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Argumentos (México, D.F.)

versión impresa ISSN 0187-5795

Argumentos (Méx.) vol.23 no.63 Ciudad de México may./ago. 2010

 

Diversa

 

Las raíces del populismo. Los movimientos populistas del siglo XIX en Rusia y Estados Unidos

 

Roberto García Jurado

 

Doctor en ciencia política por la Universidad Complutense de Madrid. Co–editor del libro La democracia y los ciudadanos, editado por la UAM en 2003. Es autor del libro La teoría de la democracia en Estados Unidos: Almond, Lipset, Dahl, Huntington y Rawls, editado por Siglo XXI Editores, 2009. Es miembro del SNI.

 

Resumen

Se aborda la discusión sobre el significado del concepto populismo. Más que un análisis general y comprehensivo del tema, se presta atención a los dos movimientos políticos que se han autoproclamado populistas: los populistas rusos de la segunda mitad del siglo XIX y los populistas estadounidenses de las últimas dos décadas de este mismo siglo. En cada caso se hace una descripción y análisis general, para concluir con una comparación entre ambos, que aporta una serie de elementos comprendidos dentro del concepto "populismo", que resultan esenciales para analizarlo, comprenderlo y emplearlo.

Palabras clave: populismo, granjeros, comuna, movimiento político, conspiración.

 

Abstract

Tackle the discussion about the meaning of the concept of populism. More than a general and comprehensive analysis of the topic, is necessary concentrate our attention on both politic movements that have self–proclaim populist: the Russian populist at the second half of the nineteen century and the North American populist at the last two decades in the same century. Each are generaly described and analyzed, to conclude with a comparison between both movements that contributes with several elements included inside of populism concept that are essential to analyze it, understand it and use it.

Key words: populism, farmers, commune, political movement, conspiracy.

 

Uno de los conceptos más evasivos e inasibles de la ciencia política contemporánea es el de "populismo". De ahí que su uso y empleo en el lenguaje especializado se reduzca sensiblemente, limitándose normalmente a los movimientos, partidos o regímenes políticos que, por consenso generalizado, se han definido como populistas. Por el contrario, hay una gran profusión de su uso en los ambientes no académicos, desde los contextos más coloquiales de la opinión pública en general, hasta los registros más formales y significativos del discurso político, donde se le usa sin muchos escrúpulos debido a que en este espacio tiene una connotación claramente negativa, útil para la descalificación y estigmatización del adversario.

Sin embargo, al considerar que una de las tareas básicas de cualquier campo científico es definir, clarificar y explicar los conceptos y categorías que la estatuyen, bien vale la pena abonar en este terreno, y tratar de hacer lo propio con un concepto como éste, el cual, como se ha dicho, goza de tal difusión e imprecisión. Sin embargo, dada la amplitud de una tarea como esta, me propongo únicamente analizar dos movimientos políticos que se registraron en el siglo XIX, los cuales —aunque fueron casi simultáneos— se presentaron en dos naciones tan distintas como lo eran en aquella época Rusia y Estados Unidos. Así, aunque ambos movimientos asumieron en su momento —casi podría decirse con orgullo— la etiqueta de populistas, sus diferencias intrínsecas, por una parte, y también las abismales diferencias entre uno y otro país considerados como un todo, han desalentado la comparación entre ellos, lo cual no ha permitido observar que aunque las diferencias son notables, existen también grandes similitudes que, en conjunto, pueden ayudar a dar luz no sólo sobre el origen del concepto, sino también sobre su significado contemporáneo.

Para alcanzar tal objetivo, las primeras dos partes del artículo se dedican a ofrecer, de manera compacta y abreviada, una descripción general y un análisis preliminar de estos dos movimientos políticos, abordando primero el caso de Rusia, que cronológicamente es ligeramente previo al de Estados Unidos, que se aborda enseguida. La tercera parte trata directamente la tarea de la comparación entre ambos movimientos, y explica porqué en su momento asumieron la etiqueta de populistas.

 

EL POPULISMO RUSO

Uno de los resultados menos previsibles de las guerras napoleónicas fue el surgimiento del Imperio Ruso como uno de los pilares del equilibrio internacional, sobre todo europeo, garantizado a través del orden impuesto por la Santa Alianza, de la cual Rusia era la principal inspiradora. Las enormes proporciones del Imperio, sin duda un factor determinante en la derrota de Francia, facilitaron la formación de un numeroso y potente ejército —en 1816 llegaba a los 800 mil hombres—, superando con claridad a los del Reino Unido, Francia, Prusia y el del Imperio Austriaco juntos.1

Evidentemente, el costo de sostener un ejército de esta magnitud representaba toda una sangría para las finanzas del Imperio, que debían destinar para su sostenimiento poco más del 50% de los ingresos totales, lo cual dejaba al Estado en malas condiciones financieras para enfrentar el resto de sus gastos.

Como resultado indirecto de las campañas napoleónicas, Rusia se convirtió también en la patria del conservadurismo y el espíritu contrarrevolucionario, obstruyendo el camino para cualquier programa o acción reformadora en el terreno social, económico y político. Esta cerrazón pronto haría sentir sus estragos en varios de los aspectos vitales del país: mientras el siglo XIX fue el escenario de un despegue espectacular en el desarrollo económico y social de Europa, para Rusia representó esencialmente atraso y estancamiento. Baste considerar que mientras el producto interno bruto per cápita del Reino Unido y Alemania casi se duplicó entre 1830 y 1870, Rusia apenas consiguió un incremento del 50%; en tanto el resto de Europa daba pasos acelerados y agigantados en la modernización social, Rusia conservó hasta 1861 una de las instituciones feudales más anacrónicas, la servidumbre, siendo el último país europeo en abolirla; además, como un pesado lastre, el Imperio arrastró hasta entrado el siglo XX una de las autocracias más cerradas e intolerantes.

En 1750 la sociedad y la economía rusas no se diferenciaban mucho de las del resto de Europa, pero en el transcurso de un siglo, para 1850, se había producido ya una brecha abismal, la cual se evidenciaría en la Guerra de Crimea (1854–1856), cuando se hizo patente el declive del poderío ruso. Ahí, la enorme desproporción entre la tecnología de guerra de aliados y rusos determinó en buena medida el rumbo de los acontecimientos. En este conflicto, los soldados rusos se encontraban en una franca desventaja frente a sus oponentes franceses e ingleses; mientras aquéllos disponían de rústicos mosquetes de chispa con un alcance promedio de 200 metros, éstos estaban ya equipados con modernos rifles cuyo alcance llegaba a los mil metros. De la misma manera, en el transcurso de ese mismo siglo, la productividad agrícola cayó en picada: en 1770 el rendimiento promedio de la tierra era de cinco tantos por unidad agrícola, para 1860 había caído a 2.5:1, sin visos de mejora.2

Todo esto ocurría en el seno de una sociedad fragmentada por las más profundas desigualdades. Las clases medias que habían comenzado a aparecer en el resto de Europa y que rápidamente transformaron la composición y densidad del cuerpo social de las nacientes sociedades industriales, en Rusia eran casi inexistentes, perpetuando así el abismo de diferencias que separaban a una nobleza afrancesada e insensible de una enorme masa de campesinos pobres e incultos que en su enorme mayoría seguían sometidos al régimen de servidumbre.

A contracorriente de lo que ocurría en el resto de Europa, en Rusia la servidumbre se conservaba; más aún, se había ido fortaleciendo al correr los primeros siglos de la modernidad, de modo totalmente contrario a lo que había ocurrido en Occidente. Desde el siglo XVI se comenzó a percibir este fortalecimiento y endurecimiento del régimen de servidumbre. En esa época, amplias regiones del Imperio comenzaban a dar muestras del agotamiento en su productividad agrícola, originada las más de las veces en el empobrecimiento de la tierra, lo cual orillaba a muchos campesinos a buscar tierras más fértiles, lo que implicaba encontrar nuevos señores. La repetición de estos fenómenos provocó en muchos sitios el endurecimiento de las condiciones de la servidumbre, y con ello las fugas y evasiones de los siervos crecieron en la misma medida. La situación se agravó de tal modo, que a finales del siglo XVI se decidió suprimir el derecho que los campesinos tenían de cambiar de señor una vez al año.

Desde la época medieval, cada día de San Miguel, los campesinos podían hacer esta sustitución; sin embargo, dada la creciente movilidad y evasión de los siervos, se declaró en 1580 un "año prohibido" para realizar dicho cambio, lo cual se repitió en los siguientes años hasta que dicho derecho desapareció en la práctica. Así, lo que se había realizado por la vía de los hechos se consumó con el Código de 1649, el cual establecía una serie de prerrogativas para los propietarios de siervos que anulaba fácticamente casi todos los derechos de estos últimos.3

A partir de entonces, los siervos quedaron prácticamente en la indefensión. Los señores no sólo podían imponerles un aumento en los servicios personales, que gradualmente pasaron de una media de tres días a la semana a cuatro o cinco, sino que adquirieron el derecho de autorizarles su matrimonio, castigarlos penalmente e incluso imponerles la pena capital.

A partir del siglo XVIII una parte sustancial del campesinado vio aliviadas en alguna medida sus condiciones, en tanto que el Estado comenzó a ampliar su tenencia de siervos y otorgarles condiciones menos opresivas. Sin embargo, la situación de penuria del campesinado ruso se sostuvo hasta el siglo XIX, cuando en 1861 se decretó por fin la emancipación de los siervos.4

Este desesperante retardo en la liberación de la servidumbre no se dio, por supuesto, de manera espontánea o gratuita. Desde el siglo XVIII se venían registrando en toda Rusia una serie de rebeliones y estallidos violentos protagonizados por campesinos que habían culminado frecuentemente con el asesinato de muchos propietarios. Por ejemplo, en el periodo inmediato anterior, entre 1828 y 1848, se habían registrado en promedio siete asesinatos por año. La legendaria rebelión de Pugacev en 1773 se guardó en la memoria colectiva como emblema del potencial explosivo que se iba acumulando a medida que se aplazaba la ansiada emancipación.5

El mismo golpe de Estado fallido que emprendieron los decembristas en 1825 mostró, como se hacía cada vez más evidente, la anacronía de la sociedad rusa y de la autocracia reinante. Sus protagonistas —oficiales de alto rango que habían conducido a los ejércitos zaristas hasta el mismo corazón de Francia, donde permanecieron por un prolongado periodo estableciendo contacto con una gran parte de la sociedad culta francesa y las ideas más avanzadas del momento— albergaban ideas reformistas y exaltaban idílicos principios republicanos de la historia rusa.

La derrota de los decembristas, cuya rebelión fue sofocada por el mismo Nicolás I en persona, pareció endurecer el rostro de la autocracia que en los decenios posteriores se mantuvo imperturbable. Ni las mismas revoluciones de 1848, que sacudieron prácticamente a toda Europa, parecieron hacer alguna mella en el vasto Imperio, que dentro de sus fronteras y en toda su extensión no experimentó alteración alguna. Por el contrario, al parecer los acontecimientos de 1848 hicieron temer a la autocracia rusa correr una suerte similar a la de sus contrapartes europeas, por lo que en los años que siguieron se emprendió una ola represiva y de censura que sólo pareció olvidarse en alguna medida con el inicio de la Guerra de Crimea.6

En 1861 llegó por fin el tan anhelado decreto de emancipación. No obstante, las condiciones en las que se otorgó produjeron una total decepción. El mismo edicto de liberación resultaba pasmante, pues constituía un documento confuso y nebuloso de 360 páginas que lo hacían poco comprensible y prácticamente impenetrable para la gran masa del campesinado. De todo ello, lo que quedaba claro era que los nobles debían ser indemnizados por la tierra que se adjudicaría a los siervos; los campesinos debían aportar inicialmente 20% del valor de la tierra y el restante 80% lo pagarían a un plazo de 49 años con una tasa anual del seis por ciento.7

El decreto parecía tan inverosímil ante los ojos del campesinado, que se llegó a creer que constituía una falsedad creada por los popes y autoridades locales, quienes ocultaban los verdaderos términos de la emancipación. El descontento fue de tal magnitud que el mismo año de la proclama se registraron casi 300 revueltas o desórdenes protagonizados por los campesinos descontentos, los cuales, aunque en menor número, se repitieron en los años subsiguientes.

Lejos de resolver el problema de la servidumbre y la tenencia de la tierra, el edicto creó condiciones para que en el seno de las aldeas se formara una élite de campesinos prósperos, los kulaks, que al paso del tiempo fueron apoderándose de una porción territorial mayor, al grado de que en los albores del siglo XX estos personajes resultaban casi tan odiados como la misma nobleza. No fue sino hasta 1905 cuando se abolieron los pagos de indemnización que debían hacer los campesinos y se inició entonces una política estatal encaminada a la formación de pequeños propietarios independientes, dando fin así a la tradicional promoción de la comuna campesina que había caracterizado al régimen zarista.

La desilusión y desencanto producido por los términos en los que se concedió la emancipación, no sólo provocó disturbios campesinos, sino que también alimentó una efervescencia nunca antes vista en muchos otros estratos de la sociedad, específicamente en los ambientes universitarios e intelectuales, cuna del populismo en la década de 1870.

Antes de abordar directamente el contenido del populismo ruso, valdría la pena decir algo acerca del ambiente intelectual que le precedió, el cual a grandes rasgos puede caracterizarse a partir del enfrentamiento entre eslavófilos y occidentalistas.8

Suele llamarse eslavófilos a una serie de intelectuales cuya actitud común se distinguía por la exaltación de los valores tradicionales rusos; podría decirse que se trataba de un romanticismo conservador y, en cierto modo, hegeliano, que ensalzaba las peculiaridades del pueblo ruso. Parte de esa peculiaridad radicaba en que, contrastando con el resto de los pueblos europeos, Rusia no había sido conquistada ni influida por Roma; más aún, para los eslavófilos un rasgo prominente de la identidad rusa radicaba en su cristianismo profundo y la conservación de la Iglesia ortodoxa. Para una vertiente de esta eslavofilia, una de las mayores virtudes de la autocracia era la defensa de la libertad, concebida como la liberación del pueblo ruso para ocuparse de los engorrosos asuntos políticos, los cuales eran puestos en manos de la autocracia para librar de esta carga al resto de la sociedad. Por supuesto, este es un concepto muy peculiar de libertad, ya que la considera simplemente una carga y una ocupación estéril para el pueblo común, lo cual, ante nuestra perspectiva contemporánea, no puede tomarse en serio, ya que más pareciera una justificación cínica de los gobiernos autocráticos. Así, pensadores como Ivan Kireevski, Aleksei Khomiakov y Konstantin Aksakov dieron forma a esta doctrina que despuntó a mediados de siglo para devenir después en lo que podríamos llamar el paneslavismo.9

El otro polo de la disputa estaba representado por los occidentalistas, una serie de intelectuales herederos de la Ilustración que concebían la historia rusa como el desarrollo de la autonomía y la libertad individual, guiada por un espíritu de racionalización de la vida social. De entre todos ellos merece una mención especial Alexander Herzen, una de las personalidades más influyentes no sólo de este movimiento, sino de toda la cultura rusa de mediados del siglo XIX.

Herzen, hijo ilegítimo de un miembro de la nobleza emparentado con los Romanov, enfrentó la cerrazón política de la autocracia desde su juventud. En 1847 salió de Rusia con rumbo a París, donde vivió los acontecimientos revolucionarios de 1848 con sumo apasionamiento. Sus ideas revolucionarias parecían verse realizadas frente a sus propios ojos. Sin embargo, los fracasos de estas revoluciones le infundieron un gran desencanto, tanto así que sus ideas revolucionarias se transformaron en reformistas y liberales. Como Marx, confiaba en la implantación del socialismo, pero a diferencia de él, creía que Rusia tenía todas las condiciones para ser el primer país europeo que instaurara tal régimen. Esto se debía en buena medida, y también contrariamente a Marx, a que no apostaba a un socialismo proletario, sino a un socialismo esencialmente campesino, un socialismo ruso, el cual dadas las condiciones sociales de Rusia, podía implantarse ahí de manera exitosa. Esta inclinación de Herzen se debía en buena medida a su confianza ilimitada en las posibilidades de la comuna campesina, cuyas potencialidades se podían explotar plenamente en Rusia gracias a la carencia de una firme tradición jurídica de la propiedad privada.10

Exiliado en Londres, una de las empresas mejor conocidas de Herzen fue la publicación, a partir de 1856, del periódico Kolokol (La Campana). Este periódico, que Herzen publicó apoyado por Nikolai Ogarev —quien puede considerarse uno de los principales precursores de la ideología populista— pronto se convirtió no sólo en el centro de encuentro para los disidentes rusos, sino en punto de referencia obligado para la opinión pública dentro del Imperio. Más aún, dado que llegó a publicar documentos del régimen de gran confidencialidad y delicadeza, los mismos gobernantes rusos le prestaban mucha atención.11

Aparte de las enormes diferencias que había entre eslavófilos y occidentalistas, una cosa tenían en común, que era su alta valoración de la comuna campesina. Tal vez porque unos apreciaban las relaciones precapitalistas que preservaba y otros sus potencialidades para instaurar un colectivismo socialista racional, pero lo que yacía en el sustrato era que la comuna campesina era considerada un baluarte de la sociedad rusa, lo que constituiría también el tuétano del populismo por venir.

El populismo resume en buena medida el ambiente político, económico y social de las décadas precedentes. En esencia se trató de un movimiento intelectual con inspiraciones revolucionarias cuya característica más sobresaliente era su confianza en la comuna campesina como base de una nueva organización social. Como ha podido verse, la comuna campesina ocupaba un lugar destacado en la historia social y política de Rusia, por lo que todavía a finales del siglo XIX era considerada un depósito de tradiciones y potencialidades. Sin embargo, la valoración que le otorgaban los populistas era excesiva, al grado de llegar a idealizarla. No obstante, esta idealización involucraba también una importante fuente de paternalismo, ya que una buena parte de los populistas no podían imaginar al campesinado de otro modo más que como un menor de edad necesitado de protección, educación y conducción.12

Bien puede presentarse al populismo ruso a partir de dos vertientes fundamentales: una organizativa y la otra ideológica. La primera está representada por la organización Zemlia i volia (Tierra y libertad), fundada en 1874. Se trataba de una organización compuesta por un conjunto de agitadores revolucionarios integrados en buena medida por estudiantes universitarios. En las décadas precedentes se habían creado en San Petersburgo, Moscú y varias ciudades más, una serie de sociedades secretas de la más diversa orientación, muchas de ellas de carácter anarquista o revolucionario, de modo que Zemlia i volia parecía ser una más, aunque a diferencia de las otras llegó a calar más profundo en el movimiento revolucionario ruso.13

La vida de Zemlia i volia fue relativamente breve. En 1878 comenzaba a dar muestras de desintegración. En 1879 se escindieron dos grupos que dieron origen a otras dos organizaciones de carácter dispar: Reparto negro, cuyas posiciones eran más reformistas y liberales, de donde emergió posteriormente la figura de uno de los primeros marxistas rusos, Jorge Plejanov;14 y La voluntad del pueblo, de ideología y métodos más radicales, sostenedora de una estrategia terrorista que cuenta entre sus principales hazañas el asesinato del zar Alejandro II en 1882.

En la vertiente ideológica del populismo destacaban sobre todo las ideas de Lavrov y Mijailovski. Ambos pensadores, resumiendo la posición teórica del populismo en esta materia, desdeñaban el modelo de desarrollo económico y social de Europa occidental. Consideraban que el capitalismo, lejos de ser un avance en la historia de la humanidad, constituía un deplorable retroceso.15

Las críticas más puntillosas de Mijailovski se dirigieron en contra de una de las instituciones capitalistas más importantes: la división social del trabajo. En contra de los planteamientos de pensadores tan disímbolos como Marx y Spencer, que en este terreno coincidían en atribuir a la división del trabajo una función relevante en el desarrollo de la humanidad, Mijailovski la identificaba como la fuente de innumerables males sociales. Su defecto esencial radicaba en propiciar la fragmentación de la sociedad humana, pues convertía al individuo sólo en un apéndice del organismo social. Consideraba que sólo en una sociedad homogénea e igualitaria la humanidad podía desarrollarse en toda plenitud.16

Aunque Mijailovski fue uno de los primeros pensadores que acogieron con agrado las ideas marxistas, principalmente el análisis económico contenido en El capital, combatía los principios del materialismo histórico que reducían las acciones humanas a piezas de un engranaje movido por una serie de leyes históricas objetivas. Tal vez por ello su pensamiento ha sido descrito frecuentemente como sociología subjetivista, en tanto que atribuía a las acciones individuales una relevancia mayor que otras teorías denominadas objetivas.17

Aunque los populistas en general fueron los primeros que dieron la bienvenida a Rusia de la ideas marxistas, fue precisamente el marxismo el que etiquetó de una manera directa y sintética el contenido teórico e ideológico del populismo. Es decir, aunque la mayor parte de los autores populistas coinciden de manera más o menos general en dos o tres dogmas básicos, es bastante difícil hacer un compendio o Resumen general del contenido del populismo ya que abundan los matices, divergencias y aun contraposiciones. Sin embargo, a despecho de todo ello, las posturas polemistas del marxismo, principalmente las de Lenin, fueron las que identificaron claramente los principios teóricos e ideológicos del populismo que había que combatir.18

La crítica más radical que hace Lenin del marxismo es la de presentar al populismo como una ideología pequeñoburguesa, que idealiza en extremo la vida económica de la comuna campesina, al grado de imaginar que a partir de ella puede germinar una sociedad socialista más igualitaria. En este sentido, mientras los populistas apostaban por un tránsito al socialismo directo, a partir de la comuna campesina, sin pasar por la etapa capitalista, los marxistas sostenían, como su mentor, que el capitalismo era una etapa insuperable del desarrollo de la sociedad tendiente al socialismo; mientras los populistas veían en la división social del trabajo un principio ajeno, artificial y patógeno en la vida de la comuna campesina, los marxistas lo veían como una expresión natural, espontánea y necesaria de la evolución social rusa.19

El periodo ortodoxo del populismo, de 1860 a 1890 aproximadamente, estuvo marcado por la cercanía de este movimiento e ideario político al anarquismo, al terrorismo y a impulsos revolucionarios de diverso tipo; sin embargo, a partir de la década de 1890 se comenzó a observar una declinación tanto ideológica como organizativa del populismo ortodoxo. Ciertamente, una vertiente del populismo llegó todavía al siglo XX, pero se trató esencialmente de lo que se llamó el populismo liberal o más generalmente el populismo legal, cuyos exponentes más destacados fueron V. Voronstov y Nikolai Daniel'son. La característica más sobresaliente de éste era que se trataba de un populismo no revolucionario, es decir, de un populismo que ponderaba ciertamente las virtudes de la comuna campesina, pero a cuya defensa invocaban más que la autoorganización o la transformación completa de la estructura social, la intervención del Estado para protegerla, promover iniciativas económicas que la fortalecieran y formular una estrategia de desarrollo económico que la tomara como base.20

Los acontecimientos revolucionarios de 1917 alteraron de manera durable los términos teóricos e ideológicos de esta polémica aunque, como es bien sabido, la situación de los campesinos y su vida comunitaria no se resolvió con el nuevo régimen, aunque eso es materia de otra discusión.

 

EL POPULISMO ESTADOUNIDENSE

Las últimas cuatro décadas del siglo XIX constituyeron un periodo de enorme transformación económica y social para los Estados Unidos. Baste considerar que de 1860 a 1900 la población total pasó de 31 a 75 millones de habitantes. En estos años el país experimentó un vertiginoso desarrollo industrial que transformó la estructura que tenía a mediados de siglo, cuando su industria era más bien incipiente y la economía recaía casi por completo en el sector agrícola. Como contraparte de ello, a mediados de siglo la población era predominantemente rural, en tanto que para fines de éste la urbanización había hecho notables progresos, sentando las bases de las grandes metrópolis que se crearon en el siglo XX, de las cuales ya daban claros indicios Nueva York y Chicago, que entre 1860 y 1914 pasaron de 850 mil a cuatro millones de habitantes y de 110 mil a dos millones, respectivamente.

El desplazamiento del sector agrícola que se da en este periodo tiene serias implicaciones económicas y sociales. Por principio, la pérdida de la primacía que hasta entonces había tenido la actividad agrícola significó también un claro desplazamiento social en la concentración de la riqueza. Como ejemplo de este dramático cambio, basta considerar que para 1900 los granjeros tenían menos de la mitad de la riqueza nacional que habían llegado a acumular en 1860, de la misma manera que había decrecido su proporción en la fuerza de trabajo, dado que en 1900 sólo cuatro de cada 10 personas estaban empleadas en el sector agrícola, mientras que en 1800 eran tres cuartas partes.21

Sin embargo, no sólo disminuyó el peso relativo de la agricultura, sino que todo el sector se modificó. Podría decirse que durante este periodo se observó el tránsito de la agricultura tradicional a la comercial, de la producción rudimentaria a la mecanización de la producción, y del autofinanciamiento del agricultor a su integración en las redes del crédito bancario y financiero.22

En este periodo se da también la irrupción de la producción agrícola del oeste y de las Altas Planicies, compitiendo directamente con la del medio oeste y el este, a la que llegó a desplazar en alguna medida. A esta creciente competencia interna que debía enfrentar el granjero tradicional, se sumó la cada vez más intensa competencia internacional, propiciando una enorme depresión de los precios de los productos agrícolas que se hizo sentir con más intensidad en la década de 1880, la cual puso en jaque a la economía rural.23

La crisis económica que afectó a la economía estadounidense en estos años parecía tocar fondo cuando en 1887 sufrió una grave deflación acompañada de una severa sequía, lo cual arreció el malestar social en contra de la política gubernamental que había suprimido la circulación monetaria de la plata, ya que ante la depresión de los precios agrícolas y la deflación en el conjunto de la economía, la explicación más sencilla para el granjero medio era que el problema obedecía a la "escasez de dinero", a la insuficiencia de medios de pago, por lo que la acuñación de la plata parecía ser una solución más que obvia.24

Desde 1861, cuando Lincoln puso en circulación los billetes sin convertibilidad al oro, que después se denominarían greenbacks25 con el fin de financiar el déficit del gobierno de la Unión, la cuestión monetaria se convirtió en uno de los principales puntos de tensión en la política económica. La disputa en torno a los greenbacks no sólo implicaba una toma de posición sobre la facultad del gobierno federal para imponer una moneda de curso legal y ejercer su soberanía indiscutida en el manejo de la política monetaria, también significó un posicionamiento político y social, ya que los greenbacks eran generadores directos de inflación, que aligeraba los pagos de la deuda de toda la población deudora, en tanto que el rechazo de los greenbacks, sintomáticamente apoyado por los republicanos, favorecía en general a las entidades acreedoras, principalmente a los bancos y las grandes empresas, en tanto que podían esperar así el pago de sus capitales —con sus respectivos intereses— sin que la inflación hiciera mella en su valor.26

Adicionalmente, la tasa de la inmigración se había sostenido en altos estándares desde 1840, lo cual no podía sino irritar y atemorizar más al agricultor promedio, quien veía en los recién llegados una competencia más que incómoda y desleal, ya que los inmigrantes se incorporaban siempre en las peores condiciones económicas y salariales, deprimiendo todavía más los ya castigados precios agrícolas. Esta animadversión en contra de la inmigración creció notablemente en la década de 1880, ya que si bien había sido alta en las tres décadas anteriores, promediando un poco más de dos millones de inmigrantes en cada una de ellas, en esa década rebasó los cinco millones.27

Hasta ese momento, la realidad del agricultor tradicional se asemejaba mucho a la imagen mítica y heroica del granjero emprendedor y autosuficiente aislado en las inmensas praderas del medio oeste estadounidense. Un personaje que los populistas llegaron a idealizar al grado de considerarlo no sólo la base de la existencia biológica de la sociedad, en tanto que todos sus alimentos tenían este origen, rememorando la primigenia argumentación fisiocrática, sino también por considerarlo la base de la democracia estadounidense ya que, asumiendo las presunciones jeffersonianas de su sencillez y virtud cívica, sólo un ciudadano de este tipo —independiente y autónomo— podía sostener al gobierno democrático. Además, si durante casi todo el siglo XIX el granjero estadounidense se consideró a sí mismo baluarte de la democracia, no fue sólo por considerarse heredero del espíritu de los padres fundadores, sino también por su número, ya que al ser la mayoría de la población, resultaba más contundente aún su autovaloración como soporte de la democracia, lo cual comenzó a cambiar hacia el último cuarto del siglo. Sin embargo, su progresiva incorporación a la economía nacional pronto lo enfrentó a cuatro grandes entidades que no podían parecerle sino perniciosas y perversas: el gobierno, los bancos, los ferrocarriles y los partidos.28

La incorporación creciente de la agricultura a los circuitos comerciales nacionales e internacionales implicó una mayor carga impositiva, una mayor necesidad de crédito bancario y una franca dependencia de los medios de transporte. Ante los ojos del agricultor, sus problemas provenían en buena medida de ese gobierno que no podía presentarse sino con la imagen de la corrupción y el dispendio; de los grandes bancos radicados fundamentalmente en el este y de las voraces compañías ferroviarias que elevaban sin control ni medida las tarifas de transportación. Esta tosca percepción del agricultor medio no carecía de ciertos fundamentos. Por ejemplo, entre 1889 y 1892 se ejecutaron más de 100 mil hipotecas, y hasta 1890 el gobierno había conferido a las compañías ferroviarias más de 73 millones de hectáreas, más del doble de las que se habían otorgado a los homesteaders (32 millones), es decir, a los beneficiarios de la Ley Homestead impulsada en 1862 por Lincoln, cuyo propósito había sido crear y fortalecer el segmento de los pequeños productores agrícolas.29

Ante los ojos de la gente común, el gobierno favorecía impúdicamente los intereses privados en detrimento del bien común. Más todavía, en esos años que se crearon grandes fortunas en Estados Unidos y se forjaron leyendas como las de Andrew Carnegie, J.P. Morgan, John D. Rockefeller, Leland Stanford o Cornelius Vanderbilt, había una difundida percepción social de que el gobierno sacrificaba el bien del país a las fortunas individuales. En palabras de James D. Weaver, quien fuera candidato del Greenback Party en 1880 y después también candidato presidencial de los populistas en 1892:

La concesión de las funciones soberanas del gobierno a los individuos privados es una vergonzosa traición a un fideicomiso sagrado. El ultraje culmina y el descontento general pronto sobreviene cuando aquellos poderes soberanos son utilizados para la acumulación de inmensas y sombrías fortunas privadas.30

Luego del largo periodo de hegemonía de los republicanos, quienes controlaron la Presidencia de la República en las dos décadas que siguieron a la guerra, y de su claro sesgo hacia los intereses empresariales del este, los agricultores no podían ver en los partidos nacionales existentes sino una maquinaria infernal de control político totalmente ajena a sus problemas e intereses. Desde este periodo se consolidó el sistema bipartidista estadounidense que se convirtió en una verdadera fortaleza casi inexpugnable frente a cualquier intento de innovación y cambio político.

Este contorno económico y social alimentó un enorme descontento social, cuyo principal escenario fue el campo. Ahí se comenzó a gestar un importante movimiento político y social cuya culminación fue la creación del Partido del Pueblo en 1892, comúnmente llamado populista, que irrumpió ese mismo año en la escena política participando activa y exitosamente en las elecciones nacionales.31

No obstante, y a pesar de que podría decirse que 1892 fue el gran año del populismo, la efervescencia en el medio rural estadounidense venía gestándose desde mucho antes. En realidad había ya dos notables antecedentes de organización social y política campesina. El primero de ellos fue el denominado de la Grange, una especie de organización campesina mutualista creada a partir de una iniciativa del presidente Johnson, que tenía como propósito justamente fomentar la cooperación e integración en el medio rural. Aun cuando la primera Grange se fundó en 1868, para 1875 había más de 20 mil, agrupando a más de 800 mil granjeros.32

Aunque esta organización campesina pronto entró en declive, sentó importantes precedentes para el surgimiento de otro tipo de organización, las denominadas Farmer's Alliances, que proliferaron en la década de 1880 y rápidamente atrajeron una numerosa membrecía. A diferencia de la orientación netamente social de la Grange, las Alliances tenían una vocación claramente política, propugnando en contra del proteccionismo aduanero, los bancos nacionales y favoreciendo un impuesto sobre la renta más progresivo.33

La clara orientación política de las Alianzas estaba sustentada en un amplio esfuerzo cooperativista que trataba de hacer frente tanto a las elevadas tarifas del transporte como a la dependencia financiera frente a los bancos. Además, un elemento destacable de la estrategia de las Alianzas fue su intento por generar una nueva cultura política e incidir directamente en la educación e instrucción política de los granjeros. En este sentido, un recurso muy común de estas Alianzas fueron los conferencistas, muchos de ellos itinerantes, que a la manera de los predicadores religiosos característicos del periodo, divulgaron una gran cantidad de información y propaganda política.34

En este escenario y con estos antecedentes se fundó, en 1992, el Partido del Pueblo, cuya plataforma política planteaba la acuñación ilimitada de la plata; la confiscación de la tierra en manos especulativas y absentistas; el impuesto progresivo sobre la renta; reducción de la jornada laboral; reformas al sistema electoral —voto secreto, plebiscito, elección directa de senadores, etcétera—; reducir la corrupción de las grandes compañías; propiedad estatal de los ferrocarriles, teléfonos y telégrafos, y la restricción de la inmigración.35

Muchas de estas demandas ya habían sido presentadas antes por las Farmer's Alliances, el Greenback Party, los Knights of Labor y otras tantas agrupaciones. Sin embargo, fueron los populistas quienes no sólo las elevaron a un nivel de plataforma presidencial, sino que las convirtieron en todo un estandarte de lucha política y social.

Esta plataforma política ha sido muy discutida y analizada dada su heterogeneidad. Ciertamente, contrasta, por un lado, la controvertida petición para la acuñación ilimitada de la plata con las demandas sobre el sistema electoral y la mayor intervención estatal en la economía. La primera de ellas se encadenaba con la larga y compleja polémica originada por los greenbacks y alineaba en un mismo bando, entre una enorme multiplicidad de actores, a los granjeros deudores que sufrían la contracción monetaria con los propietarios de las minas de plata, enturbiando la claridad, pertinencia y utilidad de una decisión de este tipo para el conjunto de la economía estadounidense. Contrastando con esto, los populistas incorporaron a su plataforma política presidencial demandas sobre el sistema electoral y la intervención estatal en la economía, que pueden llegar a sorprender por su radicalidad y pertinencia, al grado de presentarlos no sólo como auténticos defensores de las causas sociales más legítimas enarboladas durante el siglo XIX, sino como visionarios y promotores de las reformas políticas que a la postre dieron origen a un régimen más democrático. No obstante, y para confirmar la heterogeneidad referida, también hay que reconocer que los populistas albergaron exigencias tan cuestionadas como la petición para reducir la inmigración, lo que de un modo u otro les ha valido atraerse la atención como precursores del macartismo, el antisemitismo y la xenofobia.

Como puede verse con esta plataforma electoral, los populistas no hacían sino expresar el descontento de una parte importante de la población, particularmente de ese conjunto de granjeros y agricultores que se sentían víctimas de las grandes corporaciones bancarias y ferroviarias, de los partidos políticos nacionales y del gobierno federal, e incluso de los gobiernos extranjeros. Así, no podían tener otra percepción sobre el origen de sus problemas más que como producto de una enorme conspiración en su contra, en la que participaban todas estas entidades.36

Los populistas presentaron en 1892 como candidato a la Presidencia de la República a James B. Weaver, quien obtuvo más de un millón de votos, lo que representó 9% de la votación emitida, el mismo candidato que había presentado el Greenback Party en 1880, aunque en aquella ocasión sólo había obtenido 300 mil sufragios, cantidad muy distante del millón de votos que había conseguido el Partido en las elecciones intermedias de 1878, punto máximo que había alcanzado cualquier tercer partido desde la guerra, y que no se repitió hasta 1892 con los populistas, lo que les permitió enviar cinco senadores y 10 representantes al Congreso y ganar tres gubernaturas: Colorado, Kansas y Dakota del Norte.37

En las elecciones de 1896 los populistas se aliaron con los demócratas y no alcanzaron ni una cuarta parte de los votos obtenidos en las elecciones previas, iniciando un declive que los llevaría a su desaparición a principios del siglo XX.

Estos resultados son muy significativos debido a que los populistas fueron el único desafío considerable al sistema bipartidista en las dos o tres décadas finales del siglo XIX; sin embargo, la consolidación del sistema bipartidista y la adopción por parte de los demócratas de algunas de las ideas más relevantes de la plataforma populista terminaron por desplazar en los primeros años del siglo XX a este movimiento de la escena política estadounidense.

El cierre de esta etapa no sólo significó el fin de la época populista, sino también el paso culminante en la consolidación del sistema político estadounidense, el cual a pesar de que en las elecciones de 1912 y 1924 vio alterado en alguna medida el funcionamiento de su sistema bipartidista, debido fundamentalmente al desafío de progresistas y socialistas, respectivamente, incorporó de manera más eficiente a las asociaciones civiles y grupos de interés como mecanismos eficientes de expresión política. Para calibrar en alguna medida esta modificación, baste considerar que en 1928 había aproximadamente 58 mil organizaciones agrícolas, en tanto que en 1890 había apenas poco más de cien.38

A la etapa populista de fines del siglo XIX le seguiría la época del progresismo, una época cuyos protagonistas principales ya no serían los granjeros, sino, sobre todo, las más educadas y acomodadas clases medias, esas mismas clases que una generación antes habían llegado a ver a los populistas casi con horror, atribuyéndoles un carácter anarquista o socialista que en la realidad nunca tuvieron, y que a pesar de ello fueron los precursores de muchas iniciativas políticas que se materializaron en los albores del siglo XX.

 

LA ESENCIA DEL POPULISMO

Luego de estos dos breves recuentos y descripciones de los movimientos populistas en Rusia y Estados Unidos puede apreciarse que, en efecto, existen claras diferencias. No obstante, también pueden destacarse notables similitudes, muchas de las cuales ya se han enunciado implícitamente, pero bien valdría la pena enumerarlas ahora más claramente.

Por principio, habría que considerar que se trata de dos movimientos que tienen como eje indiscutible al campesinado. No puede decirse sencillamente que se trata de dos movimientos campesinos, sino sólo de que el campesinado es el eje central, dado que mientras que en Estados Unidos se trató de un movimiento auténtico de agricultores y trabajadores del campo, en Rusia fue sobre todo un movimiento de intelectuales, universitarios y revolucionarios profesionales que tenían como motivación principal educar, orientar y dirigir e, incluso, mezclarse con el campesinado.

En efecto, no podría decirse en modo alguno que el populismo ruso fuera un movimiento popular, ya que se trató esencialmente de un movimiento, de una corriente intelectual. Y aunque en general se ha tratado al populismo estadounidense como un movimiento netamente popular, no estaría mal advertir que era de un campesinado muy particular, ya que no se trataba esencialmente de jornaleros o peones agrícolas, sino que una buena parte estaba compuesta por granjeros independientes, pequeños propietarios agrícolas que, en muchas ocasiones y en comparación con otros campesinos del mundo occidental, tenían propiedades de no tan pequeñas proporciones.

No obstante, una regularidad mucho más clara es que en ambos casos se parte de una idealización del mundo rural, de la economía natural, de una vida sencilla, aislada y pacífica. Esta idealización descansaba ciertamente en dos principios sociales diferentes, dado que mientras que para los estadounidenses exaltaba un individualismo extremo, para los rusos se trataba de salvaguardar un comunitarismo holístico. Sin embargo, a pesar de estos puntos de partida diferentes, ambos movimientos se originaron en buena medida por su rechazo a la industrialización y urbanización que ya por entonces estaban experimentando ambas sociedades. Los populistas estadounidenses experimentaban una angustia que no sólo provenía de las dificultades económicas inmediatas, sino también de la incertidumbre por encontrar acomodo en un mundo dominado crecientemente por las grandes ciudades, los grandes bancos, los grandes empresarios, las grandes empresas ferroviarias, es decir, un entorno que desde cualquier perspectiva les resultaba amenazante. Los populistas rusos no temían tanto al gigantismo como a los efectos disolventes que atribuían a la división del trabajo que genera de manera espontánea la industrialización capitalista. En esta disociación encontraban un principio de disolución social de una entidad como la comuna campesina, la cual era parte del paisaje rural ruso desde tiempos inmemoriales, y a la que atribuían no sólo un principio igualitario, sino el mecanismo de defensa de la autonomía, unidad e integridad del ser humano; a fin de cuentas, la autonomía individual buscada por otros medios.

A pesar de las voces discordantes al respecto, ambos populismos estaban inspirados por una utopía retrospectiva. Los rusos anhelaban el retorno a una mítica comunidad agrícola igualitaria y en total armonía con la naturaleza, mientras que los estadounidenses buscaban reinstaurar las óptimas y supuestas condiciones de bonanza, desarrollo y frugalidad previas al estallido de la guerra.

En ambos casos se aprecia también una exaltación valorativa de la gente común, del hombre sencillo, del pueblo, que posee virtudes carentes en otros sectores sociales, sobre todo en los gobernantes y acaudalados. De ahí deriva evidentemente una profunda desconfianza y resentimiento en contra de las élites sociales, económicas y políticas: los rusos respecto de la nobleza y el zar, los estadounidenses frente a los grandes banqueros, empresarios y políticos.

De esta confianza en la gente común se desprende el que quizás sea el rasgo definitorio de este tipo de populismo, esto es, la intención de transferir el poder del Estado al pueblo. En el vocabulario político estadounidense contemporáneo, a diferencia de lo que ocurre en muchas otras latitudes, el populismo tiene todavía ese significado sustancial: hacer descender el poder al pueblo; otorgarle todas las atribuciones decisorias que tienen las más altas instancias gubernamentales. Del mismo modo, aunque no todo el populismo ruso era anarquista, quizá su expresión más clásica se asocie íntimamente con éste, lo cual implica en el fondo la convicción de atribuir el poder a la comunidad campesina, la encarnación más viva de lo que significaba el pueblo ruso en aquellas circunstancias.

Esta aspiración compartida por ambos populismos se oponía a una realidad política vivida en cada una de estas sociedades, que si en algunos aspectos resulta contrastante, desde cierto punto de vista es idéntica. En efecto, aunque la autocracia rusa y la democracia estadounidense parecen estar colocadas en las antípodas de la geografía política moderna, frente a los populistas resultaban estructuras políticas gemelas, en tanto que ambas formas de gobierno parecían estar completamente cerradas al pueblo. Así, para los populistas, la autocracia rusa y la nobleza que le acompañaba ejercían el poder sin ningún sentido de responsabilidad frente al conjunto de la sociedad, lo mismo que hacía, a su manera, el sistema bipartidista estadounidense que se fraguó al finalizar la guerra y que parecía estar diseñado para mantener fuera de las instancias de poder a cualquier sujeto ajeno a los dos partidos y, sobre todo, para mantener fuera de la agenda de gobierno todo asunto vinculado con las necesidades o el bienestar de la gente común.

En este sentido, ambos movimientos comparten una gran receptividad hacia las teorías de la conspiración para explicar la génesis y operación del poder político. Los populistas rusos confiaban obstinadamente en la conspiración como mecanismo de insurrección y toma del poder. Los populistas estadounidenses estaban seguros de que todos sus males provenían de una conspiración en su contra. Ya se tratara de una conspiración fraguada por una sociedad secreta de revolucionarios que derrocara a la autocracia, o de una conspiración de los banqueros, los judíos o los ingleses para dañar los intereses de los granjeros, lo que para ambos populismos resultaba claro era que el poder político era un asunto de conspiradores.

Evidentemente, la simpatía hacia estas teorías de la conspiración se originaba en una característica común en ambos casos; más aún, constituye un rasgo característico de la cultura política de todos aquellos movimientos, actores o individuos cuya lejanía y marginalidad del poder político les impide conocer de cerca su operación. Así, de la misma manera que no hallan una explicación diáfana y clara de los procesos políticos que sostienen a las estructuras de poder de la sociedad moderna, del mismo modo tampoco son capaces de apreciar los mecanismos de cambio y reconfiguración que las transforman.

Como ha podido verse, existen claras y notorias diferencias entre el populismo ruso y el estadounidense; sin embargo, como se ha mostrado también, existen sugerentes coincidencias, lo cual nos lleva a pensar que las credenciales populares que ambos movimientos reclamaron para sí son más, mucho más que un mero accidente de la historia o de la limitación del vocabulario político. En efecto, el significado de los movimientos populistas ruso y estadounidense del siglo XIX no agota el tema del populismo y mucho menos satisface todas las interrogantes que surgen en torno a él; sin embargo, es sin duda uno de los pasos indispensables para comprender todas las posibilidades conceptuales, discursivas o retóricas que tiene este concepto en la actualidad.

Curiosamente, los movimientos, partidos o regímenes que se han etiquetado como populistas en el siglo XX y en lo que va del presente no se asumen como tales. A diferencia de estos dos movimientos populistas que datan del siglo XIX, los que después se han llamado populistas no sólo han rechazado un calificativo como éste, sino que además tienen características muy diferentes. ¿Hasta qué grado son asimilables en una sola categoría? Bueno, para responder hace falta un análisis de ellos, similar al que se ha hecho en las páginas anteriores, aunque por ahora —y como se dijo en la parte introductoria de este artículo— puede ponerse en claro que es posible percibir algún rastro de los populismos decimonónicos en los que tenemos frente a nosotros en el mundo contemporáneo.

 

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NOTAS

1 Henry Kissinger, La diplomacia, FCE, México, 1996; y Paul Kennedy, Auge y caída de las grandes potencias, Plaza & Janes, Barcelona, 1994.

2 Tom Kemp, La revolución industrial en la Europa del siglo XIX, Orbis, Barcelona, 1986; y Paul Kennedy, Auge y caída... , op. cit.

3 Eric R. Wolf, Las luchas campesinas del siglo XX, Siglo XXI Editores, México, 1987.

4 Carsten Goehrke et al., Rusia, Siglo XXI Editores, México, 2006.

5 León Poliakov, De Gengis Kan a Lenin. La causalidad diabólica, Muchnik, Barcelona, 1987.

6 Isaiah Berlin, "Rusia y 1848", en Pensadores rusos, FCE, México, 1992; véase también a Volodymyr Varlamov, "Bakunin and the Russian Jacobins and Blanquist", en C.E. Black (ed.), Rewriting Russian History. Soviet Interpretations of Russia's Past, Praeger, Nueva York, 1956.

7 B.H. Sumner, Historia de Rusia, FCE, México, 1944.

8 Véase el recuento de esta controversia en Andrzej Walicki, "Russian Social Thought: An Introduction to Intellectual History of Nineteenth–Century Russia", Russian Review, vol. 36, núm. 1, enero, 1977; además, "Una década notable", en Isaiah Berlin, Pensadores rusos, op. cit.

9 G.P Fedotov, "The Religious Sources of Russian Populism", Russian Review, vol. 1, núm. 2, abril, 1942; e Ilya Prizel, National Identity and Foreign Policy. Nationalism and Leadership in Poland, Russia and Ukranie, Cambridge University Press, Cambridge, 1998.

10 Aleksander I. Herzen, El desarrollo de las ideas revolucionarias en Rusia, Siglo XXI Editores, México, 1979; e Isaiah Berlin, Pensadores rusos, op. cit.

11 Véase el imprescindible trabajo de Franco Venturi, El populismo ruso, Alianza, Madrid, 1981, el cual uso con frecuencia en las siguientes páginas.

12 Véase la interesante polémica generada en el seno de la Primera Internacional sobre la comuna y la propiedad colectiva en Alan Kimball, "The First International and the Russian Obschina", Slavic Review, vol. 32, núm. 3, septiembre, 1973.

13 Véanse Valentina Aleksandrovna Tvardovskaia, El populismo ruso, Siglo XXI Editores, México, 1978; y el trabajo de Martin A. Miller, "Ideological Conflicts in Russian Populism: The Revolutionary Manifestoes of the Chaikovsky Circle. 1869–1974", Slavic Review, vol. 29, núm. 1, marzo, 1970.

14 Véase el panorama que ofrece Samuel H. Baron, "Plekhanov and the Origins of Russian Marxism", Russian Review, vol. 13, núm. 1, enero, 1954.

15 Véanse Alan Kimball, "The Russian Past and the Socialist Future in the Thought of Peter Lavrov", Slavic Review, vol. 30, núm. 1, marzo, 1971; y Arthur H. Mendel, "N. K. Mikhailovskij and His Criticism of Russian Marxism", American Slavic and East European Review, vol. 14, núm. 3, octubre, 1955.

16 Véase también el encendido alegato en contra de la división del trabajo emprendido por León Tolstoi, "¿Qué hacer?", en Irving L. Horowitz, (comp.), Los anarquistas 1, Alianza, Madrid, 1980.

17 Andrzej Walicki, "Russian Social Thought...", op. cit.

18 Andrzej Walicki, "Rusia", en Ghita Ionescu y Ernest Gellner (comps.), Populismo. Sus significados y características nacionales, Amorrortu, Buenos Aires, 1979; y Richard Pipes, "Russian Marxism and its Populist Background: The Late Nineteenth Century", Russian Review, vol. 19, núm. 4, octubre, 1960.

19 Véanse de V.I. Lenin, Contenido económico del populismo, Siglo XXI Editores, México, 1974; y El desarrollo del capitalismo en Rusia, ECP, México, 1977.

20 Sobre el ambiente intelectual que circundó el surgimiento del marxismo en la Rusia de la década de 1890 y el resurgimiento del populismo en su versión legal, véase Alan K. Wildman, "The Russian Intelligentsia of the 1890's", American Slavic and East European Review, vol. 19, núm. 2, abril, 1960.

21 Samuel E. Morison et al., Breve historia de los Estados Unidos, FCE, México, 1993, cap. XXIV.

22 Norman Pollack, The Populist Response to Industrial America. Midwestern Populist Thought, Harvard University Press, Cambridge, 1976.

23 Sobre las causas económicas y sociales del movimiento populista, véase el texto clásico de John D. Hicks, The Populist Revolt. A History of the Farmers' Alliance and the People's Party, University of Nebraska Press, Estados Unidos, 1961.

24 Véanse Willi P Adams, Los Estados Unidos de América, Siglo XXI Editores, México, cap. 3; y Arthur M. Schlesinger, Political and Social Growth of the United States 1852–1933, Macmillan, Nueva York, 1937.

25 Recibían esta denominación debido al color de la tinta que se usaba en su parte posterior.

26 Erick Foner, Reconstruction. America's Unfinished Revolution 1863–1977, Harper & Row, Nueva York, 1989; y Sean Dennis Cashman, America in the Gilded Age. From the Death of Lincoln to the Rise of Theodore Roosvelt, New York University Press, Nueva York, 1984.

27 Richard Hofstadter, "Estados Unidos", en Ghita Ionescu y Ernest Gellner (comps.), Populismo. Sus significados y..., op. cit.

28 Véase el también texto clásico sobre el populismo de Richard Hofstadter, The Age of Reform. From Bryan to F.D.R., Vintage, Nueva York, 1960; y del mismo autor, La tradición política americana, Seix Barral, Barcelona, 1969, cap. VIII.

29 La Homestead Act otorgaba un lote de hasta 65 hectáreas a todo aquel ciudadano mayor de 21 años o jefe de familia que habitara, construyera o mejorara las condiciones del lote en cuestión y permaneciera en él como mínimo cinco años.

30 James D. Weaver, "A Call to Action. An Interpretation of the Great Uprising. Its Sources and Causes", citado en José Luis Orozco (comp.), El testimonio político norteamericano: 1890–1980, SEP/UNAM, México, 1982, p. 30. Véase también Howard Zinn, La otra historia de Estados Unidos, Siglo XXI Editores, México, 1999.

31 John A. Crittenden, Parties and Elections in the United States, Prentice–Hall, Nueva Jersey, 1982, cap. 2.

32 Lawrence Goodwyn, The Populist Moment, Oxford University Press, Nueva York, 1978, parte I.

33 Véase James Turner, "Understanding the Populist", The Journal of American History, vol. 67, núm. 2, septiembre, 1980.

34 Robert C. McMath Jr., American Populism. A Social History 1877–1898, Hill and Wang, Nueva York, 1993; y Lawrence Goodwyn, The Populist Moment..., op. cit.

35 Véase "Populist Party Platform", en Richard Hofstadter (comp.), Great Issues in American History, Vintage, Nueva York, 1960.

36 Worth R. Miller, "Farmers and Third Party Politics", en Charles W Calhoum (ed.), The Gilded Age. Essays on the Origins of Modern America, SR, Wilmington, 1996. Sobre la predisposición de los populistas a confiar en la teoría de la conspiración véase Richard Hofstadter, The Age of Reform..., op. cit.

37 Arthur M. Schlesinger (ed.), The Coming to Power. Critical Presidential Elections in American History, Chelsea House, Nueva York, 1981.

38 Richard Hofstadter, The Age of Reform..., op. cit.

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