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Argumentos (México, D.F.)

versión impresa ISSN 0187-5795

Argumentos (Méx.) vol.22 no.60 Ciudad de México may./ago. 2009

 

Diversa

 

1810 y el fantasma de la libertad

 

Arturo Gálvez Medrano*

 

*Profesor–investigador en el Departamento de Política y Cultura, UAM–Xochimilco. Autor de: Crónica de la industria petrolera en México, 1970–1988, publicado por Pemex; y La ingeniería civil mexicana, un encuentro con su historia, editado por el Colegio de Iingenieros Civiles, entre otros libros.

 

Resumen

A la independencia de las colonias españolas en América se sumaron muchos factores como antecedentes, pero la invasión napoleónica en latitudes europeas fue el detonante más inmediato; porque se recuperó el valor de la libertad en un doble sentido: como el referido en las revoluciones burguesas, con todas sus implicaciones; y el reconocimiento de que, frente a una intervención, debía lucharse para sacudirse cualquier forma de imposición extranjera. En la Nueva España, la lucha contra el colonialismo y los falsos valores que éste hizo prevalecer durante 300 años, colocaron en calidad de locos a todos aquellos que se atrevieron a desafiar el orden establecido. Cuando demostraron las ventajas de la emancipación, su movimiento se convirtió en revolución y su muerte los colocó en condición de mártires. Sus breves escritos, constituyeron un ideario político y sirvieron para continuar su lucha. De tal suerte, que los locos y patriotas se transformaron en héroes, y sus ideales plasmados en letra impresa, se convirtieron en testamento político de sus afanes más caros para con la patria.

Palabras clave: Independencia, colonialismo, Iglesia, persecución, lectura, escritos proscritos, héroes, libertad.

 

Abstract

There were many reasons joined as background for the independence of the Spaniard colonies in America, but the Napolion's invasions in European latitudes were the most immediate detonating action. This was due to the fact that the value of liberty was regained in a double sense: as the common issue in the bourgeois revolutions, with all their implications, and the consciousness of realizing that, facing an intervention, people must fight against it to take away any kind of foreign imposition. In New Spain (Mexico, before the independence), although the colonialism and its false values were implemented during three hundred years, those persons who dared to challenge and fight the established order were considered as crazy people. When they demonstrated the advantages of emancipation, their movement became a revolution, and their death turned them into martyrs. Their brief writings represented a political ideology and were useful to continue the struggle. At the end, the crazy and patriotic ones were transformed into heroes, and their ideals, when printed, became a political will with their valuable principles for the nation.

Key words: Independence, colonialism, church, persecution, pursuit, lecture, proscribed writings, heroes, liberty, freedom.

 

PALABRAS PRELIMINARES

El presente artículo es una semblanza de cómo fue que la ofensiva napoleónica en distintos países europeos permitió que en los pueblos de éstos se recuperara el sentido de la libertad en la más amplia acepción de la palabra y, de paso, también adquiriera carta de naturalización en las colonias españolas en América. En ellas ya existían claras expresiones de identidad y, entre sus pobladores, adquirió fuerza la inquietud de reafirmarse como partes independientes de la metrópoli. No obstante la complicidad de la Iglesia con el colonialismo, algunos prelados y civiles americanos, sin poner en juego su auténticas creencias religiosas, se levantaron en armas para independizar su nación con dos divisas esenciales del catolicismo: la igualdad y la justicia. A aquellos personajes que iniciaron la lucha, les fue preciso abandonar todo y hacerse conscientes de que a partir de ese momento sus vidas tenían precio. Aquel empeño suyo fue compensado por la gente, convirtiéndolos en héroes y perpetuándolos en la memoria colectiva. Su esfuerzo fue inimaginable, pues no sólo precisaron de luchar contra el ejército realista, sino contra un orden establecido y sus falsos valores impuestos en la sociedad novohispana durante tres siglos de colonialismo.

 

ENTRE LA OPRESIÓN Y LA LIBERTAD

En la religión católica se tiene la creencia de limpiar al ser humano del pecado original con el sacramento del bautismo. En una parte de la ceremonia, el iniciado es reconocido como sacerdote, profeta y rey. Lo cual consiste, se dice, que en lo sucesivo podrá dirigirse a Dios de "tú"; tendrá la obligación de divulgar las enseñanzas y acciones de Cristo para redimir a sus semejantes y a todos quienes deseen seguir su ejemplo; por último, como todo buen soberano deberá servir a su comunidad, antes que envilecer su poder como tirano convirtiéndose en un "mandarín". Así comienza la vida religiosa de los mortales en el catolicismo y, en lo sucesivo, todos aquellos que aspiran a ser buenos cristianos y merecer cada uno de dichos títulos, deben consagrar su existencia a Dios. Para sus seguidores, mantenerse en ese empeño siempre fue un reto, pues debían aceptar a Dios como una abstracción y alabarlo en un acto de fe. De ahí la complejidad y solemnidad de todos y cada uno de sus rituales, elaborados y normados por las autoridades eclesiásticas. Especialmente cuando éstas se consolidaban como institución, de tal suerte que la Iglesia, para evitar equívocos en la lectura de las Sagradas Escrituras, en todo momento ejerció el monopolio de su interpretación. De esa manera, cuidaban que ninguno de sus pastores o integrantes del rebaño, enseñaran o abrazaran algunas de las ideas tan peligrosas contenidas en la Biblia, tales como la igualdad y la justicia. Pues aquellas propuestas, tan revolucionarias en los orígenes del cristianismo, con el paso del tiempo resultarían germen de insurrecciones permanentes.

Esto, de alguna manera explica por qué cuando surgían con fuerza los relatos, crónicas e imágenes que describían a América, y se divulgaban por toda Europa, la transformación del pensamiento en aquellos lares era un hecho y se sucedía en forma acelerada. Además, empujaba a los europeos a la búsqueda de un mundo mejor, el cual tenía mucho que ver con esos principios de igualdad y justicia, los mismos que provocaban confrontaciones en una sociedad que comenzaba a balbucear el mercado capitalista. En ese entorno, el individualismo y el egoísmo, tan característicos de estas nuevas expresiones sociales de la economía, exhibían a un individuo sometido a una competencia brutal y cuya lucha por la sobrevivencia era deshumanizada. A este fenómeno se sumó el sentimiento y las prácticas de dominación coloniales, las cuales adquirieron un ímpetu extremo, particularmente en el Imperio español. En un principio, esta actitud fue favorecida por una bula del papa Alejandro VI, quien tras del encuentro de Colón con el nuevo continente, en 1494, resolvió dividir al mundo entre las dos grandes potencias marítimas: la portuguesa y la española. Lo cual sucedió al margen del resto de los reinos de aquel continente y —como es de suponerse— de los nativos americanos.1 Ante esa oportunidad histórica, España incrementó sus exploraciones y, convencida de su superioridad, lanzó un mayor número de expediciones para la conquista y la colonización de tan vasto territorio.

Con la bendición del papa, la evangelización se convirtió en un propósito idóneo para pretender justificar la barbarie de la conquista y colonización de los nuevos territorios. En contraparte, surgieron planteamientos invaluables para defender a los nativos, como fue el caso del "derecho de gentes" de Francisco de Vitoria, pionero con sus aportaciones que coadyuvaron a atemperar la violencia colonial, aunque también sirvieron para justificar y legitimar el abuso de los conquistadores. Hubo muchas más obras y voces que argumentaron contra los métodos de sometimiento, pero los intereses económicos creados en torno a la explotación del territorio americano, durante más de tres siglos, prácticamente acallaron las denuncias del maltrato y explotación extrema a los indios. En la Nueva España, durante el siglo XVIII, surgió con fuerza un sentimiento de identidad que tuvo expresiones de nacionalismo en diversas actividades, como en las artes plásticas, la literatura, la música, la ciencia, fiestas y celebraciones populares, entre otras. Algunos de los testimonios ajenos a cualquier apasionamiento, fueron los de los viajeros que anotaron sus impresiones, en las que asentaron ese orgullo de los novohispanos por lo "mexicano", así como un resentimiento contra los españoles que amenazaba con desbordarse. Lo único que parecía contenerlo era la fuerza persuasiva de la religión y los sermones amenazantes que, desde el púlpito, lanzaban los sacerdotes. De este modo, al amparo de la Iglesia —la institución que tenía presencia en todo el territorio novohispano— y con el apoyo renovado e irrestricto de España, el colonialismo en América parecía gozar de una vitalidad suficiente para prorrogar su existencia por muchos años.

Sin embargo, con las revoluciones burguesas, el triunfo del movimiento de independencia de las colonias inglesas del norte de América, la ofensiva político–militar napoleónica más allá de sus fronteras y la maduración de un sentimiento de identidad en las colonias españolas, dio pie a que surgieran con fuerza las demandas de igualdad y justicia. Sobre esta base, la divisa fundamental en todos los movimientos de resistencia fue la libertad. Un caso digno de evocar, entre muchos otros, fue cuando Ludwig Van Beethoven estrenó la obertura de Egmont, el 15 de junio de 1810. Después de haber sido un ferviente admirador de Bonaparte, cuando el compositor tuvo conocimiento de la invasión que Napoleón inflingió a varias ciudades europeas, y vivió en carne propia la ocupación de Viena, lugar donde residía, le pareció una intromisión inadmisible. Fue entonces, que decidió volcar parte de su talento creativo para manifestarse contra esas acciones de sometimiento. Tuvo el tino de escoger la obra de Egmont escrita por Goethe, quien en ese texto representó "la dramatización de un caso eminentemente romántico: el esfuerzo heroico del individuo que lucha contra la injusticia" y por la libertad. La genialidad del músico alemán, permitió imprimirle un sentido excepcional, lo cual dio como resultado una pieza incidental doblemente apreciada: porque musicalmente expresó en forma inmejorable la tragedia, y porque, además, pudo trasmitir la significación histórica y política del sacrificio del personaje.2

Egmont era un noble holandés católico quien, bajo la dominación española, se manifestó contra los abusos que sus coterráneos protestantes sufrían por parte de la Santa Inquisición. La respuesta a su audacia fue la acusación dolosa de un noble español, quien lo acusó de traidor a la corona española. Tras de un juicio ventajoso e injusto, como solían hacerlo los inquisidores contra de quien desafiara, con su pensamiento o acción, las normas establecidas por la Iglesia, en materia religiosa, lo condenaron a ser decapitado.

Aquel martirio lo soportó Egmont con tal estoicismo que conmovió a una buena parte de sus paisanos, quienes, a partir de entonces, decidieron seguir su ejemplo. Goethe, el genial escritor alemán, que se mantuvo alejado de la política, y sólo tuvo un encuentro con Beethoven, recogió aquel pasaje histórico y a través de una expresión romántica excepcional, lo inmortalizó como leyenda. Desde el punto de vista simbólico, retrató aquellos fenómenos y puso a flote el signo de los tiempos: las luchas por la libertad y el nacionalismo, objetivos tan característicos de las revoluciones burguesas. Junto a éstas, emergían, como novedad, los movimientos libertarios por la descolonización. En la consecución de tales propósitos, surgieron liderazgos, acaudillados por personajes de un arrojo inaudito, y fueron excepcionales quienes alcanzaron el triunfo. Los que tuvieron mayor ascendiente entre la muchedumbre, terminaron convirtiéndose en los mártires que encarnaron los más caros anhelos populares. Esa fue la razón por la que en las calles, las plazas, los paseos y todos aquellos lugares públicos y de encuentro social, la gente los inmortalizó en la memoria colectiva. Así se explican las razones por las cuales seguirían siendo evocados por las masas cuando éstas se sentían amenazadas frente a cualquier eventualidad.3

 

LOS PRIMEROS HÉROES DE LA INDEPENDENCIA MEXICANA

Un oficial encargado de la custodia del reo José María Morelos, en un intento por evitarle la prolongación del suplicio de la duda, cuando se alistaban para salir de la ciudad de México, se acercó para decirle: "Hoy es el último día, reverencia".4 Era el 20 de diciembre de 1815 y la mañana estaba muy fría, destemplada, como es frecuente en el invierno del Valle de México. El coche comenzó a rodar silenciosamente sobre el polvo del camino, mientras Morelos rezaba en voz baja. Los escasos transeúntes con quienes se cruzaba el carro podían suponer la importancia del pasajero por la numerosa guardia que lo rodeaba, pero difícilmente imaginaron que ahí iba el hombre a quien más temían las autoridades coloniales españolas en ese momento.5 Cuando el coche disminuyó la velocidad y pareció detenerse en el sitio de su muerte, Morelos le imprimió un tono dramático al Miserere mei que oraba. Quizá en esos momentos, o bien, cuando fumó el último puro, antes de que lo fusilaran en Ecatepec, en las afueras de la capital del virreinato, comenzó el repaso de su existencia que alcanzaba los 51 años. Sin duda, incluso a cualquier miserable que está próximo al cadalso, la vida entera se le revela en un instante.

Con esa velocidad relampagueante con la que se agolpan los recuerdos en la mente de quien está próximo a morir, seguramente José María Morelos evocó a Miguel Hidalgo y a Mariano Matamoros. Personajes a quienes profesó un aprecio extraordinario; por ello, tuvo conocimiento de los pormenores que rodearon el momento de la ejecución de ambos. Al primero de ellos lo conoció cuando se dirigió a él —en su calidad de Rector del Colegio de San Nicolás—, para solicitarle su ingreso a dicho liceo para prepararse para el sacerdocio. En cuanto a Matamoros, éste se le sumó para luchar por la independencia, mostrando una inigualable habilidad como estratega de guerra, siendo, además, un amigo de una sensibilidad excepcional. Esto explica por qué, cuando éste cayó preso, Morelos ofreciera a los realistas —sin éxito— canjearlo por doscientos prisioneros. A estos tres hombres los unió un afán superior: el de emancipar a México. Por cierto, los tres leyeron el Miserere mei antes de llegar al cadalso, y también fueron degradados como sacerdotes, humillándolos con un esmero ejemplar, para que sirviera de ejemplo a quienes quisieran seguir sus pasos.

El salmo del miserere mei, casi siempre fue evocado por aquellas personas que, habituadas a las lecturas de la Biblia, tuvieron el raro privilegio de prepararse para su muerte. Esa condición la viven quienes van a ser ejecutados y, aunque la noticia los deja pulverizados, pese al dolor que los embarga, algunos recurren en sus oraciones a dicho salmo, el cual tiene la particularidad de "narrar" con su sombrío sonsonete

[...] la miseria ineluctable de la humanidad resignada a sufrir su llamamiento a la eterna justicia y la redención en el otro mundo. Su melodía se torna severa, triste, inflexible, la melopea se prolonga [...] como si tratase de expresar la marcha lenta de la humanidad sin esperanza a través del valle de las sombras y de la muerte.6

De hecho, cualquiera de los insurgentes que caía prisionero, sabía de antemano cual era su destino. El itinerario de su suplicio era lo desconocido; en el caso de los prelados era especial, pues eran sometidos a castigos inmisericordes, con el ánimo de quebrantar su dignidad y voluntad. Dicha acción era por demás execrable, pues los altos dignatarios católicos exhibían cuan extraño conducían su Iglesia, porque hablando de una religión aparentemente tan antiheroica como el cristianismo, debía admitirse que:

[...] le ordena al hombre reconocer que es vil e incluso abominable, y le ordena ser semejante a Dios. Sin tal contrapeso esta elección lo volvería horriblemente vano, o este rebajamiento lo volvería horriblemente abyecto.7

El gobierno colonial español y la Iglesia católica, mediante acciones, escritos, sermones y edictos condenaban y denostaban a los insurgentes, con particular encono a los sacerdotes militantes del movimiento independentista. En su intento por borrar cualquier vestigio de aquellos locos patriotas, pasaban por alto una lección fundamental de San Agustín, quien en un fragmento de sus Confesiones, asentó:

[...] si yo nunca soy yo mismo, y en mí, sino memoria del otro en mí, a todos los niveles (como recuerdo del espíritu, como luto por aquellos que han muerto antes de mí, y como luto por el sacrificio de Cristo que murió por todos nosotros) entonces no en mí, al otro le corresponde la tarea de reconstruirme como totalidad.8

Con dicho planteamiento, afirmaba que no siempre termina la existencia de las personas con la muerte. La sentencia refería su perpetuación mediante la reconstrucción que la sociedad hace de la vida de aquellos personajes inolvidables y la transmisión de sus ideales, repitiéndose una y otra vez hasta grabarla en la memoria colectiva, es decir, el origen y primer balbuceo de lo que será la historia y una de sus funciones sustantivas:

[...] la de dotar de identidad a la diversidad de seres humanos que formaban la tribu, el pueblo, la patria o la nación. La recuperación del pasado tiene por fin la de crear valores sociales compartidos, infundir la idea de que el grupo o la nación tuvieron un origen común, inculcar la convicción de que la similitud de orígenes le otorgaba cohesión a los diversos miembros del conjunto social para enfrentar las dificultades del presente y confianza para asumir los retos del porvenir.9

En suma, todas las sociedades necesitan ser memoriosas, y para tal propósito precisan de registrar eventos singulares, sucesos extraordinarios y personas destacadas en lugares específicos de su territorio. La suma de episodios y protagonistas dignos de evocar, al paso del tiempo van constituyéndose en los asideros donde, quienes recuerdan los hechos pretéritos y los trasmiten a las nuevas generaciones, lo hacen con relatos que entusiasman y dan respuestas a la gente que desea saber de su pasado. Al extremo, que son excepcionales los curiosos que no hubiesen deseado encarnar a ciertos personajes; o bien, conformarse con haber sido un testigo privilegiado en algún lugar o momento determinado.

Social e históricamente, uno de los motivos por el cual destacan ciertas personas, consiste en que siempre ha existido la tendencia a personificar los sucesos que impactan a una sociedad, por lo que se coloca en un primer plano a sus protagonistas. Así fue como apareció el noble, vocablo que etimológicamente refiere al conocido. "Los conocidos, son los menos y se dan a notar por su empeño y esfuerzo insólito en pos de mejorar a sus compatriotas, colocándose como los mejores y más admirados por el resto de la masa anónima".10 Sin embargo, la figura del héroe sobresale por encima de todas, porque "es quien logra ejemplificar con su acción la virtud como fuerza y excelencia, es decir, prueba que la virtud es la acción triunfalmente más eficaz".11 De ahí que su fama trascienda más allá de su espacio vital o patria; y, su nombre y hazañas sobrevivan a su muerte. Por cierto, en sus "aventuras la presencia de la muerte no es ocasional, sino esencial".12 En sus acciones, aunque puedan apelar a la razón más pura y profunda de la humanidad —tal es el caso de la justicia o la libertad— deben desafiar el orden establecido. Además, iniciar o acompañar una empresa de tales proporciones, sólo es concebible por una persona o un puñado de locos, quienes tendrán por delante el desafío de transformar su propósito en una locura colectiva y convertir sus alucinaciones en realidad.13 Entonces, Hidalgo y Morelos, lograron convencer a la sociedad que el régimen colonial era una locura; de igual forma, pudieron demostrar que emanciparse no era un propósito demente, sino un derecho por el cual luchaban muchos pueblos del mundo moderno; los novohispanos, debían hacer lo propio para conquistar su libertad, crear su propia nación y merecer el gentilicio de mexicanos.

En este sentido, se complementaron muy bien Miguel Hidalgo y José María Morelos, parecían el anverso y el reverso de una misma moneda. Hidalgo era un intelectual inquieto y protagónico, gustaba llamar la atención por la pasión que le imprimía a sus argumentos cuando discutía, por la forma como se empeñaba en lograr sus propósitos y hasta el gozo que exhibía en los momentos de esparcimiento. Morelos, mucho más modesto, con una vida más apacible y casi contemplativa, luego se reveló como un observador agudo de la realidad. Inconforme con la pobreza, la ignorancia y la injusticia prevaleciente. De ahí la insistencia en sus planteamientos y acciones por redimir al grueso de la población. No obstante, hasta antes de la madrugada del 16 de septiembre de 1810, ninguno de los dos tenía trazas de ser hombres de grandes lances. En apariencia, Hidalgo no parecía encontrar lo que buscaba, sino que la realidad se lo entregó14 y éste lo asumió con intensidad. Mientras que Morelos salió a encontrar a su antiguo preceptor, con la ansiedad de quien buscaba confirmar la decisión de seguir el sendero que había resuelto caminar. Ambos, cada uno en su momento, caben en la definición que hizo Javier Cercas, refiriéndose a personajes de esa magnitud; decía: son el tipo de "hombre que tuvo el coraje y el instinto de la virtud, y no se equivocó en el único momento en que de veras importaba no equivocarse".15 Seguramente, Hidalgo nunca imaginó el ejército que formaría en un lapso tan breve; como Morelos, quizá tampoco previó la enorme hueste que lo seguiría incondicionalmente. No obstante, más allá de los sinsabores de la lucha y las hazañas guerreras, los planteamientos políticos de uno y otro, dieron al traste con el régimen colonial.

En 1823, el Poder Ejecutivo y el Congreso Constituyente, decidieron recordar a quienes iniciaron y mantuvieron vivo el movimiento emancipador durante once años. La celebración la hicieron de una manera clara y sencilla: reconocer los servicios de todos aquellos que contribuyeron a la emancipación del país. En aquella disposición,16 especificaban algunas de las formas de cómo recordar a quienes perecieron en la conflagración, de cómo los ex combatientes sobrevivientes podrían certificar sus servicios, y esbozaba cuáles serían las posibles pensiones a que se hicieran acreedores, tanto quienes aún vivían como los familiares de los fallecidos. Además, en la cláusula 13, de las 24 con que constaba el documento, decía:

El Congreso declara beneméritos de la Patria en grado heroico a los señores D. Miguel Hidalgo, D. Ignacio Allende, D. Juan Aldama, D. Mariano Abasolo, D. José María Morelos, D. Mariano Matamoros, D. Leonardo y D. Miguel Bravo, D. Hermenegildo Galeana, D. José Mariano Jiménez, D. Francisco Xavier Mina, D. Pedro Moreno, y D. Víctor Rosales...17

Todos los mencionados, sin asomo de duda, tenían los méritos suficientes para un reconocimiento de tal naturaleza. Sin embargo, tampoco podía negarse la enorme responsabilidad de Hidalgo y Morelos en los primeros años de la lucha. Por otro lado, las disposiciones iniciales fueron decisivas en lo político y militar, al grado que en los momentos de mayor flaqueza de la revolución de independencia, la estela resplandeciente de su ejemplo fue lo que la puso a flote y la mantuvo viva.

 

LA DESCOLONIZACIÓN

Después de tres siglos de sometimiento, en la Nueva España existía el deseo de transformar su realidad y para ello era preciso demoler el viejo régimen de dominación; entre otras cosas, remediar "la despersonalización y humillación del colonizado, ese oprimido que no pertenecía a la misma esencia que su amo".18 El colonialismo "implicaba un universo maniqueo en que la inferioridad permanente del colonizado se daba por establecida".19 Por lo tanto, para que éste pudiera recuperar su identidad anulada, debía actuar con una violencia extrema y proporcionalmente igual a la ejercida durante los tres siglos de colonialismo. No podía ser de otra manera, porque históricamente,

[...] cuando un pueblo colonizado abandona las armas de la crítica por la crítica de las armas, no se contenta con cambiar de estrategia. Destruye, él mismo, e inmediatamente (o al menos lo intenta), la sociedad en donde vivía, en el sentido de que su rebelión anule las relaciones sociales constitutivas de esa sociedad.20

Es decir, "iluminada por la violencia, la conciencia del pueblo se rebela contra toda pacificación", pues tiene todo por ganar y nada que perder. Además, enfrentarse con un poder que se prolongaba por tantos años y estaba dispuesto a mantener ese orden establecido a sangre y fuego, la lucha demandaba todo el esfuerzo de aquellos que deseaban emanciparse. Lo cual significaba involucrar a la sociedad entera, incluidas las mujeres, los niños, los ancianos y todos cuantos desearan sumarse. Con un ánimo casi suicida, porque para combatir a un gobierno colonial todopoderoso, era necesario espantar muchos fantasmas del pasado y desafiar el terror que sembraban, mediante sanciones ejemplares impuestas a todos los insurrectos.

Los castigos infringidos a los insurgentes eran tan severos que podían espantar al parroquiano más valiente. Frente a ese temor, quienes se atrevían a subvertir el orden establecido debían ser o parecer resentidos, locos o suicidas. Su inconformidad estaba soterrada en las profundidades de la conciencia del colonizado, pues el contraste entre los muy pocos que poseían todo y los muchos que carecían de lo más elemental era enorme. Un caso, entre muchos otros, que bien podría ilustrar y ser representativo de aquel resentimiento fue el de los tanateros21 de los minerales guanajuatenses. "Aquellos cargadores debían soportar en una jornada de seis horas la carga de 225 a 350 libras, en medio de una temperatura muy alta, subiendo ocho o diez veces seguidas, sin descansar, escaleras de 1 800 escalones".22 Dichos hombres, refería Alejandro de Humboldt, eran capaces de hacer enmudecer a quienes decían que la gente de estas zonas eran holgazanes por naturaleza. Los diversos testimonios de personajes ilustres y de toda credibilidad, coincidían en que la mayor parte de la gente estaba mal alimentada y pese a ello trabajaban con una intensidad extenuante, aunque sus ocupaciones pudieran ser leves o rudas. Ahora, aquellos que por su bienestar económico olvidaron, por un momento, su condición de colonizados, debieron recordarlo con las reformas administrativas de la corona española de fines del siglo XVIII. Esto sucedió cuando fueron obligados a pagar los vales reales, con escasas o nulas posibilidades de renegociar nuevos plazos para saldar sus deudas. Entonces, en medio de la ruina o con el riesgo de perder su patrimonio, comenzaron a cuestionarse la pertinencia de mantener una monarquía físicamente tan lejana, como ajena de los problemas que los aquejaban.

En aquel escenario, cobraron fuerza una serie de elementos con los cuales la sociedad balbuceaba algunas muestras de su identidad. Sin embargo era una sociedad de poco más de siete millones de habitantes dispersos en un enorme territorio; la mayor parte de sus asentamientos eran comunidades pequeñas, distantes unas de otras; algunas de ellas estaban definitivamente incomunicadas y un gran número poseían lenguas diferentes; las vías y medios de comunicación eran limitados, a lo cual contribuían los obstáculos naturales de la caprichosa geografía. En este escenario, era difícil concebir la posibilidad de constituir una nación. De hecho, sólo dos instituciones tenían presencia en las principales poblaciones novohispanas: el ejército y la Iglesia católica. El idioma oficial y dominante, por medio del cual se realizaban todo tipo de trámites, era el español, pero sólo una décima parte de su población lo hablaba —criollos, mestizos y españoles, ibéricos o descendientes directos de ellos—, un porcentaje menor podía leerlo y eran aún menos los capaces de escribirlo.23 De esa minoría, eran excepcionales quienes se tomaban la molestia de aprender los "dialectos" de los nativos. En suma, la Nueva España era un mosaico geográfico, social, cultural, lingüístico y étnico. La nación mexicana era inexistente y había que inventarla, porque después de 300 años de dominación, el solo intento de emancipar aquel enorme enclave colonial con intereses económicos tan poderosos, parecía una ilusión reservada para locos.

Se dice, que "el placer más seguro de la vida es el vano placer de las ilusiones".24 Esa actitud tan acomodaticia, le podría venir bien a quien —decía Unamuno— aprovecha los nutrientes de una sociedad como parásito; pero resulta incompatible para aquellos que vuelcan su pensamiento en acciones, y particularmente a quienes se afanan en convertir sus aspiraciones en realidad. Entonces, ante el puñado de gentes que, en sus actividades, intentaban poner en relieve aquellas expresiones en las cuales buscaban reflejarse, y dar coherencia a la identidad de los novohispanos, con la insurrección de 1810, dicho proceso se aceleró y comenzó a cristalizarse. Porque con el levantamiento acaudillado por el cura Miguel Hidalgo, él y sus principales seguidores afanosamente recogían todo cuanto pudiese legitimar su causa y sumar gente a su movimiento. Es decir, la población que asumía la lucha de muy distintas maneras, y en diversos frentes, tuvo que asirse de todo cuanto fuera necesario para justificar sus actos. Los objetivos eran universales e inherentes a la mayor parte de las luchas en la historia, tales como la justicia, la igualdad y la libertad; lo novedoso era la descolonización. De tal suerte que, si la invasión napoleónica a España proporcionó el pretexto y sirvió de justificante a los grupos hispanos que pretendían reformar el viejo régimen monárquico; en las colonias ibéricas de América, dio la pauta para debatir la pertinencia de asumir independientemente la soberanía mientras durara la ocupación francesa en la metrópoli —pero paralelamente se planteaban, también, la posibilidad de emanciparse.

El aprendizaje de los americanos debió sucederse en un lapso brevísimo. De entrada, con todas las imperfecciones posibles, llevaron a cabo la elección de sus representantes para enviarlos a las Cortes de Cádiz; luego, supieron que la única forma de recuperar su dignidad consistía en actuar independientemente y organizar una resistencia, tal y como lo hacía la guerrilla española que luchaba contra la invasión francesa. Es decir, pese a la existencia de expresiones de identidad y manifestaciones que revelaban la intención de emanciparse, ese objetivo tuvo que irse definiendo paulatinamente, aunque en un tiempo muy corto. De ahí la forma errática o confusa con la cual comenzaron a expresarse los dirigentes del movimiento emancipador. Uno de los primeros testimonios escritos fueron los exhortos que Hidalgo pronunció y que se hicieron célebres por sus contradicciones aparentes. Al dirigirse a sus "amados compatriotas, hijos de esta América", decía:

[...] el sonoro clarín de la libertad política ha sonado en nuestros días [y les pedía que acudieran] a ayudarnos a continuar y conseguir la grande empresa de poner a los gachupines en su madre patria, porque ellos son los que con su codicia, avaricia y tiranía, se oponen a vuestra felicidad temporal y espiritual...

Y la proclama concluía, justamente, como debió haber sido el grito de guerra pronunciado en el atrio de la parroquia de Dolores:

¡Viva la religión católica! ¡Viva Fernando VII! ¡Viva la patria y viva y reine por siempre en este Continente Americano nuestra sagrada patrona, la Santísima Virgen de Guadalupe! ¡Muera el mal gobierno! [...] esto es lo que oiréis decir de nuestra boca y lo que vosotros deberéis repetir.. 25

En diciembre de 1810, cuando fue excomulgado, Hidalgo impugnó tal decisión y arremetió duramente contra la Iglesia, haciéndole la gravísima acusación de prostituirse por cuestiones políticas. En ese mismo mes, en otro documento impreso que hizo circular, dirigiéndose a las autoridades españolas, y haciendo referencia a la resistencia que sostenían contra la invasión napoleónica, les cuestionaba de la siguiente manera:

¿No sois vosotros los que hacéis alarde de haber derramado la sangre por no admitir la dominación francesa? ¿Pues por qué culpáis en nosotros, lo que alabáis en vuestros paisanos?26

Además de plantear la experiencia de gobernarse a sí mismos en aquellos estados nacionales surgidos de las revoluciones burguesas, así como las formas de organización y gobierno de las comunidades indígenas, afirmaba:

Cuando yo vuelvo la vista por todas las naciones del universo, y veo que las naciones cultas como los Franceses quieren gobernarse por Franceses, los Ingleses por Ingleses, los Italianos por Italianos, los Alemanes por Alemanes[...] Que los Apaches quieren ser gobernados por Apaches, los Pimas por Pimas, los Taraumares por Taraumares; No puedo menos de creer, que esta es una idea impresa por el Dios de la naturaleza [...] Hablad Españoles injustos [...] que llamáis insurrección la solicitud de nuestra libertad [...] ¿Por qué no queréis que gocemos lo que Dios ha concedido a todos los hombres?27

Pese a los aparentes contrasentidos en los que incurrió Miguel Hidalgo, así como las atenuantes con las que suavizó el discurso, afirmaba con certidumbre el derecho de los pueblos para gobernarse, haciéndolo sentir como una facultad que Dios otorgaba a todas las comunidades. Además, ponía en relieve las contradicciones de los argumentos con que lo condenaban, como si fuera un loco y sus acciones una aberración. Esas mismas autoridades virreinales, colonialistas y detractoras de la insurgencia libertaria novohispana, elogiaban la organización de guerrillas para resistir la invasión napoleónica en la península Ibérica.

[...] ¿Por qué nos queréis privar de las dulzuras de la independencia? ¿No sois vosotros los que hacéis alarde de haber derramado la sangre por no admitir la dominación francesa? Pues ¿por qué culpáis en nosotros el separarnos de la dominación española?28

Por otro lado, el brote violento con el que comenzó la insurrección, al dar sus primeros pasos sobre la letra escrita e impresa, adquirió la forma de una lucha por la emancipación, y sus ideales comenzaron a moldear la locura colectiva. Fue entonces que se convirtió en una verdadera revolución y el grueso de la población tuvo la certidumbre de un mejor futuro. Los rebeldes gritaban a todo pulmón y los simpatizantes repetían en voz baja, entre otras cancioncillas y versos, aquellos que decían:

¿Quién al gachupín humilla?
Costilla

¿Quién al pobrísimo defiende?
Allende

¿Quién su libertad aclama?
Aldama

Corre criollo que te llama,
y para más adelante
todos están de tu parte:
Costilla, Allende y Aldama.

La libertad indiana
toda se debe
al invencible Hidalgo.29

Tan avasalladores eran los argumentos con los cuales se había justificado el régimen colonial durante tres siglos, como ilusos eran quienes pretendían acallar los coros de los insurgentes y sus simpatizantes. Se multiplicaban sin control y, en tan sólo cuatro meses que Hidalgo estuvo frente a la lucha libertaria, subieron de tono. Por otro lado, aquellos líderes transformaban con sus escritos la faz de la Nueva España y, por medio de sus discursos, construían una nación independiente. Por último, si algo faltaba a esta revolución, era los mártires, y las autoridades coloniales siempre estuvieron prestas a proporcionarlos: los sembraban en los campos de batalla y en los castigos a los capturados. Pero con la ejecución y decapitación de los hombres que acaudillaron la etapa inicial de la gesta libertaria, tuvieron como respuesta el despertar de los sentimientos anticoloniales más radicales. A guisa de ejemplo, podría citarse la insignia insurgente del Regimiento de la muerte, que tenía dibujada una calavera entre cuatro fémures blancos, que sobresalían de una cruz en fondo negro y una leyenda que decía: "el doliente Hidalgo".

José María Morelos, con la apariencia de cura benevolente y pueblerino, pronto se reveló como un observador agudo de la realidad y crítico de las injusticias en las que vivía la sociedad novohispana. Es probable que estos factores le permitieron asimilar los aspectos político y militar más importantes de la guerra, dándoles un sesgo definitivo. La experiencia del pasado inmediato le dio mucha mayor claridad y previó algunos de los nuevos retos por afrontar. Se trazó dos objetivos centrales: la lucha contra el colonialismo y sus formas de dominación y, simultáneamente, expresar y darle forma a los cimientos legales en los que habría de descansar la nueva nación independiente. Para alcanzar tales metas, primero precisó de ganar legitimidad y tener liderazgo. En un lapso muy breve, con sus triunfos sobre el ejército realista probó su pericia como un gran estratega, al mismo tiempo que sus decisiones políticas desafiaron todo el orden colonial establecido. En las mismas filas insurgentes había quienes, por rivalidad, minimizaban el alcance de sus logros, pero fueron las propias autoridades virreinales quienes se encargaron de designarlo como el enemigo a vencer. Ellas, mejor que nadie, pudieron darse cuenta que Morelos, junto con un puñado de jóvenes, estaba construyendo —sobre las bases históricas de la independencia de las colonias inglesas en América, la Revolución Francesa y la lucha de quienes le antecedieron—, un Estado nacional independiente.

Cuando Rayón, quien creía tener los méritos suficientes para relevar a Hidalgo y acaudillar el movimiento insurgente cuando éste faltó, trató de impresionar a Morelos con su petulancia tan característica, cuestionándole, a finales de 1812, si conocía los Elementos constitucionales que había elaborado. Morelos, quien desde un principio comprendió la importancia de acompañar los asuntos militares con medidas políticas, le contestó con sencillez, diciéndole que no los había recibido pero que ya los había visto. Agregaba,30 en forma lapidaria, que tenían "poca diferencia", o bien, eran "los mismos que conferenciamos con el señor Hidalgo". Es decir, revelaba y confirmaba los propósitos que desde el principio tuvo Miguel Hidalgo, al mismo tiempo que reafirmaba el hecho de que se sumó a la revolución independentista, consciente de los objetivos que debían alcanzarse. Fue así como los diversos grupos insurgentes, que subsistían dispersos en el inmenso territorio de la Nueva España, reconocieron a Morelos como el interlocutor sensible y el líder con claridad en las iniciativas propuestas. Además, sin envanecerse por las victorias obtenidas, las reivindicó con pronunciamientos sociales y económicos, con los cuales les dio un alcance político que nunca le perdonarían las autoridades virreinales, tanto civiles como eclesiásticas. De ahí que las instituciones coloniales lo persiguieran con ahínco inusitado —junto con sus hombres más allegados— y, por sobre de todo, a los documentos —impresos y manuscritos— que hacían circular. Sabían que éstos se filtraban como la humedad y que con ellos iba conformándose el ideario por la independencia.

Al margen de las circunstancias y los detalles que rodearon los episodios militares y políticos más célebres de la campaña de Morelos, hubo documentos emitidos por él y sus seguidores que fueron perseguidos sin descanso. La Santa Inquisición recogía todos aquellos papeles que la insurgencia distribuía y, tras de analizarlos cuidadosamente, señalaba los que debían decomisarse o destruirse. Con ese propósito, pegaban y leían los edictos prohibicionistas en los lugares públicos, o bien, desde el púlpito exhibían los motivos por los cuales condenaban dichos papeles. Las penas a quienes los poseyeran, leyeran, comunicaran, comentaran o supieran de su posible distribución, en caso de ser sorprendidos —o aquellos que no denunciaran cualquiera de estas formas— eran susceptibles de ser excomulgados e interrogados por la Inquisición. Desde su punto de vista, la transgresión más condenable consistía en la herejía en que incurrían al subvertir el orden establecido. Sin embargo, era evidente que la mayor molestia que provocaban consistía en hacer una abstracción del amplio territorio novohispano, para darle expresión política–jurídica del Estado–nacional que vislumbraban. De ahí que los tres escritos más condenables eran: Los sentimientos de la Nación, con el cual se inauguró el Congreso de Chilpancingo, en septiembre de 1813. El siguiente fue el Acta solemne de la declaración de la Independencia de la América Septentrional, de noviembre de 1813. Otro fue el Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana, emitido en Apatzingán, en octubre de 1814.

 

LAS LETRAS, LOS HÉROES Y SU MUERTE

Mediante un Edicto prohibicionista, con fecha del 8 de julio de 1815, la Santa Inquisición hizo del conocimiento público una lista de los documentos más condenados y perseguidos en la Nueva España en ese momento, haciéndolo extensivo a los territorios de Guatemala, Nicaragua, Islas Filipinas, sus distritos y jurisdicciones.31 Para quienes hubiesen visto dichos papeles y para evitar su reproducción, exigían que fuesen denunciados y los identificaran con rapidez a partir del íncipit y su explicit; es decir, sólo se citaban las palabras iníciales y las finales de cada manifiesto. A semejanza de como se hacía en los textos medievales y en los musicales, para que con las primeras y últimas notas el interprete las identificara.32 Entre esos textos, estaban varios de los emitidos por los hombres más cercanos a Morelos y algunos de sus simpatizantes más notables. A las autoridades coloniales les importaban menos las acciones bélicas de los insurgentes, que el hecho de que le dieran cuerpo y forma a sus ideas, pues cuando las plasmaban en papel le daban un sentido más preciso a sus acciones y las transformaban en ideales. Además, cuando los insurgentes resolvieron montar su movimiento sobre las letras, le dieron una connotación de revolución verdadera, porque con cada uno de sus escritos conformaban un ideario político. Por otro lado, gracias a la reproducción impresa y manuscrita de los argumentos que los animaban, filtraban sus ideas hasta a los lugares más inimaginables. Es decir, desde el escritorio, con las armas de la pluma y la imprenta, transformaban la realidad.

No hay lugar a dudas. Cualquiera que cuestiona un orden establecido que ha durado casi 300 años, puede ser acusado, con la complacencia pública, de alucinar o enloquecer. En otra circunstancia, cuando "[...] una alucinación se hace colectiva, se hace popular, se hace social, deja de ser alucinación para convertirse en una realidad".33 Así se inició la revolución de independencia, como la propuesta de un loco cualquiera, quien con sus planteamientos y acciones convenció a todos que no era un demente. El proceso de aceptación por parte de la población sucedió al difundirse los propósitos y fines de Miguel Hidalgo; por lo demás, terminaron convenciéndose de las bondades de la insurrección cuando José María Morelos tomó la estafeta de relevo en la dirección de ese gran movimiento político y social. En un principio, la brutal represión y los castigos ejemplares de las autoridades virreinales para con los insurgentes o sus simpatizantes, inhibió la participación y manifestaciones a favor de la emancipación, pero lentamente, casi desapercibidos, surgieron diversos frentes desde donde se apoyaba al movimiento. La insurrección inicial fue como un pequeño boquete en el dique de una presa, que tras un leve goteo, vino el escurrimiento y, posteriormente, el chorro se tornó incontenible.

El liderazgo de Miguel Hidalgo y José María Morelos fue súbito e inimaginable, pues unos días antes del 16 de septiembre de 1810, nunca nadie hubiese sospechado —quizá ni ellos mismos— la forma en que muchos habrían de sumarse a los grupos que cuestionaban el orden colonial. Su entusiasmo era semejante al de otros tantos, pero para desafiar frontalmente ese orden de cosas distaba un buen trecho. "Lo heroico —se dice— es abrirse a la gracia de los sucesos que nos sobrevengan, sin pretender forzarlos a venir".34 Así sucedió con ellos, formados y cultivados en el seno de la Iglesia católica, asumieron los principios religiosos desde el mirador más alto de su momento. La libertad era el signo de su tiempo, de ahí que sus lecturas adquirieran una nueva dimensión, aunque las autoridades inquisitoriales se empeñaran en hurgar en sus libreros para encontrar los textos que los habían transformado. Como sucedió con el Quijote, personaje central de la obra capital de Cervantes, quien con sus libros descubrió otras realidades y al contrastarlo con su entorno inmediato, se sintió obligado a salir de su casa para hacer justicia. En esa creencia, sus vecinos y amigos quemaron los libros, porque atribuían a dichos objetos su trastorno y decían: "encomendados sean a Satanás y Barrabás tales libros, que así han echado a perder el más delicado entendimiento".35 Sin embargo, las autoridades civiles y religiosas novohispanas, quizá sin reparar en lo que escribió Cervantes, eran conscientes que si las lecturas eran capaces de afectar a los poseedores del "más delicado entendimiento", persiguieron con furia los escritos de los insurgentes, presuponiendo que podían perturbar por entero al pueblo llano e ignorante.

Según el Edicto prohibicionista, los documentos condenados inspiraban la "inobediencia, infidelidad, y rebelión para substraer a los vasallos del Rey", propuestos por una "raza de filósofos" corrompidos que bajo el "título de defensores de la libertad" —sostenían—, destruían el orden político y social.36 una razón más —y para ellos fundamental—, consistía en que inspiraban el "espíritu de independencia, y sedición". Por esos temores fue que la Inquisición procuró los castigos ejemplares, quemó libros, impresos y manuscritos; de igual manera, procuró acallar a los escasos lectores que en voz alta daban a conocer los manifiestos del partido de los insurgentes. El enjuiciamiento, la humillación, excomunión y ejecución para con los líderes del movimiento sólo fue una contribución más de las autoridades virreinales a la causa de la emancipación, pues les dio los mártires que les hacían falta. Insospechadamente, los colocaron en condición de semidioses, porque les dieron vida eterna en la memoria de sus semejantes, quienes los hicieron héroes y los colocaron en el santoral cívico. En suma, pese haber sido derrotados, triunfaron en su última batalla al ganar la inmortalidad.

Los pocos escritos que Miguel Hidalgo y José María Morelos, realizaron y promovieron, fueron suficientes para crear un ideario político, el cual sería la base donde habría de descansar la construcción de una nación independiente, así como del discurso donde habrían de identificarse los americanos mexicanos. Entonces, sobre el espacio en el que se dilataba el territorio de la otrora Nueva España —el enclave colonial de ultramar más importante de España en América—, habría de hacerse una abstracción de aquella enorme región para constituir el México independiente. Así, comenzaron por inventar un Estado nacional, como los que surgieron con las revoluciones burguesas en otras latitudes. Por lo demás, sin menoscabo de la orgullosa declaración de aquellos habitantes que se autodesignaban como vallisoletanos, yucatecos, tlaxcaltecas —o de la región a la cual pertenecieran—, en lo sucesivo deberían reconocerse primero como mexicanos.

Cuando quedó consumada la emancipación, Agustín de Iturbide nada hizo por darles algún reconocimiento a los hombres que iniciaron la Independencia. De hecho, al principio, en su calidad de oficial realista, los persiguió con gran entereza y formó parte del coro de quienes los tacharon de "locos", insurrectos, apóstatas y herejes, entre otros calificativos que les profirió la monarquía española y las autoridades virreinales y eclesiásticas. Sólo después de su derrocamiento, en 1823, se expidió un decreto suscrito por el Poder Ejecutivo y el Congreso, en el cual daban cuenta de los servicios prestados al país por Hidalgo, Morelos y otros once personajes más, declarándolos "beneméritos de la patria en grado heroico".37 Sobra decir que ya tenían ganado un lugar privilegiado en la memoria colectiva, pero con esta disposición se oficializaba la celebración de su evocación periódica, haciéndolos trascender más allá de su tiempo.

Al margen de las disposiciones oficiales, la garantía de la inmortalidad de Hidalgo y Morelos la tenían ganada desde el momento que actuaron y pensaron por los olvidados, aquellos a quienes nadie quiso tomar en cuenta por casi 300 años. A su gesta como a su martirio, se debían las múltiples historias que sobre ellos se escribieron, en las cuales se dio rienda suelta a las fobias y simpatías, colocándolos en el territorio de la leyenda o el mito. En esos ríos de tinta que se han derramado para hacer un repaso constante y puntual de su vida, surgen disquisiciones exquisitas y polémicas acaloradas, algunas carentes de sentido. Por lo tanto, habrá quien dude si la madrugada del 20 de diciembre de 1815 —cuando partió la carroza donde conducían a Morelos a Ecatepec para su ejecución—, estaba nublada o fría en la capital novohispana. O bien, como aquellos que aseguran que Morelos tuvo miedo y se arrepintió en el último momento, planteamiento que resulta absurdo, porque los héroes permanentemente están conscientes de que su vida es una prenda de los grandes propósitos que persiguen.

Sin embargo, más allá de la importancia que puedan tener dichos detalles, los héroes se miden por el impacto político que tiene su pensamiento y acción. El ideario que construyeron Hidalgo y Morelos fue tan breve y tan importante, como breves y radicales fueron los testimonios escritos que dejaron.

En aquel momento, de alegría agridulce, cuando estaba apenas triunfante la Independencia, quienes vivieron las glorias de la reciente emancipación, quizá ruborizados por sus hipócritas alianzas, trataron de sepultar con aplausos y vítores, en cada ceremonia conmemorativa, las reivindicaciones sociales y económicas que habían demandado los primeros insurgentes, difíciles de cumplir, sobre todo si se carecía de la voluntad política para hacerlo.

En esa misma medida, como suele suceder en la memoria colectiva, cuando —aun hoy— la gente común se siente oprimida, evoca a aquellos primeros insurgentes, así como a la vigencia de sus propósitos, con el ánimo de hacer efectiva la realización de los objetivos por los cuales lucharon y pagaron con su propia vida.

 

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NOTAS

1 Arturo Gálvez Medrano, "En búsqueda de la eternidad; de suicidas, revoltosos y patriotas", Veredas. Revista del pensamiento sociológico, año 7, núm. 13, México, UAM–Xochimilco, segundo semestre de 2006, p. 235.

2 Carlos Cerda, Sombras que caminan, México, Alfaguara, 1999. A lo largo de la presente obra, va entretejiendo el martirio de Egmont, tanto histórica como literariamente. Véase, también, Eduardo Schure, Historia del drama musical, Argentina, Calomino, 1946. En el presente libro, existe una interesante referencia a las obras de Goethe y Beethoven, no sólo desde el aspecto literario e histórico, sino que también revive el ambiente filosófico.

3 E. Shure, op. cit., p. 155.

4 José Mancisidor, Hidalgo, Morelos, Guerrero, México, Grijalbo, 1970, p. 257.

5 Ibidem, p. 258

6 E. Schure, Historia del..., op. cit., p. 155.

7 Fernando Savater, La tarea del héroe. Elementos para una ética trágica, España, Destino, 1992, p. 169.

8 Mauricio Ferraris, Luto y autobiografía. De San Agustín a Heidegger, México, Taurus, 2001 (La huella del otro), p. 76.

9 Enrique Florescano, La historia y el historiador, México, Fondo de Cultura Económica, 1997, p. 65.

10 José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, España, Altaza, 1993, pp. 90–91.

11 F. Savater, La tarea del..., op. cit., p. 165.

12 Ibidem, p. 172.

13 Miguel de Unamuno, Vida de Don Quijote y Sancho. Según Miguel de Cervantes Saavedra. Explicada y comentada, Buenos Aires, Espasa–Calpe, 1945, p. 16.

14 Javier Cercas, Soldados de Salamina, México, Tusquets Editores, 2003 (Colección andanzas núm. 133), p. 165.

15 Ibidem, p. 209

16 Mariano Michelena, Decreto que declara héroes de la Independencia a Hidalgo, Morelos... (Ministerio de Guerra y Marina, 1823), México, Centro de Estudios de Historia de México–Condumex.

17 Idem.

18 Gérard Chaliand, "Epílogo", en Franz Fanon, Los condenados de la tierra, México, Fondo de Cultura Económica, 2003. p. 306 (Colección Popular núm. 47). Fanon, realizó un estudio sobre el colonialismo a partir de la lucha de emancipación argelina, y resaltó las características esenciales de las políticas colonialistas, así como la esencia del mundo de los colonizados. A partir de un análisis comparativo en el tiempo y espacio, puede constatarse que este tipo de sometimiento tiene líneas constantes en la historia.

19 Ibidem, p. 307.

20 Ibidem, p. 308.

21 Los tanateros, eran los estibadores que sacaban los minerales del fondo de las minas. La palabra deriva de tanate, la cual significa "mochila, zurrón de cuero o de palma, con tapa", donde transportaban su carga. Véase Diccionario Porrúa de la lengua española (preparado y revisado por Antonio Raluy y Francisco Monterde), México, Porrúa, 1974.

22 Alejandro de Humboldt, Ensayo político sobre el Reino de la Nueva España (Estudio preliminar de Juan Ortega y Medina), México, Porrúa, 1978, p. 49.

23 Citado en Agustín Cue Canovas, Historia social y económica de México, 1521–1854, México, Trillas, 1981, p. 211.

24 G. Chaliand, "Epílogo", en F. Fanon, Los condenados..., op. cit., p. 318.

25 Ernesto Lemoine Villicaña, "Hidalgo y la ruta de la independencia", Artes de México, núm. 122, año XVI, México, 1969, pp. 42–43.

26 Miguel Hidalgo y Costilla, Proclama de Guadalajara, diciembre de 1810, México, Centro de Estudios de Historia de México–Condumex.

27 Idem.

28 Idem.

29 Idem; Carlos Herrejón Peredo (comp.), Hidalgo. Razones de la insurgencia y biografía documental, México, Secretaría de Educación Pública, 1987, p. 267.

30 Ernesto Lemoine Villicaña, Morelos y la revolución de 1810, Michoacán, Gobierno del estado de Michoacán, 1984, p. 260. En la presente obra, se muestra con el detalle del investigador acucioso el itinerario político–militar de Morelos.

31 Manuel de Flores (Inquisidor Apostólico), Edicto, 8 de julio de 1815, México, Centro de Estudios de Historia de México–Condumex.

32 Ivan Illich, En el viñedo del texto. Etología de la lectura; un comentario al "Didascalicon" de Hugo de San Víctor, México, Fondo de Cultura Económica, 2002, p. 16.

33 M. de Unamuno, La vida de..., op. cit., p. 16.

34 Ibidem, p. 35.

35 Miguel Cervantes de Saavedra, Don Quijote de la Mancha, México, Real Academia Española/Asociación de Academias de la Lengua Española, 2004, p. 30.

36 M. de Flores, op. cit.

37 M. Michelena, Decreto... op. cit.

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