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Argumentos (México, D.F.)

versión impresa ISSN 0187-5795

Argumentos (Méx.) vol.21 no.57 Ciudad de México may./ago. 2008

 

Dossier: Crisis alimentaria: abundancia y hambre

 

Entre las desigualdades de género: un lugar para las mujeres pobres en la seguridad alimentaria y el combate al hambre

 

Ivonne Vizcarra Bordi*

 

* Doctora en Antropología Social por la Université Laval, Québec. Profesora–investigadora del Centro de Investigación en Ciencias Agropecuarias de la Universidad Autónoma del Estado de México.

 

Para entender hasta qué punto es nociva la desigualdad de género,
tenemos que ver más allá de la difícil situación de las mujeres y
examinar los problemas que el trato asimétrico contra ellas origina
también para los varones. Los distintos tipos de inequidades tienden,
por último, a alimentarse unos a otros, y debemos ser conscientes de
sus conexiones.

SEN (2002)

 

Resumen

El presente trabajo analiza las condiciones de inequidad y desigualdad social a las que una gran parte de las mujeres pobres de los países del hemisferio Sur en lo general y en específico las mujeres rurales de México, se enfrentan para poder sortear una serie de obstáculos impuestos por una violencia estructural y lograr satisfacer las necesidades alimenticias de sus familias y/o evitar el hambre. A partir de tres fenómenos de la desigualdad: explotación, discriminación y exclusión, este documento explora cómo estas mujeres pobres van cobrando visibilidad en varias dimensiones políticas del desarrollo social, en las cuales se diseñan programas de combate a la pobreza y al hambre. Se concluye que la seguridad alimentaria y el género son temas insolubles frente a las violencia estructural que mantiene relaciones de poder, asimetrías y jerarquías en los proceso locales sometidos a reglas de procesos más amplios y globales.

Palabras clave: desigualdades sociales, género, pobreza, seguridad alimentaria, hambre.

 

Abstract

This paper analyses the inequality that women face under poverty and structural violence conditions. Women struggle to provide food to their family or prevent family from hunger. The study focuses on women of the South in general, and on women from rural areas in Mexico, in particular. In spite of inequality conditions which are reflected in women's explotation, discrimination and exclusion, women are becoming visible in policies to combat poverty and hunger. Food security and gender problems cannot be solved under a structural violence which supports power relations, social asymmetries and hierarchies which are immersed on global processes.

Key words: social inequality, gender, poverty, food security.

 

INTRODUCCIÓN

Cuando las mujeres tuvieron mayor presencia en los procesos sociales y económicos de desarrollo en las décadas de 1970 y 1980, se hicieron patentes las condiciones de vida desventajosas para ellas respecto de los hombres en casi todas las sociedades, sin importar la clase, la etnia, la raza y la edad. Particularmente, las mujeres rurales de los países del Sur1 fueron tomando una visibilidad relativa a las condiciones sociales de las mujeres con mejores capacidades de desarrollo (escolaridad, salud, ingresos, patrimoniales, etcétera). Al visualizarlas en las desigualdades sociales, su presencia en las políticas de desarrollo las ha colocado en una posición de vulnerabilidad y subordinación a procesos más amplios que trascienden el ámbito del hogar y la comunidad, y que en condiciones de pobreza, bajos niveles de educación, inaccesibilidad jurídica y consuetudinaria (usos y costumbres) a los recursos, desvalorización social del trabajo femenino, desempleo y migración, las mujeres han tomado un lugar específico en el diseño de las políticas de seguridad alimentaria con énfasis a combatir la pobreza y a superar el hambre, las cuales vienen acompañadas de la receta del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) sobre el desarrollo humano sustentable.

Este ensayo tiene como finalidad identificar cómo las mujeres pobres del Sur, han logrado cierta presencia en las políticas de desarrollo social que pretenden combatir la pobreza y el hambre, que con un gran componente de desarrollo humano y sustentable se pretende ser parte de una estrategia nacional de seguridad alimentaria a nivel de los hogares. Una vez incorporadas en los discursos globales y nacionales del desarrollo de las últimas dos décadas, al final de este trabajo se toman como eje de reflexión los programas latinoamericanos que intentan mitigar las desigualdades sociales y de género a través de transferencias directas condicionadas a las familias más pobres para que éstas tengan acceso a la alimentación, a la educación y a la salud; ejes sustantivos para combatir el hambre y ampliar las capacidades para salir de la pobreza (PNUD, 1997).

Cabe señalar que gran parte de las experiencias empíricas que dan sustento a nuestros argumentos provienen de estudios realizados en México en lo particular y en América Latina en su dimensión regional, lo cual no excluye algunas experiencias extraídas de países africanos y asiáticos.

 

LAS DESIGUALDADES DE GÉNERO

Para entender las desigualdades sociales entre los hombres y las mujeres se debe partir del hecho de que se trata de un proceso histórico y complejo de relaciones sociales, basado en la creencia de que las diferenciaciones sexuales, donde lo femenino es inferior a lo masculino, justifican y legitiman relaciones de dominación y privilegios de unos (hombres) sobre otras (mujeres) en todos los referentes sociales: simbólicos, materiales, jurídicos, morales y éticos. Todos ellos apuntalan normatividades que construyen el orden social, las que a su vez justifican ampliamente la distribución inequitativa de las riquezas y del poder. Se trata de una forma primaria de relaciones de poder justificadas por estas normatividades (Scott, 1996).

Estas desigualdades sociales implican, por lo tanto, relaciones de poder que se traducen en procesos de aniquilamiento de la condición humana, las que en sociedades sometidas al colonialismo y poscolonialismo se conciben en procesos históricos más amplios de dominación (Rama, 2001). Para Fernández Enguita (1999) se trata de un conjunto de fenómenos sociales, económicos y políticos diferenciados, como son la explotación (utilización del otro como un medio); la discriminación (desigualdad de oportunidades en cuanto a privilegios y restricciones); y la exclusión (invisibilidad absoluta) (Arzate, 2004).

El género2 puede ser entendido a partir de las diferenciaciones ideológicas de lo público–masculino sobre lo privado–femenino, así como una categoría generada por desigualdades sociales que restringen el acceso, propiciando el desgaste de la condición humana (Vizcarra, 2005). De esta manera, la explotación como mecanismo de control de una clase sobre otra no sólo se refiere en su dimensión materialista de los procesos de acumulación de riquezas, sino que interioriza entre las clases, los microprocesos que conllevan a la diferenciación social basados en la división sexual del trabajo. En esta diferenciación, el trabajo doméstico femenino que garantiza la reproducción de las fuerzas productivas (trabajo y capital), no es social y económicamente valorado y, por lo tanto, es implícitamente invisible dentro del mismo fenómeno de explotación, lo que comúnmente se denomina la doble explotación (Carrasco, 1999).

A través de procesos históricos coloniales y poscoloniales, la desvalorización del otro(a) se ha fundamentado por posturas etno, andro y egocentristas, dando lugar a la discriminación. En este sentido, las restricciones y arbitrariedades relacionadas con las creencias e ideas que construyen simbólicamente lo masculino con un sesgo superior, prestigio, privilegio y de mayor valor social que lo femenino por estar relacionado a la esfera doméstica o privada, se amplifican, acumulan y multiplican según sean las etiquetas de desvalorización social que se le acuñan a una persona (mujer, pobre, indígena, envejecida, con diabetes, etcétera).

Además de la desvalorización de lo femenino derivado de la división sexual del trabajo, la discriminación que sufren las mujeres por su propia condición de género es más perjudicial que la de los hombres, particularmente en ciertos ciclos de vida doméstica (embarazo, lactancia, vejez); en los procesos de cambio familiar (mono–parentales); en la precariedad del empleo; en las desigualdades salariales entre hombres y mujeres; en la restricción al acceso a la propiedad y al control de los recursos, y en la falta de control sobre sus propios cuerpos en cuanto a sexualidad y reproducción (López y Salles, 2000).

Para superar la vulnerabilidad de las mujeres ante estos fenómenos discriminatorios, así como para evitar la victimización derivada de la explotación doméstica, del mercado de trabajo y de sus cuerpos sexuados, habría que dejar de excluirlas de la toma de decisiones políticas que proponen su inclusión al desarrollo (Rocheleau et al. 1995). A pesar de que en las últimas dos décadas las mujeres que sufren discriminaciones y doble explotación han tomado cierta presencia en los discursos, en los programas y en la institucionalización del género, aún continúan excluidas como actoras sociales y sujetos libres, autónomos y autoreconocibles, puesto que ellas siguen apareciendo sin posibilidad de corregir la posición subordinada en la que se encuentran.

Se puede decir que las desigualdades sociales son generadoras de poblaciones vulnerables, a medida que se construyen necesidades legítimas frente a las carencias de ciertas poblaciones, de tal modo que requieran de una intervención institucional para satisfacerlas. Para Escobar (1995), una vez enclavado el dispositivo de poder del desarrollo, difícilmente las mujeres pobres consiguen escaparse de su construcción social institucional. En este nivel discursivo, las pobres son vistas como carentes de poder y libertades, cuyas incapacidades para incorporarse por sí mismas a sectores productivos, las convierten en sujetos vulnerables que requieren de asistencia y compensación, convirtiéndose de esta manera en población–objetivo (beneficiarias) de programas y proyectos asistenciales, que por su génesis política, no logran resolver las causas que conciben dichas desigualdades en sus tres concomitantes: explotación, discriminación y exclusión.

 

UN LUGAR PARA LAS MUJERES POBRES

El lugar que adquieren las mujeres pobres en los discursos dominantes del desarrollo, proviene de los estudios que denuncian un fenómeno llamado feminización de la pobreza. Éste alude tanto a la desproporcionada representación de las mujeres entre los pobres comparada con la de los hombres, como a las características que asume la pobreza entre las mujeres, el periodo que permanecen en esta situación, las dificultades para superarla y los efectos de los demás miembros del grupo doméstico familiar.3

Asimismo, estos estudios tratan de entender cómo y cuándo estas diferenciaciones sexuales se convirtieron en relaciones de poder y por qué las mujeres sufren relativamente más que los hombres el fenómeno de la pobreza y las hambrunas, aun cuando hay fenómenos comunes de marginación, desastres naturales, crisis económicas, discriminación, exclusión, desplazamientos originados por guerras e injusticia social (Barquet, 1997; Gimtrap, 1994; González, 2001; López y Salles, 2000; Salles y Tuirán, 1999).

Por su parte, Bravo (1998) señala que la presencia de las mujeres está relacionada con la función biológica de la procreación, cuya proyección funcional en la reproducción social, condiciona su capacidad para decidir sobre el uso de su tiempo y fuerza de trabajo. En particular, las mujeres rurales indígenas —cuando son madres y esposas–invierten gran cantidad de horas al día para realizar el trabajo doméstico y reproductivo asignado en sus sociedades y que van aprendiendo desde la infancia (Vizcarra y Marín, 2006), como son quehaceres del hogar, la crianza de los niños, el cuidado de la salud de los enfermos y los ancianos del hogar, la preparación de alimentos, las actividades agrícolas de traspatio, el acarreo de agua y leña, el cuidado de los bienes patrimoniales de los hombres, cuando éstos emigran, entre otras tantas responsabilidades que van adquiriendo con la organización tradicional de la comunidad (González y Vizcarra, 2006), y con los programas gubernamentales diseñados para ellas (Pineda et al., 2006; Vizcarra, 2007).

Según Kabeer (1992) la transmisión intergeneracional de la privación y vulnerabilidad es uno de los mecanismos causantes y circulares que reproducen y agudizan la pobreza de las mujeres, por lo que las desigualdades de género, particularmente las referidas al acceso y a la satisfacción de necesidades básicas, no pueden ser comprendidas desde el enfoque holístico de "la pobreza", porque se diluyen las asimetrías de género históricas, presentes y futuras.

Por otro lado, debido a que las responsabilidades domésticas y reproductivas no han disminuido, los sesgos discriminatorios de género, clase, etnia y raza tienden a someterlas casi sin escapatoria a las regulaciones de los diferentes mercados de trabajo (menor salario, inseguridad contractual, reducidas prestaciones, etcétera). La pobreza femenina tiende a multiplicarse en la globalización y, al mismo tiempo, agudiza las desigualdades sociales entre las regiones y los países (Núñez et al., 2004). Aun con programas diseñados para mitigar dichas desigualdades, las mujeres pobres siguen sometiéndose a relaciones de poder que subyugan sus libertades.

En efecto, el lugar que se ha dado a las mujeres al menos en los discursos mundiales o en declaraciones de las cumbres de los diferentes organismos de la ONU o del Banco Mundial, es técnicamente el de sujetos en tanto que se difunde su agencia de cambio, pero a la vez son la población–objetivo cuando se ejecutan las acciones de control como la ayuda alimentaria y el control demográfico para reducir la tasa de fecundidad en zonas reprimidas, pobres y vulnerables (Vizcarra, 2007).

Incluso considerando que la relación entre pobreza y género tiene un efecto multiplicador y transmisor hacia los niños y niñas que viven en esos hogares, las políticas de combate a la pobreza y al hambre continúan ignorando las relaciones de poder que someten a las mujeres a una condición de inferioridad. Por el contrario, generalmente estas políticas creen que para romper el círculo de la pobreza es necesario incorporarlas a los procesos de desarrollo a partir del incremento de oportunidades de acceso, pero sin que descuiden sus roles tradicionales (mismos que las sujetan a una relación de inferioridad), al considerarlas como indispensables para mejorar la situación de pobreza que viven sus familias.

Para mejorar sus condiciones de vida y la de sus familias, y basados en "experiencias exitosas" de su incorporación a microfinanciamientos, proyectos productivos y cajas de ahorros, todas las propuestas para combatir a la pobreza venidas de Naciones Unidas y de organismos mundiales financieros como el Banco Mundial, impulsaron programas con perspectiva de género. Por un lado, estos programas pretenden proveer ciertas capacidades a las mujeres al mejorar su salud y aumentar sus niveles de instrucción escolar y, por otro, a ellas se les diseñan planes de préstamos y subsidios en proyectos que tuviesen el fin de generar ingresos o bien de mejorar la salud y nutrición familiar (Pineda et al., 2006). Asimismo, los gobiernos locales obtienen préstamos públicos, privados, nacionales e internacionales, para poner en práctica estrategias de inversión en infraestructura y servicios básicos, como son equipos sanitarios, vivienda y educación (Moser, 1991). Algunos estudios revelan que estos programas no verán sus resultados a corto tiempo en términos de beneficio social, pues en sus etapas de realización y ejecución inicial, se constata que éstos conllevan una carga extra de trabajo para las mujeres pobres, porque se comprometen a llevar a cabo los programas por ser ellas las poblaciones objetivo, sin abandonar las tareas asignadas por su condición de género (el trabajo doméstico o reproductivo). En muchos casos, al convertirse en jefas de hogar, esta sobrecarga ha empeorado su situación de pobreza y su estado relativo y absoluto de nutrición y salud, precisamente por la falta de tiempo para dedicarse a ellas (Nussbaum, 2002; Molyneux, 2006; Vizcarra, 2007).

Teóricas del género plantearon que el poder o el empoderamiento de las mujeres iba más allá de la independencia económica, o de la visualización de las mujeres como clave del bienestar familiar y por ende de sus localidades (Moser, 1991; Cleeves, 1993; Alberti, 1995; Batliwala, 1997; Kabeer, 1992, 1997; Rowlands, 1997 y Sen, 1998). El esfuerzo ha sido paulatino, y en casos específicos se ha demostrado que el desarrollo de capacidades a partir de acciones individuales o colectivas conscientes de las mujeres, puede aumentar la libertad, el poder y el bienestar de todos, pues además tiende a ampliar el alcance del interés y la preocupación por los problemas sociales (Sen, 2002; Nussbaum, 2002). Pese a estas importantes aspiraciones de la teoría de género, las desigualdades sociales que afectan directamente la vida de las mujeres, no sólo siguen reproduciéndose sino se complejizan colocándolas en situaciones de mayor desventaja, marginación y pobreza.4

Entre estas situaciones existe una que nos da herramientas suficientes para analizar las necesidades de asegurar alimentos que permitan a todos los miembros del hogar, gozar de una vida digna que no coloque en riesgo la condición humana de ellas ni de ningún miembro del hogar y comunidad: el hambre.

 

GÉNERO Y HAMBRE

Para reducir la pobreza y eliminar la inseguridad alimentaria y con ella el hambre, el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el BM recomiendan en forma vehemente alcanzar y sostener un crecimiento económico, ampliando los cimientos del modelo neoliberal (FMI, 1994; World Bank, 1993), el cual debe estar acompañado de una fuerte campaña de control demográfico para regular la sobrepoblación, sobre todo de los países del Sur. En este tenor, el desarrollo para las mujeres pobres es un mecanismo que regula sus vidas sin sacarlas del estado de subordinación o explotación. Por ejemplo, en el proceso de globalización las mujeres rurales de los países africanos, en particular los que se localizan fuera de la expresión angloparlante, se encuentran cada vez más marginadas, precisamente porque los mecanismos que regulan su incorporación al desarrollo sustentable han sido diseñados en dimensiones económicas y ecológicas que responden más a intereses de los mercados agrícola globales, que a los propios intereses sociales y culturales de sus comunidades.5

Se afirma por lo tanto que el hambre no es consecuencia de la carencia de alimentos, sino de desigualdades en los mecanismos de distribución de alimentos y que la pobreza no sólo es la consecuencia de la concentración del ingreso, sino también de la falta de libertades y capacidades de unos y unas para acceder a mejores condiciones de vida (Sen, 1982). Dado que la falta de capacidades o libertades para alimentarse y no sufrir de hambre está estrechamente relacionada con la pobreza, se presume una responsabilidad política del Estado para desarrollar dichas capacidades. Sin embargo, no es suficiente la voluntad política que intenta resolver los problemas de la pobreza con intervencionismos institucionales; se requiere al mismo tiempo una amplia participación ciudadana y una gran comprensión de la compleja dimensión social de comer sin discriminaciones ni privaciones y con libertad (Portier, 1999).

Desde esta perspectiva, es difícil observar el hambre y el fenómeno de las hambrunas desde la óptica técnica. Su explicación multicausal va más allá de las definiciones del hambre momentánea, aguda o crónica.6 Por un lado, porque intervienen factores culturales, sociales, políticos, geográficos y económicos (Andrien y Beghin, 2001) y por otro, porque cuando el hambre tiene una corelación directa con la pobreza (aunque no unidireccional) refleja desigualdades sociales (Martínez, 2006; Behrman et al. 2004). Se ha reiterado que no todo individuo pobre sufre de hambre, ya que muchas carencias no sólo se expresen en alimentos, sino que pueden hacerse patentes en ingresos, en bienes patrimoniales y en capacidades (Sen, 1999),7 pero poco se ha mencionado de las consecuencias desfavorables que sufre el género femenino ante el mismo fenómeno del hambre.

Por las mismas razones que se conceptualiza la feminización de la pobreza, se ha llegado a proponer la feminización del hambre, la cual cobra relevancia para explicar la tensión que sufren las mujeres frente al hambre familiar, local y/o regional (Kelleher, 1997). La literatura al respecto no es abundante, aunque cada vez cobra más interés en los estudios de género cuando se amplían los análisis hacia las dimensiones de la alimentación y la nutrición (Pérez y Diez–Urdanvia, 2007). En la mayoría de ellos se demuestra que tanto el problema de la desnutrición8 como el del hambre se viven de diferente manera entre hombres y mujeres en el mismo hogar, en la misma clase, o a pesar de vivir un mismo desastre natural, económico y/o bélico.9

Cualquiera que sea el caso, cuando la alimentación diaria no es adecuada a las necesidades nutricionales de cada individuo según su edad, sexo y actividad física, difícilmente el individuo logra mantener un buen funcionamiento del organismo (saludable y reproductible), así como tampoco puede alcanzar el sostenimiento de sus actividades cotidianas en una vida prolongada (Behrman, et al., 2004). En este sentido, cada grupo de edad y cada sexo requieren distintos aportes nutricionales para funcionar saludablemente. Para estos cálculos, los expertos de la Organización para la Agricultura y la Alimentación y los de la Organización Mundial de la Salud de las Naciones Unidas (FAO/OMS/NU, 1973) consideraron en la década de 1970 el trabajo doméstico de las mujeres como una actividad sedentaria. Después de una década de generación de conocimientos sobre las mujeres rurales del Tercer Mundo, los expertos corrigieron esta mala apreciación del trabajo doméstico. Por ejemplo, gracias a los estudios de la mujer en la década de 1980, se supo que en muchas regiones del mundo las mujeres dedicaban al trabajo doméstico 14 horas al día en promedio, de las cuales 5 horas las invertían en recolectar leña, acarrear agua, recoger plantas y hongos y pastorear pequeños rebaños, otras 4 horas en preparar alimentos y el resto distribuido en trabajos de "ayuda" a la agricultura de subsistencia, lavar ropa, cuidar a los menores y ancianos, preparar ceremonias y ritos comunitarios, entre otras actividades propias de cada región y cultura (véanse los trabajos de Braidotti et al., 1994; y Hombergh van Den, 1992).

Con la nueva clasificación de actividades humanas —ocupacionales (productivas) y discrecionales (improductivas)— se hubiera esperado un justo reconocimiento del trabajo femenino en las zonas rurales; sin embargo, las labores domésticas opcionales fueron comparadas con el ocio y, a pesar de que éstas se subtipifican en ligeras, moderadas y pesadas o intensas, las correcciones no cambiaron la creencia de que el trabajo doméstico requiere de un gran gasto energético, por consiguiente y de nueva cuenta, la actividad doméstica femenina volvió a ser clasificada como discrecional/ opcional/ligera (FAO/OMS/NU, 1985). Desde el punto de vista socionutricional, el marcaje ideológicos de la división sexual del trabajo ignoró en aquella época el desgaste energético que hacen las mujeres rurales de todas edades al realizar las múltiples actividades domésticas y extradomésticas (agrícolas) durante largas jornadas de trabajo, además de que las niñas se incorporan al trabajo doméstico a muy temprana edad y terminan cuando la vida se les agota.

Para evitar tener una sola medida de actividades moderadas, algunos expertos han explorado varias técnicas para diferenciar el promedio requerido de macronutrientes por sexo, estado socioeconómico, región y etnicidad y hasta tratan de integrar los cambios en los estilos de vida frente al mundo globalizado;10 sin embargo, las recomendaciones de ingesta energético–proteínica para las mujeres siguen siendo inferiores con respecto a las actividades que realizan cotidianamente, a excepción de los requerimientos de las madres embarazadas y lactando (por los suplementos necesarios para la formación de tejidos) (véase, FAO/OMS/UN, 2004). Es verdad que los requerimientos entre los sexos y entre las edades deben ser diferentes forzosamente, pues el desgaste de energía depende también de la masa corporal,11 pero lo que aquí se discute es cómo estas disconformidades se han convertido en efectos negativos a largo plazo para toda las poblaciones de bajos recursos, y específicamente para las mujeres rurales del Sur que tienen sobrecargas de trabajo, pues los programas de salud y alimentarios para mejorar el estado nutricional de las familias pobres y rurales, son diseñados a partir de los supuestos de mínimos de bienestar, entre los que destacan los requerimientos nutricionales para las mujeres (Sen, 2002).

Las desigualdades entre los géneros provienen precisamente de la creencia de que los hombres son la fuerza de trabajo que da sustento a la familia, y dado que su trabajo se considera como productivo, se tiende a alimentar en primera instancia a los hombres para que sigan proveyendo el sustento (Pottier, 1999). Por lo general estas creencias se concretan en prácticas discriminatorias en la distribución sexual alimentaría, que a la larga trae consigo consecuencias graves para ambos sexos. Por ejemplo, varios estudios de poblaciones indígenas en México han observado claras diferencias antropométricas entre niños y niñas, donde la prevalencia en la desnutrición infantil es mayor en las segundas que en los primeros (Cedillo–Nakay et al., 2002; Monárrez y Martínez, 2000; Vázquez et al., 2005; Vizcarra et al., 2005; Ensanut, 2006). De no corregirse la desnutrición femenina en esta etapa de la vida, en la edad reproductiva puede generarse desnutrición materna, la que a su vez trae al mundo niños con bajo peso al nacer (sin importar el sexo) (Sesia, 2005). La baja ingesta de nutrientes es sin duda un referente de hambre crónica que al perpetuarse de generación en generación, merma y debilita las estructuras sociales de la población, principalmente porque pone a las poblaciones desnutridas o malnutridas desiguales para obtener capacidades y libertades orientadas a mejorar sus vidas.

A primera vista, las desventajas parecen reproducirse de generación en generación, y en el curso de la vida, las diferencias en el estado nutricional entre niños y niñas se van acortando, aunque no igualando. Por ejemplo, varios estudios muestran una elevada prevalencia de sobrepeso y obesidad12 en las madres con hijos menores de 5 años en estado de desnutrición (Raphäel et al., 2005), y sin embargo su consumo diario de kilocalorías está por debajo de lo recomendado (Conzuelo, 2008). Existe la hipótesis de que este comportamiento se debe a que las poblaciones que sufrían hambre crónica, desarrollaron un genotipo ahorrador (Neel, 1962), el cual con los cambios de estilo de vida y con el fácil consumo de hidratos de carbono de absorción rápida, alimentos con elevado índice glucémico, grasas saturadas, dejó de costar esfuerzo para conseguir alimentos. En estas condiciones, el genotipo ahorrador, al someterse a unas condiciones muy alejadas del diseño para el que se desarrolló, se convirtió en promotor de enfermedad y en especial se acrecentó la tendencia a la obesidad y con ello a las enfermedades crónico–degenerativas (Campillo, 2004). Aunque no existen investigaciones que demuestren esta hipótesis, podemos encontrar evidencia de que la obesidad se relaciona cada vez más con la pobreza y la inseguridad alimentaria, afectando más a las mujeres y a los niños y niñas (Gotthelf et al., 2004; Dobson, 2005; Rodríguez, 2007).

 

GÉNERO Y SEGURIDAD ALIMENTARIA

Mientras que en los países desarrollados la seguridad alimentaría considera a los excedentes alimentarios como una táctica de mercado con fines de control de éstos y este control lo traducen en libertades sobre la elección nutricional y la seguridad sanitaria e inocua de sus alimentos a consumir, para una gran mayoría de los países deficitarios del Sur, la seguridad alimentaria "está asociada a un problema de vulnerabilidad social, provocada por problemas de accesibilidad a los alimentos cuyo origen está en las asimetrías del desarrollo" (Torres, 2003:11).

¿Qué significa que el acceso a los alimentos se haya convertido en el eje conceptual de la seguridad alimentaria? Probablemente se debe a las consecuencias sociales que trajo pensar la seguridad alimentaria como un problema técnico y económico, de oferta global y de revolución tecnológica en la producción agroalimentaria y no como un problema político sobre la distribución social de los alimentos, siendo afectada por ello, una gran parte de la humanidad. Con la crisis humanitaria de Bangladesh y en el norte de la India registrada en 1981, donde miles de personas murieron de hambre a pesar de la disponibilidad de alimentos, los expertos de la FAO se vieron obligados a centrar el debate en reconceptualizar de seguridad alimentaria, la cual, hasta finales de la década de 1970, se fundamentaba en el aumento de la disponibilidad de granos derivada de la oferta mundial (Molina, 1995). Constatar que la falta de ingresos de la mayoría de la población de los países del Sur impidió tener acceso a los alimentos disponibles en los mercados, generó un cambio cualitativo del concepto. Con algunas variaciones, ahora la seguridad alimentaría se considera cuando todas las personas tienen en todo momento acceso material y económico a suficientes alimentos para satisfacer sus necesidades alimentarias y preferencias culturales para llevar a cabo una vida activa y sana (FAO, 1996).

Para incrementar la producción de alimentos, lograr la seguridad alimentaria, así como conservar y ordenar los recursos naturales, la FAO comenzó a reconocer en la década de 1990, que la participación de las mujeres en esta estrategia de largo plazo era imprescindible. Si el propósito es satisfacer las necesidades de las generaciones actuales y futuras mediante la promoción de un desarrollo que no degrade el medio ambiente y sea técnicamente apropiado, viable desde el punto de vista económico y socialmente aceptable, además si se pretende reducir a la mitad el número de personas hambrientas para el año 2015 dentro de la metas del Milenio (ONU, 2001), entonces se requiere de políticas de equidad. Para ello, la FAO promovió un plan de acción para la integración de la mujer en el desarrollo (1996–2001). En éste, la FAO reconoce a las mujeres del Sur en varias dimensiones que tocan la seguridad alimentaría: en sus potencialidades en la agricultura, en la división del trabajo, en el medio ambiente y su saber ecológico local, en el manejo de los montes, en su papel en la nutrición de sus familias, en la pesca, en la economía rural, en el control del crecimiento de la población y migración, en la educación y extensión, así como en la comunicación comunitaria (FAO, 1996).13

Pero ¿qué lugar real toman las mujeres rurales en la nueva conceptualización sobre seguridad alimentaria? Para responder a esta interrogante tomamos como eje de análisis las aportaciones que los antropólogos Maxwell y Frankenberger (1992) hacen sobre la seguridad alimentaria a partir de cuatro componentes: a) comer para vivir: una alimentación suficiente para que la población considerada lleve una vida activa y sana tal como es definida localmente; b) trabajar para comer: el acceso a esta alimentación será principalmente por la vía de la producción o por la compra y en un segundo plano por la ayuda alimentaria; c) vivir para existir: la reducción de la vulnerabilidad al riesgo de la pérdida o degradación de los medios de existencia; y d) hoy comemos, mañana también: la necesidad de considerar la satisfacción alimentaria tanto a largo como al mediano y corto plazo. Cada uno de estos cuatro componentes, los confrontaremos con el reconocimiento institucional que hace la FAO para integrar a las mujeres al de la seguridad alimentaría:

 

a) Comer para vivir

En la agricultura: las campesinas en particular, son responsables de la mitad de la producción mundial de alimentos y producen entre 60% y 80% de los alimentos en la mayoría de los países en desarrollo. Las campesinas son las productoras principales de los cultivos básicos de todo el mundo —el arroz, el trigo y el maíz—, que proporcionan hasta 90% de los alimentos que consumen los pobres de las zonas rurales (FAO, 1996).

Históricamente en casi todas las culturas del mundo, es reconocido que una responsabilidad social atribuida a las mujeres por su género, es la alimentación de la familia. Para su cabal cumplimiento no basta con asignarles esta responsabilidad, ellas deben realizar diversas actividades y estrategias para contar con alimentos todos los días. Entre esas actividades destaca o destacaba la producción de más de la mitad de los alimentos que consumen sus familias, para esto incluyen la caza y la recolección. Adicionándole la preparación de los alimentos y su distribución en casa y en los lugares de trabajo de sus esposos e hijos, ellas requieren de más tiempo pero sobre todo de seguridad ante la adversidad medioambiental, económica y política (Messer, 1984; Meigs, 1988).

Con las tecnologías dependientes de altos insumos, con el deterioro de la tierra por el abuso de los agroquímicos, sin el respaldo de políticas rurales que protejan y promuevan sus modus vivendis, con la liberación de los precios de los granos básicos, frente a la introducción de granos y alimentos baratos foráneos al mercado doméstico de dudosa calidad nutricional y sanitaria, con el cambio climático aunado a los desastres naturales y, con las consecuencias sociales derivadas de conflictos políticos, bélicos y raciales: de no compartir la responsabilidad alimentaria, las mujeres tienen un gran desafío para garantizar alimentos de calidad a sus hijos, nietos, esposos, padres, amigos y a veces a los agentes del desarrollo que las visitan para poner en práctica programas de desarrollo.

Para no abandonar su responsabilidad, muchas mujeres han optado por dar de comer lo que disponen sin pensar en la calidad de los alimentos ni en el daño en la salud humana y en el ambiente inmediato que les rodea. Si la calidad de vida está directamente relacionada con la calidad alimentaria, los escenarios que emergen en el medio rural de los países del Sur son desalentadores. En ellos se revelan escenarios consecuentes del desarrollo, la globalización y del modelo neoliberal (Davids y Van Driel, 2001); donde hoy en día cada vez es más difícil procurarse una alimentación idónea, producida localmente y descentralizada de los mercados dominantes, lo que sí se observa con frecuencia, son poblaciones dependientes de los alimentos provistos del proceso de globalización y de la centralización de la producción y la distribución de cadenas agroalimentarias consolidadas verticalmente por firmas trasnacionales.

Los escenarios son más agudos cuando las mujeres se enfrentan solas o encabezan hogares; esto es originado generalmente por tres razones: viudez temprana; es decir, muerte prematura del esposo cuando los hijos se encuentran pequeños o son menores de edad; migración temporal o permanente (abandono) de sus esposos y/o hijos; y por ser madres solteras (Chant, 2003). Y en menor medida, existen mujeres jefas de hogar por decisión propia, al separase o abandonar a sus esposos. En cualquiera de los casos, la presencia mayoritaria de mujeres en el campo ha dado lugar al fenómeno de la feminización de la agricultura, la cual está estrechamente relacionada con el de la feminización de la pobreza.

 

b) Trabajar para comer

La "feminización de la agricultura" se pone de manifiesto en el aumento considerable del número de hogares encabezados por mujeres. Los problemas a que se enfrentan esas familias varían en función de su grado de acceso a los recursos productivos. La falta de mano de obra masculina, no obstante, puede obligar a las mujeres con un volumen de trabajo mayor a producir cultivos que exigen menos mano de obra —y que a menudo son menos nutritivos (FAO, 1996).

En contextos de migración masculina en comunidades rurales que subsisten principalmente del autoconsumo o de su pequeña producción agropecuaria destinada al comercio e intercambio local, si bien la división sexual del trabajo en estas actividades, es asimétrica, jerárquica y desvaloriza las asignaciones femeninas, al menos mantiene una cierta producción que permite acceder (en condiciones de desigualdad) a alimentos para la familia. Cuando los hombres se ven obligados por múltiples factores a emigrar en busca de trabajo, mejores ingresos y oportunidades para seguir manteniendo su papel de proveedor en el hogar, muchas mujeres se encuentran ante diversas situaciones que les exigen tomar decisiones y responsabilizarse parcial o totalmente de las actividades agrícolas que antes se compartían o eran exclusivas del género masculino (Loza et al., 2007). Esta sobrecarga adicional no ha sido de lo más conveniente para el hogar, como lo ejemplifica el campo mexicano, pues con las mismas desventajas que obligaron a los hombres a emigrar (falta de empleos y salarios dignos, abandono del Estado en políticas que impulsen la producción rural y alimentaria), aunadas a las restricciones tradicionales que las mujeres tienen a los recursos, ellas se ven prácticamente imposibilitadas (por sí mismas) para seguir produciendo alimentos destinados al sustento como es el maíz (uno de los alimentos más castigados por los programas de ajustes estructurales y las políticas de corte neoliberal).

Sobre la nutrición: se acepta que las mujeres y los niños son la población más vulnerable a la desnutrición. La mejora de los conocimientos en materia de nutrición y de seguridad alimentaria por parte de las mujeres puede prevenir enfermedades, problemas fisiológicos y muertes prematuras. Asimismo, las mujeres en buena salud pueden contribuir de manera más eficaz al desarrollo económico (FAO, 1996).

En estas circunstancias, ellas se ven forzadas a depender cada vez más de un ingreso mínimo14 para comprar alimentos baratos sin importar su valor nutritivo (alto en hidratos de carbono, grasas y azúcares), que junto con los cambios culturales en las preferencias y gustos alimenticios, han ocasionado problemas de salud aparentemente antagónicos pero relacionales entre sí en los contextos de marginación y pobreza. Uno de ellos ya mencionado en párrafos anteriores, es la coexistencia de obesidad y desnutrición en un mismo hogar pobre, y la presencia cada vez mayor de enfermedades crónico–degenerativas como las cardiovasculares y la diabetes meillitus (Gotthelf et al., 2004; Dobson, 2005).

Los escenarios son más graves si se observan los escasos y en ocasiones deficientes servicios públicos de salud o médicos locales a los cuales tienen acceso estas poblaciones, y aunque cuenten con el conocimiento tradicional de la medicina, muchas de estas enfermedades son nuevas y no se logran remediar.

Nuestros estudios muestran que una gran parte de los ingresos que reciben las mujeres y las familias —vía remesas, ayudas gubernamentales o producto de sus estrategias de reproducción— es destinada a cubrir grandes cantidades de gastos en materia de consultas médicas (incluyendo el transporte), medicamentos y hasta hospitalizaciones o intervenciones quirúrgicas mayores. Muchos de estos hogares y en particular donde las mujeres son jefas de familia, contraen deudas para cubrir los gastos y para pagarlos se someten a presiones económicas, sociales y emocionales. Por ejemplo, ellas tienen acceso limitado a los recursos como la tierra, donde pudieran sacar provecho de su producción, o bien, llegan a perder sus pocos bienes patrimoniales (Vizcarra, 2006).

En otro panorama no ajeno a México, se encuentran las familias campesinas e indígenas que emigran a otros campos de cultivo y se contratan como trabajadoras agrícolas asalariadas. Una gran parte de ellas dejan temporalmente sus tierras empobrecidas para insertarse en estos mercados de trabajo precarizado. Para ahorrar ingresos y regresar a hacer "mejoras" a sus parcelas y hogares de origen, trabajan casi todos los miembros del hogar. Con ese afán, sacrifican la alimentación de calidad y para satisfacer su desgaste calórico, combinan alimentos propios de su cultura, con alimentos y bebidas procesados disponibles en los centros de abasto cercanos. Después de las largas jornadas en el campo, algunas mujeres deben continuar con el segundo turno doméstico en los campamentos donde se asientan los trabajadores con sus familias. Otras mujeres ajustan sus horarios levantándose antes, y/o lo interrumpen para llevar los almuerzos a los campos agrícolas semitecnificados o tecnificados. Por lo general, ellas preparan el nixtamal, muelen a mano y echan la tortilla, preparan sopas y distribuyen los alimentos, con las mismas costumbres discriminatorias de su lugar de origen, pero con la salvedad de que no están en sus cocinas y se encuentran apartadas de las redes sociales que cumplen con funciones de ayuda mutua. Ahí se encuentran compartiendo con otros hogares el fogón, la estufa o el anafre, pero además conviven con enfermedades asociadas con la explotación de la mano de obra y el uso inadecuado de agroquímicos. Estas localidades transeúntes no limitan la reproducción de relaciones de género asimétricas y jerárquicas, por lo contrario, permiten que las mujeres y los niños sean más vulnerables al maltrato (Lara, 2003 y Velasco, 2000).

Los ingresos y créditos de inversión para las mujeres a corto, mediano, y largo plazo son un eje importante para mejorar la economía rural. En los países en desarrollo las mujeres, incluso en los casos en que hacen las veces del cabeza de familia, no gozan de plena personalidad jurídica, que les habilitaría para la obtención de créditos. Este acceso limitado, cuando no totalmente inexistente, a los servicios financieros rurales dificulta los esfuerzos de la mujer por mejorar o ampliar sus actividades agrícolas a fin de obtener ingresos en efectivo (FAO, 1996).

Se sigue insistiendo en que la falta de acceso a los recursos productivos es la causa principal de la inseguridad alimentaria, y que esta limitación afecta más a las mujeres porque deben seguir alimentando a su familia con tan sólo el control del 5% de los recursos productibles (Freitas, 2006). Sin embargo, tener acceso a los recursos tampoco es garantía de superar el hambre y la inseguridad alimentaria. Por ejemplo, en el caso de México, se sabe que 17% de los posesionarios de parcelas ejidales son mujeres, pero eso no significa que tienen el control sobre las parcelas ni sobre su usufructo, pues más de la mitad de las posesionarias son mayores de 60 años, cuya edad las limita para gestionar créditos y otros recursos productivos (Vázquez, 2001), y además se sabe que a pesar de su posesión, muchos productos obtenidos del trabajo en las parcelas son habitualmente vendidos por los hombres (Vizcarra, 2002).

Depender de ingresos o recursos monetarios para acceder a los alimentos a partir de la compra en comercio global, antes que el autoabastecimiento, la producción local y nacional, en definitiva no puede llamarse seguridad alimentaria, precisamente porque no existe la capacidad para decidir libremente sobre qué comer y cómo proveer la comida sin arriesgar otras necesidades. Se trata de llegar a la vida con suficiencia, y no de luchar por una vida en condiciones de subsistencia.

 

c) Vivir para existir

Los conocimientos especializados de las mujeres en relación con los recursos genéticos aplicados a la agricultura y la alimentación hacen de ellas custodias esenciales de la diversidad biológica. La FAO invita a las instituciones a reconocer la utilidad de aprender de los conocimientos locales de las mujeres con miras a proteger y mantener el medio ambiente, tal y como lo recomienda la Agenda 21 en su apartado de Mujer en el desarrollo sustentable, pues el agua, el bosque, la tierra y la biodiversidad están presentes en muchos niveles de la vida de las campesinas (FAO, 1996).

En la década de 1990 se realizaron varios estudios sobre género y medio ambiente. En ellos se observa que cuando las mujeres tienen un acceso restringido a los recursos, las consecuencias tienen implicaciones en sus hogares y en las comunidades.15 Una de las implicaciones tiene que ver directamente con la seguridad alimentaría, pues para conseguir y preparar los alimentos en los hogares rurales, se requerían varios recursos estratégicos obtenidos localmente, tales como leña u otros del medio, agua, hierbas o plantas y raíces, frutos, tierra para cultivar y el saber local, y cualquier limitante en uno o varios de estos recursos ponía en riesgo su alimentación diaria. Ciertamente surgían respuestas creativas femeninas para hacer frente a las eventualidades, pero en la actualidad estos econichos son más frágiles que hace 50 años, y su fortalecimiento o protección no depende de las mujeres directamente, pues sabemos que éstos pertenecen a un sistema ecológico más amplio de dimensiones globales. Si cualquier cambio climático afecta directa o indirectamente los ecosistemas locales, entonces ¿por qué hacerlas ahora responsables y guardianas del "jardín"? (Prabhakar, 1993), y ¿qué sucede si este "jardín", además se encuentra en un área protegida o en reserva natural? Tomemos el caso de México como un ejemplo para dimensionar este cuestionamiento.

En su trabajo, Velázquez (2005) muestra cómo el uso y manejo de los recursos forestales de las selvas y bosques tropicales, están determinados por las relaciones de género socialmente construidas en las comunidades forestales, donde las mujeres ven reducidas las posibilidades de subsistencia familiar debido a su limitado acceso a lo recursos, mientras que los hombres ven reducidas las posibilidades de la explotación de los recursos maderables cuando sus comunidades quedaron ubicadas en áreas naturales protegidas. Por su parte, Vázquez (2002) menciona que la desigualdad cultural de los géneros es un mecanismo efectivo en la regulación del acceso y control de los recursos críticos para la subsistencia familiar en la Zona de Protección Forestal de Los Tuxtlas. Su eficiencia se basa principalmente en la legitimación de la posesión de la tierra, donde los hombres han tenido claras ventajas, aunque limitadas también en cuanto al libre uso de ellas. En ambos casos, se observa que son pocas las posibilidades de tener acuerdos de reciprocidad e igualdad en el acceso a los recursos entre los géneros y que éstos se complican cuando ambos géneros se someten a las mismas limitantes legales, dándose así cabida a competencias desleales que afectan a los medios de subsistencia y por consiguiente a todas las poblaciones que habitan estas áreas.

En áreas protegidas o no, cada vez más lo hogares dependen también de los ingresos extra–agrícolas para comprar alimentos básicos y/o complementarios. Con la entrada de ingresos al hogar y a las comunidades, también se ha generado el establecimiento de tiendas que abastecen a la localidad de alimentos y menesteres domésticos industrializados. El consumo de éstos ha traído entre otras consecuencias, la generación de basura no biodegradable, la cual se ha incorporado al paisaje rural y conurbano. En algunos casos esta basura es usada como combustible, expidiendo gases tóxicos, pero mucha de ella —como plásticos y latas de aluminio— se va incorporando al paisaje rural, en las parcelas, en los caminos, en los ríos y lagos, en las casas. A estos contaminantes habrá que agregarle los residuos de pesticidas, insecticidas, herbicidas y fertilizantes que no son incorporados debidamente a las parcelas. De lo anterior cabría preguntarnos ¿qué significa proteger la biodiversidad y la diversidad cultural ante las contingencias restrictivas en todas sus dimensiones (globales, regionales, nacionales y locales) para asegurar los medios de la reproducción? Es obvio que para salir del pesimismo necesitamos más respuestas integrales, que no vean la realidad fragmentada ni como reducto de pobreza. Pero al menos sabemos que las prohibiciones o restricciones a unos afectan a todos en su conjunto.

 

d) Hoy comemos, mañana también

Al igual que el PNUD (1997) y el DWAN (1992), la FAO (1996) declara que ninguna de las acciones para incorporar a las mujeres a las políticas de seguridad alimentaria, puede funcionar sin una adecuada y sostenible educación y capacitación de las mujeres. Por lo que se propone una amplia campaña de educación/extensión/comunicación, que incluye alfabetización, instrucción sobre métodos de autogestión, además que será parte de la investigación participativa. Con estas acciones y junto con un paquete de salud básico (vacunas, seguimiento antropométrico, suplementos alimenticios, control de la natalidad, etcétera) se presume que habrá a mediano y largo plazo, una mejora sustancial en la salud y alimentación de ellas y sus familias.

Con la creencia de que el trabajo doméstico–agrícola femenino es extensible y de fácil acomodo, muchos programas sociales y de desarrollo rural proponen proyectos productivos con amplios objetivos que ocupan un tiempo valioso de las mujeres, generando con ello que estas mujeres realicen hasta triples jornadas (en el caso de que estén encargadas de otras responsabilidades comunitarias). El resultado es un recurrente fracaso de los programas que absorben mucho más tiempo y responsabilidad del que las mujeres puedan comprometerse. Son fracasos anunciados porque los programas ofertados vienen desde arriba y no de la base femenil quien conoce sus limitantes y necesidades reales (Pineda et al., 2006).

 

PROGRAMAS SOCIALES PARA ALIVIAR EL HAMBRE Y LA POBREZA

Desde finales de la década de 1990, la política social de los países del Sur, asumió que la inseguridad alimentaria asociada a la pobreza, tenía que ser atendida en el marco de la economía neoliberal. Es decir, dejar libre el terreno de la producción, transformación, distribución y consumo alimentario a los grandes consorcios mundiales que regulan los mercados globales. En ese sentido, la seguridad alimentaria se redujo a la protección social de los más pobres de los efectos emanados de las políticas de ajuste y liberación. Entre los programas que emergen de esta política se encuentran los asistenciales o compensatorios, los cuales tienen como objetivo apoyar a las familias para que puedan ampliar las oportunidades de mejorar sus condiciones de vida y por consecuencia se asume que superarán las crisis de hambre e inseguridad alimentaria.

Así, bajo un esquema de superación de la pobreza y del hambre por medio del aumento de los indicadores de desarrollo humano (escolaridad, salud, nutrición, esperanza de vida, fecundidad e ingresos), los programas de asistencia social en América Latina han diseñado mecanismos que atienden únicamente a las poblaciones más pobres, siendo algunos de ellos el de transferencias monetarias directas condicionadas, y el de la responsabilidad compartida entre el Estado, la sociedad civil y los beneficiarios. Estos programas pretenden además tener una cobertura amplia empleando una metodología (todavía imprecisa) de focalización de la población objetivo (Villatoro, 2005). De esta manera, con las transferencias monetarias (50–80 dólares mensuales por hogar), estos programas tratan de mejorar el consumo alimentario de los hogares que viven en extrema pobreza (con menos de un dólar al día) y/o se encuentran desempleados (por lo general estos hogares se ubican en el medio rural y en las zonas periurbanas).

Entre los programas que surgen con estas característica, aunque con sus variaciones políticas y territoriales, se identifican: Oportunidades (antes Progresa) de México instaurado desde 1997, Bolsa Familia (del proyecto Fame Zero) de Brasil, impulsado por el presidente Lula da Silva en 2001, jefas y jefes de hogar en Argentina; Bono de Desarrollo Humano de Ecuador y Chile Solidario (2005) antes Fondo de Solidaridad Social e Inversión Social de Chile (1990).16

Su carácter condicional se centra en dos componentes obligatorios: educación y salud. El primero consiste en becas en efectivo destinadas a niños de primaria, en ocasiones se extiende hasta la escuela secundaria, y en algunos programas se da una mejor beca a las niñas, para que asistan regularmente a la escuela y no abandonen sus estudios. Si bien la matrícula escolar ha aumentado, en los hogares donde las niñas tienen una importante presencia en las actividades domésticas, su inserción escolar las ha obligado a realizar desde temprana edad la doble jornada, pues sus deberes no desaparecen por el hecho de asistir a la escuela (Villatoro, 2005 y Villareal et al., 2008).17 Otro aspecto que se revela en las evaluaciones de estos programas de transferencia condicionada es que la educación que reciben las/los beneficiarios en las escuelas de las poblaciones rurales y pobres ha sido de dudosa calidad, comparada con las escuelas donde asisten niños y niñas con mejores niveles de ingreso se observan claras diferenciaciones sociales. A mediano y largo plazo, estas diferencias se traducirán en reducidas oportunidades de empleo bien remunerado para los pobres ya escolarizados (Veras, 2007; Veras y Britto, 2008; Villareal et al., 2008). Esta situación puede provocar que estas generaciones continúen accediendo a los empleos precarios que sus padres tenían sin escolaridad, y de no cambiarse el mercado laboral segmentado por género será más punible para los trabajos de las mujeres.18

El componente salud está asociado con el de nutrición, el cual consiste en llevar un cuadro básico de salud a partir de sus visitas médicas de revisión del crecimiento y desarrollo a los menores de cinco años, vacunación; exámenes para la detección de enfermedades sexuales transmisibles y cáncer cérvico–uterino, suplemento nutricional y alimenticio a las madres embarazadas y lactantes, y atención especial a la población infantil que presenta desnutrición; algunos programas exigen también el control natal para recibir los beneficios. Para el caso del programa Progresa–Oportunidades, las mujeres–madres además deben asistir a una serie de pláticas que dicta el programa sobre: higiene y sanidad, salud reproductiva y preventiva, alimentación y nutrición, equidad de género, entre otras (Vizcarra y Guadarrama, 2007).

Para acceder a los bonos, becas y transferencias, deben cumplirse cabalmente los compromisos contraídos con los programas: asistencia regular a las escuelas, tener notas aprobatorias; llevar el paquete básico de salud y participar en todas las pláticas. El incumplimiento de alguno de estos compromisos puede provocar la suspensión temporal o definitiva del programa para las familias beneficiadas.

Otra característica que tienen en común estos programas, son las beneficiarias. En efecto, son las mujeres jefas o no del hogar y madres quienes son asignadas, responsables y receptoras de las transferencias, ya sea por que lo dicta una regla del programa o porque se asume en la práctica su papel de responsable del bienestar familiar. Esto implica que deben cumplir las obligaciones contraídas con el programa. Bajo estas presiones, difícilmente muchas de ellas tendrán tiempo para realizar actividades que le contribuyan a obtener seguridad alimentaría por la vía de la producción, de la reactivación de la agricultura campesina y del ingreso propio, fruto de su trabajo (Molyneux, 2006).

 

CONSIDERACIONES FINALES

La necesidad de considerar la satisfacción alimentaria tanto a largo como a mediano y corto plazo no puede ser posible sin una reforma estructural de la economía política y de las relaciones de poder y dominación, porque al perpetuarse en los hogares, fracturan la sociedad y el ambiente. De un lado, es insuficiente tener políticas emergentes y asistenciales porque éstas otorgan soluciones a corto plazo. Cierto, actúan como paliativos para mitigar los efectos de la pobreza pero no logran eliminar los problemas de origen (concentración de la riqueza, mala distribución del ingreso, falta de prioridad a políticas agropecuarias para la mayoría de los productores de subsistencia o de bajos ingresos). Por otro lado, limitarse sólo a políticas emergentes, compensatorias y asistenciales, tampoco es conveniente, pues al continuar con los modelos neoliberales no se detendrá el desempleo, la concentración del ingreso y el deterioro ambiental, por lo que no sólo la pobreza prevalece sino que sus consecuencias se multiplican en las desigualdades sociales y de género.

Por lo general, estos programas no logran acoplarse con políticas de seguridad alimentaria ni de bienestar social, si bien suelen cubrir algunos servicios básicos no se concentran en la inversión del capital humano. Ofrecen servicios limitados y condicionados que obstaculizan el ejercicio de la ciudadanía, de los derechos y el desarrollo de capacidades. A la par, en estos programas no se discuten ni se tienen espacios de debate y reflexión sobre los cambios en las dimensiones subjetivas de la vida de las mujeres cuando son receptoras de las transferencias y coresponsables del éxito de los programas. Por el contrario, la presencia social que se les otorga a las mujeres pobres en estos programas, no sólo vuelve a colocarlas en los roles tradicionales de la división sexual del trabajo, sino que además son sometidas a las nuevas relaciones de sujeción impuestas por las instituciones de corte patriarcal al contraer otras responsabilidades con el Estado mediante sus programas. Todo ello reduce las posibilidades de que las mujeres sean reconocidas como actoras sociales, obteniendo así el estatus ideal para el logro de su empoderamiento; es decir, del acceso al poder por la vía de la autonomía, libertad, autoafirmación y reconocimiento social.

Para la perspectiva de género es importante tener una visión no androcéntrica del trabajo productivo y reproductivo dentro de las políticas sociales de combate a la pobreza, pues las desigualdades sociales que generan la sobrecarga de trabajo y las responsabilidades de las mujeres pobres, así como su participación marginal en la agencia política para salir de su condición desigual, no pueden ser comprendidas sin tomar en consideración aquellas interacciones dinámicas que existen entre el trabajo remunerado (mercado de trabajo formal e informal) y no remunerado (trabajo doméstico ampliado) (Carrasco, 1999). En primera instancia, porque son las mujeres quienes distribuyen su tiempo entre ambas actividades o se desplazan continuamente de una a otra, modificando relativamente las relaciones de género en el hogar. Al dimensionar estas dinámicas cotidianas en el terreno de las desigualdades sociales (distribución desigual de cargas y penurias), se tendrá una comprensión más cercana a la realidad sobre los procesos sociales que estructuran el acceso a determinados niveles de ingreso, derechos, y capacidades para enfrentar las carencias materiales y no materiales.

En segundo lugar, se sabe que la participación activa de las mujeres y el aumento de su poder, no sólo a partir de educación y empleo remunerado, sino sobre todo por medio de su participación o agencia en la política pública y en las organizaciones civiles, así como en los logros de su acción, han sido bastante eficaces para promover los cambios culturales y sociales y así erradicar las desigualdades (Sen, 2002). Por ello, una visión no androcéntrica de las desigualdades sociales debe proponer acciones públicas para reducir las asimetrías entre los géneros, pero no sólo expresadas en falta de oportunidades para acceder a recursos económicos (productivos), culturales (capital humano), sociales (bienestar) y políticos (toma de decisiones), sino sobre todo en términos de acceso desigual al poder derivado del proceso de la segregación simbólica entre hombres y mujeres que concurren en un desgaste de la condición humana. Es decir, a medida de que se reproduzcan las desigualdades entre los géneros, las diferencias entre ambos seguirán existiendo; sin embargo, las penalidades hacia las mujeres, se extenderán o desencadenaran hacia los hombres, trastocando el bienestar social de ambos con sus significativas desventajas para las mujeres.

Las desigualdades sociales y de género no dejan de ser los problemas a vencer, las mujeres siguen viviendo explotación en todas sus formas, domésticas, sexuales, económicas y hasta políticas. Se pude decir que la exclusión basada en la visibilidad social y en la invisibilidad política (negación de presencia y de participación) es una de las formas más perversas de las desigualdades sociales que imposibilitan el cambio social.

 

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NOTAS

1 Clasificar los países en dos hemisferios geopolíticamente ideológicos: países del Norte (Europa Occidental, Canadá y Estados Unidos) y países del Sur (Asía, América Latina y África), sólo tiene la intención de retomar la nominación que se le da a las mujeres rurales que no viven en países desarrollados en los discursos aún vigentes en algunas cumbres mundiales. En ocasiones, este documento se referirá también al Tercer Mundo para ser consecuentes con los discursos y programas que le dan visibilidad a las mujeres pobres.

2 El género se refiere al constructo social basado en relaciones de poder que designan lo que es ser mujer y ser hombre en un contexto específico. Acerca de la construcción social y cultural del género, véase a De Barbieri (1992), Lamas (1996) y Lagarde (1990).

3 Este fenómeno comenzó a inquietar a las estudiosas feministas cuando la Organización de las Naciones Unidas (ONU, 1980) dio a conocer que a finales de la década de 1970, 50% de la población mundia eran mujeres, que 60% de las horas de trabajo, a escala mundial, es realizada por mujeres; que sólo devengan 10% de la renta mundial, que las mujeres sólo poseen 1% de la propiedad a escala mundial, entre otros indicadores que demostraban las desigualdades sociales entre hombres y mujeres. A casi tres décadas, estas cifras parecen reforzar la pobreza femenina en lugar de erradicarla. Según el informe del PNUD (2005), de los 1 300 millones de personas que viven en extrema pobreza en el mundo, 70% son mujeres; 66% de las personas adultas analfabetas, son mujeres. En Asia, 50% del analfabetismo es femenino, mientras que en África 70% de analfabetas son mujeres; Similares porcentajes se aprecian en el campo de la educación infantil: dos terceras partes de quienes desertan antes de finalizar los estudios básicos, son mujeres; 80% de los refugiados en el mundo son mujeres con familia a su cargo, sobre todo personas mayores, niños y niñas. También se destaca que el trabajo femenino es menos valorado y peor pagado que el de los hombres y que en América Latina, de 100 horas trabajadas, las mujeres hacen 67 y, sin embargo, disponen sólo del 9.4% de los ingresos.

4 Núñez et al., enlistan las siguientes desigualdades para las mujeres que inciden en una mayor pobreza y vulnerabilidad social: la negación al acceso a los recursos y bienes (tierra, vivienda, créditos, poder); asignación de trabajos a mujeres en función de su sexo (doméstico, cocineras, costureras, cuidadora de niños, prostitución), así como las condiciones que se enfrentan a ellos; las remuneraciones que perciben por estos trabajos son las más bajas y están determinadas por su valor social; las responsabilidades femeninas de no descuidar a los niños, discapacitados y adultos mayores; falta de acceso a la educación y a la salud; la escasa participación política y la limitada autonomía personal, así como la violencia familiar y sexual de la que son objeto (2004:23).

5 Véase el sitio http://www.iged–madagascar.org/ para observar las denuncias de marginación de las mujeres en diferentes procesos de producción de las grandes compañías maquiladoras agroalimentarias.

6 La momentánea se refiere a un deseo normal por comer, es la sensación provocada por la privación de alimento en un periodo corto y que desaparece en el momento de ingerir alimentos. El hambre aguda es la urgencia de alimentarse, e implica un gran apetitito donde la ingesta de alimentos nunca es suficiente para satisfacer el deseo. El hambre crónica se refiere a la deficiencia energética en el consumo diario de alimentos (Monteiro, 2003).

7 El trabajo de Sen que le valió el premio Nobel de Economía en 1998, se basa en que la pobreza no se limita a su medición en las carencias esenciales o de primera necesidad como es la alimentación, sino sobre todo a las capacidades que tiene todo ser humano para poder decir y ejercer su elección personal de cómo vivir. Según Sen (1999), las capacidades se enfocan en la libertad positiva, es decir la capacidad real de una persona de ser o de hacer algo al vivir, en cambio la libertad negativa, la que es común en toda economía, se centra simplemente en la no interferencia. Así por ejemplo, en la hambruna de Bengala, la libertad negativa de los campesinos para comprar alimentos no se vio afectada, pero murieron de hambre porque no eran libres (positivamente) para hacer cualquier cosa para alimentarse, ni escapar de la muerte. Para ampliar más ejemplos prácticos del concepto de capacidades, véase el trabajo de Nussbaum (2002).

8 La desnutrición se define como un estado patológico de distintos grados de severidad y diversas manifestaciones clínicas, ocasionado por la asimilación deficiente de los alimentos por el organismo (Gómez, 1987). La mala nutrición que resulta del consumo deficiente de alimentos o nutrimentos se conoce genéricamente como desnutrición, la cual involucra determinantes biológicas, socioeconómicas y culturales (UNICEF, 1998). La desnutrición se puede deber a la falta de ingesta de micronutrientes (vitaminas y minerales) y no así de macronutrientes (hidratos de carbono, proteínas y lípidos), o a la insalubridad en el manejo de los alimentos y/o a la presencia de enfermedades infecciosas y crónicas gastrointestinales y respiratorias (Monteiro, 2003).

9 El estudio de Vaughan (1987) es uno de los pioneros que incorpora la perspectiva de género para mostrar cómo las mujeres en Malawi sufrieron discriminadamente las hambrunas de su país en diferentes procesos históricos. Vaughan concluye que sin esta perspectiva, difícilmente se hubieran observado las consecuencias reales de las hambrunas sobre las estructuras sociales, productivas y políticas del país.

10 Por ejemplo, Hernández Triana (2004) calcula que para América Latina las recomendaciones de ingesta de energía diaria para mayores de 18 años con actividad moderada deben ser, para hombres, 3 067 kcal., y para mujeres, 2 403 kcal. A diferencia de la recomendada para todos los individuos del mismo grupo por el Comité de Expertos de la FAO/OMS/UN de 2 944 kcal. para hombres y para las mujeres 2 640.

11 Las necesidades calóricas o de energía son definidas como la dosis de energía que compensa el gasto energético, manteniendo una composición corporal y un grado de actividad compatible con un estado duradero de buena salud (evitando el déficit y el exceso) (FAO/OMS/NU, 1985).

12 La obesidad es una enfermedad crónica caracterizada por un exceso de tejido adiposo (Mancha, 2002), que condiciona la existencia de otros trastornos metabólicos y se relaciona con importantes riesgos para la salud (Suskind et al., 2000).

13 Estas declaraciones fueron extraídas de [www.fao.org/genero/].

14 Una gran parte de los hogares rurales pobres han venido dependiendo gradualmente del ingreso extra–agrícola para acceder cada vez más a nuevos bienes de sustento, pero también es cierto que la agricultura campesina aportaba alimentos valiosos a su dieta, como el maíz, el frijol, habas, hortalizas, hongos arvenses, aves de corral y otros derivados. Alimentos que provenían de actividades femeninas (Vizcarra, 2002).

15 Ente los trabajos pioneros sobre ecofeminismo, véase a Mies y Shiva (1992). Sobre mujer, desarrollo sustentable y medio ambiente referirse a las obras de Braidotti (1994) y Hombergh van Den (1992), sobre la propuesta de la ecología política feminista véase Rocheleau et al. (1996).

16 Para mayor información de cada uno de los programas, consúltese para Oportunidades [http://www.sedesol.gob.mx]; para Bolsa Familia de Fome Zero [http://www.brasil.gov.br]; para Argentina [http://www.trabajo.gov.ar], para Ecuador [http://www.pps.gov.ec], y para Chile [http://www.chilesolidario.gov.cl].

17 Véanse también los avances y resultados de los objetivos del Milenio para 2008 [http://www.un.org/spanish/millenniumgoals/pdf/MDG_Report_2008_SPANISH.pdf].

18 Para ampliar la información sobre diferentes resultados de estos programas de transferencia monetaria a las familias para reducir su pobreza, así como para observar sus alcances en el ámbito de la educación infantil, véase Villatoro (2005), el trabajo compilado por Cohen y Franco (2006), así como el trabajo de Handa y Davis (2006).

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