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Argumentos (México, D.F.)

Print version ISSN 0187-5795

Argumentos (Méx.) vol.22 n.59 Ciudad de México Jan./Apr. 2009

 

Dossier: Pueblos originarios: cultura y poder

 

La transición democrática en la Ciudad de México. Las primeras experiencias electorales de los pueblos originarios

 

Andrés Medina*

 

*Investigador del Instituto de Investigaciones Antropológicas de la UNAM. Co-coordinador del seminario permanente Etnografía de la Cuenca de México; que se lleva a cabo en la misma institución. Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores. Su último libro es La memoria negada de la Ciudad de México: sus pueblos originarios, editado por la UACM y el IIA-UNAM.

 

Resumen

En este ensayo se analiza el proceso de cambio en las instituciones electorales de la Ciudad de México, a partir de las reformas de 1993, desde la perspectiva de los pueblos originarios. En un contexto de acentuada centralización del poder, la búsqueda de instituciones mediadoras de carácter ciudadano ha fracasado, sea por la inercia centralista o bien por la penetración de los partidos políticos que mantienen las redes clientelares. Frente a esta situación, los pueblos originarios presentan una notable diferencia en cuanto a participación política; sin embargo, su situación política es marginal, no obstante, nos permiten una mirada diferente a una situación crítica en el proceso de transición democrática.

Palabras clave: Ciudad de México, pueblos originarios, transición democrática, procesos electorales, etnografía de México.

 

Abstract

This essay discusses the process of change in electoral institutions in Mexico City after the 1993 reforms, from the perspective of originating peoples. In a context of heightened centralization of power seeking mediating institutions, whether public, have failed, either by inaction or by centralizing the penetration of political parties that maintain patronage networks. Faced with this situation originating peoples have a remarkable difference in terms of political participation, but his political situation is marginal, however, allow us to look differently at a critical juncture in the process of democratic transition.

Key words: Mexico City, originating peoples, democratic transition, electoral processes, ethnography of Mexico.

 

INTRODUCCIÓN

La Ciudad de México es sin duda el espacio simbólico que sintetiza de muchas maneras la cultura y la historia de la nación mexicana; fundada en un islote como México-Tenochtitlan por el pueblo mexica, adquiere —con el paso del tiempo y la beligerante expansión sobre los otros pueblos de su entorno— un papel hegemónico que la convierte en la capital de la Triple Alianza, poderosa entidad política dominante en la mayor parte de la Mesoamérica del siglo XVI. A la derrota impuesta por la Conquista española le sigue su refundación como capital virreinal, sobre la antigua traza y con las mismas piedras de sus derruidas construcciones. Convertida en la ciudad más importante del continente americano bajo el dominio colonial hispano, pronto asume una identidad europea y cristiana orgullosa de su tradición renacentista y occidental.

Su condición de capital de la nueva nación independiente mantiene su importancia política y económica, así como su identidad étnica criolla. Sin embargo, al triunfo de los liberales y bajo la legitimación de las Leyes de Reforma, inicia la expansión de su antigua traza colonial sobre las tierras de las comunidades agrarias, herederas de las Repúblicas de Indios coloniales, y de las de las parcialidades de San Juan y de Santiago, adscritas al gobierno de la ciudad capital (Lira, 1983).

El crecimiento es más bien lento durante la dictadura porfirista, pero es durante este periodo que se sientan las bases legales para la acelerada expansión a lo largo del siglo XX que le lleva a convertirse en una de las más grandes ciudades del mundo. Una consecuencia de su desarrollo es la profunda transformación de su composición social y cultural, en lo que tienen que ver las convulsiones políticas provocadas por el conflicto armado de 1910-1917, con el establecimiento del nuevo régimen de la Revolución Mexicana, el posterior desarrollo económico y la presencia de fuertes corrientes migratorias de la mayor parte de las regiones del país.

Para el último tercio del siglo XX se reconoce la complejidad de su diversidad étnica y lingüística, producto de las migraciones desde las diferentes regiones interculturales; y ya para finales del siglo se constata la presencia de la mayor concentración de población indígena urbana, residentes nacidos en la propia ciudad que mantienen las características de su identidad étnica y reclaman el reconocimiento de sus derechos y de los servicios específicos de las autoridades urbanas (Molina y Hernández, 2006).

Y en el filo del nuevo milenio, en el marco de las diversas reformas políticas impulsadas por diversas organizaciones políticas y partidos de oposición, aparecen los "pueblos originarios", reclamando el reconocimiento de sus autoridades políticas y de sus formas particulares de elección, amparadas bajo la denominación de "usos y costumbres" (Medina, 2007).

Estos "pueblos originarios" son las antiguas comunidades agrarias, de raíz mesoamericana devoradas por la veloz expansión de la mancha urbana, e incorporadas a su tejido institucional; transformadas sustancialmente por el propio desarrollo urbano, han mantenido su identidad étnica gracias a la posesión de una compleja organización comunitaria, y con ello una tradición política propia.

En las condiciones específicas del proceso de democratización del país, pero sobre todo de la propia Ciudad de México, la cultura política de los pueblos originarios aparece como un eficaz espacio de participación electoral; sin embargo, la forma que asume de "usos y costumbres" la incluye en una intensa polémica acerca del carácter democrático de las formas de gobierno indígena, en la que algunos estudiosos han visto formas despóticas y "ruinas étnicas" (Bartra, 2007), en tanto que otros (como Fábregas, 1996; Hernández, 1997; Bartra, 2001) formas específicas que requieren ser entendidas y reconocidas.

Esta discusión ha tenido como trasfondo los reclamos de autonomía por parte de diversas organizaciones indígenas, a raíz de diversos acontecimientos políticos, pero particularmente del levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en 1994 y de diversas reivindicaciones del movimiento indígena continental (como las de los pueblos de la Costa Atlántica de Nicaragua, los del Cauca en Colombia y los Achuarde Ecuador).

En este ensayo mi intención es describir la experiencia electoral en los pueblos originarios del sur del Distrito Federal, a partir de una investigación etnográfica realizada en las delegaciones de Tláhuac, Milpa Alta, Tlalpan y Xochimilco en el periodo 2000-2005, particularmente en San Juan Ixtayopan y San Francisco Tlaltenco, de Tláhuac. La perspectiva asumida es la del proceso de democratización en las que han embarcado diversas instituciones políticas, tanto gubernamentales como de oposición, teniendo como punto de referencia la fuerte tradición autoritaria y centralista de la Ciudad de México. Para ello he organizado mi presentación en cuatro partes: 1) la democratización de la Ciudad de México; 2) los pueblos originarios; 3) las elecciones de coordinador de enlace territorial; y 4) reflexión final.

 

LA DEMOCRATIZACIÓN DE LA CIUDAD DE MÉXICO

La tradición centralista y autoritaria en que se funda la Ciudad de México como capital nacional llega al siglo XX con un agudo problema estructural, el que opone el gobierno de la ciudad a su condición de capital federal. Esta situación resulta evidente con el establecimiento del nuevo régimen revolucionario bajo el amparo de la Constitución de 1917; si bien en el gobierno del presidente Venustiano Carranza nombra personalmente al gobernador de la Ciudad de México, posteriormente emerge una conflictiva situación que enfrenta políticamente a los municipios del Distrito Federal, y entre ellos el de la ciudad, con el gobierno federal. En el contexto de las disputas entre los partidos políticos con vistas a las elecciones presidenciales, durante el gobierno de Plutarco Elías Calles y en el proceso de reelección de Álvaro Obregón, se cambia el régimen político del Distrito Federal mediante un decreto de 1928, por el que desaparecen los municipios y se convierten en delegaciones. El presidente nombra entonces directamente al gobernador del Distrito Federal, quien a su vez nombrará a los delegados. De acuerdo con la Ley Orgánica del Distrito Federal, su composición es la de un Departamento Central y 13 delegaciones (Becerra, 2005).

El cambio de la organización administrativa de la capital que, por medio de un decreto, borraba a los municipios y establecía las delegaciones, coincidía con el reforzamiento de la centralización del país buscada desde el porfiriato. Sin embargo, la supresión unilateral dejó a la ciudadanía en situación de menor rango y sin un sistema de mediación con los delegados que, nombrados por el presidente, se hacían cargo de la administración local [Martínez, 2005:365].

Esta situación plantea un enorme problema que subsiste hasta nuestros días, e incluso se ha agudizado en las condiciones de la transformación democrática en el gobierno de la ciudad: el de la inexistencia de instituciones de mediación entre la población y sus autoridades. Desde el propio gobierno se han creado, sin éxito, diversas instituciones orientadas a cumplir la función mediadora por la que se establezca una comunicación fluida y eficaz; cuestión de importancia fundamental para el establecimiento de una legitimidad respaldada por un proceso electoral.

Para cumplir la función mediadora se establece, de acuerdo con la Ley Orgánica del Distrito Federal de 1928, el Consejo Consultivo de la Ciudad de México, cuyos integrantes —trece personas con sus respectivos suplentes— son nombrados por el propio presidente, a propuesta de diversas organizaciones civiles; a su vez, cada delegación tendría su propio consejo consultivo. Estas instituciones carecían de poder político y jurisdiccional; para llenar el vacío se acude entonces a las redes establecidas por el partido oficial, el Partido Nacional Revolucionario (PNR), con lo que se sienta un precedente que sigue desempeñando un papel central en la vida política de la ciudad: la penetración de los partidos, y a lo largo del siglo por el partido oficial, en las organizaciones ciudadanas. Esto se comprueba cuando se funda la Confederación de Trabajadores de México (CTM) en 1936, como sector obrero del parido oficial, y la Confederación Nacional de Organizaciones Populares (CNOP), en 1943, su sector popular. Como lo apunta un analista:

Concesiones diversas fueron otorgadas a la central obrera para reforzar sus mecanismos de control, sobre todo cuando después de pasar de la forma de organización del PNR (1929), del PRM (1938) y más adelante del PRI (1946), la compra de votos se realizaba por la vía del manejo presupuestal y político discrecional; así, los recursos que recibían por todo el país y, por supuesto en el Distrito Federal, respondían a formas de compraventa de un sistema extendido de la corrupción que se iba imponiendo [Martínez, 2005:370].

La Ley Orgánica del DDF de 1941, mantiene la estructura política dependiente del presidente, establecida en la anterior versión —la de 1928—, aunque elimina los consejos delegacionales, la organización interna cambia, componiéndose entonces de la Ciudad de México y doce delegaciones. La tercera Ley Orgánica del DDF, de 1970, elimina a la Ciudad de México como entidad administrativa y se aumenta el número de delegaciones a 16, manteniéndose el Consejo Consultivo; aparecen las Juntas de Vecinos, mismas que de acuerdo con el reglamento respectivo estarían compuestas por lo menos de 20 integrantes. "Cada junta debía tener un presidente, un suplente, un secretario y vocales con duración de tres años en el cargo sin posibilidad de reelección para el periodo inmediato y eran honoríficos". Como otras instancias creadas anteriormente, estas juntas se convirtieron en instrumentos políticos del partido oficial (Martínez, 2005:374).

Las asociaciones de residentes y los comités de manzana son otras dos figuras organizativas propuestas en la Ley Orgánica del DDF de 1978. Aparece aquí el criterio de organización territorial que se mantiene hasta nuestros días, con cuatro categorías: las colonias, las unidades habitacionales, los barrios y los pueblos. Los jefes de manzana de cada una de estas categorías se reúnen para constituir las asociaciones de residentes; las elecciones para definir a los integrantes de tales instancias tienen lugar en abril de 1980. Sin embargo, se impone la estructura vertical delegacional y estas nuevas figuras son marginadas.

El terremoto que sacude la Ciudad de México en 1985 y causa una enorme destrucción provoca una intensa reacción popular, pues ante la inmovilidad de las autoridades citadinas se genera espontáneamente una organización para apoyar a los numerosos damnificados. Esta es la base de la emergencia de un activo movimiento urbano popular que canaliza las reivindicaciones de los afectados, pero sobre todo se convierte en un vocero de los sectores más desprotegidos de la ciudad, planteando los grandes problemas generados por el crecimiento urbano y escasamente atendidos por las autoridades. Esta dinámica política que pone en evidencia la carencia de instituciones de mediación eficaces conduce al establecimiento de una Asamblea de Representantes, en abril de 1987. Sin embargo, sus facultades eran muy limitadas: sus integrantes —elegidos por votación en 1988— eran meros gestores de la ciudadanía ante las autoridades delegacionales.

En este entorno de crítica y de discusión de los problemas de la Ciudad de México, un grupo de asambleístas y "un colectivo de 500 ciudadanos (intelectuales, empresarios, políticos, artistas, líderes religiosos y dirigentes sociales) convocaron a un plebiscito para el 21 de marzo de 1993", con el fin de hacer tres preguntas sobre la conversión del Distrito Federal en un estado, sobre la elección de las autoridades por voto universal y secreto y sobre la necesidad de que el Distrito Federal contara con poder legislativo propio. La respuesta entusiasta de un número considerable de ciudadanos mostraba una conciencia de la necesidad de transformar el régimen centralista vigente. "El plebiscito significó un avance en términos del encuentro entre partidos políticos y organizaciones sociales, porque los movimientos urbanos emergentes habían surgido y marchado por su cuenta" (Martínez, 2005:384-385).

La respuesta a toda la efervescencia política fue la aprobación de la reforma política para el Distrito Federal por la Cámara de Diputados, el 10 de septiembre de 1993; esto significaba la elección de un jefe de gobierno, a partir de 1997, la conversión en una Asamblea de Representantes de la anterior instancia, con facultades legislativas, a partir de 1994, el otorgamiento de mayor autonomía a los delegados y la primera Ley de Participación Ciudadana, lo cual estipulaba la organización de los consejos de ciudadanos.

Los consejos ciudadanos aparecen como un nuevo intento de construir una instancia de mediación con las instituciones de gobierno de la ciudad; cada una de las 16 delegaciones tendría un Consejo, cuyos integrantes serían elegidos por el sufragio directo y secreto de cada área vecinal, "establecida de acuerdo con el número de habitantes hasta llegar a 365 en todo el Distrito Federal". El proceso electoral estaría a cargo de una Comisión de Integración de los Consejos Ciudadanos, que se compondría de un Comité Central, "integrado por seis ciudadanos independientes, cuatro asambleístas, un representante del regente y de cada uno de los partidos políticos con registro nacional" (Martínez, 2005:386-387). Se trataba de un esfuerzo de ciudadanización, al margen de los partidos políticos.

Las elecciones para consejeros ciudadanos se realizaron, finalmente, luego de diversas vicisitudes judiciales, el 12 de noviembre de 1995. Para la conformación de los consejos en las 365 áreas vecinales se presentaron 1 491 fórmulas, participando 20.69% del padrón electoral del Distrito Federal. Un dato de enorme significación fue que la participación más intensa correspondió a aquellas delegaciones que cuentan con mayor presencia de los "pueblos originarios", particularmente las del sur del Distrito Federal, como Milpa Alta, Tlalpan, Cuajimalpa y Xochimilco.

Una sugerente investigación, realizada por S. Robinson (1998), nos arroja valiosos datos para reconocer la experiencia política específica de los "pueblos originarios", en la que se involucra una densa tradición cultural y manifiesta una activa participación, lo cual, por cierto, contrasta notablemente con la relativa apatía del resto de los habitantes del Distrito Federal. Pero, sobre todo, destaca la capacidad política desarrollada por los consejeros ciudadanos elegidos debido a la experiencia adquirida por su participación en los sistemas de cargos locales, es decir, en las organizaciones comunitarias que constituyen el núcleo de los pueblos originarios. Sus conclusiones son elocuentes:

1) la mayoría de los candidatos nativos postulados al cargo de su respectiva área vecinal habían sido o mayordomos de alguna fiesta o autoridades menores de su pueblo [...] y 2) hubo mucha más votación, menos abstención, en las áreas vecinales de los poblados de la periferia en contraste con sus vecinos de las colonias urbanas de abajo [1998:17].

Para Scott Robinson los sistemas de cargos o mayordomías constituyen sistemas de representación democrática en la que participan las grandes familias, "troncales" las llama, que forman el eje organizativo en los pueblos originarios; incluso apunta que bien puede verse a los consejeros ciudadanos como una especie de "mayordomos civiles", cuyas funciones se integran cómodamente en la tradición de "politizar lo cotidiano" de tales pueblos, e incluso pareciera que tal puesto reintegra la figura civil que corresponde a la estructura de los sistemas de cargos (1998:23).

Sin la densidad social registrada en una estructura de barrios, fiestas y mayordomías que los pueblos sí comparten, las colonias relativamente homogéneas constituyen un marcado contraste con los pueblos de la misma ciudad. En estas áreas vecinales urbanas homogéneas el nivel de abstención durante la votación de los consejeros ciudadanos rebasaba el 80% durante la votación de noviembre de 1996, mientras en algunos pueblos se acercaba al 50% [...] Sugiero que estos niveles contrastantes en la votación se atribuyen a las distintas culturas políticas existentes [Robinson, 1998:24].

En un sentido que confirma la conclusión de Scott Robinson sobre la similitud de las funciones entre los consejeros ciudadanos y los cargueros, un antiguo mayordomo de Iztapalapa, don Roberto Juárez, define así las cualidades reconocidas a quien cumple con las obligaciones que el cargo exige:

Un mayordomo se puede comparar con un servidor público. Yo lo pienso así porque un mayordomo tiene que poner atención a toda la comunidad, escuchar pláticas y exigencias. Ser mayordomo es una administración que se lleva aquí en lo financiero y en el mantenimiento. Mucha gente piensa que la festividad se lleva a cabo de la limosna de la demandadita y están en un error muy grande, ya que cada mayordomo hace la aportación más grande [entrevista a Roberto Juárez realizada por la antropóloga Patricia Pavón, Centro Comunitario Culhuacán; Tavares, 2003:49].

Con respecto a los datos reunidos, destacan varios de los resultados obtenidos; por ejemplo en Chimalpa, Delegación Cuajimalpa, el elevado nivel de participación en las elecciones de consejeros ciudadanos (55.7%) es atribuido a "la fuerte cohesión que la estructura del sistema de cargos da a la comunidad al permitir la comunicación entre los grupos domésticos, sean nativos o avecindados" (Gómez, 1998:78). Por su parte, en Tlaltenango —de la misma delegación— el triunfador en las elecciones es un nativo del pueblo que ha participado activamente como mayordomo, lo que también le permite reunir un amplio equipo de trabajo que lo apoya en las tareas de proselitismo (Torralba, 1998:93).

En el pueblo de San Bernabé Ocotepec, Delegación Magdalena Contreras, la organización comunitaria está formada por dos tipos de comisiones integradas por nativos del pueblo, las grandes y las pequeñas; entre las primeras está la Comisión de Festejos. El cargo dura 3 años, pero sus ocupantes pueden ser destituidos si no realizan satisfactoriamente la fiesta bajo su responsabilidad. Entre los grupos que participan en las organizaciones comunitarias hay diversas disputas,

[...] ya que el uso de suelo, festejos patronales, el uso del panteón del pueblo y, en general las decisiones que repercutirán al pueblo directa o indirectamente, son controlados por las relaciones locales de poder, es decir, el sistema de cargos. Los únicos que tienen acceso legítimo a un cargo importante son los nativos, dejando a los avecindados con poca y en ocasiones nula participación, teniendo como opción el de seguir la normatividad que los nativos deciden dentro del pueblo [Levario, 1998:128].

Este es el contexto social y político del que emergen los funcionarios que participan en las instancias que abren las autoridades del Distrito Federal, aunque, como lo hemos visto, no parece ser considerada esta tradición cultural ni su particular experiencia política. Como podemos apreciarlo por lo que sucede en San Nicolás Totolapan, otro pueblo originario de Magdalena Contreras, donde las elecciones de los consejeros ciudadanos fortalecen al propio pueblo, más que apoyar su articulación con el gobierno del Distrito Federal, como lo apunta Juan Carlos Fuentes:

La organización social del pueblo está estructurada por el sistema de cargos, tanto cívicos como religiosos. Estos cargos prácticamente los han ostentado todas las familias del pueblo, razón por la cual se han hecho de una reputación, buena o mala, y posiblemente esta reputación haya influido de manera directa en los resultados de los comicios a consejero ciudadano [...] La contienda electoral para elegir consejeros ciudadanos presentaba un buen escaparate para que los avecindados participaran de una forma más activa en la toma de decisiones que afectan a la comunidad; sin embargo, la participación de los avecindados fue nula. Esto nos llevó a pensar que la finalidad de la elección a consejeros ciudadanos en la comunidad de San Nicolás Totolapan, sólo sirvió para legitimar la estructura interna del poder local [Fuentes, 1998:157].

Finalmente, Ivonne Sánchez Vázquez hace varios señalamientos muy sugerentes al observar el proceso electoral en la Delegación Tláhuac, pues al analizar el nivel educativo de los candidatos encuentra que 76% está representado por profesionales, vinculados con las ciencias sociales en su mayoría, y que con respecto a las preferencias políticas 31% se inclinó por el Partido Revolucionario Institucional (PRI), en tanto que por el Partido de la Revolución Democrática (PRD) lo hizo el 28%, al Partido Acción Nacional (PAN) correspondió el 13%, y el resto se declaró independiente. Este dato es muy interesante porque las elecciones siguientes, las del año 2000, las ganará el candidato del PRD a jefe delegacional, como sucedería en la mayoría de las delegaciones, aunque este es un punto que abordaremos más adelante. Por el momento, apuntemos otro dato de la misma autora, el que muestra la importancia de la experiencia política de los mismos candidatos, teniendo un lugar significativo la participación en las mayordomías:

[...] un aspecto que al parecer fue tomado en cuenta por la ciudadanía para apoyar a sus candidatos es el grado de participación que éstos han tenido en la organización cívico-religiosa de la comunidad. Puesto que algunos de ellos son conocidos, para bien o para mal, como autoridades religiosas (mayordomos o exmayordomos), civiles (asesores locales), o políticas (coordinadores delegacionales). Sobre la base de esta idea fue posible observar que 38% ha desempeñado algún cargo político, 27% de ellos se han inclinado hacia una participación social, 25% ha tenido algún cargo religioso y en un 10% no se encontró ninguna forma de participación con la colectividad [Sánchez, 1998:223].

Bajo el gobierno de Cuauhtémoc Cárdenas, elegido democráticamente en las jornadas de julio de 1997, se abre un intenso proceso de reforma política, contenida en el Estatuto de Gobierno, el cual es aprobado por la Asamblea Legislativa del Distrito Federal el 13 de noviembre de 1998, y por el Congreso de la Unión en ese mismo mes. Con este Estatuto se crean las bases para la organización del Instituto Electoral del Distrito Federal (IEDF), del Tribunal Electoral del Distrito Federal, así como una nueva Ley de Participación Ciudadana. En esta última aparece una nueva figura, los Comités Vecinales, con los cual son abolidos los Consejos Ciudadanos.

Las elecciones para la integración de los comités vecinales tuvieron lugar el 4 de julio de 1999; organizadas por el IEDF generaron una confusión, pues al tener como referencia los 40 distritos electorales, no atendieron a la organización territorial establecida, de unidades habitacionales, barrios, pueblos y colonias. Sin embargo, el problema mayor fue la influencia ejercida por los partidos, el gobierno, los legisladores y grupos de presión (Martínez, 2005:394-395).

La participación ciudadana en esta jornada electoral fue pobre, pues solamente acudió 10% del padrón. No obstante, es posible reconocer tendencias que nos permiten aproximarnos a las características de la composición social de las delegaciones y a sus inclinaciones políticas. Así, en las que predomina la población con mayores ingresos, como Benito Juárez, Cuauhtémoc y Miguel Hidalgo, la participación fue baja; aunque la más baja correspondió a aquellas otras con fuertes contrastes sociales, como Venustiano Carranza, Gustavo A. Madero y Coyoacán. En cambio, las delegaciones que cuentan con un mayor número de "pueblos originarios" tuvieron una participación por encima de la media, como son Milpa Alta, Cuajimalpa, Xochimilco, Tlalpan, Tláhuac, Iztacalco y Azcapotzalco (Martínez, 2005:396).

El poco arraigo y la escasa presencia de los comités vecinales ha conducido a su paulatino debilitamiento, si no es que a su práctica desaparición. Hasta ahora no se han vuelto a realizar elecciones para su renovación. Una tercera Ley de Participación Ciudadana, aprobada en 2005, ha propuesto la integración de una Asamblea Ciudadana, compuesta por comités y consejos ciudadanos, cuyos miembros serían elegidos por voto directo; sin embargo, hasta ahora se han pospuesto indefinidamente las elecciones (Martínez, 2005:412).

Diversos estudiosos han apuntado las limitaciones de estos comités vecinales, como el hecho de que atomicen la participación ciudadana, pues no existe una instancia intermedia para la coordinación de los 1 200 elegidos (Becerra, 2001:122), señalándose entonces la necesidad de crear otros instrumentos para fortalecer los vínculos con la ciudadanía, como, entre otros, la organización de asambleas vecinales delegacionales. Lo cierto es que el objetivo principal, la articulación de la ciudadanía con las instituciones de gobierno de la ciudad, no se consigue, e incluso esta nueva propuesta parece más bien regresiva, si la comparamos con la anterior de los consejos ciudadanos. Como lo apunta una especialista:

La vinculación entre las autoridades y funcionarios con los representantes de los comités vecinales es muy limitada, porque a la condición de vecino se superponen otras identidades que deben ser incluidas en los procesos de toma de decisiones, para avanzar hacia una democracia social y participativa [Ziccardi, 2001:91].

La propuesta organizada por el Gobierno del Distrito Federal para diseñar un nuevo modelo de participación ciudadana, parte de reconocer las cuatro instancias territoriales ya señaladas —barrios, colonias, unidades habitacionales y pueblos— como los interlocutores legítimos para establecer la comunicación entre autoridades y la ciudadanía. Sin embargo, pronto se descubriría que tales instancias están lejos de ser homogéneas, pero sobre todo que su atomización, dado el tamaño de la Ciudad de México, requería de un nivel intermedio para hacerlos operativos; esta posibilidad, empero, encontraba un poderoso escollo: el control de las organizaciones locales por los operadores políticos priístas y la continuidad en el uso de las redes clientelares que cristalizaban en fracciones y corrientes dentro del PRD. Situación que incidía negativamente en esa solución a la extrema fragmentación de los comités vecinales (véase al respecto el certero comentario de D. Mathieu en Hemond y Recondo, 2002:143-144). Por lo tanto, la propuesta se mantuvo inmóvil y con el bajo consenso expresado en la votación que lo aprobaba. "Hubo miedo a enfrentar a toda esa oposición y a todas esas demandas organizadas y se evitó crear un consejo delegacional, pero en el mismo impulso se borró toda instancia por encima de los comités vecinales, como pudieron haber sido los consejos subdelegacionales" (Zermeño, 2002:135).

El problema de dotar de efectiva capacidad participativa a los comités vecinales es aludido por el funcionario que ocupaba el cargo de director de Participación Ciudadana del Gobierno del Distrito Federal, quien apunta que, contra la intención del diseño original, los comités se encuentran penetrados por los partidos políticos, así como han reducido su tamaño, debido al desinterés prevaleciente, en los años trascurridos desde su fundación; y añade:

Desde el inicio estuvieron partidizados por el PRI o el PRD y con dificultad para asimilar la pluralidad política y, por lo tanto, con tendencia a la confrontación; son un número importante de casos que presentaron este proceso de división interna. Se puede hablar de la mitad en esta condición. Creemos que el instrumento fundamental debe ser la Asamblea Vecinal, no sólo como un espacio en los que se presente información de los programas de gobierno, sino ir avanzando a un esquema de asamblea con capacidad deliberativa y resolutiva [...] La Ley de Participación Ciudadana vigente [...] tiene muy acotadas las facultades de los comités vecinales, cuyas capacidades se reducen a la gestión, lo que influyó en deficiencias [Padgett, 2003].

Finalmente, Sergio Zermeño, sociólogo con una activa participación en el diseño de los comités vecinales, hace un balance y una fuerte crítica en un momento en el que estaba por definirse, en la Asamblea Legislativa del Distrito Federal, la fecha para elegir nuevos integrantes de tales comités, insistiendo en la necesidad de resolver los diversos y agudos problemas que han mostrado.

En la medida en que no funcionaron así, porque 90 por ciento de ellos nunca había tenido ni cultura ni entrenamiento para ordenar y jerarquizar demandas o para articular iniciativas de la administración, el gobierno se desesperó, y en un nuevo esbozo de ley prácticamente hizo desaparecer los comités sustituyéndolos por unas asambleas vecinales, muy a la manera sindical o estudiantil, que se reunirían cada tres meses, lo que en los hechos nunca sucedió, como es obvio imaginar, y la continuidad del ejercicio quedó absolutamente rota. Para colmo, fueron suspendidas las elecciones de comités en 2002. Ahora la Asamblea Legislativa acordó realizar esas elecciones en agosto, pero con una legislación que quiere aprobarse precipitadamente en enero, e insiste en las asambleas y otras figuras que siguen concibiendo a los ciudadanos como cuarto piso de gobierno [Zermeño, 2003].

Lo cierto es que el problema de diseñar un programa de participación ciudadana que otorgue la voz a los actores principales de la vida citadina y desarrolle un sistema que recupere la complejidad social y cultural de la Ciudad de México es todavía una cuestión abierta. Paradójicamente, nadie parece mirar con atención la rica experiencia de los pueblos originarios; es más, su presencia no parece haber sido advertida por los politólogos y urbanistas preocupados por resolver los problemas que plantea la democracia participativa. Hay, no obstante, algunas señales que vale la pena reconocer, como las mostradas durante las ya referidas elecciones de los consejeros ciudadanos y de los comités vecinales. Pero veamos quiénes son los "pueblos originarios" de la Ciudad de México.

 

LOS PUEBLOS ORIGINARIOS

Los autodesignados actualmente "pueblos originarios" son los descendientes de los antiguos señoríos que ocupaban la Cuenca de México; articulados en un sistema socioeconómico que tenía como referente central el complejo lacustre, las ricas tierras y las extensas zonas boscosas del conjunto montañoso que la rodea y delimita, son reorganizados durante la colonización hispana, en el siglo XVI, manteniendo, en términos generales, los territorios bajo su control, pero sometidos a la política colonial que los sitúa como la fuente de los recursos humanos y materiales, a partir de la cual se construirá la sociedad novohispana, sujeta a la política de dominación de la Corona Española.

La política orientada al desmantelamiento de las grandes entidades políticas mesoamericanas, en lo que tiene un papel importante el despojo de los recursos naturales, particularmente la tierra y el agua, se apoya en el mantenimiento de la nobleza de los señoríos que aceptan la dominación colonial, pero a la cual se le despojará gradualmente de los privilegios otorgados, lo que conduce a la configuración, a lo largo de los tres siglos de dominación colonial —y dos de nacional—, de las comunidades agrarias contemporáneas.

La constante es un largo proceso de despojos, de negociaciones, de forcejeos legales y de represiones violentas que tiene, como dos de sus pilares, la existencia de una base territorial —en la que se mantiene la agricultura mesoamericana, es decir, centrada en el complejo de milpa (con el maíz como eje principal)— y el cabildo español —núcleo de la República de Indios colonial, cuya estructura es reelaborada internamente bajo las pautas de los sistemas políticos mesoamericanos y de la tradición comunitaria medieval impuesta por las órdenes religiosas. Sin embargo, como es el referente político básico en la sociedad novohispana, mantiene su organización comunitaria, la que se articula con el conjunto institucional eclesiástico, estableciéndose una densa trama que se ha constituido, ya en el siglo XX, en el espacio fundamental para la reproducción social y cultural de las comunidades indias, en general, y de los llamados "pueblos originarios" del Distrito Federal.

Las comunidades agrarias indias rodeaban prácticamente a la Ciudad de México hasta principios del siglo XX, la cual tenía, en 1900, 345 mil habitantes, aproximadamente; sin embargo, luego del conflicto armado y de la consolidación del régimen de la Revolución Mexicana, es decir, ya en la década de 1920, se inicia un crecimiento que se acelerará gradualmente hasta convertir el núcleo urbano original en una inmensa mancha urbana que se ha constituido en una de las más grandes del mundo. Para 1940 todavía era posible distinguir a la Ciudad de México, ya con un millón 645 mil habitantes, y el Distrito Federal, que aportaba la población para alcanzar un millón 800 mil habitantes. Pero el crecimiento se acentúa y ya para 1970 la mancha urbana ha rebasado los límites del Distrito Federal y ha comenzado a conurbar a los municipios circundantes del Estado de México, particularmente en el oriente de la Cuenca de México, lo que se llama la Zona Metropolitana de la Ciudad de México (ZMCM); conjunto que alcanza entonces una población de 8 millones 623 mil habitantes; y ya para el año 2000 tal ZMCM incluye a cerca de 18 millones de personas, de las cuales 8 millones 600 mil corresponden al Distrito Federal, y a la antigua ciudad española, ahora conocida como Centro Histórico de la Ciudad de México, un millón 700 mil habitantes (Negrete, 2000).

En el acelerado y voraz crecimiento de la mancha urbana se avanza sobre las antiguas comunidades agrarias, desapareciendo muchas de ellas bajo la irresistible presión urbana, pero la mayor parte resiste y negocia transformándose sustancialmente, sin perder su identidad cultural y política. Ahora todas estas comunidades constituyen parte de la ZMCM, así como del Distrito Federal, el que con la reforma política de la década de 1990 se convierte en Ciudad de México.

Sin embargo, todas estas comunidades incorporadas al tejido urbano del Distrito Federal pasan desapercibidas para los programas de gobierno; predomina la imagen de la ciudad cosmopolita de tradición hispana, su cultura es vista como una síntesis de la nacional, en su lado occidental y cristiano, por los más destacados cronistas de la Ciudad de México. Lo indio es parte del pasado, ilustrado en los museos y en los libros de historia.

La imagen comienza a cambiar con el descubrimiento de una considerable población migrante procedente de la mayor parte de las regiones interétnicas en la década de 1970, prácticamente se encuentra a hablantes de las lenguas indias de todo el país; y, ya en el contexto de las reformas políticas de la década de 1990, se organizan para reclamar la atención de las autoridades correspondientes; para entonces existen nuevas generaciones de descendientes de los antiguos migrantes, pero que han crecido y se han educado en la ciudad y exigen ser llamados "residentes" indígenas, y no ya "migrantes" (Banda y Martínez, 2006).

Finalmente, para el 2000 aparecen los "pueblos originarios" del Distrito Federal, en el marco de la coyuntura electoral y de la reforma política que la antecede. En diversos encuentros organizados por el Gobierno del Distrito Federal sobre la presencia indígena en la Ciudad de México aparecen representantes de los pueblos nahuas del Distrito Federal, y varios de ellos comienzan a identificarse como miembros de los "pueblos originarios" (Gobierno del Distrito Federal, 2000).

En contraste con estos encuentros promovidos por las autoridades del Distrito Federal, en noviembre de ese mismo año se realiza, autónomamente, en San Mateo Tlaltenango, Delegación Cuajimalpa, el Primer Congreso de Pueblos Originarios del Anáhuac, con una nutrida concurrencia y una amplia participación. Con 378 delegados y 53 invitados, están presentes pueblos del Estado de México y de Morelos, así como del Distrito Federal y diversas organizaciones indígenas y campesinas.

Los resolutivos de este congreso constituyen una amplia caracterización de los problemas que enfrentan los pueblos originarios a partir de su condición campesina y de sus identidades étnicas. Destaca en ellos su apoyo explícito a los Acuerdos de San Andrés y al Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), para entonces reivindicar el respeto a la autonomía de los pueblos originarios, a su autodeterminación, a los derechos sobre sus tierras y territorios, a las formas de organización tradicional y a las decisiones tomadas de acuerdo con sus usos y costumbres. A partir de los problemas planteados respecto de la cuestión agraria exigen el respeto a los Títulos Primordiales y a las tierras que amparan, así como el reconocimiento y titulación de aquellas comunidades que carecen de resolución. En el sentido de apoyo a la autonomía reclaman la elaboración de Estatutos Comunales (Comisión Organizadora, 2000).

Hay un reclamo, en los resolutivos mencionados, para la modificación de la Ley de Desarrollo Urbano del Distrito Federal, por las facultades discrecionales que otorga al jefe de gobierno, así como diversas propuestas que protejan las reservas ecológicas que forman parte de las comunidades y tengan una participación activa en las decisiones que les incumben. Hay, asimismo, otro reclamo a la Asamblea Legislativa del Distrito Federal para que se modifique la Ley de Participación Ciudadana, de tal forma que "se reconozcan y respeten las formas de organización y decisión que en forma tradicional han adoptado las comunidades y pueblos originarios del Anáhuac, siendo de especial relevancia la figura de la Asamblea General"; la exigencia se extiende al reconocimiento del derecho consuetudinario "que rige diversos aspectos de la organización social, política y agraria de los pueblos originarios del Anáhuac".

En términos del enorme sistema urbano que constituye la ZMCM resulta complicado distinguir a los pueblos originarios en una primera mirada; rodeados por zonas densamente pobladas, ejes viales y las diversas instalaciones para el servicio público, los reconocemos por un conjunto de características específicas que enumeramos a continuación.

En primer lugar, lo que los destaca es su condición agraria, aunque muchos de ellos han perdido ya sus tierras de cultivo, subsistiendo solamente su patrón de asentamiento. Agricultores que mantienen en su mayoría los sistemas agrícolas de raíz mesoamericana, son abastecedores de productos agropecuarios que consume la ciudad, pero más importante todavía es el hecho de que poseen extensas zonas donde se recargan los mantos acuíferos que proveen agua potable, cada vez más escasa; tienen asimismo en sus territorios las zonas boscosas que proveen de oxígeno a la contaminada atmósfera urbana. De hecho, en la extensión ocupada por los pueblos originarios de nueve delegaciones del Distrito Federal, encontramos casi 60% del suelo de conservación, correspondiente a 88 442 hectáreas; pero si restamos la parte urbanizada (15.2%), el suelo de conservación se reduce a 52% de la superficie total del Distrito Federal. "Sin embargo, la importancia de las siete delegaciones en las que se encuentran principalmente los pueblos originarios, estriba en que en ellas se ubica 98% del suelo de conservación del Distrito Federal aproximadamente". Tales delegaciones son Álvaro Obregón, Cuajimalpa, Iztapalapa, Magdalena Contreras, Milpa Alta, Tláhuac, Tlalpan y Xochimilco (Yanes, 2007:202).

De este suelo, 71% es de propiedad ejidal y comunal, 23% es pequeña propiedad, y 6% corresponde a terrenos expropiados por el gobierno. Con respecto a la propiedad social, la encontramos fragmentada en 90 núcleos agrarios: "83 por la vía de dotación de ejidos y 7 por la vía del Reconocimiento y Titulación de Bienes Comunales, a los que se les otorgaron 54 400 ha, aproximadamente (originalmente 29 730 ha ejidales y 24 670 ha comunales en el Distrito Federal), conservándose actualmente alrededor de 33 938 ha (11 934 ha ejidales y 22 004 ha comunales)" (Yanes, 2007:207).

No obstante la importancia de esta base agraria, el crecimiento poblacional debido a los asentamientos de inmigrantes y el propio entorno urbano que ofrece diversas oportunidades en los sectores secundario y de servicios, ha conducido a una reducción de la importancia del sector primario, de tal suerte que solamente Milpa Alta tiene al 19% de su población económicamente activa en este sector, seguida por Xochimilco y Tláhuac, con 4 y 3.6% respectivamente. En el caso de las dos primeras delegaciones ello se debe a desarrollos recientes, como es el cultivo del nopal en Milpa Alta y en Xochimilco de los forrajes (Yanes, 2007:213).

Lamentablemente la posesión de estas amplias extensiones de suelo de conservación ha expuesto a los pueblos originarios a la instalación de asentamientos irregulares, los que al ser legalizados acentúan tanto la reducción del suelo como la creciente contaminación y deterioro por su sobreexplotación.

Para precisar, la presencia de la propiedad social y la práctica de una agricultura de raíz mesoamericana constituyen sendos rasgos fundamentales de los pueblos originarios del Distrito Federal.

Una tercera característica es la posesión de un nombre que conjuga un topónimo en náhuatl y un santo del calendario cristiano; así, por ejemplo, tenemos a San Juan Ixtayopan, Santiago Zapotitlán y San Andrés Míxquic en la delegación Tláhuac, cuya cabecera delegacional es San Pedro Tláhuac. Hay casos aislados en los que permanece sólo uno de los componentes, sea el topónimo, como en Xochimilco, o el nombre católico, como San Pedro Mártir, en Tlalpan, o Los Reyes, en Coyoacán. Otra característica es la conservación del patrón de asentamiento establecido a partir de su fundación como parte de la administración colonial. Con frecuencia tal asentamiento refleja su antigua condición insular, como San Pedro Tláhuac, o bien ribereña, como Tlaltenco, Zapotitlán y Yecahuízotl, en la delegación Tláhuac (Medina, 2007).

Otras tres características son la existencia de un núcleo de familias troncales, la posesión de una compleja organización comunitaria y la vigencia de un elaborado calendario ceremonial anual. Con respecto a las familias troncales, ellas constituyen grandes grupos familiares, una especie de casa que se distingue por la posesión de un apellido, descendientes de la población india de la sociedad colonial, quienes poseen la memoria histórica de la comunidad, en la forma de documentos históricos, fotografías, una rica narrativa sobre la historia local; son ellos la matriz de donde emergen los dirigentes y los intelectuales.

La organización comunitaria está conformada por el conjunto de instituciones a cargo de la realización del gobierno local y de los diversos ciclos festivos; sus raíces se remontan al Cabildo indígena establecido en el periodo virreinal, particularmente su lado religioso, cuando se fundan hermandades y mayordomías. Encontramos, asimismo, estructuras institucionales impuestas por las diversas políticas gubernamentales que se han sucedido a lo largo de los dos siglos de vida nacional, particularmente en el pasado siglo, cuando se instalan los comisariados ejidales y de bienes comunales, resultado de la política agraria, así como las asambleas comunitarias y diversas comisiones de padres de familia vinculadas con las escuelas gubernamentales. Las más importantes instituciones reconocidas hasta ahora son: las comisiones de festejos, las fiscalías y las mayordomías relacionadas con la religiosidad comunitaria, los comisariados ejidales y de bienes comunales, las asambleas comunitarias y las autoridades políticas tradicionales, como los llamados actualmente "coordinadores de enlace territorial", elegidos por el sistema de usos y costumbres. Aunque, en sentido estricto, estas autoridades las encontramos solamente en cuatro delegaciones del sur del Distrito Federal: Milpa Alta, Tláhuac, Tlalpan y Xochimilco (Medina, 2009 en prensa).

Sin embargo, la característica más espectacular y reconocida por los habitantes de la Ciudad de México, más como un obstáculo al trajín de la vida urbana que como un reconocimiento a la diversidad cultural y a la presencia de una antigua tradición de raíces mesoamericanas y españolas, son sus grandes celebraciones comunitarias, que inciden en la vida de la ciudad de muchas maneras, sea por el estruendo de su pirotecnia y la estridencia de sus sistemas de sonido —que difunden lo mismo los conjuntos musicales, amenizando bailes y reuniones, que la música y anuncios de los juegos mecánicos instalados temporalmente—, sea por el despliegue de procesiones religiosas que bloquean calles y avenidas.

Describir y dar cuenta de la complejidad de la organización ceremonial es una de las tareas más importantes de la etnografía del lado mesoamericano de la Ciudad de México; sus variaciones locales, sus rasgos comunes, el acentuado dinamismo de su creatividad, requieren una aproximación cuidadosa y una adecuada metodología. Con propósitos analíticos hemos reconocido la presencia de varios ciclos festivos, entendiendo por ello una actividad organizativa que articula grupos de personas y un conjunto de rituales eslabonados durante varios días, semanas e inclusive a lo largo del año. Tales ciclos son los siguientes: el ciclo de las fiestas patronales, que constituyen las mayores celebraciones comunitarias, en las que se involucra prácticamente toda la comunidad de muchas maneras establecidas por la tradición local; el ciclo de la Cuaresma, que se inicia con los carnavales, sigue con las celebraciones dedicadas a los diferentes cristos a lo largo de la Cuaresma, alcanza su climax con la Semana Santa y cierra con la fiesta de Corpus Christi; el ciclo de invierno corresponde a la sucesión de fiestas y rituales que comienza con la virgen de Guadalupe, continúa con las posadas y la Navidad, sigue con el Año Nuevo y los Santos Reyes, para cerrar con La Candelaria, cuando se cambian cargos en varias comunidades de Xochimilco y Milpa Alta.

Un cuarto ciclo corresponde a la organización de diversas peregrinaciones que se realizan colectivamente a los más importantes centros regionales y nacionales; entre los primeros, la Villa de Guadalupe, Chalma, Amecameca y Los Remedios; entre los nacionales, las del ciclo mariano (Zapopan y San Juan de los Lagos en Jalisco), el Santo Niño de Atocha, en Zacatecas, y el Señor de los Milagros en Nuevo San Juan, en Michoacán. Cada peregrinación implica un comité organizador y un conjunto de actividades preparatorias a lo largo del año; y cada comunidad tiene sus propias fechas y rutas.

Otro ciclo es el que hemos llamado "mesoamericano", por relacionarse con fiestas del antiguo calendario vigente antes de la colonización española; tal es el caso de La Candelaria, vinculada con los rituales de bendición de las semillas y que mantiene mucho de la simbología del culto mesoamericano entramado con la tradición cristiana medieval; la Santa Cruz, relacionada con los grandes ceremoniales de petición de lluvias, que se siguen realizando en los pueblos de tradición mesoamericana; las fiestas de La Asunción, que corresponden a las primicias del cultivo de maíz, y el ciclo de la Fiesta de los Muertos, que abarca diversos periodos en cada comunidad, en algunas desde el 29 de septiembre, cuando se celebra a San Miguel Arcángel, y otros ciñéndose a los tres días más importantes, el 31 de octubre y el 1 y 2 de noviembre. Esta es una fiesta que además ha sido elaborada por parte de las autoridades gubernamentales, en una variante vinculada con el nacionalismo oficial, la cual coexiste con los rituales tradicionales realizados en los hogares y en los panteones comunitarios.

Un sexto ciclo remite a aquellas fiestas cívicas que se han convertido en celebraciones comunitarias y reproducen mucho de la tradición organizativa local; tal es el caso de algunas fiestas impulsadas por las escuelas primarias gubernamentales, como el "día del niño", el "día del maestro" y el "día de las madres"; o bien aquellas otras promovidas por las autoridades delegacionales y comunitarias, especialmente el 15 de Septiembre, "día del grito de Independencia". En todas ellas se reproduce la tradición comunitaria y se enriquece constantemente con diversas innovaciones.

Finalmente, una característica que destaca en los pueblos originarios frente al resto de los habitantes del Distrito Federal es la posesión de una fuerte identidad comunitaria, una poderosa tradición etnocéntrica que se expresa tanto en las grandes celebraciones como en la vida cotidiana, en las relaciones familiares, en los sistemas de intercambio con otras comunidades, en las múltiples competencias deportivas, pero sobre todo en tradiciones políticas de usos y costumbres, como se manifiesta, entre otros ámbitos de la vida comunitaria, en la elección de sus autoridades religiosas y políticas, lo que nos ocupará en el siguiente apartado (para un tratamiento más extenso de las características de los pueblos originarios, véase Medina, 2009, en prensa).

 

LAS ELECCIONES DE COORDINADOR DE ENLACE TERRITORIAL

En esta parte del ensayo nos referiremos a las elecciones comunitarias por las cuales se elige a las autoridades locales en los pueblos originarios de las cuatro delegaciones del sur: Milpa Alta, Tláhuac, Tlalpan y Xochimilco, el llamado coordinador de Enlace Territorial. Esta figura emerge en la coyuntura de la reforma electoral y las elecciones para jefe de Gobierno del Distrito Federal, en 1997. Al mismo tiempo que el gobierno de la ciudad busca diseñar una estructura institucional que articule a ciudadanos y autoridades, como lo hemos expuesto a propósito de las diversas versiones de la Ley de Participación Ciudadana, en los pueblos originarios de las cuatro delegaciones mencionadas se genera un proceso para cambiar el carácter vertical de la designación de su vínculo delegacional, el subdelegado, que es la autoridad establecida a raíz de la reforma constitucional de 1928.

Este proceso de cambio de la autoridad comunitaria suscita, al mismo tiempo, la reactivación de las asambleas comunitarias, cuyos antecedentes se sitúan en la representación requerida por las autoridades agrarias. Sin embargo, el proceso no es simultáneo ni sigue el mismo recorrido en cada comunidad, aunque, por otro lado, los acontecimientos responden a situaciones generadas por las reformas políticas; es decir, una vez elegido el primer jefe de Gobierno, en julio de 1997, los delegados nombrados comienzan a preparar las condiciones para que en las elecciones del 2000 sean elegidos, por el voto de los miembros de cada comunidad, sus coordinadores. Al mismo tiempo, el IEDF organiza la elección de los jefes delegacionales por el voto directo y secreto de sus habitantes, para el mismo año.

Los coordinadores conjugan funciones de autoridades tradicionales con aquellas otras de funcionario delegacional, lo que genera una profunda contradicción aún no resuelta. En términos generales se reconocen cuatro funciones desempeñadas por los coordinadores que los vinculan sólidamente con la organización tradicional de las comunidades: a) la organización de ceremonias comunitarias, tanto cívicas como religiosas; b) la promoción de trabajos colectivos de beneficio común; c) la organización de comisiones de trabajo comunitario y desarrollo cultural, y d) el establecimiento de acuerdos entre los vecinos para no llegar a las instancias judiciales (Briseño, 2002:2). Sin embargo, existen variantes de comunidad a comunidad que son consideradas en el diagnóstico hecho en cada delegación.

Con respecto a la convocatoria, las autoridades delegacionales han tenido la iniciativa y control del proceso electoral en la mayor parte de las comunidades, con matices como los de Xochimilco y Milpa Alta, en donde se convoca a una "consulta vecinal para designar el coordinador", o bien que en cinco pueblos de Milpa Alta se han elegido consejos electorales autónomos por parte de una Asamblea General. En Tláhuac y Tlalpan la "comisión responsable" es formada por los representantes de los candidatos y las autoridades delegacionales. En todos los pueblos la elección es por voto universal, libre y secreto.

La tendencia actual para el periodo de ocupación del cargo es que sea por tres años, siempre con el presupuesto de que la comunidad puede revocarlo. "Sin embargo, en fechas recientes esta facultad se la han abrogado los jefes delegacionales en virtud de que es su facultad nombrar a los servidores públicos de la delegación correspondiente" (Briseño, 2002:21). Aquí evidentemente se expresa la confrontación de dos tendencias, la comunitaria y la correspondiente a la administración delegacional. Esto es mostrado al referirse a las funciones. "Al ser electos por su comunidad y al mismo tiempo empleados por la delegación correspondiente, los coordinadores de Enlace ejercen una doble función: como representantes y gestores de los pueblos ante las autoridades delegacionales, centrales y federales; y como servidores públicos para la atención de las demandas ciudadanas" (Briseño, 2002:22).

En un sentido amplio, los coordinadores son la autoridad política del pueblo y ejercen facultades de manera consuetudinaria, con los matices que cada comunidad impone. Sin embargo, la manera en que se articulan a la administración delegacional presenta variantes; así, en Tláhuac los coordinadores tienen la categoría de jefe de Unidad Departamental; en tanto que en Milpa Alta y Tlalpan son "personal de estructura", es decir, funcionarios delegacionales; en Xochimilco son contratados para la prestación de servicios profesionales. Estas diferencias se reflejan en los sueldos que perciben, siendo los más altos los de los coordinadores de Tláhuac; aunque por otra parte este matiz también señala una cierta autonomía respecto de la administración delegacional.

Como se apunta en el Diagnóstico:

El coordinador territorial de hecho funge como autoridad, pero de derecho como empleado delegacional. No existe un reconocimiento jurídico que defina puntualmente los ámbitos y facultades de su competencia; esto ha generado indefinición con respecto a las funciones de los comités vecinales, mismos que están reconocidos por la Ley de Participación Ciudadana como gestores, pero carecen de la representatividad que tienen los coordinadores de Enlace Territorial. En los hechos, la gestión de los comités vecinales no ha podido sustituir la organización tradicional de los pueblos, ni ejercer sus atribuciones a plenitud. Por lo que es necesario delinear sus atribuciones y ámbitos de competencia, para que dentro de las funciones asignadas no choquen con los gobiernos electos de los pueblos. Asimismo, se deberá garantizar la coexistencia de las tres principales formas de representatividad de las comunidades: autoridades agrarias, subdelegados territoriales y comités vecinales [Briseño, 2002:22].

 

ELECCIONES COMUNITARIAS EN TLÁHUAC

Tláhuac es una de las 16 delegaciones que componen el Distrito Federal, situada en el oriente, colindando con el Estado de México, constituye parte de la vasta y rica región chinampera, ahora en proceso de desecación; su superficie abarca 10 743 ha, lo que corresponde a 7-2% de la superficie del Distrito Federal. La mayor parte del territorio delegacional es una extensa planicie, el llano Cuemanco-Tláhuac, bordeada, al norte, por la Sierra de Santa Catarina, y al sur por las estribaciones del volcán Teuhtli, gran parte de tal llano está conformada por el fondo lacustre de los lagos de Xochimilco y Chalco, el área más grande corresponde a este último, en tanto que del lado de Xochimilco está una ciénega inundable. La superficie urbanizada es relativamente reducida, ocupa 27-6% del territorio, en tanto que el 72.4% restante es considerado zona de conservación ecológica, protegida de los avances tenaces de la mancha urbana, pues corresponde a un área donde se recargan los mantos acuíferos profundos de la Cuenca de México (Ibarra, 2000:616).

Con todo, la agricultura chinampera, de alta productividad y de una antigua tradición mesoamericana, se desarrolla en una extensión de 4 000 ha, principalmente en los pueblos de Míxquic y San Pedro Tláhuac. El primero tiene 8 kilómetros de canales y 50 ha de chinampas, en tanto que en San Pedro los canales se extienden por 15 kilómetros; todo lo cual es visible y grato, pues se puede ver a lo largo de las vías de comunicación principales, como la prolongación del Eje 10 y el acceso más importante, que ha funcionado como eje para el proceso de urbanización, la antigua calzada Tláhuac-Tulyehualco.

Tláhuac ha tenido una acelerada y violenta transformación a lo largo de la segunda mitad del siglo XX; su población se ha multiplicado 16 veces y ha pasado de ser una entidad rural a una urbana, articulada de muchas maneras a la mancha de la Ciudad de México. De acuerdo con la información censal, mientras que en 1950 tenía 19 511 habitantes, para 1995 registró 255 889; la diferencia está provocada, en buena medida, por la intensa inmigración que vivió esta entidad en el periodo 1950-1970, cuando se presentan las tasas más altas, de tal suerte que si en 1950 el 78.1% de la población se dedicaba a la agricultura, para 1990 este porcentaje se reduce a 3.5%, correspondiendo al sector terciario, de servicios, 61.7%, y al industrial 35% (Ibarra, 2000:617).

La delegación Tláhuac está organizada en 13 coordinaciones territoriales, de las cuales seis corresponden a las colonias y unidades habitacionales de los avecindados, y cuyos respectivos coordinadores son designados por el jefe delegacional; las otras siete coordinaciones nos remiten a los pueblos originarios (San Pedro Tláhuac, donde está la cabecera delegacional, Santa Catarina Yecahuizotl, San Francisco Tlaltenco, Santiago Zapotitlán, San Juan Ixtayopan, San Nicolás Tetelco y San Andrés Míxquic), cuyos responsables son elegidos mediante un proceso electoral comunitario del tipo de "usos y costumbres", es decir, al margen de los partidos políticos.

Las reglas que rigen el proceso electoral en los pueblos originarios de Tláhuac fueron establecidas por la delegada Graciela Rojas Cruz, nombrada por el jefe de Gobierno del Distrito Federal en 1997. La convocatoria la emite la delegación, asumiendo la coordinación la Dirección de Participación Ciudadana, luego de lo cual se integra una Comisión Especial de Servidores Públicos procedentes de diferentes áreas delegacionales. Ante esta Comisión se registran los candidatos, quienes tienen que ser originarios, excepto en Yecahuizotl, donde los avecindados pueden participar si tienen por lo menos tres años de residencia y han "observado respeto a las tradiciones y costumbres de la comunidad" (Briseño, 2002:8). La referida Comisión determina las reglas del juego: "a) el día de la elección; b) las secciones electorales que participan; c) los periodos de campaña; d) la duración en el cargo, y e) los requisitos para ser candidato" (Briseño, 2002:7).

La Comisión y los representantes de los candidatos registrados integran entonces la Comisión Organizadora de la Elección (COE), la que "propondrá de manera equitativa el personal necesario para cubrir el número de funcionarios de las mesas receptoras de la votación y llevará a cabo la jornada electoral". En la votación participan originarios y avecindados, acreditados con su credencial electoral.

 

ELECCIONES EN SAN JUAN IXTAYOPAN

Las elecciones de coordinador territorial en San Juan Ixtayopan se realizaron el domingo 13 de octubre de 2002, compitieron 10 candidatos. En el centro de la población se instalaron once casillas cubiertas por dos grandes lonas amarillas, iniciándose la jornada desde las ocho de la mañana, cuando se instalaron las casillas y se repartió la documentación respectiva. Había un ambiente de expectación que fue incrementándose a lo largo de la mañana, particularmente cuando los primeros votantes se alinearon, luego de la misa de las 8. El área de las casillas bullía con gente yendo de un lugar a otro y las conversaciones de los miembros de las mesas de votación. Para la media tarde había una cierta inquietud pues, según algunos de los participantes, se temía hubiera robo de urnas o que llegaran "acarreados", incluso se hablaba en los corrillos sobre la compra de votos. A las cinco de la tarde se cerró la votación y se procedió a hacer el recuento de los votos, levantar las actas respectivas y hacer el recuento final con la reunión de los resultados de todas las casillas, lo cual se hizo en un salón del edificio donde están las oficinas de la Coordinación y a la vista de todos, candidatos, representantes y autoridades. Antes de consignar los resultados es necesario aportar algunos datos que nos permitan recuperar las implicaciones políticas de todo este proceso.

En Ixtayopan, como en la mayor parte del Distrito Federal, el partido dominante era el PRI —tanto el entonces subdelegado como el comisariado ejidal estaban afiliados al mismo—, y de sus filas procedían los diputados locales y federales. La situación comenzó a cambiar en la década de 1990, y fue evidente cuando se organizaron las jornadas para elegir a los consejeros ciudadanos; entonces chocaron priístas y perredistas, saliendo ganadores los candidatos de estos últimos. Lo que siguió entonces fue el despliegue organizativo de los perredistas, los cuales desarrollaron una intensa actividad cultural participando en las grandes fiestas comunitarias, como la Fiesta de los Muertos y Semana Santa, o bien en las Fiestas Patrias, incluso organizando actividades como talleres al aire libre de pintura y dibujo, entre otras; se trataba de tener presencia política en el pueblo (Tadeo, 2005).

Hubo un incidente, sin embargo, que fue crítico para el crecimiento del grupo perredista: la invasión del Rancho de los Olivos. Tal terreno es un viejo olivar sembrado por los religiosos en el periodo colonial, pero que con las vicisitudes de la desaparición de la propiedad comunal y corporativa del siglo XIX, posiblemente pasó a manos de particulares, aunque es probable que se haya mantenido en custodia —como sucedió en muchas comunidades indígenas a lo largo del siglo XIX—, pues los productos de este olivar servían para financiar la fiesta de la Virgen de la Soledad, patrona de Ixtayopan. Lo cierto es que quien aparecía como propietaria lo donó al pueblo, manejándose entonces con un patronato para administrar las tierras; sin embargo, "al transcurrir los años, venden y negocian varios terrenos con funcionarios de influencia política, de tal forma que una gran parte de tierras son vendidas o invadidas [...] Los nombres de Camilo Tapia y Álvaro Garcés, diputados priístas, empiezan a señalarse como enterados del problema y directamente beneficiados" (Tadeo, 2005:121).

Así, una de las consignas de los perredistas era la recuperación de esas tierras; pero el 18 de mayo de 1997 se desata otra invasión al Rancho —en la que también participan perredistas, y uno de sus dirigentes está directamente involucrado en la acción, incluso pronto los nuevos invasores comienzan a edificar casas. Este acontecimiento divide a los perredistas. Finalmente, los invasores son expulsados en octubre de 1998, para lo cual se organiza una asociación civil, el Consejo Popular Ixtayopan.

En 1999 se realizan elecciones en Ixtayopan para nombrar a un coordinador territorial interino, en las que se enfrentan los candidatos de los dos grupos en pugna, perredistas y priístas, María Elena Vázquez Tapia y Juan Rojas; gana la primera, luego de una reñida contienda.

El siguiente capítulo es la jornada de octubre de 2002, en la que —como ya mencionamos— participan 10 candidatos, todos ellos originarios; resultan muy sugerentes algunos datos sobre su experiencia organizativa. Así, entre ellos hay uno que había sido mayordomo, jefe de manzana y miembro del comité de barrio respectivo; otro era parte de una corporación religiosa con mucho prestigio, la Guarda del Señor de Chalma; otro más había sido un activista del PRD, con diversas responsabilidades partidarias; dos de los candidatos eran abogados, otro un profesor jubilado y otro más taxista. Desde el punto de vista de su filiación partidaria, uno era priísta, cuatro perredistas vinculados con diferentes fracciones partidarias, uno más militaba en el Partido del Trabajo y, finalmente, otro era apoyado por el Consejo Popular Ixtayopan.

Los resultados de la votación fueron los siguientes: el ganador fue el profesor Mario Ríos, apoyado por la coordinadora saliente, ambos perredistas, usando recursos legales e ilegales, quien obtuvo 1 156 votos; le siguió en votos el candidato priísta, Sergio Medina Acatitla, con 947. Fue entre ellos dos que se dio la pugna por los votos, pues les siguieron, más distantes, Hilda Jiménez, única mujer y militante perredista, quien obtuvo 361 votos, y Raúl Garcés, taxista, con 343 votos. En total votaron 3 249 personas. Se imprimieron 3 500 boletas electorales. La población con derecho a votar es de 17 659 ciudadanos, y la población total del pueblo es de 19 500 personas (Tadeo, 2005). Es decir, ejerció su derecho 18.4% de la población capacitada para votar.

Una primera explicación sobre los votantes, que no abarca al padrón de toda la comunidad, es que quienes se asumieron como convocados fueron los miembros del pueblo originario, aquellos integrados a las instituciones religiosas y partícipes de la identidad comunal local; en tanto que la mayoría, los "avecindados", se mantuvieron ajenos a todo el proceso electoral.

 

ELECCIONES EN SAN FRANCISCO TLALTENCO

En San Francisco Tlaltenco las elecciones se llevaron a cabo el 24 de noviembre de 2002; este es uno de los pueblos más importantes y con mayor presencia política en la delegación, pues posee una amplia extensión de tierras, privadas y ejidales; incluso un elemento fundamental en los resultados de la jornada electoral es un fuerte conflicto agrario que se vivía por esos días y tenía en tensión a una buena parte de sus habitantes. Tlaltenco es también un pueblo con un profundo sentido de su importancia histórica y de un prestigio cultural con numerosas referencias, es conocido por la magnitud y espectacularidad de sus celebraciones de carnaval. Posiblemente esta fiesta sea la más grande de la delegación y una de las mayores entre los pueblos de la región meridional del Distrito Federal.

Para la celebración de la jornada electoral se presentaron 16 candidatos. Las diez casillas dispuestas se instalaron en la Plaza Centenario, en el centro de la población, y frente a las oficinas de la coordinación. De los candidatos once eran de filiación priísta, cuatro perredistas y un panista. La pugna entre priístas y perredistas estaba representada por los candidatos que parecían más fuertes: Víctor Lugo y Juan Cárdenas, respectivamente.

El proceso a lo largo del día fue relativamente tranquilo, siempre en el contexto efervescente de la gente reunida, de la incesante actividad de organizadores y participantes; sin embargo, el final fue sorpresivo, pues no se dieron los resultados, sino que al filo de las seis de la tarde llegaron dos camionetas combis que se estacionaron frente a las puertas de la coordinación y en dos urnas sacaron, apresuradamente, la documentación y los votos emitidos, y las instalaron en uno de los vehículos. La gente los rodeó y comenzó a protestar porque se llevaban los papeles de la votación, incluso empujaron la camioneta con las urnas para tratar de volcarla e impedir el acto; sin embargo, los dos vehículos arrancaron rápidamente y se alejaron, llevándose papeles y funcionarios delegacionales.

Posteriormente nos enteraríamos de que el triunfador en las elecciones había sido un candidato, relacionado con el grupo de choque priísta, que había invadido tierras ejidales en disputa. Ante este sorprendente resultado, diez de los candidatos impugnaron el proceso electoral y pidieron a las autoridades delegacionales lo suspendieran. Vinculado con Reina Álvarez, comisariada ejidal de Tlaltenco, y quien encabezaba la invasión a la Tabla de los Ranchos, su triunfo estuvo apoyado en la movilización de gente del propio pueblo, a quien se le prometió un pedazo de tierra a cambio de su voto.

Por otro lado, Reina Álvarez forma parte del grupo político priísta que encabeza Humberto Serrano, diputado federal en esos momentos y conocido político que ha actuado como organizador de invasiones urbanas y de grupos de choque. Una de sus más celebres acciones fue la invasión de los terrenos de la cooperativa del diario Excélsior, en la década de 1970, en una campaña orquestada por el entonces presidente Luis Echeverría para sacar al director del mismo, Julio Scherer, y a su equipo por la posición crítica sostenida frente al régimen vigente. Desde entonces Serrano aparece como el secretario general del Consejo Agrarista Mexicano, desde donde despliega sus acciones, siempre respaladado por el PRI.

La posibilidad de que ganaran algunos de los candidatos priístas vinculados con Álvarez había sido considerada por los perredistas, por lo que con el apoyo de la mayor parte de los candidatos presionaron por la anulación de todo el proceso. La coordinadora en turno, continuó por tres meses más, hasta que fue reemplazada por un coordinador interino nombrado por las autoridades delegacionales. La situación conflictiva de los invasores de la Tabla de los Ranchos se resolvió unos días antes de que tomara posesión la nueva jefa delegacional, Fátima Mena, perredista elegida en las votaciones de julio de 2003, cuando policías y granaderos los sacaron por la fuerza.

 

NUEVAS EXPERIENCIAS, NUEVOS REGISTROS

Los procesos electorales de los coordinadores de enlace territorial en los dos pueblos originarios aludidos, Ixtayopan y Tlaltenco, muestran las contradicciones y paradojas que enfrenta la transición a instituciones que abren posibilidades democráticas. Por una parte está la posibilidad de representación política y administrativa ante las autoridades delegacionales en tanto "pueblo originario", una representación conseguida por un proceso electoral interno que se apoya en los recursos institucionales del IEDF; es decir, no hay la apelación a "usos y costumbres", sino la participación bajo las normas electorales que rigen estos procesos en el Distrito Federal. Pero, por la otra, nos encontramos con la presencia de las prácticas viciadas de los grandes partidos políticos nacionales, es decir, el clientelismo y los acuerdos "bajo la mesa", como se evidencia en la situación de Tlaltenco, donde a través de la asamblea de ejidatarios y de la filiación priísta se gana la votación, lo que es contrarrestado con las alianzas y los acuerdos de los grupos perredistas.

Sin embargo, todo este proceso pone en juego los recursos comunitarios de los pueblos originarios que fortalecen su identidad, pues solamente sus miembros son los participantes, no así los avecindados, que son la mayoría en ambos pueblos, pero se mantienen al margen. Ahora bien, las relaciones partidarias trascienden la experiencia electoral y se articulan de diferentes maneras a la trama comunitaria; una de las más espectaculares es a través del ciclo de fiestas, donde las organizaciones responsables reciben el apoyo financiero y logístico de las autoridades delegacionales, como en Tlaltenco, donde la multitudinaria representación carnavalesca recibe el apoyo tanto a través de las comparsas como de la coordinación de las medidas de seguridad. En Ixtayopan también las comparsas carnavalescas y la celebración de las fiestas patronales cuentan con el apoyo de las autoridades delegacionales.

Sin duda los pueblos originarios constituyen una presencia evidente en la cultura de la Ciudad de México, pero también en la vida política; el largo proceso que conduce a la elección del jefe de Gobierno, delegados y coordinadores de enlace territorial ha abierto una brecha en la democratización de los habitantes del Distrito Federal; sin embargo, el reconocimiento de los pueblos originarios como entidades políticas con derechos y obligaciones específicas es todavía una meta lejana, lo que no impide que tales pueblos continúen reproduciendo sus grandes ciclos ceremoniales, sus instituciones políticas y religiosas, su identidad comunitaria, contribuyendo así a subrayar la condición pluricultural de la capital del país, una pluriculturalidad que tiene como sustento la densa tradición mesoamericana.

 

REFLEXIONES FINALES

El hilo de nuestra reflexión ha sido el cambio suscitado por la reforma política que devuelve a los habitantes del Distrito Federal la posibilidad de elegir a sus autoridades locales y las diversas propuestas para establecer organizaciones ciudadanas, mediante las cuales se abra la comunicación directa entre las autoridades y la población de la ciudad. Como hemos visto, el proceso ha sido accidentado y con escaso éxito, como se aprecia en las contradicciones sucesivas de las versiones de la Ley de Participación Ciudadana, elaboradas por la Asamblea Legislativa del Distrito Federal.

El dato relevante en las elecciones de las varias organizaciones ciudadanas, como los consejos ciudadanos y los comités vecinales, ha sido la alta participación de los miembros de los pueblos originarios, en contraste con la apatía de la mayor parte de los habitantes de la ciudad; este activo interés se relaciona con la complejidad de las organizaciones comunitarias que constituyen la base de la presencia de los pueblos originarios, fundadas en el antiguo cabildo indio de la sociedad novohispana y transformadas frente al crecimiento de la mancha urbana que las ha rodeado, sitiado y presionado de muchas maneras.

Como lo hemos indicado, y lo han expresado funcionarios del gobierno del Distrito Federal, las propuestas sobre la participación ciudadana no solamente ignoran a las organizaciones comunitarias, sino incluso chocan con ellas, generando conflictos diversos. Frente a la tipificación de las instancias territoriales, que reconocen a unidades habitacionales, colonias, barrios y pueblos, no hay ningún intento para destacar las diferencias cualitativas entre los pueblos y las otras instancias, incluso hay una ambigüedad con respecto a la categoría de "barrio", pues ésta implica una unidad mayor, que suele ser un pueblo.

Los pueblos originarios de la Ciudad de México son entidades sociales y culturales de gran profundidad histórica, comunidades agrarias que se han convertido en parte de la gran mancha urbana, aunque mantienen bajo su control los recursos naturales —como suelos, bosques y agua—, fundamentales para la sobrevivencia de la gran ciudad. Los derechos que les corresponden, debido a esta condición estratégica, les son negados cotidianamente frente a la problemática que enfrentan, y que amenaza su misma integridad como colectivos con una fuerte identidad cultural.

Sin embargo, los propios pueblos originarios han aprovechado la coyuntura que abre la reforma electoral y han aparecido en el foro político activando sus instituciones que las articulan al gobierno de la ciudad; por una parte se han reactivado las asambleas comunitarias, y por la otra han defendido su derecho a elegir al coordinador territorial correspondiente.

Las elecciones federales del 2000 marcan un giro en la vida política nacional con que se inicia la alternancia, pues a escala nacional triunfa en las elecciones el candidato presidencial del Partido Acción Nacional, en tanto que en el gobierno del Distrito Federal gana el candidato del Partido de la Revolución Democrática. En esa misma jornada electoral son elegidos por el voto directo y secreto los jefes delegacionales —por primera vez— y se define la hegemonía del PRD en la Ciudad de México, pues gana en la mayor parte de las delegaciones (10), frente a las 6 del PAN; hay un desplazamiento del otrora partido oficial, el PRI, y se establece una situación política y electoral que enfrenta al PRD y al PAN. Sin embargo, muchas de las organizaciones de base del PRI continúan activas y con su estilo clientelar. Esta situación política se advierte fácilmente en las elecciones comunitarias que hemos descrito, en San Juan Ixtayopan y en San Francisco Tlaltenco, de la Delegación Tláhuac, en las que no aparece el PAN.

Es importante precisar que la reactivación política de los pueblos originarios en el contexto de la reforma política corresponde específicamente a los que se encuentran en las delegaciones de Milpa Alta, Tláhuac, Tlalpan y Xochimilco, son tales pueblos los que han participado en el movimiento agrarista del pasado siglo XX bajo las banderas del zapatismo, y tienen antecedentes de protestas y levantamientos en épocas anteriores. Sin embargo, los pueblos originarios se extienden en la mayor parte de las delegaciones, y, si abrimos la perspectiva, los encontramos en toda la Cuenca de México, articulados en diversas redes de intercambio simbólico y conservando la presencia dominante de las antiguas cabeceras políticas, herederas de los grandes señoríos mesoamericanos.

Todos estos pueblos originarios tienen una activa vida comunitaria, expresada en la complejidad de su organización; tanto en el intenso involucramiento que significa un espectacular ciclo ceremonial como en la capacidad de coordinar personas y recursos, se van perfilando los dirigentes y los hombres de conocimiento locales; asimismo, la intensidad y ferocidad de la lucha por la protección de sus recursos naturales frente a las presiones urbanas, particularmente el suelo y los bosques, ha formado a numerosos dirigentes agrarios. De tal suerte que, como lo expresó un mayordomo de Iztapalapa, tener un cargo religioso es también una forma de responsabilidad social.

Así pues, el eje político de la organización comunitaria está constituido por las instituciones encargadas de la realización del calendario festivo y ceremonial —las cuales son equiparables a los sistemas de cargos de las comunidades indígenas—, y por las organizaciones agrarias, sea la de ejidatarios o la de bienes comunales. Mientras que la condición de miembro de estas últimas se obtiene por la herencia de derechos de propiedad y pertenencia al colectivo, para la incorporación a las otras instancias comunitarias, particularmente en los cargos directivos, es requisito básico ser miembro de las familias originarias. Con esto se establece una diferencia tajante entre originarios y avecindados, que en algunas comunidades ha llevado a situaciones conflictivas, aunque en otras se han definido reglas de participación y de colaboración.

Finalmente, es importante advertir el largo camino a recorrer para el establecimiento de un sistema democrático en las organizaciones sociales y ciudadanas, así como en el propio gobierno de la Ciudad de México; el largo periodo (1928-1997) en el que fue suprimido el derecho a elegir a las autoridades locales, condujo al fuerte desarrollo de relaciones informales y clientelares que consolidaron un sistema centralista y autoritario, presidencialista, mediante las actividades del partido oficial y de otras instituciones de gobierno. Los pueblos originarios desplegaron en este lapso su sistema comunitario y su estrategia para negociar con las autoridades de la ciudad, y a partir de esta experiencia han abierto un camino para la participación ciudadana. Resulta importante en este sentido aprender de esta experiencia para considerar las opciones que se abren al resto de la población del enorme complejo urbano que constituye la Ciudad de México. La democracia, pues, es todavía una promesa, es una opción que debemos construir con los recursos sociales y políticos de que disponemos.

 

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