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Argumentos (México, D.F.)

versión impresa ISSN 0187-5795

Argumentos (Méx.) vol.23 no.63 Ciudad de México may./ago. 2010

 

Dossier "Nosotros somos su crisis": debates sobre la crisis económica mundial

 

Tiempos turbulentos*

 

Armando Bartra

 

Director del Instituto de Estudios para el Desarrollo Rural Maya. Miembro del Comité Editorial de la revista Chiapas. Profesor–Investigador de la UAM–Xochimilco. Autor de los libros Cosechas de ira: economía política de la contrarreforma agraria 2003; Guerrero bronco: campesinos, ciudadanos y guerrilleros en la Costa Grande 2000; Crónicas del sur: utopías campesinas en Guerrero 2000, entre otros.

 

Resumen

La humanidad enfrenta una emergencia polimorfa pero unitaria. Una Gran Crisis cuyas sucesivas, paralelas o entreveradas manifestaciones conforman un periodo histórico de intensa turbulencia. Una debacle cuyas múltiples facetas tienen el mismo origen y se retroalimentan. Un estrangulamiento planetario que no deja títere con cabeza pero se ensaña con los más pobres.

Palabras clave: Gran Crisis, crisis ambiental, alimentaria, energética, migratoria, política, bélica y sanitaria.

 

Abstract

Humanity faces a polymorphous but unitary emergency. A Great Depression whose successive, parallel or intertwined manifestations make an historical period of intense turbulence. A debacle whose many facets have the same origin and feedback on themselves. A global bottleneck that produces headless puppets but picks on the poor.

Keywords: Great Depression, environmental crisis, food, energy, immigration, politics, war and health care.

 

La bomba, esperada durante tanto tiempo, ha desaparecido. En su
lugar llegaron cataclismos más lentos.

WILLIAM GIBSON1

 

DIMENSIONES DE LA DEBACLE

Aunque multiforme, la Gran Crisis es una, y su abordaje demanda una fenomenología crítica que aquí no puedo emprender. Valga, sin embargo, esta breve y enumerativa reseña para documentarla.

Crisis medioambiental. La máxima expresión del grave desorden que nos tiene en vilo como especie es el calentamiento planetario: un cambio antropogénico que avanza más rápido de lo que previó a principios de 2007 el Panel Intergubernamental para el Cambio Climático (PICC) de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), incrementando en su curso el número e intensidad de los huracanes, provocando lluvias torrenciales y sequías prolongadas, ocasionando deshielos que elevan el nivel del mar, alterando dramáticamente los ecosistemas con la consecuente pérdida de vida silvestre. El saldo humano es disponibilidad decreciente de agua dulce, merma o pérdida de cosechas, incremento de plagas y enfermedades, inundaciones, incendios, hambre, éxodo (200 millones de ecorrefugiados en los próximos años, pronosticó el director general de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO).2 Creciente incertidumbre ambiental en un mundo de severas incertidumbres económicas.

Pero son igualmente alarmantes dolencias asociadas que se han venido acumulando sobre todo en la última centuria, como la creciente deforestación; la erosión y desertificación que ocasionan la agricultura, la ganadería y la urbanización; la escasez y mala calidad del agua dulce por sobreexplotación y contaminación de las fuentes; el deterioro de los mares y de la vida marina; la extinción acelerada de especies animales y vegetales objetos de caza, pesca y destrucción de sus hábitats; el envenenamiento del aire, de la tierra, de los ríos, de los lagos.3

Crisis energética. La cuestión de la energía tiene dos filos: en primer lugar, el empleo de combustibles fósiles como el petróleo, el gas y el carbón mineral es muy contaminante y aporta la mayor parte de los gases de efecto invernadero que causan el calentamiento global; en segundo lugar, los hidrocarburos son recursos naturales limitados que al agotarse resultan más difíciles de extraer y por tanto más costosos. Así, quemar grandes cantidades de gasolina, diesel, gas y carbón mineral es dañino, pues genera gases tóxicos, pero es doblemente dañino que estos recursos se nos terminen sin haber tomado provisiones, pues en condiciones de severa escasez de combustibles fósiles, la difícil y costosa transición a energías renovables y menos contaminantes, será aún más cuesta arriba.

Así como somos responsables de la crisis ambiental, la culpa de esta otra crisis también la tenemos nosotros, ya que en los últimos veinte años empleamos más energía que durante toda la historia anterior, y según la Agencia Internacional de Energía (IEA, por sus siglas en inglés), 84% proviene de los combustibles fósiles: en primer lugar del petróleo, después del carbón mineral y en tercer lugar del gas. Colosal derroche cuyo origen está en una urbanización e industrialización descontroladas que se apoyaron en la existencia de combustibles baratos y que hoy —cuando el petróleo escasea y aunque con alzas y bajas en general sube de precio— ya no son sostenibles.

Y sin embargo, según las proyecciones de la IEA, en los próximos 20 años la dependencia respecto de los hidrocarburos no disminuirá más que un pobrísimo cuatro por ciento.4

Todos nos excedemos en el gasto de energía, pero los mayores consumidores y, por tanto, los máximos contaminadores son los países ricos y las clases adineradas, mientras que las naciones pobres y los sectores populares consumen menos energía pero sufren las consecuencias negativas aun más que los primeros.5

Crisis alimentaria. La escasez y carestía de los alimentos básicos se manifestó en México desde principios de 2007, con la abrupta alza del precio del maíz, conocida aquí como el "tortillazo". Fenómenos semejantes se repitieron después en diversos países del mundo, sobre todo en aquellos que, como el nuestro, renunciaron hace más de 20 años a su seguridad y soberanía alimentarias; ahora, para que su población tenga que comer, dependen de productos importados.

La globalización de esta crisis ocasionó mayor empobrecimiento de los que ya eran pobres, además de hambrunas y rebeliones populares en alredor de 30 países, que en el caso de Haití —donde el precio del arroz se duplicó en una semana— dejaron como saldo dos muertos, cientos de heridos y la renuncia forzada del primer ministro.

La causa inmediata de la crisis alimentaria está en el creciente uso de cosechas que antes se destinaban directamente al consumo humano para engordar ganado y para producir combustibles de origen vegetal llamados agrocombustibles. Estados Unidos, el mayor productor mundial de maíz y el mayor exportador, en 2008–2009 empleó más del 30% de su cosecha de este grano en la producción de etanol.6

Pero las razones del alza se encuentran también en el estancamiento de la productividad en el cultivo de los principales granos básicos, cuyos rendimientos crecieron en la segunda mitad del siglo pasado debido al riego, la mecanización, las nuevas semillas, los fertilizantes y los pesticidas, pero que ahora ya no aumentan igual y,7 en algunos casos, disminuyen, pues las tierras muestran agotamiento debido al abuso en el empleo de tecnología intensiva.

Y sobre esta relativa escasez se monta un puñado de grandes empresas trasnacionales que controla la mayor parte de los granos y, de esta manera, especula a costa del hambre de los pueblos escondiendo las cosechas ya compradas para provocar una falsa escasez que les permita venderlas después más caras. Esto es lo que estuvo detrás del "tortillazo", pues en 2006 y 2007 México tuvo cosechas históricas de maíz blanco, y sin embargo se dispararon los precios por las maniobras de ocultamiento realizadas por empresas como Cargill y la mexicana Maseca.8

Entre fines de 2008 y 2009 las cotizaciones internacionales de los granos disminuyeron respecto de su pico a mediados de 2008, aunque sin regresar a sus mínimos históricos. Sin embargo, los precios al consumidor siguen 25% arriba de como estaban antes del alza generalizada de 2007. Y al asociarse la persistente carestía con el empobrecimiento producto de la crisis económica, el resultado es que cada vez hay más personas hambrientas. En su informe de julio de 2009, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) señala: "Por primera vez en la historia de la humanidad, 1 020 millones de personas, una sexta parte de la población mundial, padece hambre".9

Cabe decir que en las actuales condiciones de producción y de consumo, alimentario y no alimentario, de los granos y otros básicos, la posibilidades de mayor escasez, carestía y hambruna son reales y crecientes. Sin embargo, si en la política alimentaria privaran los intereses de la gente y no los del agronegocio, y los países periféricos asumieran como prioridades recuperar su soberanía y seguridad en este ramo, las cosechas actuales y más aún las potenciales, podrían darle de comer sobradamente y con calidad a la humanidad entera.

Crisis migratoria. La gente de los países pobres está abandonando pueblos y ciudades para buscar en otras regiones y frecuentemente más allá de sus fronteras, la esperanza que se les niega en sus lugares de origen. Debido al éxodo, hay más de 200 millones de personas viviendo fuera de su patria.

México tiene el primer lugar mundial en expulsión de migrantes, con una población de alrededor de 25 millones de personas que se identifican culturalmente como mexicanas, radicadas en Estados Unidos. De éstos, cerca de 12 millones nacieron aquí y cruzaron la frontera, y más de la mitad lo hicieron como indocumentados. En la década pasada la expulsión de compatriotas ha sido, en promedio, de uno por minuto.

La migración es un fenómeno crítico y a mediano plazo explosivo, no sólo por los padecimientos de los que viajan —sobre todo si lo hacen sin documentos— y por el sufrimiento que acompaña a la separación de las familias, sino también porque los países expulsores son sociedades jóvenes que envían al exilio económico al grupo de edad de mayor capacidad productiva. Muchos de estos transterrados mandan dinero a sus familias, pero la mayor parte de la riqueza creada por su trabajo se queda en los países de destino, mientras que lo que llega en forma de remesas pocas veces se invierte productivamente y por lo general se emplea en el consumo de los familiares que quedaron atrás.

El problema más grave se presentará dentro de unos veinte años, cuando México y otras naciones expulsoras de migrantes sean sociedades de viejos; adultos mayores que en parte deberían ser sostenidos por el ahorro social generado en los años anteriores por el trabajo de los jóvenes. Pero ese recurso no estará disponible, pues el esfuerzo productivo de los migrantes no cristaliza en sus lugares de origen sino en el país de destino.

No es retórica, los jóvenes son la mayor riqueza de una sociedad y al ser incapaces de brindarles en su tierra un trabajo digno y un futuro por el que valga la pena luchar, nuestros países la están dilapidando.10

Crisis política. Muchas naciones sufren dictaduras represivas y sus pueblos carecen de libertades, pero aun en aquellas donde hay elecciones e impera (bien o mal) el Estado de derecho, se percibe un creciente descreimiento en las instituciones democráticas.

Un número cada vez mayor de personas está perdiendo la fe en una forma de gobierno que, aun si permite que los diferentes partidos se repartan los puestos públicos y se alternen en el poder, no resuelve sus problemas más urgentes, pues pareciera que —salvo honrosas excepciones— todos gobiernan igual, todos desarrollan reflejos autoritarios y todos se corrompen.

Según el Informe 2009 de la Corporación Latinbarómetro, que aplicó encuestas en 18 países latinoamericanos, los mexicanos que se dicen "satisfechos" o "muy satisfechos" con la democracia pasaron de 45% en 1997, a 41% en 2006 y a 28% en 2009. Es decir que durante los años de la "transición" la confianza en la democracia, que no era muy alta, perdió 17 puntos porcentuales. Y lo peor del caso es que ante la necesidad de elegir entre "democracia y desarrollo económico sin democracia", sólo tres de cada diez escogieron la democracia.11

Vivimos una fundada crisis de confianza en las instituciones públicas, pero también en la política en cuanto tal y en los políticos profesionales; desilusión que se manifiesta en el fuerte abstencionismo electoral y, en un sentido positivo, en el empleo creciente de la movilización como recurso para impulsar las causas populares.

Pareciera, entonces, que es el Estado moderno como institución lo que está en entredicho y algunos sostienen que para las mayorías no tiene ninguna utilidad luchar por acceder puestos públicos y por gobernar o legislar. Además, se dice que los gobiernos nacionales de los países débiles carecen de capacidad real para hacer cambios importantes, pues son las grandes potencias, los organismos multilaterales como el Banco Mundial (BM), el Fondo Monetario Internacional (FMI) y las empresas trasnacionales quienes ejercen realmente el poder a escala planetaria.

Hay excepciones. Por ejemplo: en muchos países de América Latina los pueblos han llevado al gobierno a partidos y políticos progresistas o francamente de izquierda, en alguna medida comprometidos con las causas populares. Tal es el caso de Venezuela, Brasil, Argentina, Chile, Paraguay, Uruguay, Bolivia, Ecuador, Nicaragua y República del Salvador. Y aun con las inevitables fricciones originadas en la distinta visión que de las cosas se tiene desde el servicio público y desde la militancia social, en la mayor parte de los casos el saldo de trabajar por el cambio justiciero tanto "arriba" (en el gobierno) como "abajo" (en el movimiento popular), ha sido positivo. Ejemplo de relegitimación del ejercicio comicial en un contexto de movilización social es que, el 6 de diciembre de 2009, 63% del electorado boliviano haya ratificado como presidente a Evo Morales, cuyo partido, el Movimiento al Socialismo (MAS), consiguió también una amplia mayoría parlamentaria.

En la base del descreimiento en la política no sólo está el natural desencanto de quienes pusieron demasiadas esperanzas en lo que se puede cambiar desde "arriba", es decir, gobernando; detrás del apoliticismo creciente hay también manipulación: véanse, por ejemplo, las sistemáticas campañas de las grandes televisoras y otros medios de comunicación masiva, por desacreditar la política y sus instituciones y, en particular, la política de oposición. El mensaje es: todos los partidos son iguales, todos los políticos son iguales, todos los programas son iguales, dejemos pues de preocuparnos por quién ocupa los cargos públicos y permitamos que en la práctica sigan gobernando los medios de comunicación, asociados con la cúpula empresarial y con otros poderes fácticos.

En la generalizada incredulidad hay que distinguir el desinterés y apatía reforzados por las campañas mediáticas, que podemos caracterizar como un apoliticismo de derecha pues facilita que las cosas permanezcan igual; del descontento razonado de quienes cuestionan no sólo las prácticas de los partidos y la clase política, sino también las limitaciones de la democracia representativa y no participativa que se practica en la mayoría de los Estados modernos, crítica de la política que es fundamental en el pensamiento de izquierda.

Crisis bélica. Es verdad que no hay una guerra mundial, pero sí prolongadas y cruentas guerras "coloniales" de ocupación y resistencia en las que mueren principalmente civiles. Confrontaciones bélicas motivadas por el interés de las grandes potencias globales —y de algunas regionales— por controlar espacios y recursos estratégicos como el petróleo.

La ocupación rusa es resistida en Chechenia desde 1994; desde ese mismo año y de otras maneras desde mucho antes, Israel practica un silencioso genocidio en Palestina; en nombre de combatir al talibán, desde 2001 Estados Unidos y sus aliados europeos masacran regularmente a la población civil de Afganistán y de la frontera de Pakistán; desde 2003 Irak vive la ocupación militar por fuerzas estadounidenses y aliadas. Conflictos bélicos en forma, a los que hay que agregar sangrientas confrontaciones locales y varias "guerras de baja intensidad".

Las guerras por el control de espacios y recursos tienen su propia dinámica, pero todo indica que los desastres naturales y la debacle económica, al desestabilizar a los gobiernos de los países políticamente dependientes o frágiles, intensificará el intervensionismo bélico de las grandes potencias orientado a mantener el control sobre sus "satélites". Tal es el caso reciente de Haití, donde el terremoto de 2010 derivó en una masiva ocupación militar estadounidense. Al respecto, es revelador el informe del almirante Denis C. Blair, director de Inteligencia Nacional, presentado a principios de 2009 al Senado de los Estados Unidos: "Los modelos estadísticos muestran que las crisis económicas incrementan el riesgo de inestabilidad amenazante a los regímenes si perduran más allá de uno o dos años (por ello) la principal preocupación a corto plazo de Estados Unidos en cuanto a la seguridad, es la crisis económica global y sus implicaciones geopolíticas".

En el arranque del tercer milenio el azote de la guerra sigue presente, y la convergencia de calamidades climáticas, alimentarias y económicas, con su secuela de inestabilidad política, amenaza con extenderlo.

Crisis sanitaria. El problema generado en 2009 a raíz de la pandemia de influenza A/N1H1, provocada por un virus mutante que por el momento no es muy letal, no pasó a mayores, pero lo cierto es que el peligro de una crisis mundial de salud está latente.

En una sociedad globalizada como la nuestra, la combinación de enfermedades cada vez más rápidamente socializadas por millones de viajeros y una medicina que en todas partes se privatiza, resulta una mezcla explosiva.

Las enfermedades infecciosas, sobre todo gastrointestinales y de vías respiratorias, aun si se vuelven pandemias al extenderse a todo el mundo, son mayormente "enfermedades de pobres", en cambio padecimientos crónico–degenerativos como cáncer, diabetes y enfermedades cardiovasculares, aquejan más a las sociedades opulentas y a los sectores en alguna medida privilegiados, son "enfermedades de ricos".

Sin embargo, esto último está cambiando, pues los malos hábitos y la alimentación basada en comida chatarra hacen que cada vez más niños y jóvenes padezcan enfermedades de la madurez, y que la población de bajos recursos combine la malnutrición con la obesidad, siendo afectada por las enfermedades asociadas al sobrepeso. Así, los países pobres son aún diezmados por enfermedades infecciosas, a la vez que los aquejan cada vez más los costosos padecimientos crónico–degenerativos.

Hay un alto riesgo de que se repitan crisis sanitarias globales como la gripe asiática de 1957, que mató a cuatro millones de personas, o la gripe de Hong Kong, que entre 1968 y 1970 dejó cerca de 2 millones de víctimas, pero ahora agravado por el efecto empobrecedor de la crisis económica que favorece las enfermedades, por un cambio climático propiciador de pandemias y por una agricultura y una ganadería industriales que producen alimentos contaminados y de mala calidad. Además de que la porcicultura y la avicultura industriales e intensivas, creadoras de lo que algunos veterinarios han llamado "monstruos metabólicos", parecen estar asociadas a la aparición de virus mutantes. Según un estudio del Centro de Investigaciones Pew, "el continuo reciclaje de virus en grandes manadas o rebaños incrementará las oportunidades de generación de virus nuevos, por mutación o recombinación, que podrían propiciar una transmisión más eficaz de humano a humano".

Crisis económica. Ocasionada por el derrumbe de un sistema financiero desmesurado, rapaz y especulativo que por más de treinta años lucró a costa de la actividad productiva y sangrando a los usuarios de crédito, la crisis estallada el año pasado en Estados Unidos por la chatarrización de las hipotecas de bienes raíces pronto se volvió mundial, se trasminó a la llamada "economía real" y desde ahí irrumpió en la vida de millones de personas que de un día para otro vieron esfumarse su patrimonio, su empleo y sus esperanzas. En Estados Unidos se estima que por juicios hipotecarios unas diez millones de familias perdieron sus casas y la mayor parte de los desalojados son y serán latinos y negros pobres y ahora aún más empobrecidos.

Periódicamente, el sistema capitalista padece estrangulamientos económicos debidos principalmente a que el desarrollo de la técnica que desplaza obreros y el afán de lucro de los empresarios que los lleva a reducir la remuneración de sus trabajadores, de manera que la masa salarial se estanca o se contrae hasta el punto en que los ingresos de las familias ya no alcanzan para absorber la totalidad de los bienes de consumo que salen al mercado. Pero si los capitalistas quieren seguir acumulando riqueza necesitan realizar lo que producen, y aquí es donde el sistema financiero —que se dedica a vender dinero— sale al quite ofreciendo crédito aparentemente fácil y barato a quienes en realidad no tienen ingresos suficientes para pagarlo. Así, en Estados Unidos y en otras partes del mundo se comercializaron casas con hipoteca, coches a plazos largos y todo tipo de bienes y servicios pagados con dinero de plástico. Una medida de este apalancamiento desmedido es que a fines de 2007 los bancos prestaron hasta 30 veces el monto de sus depósitos, incurriendo en un riesgo extremo que los llevó al desastre.

Lo grave es que durante estas crisis recurrentes el capital destruye masivamente su capacidad productiva, tanto en forma de medios de producción cuyo empleo ya no le deja utilidades, como de fuerza de trabajo presuntamente redundante. Y así, un sistema incapaz de satisfacer las necesidades básicas de la mayoría de la población, se deshace periódicamente, su propia capacidad productiva. ¿Puede haber una mayor irracionalidad que destruir los bienes "sobrantes" y la capacidad de producirlos, en medio de cientos de millones de pobres?

Si para el capital la presente crisis significa perder algunos billones de dólares, para los trabajadores —vale decir para la humanidad— el saldo del descalabro económico es una verdadera catástrofe: la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) calcula que por la crisis se perderán unos 60 millones de empleos, mientras que el Banco Mundial (BM) y el Fondo Monetario Internacional (FMI) estiman que el número de pobres extremos pasará de 900 millones a mil millones, con lo que —en el arranque del tercer milenio— la miseria alcanzará a uno de cada seis seres humanos.12

Aquejado por una dependencia estructural, extrema y casi ontológica respecto de Estados Unidos, México acusó la recesión como ningún otro país de América Latina: según el Indicador Global de Actividad Económica (IGAE), el retroceso productivo en los primeros 10 meses de 2009 fue de 7.95%, correspondiendo una caída de 8.91 a la industria, de 8% a los servicios y un módico crecimiento de 1.09% a la agricultura, que —como se sabe— está relativamente desenganchada del resto de la economía y tiene un comportamiento contracíclico. En correspondencia con la recesión, durante los cinco primeros meses del año se perdieron 310 mil empleos formales y las válvulas de escape que son la migración a Estados Unidos y el trabajo informal, también se obstruyeron pues en el país vecino hay desempleo y la economía subterránea depende en gran medida del ingreso de los que tienen empleo formal y cuando éste disminuye también los informales padecen.

Las diversas expresiones de la Gran Crisis no son independientes sino que se entrelazan. Es claro que el descalabro petrolero influyó sobre la debacle alimentaria, a la vez que ambas crisis eran agudizadas por la especulación financiera que en 2008 estallaría como crack económico; ni duda cabe de que la economía capitalista está detrás de la devastación de la naturaleza y es causa mayor de la crisis ambiental que se encona con los que la economía ha empobrecido; es evidente que detrás de la trashumancia planetaria está la exclusión económica y social de un sistema que, no conforme con explotar a los que subsume, le arrebata las condiciones de ejercer productivamente su trabajo a cientos de millones de marginados; y así podríamos enumerar muchos otros entrecruces.

Hablar de una Gran Crisis unitaria, pero con varias dimensiones, es una simplificación que no esclarece a fondo el complejo entreveramiento de estructuras y procesos que conforma la debacle múltiple, el gran nudo sistémico que necesitamos desatar si queremos seguir existiendo como sociedad. Sin embargo, es preferible designar lo que ocurre como una crisis polimorfa y luego tratar de descomponerla analíticamente con los instrumentos que tenemos, que caer en la trampa del monólogo disciplinario: economistas desmenuzando "su" crisis financiera, biólogos y ecólogos discurriendo sobre la crisis ambiental, físicos e ingenieros enfrascados en los asegunes de la conversión energética, politólogos y sociólogos debatiendo el desfondamiento del Estado y sus instituciones, antropólogos lamentando la erosión espiritual de las comunidades rurales...

Cada una de las facetas de la crisis es alarmante por sí misma, pero todas juntas conforman una catástrofe civilizatoria inédita, un atorón histórico del que saldremos enmendando el rumbo que nos llevó al abismo o simplemente no saldremos.

 

¿RECESIÓN ECONÓMICA O CRISIS SISTÉMICA?

El estrangulamiento económico que inicia en 2008 es una de las dimensiones del gran descalabro sistémico, pero la Gran Crisis no se agota en la depresión.

Para dilucidar la encrucijada histórica que enfrentamos no basta con demostrar que al reducirse relativamente el capital variable, tanto por elevación de la composición orgánica de las inversiones como por la proclividad a minimizar salarios, se reduce tendencialmente la tasa de ganancia y a la vez la posibilidad de hacerla efectiva realizando el producto. Cierto es que la contradicción económica interna del capitalismo diagnosticada por Marx hace siglo y medio, estrangula cíclicamente el proceso de acumulación, ocasiona crisis periódicas —hasta ahora manejables— y según los apocalípticos sostenedores de la "teoría del derrumbe", algún día provocará la debacle definitiva del sistema. Pero este pleito del capital consigo mismo es sólo la expresión entripada —económica— del antagonismo entre el gran dinero y el mundo natural–social al que depreda.

Las perturbaciones endógenas del capitalismo fueron estudiadas de antiguo por Smith, Say, Ricardo y Stuard Mill, quienes pensaban que el sistema procura su propio equilibrio, y por Malthus, Lauderdale y Sismondi, quienes aceptaban la posibilidad de trombosis mayores. Pero fue Marx quien sentó las bases de la teoría de las crisis económicas, al establecer que "la cuota general de plusvalía tiene necesariamente que traducirse en una cuota general de ganancia decreciente (pues) la masa de trabajo vivo empleada disminuye constantemente en proporción a la masa de trabajo materializado".13

Ahora bien, la disminución relativa del capital variable y, adicionalmente, la posible desproporción entre las ramas de la economía, pueden crear también problemas en el ámbito de la realización de la plusvalía mediante la venta de las mercancías, operación que, según Marx, se ve limitada "por la proporcionalidad entre las distintas ramas de la producción y por la capacidad de consumo de la sociedad (constreñida por) las condiciones antagónicas de distribución que reducen el consumo de la gran masa de la sociedad a un mínimo".14 La primera de estas líneas de investigación inspiró a Tugan–Baranowsky, quien desarrolló la teoría de las crisis por desproporción, mientras que Conrad Schimtdt exploró los problemas del subconsumo.

Después de la Gran Depresión de la década de 1930, Paul A. Baran y Paul M. Sweezy plantearon la tendencia creciente de los excedentes y consecuente dificultad para realizarlos.

No hay forma de evitar la conclusión de que el capitalismo monopolista es un sistema contradictorio en sí mismo. Tiende a crear aún más excedentes y, sin embargo, es incapaz de proporcionar al consumo y a la inversión las salidas necesarias para la absorción de los crecientes excedentes y por tanto para el funcionamiento uniforme del sistema.15

Pero Marx vislumbró también algunas posibles salidas a los periódicos atolladeros en que se mete el capital. "La contradicción interna —escribió— tiende a compensarse mediante la expansión del campo externo de la producción".16 Opción que parecía evidente en tiempos de expansión colonial, pero que una centuria después, en plena etapa imperialista, seguía resultando una explicación sugerente y fue desarrollada por la polaca Rosa Luxemburgo, al presentar la ampliación permanente del sistema sobre su periferia, como una suerte de huida hacia delante para escapar de las crisis de subconsumo apelando a mercados externos de carácter precapitalista.

El capital no puede desarrollarse sin los medios de producción y fuerzas de trabajo del planeta entero. Para desplegar sin obstáculos el movimiento de acumulación, necesita los tesoros naturales y las fuerzas de trabajo de toda la tierra. Pero como éstas se encuentran, de hecho, en su gran mayoría, encadenadas a formas de producción precapitalistas [...] surge aquí el impulso irresistible del capital a apoderarse de aquellos territorios y sociedades.17

Esta línea de ideas sobrevivió a la circunstancia que le dio origen y ha generado planteos como el que propone la existencia en el capitalismo de una "acumulación primitiva permanente", y más recientemente el de "acumulación por despojo", acuñado por David Harvey.18

No menos relevante es explicarse el desarrollo cíclico de la acumulación y por tanto la condición recurrente de las crisis del capitalismo. Análisis que —por ejemplo— le permitió a Kondratiev predecir el descalabro de 1929,19 que luego fue desarrollado por Schumpeter, entre otros, y que Mandel ubica en el contexto de las llamadas "ondas largas".20

Como se ve, mucha tinta ha corrido sobre el tema de las crisis económicas del capitalismo. Y no es para menos, pues algunos piensan que en la radicalidad de sus contradicciones internas radica el carácter perecedero y transitorio de un sistema que sus apologistas quisieran definitivo, además de que —en los hechos— las crisis de sobreproducción han sido recurrentes (1857, 1864–1866, 1873–1877, 1890–1893, 1900, 1907, 1913, 1920–1922, 1929–1932, 1977, 1987, 1991, 1997, 2008–2009). Sin embargo, la irracionalidad básica del sistema no está en los problemas de acumulación que enfrenta; sus contradicciones económicas internas no son las más lacerantes, y si algún día el capitalismo deja paso a un orden más amable y soleado no será por obra de sus periódicas crisis de sobreproducción sino como resultado del hartazgo de sus víctimas. Artazgo sin duda alimentado por los estragos que ocasiona la recesión, pero también por otros agravios sociales, ambientales y morales igualmente graves.

Desde 2008 la Gran Crisis ha sido secuestrada por la recesión económica. Escamoteo alarmante porque identificar crisis con crisis económica es hacer a un lado evidencias de que vivimos un quiebre histórico que reclama un drástico cambio de rumbo, para encerrarnos en el debate sobre los meses que faltan para la "recuperación" y los ajustes necesarios para que se reanude la acumulación capitalista. El bache recesivo importa, claro, pero hay que ubicarlo en el desbarajuste múltiple y duradero que nos aqueja desde fines del pasado siglo. Y para esto hay que establecer algunas diferencias entre crisis múltiple y recesión.

La recesión es una típica crisis de sobreproducción de las que periódicamente aquejan al capitalismo, es decir, es una crisis de abundancia respecto de la demanda efectiva. En cambio la Gran Crisis es un estrangulamiento por escasez, del tipo de las hambrunas que aquejaban a la humanidad desde antes del despegue del capitalismo industrial, aunque aquéllas eran regionales y la de ahora es planetaria.

Cambio climático y deterioro ambiental significan escasez global de recursos naturales; crisis energética remite a la progresiva escasez de los combustibles fósiles; crisis alimentaria es sinónimo de escasez y carestía de granos básicos; lo que está detrás de la disyuntiva comestibles–biocombustibles generada por el auge de los agroenergéticos, es la escasez relativa de tierras y aguas por las que compiten; tras la exclusión económico–social hay escasez de puestos de trabajo ocasionada por un capitalismo que —al condicionar la inversión a la ganancia— margina a segmentos crecientes del trabajo social. Estos y otros aspectos, como la progresiva escasez de espacio y de tiempo que padecemos en los hacinamientos urbanos, configuran una gran crisis de escasez de las que la humanidad creyó que se iba a librar gracias al capitalismo industrial y que hoy regresan agravadas y globalizadas porque el sistema que debía conducirnos a la abundancia resultó no sólo injusto, sino también social y ambientalmente insostenible y ocasionó un catastrófico deterioro de los recursos indispensables para la vida.

Las recesiones económicas son por lo general breves y al desplome sigue una recuperación del crecimiento más o menos prolongada. La Gran Crisis, en cambio, supone un deterioro duradero de las condiciones naturales y sociales de la producción, lapso en el que puede haber periodos económicos de expansión o de receso, pero cuya superación será lenta, pues conlleva la mudanza de estructuras profundas e inercias ancestrales.

La recesión es un estrangulamiento en el proceso de acumulación, puede describirse como erosión del capital por el propio capital y es una contradicción interna del sistema. Al contrario, la Gran Crisis es un deterioro prolongado de la reproducción social, resultante de la erosión que el capitalismo ejerce sobre el hombre y la naturaleza y es una contradicción de carácter externo.

Las recesiones estresan de inicio al capital porque sus saldos son desplome de ganancias e intereses, ruina de empresas, quiebras y destrucción de la capacidad productiva; el impacto sobre el salario, el empleo y el patrimonio de las personas es visto como un efecto colateral que se corregirá cuando el capital recupere su dinamismo. La Gran Crisis, en cambio, preocupa de arranque a las personas porque la escasez lesiona directa e inmediatamente su calidad vida y sus posibilidades de reproducción social; sin duda también el capital se ve afectado por la limitada disponibilidad de ciertos insumos, pero en general la escasez propicia el acaparamiento y la especulación, de modo que si bien, en perspectiva, está en riesgo la reproducción del sistema, en el corto plazo da lugar a ganancias extraordinarias.

La recesión es un tropiezo en el curso del capital que éste aprovecha para podarse y renovarse. La Gran Crisis es una debacle múltiple que por un tiempo puede sobrellevarse con algunos parches, pero plantea la necesidad de un cambio de sistema.

La recesión es de carácter coyuntural y al sumarse al desgaste del patrón de acumulación de las últimas décadas puede transformarse en un golpe terminal al neoliberalismo. La Gran Crisis en cambio es de carácter estructural, es en parte responsable del desgaste del patrón de acumulación y constituye un emplazamiento a jubilar no sólo al modelo neoliberal sino al sistema capitalista en cuanto tal.

No es lo mismo enfrentar una recesión —es decir una crisis de abundancia— que enfrentar, como ahora, una crisis de sobreproducción en el contexto de una crisis de escasez. Por sí misma, la recesión nos emplaza a corregir algunos problemas del modelo neoliberal como la vampirización de la economía real por el sistema financiero, en cambio la recesión vista como parte de la Gran Crisis, nos emplaza a darle al estrangulamiento del modelo neoliberal una salida que enfrente también las contradicciones estructurales del capitalismo como sistema. La sola recesión nos conmina a buscar reformas que le permitan al sistema seguir funcionando, la recesión en el marco de la Gran Crisis nos empuja a buscar la salida a los problemas coyunturales por un camino que nos saque paulatinamente del sistema.

La recesión es breve, chicoteante, venenosa y aunque resulta de una acumulación de tensiones y desequilibrios económicos más o menos prolongada, es un típico evento de la "cuenta corta" que dura apenas meses o años. La Gran Crisis, en cambio, es silenciosa persistente, caladora y su sorda devastación se prolonga por lustros o décadas, marcados por estallidos a veces intensos pero no definitivos, que en la perspectiva de la "cuenta larga" configuran un periodo de crisis epocal.

En suma: el atolladero histórico en que nos encontramos no es fugaz, circunstancial o de coyuntura. Se trata de un colosal y duradero descalabro del orden global, de una catástrofe que por su magnitud exige grandes decisiones y cambios profundos.

Crisis del modelo neoliberal. La emergencia planetaria muestra dramáticamente la irracionalidad social y ambiental del modelo neoliberal: el perverso esquema de principios y valores que imprimió su selló en el "capitalismo salvaje" de los últimos 30 años y orientó las políticas públicas de los tecnócratas en el poder. A la luz de lo ocurrido, no hay forma de seguir sosteniendo que el mejor Estado es el Estado ausente y el descontrol del sistema financiero es criticado por todos, a estas alturas ya nadie cree que el libre comercio es panacea de todos los males y sólo los muy cínicos y desvergonzados siguen anunciando que el mercado nos hará ricos, justos, libres y felices.

Crisis del modo de producción capitalista. Pero la Gran Crisis también desacredita al modo capitalista de producir: un sistema basado en el lucro, donde lo que importa es la ganancia y no el bienestar de las personas. Un sistema que en los últimos 200 años hizo crecer la economía como nunca en la historia, pero al tiempo que producía inigualables riquezas engendraba la pobreza más ofensiva: pobreza humana, pero también pobreza natural.

Crisis de la sociedad urbano–industrial. Finalmente, la Gran Crisis pone en entredicho a la propia civilización industrial. La ciega carrera tecnológica y el desbocado crecimiento de la producción en un orden movido no por la generosidad sino por la codicia, nos condujeron a un mundo física, económica, social y espiritualmente inhabitable.

La pretensión de hacer tabla rasa de la diversidad natural talando bosques, aplanando tierras y enclaustrando aguas, todo para establecer vertiginosos monocultivos; la intención de barrer con la diversidad cultural, emparejando a los hombres transformados así en simples trabajadores y consumidores; el desarrollo de la industria a costa de la agricultura y de las ciudades en demérito del campo, fueron magnas transformaciones hechas en nombre de la construcción de un mundo de abundancia y una sociedad opulenta. El resultado ha sido un mundo de escasez tanto ambiental como económica y una sociedad física y espiritualmente empobrecida.

Lo profundo del atolladero en que nos encontramos hace evidente la imposibilidad de sostener el modelo inspirador del capitalismo salvaje de las últimas décadas. Pero también resulta indefendible un sistema económico que no es capaz de satisfacer las necesidades básicas de la mayoría y, sin embargo, periódicamente tiene que autodestruir su capacidad productiva "sobrante" y despedir a los trabajadores que están de más. Y cómo no poner en entredicho a la civilización industrial cuando las calamidades ambientales y energéticas dan cuenta de la sustantiva insostenibilidad de un modo de producir y consumir que poco a poco se va acabando el mundo, y que hoy por hoy devora 25% más recursos de los que la naturaleza puede reponer.

El monstruoso acelerón histórico que vivió la humanidad en la pasada centuria debió habernos puesto sobre aviso de que si no quitábamos el pie del acelerador terminaríamos enrollados en un poste. En un lapso equivalente al 0.05% de la historia de la humanidad, el uso de energía creció 1 600%, la economía se expandió 1 400%, el empleo de agua dulce aumentó 900%, y la población se incrementó 400%. Pero el saldo negativo fue aún más pasmoso: el bióxido de carbono en la atmósfera aumentó un terrorífico 1 300% y las emisiones industriales se dispararon nada menos que 40 000 por ciento.

Las civilizaciones y los sistemas económicos no se desvanecen de un día para otro y tanto la duración como el curso de la Gran Crisis son impredecibles. Pero si bien es posible que el capitalismo supere el presente estrangulamiento con sólo algunos retoques, la enfermedad sistémica que lo aqueja es definitivamente terminal. A la postre, el mercantilismo industrial resultó llamarada de petate —200 años en la historia de la humanidad—, y todo indica que nos tocó vivir un fin de fiesta, un cambio de época radical pero posiblemente prolongado, pues lo que está en cuestión son estructuras profundas, relaciones sociales añejas, comportamientos humanos de larga duración, inercias seculares.

 

PROMESAS DE ABUNDANCIA, SALDOS DE ESCASEZ

Calificar a la Gran Crisis como un estrangulamiento por escasez nos obliga a revisar la historia de este tipo de tropiezos y lo que han dicho de ellos los historiadores.

Con su secuela de carestía y rebeliones, las crisis de escasez no han dejado de ocurrir periódicamente en diferentes puntos de la periferia. Pero los apologistas de la sociedad industrial se ufanaban de que después de 1846–1848 en que hubo hambruna en Europa, las emergencias agrícolas propias del Viejo Régimen habían quedado atrás. "Parece que la industrialización ha roto a finales del siglo XVIII y en el XIX, este círculo vicioso", escribe Braudel al respecto.21

Admitiendo que "no existe actualmente el temor ante las malas cosechas o las epidemias en la vida cotidiana de las sociedades alta o medianamente desarrolladas", el historiador polaco Witold Kula reconoce, sin embargo, que "no deja de ser aún una realidad en los países subdesarrollados".22 Es decir que la modernidad no rompió realmente el "círculo vicioso" ni acabó con las hambrunas, sólo las escondió debajo de la alfombra, es decir que las envió a las orillas del sistema. Y por su parte, el francés Pierre Vilar, considera que las crisis por malas cosechas son cosa del pasado en que "la insuficiencia de la producción, en la antigua economía, se (manifestaba) sobre todo por una irregularidad, una incertidumbre", pero establece igualmente que si bien con el desarrollo tecnológico y comercial "se superarán sin duda cierto tipo de sacudidas [...] otra clase de crisis aparecerá en el seno de la economía capitalista", y volverán "la incertidumbre, la irregularidad de la producción, del empleo, del nivel de vida".23

La cuestión es que esta "otra clase de crisis", propia de la sociedad industrial, se combina con la recurrencia de crisis de viejo tipo, baches históricos que no son estrangulamientos internos de la economía del gran dinero sino tropiezos resultantes de nuestra rasposa relación con la naturaleza.

Esto lo tenía claro Kula: "cuanto más aprenda a utilizar las posibilidades que le ofrece la naturaleza, cuanto más se la domine, más ha de depender el hombre de ella",24 conclusión "aparentemente paradójica" que lo lleva a especular sobre los posibles efectos venideros del moderno dominio sobre el medio natural. "Al influir sobre el medio [...] el hombre, por encima de la realización de sus objetivos, provoca asimismo una serie de efectos involuntarios [...] La investigación de (estos) efectos involuntarios [...] es muy importante para la ciencia, y muy difícil para la ciencia histórica". Y en una clarividente anticipación, a mediados del siglo pasado, el historiador vislumbra un problema que estallaría cincuenta años después, al alba del tercer milenio:

En el curso de los actuales procesos de producción, la humanidad lanza anualmente al ambiente una cantidad de anhídrido carbónico equivalente a 1/300 parte de la cantidad total de este gas existente en la atmósfera. Esta es una cantidad desconocida en los anales geológicos de la tierra desde el periodo cuaternario. ¿Podremos, acaso, prever los efectos de este proceso al fin de un largo periodo?25

No pudimos y por ello estamos entrampados en una crisis de escasez del tipo de las que en el pasado diezmaban a los pueblos agrarios y que la modernidad y sus historiadores creyeron que habíamos dejado atrás.

"Todo el drama social del hambre que domina las postrimerías del siglo puede tener su verdadera causa en la perturbación, aunque ligera, de las condiciones atmosféricas [...] acerca de este drama [...] no escasean [...] las explicaciones demográficas o económicas, pero nada nos asegura que el clima no haya tenido su parte",26 escribe Braudel refiriéndose al siglo XVI con términos semejantes a los que podríamos emplear hoy para calificar nuestra crisis.

El clima y sus incertidumbres eran responsables mayores de las crisis en las sociedades agrícolas. En cambio en las industriales se presume que la producción depende cada vez menos de las condiciones naturales y por tanto es previsible y creciente, de modo que según esto las crisis del Viejo Régimen, las hambrunas, debieron haber quedado atrás. Sin embargo, a un siglo y medio de la última hambruna europea el cambio climático nos sume de nuevo en la incertidumbre productiva, pero ahora la escala es global. La diferencia está en que antes era el insuficiente poder de nuestra intervención en la naturaleza lo que nos impedía prever y contrarrestar los siniestros, mientras que ahora el comportamiento errático de las condiciones naturales resulta también y principalmente de lo contundente —y torpe— de nuestra intervención.

La lección es que la mayor o menor capacidad de hacer frente a la incertidumbre que marca la relación hombre naturaleza, no depende del grado de dominio que tengamos sobre las cosas, sino de nuestra capacidad de establecer con ellas relaciones armoniosas. No se trata de volver al estado de naturaleza ni de dejar atrás el condicionamiento natural, opciones inviables, sino de desplegar una intervención enérgica y poiética pero prudente y respetuosa, una incidencia sutilmente retotalizadora que sin renunciar al proyecto y a la libertad reconozca la irreductibilidad última de la incertidumbre, la fatal recurrencia de la ignorancia y la escasez. Porque respetar al mundo natural como se debiera respetar al prójimo es reconocerlo como "otro", como ontológicamente ajeno, como alteridad radical y a la vez residencia de nuestros posibles.

***

Menos de dos siglos después del despegue del capitalismo fabril, la emergencia por escasez resultante del cambio climático provocado por la industrialización amenaza con asolar al mundo entero. Es verdad que la carestía alimentaria reciente no es como las del Viejo Régimen pues, pese a que se han reducido severamente, por el momento quedan reservas globales para paliar hambrunas localizadas. En cambio se les asemeja enormemente la crisis medioambiental desatada por el calentamiento planetario. Sólo que la penuria de nuestro tiempo no tendrá carácter local o regional sino global, y la escasez será de alimentos pero también de otros básicos como agua potable, tierra cultivable, recursos pesqueros y cinegéticos, espacio habitable, energía, vivienda, medicamentos...

Los pronósticos del Panel Internacional para el Cambio Climático (PICC) de la ONU, se parecen mucho a las descripciones de las crisis agrícolas de la Edad Media: mortandad, hambre, epidemias, saqueos, conflictos por los recursos, inestabilidad política, éxodo. Lo que cambia es la escala, pues si las penurias precapitalistas ocasionaban migraciones de cientos de miles, se calcula que la crisis ambiental causada por el capitalismo deje un saldo de 200 millones de ecorrefugiados, los primeros 50 millones en el plazo de diez años; hoy dos de cada 10 personas no dispone de agua limpia, pero se estima que para el 2050 habrá mil millones de personas ya no sólo con problemas de potabilidad sino con severas dificultades para acceder al agua dulce; y la elevación del nivel de los mares para el próximo siglo, que hace dos años el PICC pronosticó en 59 centímetros, hoy se calcula que será de un metro y afectará directamente a 600 millones de personas.

En los recientes cuatro años 115 millones se sumaron a los desnutridos, y hoy uno de cada seis seres humanos está hambriento. Pero en el contexto de la crisis de escasez que amenaza repetir el libreto de las crisis agrícolas de los viejos tiempos, enfrentamos una calamidad económica del tipo de los que padece periódicamente el sistema capitalista: una crisis de las que llaman de "sobreproducción" o más adecuadamente de "subconsumo".

Estrangulamiento por "abundancia", irracional en extremo, pues la destrucción de productos "excedentes", el desmantelamiento de capacidad productiva "redundante" y el despido de trabajadores "sobrantes" coincide con un incremento de las necesidades básicas de la población que se encuentran insatisfechas. Así, mientras que por la crisis de las hipotecas inmobiliarias en Estados Unidos miles de casas desocupadas muestran el letrero For Sale, cientos de nuevos pobres saldo de la recesión, habitan en tiendas de campaña sumándose a los ya tradicionales homeless. Y los ejemplos podrían multiplicarse.

El contraste entre la presunta capacidad "excesiva" del sistema y las carencias de la gente será aún mayor en el futuro, en la medida en que se intensifiquen los efectos del cambio climático. Agravamiento inevitable, pues el medioambiental es un desbarajuste de incubación prolongada, cuyo despliegue será duradero por más que hagamos para atenuarlo.

La falla profunda del sistema no hay que buscarla en los tropiezos que sufre el capital para seguir acumulando, sino en el radical desencuentro entre el capital que todo lo transforma en mercancía y el valor de uso de las cosas, entre el precio que el capital se le asigna a los bienes para lucrar con ellos y aquello para lo que éstos sirven; en el antagonismo que existe entre la dinámica que la codicia del capital le impone a la producción económica y la lógica propia de la reproducción social del hombre y de la reproducción natural de los ecosistemas.

Sin obviar, claro, el agravio que históricamente se le ha imputado al gran dinero: una ofensiva desigualdad por la que en el arranque del tercer milenio el 20% privilegiado de las familias posee 75% de la riqueza, mientras que en el otro extremo, el 20% más empobrecido dispone de apenas dos por ciento.

 

EL PECADO ORIGINAL DEL CAPITALISMO

Obsederse en desmenuzar analíticamente el estrangulamiento productivo cuando enfrentamos una crisis multidimensional es una forma de dejarse llevar por la dictadura de la economía propia del capitalismo, es una manifestación más del poder fetichista que tienen las mercancías, pero disfrazada de pensamiento crítico. Y es, también, un ejemplo de la prepotencia profesional de los economistas de miras estrechas.

No es que el análisis económico sea improcedente, al contrario, es necesarísimo; siempre y cuando se reconozca que se trata de un pensamiento instrumental, una reflexión siempre útil pero que no suple al discurso radicalmente contestatario que la magnitud de la crisis demanda.

El riesgo está en que la erosión que el capital ejerce periódicamente sobre el propio capital oscurezca la devastación que ejerce permanentemente sobre la sociedad y sobre la naturaleza; en que el debate acerca de las contradicciones internas del capitalismo relegue la discusión sobre sus contradicciones externas.27

Tensiones exógenas verificables en una ciencia sofisticada pero reduccionista y una tecnología poderosa pero renca e insostenible, en el compulsivo y contaminante consumo energético, en el irracional y paralizante empleo del espacio y el tiempo en las grandes ciudades, en la corrosión de los recursos naturales y la biodiversidad pero también de las sociedades tradicionales y de sus culturas, en la creciente exclusión económico–social, en las imparables estampidas poblacionales, en las pandemias. Todos ellos desastres externos a los que se añaden desgarriates directamente asociados con la explotación económica del trabajo por el capital, como las abismales y crecientes diferencias nacionales y sociales; además de los ramalazos provenientes de los periódicos estrangulamientos económicos: desvalorización y destrucción de la capacidad productiva "excedente", aniquilación del ahorro y el patrimonio de las personas, etcétera.

Pero todos estos desastres no son más que manifestaciones de la irracionalidad profunda, del pecado original del gran dinero. Expresiones de la inversión histórica por la cual el mercado, que por milenios había sido instrumento del intercambio social, dejó de ser un medio para volverse un fin en sí mismo; del volteón por el cual el precio de las cosas se impuso sobre su valor de uso y por tanto la cantidad importó más que la calidad. Un trascendente giro de 180 grados por el que el trabajador dejó de emplear los medios de producción y en vez de eso fueron los medios de producción los que usaron al trabajador, como sucede con los obreros en las fábricas y con los campesinos que se dejaron seducir por el "paquete tecnológico" del agronegocio. Una inversión civilizatoria por la que las cosas se montaron sobre los hombres, ahora esclavizados por la publicidad y el consumismo. Una gran mudanza espiritual por la que al hacerse modernas, las sociedades tradicionales que habían preservado celosamente sus raíces, rechazaron el pasado para obsesionarse con el Futuro transformado en fetiche, y de este modo el mito de un Progreso que cuanto más avanzamos más se aleja, las unció a la Historia, como bueyes a una carreta.

El sistema capitalista es una colosal máquina codiciosa, una trituradora voraz que devora todo lo que encuentra para expulsarlo transformado en mercancía. Hace alrededor de 150 años, el alemán Carlos Marx hizo una crítica demoledora de este sistema. En su obra más importante, El capital, escribió que "la producción capitalista sólo sabe desarrollar la técnica socavando al mismo tiempo las dos fuentes originarias de toda riqueza: la tierra y el hombre". Cien años después, a mediados del siglo pasado, el economista húngaro Karl Polanyi sostuvo, basado en Marx, que la condición destructiva del "molino satánico" capitalista radica en que su irrefrenable afán de lucro lo lleva a tratar al hombre y la naturaleza como si fueran valores de cambio, lo que ocasiona la devastación de las comunidades y de los ecosistemas, es decir a la destrucción de la vida: tanto la vida social como la vida puramente biológica. Dijo también, que el manejo del dinero —que en rigor es un medio de pago y no un producto entre otros— como si fuera una mercancía más, desemboca en un mercado financiero sobredimensionado y especulativo que tiende a imponerse sobre la "economía real".

El trabajo es solamente otro nombre de una actividad humana que marcha como la propia vida y no puede ser separada del resto de la vida, almacenada o movilizada; la tierra es sólo otro nombre de la naturaleza, que no es producida por el hombre; el dinero, finalmente, es simplemente un símbolo del poder adquisitivo que, por regla general no es producido en forma alguna sino que nace por medio del mecanismo de la banca o la finanza del Estado. Permitir que el mecanismo del mercado sea el único director de la suerte de los seres humanos, de su medio natural y aun del monto y uso del poder adquisitivo, terminaría en la demolición de la sociedad. Despojados de la capa protectora de las instituciones culturales, los seres humanos perecerían bajo los efectos de la intemperie social. La naturaleza quedaría reducida a sus elementos, vecindades y paisajes serían manchados, los ríos emponzoñados, el poder de producir alimentos y materias primas destruido. Finalmente la administración del mercado del poder adquisitivo liquidaría periódicamente la iniciativa comercial, ya que las faltas y excesos de dinero resultarían tan desastrosos para los negocios como las inundaciones y sequías para la sociedad primitiva. Pero ninguna sociedad podría soportar los efectos de tal sistema de ficciones crudas a menos que su sustancia humana y natural así como su organización comercial fueran protegidas contra los estragos de ese molino satánico.28

Descripción estremecedoramente precisa de los problemas que enfrenta hoy el sistema capitalista.

 

LA LOCOMOTORA DE LA HISTORIA

La decadencia del sistema corroe y vacía de significado los conceptos y valores que lo habían sustentado. Modernidad, progreso, desarrollo, palabras entrañables que en los siglos XIX y XX convocaban apasionadas militancias, hoy se ahuecan, si no es que se emplean con ironía.

La convergencia de calamidades materiales de carácter productivo, ambiental, energético, migratorio, alimentario, político, bélico y sanitario que en el arranque del tercer milenio agravan las de por sí abismales desigualdades socioeconómicas consustanciales al sistema, se transforma en una potencial crisis civilizatoria porque encuentra un terreno abonado por factores espirituales: un estado de ánimo de profundo escepticismo y generalizada incredulidad, un ambiente de descreimiento en los ídolos de la modernidad: una promesa que en el fondo nos defraudó a todos: a los poseedores y a los desposeídos, a los urbanos y a los rurales, a los metropolitanos y a los periféricos, a los defensores del capitalismo y a los impulsores del socialismo; que defraudó incluso a sus opositores: las sociedades tradicionales que empecinadamente la resistieron.

La gran promesa de la modernidad: conducirnos a un orden que al prescindir de toda trascendencia y apelar sólo a la razón nos haría libres, sabios, opulentos y felices, comenzó a pasar aceite desde hace rato. Por un tiempo, la idea de que al desentrañar las leyes de la naturaleza y de la sociedad el mundo podía ser definitivamente dominado, fue dogma de fe en un sistema que se vanagloriaba de no rendir culto más que a la razón técnico–económico–administrativa. Pero la convicción no era suficiente, hacía falta también la inclinación afectiva, la militancia: "hay que querer y amar la modernidad", escribió Touraine.29 Y afiliarse a la modernidad era enrolarse en el progreso. En palabras de Touraine: "creer en el progreso significa amar al futuro, a la vez ineluctable y radiante".30

Mucho antes, la llamada Escuela de Frankfurt, formada destacadamente por Karl Horkheimer, Theodor Adorno y Walter Benjamin, había desarrollado una filosa crítica del progreso. Según Adorno, cuando el concepto de progreso "se identifica con la acumulación de habilidades y conocimientos. La humanidad existente es suplantada por la futura; la historia se transforma en historia de salvación", y continúa:

La fetichización del progreso fortalece el particularismo de éste, su limitación a la técnica [...] El progreso no es una categoría definitiva [...] Cabe imaginar un Estado en que la categoría pierda su sentido [...] Entonces se transformaría el progreso en la resistencia contra el perdurable peligro de la recaída. Progreso es esa resistencia en todos los grados, no el entregarse a la gradación misma.31

Benjamin, uno de cuyos proyectos inconclusos era "desarrollar la crítica del progreso en Marx. El progreso definido ahí por el desenvolvimiento de las fuerzas productivas",32 nos ofrece una fórmula que si a fines de la década de 1930 y principios de la de 1940 podía parecer un exabrupto hoy resulta clarividente: "Marx dice que las revoluciones son la locomotora de la historia mundial. Pero tal vez se trata de algo por completo diferente. Tal vez las revoluciones son el manotazo hacia el freno de emergencia que da el género humano que viaja en ese tren".33

Fatal y seductor como las vampiresas del cine, el futuro fue fetiche tanto del progresismo "burgués" como del revolucionarismo "proletario". Pero, por diferentes vías y con distintos ritmos, los altares de la modernidad fueron paulatinamente desertados. Las élites metropolitanas que durante la segunda mitad del siglo XX vieron hacerse realidad muchas de las premisas del paraíso prometido, pero sin que las acompañara la añorada plenitud, cultivaron un posmodernismo desafanado del flujo sin sentido del mundo. Después de un efímero coqueteo con la "democracia occidental", los damnificados del socialismo realmente existente se sumieron en una desmodernidad pragmática que descree tanto de las promesas de la "sociedad sin clases" como de las del "mundo libre". Los pueblos originarios, largo tiempo negados o sometidos, reivindicaron identidades de raíz premoderna.

Sin embargo, la modernidad y el progreso no son del todo perros muertos, pues su versión tercermundista, el proverbial desarrollo, conserva aún gran parte de su capacidad de seducción. En unos casos bajo su forma clásica o "desarrollista", en otros como "socialismo del siglo XXI" y en otros más como "altermundismo", las dos últimas, variantes de lo que algunos han llamado modernidad–otra.

Y es que aquellos que siempre vimos pasar desde la banqueta las glorias motorizadas de la modernidad, preservamos por más tiempo la esperanza de incorporarnos algún día al desfile, la fe en un desarrollo que tarde o temprano deberá equipararnos a las naciones primermundistas. Promesa ahora aún más difícil de cumplir, pues en los tiempos que corren habría que emprender el vuelo con alimentos y petróleo caros, mientras que los que despegaron antes lo hicieron con energía y alimentos baratos. Y aspiración en el fondo dudosa, pues además de ambientalmente insostenibles, cuando menos en algunos aspectos, las admiradas metrópolis resultaron sociedades tan inhóspitas como las otras. Pero, pese a todo, en las orillas del mundo muchos siguen esperando acceder a las mieles de la modernidad (y si de plano no hay tales, cuando menos al chance de ser posmodernos con conocimiento de causa).

Tan es así que en el derrumbe del neoliberalismo y el descrédito de sus recetas, reaparecen con fuerza en la periferia el neonacionalismo desarrollista y la renovada apelación al Estado gestor. Nada sorprendente, cuando a los países centrales sacudidos por la megacrisis no se les ocurre remedio mejor que un neokeynesianismo más o menos ambientalista.

Que los zagueros de la periferia, los desposeídos de siempre y los damnificados de la Gran Crisis sigan apelando a las fórmulas que demostraron su bondad en las añoradas décadas de la posguerra, cuando en las metrópolis el Estado benefactor gestionaba la opulencia, en el llamado bloque socialista había crecimiento con equidad y los populismos del tercer mundo procuraban a sus clientelas salud, educación, empleo industrial y reforma agraria, me parece poco menos que inevitable. Y es que en el arranque de las grandes transformaciones, los pueblos y sus personeros acostumbran mirar hacia atrás en busca de inspiración.

Podemos confiar, sin embargo, en que el neodesarrollismo será una fase transitoria y breve. Por un rato seguiremos poniendo vino nuevo en odres viejos, pero en la medida en que la Gran Crisis vaya removiendo lo que restaba de las rancias creencias, es de esperarse que surja un modo renovado de estar en el mundo. Un nuevo orden material y espiritual donde algo quedará del antiguo ideal de modernidad y al que sin duda también aportarán las aún más añejas sociedades tradicionales que no abandonaron del todo su herencia en aras del progreso.

 

LA CRISIS SOMOS TODOS

Si las personas, las comunidades, los grupos y las organizaciones sociales, civiles y políticas no la reconocen y la asumen como tal, la crisis no existe. Los desastres naturales, la escasez de recursos, la carestía de alimentos, la pérdida de empleos, las emergencias sanitarias y las guerras no pasarán de ser eventos inevitables que simplemente suceden, males que fatalmente nos aquejan, si no nos enfrentamos a ellos como lo que en verdad son: un desafío a nuestra conciencia y a nuestra voluntad.

Porque sin sujeto no hay crisis que valga. Los desordenes que socavan al neoliberalismo, al orden capitalista, a la sociedad industrial y al imaginario de la modernidad conformarán una crisis civilizatoria sólo si las víctimas asumimos el reto de convertir el magno tropezón sistémico en encrucijada societaria. Los tronidos y rechinidos de la máquina de vivir y el descarrilamiento de la locomotora productiva formulan preguntas, grandes interrogantes, y la respuesta está en nosotros.

Jürgen Habermas nos recuerda que tanto en la medicina como en la dramaturgia clásica el término crisis se refería al "punto de inflexión de un proceso fatal", y aun si en las disciplinas en que el concepto debutó el curso de la enfermedad o del destino se imponían, la noción de crisis "es inseparable —dice Habermas— de la percepción interior de quien la padece", de la existencia de un sujeto cuya voluntad de vivir o de ser libre están en juego.

Dentro de la orientación objetivista no se presentan los sistemas como sujetos; pero sólo éstos [...] pueden verse envueltos en crisis. Sólo cuando los miembros de la sociedad experimentan los cambios de estructura como críticos para el patrimonio sistémico y sienten amenazada su identidad social, podemos hablar de crisis.34

A mediados de 2008 tuvimos un evento de la crisis alimentaria porque a resultas de la carestía de los granos básicos se presentaron emergencias sociales contestatarias en más de 30 países, entre ellos Argentina, Armenia, Bolivia, Camerún, Costa de Marfil, Chile, Egipto, Etiopía, Filipinas, Madagascar, México, Pakistán, Perú, Somalia, Sudan, Tajikistan, Uganda, Venezuela. Movilizaciones que en el caso de Haití, donde el precio del arroz se duplicó en una semana, dejaron varios muertos, decenas de heridos y la caída del gobierno. Los desórdenes ambientales, que por su propia índole son de despliegue relativamente lento y duradero, han ido configurando una crisis con el surgimiento del movimiento ambientalista en la segunda mitad del siglo pasado. Los éxodos trasnacionales y la creciente presencia de migrantes indocumentados en las metrópolis, pasaron de dato demográfico a crisis social cuando tres millones de personas, mayormente transterrados de origen latino, se movilizaron en las principales ciudades de los Estados Unidos en defensa de sus derechos. Y la crisis económica es crisis económica no tanto porque hay semblantes angustiados en la bolsa de valores cuando caen el Dow Jones o el Nikkei, como porque millones de personas aquejadas por el desempleo, las deudas y la pérdida de su patrimonio comienzan a manifestarse en la calle. Como sucedió en las masivas jornadas de protesta y en defensa de los puestos de trabajo y la capacidad adquisitiva del salario, escenificadas en Francia el 29 de enero y el 19 de marzo de 2009; en la manifestación del 27 de marzo de ese mismo año en Ucrania, donde 30 personas reclamaron "¡Paren la crisis!"; en las movilizaciones que tuvieron lugar al día siguiente, cuando en Londres 35 mil personas marcharon por "Trabajo, justicia y protección contra el cambio climático", 25 mil en Berlín y otros tantos en Francfort desfilaron con la consigna "Nosotros no pagamos por su crisis", y 6 500 lo hicieron en Viena con el lema "Si el mundo fuera un banco, ya lo abrían salvado".

Y es que las crisis convocan al pensamiento crítico y la acción contestataria. O, mejor dicho, el desarreglo sistémico se vuelve crisis en la medida en que involucra la acción consciente de los sujetos; protagonistas del drama histórico, que son a la vez producto de la crisis y gestores de la misma.

En esta perspectiva, la debacle ambiental, alimentaria, energética, migratoria, política, bélica y sanitaria, a la que hoy se añade la depresión económica, conforman una crisis sistémica en tanto han congregado ya una amplísima gama de acciones y discursos contestatarios que ven en ella el fin de la fase neoliberal del capitalismo.

Pero en este diálogo se escuchan igualmente las voces de quienes pensamos que la devastación que nos rodea resulta del pecado original del gran dinero: la conversión en mercancía de un orden humano–natural que no puede reproducirse con base en la lógica de la ganancia; de quienes creemos que si para salvarse de sus propios demonios el capitalismo deja definitivamente de ser un sistema de mercado autorregulado, también deja de ser capitalismo y entonces el reto es desarrollar nuevas formas de autorregulación social; de quienes sostenemos que lo que se desfondó en el tránsito de los milenios no es sólo un mecanismo de acumulación, sino también la forma material de producir y consumir a él asociada, el sistema científico tecnológico y la visión economicista del progreso en que deriva, el sentido fatalista y unilineal de la historia que lo sostiene...

No somos unos cuantos extremistas; en enero de 2009 unos 10 mil participantes en la reunión del Foro Social Mundial realizada en Belem, Brasil, ratificaron su convicción de que otro mundo es necesario y que otro mundo es posible. Pero esta vez estuvieron acompañados por un militar socialista, un ex obrero metalúrgico, un indígena cocalero, un economista antineoliberal y un obispo progresista que hoy por hoy son presidentes de cinco países latinoamericanos: Hugo Chávez, de Venezuela; Luiz Inázio Lula da Silva, de Brasil; Evo Morales, de Bolivia; Rafael Correa, de Ecuador y Fernando Lugo, de Paraguay.

Lula dijo: nos vendieron que el Estado no podía nada, y que el mercado desarrollaría los países. Y ese mercado quebró [...] El pueblo pobre no pagará esta crisis [...] La palabra de orden de hoy es que otro mundo es posible. Y aún más, es necesario e imprescindible que busquemos un nuevo orden". Correa y Chávez, de plano plantearon la construcción del "socialismo del siglo XXI", y el segundo ratificó su proverbial optimismo afirmando que "estamos en un momento de ofensiva, no de trincheras". Finalmente, Evo Morales propuso emprender varias campañas mundiales entre las que se incluye luchar "a favor de un nuevo orden internacional basado en la solidaridad, justicia y complementariedad entre las naciones", pero también es necesario salvar al planeta, dijo, lo que supone "cambiar los patrones de consumo. La madre tierra es nuestro hogar, la fuente de nuestra vida", y concluyó: "si los pueblos del mundo no somos capaces de sepultar al capitalismo, el capitalismo sepultará al planeta".

Si, a la postre, estas son las percepciones dominantes, entonces —y no antes— nos amaneceremos con una crisis civilizatoria.

 

¿CAMBIAR DE TIMONEL O DEJAR QUE SE HUNDA EL BARCO?

Hay dos visiones generales del recambio civilizacional al que nos orilla la Gran Crisis: la de quienes siguen pensando, como los socialistas de antes, que en el seno del capitalismo han madurado los elementos productivos de una nueva y más justa sociedad que habrá de sustituirlo mediante un gran vuelco global, y la de quienes vislumbran un paulatino —o abrupto— proceso de deterioro y desagregación, una suerte de hundimiento del Titanic civilizatorio al que sobrevivirán lanchones sociales dispersos. La primera opción, una versión socialista o altermundista de las promesas del progreso, ha sido objetada por visionarios como Samir Amin e Immanuel Wallerstein, para quienes la historia enseña que la conversión de un sistema agotado a otro sistema contenido en germen en el anterior, ha consistido en pasar de un orden inicuo a otro, de un clasismo a otro clasismo, de modo que la "decadencia o desintegración" son más deseables que una "transición controlada".35

El hecho es que —mientras vemos si cambiamos de timonel o de plano hundimos el barco— en las últimas décadas proliferó en las costuras del sistema un neoutopismo autogestionario hecho a mano, que busca construir y articular plurales manchones de resistencia, tales como economías solidarias, autonomías indígenas y toda suerte de colectivos en red. Estrategia que tiene la "posmoderna" virtud de que no parte de un nuevo paradigma de aplicación presuntamente universal, sino que adopta la forma de una convergencia de múltiples praxis.36

En todo caso la Gran Crisis es un llamado a la acción: ante lo duro y lo tupido de las calamidades que nos aquejan nadie pude hacerse el sordo ni mirar para otro lado.

La Gran Crisis no es un tropezón más, está en peligro la especie humana. En la lucha por salir del atolladero y encontrar un rumbo nuevo que nos lleve a un mundo más habitable y soleado habrá avances y retrocesos, pero esta es una batalla que no podemos darnos el lujo de perder.

 

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NOTAS

* Además de incluir planteos y desarrollos nuevos, este ensayo retoma ideas ya esbozadas en otros escritos de mi autoría sobre el tema de la crisis. En particular "Fin de fiesta. El fantasma del hambre recorre el mundo", Argumentos. Estudios críticos de la sociedad, nueva época, año 21, num. 57, pp. 15–35, UAM–Xochimilco; "Fuego nuevo. Paradigmas de repuesto para el fin de un ciclo histórico", Veredas. Revista del pensamiento sociológico, año 10, num. 18, primer semestre 2009, UAM–Xochimilco, pp. 7–39; "Sexto sol", Memoria, núm. 237, agosto–septiembre, 2009, CEMOS, pp. 9–16; "La Gran Crisis", Cuadernos del Movimiento, México, 2010; Tomarse la libertad. La dialéctica en cuestión, Itaca, México, 2010.

1 William Gibson, Luz virtual, Minotauro, Barcelona, 2002, p. 137.

2 Koichiro Matsuura, "¿Puede salvarse la humanidad?", La Jornada, 9 de febrero de 2008.

3 Véase Informe del Grupo Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) y la Organización Meteorológica Mundial (OMM), enero de 2007.

4 Véase Agencia Internacional de Energía (IEA), World Energy Outlook, 2006 [www.iea.org].

5 Véase Jack Santa Barbara, The False Promise of Biofuels, International Forum on Globalization, 2007.

6 Véanse Yolanda Massieu Trigo y Araceli González Merino, "El nuevo vínculo alimentario–energético y la crisis mundial", en Veredas. Revista del pensamiento sociológico, UAM–Xochimilco, año 10, núm. 18, primer semestre de 2009.

8 Véanse Armando Bartra, "Fin de fiesta. El fantasma del hambre recorre el mundo", y Blanca Rubio, "De la crisis hegemónica y financiera a la crisis alimentaria. Impacto sobre el campo mexicano", ambos en Argumentos. Estudios críticos de la sociedad, UAM–Xochimilco, nueva época, año 21, núm. 57, mayo–agosto, 2008.

9 Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), Informe 2009 [www.fao.org/index_es.htm].

10 Véase Armando Bartra, "De moluscos, discontinuidades y politopías", Ciencias. Revista de difusión de la Facultad de Ciencias, UNAM, núm. 63, julio–septiembre, 2001, y Cosechas de ira. Economía política de la reforma agraria, Itaca, México, pp. 41–64.

11 Carlos Fernández Vega, "México SA", La Jornada, 5 de enero de 2010.

12 Véanse Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) [www.ocde.org/centrodemexico], Banco Mundial (BM), World Development Report, 2008 [www.bancomundial.org] y Fondo Monetario Internacional (FMI), reunión de primavera [www.imf.org/external/spanish].

13 Carlos Marx (1965), El capital, Fondo de Cultura Económica, tomo I, p. 215.

14 Ibid., p. 243.

15 Paul A. Baran y Paul M. Sweezy (1968), El capital monopolista, Siglo XXI Editores, p. 90.

16 Carlos Marx, op. cit., p. 243.

17 Rosa Luxemburgo, La acumulación de capital, Grijalbo, México, 1967, p. 280.

18 David Harvey, "El 'nuevo' imperialismo; acumulación por desposesión", en Socialist Register, Clacso, Buenos Aires, 2004.

19 Nikolai Dimitrievich Kondratiev, Los ciclos largos de la coyuntura económica, Instituto de Investigaciones Económicas, UNAM, México, 1992.

20 Véase Ernest Mandel, Las ondas largas del desarrollo capitalista. La interpretación marxista, Siglo XXI Editores, Madrid, 1986.

21 Fernand Braudel, Las civilizaciones actuales. Estudio de historia económica y social, REI, 1994, p. 30.

22 Witold Kula, Problemas y métodos de la historia económica, Península, España, 1973, p. 530.

23 Pierre Vilar, Crecimiento y desarrollo, Agostini, España, 1993, p. 72.

24 Witold Kula, op. cit., p. 528.

25 Ibid., p. 529.

26 Fernand Braudel, La Méditerranée; citado por Immanuel Wallerstein, El moderno sistema mundial. La agricultura capitalista y los orígenes de la economía mundo europea en el siglo XVI, Siglo XXI Editores, 1979, p. 309.

27 Véase James O'Connor, Causas naturales. Ensayos de marxismo ecológico, Siglo XXI Editores, México, 2001, pp. 191–212.

28 Karl Polanyi, La gran transformación, Juan Pablos Editor, México, 2004, p. 112.

29 Alan Touraine, Crítica de la modernidad, FCE, Buenos Aires, 1998, p. 65.

30 Ibid., p. 68.

31 Theodor Adorno, Consignas, Amorrortu, Buenos Aires–Madrid, 2003, pp. 30 y 47.

32 Walter Benjamin, Tesis sobre la historia y otros fragmentos, Itaca, 2008, pp. 86–87.

33 Ibid., p. 70.

34 Jürgen Habermas, Problemas de legitimación en el capitalismo tardío, Amorrortu, Buenos Aires, 1975, pp. 15–18.

35 Immanuel Wallerstein, Impensar las ciencias sociales, Siglo XXI Editores, México, 1998, p. 27.

36 Véanse Euclides André Mance, Redes de colaboración solidaria. Aspectos económico–filosóficos: complejidad y liberación, Universidad Autónoma de la Ciudad de México, México, 2006; y Boaventura de Sousa Santos y César Rodríguez, "Para ampliar el canon de la producción", en Desarrollo, eurocentrismo y economía popular. Más allá del paradigma neoliberal, Ministerio para la Economía Popular, Caracas, 2006.

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