Introducción
En 1788, el gobernador intendente de Buenos Aires Francisco de Paula Sanz solicitó a las autoridades hispanas departamentales de las misiones guaraníes, bajo su jurisdicción, que le informaran sobre los beneficios o perjuicios de las prácticas mercantiles en aquellos pueblos. Uno de los temas que le inquietaba era la entrada y salida de comerciantes provenientes de jurisdicciones vecinas, sin control aparente, tras lo cual traían bebidas, se vendían productos comunales a bajo valor y se compraban otros de forma particular sin una consideración general de las conveniencias. Las respuestas obtenidas a tal solicitud expresaron una gama de opiniones y posturas que no solo dieron cuenta de la existencia de pugnas de intereses que incluían a las autoridades hispanas y guaraníes de las misiones, sino que también mostraron los laberínticos senderos que las prácticas mercantiles habían tomado en las reducciones tras la expulsión de los jesuitas. Al respecto, la apertura mercantil de los pueblos había generado un conjunto de consecuencias no buscadas, intensificadas con la radicación de una burocracia administrativa no preparada e interesada en obtener beneficios sin contemplaciones.
Una mirada general al problema incitaba a pensar en las contradicciones implícitas asociadas a la utopía del mercado, propia de la época, plasmada en las ordenanzas escritas para introducir, regular y fiscalizar las prácticas mercantiles en las misiones.1 Estas habían sido concebidas por el gobernador Francisco de Bucarelli, encargado de la extradición de los jesuitas, con el objetivo de reglar, entre otras cosas, la nueva política económica en los pueblos guaraníes tras la expulsión.2 Con ciertas diferencias, las reglamentaciones y directrices posteriores reprodujeron los vínculos entre comercio, progreso, felicidad e igualdad, contenidos en la propia categoría de “comercio ilustrado”. Pese a advertir, poco tiempo después, que la economía misionera se había deteriorado drásticamente ninguno de los funcionarios, intervinientes o consultados, objetó la compra y venta de productos misioneros, en gran medida, porque estaban involucrados.
En este artículo nos proponemos analizar las bases ideológicas del modelo de intervención borbónica sobre el comercio misionero, dando cuenta tanto de las diferentes concepciones en juego como de las disputas de intereses entre las distintas instancias de la burocracia y el poder colonial. Se busca poner de relieve, en particular, la controversia generada en torno a la libre circulación de comerciantes españoles dentro de las misiones así como las miradas contrastadas sobre la participación de la población guaraní en la compra-venta de los bienes reduccionales. Al respecto, partimos de la hipótesis de que la intermediación política y administrativa montada en función de la supuesta incapacidad indígena para comerciar, generó un proceso contrario: la participación en el mercado se manifestó tanto a través del comercio no fiscalizado de recursos ganaderos, como en la adquisición de bienes a escondidas de los administradores. La alusión a estas prácticas, aunque indirecta, quedó inmersa en las argumentaciones de los funcionarios consultados que a su vez respondían a diferentes miradas sobre el control de los recursos misioneros.3
La disputas sobre el destino de los recursos de los pueblos indígenas se inserta dentro de una problemática mayor de la historia colonial en América. Al respecto, existen amplias contribuciones sobre los efectos del colonialismo mercantil en Hispanoamérica focalizadas en las situaciones diferenciales en relación con las economías regionales, las presiones fiscales, las demandas laborales, las estructuras cacicales y las estrategias comunales. También se cuenta con diferentes estudios sobre la participación indígena en los circuitos mercantiles en zonas neurálgicas virreinales y jurisdicciones marginales, como entre espacios urbanos y rurales y en fronteras de colonización.4 En particular, el reformismo borbónico al aumentar el control sobre las redes mercantiles locales y pretender mayores ingresos impositivos presionó a las economías comunales. Por su parte, en el Río de la Plata, dada la situación fronteriza con las colonias portuguesas, convergieron los efectos tanto de las reformas borbónicas como pombalinas dentro de renovadas competencias por el control de los mercados, la mano de obra indígena, los recursos, las vías navegables y los espacios productivos.
El proyecto reformista borbónico, en sus múltiples vertientes, se aplicó a las misiones guaraníes tras la expulsión de los jesuitas con particulares contradicciones. La instalación de una administración española, la apertura de las misiones a los diferentes intereses mercantiles y la instalación de nuevos residentes en los pueblos desencadenaron un profundo deterioro del complejo reduccional. La historiografía especializada indagó extensamente en las transformaciones e impactos negativos de este proceso sobre los pueblos en sintonía con la pérdida poblacional, por mortalidad y fuga, el deterioro de las relaciones de autoridad étnica y la malversación administrativa, entre otras cuestiones (Maeder, 1992; Poetniz y Poetniz, 1998).5 Todo ello en una coyuntura de creciente demanda externa de cueros que llevó a una expoliación del ganado misionero6. Así como en un contexto de ocupación de los espacios circundantes a las misiones, especialmente el de las estancias de los pueblos ganaderos, y de afán por los recursos guaraníes por parte de particulares como de funcionarios públicos (Caletti, 2015).
A partir del análisis de las posiciones encontradas entre los diferentes funcionarios locales y virreinales sobre el comercio misionero con sede en Buenos Aires, buscamos dar cuenta de las controversias ideológicas y competencias por los recursos de los pueblos entre las diferentes instancias del poder colonial. Se partirá del modelo de intervención económica plasmado en las ordenanzas del gobernador Francisco de Bucarelli, para indagar luego en las reapropiaciones que tanto los funcionarios españoles como la población misionera llevó a cabo en medio de intereses encontrados por los beneficios de la comercialización. Es importante, a su vez, considerar las referencias indirectas a la participación indígena a través de los intersticios que dejan los documentos.7 La agencia indígena no solo formaba parte de las argumentaciones de los funcionarios coloniales sobre los beneficios o perjuicios de la presencia de mercaderes en los propios pueblos, sino que era referenciada al condenar el trueque o comercialización individual de bienes sin la entronizada intervención de la burocracia borbónica.
Cuerpo jurídico y modelo económico
Las misiones guaraníes, tras la expulsión de los jesuitas, se transformaron en un paradigmático experimento del nuevo colonialismo borbónico en donde se condensaron los principales ejes del reformismo ilustrado y del reformismo de frontera (Lucena, 1996).8 El encargado de diseñar las bases normativas del nuevo régimen de administración, gobierno y asimilación de la población de las reducciones fue el gobernador de Buenos Aires Francisco de Paula Bucarelli (1766-1771), responsable también de ejecutar la extradición de los jesuitas en las jurisdicciones bajo su cargo. Las “Instrucciones” de gobierno para las misiones guaraníes se basaron, en parte, en las ordenanzas elaboradas por el reformismo pombalino para los pueblos indígenas amazónicos previamente administrados por los jesuitas (Maeder, 1987). Esta adaptación, que daba cuenta de una matriz ideológica común, respondía a la necesidad del gobernador de elaborar en pocos meses ordenanzas que debían garantizar el proceso de transición de una administración religiosa, asociada al antiguo régimen, a otra que se presentaba como ilustrada y moderna. Para Bucarelli, su gestión, que implicó un impacto no imaginado en el Río de la Plata y en el distrito misionero, fue solo un paso despreciable en su carrera militar. Incluso, como noble militar de formación tradicional, expresó haber respondido a los requisitos del Virrey del Perú, Manuel de Amat y Junyent, siendo este último “más moderno” que él.9
Pese a todo, supo plasmar en las ordenanzas los nuevos ideales de organización social de tendencias fisiocrática adaptados a un modelo colonial de corte mercantilista, centralista y regalista con el fin de introducir el “libre comercio” en los pueblos, el acceso a bienes comunales y el cobro de impuestos;10 fines para los cuales el control productivo, fluvial y demográfico de una amplia región fronteriza poblada por uno de mayores conglomerados indígenas del virreinato debía quedar bajo esfera absoluta de la Corona española. El comercio libre, amplio y fluido, se concebía como una etapa evolutiva necesaria a los estados modernos, nuevo culto que traería un acabado bienestar a los diferentes estratos jurídico-sociales y que por medios fiscales engrandecería las arcas reales. La nueva política comercial que tomaría, en la región analizada, carácter general tras la creación del virreinato del Río de la Plata fue volcada a través de un arquitectónico constructo en las ordenanzas de Bucarelli para el caso misionero. Al respecto, el gobernador afirmaba que las mismas eran elaboradas:
Deseando en consecuencia de todo que dichos naturales, con la libertad que han recuperado, logren el comercio libre con las provincias circunvecinas, por cuyo medio, no sólo se civilizarán y gozarán del beneficio de la racional sociedad, sino que reportarán también las ventajas y utilidades de hacer valer los frutos que la naturaleza les produce.11
El comercio sin teóricas restricciones se constituía en la base de todas las transformaciones proyectadas en esta nueva etapa del colonialismo ibérico en la región.12 Sin embargo, su aplicación en este caso exigía ciertas adaptaciones. Por un lado, en relación con la moneda de cambio, ya que:
No teniendo la moneda giro alguno en los pueblos del Uruguay y Paraná, como no lo tiene aun en las ciudades de españoles más inmediatas a dichos pueblos, es preciso que ínterin hagan su comercio del mismo modo que estas, permutando y trocando los frutos que recojan por los efectos que han menester (Bravo, 1872, p. 325).
Por otra parte, debían imponerse modificaciones en su forma de concreción. Al respecto aunque Bucarelli enfatizaba que en la libertad consistía el “alma del comercio”, los beneficios del “comercio recíproco” entre guaraníes e hispanos solo eran posibles, dado el “genio”, “carácter” y “aptitud de los “naturales”, a través de la intermediación política y administrativa. Desde esta óptica paternalista y colonialista, una “entera libertad” sería “fatal y perjudicial” para los guaraníes de los pueblos, los cuales debían ponerse “a cubierto siguiendo leyes para adultos que tienen defectuoso el uso de la razón”. La “indispensable intervención” se haría a través de administradores hispanos que velarían por sus “bienes y contratos” con “celo e integridad”. Uno de los aspectos resaltados era que para realizar un contracto comercial a “equidad de precio” las partes debían hablar, leer, escribir y contar en español. Como la mayoría de la población hablaba guaraní no solo aquella libertad era imposible sino que debía enseñarse “a la juventud” el castellano, prohibiendo el uso de su idioma, a través de maestros pagos con frutos de comunidad. La otra cuestión recalcada era que la falta de conocimientos prácticos llevaría a que los “indios” se vieran perjudicados frente a la “astucia y sagacidad natural a todo mercader” e incluso a la de españoles y criollos, con los que ahora convivirían (Bravo, 1872, p. 326). Para ello, en las ordenanzas, se estipuló la instauración de un sistema de controles mutuos.13
La supervisión la ejercerían, por un lado, el cabildo indígena de cada uno de los treinta pueblos, con especial injerencia del corregidor guaraní, y en lo extraordinario el protector de natural, funcionario español que fiscalizaría el sistema en caso de desajustes, conflictos o denuncias. Del otro lado, los administradores hispanos en cada reducción, tenientes de gobernador departamentales y un gobernador general de misiones. Finalmente, un administrador general en Buenos Aires, “gestor de los negocios de los indios y curador dativo de sus bienes”, que con fianza previa manejaría en última instancia todo el sistema, ya que no solo sería quien recibiría todos los registros de la actividad comercial de los pueblos consignados por los administradores en libros sino que tomaría decisiones generales, a partir de una ganancia porcentual (Bravo, 1872, p. 337). Una compleja ingeniería montada para supervisar y fiscalizar las transacciones, tasar el valor de los bienes, evaluar qué productos vender y qué comprar de acuerdo con la especificidad productiva de cada pueblo a las necesidades y conveniencias de la comunidad. Además, se buscaba articular el intercambio de productos agrícolas, ganado, cueros y bienes manufacturados con las provincias vecinas de Asunción, Corrientes, Buenos Aires y Santa Fe.14 Con ello se pretendía dinamizar el mercado interno redireccionando los beneficios regionales, antes atesorados por los jesuitas, hacia la metrópolis, a través del potencial productivo de los pueblos. A los fines de regular este intercambio se nombrarían tenientes distritales bajo supervisión de la intendencia general de Buenos Aires y del gobernador general de misiones. Finalmente, de las cajas comunes del pueblo se pagarían los sueldos de los empleados y los tributos reales.
Bucarelli, no obstante, sopesó la posibilidad de que se conformaran alianzas desde el ámbito local para la venta o compra de productos salteando los controles de Buenos Aires. En ese sentido, preocupaba tanto la evasión del pago de la alcabala al erario público así como también la ausencia de una negociación satisfactoria a los objetivos de alcanzar la autosuficiencia misionera. Además, intranquilizaba la pérdida de control sobre el “alquiler” de mano de obra indígena para trasportes, en canoas y carruajes a particulares sin el pago adecuado de jornales. Por último, inquietaba que la entrada de comerciantes a los pueblos se efectuase de forma permanente interrumpiendo la lógica productiva. La problemática subyacente consistía en el enraizamiento de poderes regionalizados que limitaban el acceso de la metrópoli a los potenciales beneficios extractivos de sus colonias americanas. El centralismo borbónico, representado aquí por Bucarelli, quería revertir este sistema de intermediaciones restringidas, en concordancia con una coyuntura de fuertes cambios en las concepciones de gobierno. La expectativa de ese cambio quedó depositada sobre un nuevo modelo de burocracia, leal a los intereses reales, que idealmente fiscalizara a la población, a los fines impositivos, laborales y productivos, y limitase los efectos de las dinámicas políticas locales en los conflictos de intereses de los funcionarios coloniales.
Disputas por los recursos y denuncias cruzadas
La política de apertura comercial, implementada bajo una falaz renovación de las condiciones, vínculos y libertades ganadas por la población indígena de los pueblos conllevó múltiples desajustes y deslizamientos y, lejos de actuar como resorte de bienestar afectó condiciones básicas de subsistencia. Por su parte, la población misionera, ante la presencia de nuevos actores sociales, se fragmentó en tanto comunidad estructurada internamente y diversificó sus respuestas ante las nuevas vías de acceso a productos y frente a la introducción de nuevos bienes. Al respecto, las misiones en tiempos jesuitas estaban estructuradas sobre una economía de intercambio mercantil controlada por los misioneros, donde existían intersticios para el trueque fuera del ámbito reduccional.15 El cambio radicó en que, a partir de las ordenanzas de Bucarelli, la compra y la venta de productos se instaló como eje transversal de la economía, marcó los vínculos cotidianos, amplió la esfera de interacción con otros espacios, puso en juego los bienes misioneros, en particular los recursos ganaderos, así como sus tierras, y dividió a la sociedad. Por su parte, la dirigencia administrativa no funcionó a los fines de encauzar un idealizado armazón de beneficios mutuos.16
Los conflictos entre las diferentes instancias de gobierno y administración, por el control de beneficios económicos y preeminencias políticas, se acrecentaron tras la creación del virreinato del Río de la Plata, en 1776, y con el decreto de libre comercio. Un primer síntoma fue una extensa disputa entre el administrador general en los asuntos económicos, Juan Angel de Lascano, en Buenos Aires, y el gobernador de las misiones, en los aspectos políticos y militares, Francisco Bruno de Zabala, con sede en el pueblo de Candelaria. El conflicto expresó rivalidades e intereses personales así como desavenencias frente a las pretensiones de Buenos Aires, en tanto capital del flamante virreinato, por asentar lógicas de obediencias centralizadas donde por largo tiempo habían primado los poderes políticos regionales. De esta forma, las misiones, además de concentrar extensos recursos codiciados por toda la sociedad circundante, pasaron a conformar un escenario de luchas políticas en donde se dirimieron gobernabilidades encontradas.17 Por su parte, el territorio misionero cobró mayor visibilidad con la expedición de Límites, derivada del Tratado de San Ildefonso (1777), que empezó las tareas de demarcación en los primeros años de la década de 1780.18 Finalmente, las pugnas por definir los beneficios e injerencias del espacio misionero se recrudecieron con la creación de las reales intendencias, en 1784.
Dentro de este contexto, en 1785, el flamante gobernador intendente de Buenos Aires, Francisco de Paula Sanz, elaboró ordenanzas para reforzar el control y la supervisión de las actividades mercantiles en los pueblos.19 Tres años después solicitó a los tres tenientes de gobierno departamentales, bajo jurisdicción de aquella intendencia, que le informaran con detalle las “utilidades o perjuicios que experimentan los naturales de los pueblos” en la compra de diferentes productos ya que “de algún tiempo a esta parte y sin intermediación alguna pasan a los pueblos de misiones diferentes comerciantes llevando facturas de ropas y otros efectos” (Informe solicitado por el superintendente general, Francisco de Paula Sanz, sobre la introducción de bebidas y efectos de comercio en los Pueblos de Misiones guaraníes, 1788 y 1789, foja 1). En especial preocupaba el intercambio sin fiscalización, lo que implicaba la evasión impositiva, la introducción de bebidas no autorizadas, la adquisición de productos de forma particular, sin atener al precio y la calidad. Las respuestas al informe plasmaron las competencias por los recursos entre la administración de Buenos Aires, el gobernador de Misiones, los tenientes de gobernadores departamentales, los administradores de los pueblos y los corregidores guaraníes a través de acusaciones cruzadas entre los mismos. No obstante, también describieron las múltiples actividades y modalidades generadas en torno a la apertura comercial, a través de lo cual la agencia indígena, pese a su constante negación, fue indirectamente mencionada.20
Por su parte, las respuestas al informe solicitado por Sanz, sobre los potenciales perjuicios de la intensa presencia de comerciantes en los pueblos, fueron diversas y marcaron posicionamientos contrastados; estas representaron desde posturas radicales sobre el daño ocasionado, opiniones más conciliadoras, hasta la defensa absoluta de la adquisición de bienes por medio de comerciantes por su asociación con el bienestar de los pueblos. Las dos visiones antagónicas, la defensa de un mercantilismo controlado o de un mercantilismo abierto, estaban a su vez representadas por sujetos alineados, respectivamente, con una economía centralizada desde Buenos Aires en oposición a un gobierno misionero autónomo. En el primer grupo se encontraban los tenientes de gobernador de San Miguel y de Concepción, Manuel de Lasarte y Esquivel y Gonzalo de Doblas. Ambos departamentos estaban separados por el río Uruguay y sus pueblos estaban próximos a la frontera con los portugueses. Una postura intermedia, más conciliadora, fue expresada por el teniente de gobernador de Yapeyú, Pedro Castellanos, a cargo de los pueblos meridionales ubicados sobre los ríos Paraná y Uruguay y de las estancias que se extendían desde el río Uruguay en dirección hacia el Atlántico, poseedoras de gran riqueza ganadera. Por último, la defensa del libre ingreso de comerciantes a los pueblos la sostuvo, insistentemente, el gobernador de Misiones, Francisco Bruno de Zabala. El gobernador había iniciado su mandato en 1769 con jurisdicción sobre los 30 pueblos y tras esa concentración inicial se le fue quitando jurisdicción desde Buenos Aires para recortar su poder y fragmentar el mismo al interior del distrito misionero (Figura 1).21
Para defender sus posiciones, apelaron a asociaciones efectistas que dramatizaron los perjuicios o beneficios de la libre circulación de comerciantes en los pueblos. Si bien ninguno reconoció la venta de bebidas, aunque en la práctica se realizaba, los máximos detractores calificaron la venta de géneros a cambio de “frutos del país” como una “plaga y ruina”. Desde la primera posición, Manuel de Lasarte y Esquivel, teniente de gobernador de San Miguel, insistió en que los perjuicios de la venta inadecuada de productos se evitarían “girándolos las comunidades a esta capital o a los parajes donde sus beneficios de ventajas” (Respuestas al “Informe” de Manuel de Lasarte y Esquivel, 1788, pp. 1v, 2 y 2v.). Al respecto, explicaba que “las comunidades de indios están exentas del importe de los derechos que pagan los españoles para sacar los productos de la capital” y que como “todo mercader tira la cuenta para las utilidades de su negociación es de menoscabo a las comunidades comprar a estos trajines especialmente cuando los géneros de ellos han pasado a segunda y terceras manos de unos pueblos a otros”. A su vez, aclaraba que:
Aunque vengan con lo que puede ser de uso a los indios, traen al mismo tiempo cosas que le son ociosas y desaprovechables y muchas que miradas con la precisa consideración a la condición y situación de los pueblos son de lujo y profanidad que deben evitarse con debida consideración (Respuestas al “Informe” de Manuel de Lasarte y Esquivel, 1788, pp. 1v, 2 y 2v).
En función de lo cual remarcaba la necesidad de sostener “una estrecha, invariable sucesión de dependencias con responsabilidad de los corregidores, cabildos, administradores” (Respuestas al “Informe” de Manuel de Lasarte y Esquivel, 1788, p. 2v). La referencia a una sucesión de controles se trataba de una defensa argumentada siendo justamente los tenientes de gobernadores quienes debían supervisar el cumplimiento de los mismos. En la misma línea se ubicaba Gonzalo de Doblas, teniente de gobernador de Concepción, quien recordaba que “las ordenanzas establecen que los comerciantes deben entrar de febrero a abril pero han entrado y entran en todos los tiempos”, esto “por más celo que se halla han de engañar a los indios les han de causar distracciones han de tener alianzas ilícitas”. Por su parte, afirmaba que los comerciantes “se mantienen en la mayor parte a costa de los pueblos y por último a su retirada se llevan indios, muchachos y aún indias sacándolos de los pueblos para nunca volver a ellos” y proponía como solución “la prohibición absoluta de los comerciantes en estos pueblos con efectos, permitiéndoles solo los que traen ganado vacuno y caballar”, así como que “los administradores no compren para el consumo de la comunidad de los que puedan venir de Buenos Aires”.22
En una postura intermedia, el teniente de gobernador de Yapeyú, Pedro Castellanos, afirmó que la venta se hacía con “equidad de precio a permuta de ganado y cueros resultantes de las reses que se matan para el consumo de la comunidad” y solo con su autorización (Respuestas al “Informe” de Pedro Castellanos, s.f., p. 3). Lo cual escondía prácticas de comercialización no fiscalizadas y sobre todo una falta de adecuación a los criterios de preservación y reproducción del ganado vacuno. Finalmente, el gobernador de Misiones, Francisco Bruno de Zabala, vinculó la adquisición de productos de comercio con “la felicidad y abundancia de dichos pueblos” y remarcó la “importancia del libre comercio” sin intermediaciones ya que:
Lo que se les trae a vender se estimularán estos naturales a aplicarle al trabajo y labranzas y sobre todo no faltarán los abastos y cuando sea la abundancia y abasto del País también sucederá lo que en los demás Reinos y entonces los que tengan forma aprovecharán la ocasión y las comunidades que nunca pueden estar a tiempo surtidas de todo lo que necesiten lograrán encontrar con mejor partido modo de proveerse porque los pueblos no tiene sobrantes para formar almacenes de repuesto general a que se agrega los transportes y demás que deban pagar los comerciantes y sus dependientes quedan en los pueblos y entre sus vecinos salvándoles del riesgo cuanto no quieran exponerse libertándoles de las demoras y gastos de conducciones logrando el trato de los españoles para cuyo medio hay muchos indios adelantados, seguirán las alianzas y sagrados vínculos que he amparado porque son los medios de que comprendan que son tratados sin ninguna diferencia como todos los demás vasallos de Su Majestad (Carta de Francisco Bruno de Zabala al virrey Nicolás de Arredondo, 1790, p. 16).
Zabala conocía la dinámica regional y la intimidad de los intercambios desde la región misionera con más profundidad que muchos otros funcionarios que hacía poco tiempo habían llegado a América.23 También disponía de información sobre las complejidades implicadas y las prácticas derivadas de las transacciones mercantiles como era el tema de los transportes fluviales, para los cuales se recargaba a la población misionera, se deterioraban las embarcaciones, se incrementaban los costos y se demoraba la llegada de productos. Sin embargo, sus argumentaciones escondían intereses particulares, ya que su insistencia en la libertad de intercambio con los comerciantes, la cual definía como “sagrados vínculos”, respondía a tratos que él tenía con ellos (Hernández, 1999; Maeder, 1992). Este hecho sumado a la ideología de “asimilar” a los indígenas a la sociedad colonial como supuesto acto de igualdad cobraba otra dimensión al reparar en las acusaciones mutuas. Al respecto, Doblas en sus alegaciones se refirió al manejo del comercio entre administradores y comerciantes, en términos de “monipodio”, consolidado al amparo del gobernador Zabala y sostuvo, junto a Lasarte y Esquivel, la importancia de la Administración General a los fines de controlar la circulación mercantil en las misiones. En su defensa, los administradores de los pueblos, también consultados, señalaron a los corregidores guaraníes como los principales agentes de ese intercambio.24 Por su parte, Zabala enfrentado con la Administración General, había sido previamente interpelado primero por el gobernador intendente de Buenos Aires, Francisco de Paula Sanz y más tarde por el Virrey Arredondo por no haber:
Evacuado aún el referido informe sin embargo del tiempo que ha ocurrido desde que lo ofreció me ha parecido recordárselo previéndole al mismo tiempo me diga con toda claridad y fundamento si es o no conveniente al beneficio de los pueblos la introducción en ellos de género y efectos de comercio que se hayan prohibido por esta superintendencia (Carta de Nicolás Arredondo al gobernador de Misiones, 1790, p. 12v.).
Tras la intimación del virrey, Zabala realizó una extensa respuesta, en la que incluyó a Gonzalo de Doblas en una disputa que trascendía la discusión sobre el bienestar de la población misionera, insistiendo en:
La importancia del libre comercio y que los intereses particulares que mueven a ponderar los perjuicios que con buena intención y para obligación se puede evitar y contener si hubiese la buena unión y subordinación que es necesario haya de parte de los tenientes de gobernador y que estos se abstengan de ejecutar lo que Gonzalo de Doblas que se ha ligado en compras y ventas de negociación según consta de la sumaria averiguación secreta que por orden superior la formé y la remití en original (Carta de Francisco Bruno de Zabala al virrey Nicolás de Arredondo, 1790, p. 15).
Asimismo, justificaba las demoras como la ingobernabilidad del territorio por el quiebre en el sistema de obediencias y por la falta de colaboradores, alegando la necesidad de contar con “un asesor, un secretario, un teniente protector de naturales y que estos son indios con que tengo mucho trabajo (Carta de Francisco Bruno de Zabala al virrey Nicolás de Arredondo, 1790, p. 15). Tanto la expoliación de los bienes comunales por afanes sectoriales como el control de la circulación de productos desde la capital virreinal, expresaban una presencia sustantiva del poder político sobre los intercambios mercantiles de forma similar a los repartos forzosos de mercancías impuestos en pueblos de indios de zonas centrales de los virreinatos hispanoamericanos. De esta forma, el modelo de intervencionismo mercantil en las misiones representó una de las tantas contradicciones del proyecto modernizador del reformismo borbónico, ya que basado en la apertura comercial mantuvo sistemas de coacción política, económicas y punitivas para dinamizar el mercado interno, generar beneficios sectoriales, sostener la burocracia y sumar al erario real.25 Por su parte, la expansión mercantil generó alianzas comerciales entre autoridades étnicas, funcionarios españoles y mercaderes que provocaron cambios en las dinámicas de reproducción comunal, junto con la incorporación de nuevos consumos y modalidades de participación en los circuitos comerciales.
Reapropiaciones, lógicas diferenciales y agencia indígena
Una de las paradojas del nuevo modelo económico fue la puesta en práctica de un comercio libre pero vinculado a las necesidades de mantenimiento de la burocracia administrativa creada para comerciar con los pueblos. Esta circularidad respondía a la intención de apropiarse de la energía, bienes y tierras de uno de los complejos productivos y humanos más importantes de la región. Por su parte, las reglamentaciones elaboradas para ordenar el intercambio comercial solo actuaron como marco referencial de legalidad en la instancia discursiva. La adaptación permanente, alegando diferencias entre uno u otro pueblo así como el estado de pobreza de los mismos, su falta de provisión, los altos costos, las desobediencias, complicidades y monopolios, conformó la estructura sobre la que se construyó la cotidianidad política y económica en los informes solicitados.
Por otra parte, si bien la comercialización de los bienes estuvo acompañada de documentación oficial donde se remarcó en ideas asociadas a la “regularización del consumo”, “tasación”, “previsión”, “conveniencia”, “justicia”, “ecuanimidad”, “orden y “equidad” su reiteración, sin un cambio de política, expresó incongruencias entre las bases ideológicas y las dinámicas económicas resultantes. Esta situación también dio cuenta de la reproducción de una modalidad de dominio construido sobre el desfasaje entre discurso proteccionista y resortes gubernamentales instituidos para el cuidado de la población y sus recursos. El modelo, aunque preveía modalidades de fiscalización de los movimientos mercantiles, estableciendo registros contables, periodos, tipos de vías y trasportes, selección de bienes comercializables por pueblo y evaluación de la calidad de los bienes a adquirir, no conllevó la incorporación de una visión integral. Dos décadas después de la implementación del sistema, Gonzalo de Doblas afirmó que no había en los intercambios, consumos y abastecimientos misioneros “ni regla, ni economía” (Respuestas al “Informe” de Gonzalo de Doblas, 1788, p. 4).
Uno de los aspectos que se desprende es el contraste entre modalidades e ideales culturales de consumo que enfrentó desde la óptica borbónica: racionalidad con descontrol. Desde los primeros informes realizados se consignaron observaciones en relación con que los guaraníes “gastaban” sus recursos hasta “que se les acaba”. No obstante, las lógicas de acopio en los almacenes y distribución respondían a políticas que los jesuitas habían implementado sobre las prácticas de consumo preeminentes entre las parcialidades guaraníes reducidas. Los jesuitas en sus crónicas repararon en las discrepancias mencionadas y en la implementación de un sistema de entregas diarias de raciones, en especial de carne vacuna y ropa, como medio para sostener la presencia cotidiana en los pueblos. Esta práctica continuó tras la expulsión en los días festivos y durante las “faenas” como una política transitoria. El objetivo era reemplazarla por el incentivo a la productividad familiar y por los efectos derivados del propio impulso comercial. Sin embargo, la ecuación no se vislumbró en la práctica y las raciones como referente de acceso a bienes básicos no fueron sustituidas. El problema fue que el ganado y otros bienes empezaron a mermar y las raciones fueron cada vez más escasas generando crisis alimentaria. A ello se agregó la falta de producción local de algodón para la confección de ropa y el deterioro paulatino de las viviendas.
Al no disponer de moneda acuñada, el algodón se constituyó desde tiempos jesuitas en el principal medio de cambio como así también de pago de salarios y prebendas. Esto generó mayores presiones laborales en el periodo posterior a la expulsión, en particular sobre las mujeres, vinculadas desde el origen de las reducciones a las obligaciones de hilado, que se expresó en el aumento de las cargas semanales por la propia decisión de los administradores y tenientes de gobernadores. La falta de algodón como la imposición de obligaciones alteró la capacidad de reproducción. En un informe realizado tras su visita a varios pueblos el gobernador de Misiones Francisco Bruno Zabala observó que:
Las indias por razón de las tres tareas de hilanza que se les dan cada semana no tienen tiempo para hacer algún hilo para vestirse ella y sus hijos, tampoco para ayudar a sus maridos en sus chacras, las cuales quedan abandonadas cuando van ellos a los trabajos del pueblo, y no tienen para alimentarse suficientemente (Visita a San Apóstoles de Francisco Bruno de Zabala, capitán de Regimiento de Dragones de Buenos Aires y gobernador de los Treinta Pueblos, de 1787, p. 3).
Estas imputaciones cristalizaban la crisis del sistema económico misionero así como el menoscabo manifestado por los “maridos” sobre los derechos al trabajo de sus mujeres, incluso de mujeres de caciques, en una relación de sujeción y dominación de género donde se yuxtapusieron tradiciones prehispánicas como matrices occidentales de vertiente jesuítica y colonial ibérica.26 La crisis de abastecimiento por falta de producción, inversión y malversación se profundizó, a su vez, como consecuencia de las incongruencias derivadas de las prácticas mercantiles realizadas por los funcionarios hispanos.27 Una de ellas consistió en la compra de listones, ponchos y gorros a cambio de toros y bueyes y la compra posterior de estos últimos “con urgencia y mal precio” argumentando ser fundamentales para el trabajo de la tierra (Respuestas al “Informe” del administrador Pedro Fontela, 1788, p. 8). El algodón, por su parte, se obtenía a cambio de yerba generando mayores presiones sobre el trabajo indígena en los yerbales, especialmente en los pueblos de la Intendencia de Paraguay. De esta forma se pasó a comprar productos, que antes se producían internamente, a comerciantes que venían a los pueblos a cambio de bienes de comunidad que luego irían a necesitar.28
La producción de bienes en los trigales, yerbales o en las tareas de hilado se estructuró a través de un sistema punitivo, basado en el castigo físico. En este contexto, en enero de 1788, el cacique del pueblo guaraní de San Lorenzo denunció ante las autoridades hispanas del complejo misionero que María Irapayu, su mujer, había sido “azotada en las nalgas” como forma de castigo por orden del corregidor indígena, tras haber faltado un día a la cosecha de trigo que debía realizarse como parte de las obligaciones comunales (Provisión del teniente de gobernador de este Departamento de San Miguel, Don Manuel de Lasarte y Esquivel, por la queja dada por el cacique Don Agustín Guairaye, pueblo de la Real Corona titulado San Nicolás de Bari, 1788). El teniente de gobernador, enemistado con el corregidor de esa reducción y del gobernador de las treinta misiones levantó otros testimonios que daban cuenta que otras mujeres también habían sido azotadas como forma de escarmiento por ausentarse a la cosecha de maíz. Este no fue un caso aislado. Por el contrario, las denuncias fueron permanentes generando un corpus documental extenso, tras lo cual se planteó la “necesidad” de regular el castigo, marcando una tipología de prácticas punibles a través del encarcelamiento y los azotes, instituyendo marcos de acción legitimados que no hacían más que naturalizar la violencia física como medio disciplinante a los fines del modelo productivo.29
Dentro de este contexto, la “huída” de los pueblos fue una de las respuestas más contundentes frente a la coacción vivida. No obstante, como las “fugas” eran penadas y castigadas, la resistencia también se expresó estratégicamente desde la acción cotidiana y en especial en la esfera del trabajo y el comercio. Esto se manifestó, en parte, a través de la reapropiación de ciertas prácticas de intercambio y acceso a bienes que invirtieron y desplazaron los objetivos implícitos de la política económica plasmada por Bucarelli en sus ordenanzas.30 Al respecto, mientras que esta política estaba sustentada en la negación de la capacidad indígena para intervenir en los tratos comerciales con mercaderes u otros agentes en el espacio misionero, la participación indígena se canalizó rechazando ciertos esquemas asociados a la productividad familiar, al trabajo coactivo y abusivo, por medio de la generación de prácticas mercantiles propias. Uno de los principales ejes resistidos fue el de la “racionalidad’’ económica occidental por el acopio y distribución del consumo.31 Si bien esta oposición se evidenció en relación con las viejas prácticas de los jesuitas, basadas en el acopio y la distribución, con la nueva política económica mercantil borbónica se hizo más evidente aún al estar esta última proyectada sobre los beneficios de la compra y venta de productos en contraste con la entrega de raciones diarias.
Otro aspecto combatido fue el control sobre el acceso a las vaquerías, el consumo de ganado y la comercialización de reses y cueros desde la administración general o desde el gobierno local, en particular en aquellos pueblos estancieros como Yapeyú o San Miguel.32 De forma abierta, el rechazo a las injerencias de los funcionarios borbónicos sobre los recursos ganaderos se había manifestado, en 1778, en el conocido “Motín de Yapeyú”.33 Por su parte, el contrabando de ganado fue el principal contrapunto del ideal de comercio soslayado por la administración borbónica desde Buenos Aires puesto que se constituía en la principal riqueza del espacio rioplatense y el bien más preciado de los intercambios mercantiles (Caletti, 2015; Moraes, 2007).
El “comercio clandestino”, como lo denominaban las autoridades hispanas, fue el enemigo del “comercio ilustrado” diagramado sobre la apertura de los tratos a las provincias circunvecinas controlados desde la capital virreinal. El mismo se instituyó en el caso de las misiones jesuíticas como un comercio de varias fronteras en virtud de los diversos pasos existentes y puertos, así como por la cercanía con los fuertes y puestos portugueses y por el poblamiento multiétnico circundante. Su realización se hacía a costa de “los ganados mayores que sirven a su conservación y fomento” para vender cueros, grasas y cebos (Carta del Virrey marques de Loreto a Francisco Bruno de Zabala, 1788, p. 11v). La base de este asiduo comercio lo constituía la coyuntura de demanda tanto local como transatlántica de cueros. Este comercio se hacía también con ganado caballar de las reservas de las estancias de cada pueblo como sobre las de otros.34 Las estancias de los pueblos australes serán, especialmente, objeto de litigios con colonos criollos que irán ocupando tierras sobre franjas linderas, y también de continuos saqueos de ganado que tanto infieles como guaraníes “fugados” realizaban para luego venderlos a los portugueses.
Sin embargo, el tema central que preocupaba a la Administración general y que había instado a la elaboración del informe por parte de Sanz era que, pese a todas las especulaciones y sistemas de controles, los comerciantes ingresaban a los pueblos, en diferentes épocas y trataban directamente con la población, en algunas reducciones eran más comunes las adquisiciones particulares que en otras. Esto estaba relacionado con la ubicación, siendo algunas de tránsito y otras distantes, con la postura tomada por administradores y corregidores, así como con la disposición de excedentes para el trueque provenientes principalmente de chacras familiares. Los comerciantes solían entregar productos a cuenta, generando deudas futuras, o lo hacían a cambio de diversos trabajos que garantizaban su permanencia en los pueblos o también de ganado, cueros, yerba y lienzos. En su defensa, los administradores alegaron desconocer el momento en que se hacían los intercambios.35 También insistieron en la dificultad de controlar las adquisiciones particulares arguyendo que estas eran realizadas a sus espaldas.36 Esta argumentación fue reiterada por el administrador de Concepción. Él mismo afirmó que “si los naturales han tenido trato con los comerciantes es sin que el administrador lo sepa pese a que se los ha hecho saber por medio de lenguzetas en su idioma” (Respuestas al “Informe” del administrador Pedro Fontela, 1788, p. 8v.). En términos generales, se instituyó la idea de que las compras se realizaban a escondidas para desviar la atención sobre las sospechas que recaían en los administradores y corregidores indígenas, al mismo tiempo que se confirmó su existencia.
Desde otra esfera, el teniente de gobernador del departamento de Concepción, Gonzalo de Doblas, reconoció que los guaraníes de forma particular realizaban permanentemente tratos comerciales pero remarcando que ocultaban las compras “sin que pueda comprender cuál sea la causa si ya no es el que todos aparentan más pobreza de lo que en realidad tienen para que así lo socorra la comunidad” (“Informe” de Gonzalo de Doblas, 1788, p. 4). En contraposición, Zabala defendió la compra de bienes por vía individual y afirmaba que “si compran a escondidas no es para ocultar pobreza y ser proveídos por los almacenes, porque este está para las mayores necesidades”. Para el gobernador, las compras estaban ligadas a un “deseo natural de adquirir” que aunque cuestionable daba cuenta de que las compras de bienes se hacían con independencia del control político, por decisiones particulares y en virtud de necesidades desencadenas tras la pérdida de capacidad de reproducción comunal, así como por las nuevas concepciones sobre el consumo y el valor de ciertos bienes (Carta de Francisco Bruno de Zabala al virrey Nicolás de Arredondo, 1790, p. 16v).
Estos nuevos consumos, además de responder a una penetración colonial dada en gran medida por la convivencia interétnica, abrió una brecha, al interior de los pueblos, entre aquellos “indios más castellanos” y aquellos otros que no habían adoptado nuevos “usos y costumbres”’ en ese línea. Hacia fines del siglo XVIII, la administración colonial reparó entre quienes sabían “tratar y contratar”, hablaban el castellano y habían incorporado otras costumbres europeas, como el uso de determinada ropa. Una parte de estos últimos, previa intermediación de administradores y curas de los pueblos, pasaron a ser liberados de las cargas comunales, siguiendo el decreto del Virrey Aviles de 1800 (Nominas de naturales propuestos para libertad, elaboradas por administradores y curas de los pueblos, 1799 y 1800).
Palabras finales
Al indagar sobre las bases ideológicas del modelo de intervención borbónica en la economía misionera a partir de las instrucciones del gobernador Bucarelli, nos encontramos con extensas argumentaciones sobre los utópicos beneficios del libre comercio entre estados, provincias y pueblos; concepciones propias de la época que Bucarelli más allá de su afinidad con las reformas ilustradas, lideradas por el Virrey Amat, dejó claramente plasmadas para ser aplicadas en las reducciones pero con la enorme paradoja de que la libertad económica no podía concederse sin intermediaciones a los pueblos de indios guaraníes. Sin embargo, analizada en un contexto mayor, la apertura del comercio con los pueblos de misiones no fue solo el resultado de las idealizadas proyecciones manifestadas por Bucarelli en sus ordenanzas; por el contrario, la misma fue producto de la convergencia de múltiples factores. Uno de ellos fue la propia dinámica que se venía gestando, antes de la expulsión de los jesuitas, en torno a la expansión poblacional en los contornos misioneros, producto de un aumento demográfico como de una creciente demanda de recursos ganaderos. Otro de los elementos de peso fue el interés real por los beneficios derivados de la concentración de recursos y mano de obra, a través de su circulación dentro del mercado interno, como de la retención impositiva asociadas. Entre otras cuestiones, influyó también el giro asimilacionista del colonialismo reformista de la época sopesado ante la evaluación de que la política segregacionista, desplegada por las monarquías y dinastías predecesoras, no solo entraba en conflicto con los nuevos paradigmas modernizadores, sino que había mostrado su inoperancia. Finalmente, motivó la coyuntura mercantilista sobre la que se alimentó una contradictoria narrativa en torno al sublime imperio del comercio en su variante colonialista sobre la que se enfrentaron los intereses sectoriales de diferentes actores en juego.
El modelo mercantilista en las misiones no solo se enfrentaría con las reapropiaciones, rechazos y derivaciones realizadas por los propios guaraníes, sino también con las interpretaciones y adaptaciones a sus propios intereses llevadas a cabo por los propios funcionarios en sus jurisdicciones locales y virreinales. Desde diferentes frentes, se buscaba acceder a los productos agrícolas, ganados, cueros y bienes manufacturados antes monopolizados por los jesuitas y abrir el juego a las provincias vecinas de Asunción, Corrientes, Buenos Aires y Santa Fe. Sin embargo, Buenos Aires, como flamante sede virreinal, pretendió direccionar las lógicas de los beneficios regionales con una intervención inusitada. Desde el ámbito misionero, las lógicas de apropiación también se reprodujeron. Así, si bien, desde los departamentos misioneros -que caían bajo jurisdicción de la Intendencia de Buenos Aires- se argumentaron, por estrategia o por convicción, las desventajas aparejadas por el trato directo de los guaraníes con los comerciantes, el gobernador de misiones con mayor trayectoria en el espacio rioplatense y con una dimensión más regionalista del tema, frente a Buenos Aires, defendió la libertad de los contratos y la penetración sin restricciones de mercaderes vecinos en las reducciones.
Desde ambas posturas, por un lado, negando la capacidad indígena para intervenir en los tratos comerciales con mercaderes u otros agentes en el espacio misionero y, por otro lado, avalándola abiertamente por sus vínculos con los mercaderes de las jurisdicciones vecinas, la participación indígena se expresó finalmente en sus propios términos. De forma general, se canalizó rechazando ciertos esquemas asociados a la productividad familiar, al trabajo coactivo y abusivo y por medio de la generación de prácticas mercantiles propias. Uno de los principales ejes resistidos fue el de la “racionalidad’’ económica occidental por el acopio, consumo y producción comunal de ciertos cultivos. Primando las decisiones particulares. Otra forma de expresar su rechazo a los lineamientos fiscalizadores fue el “comercio clandestino”, principal enemigo del “comercio ilustrado”. En suma, la adaptación a estructuras y vínculos nuevos, la resistencia a viejas y nuevas prácticas, las respuestas particulares o familiares dentro de un progresivo desmembramiento de las cohesiones cacicales, el aprovechamiento de circuitos mercantiles de carácter multiétnico, como era la comercialización de ganado, se hicieron cada más evidentes frente a los límites desdibujados de un poder colonial fragmentado.