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Argumentos (México, D.F.)

versión impresa ISSN 0187-5795

Argumentos (Méx.) vol.23 no.64 Ciudad de México sep./dic. 2010

 

Dossier. Repensar el Estado

 

Apuntes para una genealogía del Estado

 

Arturo Santillana Andraca

 

Doctor en Filosofía por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Profesor investigador de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Además es profesor de asignatura de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la unam. Cuenta con diversas publicaciones en filosofía política en revistas especializadas y libros colectivos [arturosantillana@yahoo.com.mx].

 

El Estado es, de hecho, una relación de guerra, de
guerra permanente: el Estado no es otra cosa que la
manera misma en que ésta continúa librándose, con
formas aparentemente pacíficas.

Michel Foucault

 

Resumen

En este artículo se propone una mirada desde la genealogía al estudio del Estado. Para ello recuperamos la obra de los pensadores Karl Marx, Sigmund Freud, Friedrich Nietzsche y Michel Foucault.

Palabras clave: Estado, genealogía, poder.

 

Abstract

This article proposes a look from genealogy studying the State. To do this we retrieve the work of the philosophers Karl Marx, Sigmund Freud, Friedrich Nietzsche and Michel Foucault.

Keywords: State, Genealogy, Power.

 

En la historia de las ideas políticas ha habido una variedad de escuelas y tradiciones de pensamiento que han reflexionado el fenómeno del Estado ya sea para defenderlo y enaltecerlo, ya sea para criticarlo y propugnar por su disminución o desaparición. La primera tradición que podríamos enunciar como ético-política piensa al Estado como la culminación de una vida política autónoma, independiente, libre y soberana, fundada en el reconocimiento ético de los ciudadanos expresado en leyes capaces de regular legítimamente su conducta y garantizar justicia. Algunos representantes importantes de esta tradición son, entre otros: Platón, Aristóteles, Rousseau, Kant, Hegel, Hannah Arendt.

Los que defienden una idea de Estado inspirado en este paradigma son los actuales exponentes del republicanismo. Por su parte, existen otras tradiciones que vislumbran más al Estado con la zozobra de pensarlo como una amenaza a la libertad individual o como la cristalización de procesos de dominación que institucionalizan el despojo y el agravio de una clase social sobre otras o de unos actores sociales económicamente privilegiados sobre otros, revistiéndolos de una fuerza legal (fuerza de ley) que lejos de garantizar justicia, perpetúa la injusticia y la desigualdad.1 Me refiero al liberalismo y a la tradición marxista. No obstante, los motivos que les conducen a distanciarse de la apología estatal son distintos. Mientras el liberalismo percibe al Estado como un mal necesario que si bien amenaza lo que debiera ser la libre competencia económica de los individuos, al mismo tiempo garantiza seguridad y legalidad; la tradición marxista, por su parte, asume que la seguridad que garantiza el Estado redunda en una protección a los intereses económicos de quienes han adquirido sus riquezas y privilegios a costa del despojo. Y en este sentido las funciones hegemónicas del Estado se derivan de la tendencia del capital a reproducirse e incrementar sus ganancias apoyados en una administración legal-burocrática de la violencia. Para esta última tradición, solamente sería deseable un Estado socialista de transición en el que se reconoce el concurso de las clases sociales económicamente explotadas, para dar paso, con posterioridad, a una sociedad sin clases, e incluso sin la necesidad de Estado.

Existe al menos otra tradición, la anarquista, que considera, al igual que el liberalismo, que el Estado es una amenaza para la libertad del individuo, pero que a su vez se diferencia por negar su necesidad y pugna por su desaparición utilizando, entre otros argumentos, que el monopolio de la violencia estatal representada en el ejército y los cuerpos policiacos no es necesario para vivir en sociedad y para hacer valer una armonía que descanse en la autonomía, la solidaridad y la cooperación de los productores. Esta tradición también denuesta al Estado por considerarlo un instrumento de poder de la clase dominante, sea de los capitalistas o de los burócratas (en el caso de las experiencias del socialismo real) que utiliza los recursos de la ley y de la violencia institucionalizada para satisfacer sus intereses a costa y en detrimento de otros sectores de la sociedad mucho más vulnerables.

Cada una de estas tradiciones teóricas responden a un modelo de ser humano, históricamente determinado, construido idealmente desde ciertas pretensiones de universalidad que, no obstante, la propia historia se ha encargado de redimensionar. Por ello, a estas plataformas teóricas de aproximación al fenómeno del Estado, habría que agregar aquellas experiencias históricas del siglo XX que, sea por la vía del socialismo real, o por la vía del nazismo y el fascismo, defendieron una construcción totalitaria del Estado que dejó su impronta fatídica en la vida de la humanidad a partir de entonces. Son escuelas de pensamiento o experiencias que hoy simplemente resultan ineludibles al aproximarnos a pensar el fenómeno estatal. Me parece que de cada una de ellas se pueden extraer elementos que abonen a entender los fenómenos políticos. No se trata de una discusión ideológica sobre la cual haya que tomar partido, sino, mejor dicho, se trata de examinar al tenor de la reflexión de nuestro presente, qué se puede o se necesita recuperar de algunas de estas tradiciones. Por supuesto que esta es una esquematización un tanto grosera que pretende destacar en términos muy generales los aspectos más relevantes de su visión estatal. Sin embargo, al interior de cada una de estas escuelas de pensamiento hay cantidad de matices e incluso de diferencias sustanciales.

¿Qué es lo que se encuentra en juego en esta disputa de saberes? Por un lado, las condiciones reales de existencia de los pensadores que en un momento histórico determinado respondieron a preocupaciones subjetivas, correlaciones de fuerza, toma de partido. Pero por otra parte, también subyace una concepción antropológica de la humanidad. ¿Somos buenos o malos por naturaleza? Esto es ¿existe una esencia inmutable y trascendental de los seres humanos o estamos más a expensas del acondicionamiento cultural, histórico y geográfico? O, pensándolo dialécticamente, compartimos una cierta naturaleza psíquica y mental que nos vuelve elementalmente semejantes como seres humanos, aunque a la vez distintos, según nuestra constitución cultural particular.

El presente ensayo tiene el propósito de mirar hacia estas preguntas a fin de intentar aclarar en qué se fundamenta la construcción estatal, así como las mutaciones que ésta puede sufrir a través del tiempo. Elaborar un diagnóstico del presente requiere una serie de recursos metodológicos para confundir lo menos posible la realidad con nuestro deseo. Algo que, por ejemplo, le sucedió al pensamiento filosófico político hegemónico del Occidente Europeo de los siglos XVII al XIX, fue el yuxtaponer un ideal de individuo y ciudadano con un buen diagnóstico respecto a la necesidad del Estado para ordenar y regular la vida social desde la construcción simbólica del consenso como plataforma de legitimación del poder político. Es decir, se exageró, por un lado, con una idea de razón capaz de conjurar los peligros de la naturaleza humana perniciosa, al tiempo que supo leer su presente y comprender la necesidad política de legitimar el poder estatal desde un consenso normativo que dota de validez a la ley que lo sustenta.

Así, la explicación sobre el origen del Estado moderno, es uno entre tantos ejemplos, en el que se puede observar el abuso de una idea ilustrada de razón. La teoría contractualista del Estado, nutrida por pensadores de la talla de Hobbes, Locke, Spinoza, Rousseau o Kant, es la expresión histórica de una Razón que subsumió en su fundamentación ética la otrora explicación divina del poder estatal. Es decir, el mismo principio cristiano, medieval, de confiar en la existencia de un ser sobrenatural que grabó en el alma de los seres humanos criterios de bondad y justicia se extenderá a la fundamentación de los derechos naturales o iusnaturalismo, según la cual, todos los seres humanos somos libres, iguales y dotados de una razón universal desde donde se argumenta la posibilidad de actuar éticamente bien.

La explicación del nacimiento del Estado a partir de un pacto social acordado entre individuos provenientes de un estado de naturaleza, tiene un sustento racional, según el cual, los conflictos abiertos o potenciales de la lucha de intereses que genera la ambición humana, sólo son susceptibles de ser contenidos mediante unas leyes, un gobierno y unos jueces cuya razón sea la representante o la voz de súbditos y ciudadanos. Se trata de hacer descansar el origen y la fuerza del Estado en esta razón humana capaz de alcanzar paz y prosperidad.

¿Qué implicaciones genera el pensar al Estado desde un modelo teórico que supone individuos y ciudadanos idealizados, sea del orden de un sujeto revolucionario, de una raza superior, de un individuo racionalmente "bueno" o un ciudadano ejemplar? Es tan sencillo como aspirar a algo que no está a la altura de nuestra decisión o voluntad.

Dado que el Estado no es entonces ni mera abstracción ni mera idealidad, la construcción teorética que intente explicar su facticidad no puede ser del orden de la universalidad, sino del orden de su historicidad. En este sentido, el Estado no podría comprenderse sin mirar el entorno cultural del que forma parte, las muy diversas relaciones de poder y dominación que lo sustentan, los escombros desde los que se erigió, las luchas y batallas conocidas y desconocidas, los saberes cotidianos y específicos, la religión, la educación, los valores. Si bien un Estado comprende tanto en su entramado institucional una serie de acuerdos, pactos, negociaciones, etcétera, éstos no son del mismo orden que el del pacto fundador propuesto por el contractualismo para explicar su origen. Pues por un lado son pactos, acuerdos y negociaciones que no se gestan de forma simétrica entre individuos libres e iguales; sino se generan entre individuos o grupos jerárquicamente desiguales, inmersos en correlaciones de fuerza y relaciones de dominación con diverso grado de compromiso, durabilidad, trascendencia. Por su parte, además de comprender acuerdos, alianzas, negociaciones, el Estado también se configura a partir de la guerra, las batallas, las represiones que van librando unos individuos con respecto a otros, a fin de mantener su dominio ya sea frente al exterior, ya sea en el interior de sus límites soberanos y con base en sus ordenamientos jurídicos. Por ello, lo que pretendo destacar es que, si bien existen características inherentes a la formación del Estado-nación moderno, como lo son el desarrollo de un aparato burocrático, el monopolio de la violencia física legítima, el desarrollo de un sistema jurídico normativo, la participación de los ciudadanos en la vida política, también es cierto que el Estado se explica por sus procesos históricos y particulares. En otras palabras, resulta fundamental para explicar y entender el comportamiento de un Estado particular atender a su historia, a su genealogía, esto es, a los momentos de su emergencia, a la hegemonía de los poderes dominantes, sea la religión, sea el capitalismo y las expectativas de consumo que genera, sea la democracia o el autoritarismo militar. Más allá de modelos teóricos y de las posturas ideológicas que cada quien adopte, el Estado es el corolario de las luchas, las batallas, las negociaciones entre partes de la sociedad que no son en absoluto homogéneas: algunos se mueven por ambiciones personales, otros por intereses de clase, otros se niegan a renunciar a prebendas y privilegios, etcétera. Por la necesidad de gobernar a una población tan disímil nace el Estado, que no es otra cosa que una forma de organización y dominación entre seres humanos.

Ahora bien, este afán de pensar como universales preocupaciones subjetivas e históricamente determinadas, no sólo lo encontramos en la escuela del contractualismo moderno, sino en otros tantos modelos teóricos como la república platónica, la politeia aristotélica, el espíritu objetivo hegeliano, la democracia liberal o la sociedad sin clases. Son, digamos, "buenos" deseos que difícilmente encontrarán su correlato en la compleja y accidentada realidad social. El liberalismo, por ejemplo, cuya idea de Estado mínimo, es quizás lo que más se aproxima en estos momentos a lo fácticamente existente, parte también de un cierto modelo de individuo responsable, dispuesto a reconocer la justicia y a competir con "lealtad" en un mercado autorregulado, que difícilmente va a predominar en la realidad. Pero lo mismo podemos decir respecto al anarquismo que confía en la existencia de sujetos autónomos, capaces de convivir pacíficamente sin la amenaza de coerción proveniente de las instituciones estatales. Con esto no pretendo afirmar que estas características atribuidas a los individuos o a las sociedades son una mera invención o una quimera. Al tratarse de modelos teóricos, evidentemente se exacerban rasgos o características que bien pueden existir en algunos individuos o en partes de la sociedad. Lo que pretendo, mejor dicho, es subrayar las tensiones entre la proyección idealizada de los modelos teóricos y el comportamiento real de individuos y actores sociales cuya actuación atiende a premisas distintas como anteponer la búsqueda del propio beneficio a la búsqueda del bien común. A excepción de Hobbes que explicaba desde la conveniencia individual el respeto al poder soberano que redituaría en bien común, el resto de los contractualistas asumían que somos capaces de priorizar la búsqueda del bien común frente al propio beneficio, aunque finalmente este último constituya la fuente de la búsqueda de aquél.

Más que desarrollar un modelo teórico normativo del Estado, que dé cuenta de cómo nos debemos organizar y comportar para corregir la realidad existente —que es sin duda parte de la tarea que da sentido a la filosofía política— me interesa comprender los factores reales de poder que históricamente han determinado esta forma de organización política. ¿Cuáles son las condiciones de emergencia del Estado?, ¿qué elementos de nuestra condición humana se han visto apostados en su formación?, ¿cuáles son los límites reales y los alcances de su poder?

Tanto la obra de Marx, como la de Nietzsche y también la de Foucault, me parece que tienen mucho que decir respecto al diagnóstico de las condiciones históricas de posibilidad del desarrollo del Estado desde un horizonte genealógico. Más que preguntarse por cuál es la mejor organización estatal, o la mejor forma de gobierno o de participación política, habría primero que comprender cómo se ha constituido esta forma de organización y control de la vida humana llamada Estado.

 

LA GENEALOGÍA Y LA DISPUTA POR LA HISTORIA

La genealogía es el método con el que Foucault construye la historia del presente. A diferencia de la historia tradicional, articulada desde la necesidad de hilvanar una identidad, una justificación del ejercicio de poder, una ideología o una revolución; la genealogía se pregunta por las batallas y las luchas, los saberes y contra-saberes, la construcción epistemológica de las identidades y los intereses enfrentados. La genealogía mira hacia los sucesos desde su advenimiento azaroso; no recurre al a priori trascendental, sino al a priori histórico. Este último atiende las condiciones de posibilidad de la historia misma. Es decir, la genealogía no se interesa por forzar los datos y los acontecimientos para explicar el progreso de una humanidad que, por decir lo menos, continúa siendo tan rupestre como antes; sino se entusiasma por el poner a prueba, por diferenciar el azar de la causalidad, por invertir la importancia de las fuerzas, por prestar oídos y ojos a las voces anónimas que soportan un acontecimiento. Al referirse a la genealogía como "historia efectiva", Foucault explica así el suceso:

La historia "efectiva" hace resurgir el suceso en lo que puede tener de único, de cortante. Suceso -por esto es necesario entender, no una decisión, un tratado, un reino, o una batalla, sino una relación de fuerzas que se invierten, un poder confiscado, un vocabulario retomado y que se vuelve contra sus utilizadores, una dominación que se debilita, se distiende, se envenena a sí misma, algo distinto que aparece en escena, enmascarado. Las fuerzas presentes en la historia no obedecen ni a un destino ni a una mecánica, sino al azar de la lucha.2

Michel Foucault nos ofrece estas reflexiones a propósito de la presentación de un artículo sobre la noción de genealogía en la obra de Nietzsche, que aparece publicado en 1971 como homenaje a Jean Hypolitte, el filósofo francés que revivió la filosofía de Hegel con la traducción de la Fenomenología del espíritu. Nietzsche es, quizá, el filósofo que acuñó la utilización de la genealogía como método de aproximación para estudiar los fenómenos sociales como la religión. En su Genealogía de la moral, el filósofo germano, quien estudiara teología y filología, demostró mediante un estudio filológico e histórico que la moral occidental predominante, proveniente del judeo-cristianismo, terminó por eclipsar y hasta desterrar los valores más genuinos del ser humano cuya voluntad de poder ha quedado ensombrecida y hasta desterrada por valores tales como la culpa, el perdón, la resignación. Nietzsche hace de la crítica su punto de partida metodológico:

Necesitamos una crítica de los valores morales, hay que, como freno, como veneno, poner alguna vez en entredicho el valor mismo de esos valores —y para esto se necesita tener conocimiento de las condiciones y circunstancias de que aquéllos surgieron, en las que se desarrollaron y modificaron (la moral como consecuencia, como síntoma, como máscara, como tartufería, como enfermedad, como malentendido; pero también la moral como causa, como medicina, como estímulo, como freno, como veneno), un conocimiento que hasta ahora ni ha existido ni tampoco se lo ha deseado.3

La genealogía es, para Nietzsche, del orden del deseo. El conocimiento es una invención que no nos anunciará o develará por sí misma la verdad del ser. Al ser invención (Erfin-dung), el conocimiento lleva consigo e involucra cierta disputa de saberes, correlaciones de fuerza, disturbios, conflictos de la vida humana misma. Así, por ejemplo, comenta Foucault refiriéndose a la noción de conocimiento en Nietzsche: "El conocimiento sólo puede ser una violación de las cosas a conocer y no percepción, reconocimiento, identificación de o con ellas".4 La genealogía mira hacia los saberes descalificados, condenados al silencio, sometidos o subordinados que, no obstante, desde su negación constituyen siempre un peligro de emergencia, de inconformidad, esperando que su impronta de agravio, dolor o sufrimiento sea descubierta por algún historiador, algún curioso o algún inconforme con las verdades asumidas, institucionalizadas, ya sea en los circuitos de la educación estatal, ya sea en las órbitas académicas. Veamos cómo, para el propio Nietzsche, sus investigaciones responden, incluso, a preocupaciones netamente subjetivas. Veamos qué lo motiva a aventurarse en la incursión de la genealogía de la moral:

Un poco del aleccionamiento histórico y filológico, y además una innata capacidad selectiva en lo que respecta a las cuestiones psicológicas, en general, transformaron pronto mi problema en este otro: ¿en qué condiciones se inventó el hombre esos juicios de valor que son las palabras bueno y malvado?, ¿y qué valor tienen ellos mismos? ¿Han frenado o han estimulado hasta ahora el desarrollo humano? ¿Son un signo de indigencia, de empobrecimiento, de degeneración de la vida? ¿O, por el contrario, en ellos se manifiestan la plenitud, la fuerza, la voluntad de la vida, su valor, su confianza, su futuro?5

Detrás de una investigación, no sólo está presente una contemplación abstracta del saber, sino, al mismo tiempo, un punto de anclaje vital, desde donde el investigador piensa inmerso, también en la desnudez de un mundo que lo rodea, le da cobijo o le es hostil. Considero que un reto para pensar al Estado contemporáneo es encontrar las interrelaciones entre las formas de parentesco, las diversas expresiones culturales de entender la autoridad, la legalidad, las relaciones sociales, la vecindad, las instituciones políticas.

La obra de Sigmund Freud y, principalmente, sus estudios más orientados al "psicoanálisis social" o a la psicología de las masas, nos permite comprender que las acciones y decisiones sociales y políticas de los individuos están determinadas por una historia de vida, por un contexto cultural, por un ethos, sin los cuales no se podría comprender la conducta humana. De esta forma, el psicoanálisis y la piscología, en general, nos permiten comprender tanto los fundamentos psicológicos del ejercicio del poder y de la resistencia al poder, como la lucha por el reconocimiento y la obediencia a la libertad, desde el andamiaje simbólico que afecta la satisfacción del "ideal del yo" de los individuos. Placer y displacer, pulsión y represión son términos que ocupan un papel fundamental en el desenvolvimiento de la vida política. En su obra Psicología de las masas y análisis del yo,6 Freud nos brinda cantidad de elementos para comprender las diversas formas de legitimación como el carisma, la tradición y la ley, trabajadas por el sociólogo alemán Max Weber. En este texto, Freud nos explica que la simpatía que nos despierta la personalidad de un líder está emparentada con la búsqueda del ideal del yo y el papel que en ella desempeña la figura paterna. Asimismo, el debilitamiento de la responsabilidad, ahí donde las acciones individuales se confunden con la masa, son elementos cruciales para comprender las respuestas colectivas frente al agravio proveniente de las relaciones de dominación y subordinación. De alguna manera, la postura de Freud respecto a que el psicoanálisis se encuentra más allá del bien y del mal en el sentido, por ejemplo, de no poder juzgar la perversión como buena o mala por sí misma, cuando en realidad se trata de entenderla, de analizar sus orígenes, es compartida por Nietzsche en el sentido de asumir un cuestionamiento o una distancia crítica respecto a los valores hegemónicos de una sociedad, a partir de los cuales se juzga, se califica, se segrega.

Atender a una ruta genealógica para pensar al Estado tiene el propósito de mirar las relaciones sociales particulares, la subjetividad e intersubjetividad de los individuos cuyas expectativas de vida, de deber, de desarrollo, de libertad están ya ancladas en una cierta reproducción del orden, en una cierta obediencia a las instituciones estatales, aunque habrá también la posibilidad de resistencia y rebelión. Por ello, para Nietzsche y Foucault la genealogía es un juego de interpretaciones cuya "objetividad" será un reto demasiado elevado para un conocimiento o un saber que responde a determinada voluntad de poder.

Si interpretar fuese aclarar lentamente una significación oculta en el origen, sólo la metafísica podría interpretar el devenir de la humanidad. Pero interpretar es ampararse, por violencia o subrepticiamente, de un sistema de reglas que no tiene en sí mismo significación esencial, e imponerle una dirección, plegarlo a una nueva voluntad, hacerlo entrar en otro juego, y someterlo a reglas segundas; entonces el devenir de la humanidad es una serie de interpretaciones.7

En una interpretación u otra se puede jugar una disputa de saber y, ¿por qué no?, a la postre, de poder. Interpretar, por ejemplo, el acontecimiento de 1492, año en que Colón llega a territorio mesoamericano. ¿Es una invención, un descubrimiento, un enfrentamiento, una estrategia geopolítica? Y así, podría haber otras tantas interpretaciones. ¿Cuál es la válida?, ¿cuál la verdadera?, ¿la que más se repita?, ¿la que cuenta el Estado desde la hegemonía de ciertos intelectuales?, ¿la que no se dice y se calla a la sombra del poderoso? La genealogía se encuentra en medio del juego entre las relaciones de poder y la producción del saber en una determinada época. Por ello, la genealogía cuestiona las pretensiones unificadoras y totalizadoras de la filosofía de la historia. No se puede juzgar a priori lo que es del orden del azar. No se deben manipular los acontecimientos para ordenar un rompecabezas ficticio. La genealogía irrumpe desde el acontecimiento aleatorio. Utiliza la intuición para cuestionar las explicaciones maniqueas y trata de mirar a todos los participantes de la batalla. "Si la genealogía plantea por su parte la cuestión del suelo que nos ha visto nacer, de la lengua que hablamos o de las leyes que nos gobiernan es para resaltar los sistemas heterogéneos, que, bajo la máscara de nuestro yo nos prohíben toda identidad".8

Ahora bien, ¿qué le permite a la genealogía irrumpir contra el edificio histórico de las guerras y las batallas, los héroes y la nación?, ¿por qué se preocupa por los subterfugios, los intersticios, los secretos, la intimidad, lo cotidiano? La respuesta está en que intenta revivir antes de explicar. Y ello lo logra tras visualizar esa relación tan estrecha, en los fenómenos sociales, entre la producción de saber o prácticas discursivas y las relacionesde poder. Para la genealogía, la producción de saber, en cierta época, no es ingenua o desinteresada. Siempre responde o va acompañada de luchas y batallas, ya sea en el orden de la familia, la sociedad o el Estado. Hacer historia desde los ideales del "orden y el progreso" sólo se explica por encargo político. Más allá de eso es una pérdida de tiempo. Quien se introduce a la historia para "demostrar" una tesis explicada a priori, la traiciona. "Cuando se ha estudiado la historia, uno se siente 'feliz', por oposición a los metafísicos, de abrigar en sí, no un alma inmortal, sino muchas almas mortales".9

Aunque en cantidad de ocasiones, Foucault se deslinda del marxismo, me parece que le debe mucho al método histórico con el que Marx sustentaba sus investigaciones. Entre el capítulo de la "acumulación originaria de El Capital, y el acompañamiento histórico de las investigaciones de Foucault (Historia de la locura en la época clásica; Vigilar y castigar; Historia de la sexualidad) noto una observación similar respecto a la alteridad de las clases subalternas. Si bien, Marx nunca hizo explícita su inquietud por desarrollar una genealogía, me parece que El Capital apunta, justamente, hacia una genealogía de la civilización capitalista, en la que se denuncia y se documenta que se trata de un orden sustentado en el despojo que sufren los económicamente más débiles para nutrir la ganancia, la riqueza; en suma, el poder de quienes dominan a partir del dinero, las armas y, por supuesto, el control estatal.

Marx, Nietzsche, Freud, Foucault son pensadores que miran con zozobra, sospechan, cuestionan, son críticos. De tal manera que la explicación del Estado es más del orden de lo psicológico, del poder y la dominación, de las resistencias y las luchas, del conflicto y la disputa, que del orden y el arreglo aterciopelado. Son pensadores que parten del conflicto, aunque quizás con la salvedad de que Marx está más cerca del romanticismo y Nietzsche del nihilismo. Todos ellos se preocupan por el origen ya sea por la vía de la emergencia, de la procedencia, de la invención o el descubrimiento; recurren a la historia para reclamar, desde la insatisfacción, los cuestionamientos a los modelos teóricos dominantes. La genealogía desenmascara la plácida explicación de los fenómenos que mira hacia una evolución progresiva de la humanidad para recordarnos que a pesar de la tecnología, seguimos siendo tan elementales como siempre. Estamos condenados a las relaciones de poder y resistencia de unos seres humanos sobre otros, así como a la búsqueda incansable por la libertad.

 

ESTADO Y GENEALOGÍA

Los seres humanos tenemos la facultad de ejercer poder gracias a que gozamos de voluntad. En este sentido, el ejercicio de poder es ejercicio de la voluntad. Pero el poder no se ejerce en abstracto. El poder es una acción sobre la acción. Esto es, una incidencia individual o colectiva sobre cualquier actividad humana. Así, el poder no es bueno ni malo; es el recurso a partir del cual cada quien busca el reconocimiento de los demás. La producción de saber de una cierta época nos puede permitir entender ciertas nociones, actitudes o conductas. Con la genealogía, primero se hurga, y hasta el final, si es posible, se ordena. No se parte, pues, de un ordenamiento a priori. Al igual que el contractualismo presumía de cierto modelo de individuo ideal, de la misma manera, el "marxismo-leninismo" partía de la idea de un sujeto revolucionario que, ante las condiciones de injusticia y explotación irracionales a las que se encontraban sometidos los obreros, conduciría, desde su conciencia de clase, a la emancipación, primero política, y después humana de la sociedad.10 Lo que fueron los indicios de una teoría política con un fuerte contenido ideológico, fue interpretado en los regímenes del socialismo real, religiosamente, y a conveniencia, por una especie de casta burocrática que reprodujo los privilegios del empresariado en el capitalismo. Esta lectura de la historia que tendría su origen en la filosofía de la historia de Hegel, construida desde una dialéctica de constante superación (Aufhebung), fue abordada en la noción de genealogía defendida por Foucault.

En el fondo, la dialéctica codifica la lucha, la guerra y los enfrentamientos en una lógica o una presunta lógica de la contradicción; los retoma en el proceso doble de totalización y puesta al día de una racionalidad que es a la vez final pero fundamental y, de todas maneras, irreversible. Por último, la dialéctica asegura la constitución, a través de la historia, de un sujeto universal, una verdad reconciliada, un derecho en que todas las particularidades tendrán por fin su lugar ordenado. [..] La dialéctica es la pacificación, por el orden filosófico y quizás por el orden político, de ese discurso amargo y partisano de la guerra fundamental.11

Justamente es la mirada histórica, la actitud genealógica frente al poder, así como el indisoluble binomio poder-resistencia, lo que permitió a Foucault explicarse el nacimiento del moderno Estado-nación occidental desde una nueva mirada: la biopolítica. Se trata de una noción que tiene el propósito de subrayar la gubernamentalidad o el ejercicio de la administración del gobierno sobre la vida de los sujetos, como el rasgo distintivo del moderno Estado-nación. El surgimiento del fenómeno de la población, a raíz de las concentraciones urbanas y la concomitante necesidad de reglamentar sus relaciones sociales y regular su vida económica, hizo necesario lo que Max Weber llamaría una profesionalización del aparato administrativo del Estado, que a su vez garantizara la seguridad y protegiera el territorio con un ejército también profesional y dirigido por un cuerpo diplomático-militar.12 Esta ruta de acercamiento al diseño institucional de los gobiernos estatales —que comprendía políticas sanitarias, judiciales, educativas, religiosas, sexuales, etcétera— y que podríamos ubicar en una dimensión macro del poder; es acompañada por el estudio local, microfísico, regional, de relaciones de poder y producciones de saber que se suscitaron en cierta época, determinado lugar, etcétera. Ambas dimensiones, lejos de negarse se yuxtaponen y entrelazan. Pues, si bien Foucault hizo mucho énfasis al estudiar la psiquiatría, la vigilancia o el castigo desde la microfísica del poder, esto es, subrayando la importancia de la disciplina en el comportamiento cotidiano para explicar el sustento de las instituciones sociales; al reflexionar el tema del Estado consideró fundamental estudiar aspectos "macro" del poder como la seguridad, el territorio y la población. Se trata de tres coordenadas que, si bien están enunciadas en la mayoría de los tratados clásicos sobre teoría política en torno del Estado, Foucault los estudia desde su emergencia genealógica, ya sea a través de la guerra de razas o de religión, acompañadas por enfrentamientos culturales, disputa de saberes, memorias locales. El Estado surge de la necesidad de controlar, organizar y administrar las demandas de una población que antes no existía y que hace su aparición con el crecimiento de los grandes centros urbanos y la actividad mercantil que habrá de dar vida al naciente capitalismo industrial.

No es por la vía de un acuerdo apacible entre individuos libres e iguales, reconocidos entre sí con los mismos derechos, como se origina el poder del Estado; sino, mejor dicho, como el conjunto de poderes que después de las batallas se van institucionalizando para intentar perpetuar la correlación de fuerzas triunfante. El Estado moderno nace de manera concomitante a un nuevo arte de gobernar en una época en que van surgiendo los centros urbanos, en que los campesinos emigran a las ciudades, el artesano se trastoca en asalariado, las ciencias contribuyen al perfeccionamiento técnico de la producción; en un momento también, en el que se registra un cisma en la Iglesia católica a propósito de la Reforma Protestante y el derecho positivo nace como una contraconducta al derecho consuetudinario o despótico de los nobles. Y nace, no desde las cortes nobiliarias que ejercían el derecho divino de gobernar; sino desde abajo, desde la espontaneidad de la sociedad ya sea por las necesidades de los burgueses para protegerse de los pobres, ya sea por parte de los asalariados para generar paliativos al mando despótico del capital. El Estado surge, así, de la necesidad de dominar una población heterogénea, cuyos intereses y ambiciones serán una fuente constante de conflictos, una población en la que, a su vez, convergen múltiples racionalidades: de producción, de castigo, de curación; en suma, de conducción de la vida. Y en esa batalla por controlar lo diferente, de esa necesidad de obedecer y ser libres al mismo tiempo, surgirá una política desacralizada, un rey que puede, como dice Maquiavelo, no ser bueno, siempre y cuando sea exitoso. A su vez, ser exitoso significa monopolizar y administrar eficientemente la violencia para defender la soberanía, esto es, el territorio, las leyes y el gobierno, tanto de intereses extranjeros como de sediciones intestinas.

Foucault, por ejemplo, presta más atención al fenómeno de la gubernamentalidad (gubernamentalité), esto es, a la técnica de la administración y la planeación, delineadas por la emergencia de la economía política, que a los soportes éticos o ideológicos del Estado. La gestación de esta racionalidad gubernamental tiene su origen en la forma que adquirió el poder en la pastoral cristiana durante el Medievo europeo. Pues así como el pastor tiene la responsabilidad de procurar a cada una de las ovejas de su rebaño, los gobiernos procurarán, mediante sus burocracias modernas, a cada uno de los individuos que integran el Estado. A este arte de gobernar, a esta técnica de procurar la vida a partir de su control, Foucault le denominó biopolítica. El advenimiento de esta forma administrativa del dominio estatal vino a desplazar esa otra forma unipersonal, jerárquica y abiertamente despótica de ejercer el poder del Estado por medio de la figura del Soberano. Se trata de un poder caracterizado por la posibilidad de hacer morir y dejar vivir; de castigar o perdonar, según su criterio o capricho en un momento en que los derechos de ciudadanía eran prácticamente inexistentes. En cambio, con el arte de gobernar que fue menester desarrollar para atender los conflictos y las necesidades de una población cada vez más dinámica y compleja en el contexto de una competencia industrial y comercial que determinaría la fortaleza de los nacientes Estados-nación, el ejercicio del poder estatal tendría como prioridad hacer vivir y dejar morir. El desarrollo de un sistema de salud pública que regulara las epidemias, la profesionalización de cuadros administrativos que fomentaran la planeación económica regulando la producción, el comercio y la previsión frente a contingencias como sequías en tierras de cultivo y la consecuente escasez de granos, el control de los índices de natalidad y mortandad, así como la profesionalización del ejército y la fuerza pública que garantice el orden y la seguridad, son algunas expresiones de dispositivos de poder que antes no existían o que no se habían generalizado y que irán fomentado formas de control social que ya no dependen de la sola investidura de quien encarnaba el poder soberano, sino de conductas disciplinarias al interior de los centros de trabajo, de la vida familiar y la vida pública.

La fábrica, la escuela, el hospicio, el hospital, la cárcel absorben ese tipo de racionalidad disciplinaria subyacente al ejército y a la institución monacal con la que los individuos se adaptan pero no deciden. Son súbditos de la medición del tiempo, de los ritmos de trabajo, del espacio urbano y su estructura, de la distribución de tareas y roles sociales. El individuo se atomiza en comportamientos que satisfacen criterios de comportamiento "normales", esto es, aceptados por una mayoría funcional. El diferente, el distinto, el pobre, el loco, la mujer, el homosexual, el rebelde son excluidos por otra parte de la sociedad que responde a valores y criterios hegemónicos. En cambio, lo que no comparte con el marxismo es que la contradicción capital-trabajo sintetice o subsuma cantidad de conflictos y problemas que responden a otro tipo de relaciones de poder.

El poder que determina el comportamiento social no responde tan sólo a una racionalidad económica, hay que explicarlo desde la construcción epistemológica de un ser cuyo pensamiento atiende a determinaciones históricas, a relaciones de poder que se encuentran más allá de las estructuras políticas, económicas o militares, y se generan y matizan en la familia, la escuela, la pareja, el trabajo, la clínica, el asilo, etcétera. Los comportamientos de una sociedad responden a procesos de larga duración, y se reproducen hasta en una especie de estructura epistémica épocal. A ello se debe añadir que los individuos también generan en sus dinámicas sociales y en sus exámenes de conciencia distintos tipos de resistencias a relaciones de poder que no se pueden conjurar con una revolución. Los seres humanos no somos, necesariamente, lo que deseamos ser. En medio hay toda una red de relaciones de poder que nos atrapan, pero con las que al mismo tiempo libramos batallas. No se trata de ganar o perder de forma definitiva, sino de participar en un juego inevitable.

En la actualidad no me parece que el fenómeno del Estado se encuentre en crisis, en el sentido de que tienda a desaparecer. Tanto a nivel mundial como regional, la figura del Estado-nación continua siendo geopolíticamente preponderante. Aunque, si bien es cierto que hoy día hay gobiernos desentendidos de políticas sociales que durante algún tiempo fueron paliativos a la pobreza y a la miseria, la disputa por los recursos del planeta continúa siendo una disputa imperial entre Estados, por la vía del dominio financiero y militar. La civilización capitalista no es otra cosa que la manifestación histórica de seres humanos en los que continúa dominando una ambición insaciable. Nosotros, como individuos y colectividades podemos incidir mínimamente en los factores que regulan el poder estatal, porque de alguna manera los reproducimos y correspondemos en la microfísica de nuestros comportamientos. Hay factores estatales como su soporte económico, su maquinaria burocrática, su constitución cultural, que no está a nuestro alcance modificar a corto plazo o por decreto. Pero ello no supone renunciar a nuestro deber ciudadano de incidir en lo que esté a nuestro alcance para procurar una vida menos cosificada y más plena. Esto deberá ser parte de la tarea de una teoría normativa. Pero ello no alterará en lo inmediato el vertiginoso poder que la técnica ha adquirido en la reproducción del capital. Se pueden librar mil batallas y estar en uno u otro bando, mas ello no nos garantiza que todos los seres humanos logren contener o borrar de la faz de su antropología pasiones como la ambición, la envidia, la avaricia o el odio.

Necesitamos realizar o actualizar una cartografía de las actuales configuraciones estatales. En ellas habrá que tomar en cuenta la concentración y redistribución del poder del capital; el poder económico y el poder de publicidad de los medios, el poder de la imagen en la generación de una formación epistémica menos reflexiva; en el caso particular de México, la respuesta o intervención del Estado en las disputas violentas por los mercados de las drogas y su ubicuidad frente a las relaciones bilaterales con Estados Unidos; estudiar la drogadicción como una expresión del poder disciplinario, funcional y sistémico del que habló Foucault; la disputa por los recursos de la tierra, entre ellos el agua; el entramado institucional a través del cual se toman y legitiman las decisiones políticas; la producción de bienes, el crédito y el consumo; la organización de la sociedad civil en la toma de decisiones y en el acotamiento al poder del Estado y del mercado.

Si el Estado no existiera la lucha por los bienes y los recursos de la tierra, sería quizás mucho más despiadada de lo que de por sí ya es. El Estado es concomitante a la existencia misma de la sociedad. No podría haber sociedad sin Estado y viceversa. Y cuando un Estado entra en crisis, por causas intestinas, se debe a que ya no logra pacificar legítimamente a una sociedad, también en crisis. En este sentido, comulgo con Michel Foucault cuando propone que el Estado es una relación de guerra permanente que se libra bajo formas en apariencia pacíficas.13 Recordemos que para el filósofo francés, la política es la continuación de la guerra por otros medios; esto significa que el Estado como espacio perentorio de la vida política no está del todo asegurado; digamos que es el equilibrio temporal de fuerzas que, mediante dispositivos de gobierno, mantiene la calma, mas no conjura tempestades.

A manera de conclusión, puedo apuntar que entiendo por Estado la organización, el control y el ejercicio del poder de una sociedad soberana cuyos integrantes se relacionan en su mayoría pacíficamente, entre otras cosas porque comparten una historia y una cultura mínimas como el lenguaje o la religión y que asumen —por temor o convencimiento— regir su conducta bajo los límites determinados por un sistema de leyes cuyo cumplimiento se garantiza por la administración de la violencia de esta misma sociedad que realizan los gobernantes. En otras palabras, el Estado es la pacificación temporal de las luchas y las batallas que, al menos potencialmente, pueden existir entre los miembros de una sociedad. Las relaciones de poder a las que hago referencia no son ni buenas ni malas, pueden adquirir formas democráticas o autocráticas, poco importa. Lo fundamental es que son la consecuencia inevitable de individuos que al perseguir su propio beneficio, chocan o se suman a los intereses de otros individuos, familias o clases de la sociedad.

 

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NOTAS

1 Véase Jacques Derrida, Fuerza de ley, Madrid, Tecnos, 1997.

2 Michel Foucault, "Nietzsche, la généalogie, l'histoire", Dits et écrits, vol. I, París, Gallimard, 2001, p. 1016. (vers. cast. "Nietzsche, la genealogía, la historia", Microfísica del poder, Madrid, La Piqueta, 1992, p. 20).

3 Friedrich Nietzsche, La genealogía de la moral, Madrid, Alianza, 2009, p. 28.

4 Michel Foucault, op. cit., p. 24 (vers. cast.).

5 Nietzsche, op. cit., p. 24.

6 Sigmund Freud, Psicología de las masas y análisis del yo, Madrid, Biblioteca Nueva, t. III.

7 Michel Foucault, "Nietzsche, la généalogie...", op. cit., p. 1014 (vers. cast., p. 20).

8 Ibid., p. 1022 (vers. cast., p. 27).

9 Ibid., (vers. cast., p. 26).

10 Véase Karl Marx, Sobre la cuestión judía, en Karl Marx y Friedrich Engels, Escritos de juventud, México, Fondo de Cultura Económica, 1987, pp. 463-590.

11 Michel Foucault, Defender la sociedad, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2000, p. 63.

12 Véase Max Weber, El político y el científico, Madrid, Alianza, 1967.

13 Michel Foucault, Defender la..., op. cit., p. 86.

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