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Argumentos (México, D.F.)

versión impresa ISSN 0187-5795

Argumentos (Méx.) vol.27 no.74 Ciudad de México ene./abr. 2014

 

Crítica de libros

 

Memorias en riesgo, desmemorias, olvidos y recordatorios

 

Hilario Topete*

 

* Doctor en antropología. Profesor de investigación científica y docencia adscrito a la Escuela Nacional de Antropología e Historia del Instituto Nacional de Antropología e Historia. Su labor editorial abarca desde ediciones, coordinaciones, artículos científicos, ensayos y artículos de divulgación.

 

Antes de los olvidos

La noción más generalizada de patrimonio siempre nos evoca los bienes de una persona o un colectivo, sean éstos adquiridos y/o heredados; por proximidad, el concepto nos conduce a cierta valorización de los mismos. Esta acepción es históricamente más próxima al derecho y al sentido común que a cualquier otra disciplina, sin embargo, quiero destacar en este texto la noción de patrimonio prefigurada en el seno de la Unesco hacia 1972, cuando se reconocieron los ámbitos del mismo, es decir, monumentos, conjuntos y lugares (1972), con una perspectiva muy clara: el patrimonio cultural como expresión material objetivada, es decir, el resultado de la creación humana, el “soporte” o referente de sentidos, no el sentido ni la significación. Este paso era de suma importancia porque sería la antesala de la primera propuesta para la protección del folklore de tres años más tarde. La redefinición de la cultura y el patrimonio, para adquirir un rostro más contemporáneo se haría en la Conferencia Mundial sobre Políticas Culturales en México, hacia 1982. En ella se solicitó a la Unesco que ampliase sus programas de preservación cultural al estudio y salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial (PCI) y de él, particularmente, las tradiciones orales (Unesco, 2014). A partir de esa conferencia, el concepto patrimonio cultural refiere a los dos ámbitos, formas de expresión del patrimonio cultural: inmaterial y material.

El brevísimo rodeo pergeñado en el párrafo anterior deviene importante porque el núcleo del presente texto lo constituyen tanto el Patrimonio Cultural (material e inmaterial), como la memoria, como reza el título del libro en torno del cual girarán los comentarios infraescritos. La memoria, en tanto proceso electrobioquímico neuronal, es –y/o permite la– recuperación de interconexiones sinápticas percibidas como información pretérita que fluye en ocasiones sin desearlo o por acción de dispositivos “gatillo” que producen su flujo; sin embargo, en términos socioculturales, la memoria es ese constructo de hechos, imágenes, símbolos, significaciones, procesos y relatos compartidos que un grupo social valora, selecciona y transmite preferentemente de manera oral. La memoria que se escribe, como la autobiografía, corre menos riesgo y está menos sujeta a la interpretación individual que hace de cada relato un texto único, irrepetible. Por lo demás, la memoria, como producto de miles de millones de posibles interconexiones neuronales, siempre está más en riesgo de modificaciones que de olvidos y, sin embargo no deja de ser vulnerable.

Memoria vulnerable. El patrimonio cultural en contextos de frontera,* fue concebido y presentado ante la sociedad de académicos e investigadores antes de la fiebre festejacionista de las bodas de estaño de la Convención para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial del 2003, pero justo en las bodas de perla de la Convención sobre la Protección del Patrimonio Mundial Cultural y Natural de la Unesco (1972). Su presentación pasó casi inadvertida –lo que produce cierta extrañeza– quizá debido a la regionalidad de los temas (frontera norte), las instituciones coeditoras (ENAH-El Colef), el centralismo que ha operado en materia de patrimonio cultural, como lo enuncian y denuncian diversos artículos del libro, la falta de difusión, la modestia de los autores o cualesquiera combinaciones de éstos y otros factores no enunciados; eso languidece de importancia ante la intención de destacar que el norte también es México, que el patrimonio cultural no es privativo de Mesoamérica, que en las fronteras, según sostienen los coordinadores, la memoria puede ser agredida, lesionada y, además, que el patrimonio en situación de frontera, posee cierta especificidad. El título así lo enuncia.

Los autores, aunque ninguno lo explicita, comparten una idea similar a la contenida en la supracitada Convención de la Unesco: el patrimonio cultural puede ser material o inmaterial; así, lo mismo puede abordarse tanto el tema de las Bodegas de Santo Tomás de Ensenada, salvadas de su destrucción, que de una narcocultura capturada en las entrañas de la novela Tijuana In de Hernán de la Roca; de las banquetas de Salorio en Tijuana y de los espacios ceremoniales con evidencias sobre La Maroma y las tablas ceremoniales, testigos culturales de un patrimonio descuidado, cuando no casi olvidado. Pero también comparte el espíritu del texto, en general –aunque no podría afirmar que individualmente cada uno de los autores–, la noción de patrimonio se ha tornado tan laxa al grado que todo abarca en él, hasta aquello de lo que sólo el historiador tiene memoria y el valor patrimonial, como en el trabajo de Lawrence Douglas Taylor Hansen quien se propone colocarnos de frente a un patrimonio desconocido para todos, excepto para él.

La decena de artículos –difícilmente se puede nombrarlos capítulos– de una oncena de autores, nos dice Miguel Olmos Aguilera, están dispuestos en retrospectiva, iniciando desde la contemporaneidad. La línea que los une, además de su patrimonialidad, es en muchos de los casos, la memoria, como sugiere el título; existe, además, otro hilo conductor: el contexto de frontera, aunque escasamente es representativo de ella un trabajo sobre El Carrizal, Chihuahua, y el resto de Mexicali y otras ciudades de Baja California con énfasis en Tijuana, Ensenada y sus alrededores.

Los coordinadores están ciertos en que el patrimonio cultural se genera en contextos específicos. En efecto, el patrimonio en sitios con presencia o ascendencia indígena es diferente al que se genera ahí donde los cazadores y recolectores fueron desplazados por la fuerza; asimismo, es diferente en aquellos sitios que experimentaron la centralización política, concentraban órganos de gobierno, mercados, centros financieros y diversidad poblacional, que aquellos que permanecieron apartados y vivieron merced a su propia inercia, alejados de las decisiones gubernamentales y el acelerado ritmo de producción. Esto es una verdad de perogrullo que nadie estaría dispuesto a refutar.

 

Las mieles

El primer artículo, titulado “La novela Tijuana In: La narcocultura como patrimonio maldito” de Guillermo Alonso Meneses hace un recorrido por la novela del visionario Hernán de la Roca publicada en 1932, cuya importancia socioantropológica reside en que el autor pudo percibir y describió lo que, en tiempos de la permisión, creó las condiciones para el nacimiento de la leyenda negra de Tijuana como nido de prostitución, apuestas, juego, alcohol, espectáculos, gansterismo y narcotráfico; el preludio de la narcocultura contemporánea. Reside, pues, en que el personaje ficticio y su vida en la novela dejaron constancia del paisaje urbano: lugares, actividades y monumentos que serían referentes de la identidad de esa ciudad fronteriza y el prenuncio de una presentidad donde “visiones del mundo antagónicas: una dionisíaca y otra moralista... La alianza del libertino y el capitalismo que parece una constante de los últimos siglos, y, por otro lado, la alianza de la religión y la moral política conservadora” (Meneses, en Olmos y Mondragón, 2011:48). El trabajo parece “a medio camino” porque no acaba de hacer explícita la relación de este sector de la memoria tijuanense con el patrimonio cultural (como no sea la propia novela, como destaca el autor), aunque puede deducirse fácilmente.

No todo es negro en Tijuana. Frente a la leyenda negra, quizá alimentada –u odiada– por algunos de los que hollan las banquetas del centro histórico de la ciudad, enmarcada en un recuadro, ignorada por miles o millones de miradas, está la impronta de Heliodoro Salorio, un albañil que hizo de su profesión una forma de vida; de sus productos obras perdurables y de su obra (las banquetas con su “rúbrica”) un referente para un juego: empujones, “pamba” y patadas, tras el grito “¡Saalorioo!”, para quien pisase alguno de esos recuadros enbanquetados. El trabajo, realizado por José Luis López Cárdenas, tiene un dejo de crónica y proviene de la pluma de un odontólogo y docente con aspiraciones literarias y, en tanto tal, no se preocupa por el uso de calificativos y juicios de valor; asimismo, es uno de los pocos en los que la cultura y el artefacto cultural (Goodenough, 1971) integran una unidad o, de otra forma: el patrimonio cultural material entra en comunión con el inmaterial aunque, lamenta el autor, quizá no por mucho tiempo; en efecto, muy pocos recuerdan el juego de salorio, y la modernidad gradualmente se deshace de los referentes históricos en aras de la modernidad. Uno y otro están heridos de muerte y sólo una eficiente intervención podría conjurar el peligro que corren las banquetas.

También en Ensenada hace aire y dos preocupaciones produjeron sendos artículos: uno, vinculado con el esfuerzo patrimonializante desplegado por ensenadenses y organizaciones bajacalifornianas para evitar que fueran derruidas las Bodegas de Santo Tomás, otrora la más floreciente empresa vitivinicultora del noroccidente mexicano; otro, de la reconstrucción del abandonado rancho de Santo Domingo, inicialmente núcleo misional de Santo Domingo. Ambas patrimonio cultural material, ambas en riesgo, aunque una vinculada con una floreciente empresa de la primera mitad del siglo XX y otra con el proceso evangelizador de la península a finales del siglo XVIII.

María Eugenia Curry, en su “Bodegas de Santo Tomás: Patrimonio cultural de Baja California”, en un ejercicio de arqueología histórica e historia desvela el proceso de declaratoria de Bodegas de Santo Tomás como patrimonio cultural del estado de Baja California en el cual el sector no gubernamental, apoyándose en la ley de preservación del patrimonio cultural de la entidad, desempeñó un papel de primer orden; pero la investigadora del Colef proporciona algo más: una severa crítica a los tres niveles de gobierno como responsables de la preservación del patrimonio cultural, y el reconocimiento de que las acciones patrimonialistas de salvaguardia –agrego– desde las organizaciones civiles, con apoyo en los instrumentos legales existentes, suelen ser más contundentes. Mario Alberto Gerardo Magaña, autor de “Historia, arqueología y patrimonio en el antiguo pueblo Misión de Santo Domingo, Baja California”, en cambio, privilegia la investigación histórico-documental en archivos y acervos fotográficos e historia oral para destacar la importancia de la memoria y la historia condensada en lo que aún se conserva del antecitado rancho; sin embargo, hacia su epílogo, además de destacar la importancia de que sean las comunidades las que participen de los procesos de rescate y conservación de su patrimonio, incita a que las universidades, organizaciones civiles y
las instituciones oficiles (evidentemente el INAH, que al parecer sólo participó con restauradores por medio de estudiantes de la Escuela Nacional de Conservación, Restauración y Museografía) sumen y coordinen esfuerzos para lograrlos.

Un caso concreto más de patrimonialización y de participación comunitaria en la conservación de la memoria, es el emprendido por –hoy– ejidatarios, originalmente (1937) invasores de tierras del Valle de Mexicali en manos extranjeras, en un episodio que ha pasado a la memoria como el día del “Asalto a las tierras”. Lourdes Mondragón Barrios, en su “El Museo Comunitario ‘Asalto a las Tierras’ como apropiación y representación patrimonial”, nos presenta un caso de patrimonialización y salvaguardia autogestinado por –y en memoria de– quienes fueron actores de la invasión que culminaría en la fundación del Ejido Michoacán de Ocampo en el Valle de Mexicali. Se trata de divulgar un ejercicio de rescate “desde dentro”, con lógica, materiales, esfuerzos y recursos propios tendientes a construir, consolidar y crear signos, símbolos y valores con los cuales cohesionarse, “darse un rostro” que la memoria, la historia oficial está lejos de proporcionarles; hay, por lo tanto, en la selección y valoración de objetos y hechos, también, un proceso de olvido escasamente valorable en otras indagaciones. La autora, también coordinadora del libro, sostiene que “[en] esta dinámica toma importancia la construcción de un pasado común, de un origen propio, que, al tiempo que ilustra lo que fue permite actuar en el presente y vislumbrar el futuro, y sirve para distanciarse de los ‘otros’” (Mondragón, en Olmos y Mondragón, 2011:129-130); es decir, que el museo comunitario aludido cumple su papel en los procesos de la propia historización y la construcción de identidad local. Y, aunque no contamos con la suficiente información, se debe agregar que esa construcción deviene importante para un colectivo que, a decir del propio nombre del ejido, no era exactamente de extracción cachanilla.

En contraste con ese ejercicio concreto de patrimonialización y de toma de conciencia local emprendida con auxilio –y previamente para la instalación– del Museo Comunitario Asalto a las Tierras, que habla por sí mismo de la memoria y del patrimonio valorados, seleccionados y conservados como referentes de identidad porque forman parte de la identidad misma, se encuentra la acuciosa investigación de Lawrence Douglas Taylor Hansen: “Los vascos en la exploración y colonización de Baja California durante la época virreinal”. Se trata de una puntual, amplia y exhaustiva investigación del papel que desempeñó la población vasca en los viajes exploratorios, en proceso de conquista y el establecimiento de misiones españolas durante el virreynato. Particularmente, interesa al autor destacar el olvido y la nula impronta que en el proceso de colonización dejaron los vascos, a pesar de que muchos de ellos destacaron en la conquista, en actividad comercial, en el gobierno virreinal y en actividades exploratorias desde territorio bajacaliforniano hacia Alaska. Sin embargo, el suyo es el trabajo que más sorprende del conjunto porque no hay en él referencia explícita de que los bajacalifornianos, o algún sector de ellos, se reconociesen –o reconozcan– descendientes euskeras; esto, por supuesto, deja al lector la impresión de que se trata de una memoria olvidada, excepto por el autor, o no reconocida, pero escasamente considerable como patrimonio cultural, a pesar de que la historia ha registrado a la Baja California como parte del Reino de la Nueva Vizcaya, lo que no es poca cosa, toda vez que Vizcaya, junto con Guipúzcoa y Álava son las únicas provincias vascongadas de Euskadi.

Miguel Olmos Aguilera, además de la co-coordinación con Lourdes Mondragón Barrios y la autoría de la presentación, incorporó “El patrimonio intangible y el arte musical yumano”, un texto con rostro de propuesta basada en investigaciones propias y ajenas, y en la reflexión en torno del patrimonio cultural sin calificativos. Le preocupa la música, la creación de acervos de sonidos en la frontera norte, y se encuentra en la línea salvaguardista del patrimonio cultural inmaterial según la convención de la Unesco del 2003; en efecto, aunque no incorpora la investigación como parte de la salvaguardia, sí parte del conocimiento y registro de la obra con la finalidad de crear una fonoteca, es decir, una estrategia de resguardo y conservación con fines de difusión; el ejercicio de salvaguardia, pues. Hay en la propuesta un matiz: no basta con pensar las grabaciones como una estrategia para el fortalecimiento de la identidad de las comunidades yumanas de la frontera noroccidental, sino que las mismas deberían ser comercializadas pensando en beneficiar con un porcentaje a los autores que son uno, el grupo. Por lo demás, el soporte etnográfico y documental que ofrece Olmos es de muy buena manufactura, lo que se sobrepone a las múltiples interrogantes no resueltas y categorías no definidas1 que deja sembradas entre los surcos del texto y que se encuentran en la médula de las reflexiones de los salvaguardistas del Patrimonio Cultural Inmaterial.

Dos artículos más nos hablan de la frontera norte y su patrimonio cultural: “Espacios ceremoniales en Baja California”, de Danilo Andrés Drakic Ballivián, y “Patrimonio arqueológico en la frontera norte de Baja California”, de Oswaldo Cuadra Gutiérrez; ambos, producto de sendas investigaciones en territorio yumano, es decir, en la franja de Baja California más próxima a los Estados Unidos; ambos arqueólogos jóvenes en el sentido que lo enuncia Medawar (2011), egresados de la Escuela Nacional de Antropología e Historia y con una preocupación común: el proceso de modernización, el cambio de uso de suelo, la marea demográfica y urbanística en la frontera norte tienen en jaque al patrimonio cultural y sólo se evitará que éste sea destruido si se realiza una intervención tanto del sector gobierno como del educativo y de la sociedad civil, es decir, se trata de “una responsabilidad social” (Olmos y Mondragón, 2011:231).

Drakic Ballivián realiza un trabajo interesante con guiños transdisciplinarios que intentan un hilo conductor desde el terreno de la arqueología en territorios de otrora cazadores-recolectores-pescadores de la familia lingüística yumana, a pincelazos etnográficos en comunidades paipai que conservan su tradición oral. Su formación de arqueólogo le permite ahondar en registros que evidencian centros ceremoniales: de un lado, La Maroma, vinculada con ceremoniales de abundancia luego de la cosecha; de otro, las tablillas ceremoniales asociadas con el culto a los muertos; y, un tercero más, los rituales propiciatorios de cazadores-recolectores del tipo killing, todas ellas con dataciones que rebasan el milenio antes del presente. Cuadra Gutiérrez, por su parte, luego de consultar fuentes y realizar dos recorridos arqueológicos de campo (Concheros y Gasoducto Baja Norte) con auspicio del INAH, vislumbró un futuro poco halagüeño: de los ocho sitios de concheros registrados, cuatro han desaparecido bajo construcciones, sobre todo residenciales, en cambio, en la segunda ruta, de los diecinueve sitios registrados todos habrían sufrido “alteraciones, destrucción parcial o total por las obras del gasoducto” (Cuaddra, en Olmos y Mondragón, 2011:242). El panorama, fácilmente vislumbrable, es que las políticas conservacionistas no han podido hacer mella ni entre las constructoras ni la labor del INAH se ha traducido en estrategias efectivas para proteger los sitios ya incorporados en el Sistema de Información Geográfica de la Entidad federativa, de ahí la justificación de una octena de propuestas “para incrementar la protección de nuestro patrimonio desde la visión de la arqueología del norte peninsular” (Cuaddra, en Olmos y Mondragón, 2011:242). En ambos trabajos, productos de plumas jóvenes, se destaca una animosidad salvaguardista y crítica que no es opacada ni mínimamente por la mácula que les imprimen algunos problemas de redacción.

Para finalizar, y no tan sólo por la lejanía geográfica, aunque también por el tema, habrá que destacar el artículo que posee el –quizá– más limpio aparato crítico de la decena de escritos, producto de la dupla Patricia Fournier García y Roy Bernard Brown, “Vidas liminares: ranchos y rancheros en el antiguo presidio de Carrizal, Chihuahua”. Se trata, también, de un trabajo con guiños transdisciplinares. Con una nueva mirada en la que se fusionan arqueología e historia, manejo de fuentes primarias y secundarias, ambos autores dejan pruebas de su oficio para disponer los datos, analizar y concluir. El artículo deja a descubierto entre otros temas: que el norte, como novela Zamora Plowes, estaba más cerca de Estados Unidos, más apoyado por –y relacionado con– los estadounidenses, pero no eran estadounidenses; que vivían más estrechamente con las vecindades que con estado o nación alguna; que tienen vidas que parecen al garete, “olvidadas de la mano de Dios” pero con un claro rumbo local; heredades que desaparecen, se reconstituyen, entran en desgracia con un crudo invierno o una severa sequía; poblados que se abandonan o se desplazan conforme las guarniciones se mueven a la orden del mando militar; de rancheros indómitos que un día despiertan y no son más mexicanos sino estadounidenses; que para defender la tierra, las cosechas, el ganado y su familia“ se pintan solos”. A episodios, uno puede menos que evocar algunos pasajes de La frontera nómada (Aguilar, 1977) de la frontera sonorense a principios del siglo XX, y establecer el paralelismo es inevitable: su modo de vida es más afín en contexto de frontera que en relación con el centro de la República con quien no se identifican y a quien saben pertenecer pero por la fuerza de la imposición.

Para finalizar, con ese artículo sobre los presidios, los puristas recordarán que nunca hace daño acostumbrarse a cosas nuevas, como a la idea de que lo liminal también existe fuera del ritual, aun apelando a Turner (1974, en Geist, 2008) y a Van Gennep (2008) y que el ranchero devino históricamente a condición de hacendado, como puede leerse en el texto de Fournier y Brown. En efecto, la noción de liminalidad de Van Gennep, aunque arranca desde la condición de quien está en los márgenes en tanto ha salido de un sitio social o geográfico pero no se ha incorporado en otro, gradualmente es incorporada en el ritual; esta es la acepción en la que Turner retoma a Van Gennep, sin embargo, proponen los investigadores, hay que tomar la liminalidad en lato sensu y citar a Turner. Por otro lado, habrá que reconocerles otra aportación: es común que se sostenga que los rancheros emergieron del sistema hacendario, empero, los supracitados investigadores muestran que la vía contraria también existió: hacendados que iniciaron como rancheros.

 

El Acíbar y la Coda

Al término de la lectura, en el sitio que sea (la magia de un libro integrado por artículos que son cada uno en sí mismo una unidad independiente, es que el lector puede iniciar en cualquiera de ellos), uno tiene la certeza de que los coordinadores lograron un balance entre investigadores experimentados e investigadores jóvenes; los equipos de científicos de todo el mundo incorporan siempre sangre nueva en los proyectos que emprenden y así garantizan la continuidad y la renovación de ideas.

En general, los trabajos revelan un énfasis en la materialidad: campamentos, rituales prehistóricos, edificios coloniales y sitios emblemáticos. Hay una escasa presencia del patrimonio cultural intangible, como lo es el universo de la tradición oral, excepto por las referencias en los trabajos de Drakic, Mondragón, Cuadra y Olmos. Para finalizar, de entre los aciertos, el lector podría lamentar que en la mayor parte de los artículos las conclusiones aparezcan como epílogos o extensiones del cuerpo del texto; asimismo, que en casi todos ellos exista un desencuentro entre la Bibliografía y las citas en el texto, sin contar los errores tipográficos que escaparon a las miradas atenta del corrector de estilo y el último lector. Sin embargo, estos pecados menores languidecen frente a lo que se puede leer tanto textualmente como “entre líneas”, y que se hace evidente en el trabajo de Patricia Fournier y Roy Bernard Brown: la reiterada denuncia de que el norte, la franja fronteriza, sigue siendo un filón de vidas al margen, volátiles, olvidadas por los gobiernos y sus instituciones, asimismo, que el patrimonio no es uno solo, sino muchos y diversos, generados en distintos contextos y que, entre éstos, hay algunos sectores muertos que pueden ser resucitados, restaurados, conservados, difundidos; la insistencia de que hay patrimonios en riesgo y pueden ser salvaguardados mientras que unos más se encuentran vivos pero en estado precario de salud. Hay, por último, un reclamo desesperado, cuando no de enojo, dirigido a los tres niveles de gobierno y sus instancias vinculadas con la salvaguardia patrimonial, a la par que un llamado a la sociedad civil e instituciones de educación superior para tomar en sus manos los ejercicios de investigación, rescate, registro, documentación, conservación y difusión patrimonial.

 

Bibliografía

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Gennep, Arnold van (2008), Los ritos de paso, Madrid, Alianza.         [ Links ]

Goodenough, W.H. (1971), “Cultura, lenguaje y sociedad”, en J.S. Kahn (1975), El concepto de cultura, Barcelona, Anagrama.         [ Links ]

Medawar, P.B. (2011), Consejos a un joven científico, Barcelona, Crítica (Col. Drakontos).         [ Links ]

Olmos Aguilera, Miguel y Lourdes Mondragón Barrios (2011), Memoria vulnerable. El patrimonio cultural en contextos de fronteras, México, El Colegio de la Frontera Norte/Escuela Nacional de Antropología e Historia.         [ Links ]

Turner, Victor (1974), “Dramas, Fields and Metaphors: Symboplic Action in Human Society, Ithaca and London”, Cornell University Press, en I. Geist (2008), Antropología del ritual, México, Escuela Nacional de Antropología e Historia.         [ Links ]

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Zamora Plowes, Leopoldo (2009), Quince uñas y Casanova aventureros, México, Terracota.         [ Links ]

 

Notas

* Miguel Olmos Aguilera y Lourdes Mondragón Barrios (2001), Memoria vulnerable. El patrimonio cultural en contextos de frontera, México, El Colegio de la Frontera Norte-Escuela Nacional de Antropología e Historia.

1 Dentro de las deudas que habrá que saldar en el futuro se encuentra la definición de “sistema del patrimonio intangible regional”, “complejo regional californiano”, y cómo es que se reconoce lo patrimonial.

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