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Argumentos (México, D.F.)

Print version ISSN 0187-5795

Argumentos (Méx.) vol.20 n.54 Ciudad de México May./Aug. 2007

 

Diversa

 

De la Guerra Fría al choque de civilizaciones: nacionalismo y milenarismo en la obra de Samuel P. Huntington

 

Felipe Campuzano Volpe

 

Universidad Autónoma Metropolitana–Unidad Xochimilco, Departamento de Producción Económica.

 

Resumen

En su larga trayectoria académica, S.P. Huntington ha realizado una obra que tiene gran relevancia en los debates contemporáneos de la ciencia política. En este ensayo se procuran dos lecturas: por una parte, se trata de comprender su obra en sus propios términos, identificando las ideas centrales y las orientaciones teóricas y políticas que dominan su pensamiento; por la otra, se intenta un análisis crítico de dichas ideas y orientaciones. El carácter abiertamente controversial y polémico del autor hace de la lectura de su obra un ejercicio estimulante para el pensamiento crítico y un referente ineludible en el debate acerca del desarrollo político y la democracia, la multiculturalidad y la política exterior estadounidense.

Palabras clave: desarrollo político, democracia, conflicto cultural, identidad nacional, política exterior estadounidense.

 

Abstract

In his extended academic trajectory, S.P. Huntington has produced a work that has unique relevance for the contemporary debates in political science. In this essay two readings are developed: on the one hand, the point is to understand his work in its own terms, identifying its central ideas and its theoretical and political orientation; on the other, the aim is to develop a critical analysis of these very ideas and orientations. The open controversial and polemic character of the author makes the reading of his work a stimulating exercise for critical thinking and an inevitable reference on the current debates about political development, democracy, multiculturalism and American foreign policy.

Key words: political development, democracy, cultural conflict, national identity, American foreign policy.

 

ANTECEDENTES

La obra de Samuel P. Huntington (1927) destaca en el escenario de la ciencia política norteamericana por la actualidad de sus temas y por la defensa sistemática de lo que él considera como el proyecto histórico de la sociedad estadounidense. En diversos artículos y entrevistas, a lo largo de su prolífica vida académica, Huntington se define a sí mismo como un "conservador realista". En contraste con el idealismo moral que a su juicio ha predominado en la política norteamericana, su preocupación básica es la preservación de la identidad nacional y las instituciones de su país. Considera que éstas se basan fundamentalmente en la cultura anglo–protestante y el credo político de sus fundadores, que le han dado a los Estados Unidos un carácter excepcional en la historia de Occidente.

Uno de los rasgos sobresalientes de su trayectoria es su rechazo a toda forma de ambigüedad. Huntington asume siempre la necesidad intelectual de simplificar, de adoptar posiciones claras y tajantes, teórica y políticamente, posiciones que en su caso se sintetizan en un conservadurismo sin concesiones. Esta disposición lo convirtió, desde la publicación de su primera obra, en una figura controversial y ampliamente rechazada, particularmente durante la década de 1960, por las corrientes liberales y de izquierda que por entonces dominaban el medio académico norteamericano. Por sus posiciones políticas y su desempeño como asesor gubernamental, Huntington ha padecido todo tipo de hostigamientos, desde la proliferación de adjetivos que lo ligan al fascismo y al pensamiento reaccionario, hasta las agresiones personales y familiares. No obstante, esto no ha menguado su empeño académico ni la firmeza de sus convicciones; por el contrario, cada una de sus obras ha venido a provocar nuevos y más enconados debates.

El propósito del presente ensayo consiste en realizar una revisión general de su obra, procurando realizar dos lecturas básicas. Por una parte, se procura comprender la lógica propia de sus interpretaciones, es decir, hacer una lectura que valore en sus propios términos tanto la importancia de los temas que aborda como la consistencia teórica y política con que plantea sus posiciones. La relevancia de su obra difícilmente puede sobreestimarse, puesto que trata un conjunto de temas centrales a la política interior y exterior de los Estados Unidos que, por añadidura, son también básicos para el análisis del desarrollo en América Latina y otras regiones del mundo. Por la otra, es imprescindible también realizar una lectura crítica que muestre las limitaciones metodológicas y las tendencias políticas de su interpretación que, como se ha señalado, se asumen de manera expresa y combativa.

En este sentido, es importante empezar por señalar que sus ideas difícilmente pueden asociarse a una visión fascista o antiliberal; Huntington asume con pasión la defensa de un liberalismo ortodoxo. Aunque en términos estratégicos, y particularmente en materia de política exterior, su visión asume las exigencias de un autoritarismo pragmático, en materia de principios, su orientación es siempre liberal y democrática, dentro del marco de los valores y principios de la Constitución estadounidense. En cuanto a su filiación política, Huntington ha sido tradicionalmente un demócrata, que en su juventud profesó una gran admiración por F.D. Roosevelt. Sin embargo, la misión intelectual que se ha propuesto lo coloca, como se verá, en una posición sumamente compleja y contradictoria. Por una parte, asume una actitud moralista y cuasi religiosa, propiamente maniquea, donde no hay más que dos posiciones extremas: la causa del Bien, equivalente a la defensa de los valores e instituciones de la sociedad estadounidense; o la causa del Mal, es decir, todo aquello que pudiera atentar contra dichos valores. Esta dicotomía se expresa en términos prácticos. En cuestiones de política interna, donde prevalece el imperio de la ley y el respeto al estado de derecho, debe regir el más estricto puritanismo, fuente religiosa originaria de la cultura anglosajona. Pero en cuestiones de política exterior, por el contrario, donde no existe el derecho ni la ley, debe prevalecer el pragmatismo y la fuerza militar. En otras palabras: en el ámbito de la política interior debe prevalecer un profundo respeto a los principios morales asociados al liberalismo, mientras que en materia de política exterior se impone un pragmatismo maquiavélico y un mundo hobbesiano dominado por el principio de la fuerza y el temor. En el terreno de las relaciones internacionales todo se justifica, sin importar el carácter moral de los medios, siempre que el fin sea correcto.

En un sentido más amplio, su defensa a ultranza de lo que considera el destino histórico de los Estados Unidos, lo conduce a una posición no muy lejana al milenarismo cristiano, en el que los Estados Unidos representa la realización del Reino de Dios en la tierra, a la manera de los milenaristas ingleses del siglo XVII. Las amenazas del comunismo y el fascismo, que predominaron durante la mayor parte del siglo XX, han sido reemplazadas por los amagos del terrorismo islámico, la inmigración hispánica y el avance de las culturas asiáticas. Para garantizar el triunfo del Destino Manifiesto de los Estados Unidos, para asegurar la preservación de la identidad nacional americana, es indispensable derrotar a estos nuevos enemigos. El conservadurismo realista que Huntington predica considera precisamente la necesidad de imponer los intereses y el proyecto de la sociedad norteamericana, que han sido bendecidos por la convergencia de la cultura anglosajona y el liberalismo. Esta reivindicación extrema del Destino Manifiesto, en su versión contemporánea, reclama no sólo el derecho divino al expansionismo que caracterizó la historia norteamericana en el siglo XIX, sino que se proyecta a nivel mundial, en un mundo en el que el Mal encarna positivamente en aquellos que amenazan la cultura y las instituciones estadounidenses.

En una primera etapa de su obra, Huntington se ocupó fundamentalmente de las relaciones entre el poder civil y las fuerzas armadas, los problemas de la modernización política en los países en desarrollo, del orden político y la gobernabilidad, de las condiciones y tránsitos entre autoritarismo y democracia. En una segunda, ha abordado otros dos temas básicos: el conflicto de las civilizaciones como nueva coordenada del orden mundial y los problemas del multiculturalismo y la identidad nacional. Difícilmente podríamos pensar en asuntos más significativos para el pensamiento contemporáneo, estratégicos para el desarrollo de cualquier país y de la comunidad internacional.

Nacido en la ciudad de Nueva York en 1927, en el seno de una familia de clase media de Queens, y luego de transitar por Yale y la Universidad de Chicago, y obtener su doctorado en Harvard, en 1951, Huntington inicia una brillante carrera que tiene desde sus inicios una doble vertiente: como académico y como consultor gubernamental. Pronto destaca como investigador y su obra, que se extiende ya por más de cincuenta años, ha marcado sin duda la historia de la ciencia política norteamericana. Sin pretender un listado exhaustivo, conviene destacar aquí sus trabajos más importantes. Su primer título, The Soldier and the State,1 se publica en 1957 y genera una enconada polémica que lo marca desde entonces como un conservador y derechista; luego aparece, en 1968, Political Order in Changing Societies,2 que es quizá su obra más importante e influyente; destaca luego, en 1970, Authoritarian Politics in Modern Society,3 que editó en colaboración con C.H. Moore; en 1975, con M. Crozier y J. Wanatuki, publica The Crisis of Democracy,4 un reporte sobre la gobernabilidad de las democracias para la Comisión Trilateral; en 1990, publica The Third Wave: Democratization in the Late Twentieth Century,5 obra que representa un giro en sus posiciones políticas puesto que asume una perspectiva más optimista respecto a la consolidación de la democracia en el mundo. Luego aparece, en 1996, The Clash of Civilizations and the Remaking of the World Order,6 uno de sus trabajos con mayor resonancia, puesto que anticipó la importancia del conflicto cultural y, de alguna manera, los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001. Por último, su obra más reciente, Who Are We? The Challanges to America's National Identity,7 publicada en 2004, en la que se aborda fundamentalmente la problemática de la cultura y la identidad nacional americana.

Por otra parte, Huntington se inclina desde muy temprano por fincar su carrera como consultor gubernamental y logra una posición destacada en este terreno.8 Desde 1966 se desempeña como miembro y funcionario de diversas agencias e institutos de las grandes burocracias gubernamentales y privadas, sea la Secretaría de Defensa, el Departamento de Estado o la Comisión Trilateral. Por ejemplo, entre 1966 y 1969 asume la Dirección del Consejo sobre Estudios Vietnamitas y es miembro del Grupo de Asesores sobre el Desarrollo del Sudeste Asiático; entre 1974 y 1976 forma parte del Comité sobre las Relaciones de Estados Unidos y América Latina; y entre 1977 y 1978 se desempeña como coordinador de Planeación en Seguridad, en el Consejo Nacional de Seguridad, dependencia directa de la Casa Blanca. En suma, desde la administración de Lyndon Johnson hasta los tiempos de Ronald Reagan, desde diferentes posiciones, Huntington puede considerarse como uno de los estrategas tanto de la Guerra de Vietnam como de la Guerra Fría, y sus análisis acerca de la política exterior estadounidense comprenden lo mismo el Sudeste Asiático y el Medio Oriente, que el Bloque Comunista o África y América Latina. No obstante, a pesar de este desempeño, es importante destacar que, en contraste con las trayectorias seguidas por sus colegas Kissinger y Brzezinski, Huntington antepuso su carrera académica a la del servicio público, continuando hasta la fecha con sus labores de docencia e investigación.9

En relación con el clima intelectual y político en que se desarrolla su obra, es importante señalar que la juventud de Huntington transcurre en el mundo de la posguerra, cuando se gestan las bases de la Guerra Fría. Los Estados Unidos se consolidan como potencia mundial y árbitro de la mayor parte de los conflictos internacionales. A las administraciones de Truman y Eisenhower les toca definir las posiciones norteamericanas en ese conflictivo e inestable mundo que siguió a la Segunda Guerra Mundial. La pugna entre los afanes expansionistas de la URSS stalinista y los intereses estratégicos de los Estados Unidos, luego de la crisis de Berlín en 1948, se convirtió en el conflicto internacional dominante en las décadas por venir. Cabe señalar también que fue en 1949 cuando la Unión Soviética realizó sus primeras pruebas atómicas para convertirse en un poder militar de carácter mundial. El triunfo de la Revolución Popular en China y la guerra de Corea vinieron a configurar, para los Estados Unidos, el amenazante escenario de una conspiración comunista internacional. A principios de la década de 1950, la retórica de John Foster Dulles, secretario de Estado de la administración republicana de Eisenhower, llegó a extremos peligrosos. Si bien la histeria anticomunista del Senador Joseph MacCarthy había sido medianamente contenida por Truman, con la llegada de los republicanos ésta asume nueva fuerza, hasta alcanzar, con los procesos de Alger Hiss, diplomático acusado de espionaje y declarado culpable en 1950, y de los Rosenberg, ejecutados en 1953, su desafortunado clímax. Así, Daniel Bell describe a la sociedad norteamericana de la década de 1950 como "una sociedad movilizada, movilizada contra el comunismo internacional".10

 

EL ORDEN POLÍTICO Y LOS PROBLEMAS DEL DESARROLLO

Es en este escenario que Huntington inicia sus estudios sobre el papel de las fuerzas armadas. En The Soldier and the State11 se plantea este tema, que tendrá también gran importancia en su estudio acerca de los países en desarrollo. Huntington establece aquí una distinción que constituye una de sus ideas centrales. La clase política norteamericana se ha inspirado generalmente en un idealismo liberal, con profundas raíces religiosas y morales, pero poco pragmático y realista. Este idealismo es el resultado de una historia nacional excepcionalmente benigna, por sus orígenes históricos y por el privilegio de su geografía. Sin embargo, esta visión resulta completamente inadecuada en el terreno de las relaciones exteriores, cuando se consideran las exigencias de defensa y seguridad nacionales. El mundo de las relaciones internacionales no se rige por la ley sino por la fuerza. Por ello, en el escenario que se configura al término de la Segunda Guerra Mundial, es absolutamente prioritario para los Estados Unidos fortalecer y profesionalizar sus fuerzas armadas, contar con un ejército que garantice la seguridad nacional. Es obvio que el espíritu y la lógica militar son contrarios a los valores liberales. No obstante, sólo un ejército profesional y poderoso puede asegurar la sobrevivencia de las instituciones norteamericanas.

El idealismo liberal ha conducido a una política exterior desastrosa, a un callejón sin salida. Por una parte, exalta el pacifismo y descuida el fortalecimiento de las fuerzas armadas; pero por la otra, enarbola la defensa de los principios universales y promueve aventuras militares insostenibles. Ante estos dilemas, Huntington se pronuncia por la necesidad de fortalecer al ejército. No descuida, sin embargo, la necesidad de asegurar también el control civil sobre el aparato militar. Las decisiones políticas deben estar siempre en manos civiles, pero el ejército debe ser capaz de ejecutar la acción bélica cuando la seguridad nacional y la integridad territorial corran peligro; cuando se trata de acciones militares para promover la libertad y la democracia en otras latitudes, los militares deben ser consultados para garantizar la posibilidad de la victoria. Los militares deben estar en contra de las cruzadas morales, pero deben ser capaces de garantizar la seguridad nacional. Desde esta primera obra, Huntington define su conservadurismo como una posición no reaccionaria, como una política pragmática y realista que tiene como prioridad garantizar la sobrevivencia de las instituciones liberales. Sin embargo, a finales de la decáda de 1950 esta exaltación del poder militar le gana un alud de denuestos, al grado que le es negada su definitividad en Harvard y debe buscar refugio en la Universidad de Columbia.12 Posteriormente, en 1968, en las primeras páginas de El orden político en las sociedades en cambio,13 Huntington plantea su visión de esos años:

Durante la década de los 50 y los 60, la incidencia numérica de los episodios de violencia y desorden político se incrementa en proporciones dramáticas en la mayoría de los países del mundo [...] La violencia revolucionaria, la insurrección y la guerra de guerrillas asolaron a Cuba, Bolivia, Perú, Venezuela, Colombia, Guatemala y la República Dominicana en Latinoamérica; a Argelia y Yemen, en el Medio Oriente; y a Indonesia, Tailandia, Vietnam, China, Filipinas, Malaya y Laos en Asia [...] El año de 1958 fue testigo de 28 insurrecciones guerrilleras prolongadas, cuatro levantamientos militares y dos guerras convencionales.14

Por si esto fuera poco, la década de 1960 sería, en el escenario estadounidense, una década de ruptura del consenso. La amenaza comunista ya se había desgastado; sin embargo, el problema racial se agudizó, dividiendo a la opinión pública, marcando el inicio de una larga lucha por los derechos civiles de la población negra. Además, el acelerado proceso de crecimiento económico trajo consigo otros problemas. Al recrudecimiento del conflicto racial vinieron a sumarse la revuelta juvenil y el movimiento contra la guerra de Vietnam. Se generó así un clima de profundas tensiones sociales, de falta de credibilidad gubernamental y de crisis en la identidad cultural norteamericana.

En su estudio clásico sobre los países en desarrollo, su preocupación principal radica en dos cuestiones. Primero, ¿cómo es posible conciliar los efectos de una rápida modernización con la exigencia de un orden político estable, cómo puede remediarse la crisis ocasionada por la modernización general, en sociedades cuyos sistemas políticos carecen de instituciones y estructuras de participación, de una cultura ciudadana moderna y de un grado aceptable de integración? Segundo, ¿cómo es posible corregir y orientar la política exterior norteamericana e influir en las elites gobernantes de los países en desarrollo, para lograr superar esta crisis, preservando a estos países de la influencia del comunismo? Huntington adopta expresamente el objetivo y las palabras de Maquiavelo acerca de "discurrir sobre los gobiernos de los príncipes, y aspirar a darles reglas".15

Lo más interesante de esta obra consiste en el esfuerzo que realiza el autor por establecer una teoría general del desarrollo político, basado en un amplio estudio de casos y regiones, mediante el análisis comparativo, pasando de un continente a otro y de una época a otra. Es notable la amplitud de su enfoque. Hay dos elementos que pueden destacarse y que expresan la hipótesis y el mensaje fundamental del trabajo. Se trata, primero, de la idea de una sociedad pretorianizada, concepto central que conduce a la conclusión de que las fuerzas armadas son el único actor capaz de construir instituciones políticas y garantizar el orden y la estabilidad. La convicción democrática de Huntington se consuela fácilmente: "En términos históricos, el orden siempre ha precedido a la libertad".16

Al iniciarse la década de 1960, los países sudamericanos más avanzados se encontraron inmersos en un proceso que Huntington describe como "pretorianismo de masas".17 La modernización económica había ocasionado un número considerable de cambios sociales: urbanización, educación, incremento de las expectativas sociales, repentina incorporación política de grandes sectores de la sociedad, nuevas organizaciones de masas y un mayor impacto de las ideologías políticas radicales. La sociedad en su conjunto estaba sometida a una tensión creciente y la inquietud y la inestabilidad política se generalizaban.

Una sociedad pretoriana surge precisamente en tales condiciones, cuando una "politización general de las fuerzas sociales" tiene lugar, en ausencia de un marco eficaz de instituciones políticas, capaces de mediar, legitimar y moderar los antagonismos.18 Cuando no existe un acuerdo general acerca de las fuentes de legitimidad política, ni mecanismos institucionales para ejercer la autoridad reconocida, las sociedades pretorianas experimentan un proceso de fragmentación del poder y, consecuentemente, se sitúan al filo del colapso total. Ante estas circunstancias, el asunto prioritario debe ser, no la "forma de gobierno" en sí misma, sino el "grado de gobernabilidad".19 Al no haber entendido esta premisa fundamental, la política exterior norteamericana se ha equivocado y ha generado situaciones potencialmente peligrosas.

De manera muy abierta y realista, citando convenientemente el "arte de la asociación" de Tocqueville y las ideas sobre el gobierno de Madison, Huntington empieza por resumir las lecciones recientemente aprendidas acerca de los países subdesarrollados sometidos a la pretorianización. La conclusión central consiste, como se ha dicho, en que un proceso acelerado de crecimiento económico no conlleva necesariamente a la estabilidad y a la democracia políticas sino que, con mucho mayor frecuencia, produce inestabilidad general. Las revoluciones son procesos terriblemente destructivos que surgen, no como resultado de la represión y la dictadura, como comúnmente se piensa, sino como resultado de periodos de bonanza y desarrollo. Es por ello comprensible que muchas veces la democracia y las elecciones no sean en verdad recomendables para el adecuado desarrollo político de los países atrasados. En realidad, los funcionarios a cargo de la política exterior estadounidense han basado sus programas en supuestos equivocados. Bajo la ilusión de su propia historia política, excepcionalmente benigna, dichos funcionarios han sido incapaces de comprender los verdaderos problemas de los países en desarrollo. En contraste, los comunistas han demostrado gran sensibilidad y efectividad en este terreno. Aquí, como en muchos otros pasajes, Huntington se revela como un atento lector de Lenin y como un estudioso de la revolución soviética. "La fuerza del comunismo no reside en su economía, irremediablemente anticuada [...] su característica más destacada es su teoría y práctica políticas, no su marxismo, sino su leninismo".20 Sin ocultar su admiración, reconoce que "el verdadero desafío que los comunistas plantean respecto a los países en desarrollo no consiste en que sean buenos para derrocar gobiernos (lo que es fácil), sino en que son verdaderamente buenos para construirlos (lo que es mucho más difícil)". Así, en una afirmación mucho más debatible, concluye: "mientras que los estadounidenses se han esforzado laboriosamente en reducir el atraso económico, los comunistas ofrecen a los países en desarrollo un método probado y demostrado de superar el atraso político".21

Es la retórica inicial de la Alianza para el Progreso lo que aquí se rechaza. Pero su posición va mucho más allá de esta autocrítica y de su interpretación del leninismo. Luego de considerar los síntomas y peligros de lo que ha descrito como "sociedad pretoriana", abiertamente invoca la tarea histórica a la que las fuerzas militares están destinadas. Si en una sociedad oligárquica el soldado es un radical, y en el mundo de las clases medias un participante y un árbitro, en las sociedades de masas el soldado está destinado a convertirse en "el guardián conservador del orden existente y en el constructor de instituciones".22 Para explicar el paradójico contenido revolucionario del conservadurismo, Huntington entra en galimatías y se plantea las preguntas siguientes:

¿Pero qué sentido tienen los conceptos de conservadurismo y radicalismo en una sociedad completamente caótica, en donde el orden debe ser creado a través de un acto positivo de voluntad política? ¿En tal sociedad quién es entonces el radical? ¿Quién el conservador? ¿No es el revolucionario el único verdadero conservador?23

Apenas resulta necesario señalar que estas ideas tuvieron una influencia significativa en la política exterior estadounidense hacia América Latina, durante la década siguiente, cuando se registró una nueva ola de autoritarismo en la región. Desde mediados de la década de 1960 y hasta 1976, los golpes militares se sucedieron en la mayoría de los países sudamericanos, dejando en ruinas la democracia en la región, cancelando el orden jurídico y atropellando todas las libertades y derechos, desatando una represión política criminal que tuvo altísimos costos sociales, que atropelló la vida y los derechos humanos de millares de personas para establecer una nueva forma de autoritarismo que desde entonces se conoció como el Estado Burocrático Autoritario. Todo ello bajo el patrocinio y la mirada complaciente del Departamento de Estado norteamericano, que proporcionó asesoría militar e ideológica, como quedó demostrado particularmente en el caso del golpe militar de 1973, en Chile, en contra del régimen socialista, democráticamente elegido de la Unidad Popular de Salvador Allende.

 

LOS PROBLEMAS DE LA DEMOCRACIA

En 1975 Huntigton publica, con M. Crozier y J. Watanuki, The Crisis of Democracy,24 en donde se procura un diagnóstico general del estado que guarda la democracia en cada uno de sus respectivos países, Estados Unidos, Francia y Japón. La hipótesis central del trabajo consiste en destacar que la democracia occidental atraviesa por una profunda crisis que obedece a tres factores principales: 1) sobrecarga de gobierno, 2) pérdida de legitimidad de la autoridad y el liderazgo, y 3) des–agregación de intereses. En resumen, Occidente está pagando las consecuencias del surgimiento de la democracia anómica, un sistema político basado en el consenso, pero carente por completo de visión y propósito. La sociabilidad misma está amenazada por "un espíritu contagioso de democracia", que tiende a socavar dos premisas básicas de cualquier organización social: la aceptación de las desigualdades en materia de autoridad y la confianza en el liderazgo. Además, la proporción creciente de la población que participa en actividades políticas, el surgimiento de muchos grupos sociales nuevos, la diversificación de sus necesidades políticas y de sus tácticas, las demandas y expectativas crecientes dirigidas directamente al gobierno, representan una "sobrecarga" para el sistema político y están en la base de la inflación, esa "enfermedad económica de las democracias". Por otra parte, el deterioro de los partidos políticos ha llevado a una peligrosa "desagregación de intereses" que amenaza al corazón mismo del sistema democrático: la formación del consenso. El repetido fracaso de los partidos para alcanzar mayorías electorales y parlamentarias ha dado lugar a crecientes dudas acerca de la gobernabilidad de las democracias.

En este texto, Huntington se preocupa por las consecuencias de la revuelta de la década de 1960 y del resurgimiento del igualitarismo, y se pronuncia por un retorno a los niveles necesarios de "apatía, marginalidad y auto–control". En radical desacuerdo con la conocida máxima que dice que "el único remedio para los males de la democracia es más democracia", concluye con la siguiente observación:

Nuestro análisis sugiere que aplicar tal remedio, por el momento, podrá muy bien ser como echar gasolina sobre el fuego. Por el contrario, algunos de los problemas de gobierno en los Estado Unidos hoy, provienen de un exceso de democracia [...] Un valor que normalmente es bueno en sí mismo no necesariamente se optimiza cuando se maximiza [...] Así, hay límites potencialmente deseables a la extensión indefinida de la democracia política. La democracia tendrá una vida más prolongada si tiene una existencia más balanceada.25

Luego de este balance tan pesimista, quince años más tarde, Huntington vuelve con uno de sus temas centrales: la teoría del desarrollo político. Su trabajo La tercera ola: la democratización a finales del siglo XX26 es un amplio estudio comparativo que propone una especie de historia moderna de la democracia occidental. El punto de partida es el amplio proceso de democratización que se inicia a mediados de la década de 1970. El prestigio del modelo democrático como forma universal y legítima de gobierno, asociada a la modernización económica, crece a partir de entonces. Se trata de un proceso que se inicia en Europa Meridional, que alcanza luego a América Latina, lo mismo que a Europa Oriental, China, Birmania o Filipinas. Se adopta, por supuesto, una definición formal de la democracia como un conjunto de procedimientos que garantiza la realización de elecciones libres en las que los ciudadanos seleccionan periódica y regularmente a sus gobernantes mediante el voto universal. En términos históricos, Huntington esboza un amplio proceso de expansión que ha experimentado tres grandes olas.27

La primera habría tenido lugar entre 1828 y 1926. Sus raíces se hunden en las revoluciones norteamericana y francesa, y se desarrolla a lo largo de casi todo el siglo XIX. Durante este largo periodo, aproximadamente 30 países lograron establecer instituciones formalmente democráticas. En este caso, las causas principales de este primer proceso global serían, en primer término, un amplio desarrollo económico, correspondiente con la industrialización capitalista; en segundo lugar, la confluencia de circunstancias sociales y políticas muy favorables en los países colonizados por los ingleses; y por último, esta primera ola se consolidó con el triunfo de los aliados en la Primera Guerra Mundial, que determinó la caída de los grandes imperios continentales. Sin embargo, a este primer avance le ha seguido un fuerte movimiento regresivo que tuvo lugar entre 1922 y 1942, de la marcha de Mussolini sobre Roma a la muerte de la República Española y la expansión del fascismo hitleriano en buena parte de Europa. En estos veinte años, 22 países sufrieron la implantación de diferentes tipos de regímenes autoritarios.28

La segunda ola es breve y se extiende de 1943 a 1962. Sus causas fueron fundamentalmente la victoria militar de las democracias occidentales en la Segunda Guerra Mundial y el proceso de descolonización que cobró nuevo impulso, además del efecto de demostración que estos hechos tuvieron. Un total aproximado de 25 países adoptaron el régimen democrático en este lapso. La contra–ola subsiguiente se produjo entre 1958 y 1975.

Entre 1960 y 1970 el movimiento mundial que se apartó de la democracia fue impresionante. En 1962, trece gobiernos eran producto de golpes de Estado en todo el mundo; en 1975, lo eran treinta y ocho. Este viraje fue particularmente brusco y visible en América Latina. En 1960, nueve de los diez países sudamericanos de origen español tenían gobiernos elegidos democráticamente; en 1973, solamente dos, Colombia y Venezuela, los tenían".29

Del golpe militar de Perú en 1962, a los golpes en Uruguay y Chile en 1973, una ola de autoritarismo barrió el subcontinente latinoamericano, generando incluso una nueva modalidad de dictadura militar que se ha denominado el Estado Burocrático Autoritario.

Pero el impulso democrático vuelve a surgir, en una tercera ola, a partir de 1974. En los quince años que siguieron, aproximadamente 30 países reemplazaron regímenes autoritarios por sistemas democráticos, a lo largo de Europa, Asia y América Latina. El primer escenario de esta ola fueron los países de Europa Meridional, con la caída de las dictaduras en Portugal, España y Grecia. Luego se manifestó con fuerza en América Latina, particularmente en Ecuador, Bolivia, Argentina, Uruguay, Honduras, El Salvador, Guatemala, Chile y Haití. Mientras que en 1974, nueve de los diez países sudamericanos tenían gobiernos no democráticos, en 1990 la proporción se invirtió radicalmente: nueve tenían ya gobiernos democráticamente electos. Luego, la tercera ola alcanzó el mundo del bloque comunista con Hungría, Polonia, Alemania Oriental, Checoslovaquia, Rumania, en las repúblicas bálticas, con el derrumbe del muro de Berlín y de la URSS. Esto sin considerar otros muchos países del Medio Oriente, Asia y África, que también han registrado el impulso democrático.30

Independientemente de la exactitud del esquema histórico y explicativo que se propone, su mérito radica en un esfuerzo sistemático por pensar una muy diversa cantidad de combinaciones y secuencias en torno a las transiciones políticas, del autoritarismo a la democracia y viceversa. En su análisis comparativo de olas y contraolas, Huntington logra generar una visión dinámica de las fuerzas históricas y sociales que concurren en los procesos de transición, procesos altamente inciertos y volátiles. El resultado de su trabajo se concreta en una interesante tipología de "modelos de transición". También es interesante su explicación de las causas o variables independientes que han inducido la tercera ola democrática, que se extiende hasta la fecha. El nivel de generalización hace que el análisis sea un tanto superficial. No obstante, se destacan cinco factores principales: 1) el desarrollo económico y social que se generaliza a partir de la década de 1960; 2) factores internacionales tales como la política norteamericana por los derechos humanos, la reforma de Gorvachov y los avances de la Unión Europea; 3) la pérdida de legitimidad de los regímenes autoritarios; 4) los cambios en la doctrina y la acción social de la iglesia católica; y 5) el efecto de demostración del propio proceso.31 Del análisis de las sucesivas olas democráticas y del estudio de los factores que generaron las contra–olas correspondientes, Huntington se esfuerza también por visualizar los obstáculos y peligros del actual ascenso democrático.

 

EL CHOQUE DE CIVILIZACIONES

En el capítulo final de la obra antes referida, se insinúa una idea que formulará en El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial.32 La hipótesis central de este nuevo trabajo consiste en afirmar que, en materia de relaciones internacionales, la fuente principal de conflictos en los años por venir será de tipo cultural. Será la confrontación de civilizaciones lo que caracterice esta nueva fase de la historia del mundo moderno. Con el fin de la Guerra Fría, la política internacional desplaza su centro a la interacción entre Occidente y las civilizaciones no occidentales.

Una civilización es la forma más amplia de identidad cultural de un pueblo, y concierne a su lenguaje e historia, a sus costumbres e instituciones, pero sobre todo, a su religión. El resurgimiento de las religiones y de los regionalismos es una tendencia mundial. En las próximas décadas, la política internacional se caracterizará por conflictos violentos en las zonas fronterizas entre civilizaciones, por la lucha por la supremacía militar y económica, y por las posibilidades de expansión. Hoy en día, Occidente representa una civilización en la cima de su poder; en lo militar y en lo económico no tiene rival de consideración. Aunque en el largo plazo la aspiración debe ser la de una coexistencia pacífica entre las diferentes culturas, en el corto y mediano plazo es indispensable pensar en las formas de fortalecer y consolidar la posición de Occidente. En un futuro inmediato, es previsible un proceso de fortalecimiento de las civilizaciones no occidentales, en constante conflicto con los intereses y los valores de la cultura hegemónica. Existen, en este proceso, no sólo zonas de conflicto, sino "países desgarrados", como por ejemplo, Rusia, Turquía, México y los países balcánicos. Se trata de países que atraviesan un complejo y difícil proceso de redefinición de su identidad cultural. En el corto plazo, es conveniente que Occidente desarrolle una serie de estrategias para su fortalecimiento: promover un mejor entendimiento entre Europa y los Estados Unidos; procurar la incorporación de sociedades cercanas o asimilables a Occidente, tales como las de Europa Oriental y América Latina; promover la cooperación con Japón y Rusia; limitar la expansión militar de los estados islámicos y confucianos, además de aprovechar todo conflicto entre ellos; evitar la reducción del poder militar occidental y aumentar su presencia en el Este y Sudeste Asiático; fortalecer las instituciones internacionales que legitimen los intereses y valores occidentales. Para los países no occidentales, la tarea fundamental consiste en conciliar la modernidad con sus culturas y valores tradicionales. Para Occidente, será indispensable desarrollar un mejor entendimiento de la religión, la filosofía y los intereses de otras civilizaciones.

Entre las ideas que se desprenden de esta interpretación cultural, reaparecen algunos de los puntos que se han desarrollado en El orden político en las sociedades en cambio. Huntington insiste en que la modernización no conduce necesariamente a la occidentalización; por el contrario, el desarrollo, en condiciones de pobreza y desigualdad, bajo premisas culturales totalmente diferentes a Occidente, puede generar inestabilidad y violencia, procesos revolucionarios que serán contrarios a los intereses de Occidente. La convicción de que los principios de la democracia parlamentaria y la economía de mercado tienen una validez universal y pueden aplicarse en otras sociedades, no es producto sino de la soberbia de Occidente. La idea de que el desarrollo económico y el progreso social producirán automáticamente democracia y estabilidad es una idea falsa y peligrosa. En los países subdesarrollados no occidentales, la modernización debe asegurar primero el orden político, mediante mecanismos autoritarios que garanticen la estabilidad e impidan la emergencia de movimientos revolucionarios y fundamentalismos religiosos. Si en materia de relaciones exteriores se impone una visión idealista, los intereses de Occidente se verán gravemente amenazados. Por ello, como ya se ha señalado, la prioridad no debe ser promover la democracia y los derechos humanos en el mundo, sino reafirmar la identidad de Occidente, asegurar el fortalecimiento de sus instituciones en lo interno e imponer sus intereses en lo externo, así sea por la fuerza militar si es necesario. Como en otras ocasiones, Huntington se coloca aquí en contra de la corriente intelectual dominante. El colapso del bloque socialista y la globalización económica e informativa no traerán como resultado el "fin de la historia" y la hegemonía del modelo liberal democrático, sino que, por el contrario, se registra la emergencia de un mundo mucho más peligroso, en el que las identidades religiosas y culturales plantearán un nuevo desafío a la cultura occidental.

En esta obra puede verse el resurgimiento de una lógica del conflicto análoga en cierta medida a la Guerra Fría, además de la reafirmación de su arraigada vocación intelectual como asesor y guía del poder político. En La tercera ola, por ejemplo, Huntington expresamente elabora una serie de Guías para democratizador es, tanto para los "reformistas democráticos del gobierno", como para "democráticos moderados de la oposición", llegando incluso a formular una Guía para tratar los crímenes de los gobiernos autoritarios.33

 

IDENTIDAD NACIONAL Y MIGRACIÓN

En su obra más reciente, ¿Quiénes somos? Los desafíos a la identidad nacional estadounidense,34 Huntington aborda el tema con su habitual estilo polémico. Desde su punto de vista, desde 1965 se ha iniciado un proceso de erosión de dicha identidad y no ha sido sino hasta los atentados terroristas de 2001, cuando el asunto se ha planteado en todas sus dimensiones como algo prioritario para la sociedad americana. En sus orígenes, la identidad estadounidense se definió en términos raciales, étnicos, culturales e ideológicos; con el paso del tiempo, al llegar a la segunda mitad del siglo XX, por la fuerza de la inmigración y por el reconocimiento a la ciudadanía de la población afro–americana, los componentes raciales y étnicos fueron anulándose, hasta llegar a la situación actual en la que los estadounidenses consideran a su país como una sociedad multirracial y multiétnica. Por ello, es fundamental identificar y reafirmar los ingredientes culturales e ideológicos restantes, que hoy definen esencialmente la identidad nacional. Se establecen así los elementos que deben preservarse: la religión protestante, la lengua inglesa, el estado de derecho y el credo liberal–democrático. Cada uno de ellos comprende otros más específicos, que precisamente definen sus componentes sustantivos. Así, la religión protestante supone el individualismo, la ética del trabajo y el compromiso moral por realizar el Reino de Dios en la Tierra. El credo liberal y democrático supone el imperio de la ley, la igualdad jurídica, el respeto a los derechos humanos del individuo y la limitación del poder del Estado, credo que tiene su origen en la cultura política inglesa.

Uno de los argumentos centrales es la defensa de esta definición como irreductible. Huntington se niega a aceptar una definición meramente secular de la identidad estadounidense. Los componentes religiosos y culturales son imprescindibles. El puritanismo protestante se asume como un elemento central, con todo su énfasis en el individualismo, la salvación por la fe, el idealismo moral, la ética del trabajo y el empeño por la realización del paraíso terrenal. Por otra parte, la tradición anglosajona, basada en primer término en la lengua inglesa y en las tradiciones liberales y democráticas. El credo político, que se expresa en El Federalista y en el pensamiento de los Padres Fundadores, elementos seculares e ideológicos de la identidad nacional, es necesario, pero no suficiente. Las ideas de libertad, igualdad y democracia representan un lazo de unión importante, el contrato social básico, pero es más débil que sus componentes religiosos y culturales. Mediante la religión y la cultura se establecen vínculos mucho más profundos que los que derivan de las convicciones políticas. El contrato social en que se basa el credo liberal estadounidense es un componente del racionalismo ilustrado, cuya fuerza vinculatoria no puede equipararse a la que se establece por medio de la lengua, la religión y la historia comunes. En este sentido, Huntington hace suya la famosa definición de G.K. Chesterton, para quien los Estados Unidos son "una nación con alma de iglesia".35

En la actualidad, desde la década de 1960, se ha producido una vasta "coalición deconstruccionista",36 que se ha empeñado en negar la unidad nacional americana. El movimiento de los derechos civiles y las leyes de inmigración de aquellos años abolieron los componentes raciales y étnicos como elementos centrales de identidad. Se abrió entonces la brecha para la defensa de las minorías y las subnacionalidades, el culto a las diferencias culturales y de género, las iniciativas de "acción afirmativa", el bilingüismo y la transnacionalización de las elites empresariales e intelectuales. A esto contribuyó también el fin de la Guerra Fría y la globalización, el desarrollo de las comunicaciones y la apertura comercial generalizada, procesos que restaron importancia a los Estados nacionales y a las identidades políticas correspondientes. En contraste, se exaltó la pertenencia a los grupos subnacionales. Todos estos elementos representaron un verdadero asalto a la unidad de la cultura estadounidense y su credo político. Su expresión teórica más acabada es el multiculturalismo, que para Huntington representa nada menos que una ideología anti–occidental, opuesta frontalmente a la hegemonía de los principios liberales, democráticos e individualistas de la cultura europea y estadounidense.

Entre las amenazas más graves que actualmente enfrenta la identidad americana, destaca el desafío hispano y, en particular, la inmigración mexicana. Esta representa el riesgo de que los Estados Unidos se conviertan en una sociedad bifurcada, con dos culturas, dos lenguas, dos pueblos. Se trata, dice Huntington, de una auténtica reconquista demográfica de los territorios que los Estados Unidos arrancaron a México en el siglo XIX. Por la vecindad geográfica y la ilegalidad del proceso, por la persistencia del fenómeno y la resistencia a la asimilación, que no tienen paralelo en la historia norteamericana, la inmigración mexicana constituye una amenaza a la integridad cultural y territorial de los Estados Unidos. En el año 2000, los hispanos representaban el 12 por ciento de la población total; actualmente son la primera minoría étnica en los Estados Unidos, por encima de los afro–americanos. En aquel año, los 8 millones de mexicanos residentes representaban 28 por ciento de la población estadounidense nacida en el extranjero. Existían entonces aproximadamente 5 millones de mexicanos ilegales, es decir, 69 por ciento del total de los inmigrantes indocumentados en el país. En 2003, del total aproximado de 10 millones de ilegales, los mexicanos representaban 58 por ciento. Se calcula que para el 2030, el promedio de inmigrantes mexicanos ilegales oscilará entre 400 y 500 mil por año. Actualmente existen cerca de 38 millones de hispanos en los Estados Unidos; como consumidores, constituyen un mercado cuyo valor alcanza los 440 mil millones de dólares. De las doce ciudades estadounidenses en la frontera, nueve tienen más del 80 por ciento de población hispana. La ciudad de Los Angeles tiene 46.5 por ciento de habitantes hispanos y, de éstos, 64 por ciento son mexicanos.37

Se trata, dice Huntington, de una inmigración en cadena, de un flujo que por su magnitud se reproduce y se multiplica constantemente. A este fenómeno, que no puede compararse con anteriores olas de inmigración, se deben añadir otros dos factores de tipo cultural y político. Por una parte, los inmigrantes mexicanos se resisten a la asimilación y han logrado tal cohesión y masa crítica que resulta muy improbable que dicha asimilación se produzca. Los mexicanos están orgullosos de su cultura, desdeñan la cultura estadounidense, y pueden desafiarla en términos legales, políticos, educativos y comerciales. Por sus raíces étnicas y religiosas, los mexicanos no pueden asimilar los valores anglo–protestantes, carecen de iniciativa y ambición, no tienen disciplina en el trabajo, valoran poco la educación y aceptan pasivamente la pobreza. Peor aún, por razones históricas, los mexicanos tienen una vieja reivindicación política y territorial sobre el sur–oeste norteamericano; Texas, Nuevo México, Arizona, California, Nevada y Utah formaron parte de México hasta mediados del siglo XIX. Aunque en la actualidad, reconoce Huntington, la situación está lejos de plantearse en estos términos, es indudable que la dinámica de la inmigración plantea un potencial conflicto político. De hecho, la multiplicación de comunidades hispanohablantes a lo largo de todo el país, su influencia política y su renuencia a la asimilación, más el apoyo de la ideología multiculturalista, han convertido a la cultura hispánica y al español en una auténtica bifurcación cultural que amenaza la integridad de la cultura estadounidense.38

En pocos pasajes de esta controversial obra de Huntington resultan más evidentes sus prejuicios raciales y culturales. Aún sin menospreciar la problemática económica y social que supone el fenómeno migratorio, la incapacidad del gobierno y la sociedad mexicana para generar oportunidades de trabajo y una vida digna para todos los mexicanos, el enfoque de Huntington es claramente tendencioso y alarmista. La frontera mexicano–estadounidense sin duda representa una vecindad incómoda, entre el desarrollo y el subdesarrollo, entre la superpotencia imperial y un sub–continente marcado por la pobreza y la desigualdad. Mientras los problemas del desarrollo regional no se resuelvan, el problema de la migración seguirá creciendo. Pero aún en ese horizonte negativo, es sin duda una falsedad calificar a los mexicanos como renuentes a la modernización y la aculturación. Por el contrario, el trabajo mexicano en los Estados Unidos, legal e ilegal, representa una forma de apropiación y enriquecimiento para la economía y la sociedad de aquel país. Los límites a la asimilación están determinados no por la resistencia cultural de los inmigrantes, sino por las condiciones de discriminación e ilegalidad que la sociedad estadounidense impone sobre las comunidades hispánicas, generalmente sobreexplotadas y mal pagadas. La mano de obra mexicana en los Estados Unidos se desempeña en actividades mal remuneradas que la población americana se niega a desempeñar, y las autoridades y la sociedad estadounidense en general, se han beneficiado enormemente de la explotación de este trabajo legal e ilegal, que representa una transferencia considerable de recursos hacia la economía de aquel país. Además, son muchos los ejemplos de trabajadores y empresarios, profesionistas y comerciantes mexicanos que han logrado el éxito y el ascenso social, y han logrado asimilarse plenamente a la sociedad estadounidense. Presentar a las comunidades hispánicas y mexicanas de los Estados Unidos como una amenaza cultural es no solamente falso y desproporcionado, sino que representa un acto de cinismo y de injusticia histórica. En lugar de hacer retórica anti–mexicana, Huntington debería preocuparse por el diseño de un proyecto económico y social que verdaderamente representara el fortalecimiento de los intereses estadounidenses en todo el hemisferio, mediante la apertura de opciones de desarrollo para los países latinoamericanos, mediante políticas económicas y comerciales que realmente representaran alternativas de desarrollo para toda la región. A largo plazo, el potencial de desarrollo de América Latina, en el utópico escenario de una auténtica comunidad económica americana, sería mucho más importante para el fortalecimiento de los valores y las instituciones estadounidenses que estas advertencias alarmistas acerca de la invasión hispánica.

En el apartado final se distinguen, con un esquematismo habitual, tres opciones posibles para el desarrollo de los Estados Unidos: cosmopolitismo, imperialismo o nacionalismo.39 En la primera, un Estados Unidos cosmopolita seguiría las tendencias prevalecientes hasta el 11 de septiembre de 2001, en las que el multiculturalismo y los poderes transnacionales se fortalecerían sistemáticamente, alentando la diversidad racial, étnica, lingüística y cultural, de tal modo que la identidad nacional estadounidense se diluiría paulatinamente. En esta opción, "el mundo remodela a los Estados Unidos". En un sentido inverso, en la alternativa imperial, los Estados Unidos se proponen remodelar al mundo. Al fin de la Guerra Fría y la derrota del comunismo, los Estados Unidos se convierten en la única superpotencia mundial y los neo–conservadores asumen el reto de remodelar el mundo. Este impulso imperial ha sido alimentado por la creencia en la supremacía del poder militar americano y la universalidad de los valores de su cultura. Para Huntington, sin embargo, en este empeño se pierde también la identidad estadounidense, en su intento por convertirse en un imperio supra–nacional. A su juicio, este proyecto está basado en una visión errónea del mundo actual y sus posibilidades de éxito son nulas; ni los Estados Unidos son la única potencia mundial, ni sus valores son compatibles con las múltiples y diversas culturas autóctonas existentes. Por último, la opción nacionalista, en contraste, acepta la identidad propia y excepcional de los Estados Unidos, reconoce las diferencias culturales y políticas del mundo y la imposibilidad de imponer sus intereses y su cultura en otras latitudes, y se propone exclusivamente la preservación y el perfeccionamiento de aquellos valores e instituciones que le han dado su propia identidad. Huntington se empeña en la defensa de la religiosidad del pueblo norteamericano, disposición que lo inclina a una diferenciación moral sistemática entre el Bien y el Mal, a un moralismo que impregna todas sus decisiones políticas, económicas y sociales. La conexión entre religión y nacionalidad es, a su juicio, plenamente vigente y constituye un rasgo característico de la cultura nacional americana. Para él, a pesar de las inclinaciones cosmopolitas o imperialistas de sus elites económicas y políticas, no obstante que éstas se han transnacionalizado y perdido sus raíces, la aplastante mayoría del pueblo norteamericano se inclina por la opción nacionalista, por la preservación de su identidad y su excepcionalidad histórica.

El balance final que se presenta es de incertidumbre. Sin duda, los ataques terroristas de 2001 representaron una poderosa llamada de atención y un renacimiento de los sentimientos de identidad. Las amenazas externas siempre producen reacciones de defensa y de estrechamiento de los vínculos fundamentales. No obstante, el potencial destructivo del multiculturalismo, la inmigración y el bilingüismo están latentes, y pueden fácilmente volver a debilitar la unidad nacional, los sentimientos de identidad religiosa, cultural y política que han sido la base tradicional del nacionalismo estadounidense.

 

CONCLUSIONES

Si uno revisa el conjunto de las obras de Huntington, como se ha hecho aquí, es imposible dejar de reconocer su consistencia. Desde sus primeros trabajos hasta el último, en una trayectoria que comprende más de 50 años, el autor es consecuente con la defensa de una serie de ideas básicas, que prácticamente no ha modificado y que integran su credo conservador, un credo esquemático y sencillo cuya influencia no puede menospreciarse. Se ha planteado una primera crítica a su conservadurismo realista. Se trata de una visión maniquea, de carácter explícitamente religioso y nacionalista, en la que el mundo se divide en dos: la identidad cultural y las instituciones de los Estados Unidos, y todo aquello que pueda socavarlas. Esta visión no sólo es excluyente y fundamentalista, sino que es contradictoria en sus propios términos. La dicotomía entre el puritanismo moral, para la consideración de los asuntos internos, y el pragmatismo de la fuerza militar, en asuntos internacionales, es insostenible, no sólo en términos morales, sino en términos políticos. Aun en el improbable caso de que Estados Unidos se abstuviera de mayores intervenciones en el escenario internacional y se concentrara exclusivamente, como sugiere Huntington, en preservar sus instituciones y fortalecer su identidad nacional, esta posición aislacionista sería impracticable.

La situación actual de la política exterior norteamericana lo demuestra claramente. La dependencia energética de los Estados Unidos respecto de las reservas petroleras del Medio Oriente, los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 y la irresponsable política exterior de la administración de George W. Bush, han generado una situación que no sólo ha dividido profundamente a la propia sociedad estadounidense, sino que han puesto en crisis el derecho internacional y los organismos que regulan la convivencia mundial. La guerra en Irak se ha convertido en una de las tragedias más absurdas y estériles de nuestros tiempos, un dramático símbolo de la soberbia y la torpeza del neoconservadurismo imperial norteamericano. En los Estados Unidos, una combinación de cálculos estratégicos y económicos, sumados a un nacionalismo exacerbado por los atentados terroristas, ha venido a destruir no sólo los frágiles equilibrios políticos del Medio Oriente, sino a poner en crisis a la Organización de Naciones Unidas y los mecanismos de acción multilateral que se construyeron a lo largo de muchas décadas. Pero la guerra de Irak y la violenta unilateralidad de la invasión estadounidense no sólo han destruido todo esto, sino que sus consecuencias se proyectan ominosamente en todo el mundo y en la propia sociedad norteamericana. En el curso de cuatro años, una administración arbitraria e incompetente ha dilapidado la solidaridad mundial que suscitaron los atentados terroristas, ha erosionado las mismas instituciones que demagógicamente pretende defender y ha fortalecido las causas del terrorismo fundamentalista de todos los signos. El espionaje irrestricto, las detenciones arbitrarias, las prisiones clandestinas, la aceptación de la tortura, la agudización del racismo y la intolerancia religiosa son fenómenos que constituyen un grave proceso regresivo, que vulneran el estado de derecho y debilitan el respeto a las libertades fundamentales en todo el mundo. Las instituciones liberales y democráticas, dentro y fuera de los Estados Unidos, se han visto debilitadas considerablemente. Los poderes extraordinarios que el Congreso estadounidense otorgó al Poder Ejecutivo a través del Acta Patriótica representan un paso hacia el autoritarismo y la arbitrariedad de ese poder. El cinismo con que la clase política norteamericana ha aceptado el uso de la tortura en Abu Ghraib y en otras instalaciones carcelarias, el secuestro y encarcelamiento de personas sin el debido proceso, la violación sistemática de la privacidad de los ciudadanos, el escándalo que representa la prisión de Guantánamo, son síntomas de algo que no tiene precedentes en la historia reciente de los Estados Unidos. Todos estos elementos difícilmente pueden considerarse como una contribución al fortalecimiento de las instituciones liberales y la identidad nacional estadounidense, aun cuando se pretenda catalogarlas como medidas de emergencia y excepción. Es evidente la imposibilidad de separar, como desearía Huntington, la política interior de la exterior. Los Estados Unidos parecen actualmente perdidos en el laberinto de sus intereses, su arrogancia y su prepotencia militar, en manos de una administración que ha demostrado una ineptitud y una irresponsabilidad sin paralelo.

Los valores centrales del liberalismo y la democracia son, por supuesto, una tradición valiosa e insustituible. La libertad y los derechos fundamentales del individuo, el estado de derecho y el control del poder estatal, la tolerancia religiosa y el respeto a la diversidad, la democracia y la igualdad, son valores indispensables en el mundo contemporáneo. Pero precisamente, su preservación no puede lograrse mediante la acción unilateral. Cada cultura y cada nación tienen el derecho soberano a preservar su propia identidad, pero ésta no puede sino evolucionar y adaptarse a las condiciones de todo el conjunto internacional. El multiculturalismo no es simplemente una moda intelectual o una conspiración anti–occidental. En el mundo globalizado de hoy, la multiculturalidad es un hecho inevitable e irreversible, que representa sin duda un desafío, especialmente para los países desarrollados. Todos los países europeos y los Estados Unidos enfrentan el reto de definir políticas que permitan asimilar e integrar a las minorías culturales y las comunidades de inmigrantes. Este desafío no puede resolverse mediante la edificación de muros y la represión policíaca. La cultura y las instituciones liberales deben asumir como prioritaria la definición de políticas que permitan esta integración, que avancen en la disolución de la intolerancia, el racismo y el fundamentalismo religioso. Pero estas políticas no pueden estar basadas en la represión y la violencia; los valores y las instituciones liberales habrán de predominar sólo si actúan en consecuencia con sus propios principios morales y políticos. La intolerancia y el terrorismo no pueden vencerse con más intolerancia y terrorismo. Como el propio Huntington señala, modernización no significa necesariamente occidentalización. Cada cultura y cada país tienen el derecho a buscar sus propias formas de desarrollo social y político. Si el pensamiento y las instituciones liberales han de prevalecer, deberán demostrar su superioridad a partir del ejercicio de sus valores fundamentales, tanto en el nivel doméstico como en el internacional, sin importar los costos y las dificultades que esto pueda ofrecer a primera vista. El conservadurismo realista que nos propone Huntington no sólo es inmoral, y siempre lo ha sido, sino que es impracticable en el mundo actual. La lógica milenarista y nacionalista que originalmente lo inspiró es ya un anacronismo cuya aplicación sólo puede generar más violencia y un grave retroceso para la libertad y el derecho internacional.

 

NOTAS

1 Belknap Press, University of Harvard, Cambridge, 1957.

2 Yale University Press, New Haven, 1968 (versión en español: El orden político en las sociedades en cambio, Paidós, Buenos Aires, 1990).        [ Links ]

3 Basic Books, Nueva York, 1970.

4 Sage Publications, Londres, 1975.

5 Oklahoma University Press, Norman, Ok., 1991 (versión en español: La tercera ola: democratización a finales del siglo XX, Paidós, Buenos Aires, 1994).        [ Links ]

6 Simon & Schuster, Nueva York, 1996 (versión en español: El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial, Paidós, Barcelona, 2005).        [ Links ]

7 Simon & Schuster, Nueva York, 2004 (versión en español: ¿Quiénes somos? Los desafíos a la identidad nacional estadounidense, Paidós, Barcelona, 2004).        [ Links ]

8 Como estudiante de posgrado en Harvard, Huntington estableció lazos de amistad con otros dos jóvenes que harían prominentes carreras políticas: Zbigniew Brzezinski y Henry Kissinger.

9 Kaplan, R.D., "Looking the World in the Eye", en The Atlantic Monthly, diciembre, 2001.        [ Links ]

10 Bell, D., The cultural contradictions of capitalism, Basic Books, Nueva York, 1976, p. 182.        [ Links ]

11 Op. cit., véase Supra, p. 3.

12 Kaplan, R.D., Looking the World in the Eye, op. cit.

13 Op. cit., véase Supra, p. 3.

14 El orden político en las sociedades en cambio, op. cit., p. 15.

15 Ibid., p. 215.

16 Ibid., p. 19.

17 Ibid., pp. 79–91.

18 Ibid., pp. 189–213.

19 Ibid., p. 13.

20 Ibid., p. 19

21 Ibid.

22 Ibid., pp. 213–235.

23 Ibid., p. 235.

24 Op. cit., véase Supra, p. 3.

25 Ibid., pp. 113–115.

26 Op. cit., véase Supra, p. 3.

27 Ibid., p. 26.

28 Ibid., pp. 27–29.

29 Ibid., p. 32.

30 Ibid., pp. 32–36.

31 Ibid., pp. 65–76.

32 Op. cit., Supra, p. 3.

33 La tercera ola, op. cit., pp. 134, 141, 151, 209 y 226.

34Op. cit., véase Supra, p. 4.

35 Ibid., p. 72.

36 Ibid., p. 173.

37 Ibid., pp. 261–265.

38 Ibid., pp. 281–287.

39 Ibid., pp. 412–416.

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