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Argumentos (México, D.F.)

versão impressa ISSN 0187-5795

Argumentos (Méx.) vol.24 no.65 Ciudad de México Jan./Abr. 2011

 

Crítica de libros

 

Entre yoris y guarijíos

 

Hilario Topete Lara

 

Doctor en antropología. Profesor de investigación científica y docencia adscrito a la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Su labor editorial abarca desde ediciones, coordinaciones, artículos científicos, ensayos y artículos de divulgación.

 

Dice el dicho: "más vale tarde que nunca". Otro más reza: "a cada capillita le llega su fiestecita". Ambos vienen "como anillo al dedo" en esta ocasión en que María Teresa Valdivia Dounce nos concede el privilegio de re-presentar una de sus obras en la institución donde debería ser más leída (la ENAH) y nos invita (concita) regala su presencia no para recibir el elogio vano o el halago gratuito y sin sentido, sino para hacer lo que mejor se le da: prodigarse hacia los demás en toda su riqueza polémica, creatividad, tesón, honestidad... y su libro Entre yoris y guarijíos. Crónicas sobre el quehacer antropológico es su mejor carta de presentación.

No es frecuente que reseñe libros pero en esta ocasión no pude resistirme. Tengo mis razones: con frecuencia mi ignorancia o mi candidez se ruborizan cuando luego de asumir una actitud crítica ante el libro presentado, se me replica con algún as bajo la manga o con un reclamo por la mala lectura que hubiese hecho del libro. Eventualmente los aciertos reciben como respuesta silencios ("al buen entendedor pocas palabras", supongo) y, salvo las felicitaciones, lo demás me deja el amargo sabor de la insatisfacción. Para rematar, casi siempre se piensa que "nunca segundas partes fueron mejores" (y, en cierta forma, esta es una re-presentación y una reseña alterna), aunque no lo creo ni en un ápice. Pero pusieron en mis manos un texto que, increíblemente llevaba ya dos años victimizado por mi ignorancia sobre su existencia. Ya me he arrepentido por ello. Y como "de arrepentidos están llenos los infiernos", desde mi arrepentimiento voy a referirme a Entre yoris y guarijíos... cuyas virtudes, de inicio, son su estupenda calidad, además de ser ameno, enriquecedor, propositivo y didáctico, lo que no es poca cosa. Una vez leído, decidí que merecía algo más que un comercial vacuo.

Radiográficamente es fácil describir la obra: Es un libro editado por el Instituto de Investigaciones Antropológicas de la UNAM, con sólo 500 ejemplares de tiraje, compuesto por Rubí Fernández y Martha González, corregido por Mauricio López y Adriana Incháustegui y editado por Ada Ligia Torres. Consta de 261 páginas. En su sección media, la autora dispuso 27 fotografías y cinco mapas y, hacia el final, una sección de Apéndices compuesta por una cronología con noticias sobre el pueblo guarijío, otra de fuentes sobre guarijíos en Sonora y la bibliografía de apoyo utilizada por la autora. Pero como a una reseña nadie se acerca para ver formas, sino contenido, podemos adelantar que el texto tiene una presentación autoral mediante la cual hacemos un breve recorrido por las andanzas de la autora entre los guarijíos y los avatares y personajes que constituyeron parte del contexto y el proceso de creación de la obra.

Un segundo apartado, que ningún escritor —ni estudiante— de antropología debería dejar de leer, es la presentación erudita y crítica que realiza Andrés Medina Hernández a la cual tituló "La línea difusa: etnografía y literatura en la antropología mexicana", centrado en la etnografía (como actividad y como producto) y en la literatura. En éste, Andrés penetra en los estilos y formas de escribir antropología y sus alrededores. Uno no puede menos que sentir que toman otra dirección algunas de las impresiones propias dejadas por las lecturas de materiales contrastantes como las imposturas de Carlos Castaneda, el sensacionalismo periodístico de Fernando Benítez, el periodismo serio de Fernando Jordán, y, claro, los contrastes entre los textos antropológicos de Malinowski, Villa Rojas y otros, frente a Los hijos de Sánchez, Juan Pérez Jolote y El antropólogo inocente, no sin reconocer los trabajos de etnografía literaturizada de Francisco Rojas González y, con las distancias del caso, de Rosario Castellanos, un excelente recorrido crítico que nos recuerda "aquello que no se ve" porque está "más antes" del producto, y que Carlos García Mora (2004) lo había puesto en relieve años atrás en "El delicioso suplicio de escribir antropología". Hacia el final centra su atención en la autora y de ella exalta, entre otras virtudes, su calidad académica, ética y política que se trasluce a cada paso de las tres secciones siguientes, salidas "de su pluma".

Un tercer apartado lo constituye "Sierra de nadie", un documento testimonial de Teresa que nos habla de sus andares en el extinto Instituto Nacional Indigenista (INI), de su espíritu respondón e indomeñable, de su compromiso con su profesión y su ideología política, de su palabra empeñada con los guarijíos, de la solidaridad y hospitalidad de los guarijíos y yoris, de los mayos, de los yaquis, de tierra apropiadas por los mestizos y trabajadas en condiciones miserables por los indígenas, de los campos de amapola en la Sierra de Álamos y montaña más arriba, del café con limón y harta azúcar (el médico del INI, al parecer, nunca les proveyó de pastillas de sal) para combatir la deshidratación, de los dormires a cielo raso, en un catre (en el porche, en la banqueta, en el corral), de los acosos e intríngulis de los jefes, de sus denuncias y renuncia (al INI), de los indígenistas de escritorio, del agua puerca para beber y de las hambres sufridas constantemente, de su acompañamiento a los indígenas para conseguir tierra, escuela, centro de salud, profesores y médico, de su gusto por la Pacífico pero que no bebió yocojihua o bachomohaqui,1 del olor (y agrego, del color) de la miseria, de su condición de mujer en un mundo de "machines" donde hubo de ganarse un lugar y hacerse respetar, de una pluma que "no tiene pelos en el roll on", que no le tiembla el mouse ni se le "amacha el teclado" para escribir las cosas como las vio, como las vivió andando por la serranía semidesértica del sur de Sonora que colinda con Chihuahua.

Al leerlo, no pude menos que rememorar los paisajes de etchos (sahuaros, cactus) y mezquites, de yoris (mestizos) entonando tuburi (cantos) o asistiendo, quizá a un conti (reunión fiestera o conmemorativa) en el Bajo Río Mayo, o compartiendo un wakabaki (caldo de res) o un shivobaki (caldo de chivo) mientras se escucha y se ve la danza de pajkola ejecutada por hombres enfundados en su "azapeta" y su kotesí y misteriosamente ocultos tras una máscara. Y al narrarnos su experiencia para convencer a yoris y a autoridades gubernamentales para dotar de tierras a sus guarijíos, y cómo "tirios y troyanos" se ponían ariscos, no se puede más que recordar que algunos funcionarios de ayuntamientos, de gobierno (profesores entre ellos) eran verdaderos terratenientes exprimidores se indígenas que, entecos, arrastrando su miseria, se acercaban a pedir trabajo en las tierras que la tradición les decía, antes eran suyas. La muina tiene sus "razones que hacen engordar las venas".

Leí el apartado de un jalón, "como Dios manda", y, de la misma forma que cuando leí El antropólogo inocente, no pude contener las carcajadas. "Me ganó la risa", pues. También recordé a cada rato que "en tierra de mentirosos el cínico es un virtuoso" pero en cada ocasión preferí pensar, porque conozco algo de la trayectoria profesional de Queresa (como le llamaba Cipriano Buitimea, el testimoniante del apartado "Como una huella pintada, en este libro), que no fue cinismo, sino "la pura verdá": sólo los que conocieron al monstruo de los Centros Coordinados en sus entrañas saben cómo a veces el alimento se trasformaba en otra cosa; y pocos, como la autora, supieron cómo no embarrarse con esa cosa. También me ganó la nostalgia porque casi justo cuando ella llegaba a San Bernardo, desde Navojoa, yo salía de esa ciudad sursonorense luego que en las vías de esa localidad habían destrozado una de las últimas células guerrilleras de la Liga Comunista 23 de Septiembre; en ese tiempo cualquier profesor, y más si leía a Marx, a Engels, a Lenin, a Stalin o a Mao, era comunista, tanto como era la autora de este libro por sus nexos con una UNAM pasada por huelgas. "Justos por Pecadores". Y si se ponía del lado de los indios o cualquier otro explotado, el asunto era peor: tal era el caso de los profesores de primaria y los indigenistas del temple de La Queresa, cuyo nombre con "Q", ya se quedó, "Como una huella pintada" en la memoria de los guarijíos de por allá, arriba de San Bernardo.

Hay provocaciones, algunas de corte epistemológico como aquella donde dice que la ciencia social "no es más que el resultado del sentido común y la imaginación organizados coherentemente y que esa coherencia tiene un sustrato lógico cuyo cuerpo responde al pensamiento vigente". Comparto casi en su totalidad el dicho, y agregaría, apoyándome parcialmente en Feynmann (1999), que toda ciencia es el resultado selectivo, ignominioso, infame, soberbio, que arrojó los miles de fracasos al anonimato (como si no hubiesen servido de cosa alguna) que antecedieron a un cuerpo de ideas lógicas, coherentes con una parcela de la realidad (siempre construida por el hombre) y que sirven "así no'más", "por mientras". Y la ciencia social es el proceso veridictorio de una parcela de la realidad social de cuya observación y provisión de información, sometidos a una reflexión, produce un entramado de interpretaciones que son dispuestos como explicaciones, como conocimientos.

O aquellas otras —provocaciones— en las que, a "oídos sordos" es decir, de espaldas al academicismo que ha convertido a los seres humanos en relaciones estructurales, en organizaciones, instituciones y demás categorías de una u otra teorías, la autora nos habla de la tristeza, la nostalgia, del carácter taciturno, de la vergüenza (Cipriano es quien más habla de ella con la palabra "vergüenzoso") de la rabia, que, curiosamente, nos permite ver a los otros "más humanos", y atravesados por la cultura, que "sujetos" sociales. Pero se detuvo y eso habría que reclamarle el día de hoy: que no haya convocado a las emociones, a los sentimientos y a los afectos como elementos antropológicos y los haya dejado en la periferia del quehacer, como si no fuesen más que el prescindible aderezo de un suculento manjar que es el resto de su libro. Habría que inconformarse con ella porque parece que cuando se les convoca son "convidados de piedra" que poco o nada ayudan al análisis, no'más porque no sabemos qué hacer con ellos. Cipriano, en "Como una huella pintada", para mi vergüenza, me parece más antropólogo a momentos porque no desgarra a la gente: la ve explotada y triste; en lucha y con coraje, con cosas que los asemejan, los identifican, y con cosas que los distancian de los demás... en suma., la ve diferente pero más integrada, menos desgarrada.

El cuarto y el quinto apartados, titulados respectivamente "Como una huella pintada" y "Sobre los testimonios indígenas y la tarea antropológica al editarlos", forman una unidad con dos núcleos diversos: el primero refiere a un producto, una historia de vida obtenida por testimonios grabados y editados, y el segundo, la reflexión y justificación del proceso y del producto. Esta es toda una propuesta epistemológica que comparto casi en plenitud. Veamos:

Cuando en mis cursos de técnicas etnográficas nos aproximamos a la entrevista, indispensable para emprender historia oral o tradición oral, o historias de vida, yo, como Prudencio Descartes (o el filósofo de Güemes, da lo mismo): "pienso, luego insisto". Insisto en que el estudiante no puede ir por la vida invisibilizando a sus informantes y arrojándolos, en el mejor de los casos, al estrecho y difuso arcón de los agradecimientos. Insisto en que los testimonios tienen un informante con nombre y apellidos; que los productos de las conversaciones no provienen del polvo dorado de Thinker Bell, sino de personas reales "vivitas y coleando". Insisto en que se entrevista "de salida", cuando se conoce muy bien lo que puede ser el contenido de la entrevista, cuando se tienen los códigos para saber mutuamente de qué se habla cuando —y como— se habla; cuando, incluso, estamos en condiciones de completar y orientar el discurso del testimoniante. Insisto en que no puede ser un informante, y menos para una historia de vida, cualquier persona, porque el testimonio es un documento coautoral, elaborado por el testimoniante y el entrevistador. Insisto en que cualquier género de intervención en el testimonio debe hacerse con pleno conocimiento de lo que se hace y con el propósito honesto de no adulterar —intencionalmente o por desconocimiento— el contenido (todavía mejor: con el consentimiento del testimoniante). Valdivia Dounce nos proporciona un endecálogo con base en el cual editar un testimonio indígena; y todo estudiante —o escritor— de antropología, etnohistoria y etnología debería de conocerlo. Me sorprende, para cerrar, que sin haberla leído antes hayamos llegado a tantas coincidencias. Pero también me alegra saber que tenemos diferencias:

a) Las grabaciones, por más que se realicen con base en una cronología determinada, suelen ser casi siempre un galimatías en materia de orden. El orden termina proporcionándolo el investigador, luego de hacer "corta y pega", "circo maroma y teatro" o "tru-trú" editorial.

Claro, proceder con una intención de "cronologizar" desde el inicio es una buena intención, pero no puedo olvidar que de "bienintencionados están llenos los infiernos".

b) El trabajo de edición, luego de una transcripción literal, la calificación del material, pasa a soporte papel (o virtual), como texto mediante una labor de edición donde las muletillas pasan a ser puntos suspensivos; los problemas de sintaxis y lexicográficos prefiero corregirlos con el uso de corchetes y entre éstos también adicionar aclaraciones, ampliaciones, ejemplificaciones, traducciones, etcétera.

c) Las transcripciones, defiendo, deben ser revisadas por los participantes en la gestación de documentos, tanto en soporte fonográfico, audiovisual como papel, y un ejemplar, al menos, debe quedar en manos de sendos autores. La edición y el uso de los documentos, también.

Quizá las diferencias tengan su razón de ser en que yo nunca me las he tenido que ver con un Cipriano Buitimea rememorando su vida de guarijío antes y después de la lucha por la tierra; quizá los matices que propongo, a la distancia, ya no refieran a tres diferencias entre la autora y yo, sino a un número menor. Quizá sea necesario reflexionar un poco más sobre lo que hacemos cuando recogemos testimonios, cuando los intervenimos. Quizá ya es tiempo de que hagamos el lacaniano ejercicio de controlar la cosa por el nombre y digamos a todos de nuestro ethos con la finalidad de perfilar una ética profesional hoy tan "alejada de la mano de Dios" y demasiado próxima a los proyectos personales (por cierto, no siempre los más humanamente buenos). Quizá lo mejor es aprender de los otros, como podemos hacerlo leyendo a Valdivia Dounce para, así, brindarle el mejor de los homenajes a su libro y a su trayectoria. Con todo, y para no extender estos comentarios, atenderé a aquel dicho que reza: "En boca cerrada no entran moscas" y cederé el paso para que la lean y, luego, estimulados, podamos decir de su libro: "Confieso que me lo he bebido".

 

BIBLIOGRAFÍA

Carcía Mora, Carlos. "El delicioso suplicio de escribir antropología", en M. Rutsch-M. M. Wacher (coords.), Alarifes, amanueses y evangelistas. Tradiciones, personajes, comunidades y narrativas de la ciencia en México, IBERO-INAH, México, 2004.         [ Links ]

Feynmann, Richard, Qué significa todo eso, Drakontos, Barcelona, 1999.         [ Links ]

 

NOTAS

1 Aguardientes de caña.

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