuentes hacían lo que querían y amenazaban con convertir al real en un pueblo sin ley.1 Desde la perspectiva de los residentes, el gobernador había perdido el control de la situación y protegía a los malhechores. Las familias tranquilas y trabajadoras se sentían inseguras y estaban inconformes con el gobernador, a quien veían como incapaz de detener el clima de delincuencia. El malestar llegó a tal grado que, el 20 de noviembre de 1876, 30 de los propios soldados del gobernador se le rebelaron, lo tomaron preso y lo metieron en la cárcel, aunque posteriormente, al ser trasladado, se escapó. En vista de la situación, el gobierno envió un nuevo gobernador, el general Andrés L. Tapia, quien a su llegada al Real del Castillo recibió una larga lista de cargos contra Villagrana, firmada por 167 vecinos. Con el aplauso de los elementos tranquilos del real, el nuevo gobernador expulsó del pueblo a los elementos de mala reputación y, en 1877, detuvo y envió presos a Villagrana y a sus principales colaboradores (Meadows, 1983:214).

Es en ese ambiente en el que se deja sentir que el Real del Castillo requería de atención espiritual, lo que para un grupo de vecinos significó que hacía falta la presencia de un sacerdote católico. De este modo, algunas mujeres del lugar recolectaron firmas, y el 15 de noviembre de 1879, Natalia Cota y María Antonia Lamadrid enviaron una carta a las autoridades eclesiásticas, en la que se lamentaban de la carencia de sacramentos y solicitaban un cura párroco. No está claro a quién estuvo destinada la carta. Probablemente fue enviada al obispo de Sonora, quien tenía su sede en Culiacán, y posteriormente a la división de la diócesis en 1883, éste la hizo llegar al nuevo obispo de Sonora, en su carácter de administrador apostólico de la Baja California, yendo, de este modo, a parar al archivo de la catedral de Hermosillo. La transcripción de la carta es como sigue:

Ilustrísimo Señor

Las que suscribimos, vecinas de la Frontera Norte del Territorio de la Baja California ante V.S. Ilustrísima, del modo mas respetuoso nos presentamos y exponemos: que convencidas de que no puede haber felicidad verdadera en esta vida, ni menos adquirir la que está prometida para los bienaventurados, sino se cumplen los diez mandamientos de Dios Nuestro Señor y los cinco de la Santa Iglesia Nuestra Madre; y, teniendo en consideración, que hasta ahora en esta es tensa Frontera no existe ni ha existido, un templo católico en donde tributar el culto divino que es debido al Criador de los Cielos y de cuanto vive bajo el sol; y, en atención también á que, todos los vecinos de esta Frontera tenemos la fortuna de profesar la fe de Cristo; y bien persuadidas por último, que la religión cristiana es la única verdadera que reconoce y confiesa la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana: llenas de confianza en la misericordia divina y en el celo apostólico de su Señoría Ilustrísima, venimos en suplicarle nos conceda para bien de nuestras almas, un Cura párroco que ilustre y dirija nuestras conciencias, nos alimente con el pan de la vida eterna, abriendo a nuestros hijos las puertas de la Jerusalen celestial, por medio de las benditas aguas del bautismo.

Hemos tenido, Ytmo. [sic] Señor, la desgracia de vivir sin un Ministro del Altísimo, que nos instruya y predique la ley divina, sin que ni siquiera en los dias festivos podamos asistir al santo sacrificio de la Misa: nuestro corazon se ha hecho mil pedazos, cuando hemos dado á luz un hijo de nuestras entrañas, sin que podamos acercarlo a la fuente bautismal, para limpiarlo de la original culpa; lágrimas del corazon hemos derramado, cuando hemos visto privados á nuestros hijos del santo sacramento de la confirmacion; y, nuestro corazón se ha partido de dolor, nuestra alma se ha llenado de tristeza, cuando á la desgracia de ver morir á nuestros hijos, á nuestros esposos, á nuestros parientes, á nuestros amigos y amigas, hemos también agregado la indecible pena de verlos espirar privados ¡oh dolor! de los auxilios divinos de Nuestra Sacrosanta Religion.

Compadeceos, Itmo. Señor, del abandono en que nos encontramos, y hacednos participantes en el rebaño que os está encomendado. Llamadnos al redil, que nosotras nos comprometemos a ser en lo sucesivo fieles a la Religion en que nacimos y deveras queremos morir en la misma Sacrosanta Religión.

Nuestras almas han estado hasta ahora privadas del pan de los ángeles, y si así continuamos van a morir de muerte.

Un considerable número de los moradores de esta Frontera viven sin tener la fortuna de conocer a Dios, y a Vos Itmo. Señor, corresponde salvarlos del gentilismo en que viven. Lo repetimos confiadas en la infinita misericordia de Dios Nuestro Señor, en la pureza de la Inmaculada Virgen María y en el celo apostólico de Su Señoría Ilustrísima, esperamos que en contestación de esta nuestra muy humilde y respetuosa solicitud, nos ha de enviar el Cura Párroco que fervientemente pedimos.

En el Real del Castillo, cabecera del partido Norte del Territorio de la Baja California en la República Mejicana, a los quince días del mes de Noviembre de mil ochocientos setenta y nueve.

La carta va acompañada de 134 firmas y a pesar de que comienza con la frase "Las que suscribimos, vecinas de la Frontera Norte" —salvo alguna variación por nombres que pueden ser equívocos—, consta de aproximadamente 67 nombres de hombres y 67 de mujeres, aunque no están organizados por parejas ni parece tratarse necesariamente de matrimonios o padres de familia. La escritura, en la mayoría de los casos, es autógrafa y algunas firmas van acompañadas de rúbricas, lo que habla de una alta proporción de gente que sabía escribir. Así mismo se puede suponer que se trata de la población tranquila y conservadora del Real del Castillo y es probable que hayan constituido la mayoría de la población adulta local en ese momento. En un análisis somero de los nombres enlistados, se observa una gran variedad de nombres y apellidos, casi todos ellos de origen español, con la excepción de dos o tres, como George Furlorse, Gill A. Burnes o los apellidos Jean y Galiano, que pueden ser de otro origen. Entre los apellidos más frecuentes están los Moreno con siete firmas, los López con seis, los Cota y los Orosco (sic) con cinco firmas cada uno, y los Aguilar, Damas y Herrera con cuatro casos. Entre los que aparecen tres veces están Arenas, Gamas, Legaspy, Murillo, Ramírez, Rivera y Rodríguez.

No tenemos noticia de la respuesta que se dio a esta carta y si los vecinos hayan tenido éxito en su empeño. Lo que se sabe es que en 1882, la capital del territorio se trasladó del Real del Castillo al puerto de Ensenada y que a partir de entonces comenzó a declinar la población del mineral. En 1905, la población se había reducido a menos de 200 habitantes.

 

El padre Osuna reporta la situación religiosa de Tijuana en 1888

En 1874, el gobierno federal mexicano estableció una aduana fronteriza en los terrenos del antiguo rancho Tía Juana. La aduana quedó localizada a un costado del camino, junto al río Tijuana y cercana a la mojonera fronteriza. El alto en el camino y la actividad aduanera propiciaron que el lugar comenzara a poblarse con comercios. Simultáneamente aparecieron las primeras viviendas y poco después una pequeña capilla católica.

Según se desprende de las diferentes actas de bautismo, los habitantes del rancho Tía Juana acudían a la misión de San Diego para bautizar a sus hijos, así como para los demás servicios religiosos (Martínez, 2003:5). Por otra parte, el sacerdote perteneciente al vicariato de Baja California residía en Ensenada, desde donde se desplazaba a los distintos poblados y rancherías. De modo que en la iglesia de Ensenada también aparecen registros de bautismos y matrimonios realizados en las visitas a la comunidad de Tijuana (Ortiz, 1989:50).

En los años de 1888 y 1889, el sacerdote que estuvo a cargo de esta región fue Luciano Osuna. Este clérigo era de origen mexicano pero había sido ordenado sacerdote en San Francisco, California, en 1863. Durante sus primeros años de ministerio sacerdotal trabajó con los indígenas de Mendocino, Lake y Sonoma en la Diócesis de San Francisco (Burns, 2003).

El padre Osuna se trasladó a Baja California y como parte de su trabajo sacerdotal estuvo varias veces en Ensenada, Tijuana, Tecate, San Diego y el valle de Guadalupe, de modo que se familiarizó con la región (Ortiz, 1989:50). Por esas fechas recibió un comunicado de parte del recién nombrado obispo de Sonora, Herculano López de la Mora, quien le pedía que reportara la situación religiosa del área y que contestara varias preguntas. Es así como el 7 de junio de 1888, el padre Luciano Osuna escribió a Monseñor Ángel Barceló, quien fungía como secretario del obispo de Sonora. La trascripción literal de la carta es la siguiente:

Tijuana, Junio 7, 1888
Sr. Srio. J. Angel Barceló
éaquí recibí estas circulares y luego les doy su curso y contesto á preguntas indicadas y en razon [de que] este lugar es nuevo empieza a poblarse y la gente que llega toda es nueva no puedo decir lo que son y así respondo a las preguntas. A la 1ª. respondo concienzudamente y digo: que en lo general la gente cuando infantes han recibido el agua del bautismo y es el único acto religioso que han recibido y sus padres lo mismo; así las creencias que ellos se han forjado ó han pepenado mas bíen son en contra de la religion y así una gran parte defienden puntos condenados por la Yglesia [sic] y esto responde a la 1ª. pregunta; añadiendo que los que van entrando los mas son protestantes. A la 2ª. digo que habrá como 40 ó 45 católicos en toda la comprehensión. A la 3ª. En Tijuana un Oratorio que yo hé construido á mi propia costa; es de adobe, techo de madera; altar de madera, dimensiones veinte y cuatro pies de largo por catorce de ancho y un cuartito adyacente. Aquí habrá como 10 diez [sic] católicos. Este lugar está en la línea divisoria. Tecate al oriente 8 leguas una vecindad habrá como 5 cinco [sic] católicos. Ensenada 30 leguas al sur de Tijuana habrá como 10 católicos; una capilla de madera que yo construí casi a mi propia costa es 36 pies de larga por 20 de ancho y un cuarto adyacente. No tiene solar esta capilla, porque como subió el valor del terreno los que eran dueños vendieron con fraude el solar a otros y asi dejáron sin solar a la capilla. A la 4ª. digo que estoi yo solo. A la 5ª. y 6ª. digo que ninguno hay. Habrá otros 20 o 25 católicos diseminados en otros fuertes y añado que los pocos católicos que hai no conocen la obligacion que tienen y no contribuien al sostenimiento del culto y de su párroco. Pero el que mantiene las aves del cielo no se olvida de mí aunque indigno.
Su servidor
Luciano Osuna

El padre Osuna permaneció aún varios años más como cura itinerante en el distrito norte de Baja California. Según lo atestiguan las actas de bautismo y otros oficios religiosos, el sacerdote se mantenía en movimiento frecuente visitando las diversas localidades. El último registro parroquial que hizo fue el 12 de noviembre de 1893 (Ortiz, 1989:55). El padre Luciano Osuna murió de enfermedad del corazón el 20 de marzo de 1894, a los 59 años de edad, después de tres semanas de atención en el Hospital Saint Joseph de San Diego. Fue sepultado en el cementerio católico de esa ciudad (Casas, 2001).

 

Conclusión

Estos dos documentos constituyen, cada uno, discretas pero penetrantes miradas a la situación del distrito norte de Baja California hacia finales del siglo XIX. Su importancia no es sólo religiosa y eclesiástica sino que nos muestran también aspectos demográficos, sociales y urbanísticos de la Baja California. Un documento nos revela los contrastantes sentimientos religiosos y las aspiraciones de mejor vida de un importante sector de las familias residentes del Real del Castillo en un entorno en el que lo que permite sobrevivir es el valor del metal, el mercado del alcohol y el negocio de la diversión. El segundo documento nos muestra la rápida ojeada que el padre Luciano Osuna repasa sobre la gente que comenzaba a poblar el territorio que va de Ensenada a Tijuana y Tecate y sus construcciones religiosas. En ambos documentos se observan, desde esta temprana época, rasgos característicos de la sociedad bajacaliforniana con un grupo nuclear de pobladores dedicados al comercio fronterizo de mercancías y diversión junto con un sector mayoritario, pero periférico, de población dedicada al trabajo y que conserva sus valores tradicionales.

 

Bibliografía

Fuentes primarias

Carta de los vecinos del Real del Castillo al vicario general de la Diócesis de Sonora, Real del Castillo, 15 de noviembre de 1879. En archivo de la Catedral de la Asunción (sin catalogación), Hermosillo, Sonora.        [ Links ]

Carta del padre Luciano Osuna a J. Ángel Barceló, secretario del obispado de Sonora. Tijuana, B. C., 7 de junio de 1888. En archivo de la Catedral de la Asunción (sin catalogación), Hermosillo, Sonora.        [ Links ]

Fuentes secundarias

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NOTA

1 Meadows comenta que una robusta matrona, doña Chena, quien defendía sus derechos con una pistola calibre .45, gobernaba la plaza, y su secuaz, Pedro Bobadilla, alias el Seis Dedos, mandaba en los callejones. De modo que "los disparos, las puñaladas y el crimen en general mantuvieron el pueblo en efervescencia, como cerveza caliente" (Meadows, 1983:212).

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