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Argumentos (México, D.F.)

versão impressa ISSN 0187-5795

Argumentos (Méx.) vol.20 no.53 Ciudad de México Jan./Abr. 2007

 

Dossier

 

México, cambio de siglo. La desintegración de la res publica*

 

Rhina Roux

 

Universidad Autónoma Metropolitana–Xochimilco.

 

Resumen

La <<globalización>> es la expansión sin barreras nacionales, jurídicas, estatales o sociales del reino de la mercancía, de la socialidad abstracta del mercado capitalista. Actualizada y potenciada por las innovaciones tecnológicas, esta nueva universalización del capital aparece hoy como un cambio de época: una reconfiguración histórica del modo de dominación y sus formas políticas, del espacio global y la geografía, de los entramados culturales y las subjetividades. En el territorio mexicano esta gran transformación está desgarrando los fundamentos materiales, geográficos y culturales de una comunidad estatal y redefiniendo todo el complejo relacional implicado en su existencia: el modo de su integración en el mundo, su relación con otros Estados y sus códigos internos de autoridad y hegemonía. Este proceso, en extremo conflictivo y disputado, está teniendo lugar y su desenlace queda abierto.

Palabras clave: globalización, integración regional, Estado mexicano.

 

Abstract

The globalization is the expansion of the capitalist market without nacional, juridical or social barriers. This new capitalist universalization appears like a great transformation: a historical change in the political forms, global space, geography, culture and subjectivities. In Mexico this great transformation is tearing the material, geographical and cultural basis of the State and redefining its existence: its integration in the world, the relationship with other States and internal codes of authority and hegemony. This process, conflicting and disputed, is taking place and their outcome is open.

 

Se compara con frecuencia a la historia con un tejido, labor de muchas
manos que, sin concertarse y sin saber exactamente lo que hacen, mezclan
hilos de todos los colores hasta que aparece sobre la tela una sucesión de
figuras a un tiempo familiares y enigmáticas. Desde el punto de vista
de la "duración corta", las figuras no se repiten: la historia es creación
incesante, novedad, el reino de lo único y singular. Desde la "duración
larga" se perciben repeticiones, rupturas, recomienzos: ritmos. Las dos
visiones son verdaderas.

Octavio Paz

 

I

Contra la marejada inhumana de la expansión mundial del capital, expresada doctrinariamente en el siglo XIX en la utopía liberal del mercado autorregulado, un contramovimiento de autodefensa de la sociedad logró imponer en el siglo XX diques protectores del mundo humano. A esa trama histórica y a su temporal desenlace están dedicadas las páginas del libro de Karl Polanyi, La gran transformación (1944).

Vivimos años en que esa expansión atraviesa nuevamente uno de sus grandes ciclos y, bajo la forma de una restructuración global de las relaciones entre las clases, entre las naciones y entre los capitales, ha iniciado una nueva etapa en la vida y la muerte del capital en el mundo y en cada una de sus regiones. Como ha sucedido en toda su historia, esta renovada expansión se sirve de la violencia estatal, encargada de sostener la nueva dilatación del reino de la mercancía: abrir territorios, imponer nuevas reglas laborales, detener éxodos migratorios y quebrar resistencias. Como ha sucedido también desde su gestación como sistema mundial en el siglo XVI la guerra, la conquista territorial, la destrucción de mundos de la vida y el despojo son momentos constitutivos de esta nueva expansión del capital en el mundo. Esta universalización del capital, actualizada y potenciada por las innovaciones tecnológicas, aparece hoy como un cambio de época: una reconfiguración histórica del modo de dominación y sus formas políticas, del espacio global y la geografía, de los entramados culturales y las subjetividades.

En el territorio mexicano esta gran transformación está desgarrando los fundamentos materiales, geográficos y culturales de una comunidad estatal y redefiniendo todo el complejo relacional implicado en su existencia: el modo de su integración en el mundo, su relación con otros Estados y sus códigos internos de autoridad y hegemonía. Este proceso, en extremo conflictivo y disputado, está teniendo lugar y su desenlace queda abierto.

 

II

Considerada como proceso histórico, la acumulación de capital se despliega no sólo en el interior de las relaciones mercantiles ya instituidas, sino en confrontación con otras matrices civilizatorias. Una tendencia permanente de este proceso es lo que Rosa Luxemburg, escribiendo en el umbral de la Primera Guerra Mundial, definía como la "lucha a muerte contra la economía natural": la incorporación de la naturaleza en los circuitos de valorización de valor, la difusión de la economía mercantil–capitalista, la disolución de la comunidad agraria, la expulsión y proletarización de poblaciones indígenas y campesinas. "El imperialismo", advertía Rosa desde entonces, "es la expresión política del proceso de acumulación de capital en su lucha por conquistar los medios no capitalistas que no se hallen todavía agotados".1

El nuevo ciclo de acumulación contenido en la llamada <<globalización>> combina ambos métodos: incremento de la explotación en la relación salarial y desarticulación de socialidades no capitalistas, aunque en una escala infinitamente superior dadas las innovaciones científico–tecnológicas. Microelectrónica, informática, ingeniería genética y nanotecnología permiten que la subsunción de naturaleza y trabajo vivo en los circuitos de valorización de valor rompa hoy con límites inimaginables: biodiversidad, creación intelectual, códigos genéticos, energía eólica y aun recursos que son presupuesto natural de reproducción de la vida, como el agua.

Las formas específicas que este doble y combinado proceso adopta en cada nación dependen no sólo de su ubicación geográfica y de la extensión y densidad alcanzada previamente por la difusión de relaciones capitalistas. Dependen también de relaciones de fuerzas y, en muchos casos, de revertir derechos conquistados en grandes batallas históricas. Borrar registros de la memoria colectiva, romper resistencias e imponer sobre tierra arrasada el nuevo mando del capital son requerimientos centrales en esta nueva tendencia histórica. Rusia, Europa centro–oriental, China y la India han sido grandes laboratorios de este arrasamiento.

En México este proceso ha transitado por la reversión de conquistas históricas de la revolución mexicana y del cardenismo. Modernización es el nombre dado por las élites a esta cruzada, impulsada a fondo e ininterrumpidamente desde los noventa.

 

III

Si el Estado es un concepto que refiere a una forma de la vida social –un proceso relacional entre seres humanos y no un aparato o conjunto de instituciones–, entonces la relación estatal también es arrastrada en esta mutación y, más aún, es una de sus expresiones concentradas. Dos atributos históricos del Estado moderno, vigentes aun en la configuración estatal del siglo XX, aparecen hoy subordinados al nuevo mando global de los negocios y a sus representaciones institucionales, financieras y políticas: el control del espacio territorial y la capacidad de imponer en su sociedad las reglas de ordenación política. Y sin embargo, aun subordinado, el Estado no desaparece: no sólo porque la naturaleza impersonal de la dominación del capital requiere del momento estatal como expresión legítima de la violencia física concentrada sino porque, para ser estable y duradera, esa dominación requiere también de una mediación política: la construcción de ese campo material y discursivo común que, enlazando a dominadores y dominados, permite que la dominación sea consentida y establecidas las reglas del mando y la obediencia. En otras palabras, el momento de la hegemonía.

La llamada <<globalización>> se traduce entonces no en la desaparición de la forma estatal, sino en su sometimiento a un proceso de reconfiguración histórica. Conceptualizada como remplazo del "Estado keynesiano" por el "Estado neoliberal" o como tránsito del "Estado de seguridad" al "Estado nacional de competencia",2 esta reconfiguración estatal se sostiene, hasta ahora, en cuatro grandes transformaciones:

1. Destrucción de los pactos corporativos de bienestar material y de regulación de las relaciones laborales y su remplazo por formas fragmentadas de integración política, acordes a la difusión y penetración de la socialidad abstracta del mercado capitalista y al nuevo modelo de flexibilidad laboral y precarización de las relaciones contractuales y salariales. Este proceso incluye el desmontaje de los viejos patrones de negociación colectiva, así como el desmantelamiento de los sistemas estatales de seguridad social y su sustitución por políticas asistenciales selectivamente dirigidas.

2. Abandono del control estatal de los movimientos del dinero y capitales en el espacio territorial nacional y redireccionamiento de las políticas estatales hacia el posicionamiento óptimo de las economías nacionales en los mercados globales. Privatización, desregulación y competitividad son los términos que sintetizan la nueva pragmática empresarial que guía a las burocracias estatales en su función gubernativa.

3. Difusión de las instituciones de la democracia liberal (sistemas de partidos, elecciones y alternancias) como paradigma universal de legitimidad política.

4. Construcción de una nueva hegemonía que, remplazando los valores keynesianos de justicia distributiva y bienestar material, hace de la competencia el éxito personal y la productividad individual el sustento espiritual del nuevo modo de dominación. A esta universalización del ethos puritano, cuya moralidad y contenidos pulsionales fueron ya descritos por Werner Sombart y Max Weber, le acompaña la difusión de un nuevo conservadurismo que rescata en la "raza" y la pertenencia étnica los constructos ideológicos para la formación de un nuevo sentido de comunión excluyente que, para ser efectivo, debe contar con la proyección de un "enemigo": el inmigrante, el árabe, el mexicano, el africano, el indígena. Los grandes monopolios de los medios de comunicación permiten que esta nueva visión del mundo opere cotidianamente en todos los intersticios de la vida social y en todos los rincones del planeta.

Las formas y ritmos de esta reconfiguración política en cada una de las naciones están mediados, sin embargo, por dos tendencias mundiales que acompañan también a esta mutación histórica: la reconfiguración del espacio global y la reconstitución del mando imperial. Tres grandes rasgos aparecen en la reconstitución política de todo el orbe en curso: 1) el derrumbe de la Unión Soviética y de los regímenes burocráticos de Europa centro–oriental y la reconquista de esos territorios para la valorización de valor; 2) la segmentación de la economía mundial y la construcción de espacios económicos regionales supranacionales (Norteamérica, Unión Europea, Japón–Cuenca del Pacífico), y 3) el remplazo del orden mundial de la segunda posguerra (y de su forma doctrinaria: el discurso de la "guerra fría") por una nueva e indisputada supremacía militar mundial de Estados Unidos, anunciada en la guerra del Golfo Pérsico y reafirmada en las intervenciones militares en Afganistán e Irak.

Esta reorganización capitalista del espacio mundial, que conserva bajo otra forma la configuración internamente desigual y jerárquica que ha caracterizado a la comunidad mundial de Estados desde su gestación en el siglo XVI, redefine el papel de los Estados y sus relaciones recíprocas. En el caso mexicano este multiforme y complejo proceso histórico ha colapsado los soportes y acuerdos que habían permitido la reproducción estable de un orden estatal y los equilibrios en sus relaciones externas. Violencia, desamparo, migraciones bíblicas, descomposición política, incertidumbre e inseguridad son las formas en que se expresa este colapso.

 

IV

Anunciada desde los años ochenta en el derrumbe salarial, la introducción selectiva de innovaciones tecnológicas y el desmantelamiento de contratos de trabajo en industrias estratégicas (telefonía, industria automotriz, electricidad, petróleo, siderurgia), la recomposición del capital se ha desplegado en México en torno a cuatro grandes ejes: incremento de la productividad laboral, mercantilización de la tierra y despojo de bienes naturales comunes, apropiación privada de bienes públicos e integración en la economía de Estados Unidos. Esta restructuración se inició allí donde se sitúa el mando concentrado sobre el trabajo vivo: el terreno de la fábrica y de las relaciones salariales y contractuales modernas. Desvalorización de la fuerza de trabajo y flexibilidad laboral han sido las dos líneas combinadas para incrementar la explotación suprimiendo mecanismos de control obrero sobre el uso de la fuerza de trabajo. La amenaza de desempleo y la fragmentación del mundo laboral han sido, en este terreno, las rutas seguidas para romper resistencias.

El segundo eje de esta transformación, la incorporación de la tierra en los circuitos del mercado capitalista, ha significado revertir una de las grandes conquistas de la revolución mexicana y de los años cardenistas: el derecho campesino a la tierra. Arrancado con las armas bajo la forma del ejido y protegido jurídicamente durante todo el siglo XX, ese derecho fue anulado en 1992 con la reforma salinista del artículo 27 constitucional. La conversión de la tierra en mercancía y la posibilidad de establecer asociaciones mercantiles en el campo fueron los ejes de ese cambio jurídico. Esa reforma significó un quiebre profundo en la configuración histórica de la sociedad mexicana.

La revolución mexicana frenó un proceso desatado en el siglo XIX y acelerado en los años de la modernización porfirista. Comprender el alcance de esa revolución agraria victoriosa requiere redimensionar el abrupto golpe dado en diez años a lo que constituía, desde la ruptura del vínculo colonial, una tendencia histórica: el despojo organizado de tierras comunales. "Cuando México obtuvo su independencia de España a principios del siglo XIX", recuerda Friedrich Katz, "se estimaba que aproximadamente 40 por ciento de la tierra adecuada para la agricultura en las regiones del centro y sur del país pertenecía a los pueblos comunales. Cuando Díaz cayó en 1911, sólo quedaba 5 por ciento en sus manos. Más de 90 por ciento de los campesinos de México perdieron sus tierras".3 La insubordinación campesina de 1910–1920 frenó este despojo.

Entre 1936 y 1938 aquella interrupción del despojo lograda por los ejércitos campesinos de Villa y Zapata se volvió auténtica inversión, en sólo tres años, de lo que había sido una secular tendencia histórica. La reforma agraria cardenista, sostenida también en la organización de los campesinos en armas, logró entonces modificar esa tendencia y desarticular el poder nacional de la oligarquía agraria, particularmente en aquellas regiones en que se había registrado la más alta expoliación de tierras comunales durante la modernización porfirista: Yucatán, la región de la Laguna, el valle del Yaqui en Sonora. Los datos registran, en frío, lo que significó esta inversión en caliente de una tendencia histórica: si en 1930 el latifundio seguía abarcando más del 80 por ciento de la tierra en posesión privada, en 1940 casi la mitad de la tierra cultivada era propiedad ejidal.4

La reforma del artículo 27 constitucional significa, en esencia, revertir esa conquista histórica y sancionar jurídicamente la disolución de la comunidad agraria. Los datos disponibles no nos permiten descifrar el alcance de la reforma en términos de la venta o renta de tierras ejidales, pero sí dibujar varias tendencias. Según esos datos hasta diciembre de 2000 se habían certificado 77 por ciento de los ejidos existentes y expedido títulos de propiedad a 1.7 de los 3.5 millones de ejidatarios registrados. Esos datos registran también un descenso real de 27 por ciento entre 1993 y 2001 en los recursos estatales destinados a subsidiar la producción campesina (Procampo), un incremento en la tasa de emigración y una tendencia, en las inversiones de capital en el antiguo sector ejidal, hacia desarrollos inmobiliarios y turísticos.5 Liberada de los diques construidos durante la revolución mexicana y el cardenismo, la nueva marea de despojo crece restableciendo no sólo el antiguo derecho del capital sobre la tierra, sino cubriendo todos los bienes naturales comunes: aguas, costas, playas, bosques, ríos, lagunas.

El tercer eje de esta transformación, la privatización de bienes públicos, ha debilitado uno de los soportes materiales de la república. La Constitución de 1917, valorada por Katz como "la Constitución más radical de un Estado latinoamericano",6 otorgó a la nación la propiedad de tierras, minas, bosques, aguas y recursos del subsuelo. En el México surgido de la revolución la situación legal de las propiedades agrarias, mineras y petroleras en manos de compañías extranjeras fue en consecuencia el núcleo de una controversia en la que estaba en juego no sólo la afirmación del nuevo mando nacional, sino el destino de esa regla estatal inscrita en la ley suprema. En particular, la redefinición de la relación del Estado mexicano con el gobierno de Estados Unidos transitó por la resolución de la disputa en torno a la propiedad del subsuelo, de la que dependía el control del petróleo. Zona ambigua durante los años veinte, el régimen de propiedad del subuelo no había cambiado sustancialmente en relación con los años del porfiriato: en 1934, 99 por ciento de la industria petrolera seguía controlada por compañías estadounidenses y británicas.7 Promulgada en el ambiente conflictivo de la reforma agraria, la expropiación petrolera de 1938 puso fin a esa indefinición, consagrando a la institución presidencial como depositaria de la soberanía estatal, fijando a futuro en el control nacional del petróleo el soporte del nuevo equilibrio con Estados Unidos y fundando uno de los grandes mitos unificadores de la nación.

Este soporte material de la república empezó a ser derruido con la confiscación privada de bienes y servicios de propiedad pública emprendida en los años ochenta: carreteras, puertos, aeropuertos, ferrocarriles, telecomunicaciones, banca y servicios financieros, petroquímica, minas y complejos siderúrgicos. Tan sólo durante el salinismo (1988–1994) la privatización de bienes públicos incluyó Teléfonos de México, Altos Hornos de México, Siderúrgica Nacional, Red Federal de Microondas, compañías de aviación, compañías mineras como Cananea, infraestructura aeroportuaria, 18 bancos y 13 empresas de medios de comunicación, poniéndose además a disposición del capital privado casi 900 mil hectáreas de 24 zonas de reservas mineras y abriéndose a la inversión privada la petroquímica secundaria. Continuada en la segunda mitad de los noventa con la apertura al capital de telecomunicaciones, rutas ferroviarias, gas natural y canales de transmisión satelital, esta oleada privatizadora se prepara a confiscar uno de los mayores símbolos del Estado mexicano: la industria petrolera.

El cuarto eje de esta transformación es la integración de México en la economía y los mercados de Estados Unidos. Esta tendencia, que supone una reorganización completa del espacio territorial mexicano, está socavando los fundamentos materiales y culturales en que se sustentó el Estado mexicano y rompiendo los equilibrios de un entramado institucional que descansaba en la institución presidencial como vértice articulador y figura simbólica de la soberanía estatal. Este proceso de integración, que no contempla la libre movilidad de fuerza de trabajo ni la homologación de derechos laborales sino anclar la rentabilidad de capitales en "ventajas comparativas" geográficas y salariales, no fue iniciada con la firma del TLCAN sino con la instalación de las primeras plantas automotrices e industrias maquiladoras en la frontera norte de México en los ochenta.

A esta reorganización capitalista del espacio territorial, similar en su alcance a la operada durante el porfiriato con la construcción de ferrocarriles, corresponden los corredores industriales que conectan selectivamente ciudades y puertos del norte de México con los mercados de exportación de Estados Unidos: el corredor San Antonio–Monterrey, el corredor El Paso–Ciudad Juárez (vinculado con el complejo militar–industrial de Texas y Nuevo México) y el corredor San Diego–Tijuana. De acuerdo con ciertos análisis, estos corredores formarían parte de un movimiento todavía más vasto de conformación de "regiones económicas transnacionales" que comprenderían a ciudades de Canadá, Estados Unidos y México, conectadas entre sí por corredores económico–comerciales de América del Norte.8

 

V

En la vorágine de la globalización una nueva configuración estatal intenta abrirse paso en México. Esta metamorfosis se funda en la confiscación de derechos de las clases subalternas, en la transferencia de bienes públicos a manos privadas y en la inversión de aquel principio que otorgaba a la nación el derecho primigenio sobre tierras, bienes naturales y subsuelo. A este desmontaje de las reglas de la comunidad estatal, que intentan ser remplazadas por el derecho mercantil privado, le corresponden otra forma de legitimidad –la legitimidad electoral– y otro tipo de mando político.

Presionada por los cambios mundiales y por la ruptura social cardenista de 1988 y la rebelión armada zapatista de 1994, la élite gobernante mexicana aceptó el remplazo del PRI y el pasaje del viejo régimen a otra configuración política basada en un nuevo sistema de partidos, elecciones competidas y alternancia en el mando presidencial. Estos cambios en el aparato institucional del Estado se acompañan de una reconfiguración cultural que intenta remplazar los valores laicos de la república liberal y la economía moral de una sociedad de matriz indígena con una nueva moralidad conservadora.

Combinando los valores del catolicismo tradicional (intolerancia, unidad familiar, patriarcalismo, satanización de la diferencia sexual) con la difusión del ethos empresarial (ahorro, competencia, pragmatismo y éxito personal basado en el rendimiento individual), esta reconfiguración cultural constituye uno de los terrenos de disputa por la hegemonía. El debilitamiento del sistema de educación pública en todos sus niveles, la reconstrucción de la historia oficial, el nuevo monopolio privado de los medios de comunicación y de la industria cultural y la reincorporación de la Iglesia en la esfera de decisiones sobre lo público (incluidos los contenidos de la enseñanza), son los vehículos de esta remodelación cultural con que se intenta dar sustento espiritual a una nueva configuración política, reabriendo el conflicto decimonónico entre liberales y conservadores.

En esta entrada frenética y caótica del territorio mexicano en el nuevo reino universal del capital se ha quebrado una configuración política tejida en un largo y conflictivo proceso histórico: la relación estatal corporativa, con sus lazos de protección y lealtad, sus reglas de circulación del mando, su forma de legitimidad, sus rituales y sus símbolos. La nueva oligarquía financiera no ha logrado sin embargo remplazar el viejo régimen con un nuevo modo de dominación política, estable y duradero. En este largo interregno privan violencia, incertidumbre y descomposición política. Mientras tanto, el modo de integración con Estados Unidos cerca el mando nacional, generando nuevas zonas de turbulencia.

 

VI

El derrumbe de la Unión Soviética fue para las élites internacionales el acto simbólico fundador de un nuevo orden mundial. Diez años después, los atentados a las Torres Gemelas aceleraron la construcción de la arquitectura jurídica e institucional del nuevo mando imperial y de su forma doctrinaria: la "guerra preventiva". Rompiendo las leyes del derecho internacional moderno, destruyendo los fundamentos mismos de la república estadounidense y violando las reglas elementales del campo de lo político, este nuevo orden mundial inaugura así lo que en la tesis de Giorgio Agamben, anticipada por Walter Benjamin, es el estado de excepción como técnica de gobierno permanente.9 De la USA Patriot Act (2001) a la anulación del habeas corpus en Estados Unidos, la promulgación por el titular del Poder Ejecutivo estadounidense de una cascada de reglamentos orientados a la "lucha contra el terrorismo" son los actos constituyentes de este nuevo mando imperial que, suspendiendo el derecho, está fundando en los hechos un nuevo orden político. En los fundamentos de este nuevo orden está la criminalización del enemigo, incluidos los migrantes.

Si en la generación de competencias extraterritoriales del Estado norteamericano la nueva estructura de mando imperial ha comenzado a mermar la autonomía de los sistemas judiciales de la Unión Europea,10 en el hemisferio americano la construcción de su arquitectura jurídico–institucional está acelerando y profundizando la integración subordinada de Canadá y México al proyecto de seguridad regional de Estados Unidos, anunciado desde 1990 con la Enterprise for the Americas. El proyecto, cuyo objetivo estratégico fue crear una zona continental de libre tránsito de mercancías y capitales desde Alaska hasta la Patagonia (Área de Libre Comercio de las Américas: ALCA), contempló desde un inicio el TLCAN tan sólo como un primer paso. Inscrito en la tendencia de integraciones regionales que acompaña a la nueva configuración histórica del capital, ese proyecto contempló también la creación de una zona de seguridad hemisférica que suponía, entre otras cosas, la transformación de los ejércitos latinoamericanos en fuerzas de disuasión interna (policiales). Los acuerdos sobre Fronteras Inteligentes y la creación de un Comando Norte que incorporó a Canadá, México y el Caribe en el perímetro de seguridad militar de Estados Unidos han sido, en los años recientes, los ejes de la profundización de aquel proyecto.

Si la expansión territorial a costa de México fue, junto con la Guerra de Secesión, uno de los soportes del despegue de la acumulación capitalista en Estados Unidos, hoy el complejo militar–industrial de ese país se prepara para el despojo institucionalizado de bienes nacionales y para incluir a México en la jurisdicción territorial de Estados Unidos. Anunciada en Waco, Texas, en marzo de 2005, la llamada Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte (ASPAN) se dispone a "convertir a América del Norte en el mejor lugar para hacer negocios", blindándola de desafíos internos y externos. Tres son los ejes de este nuevo proyecto, diseñado y puesto en marcha al margen de congresos y parlamentos: 1) eliminar barreras al flujo de capitales en industria energética, transporte, servicios financieros y tecnología; 2) garantizar el suministro de petróleo a Estados Unidos y 3) ajustar las políticas estatales de México y Canadá a los imperativos geoestratégicos de seguridad de Estados Unidos, implementando mecanismos de vigilancia y control del tránsito en fronteras, puertos, aeropuertos, vías marítimas y espacio aéreo.

Nada dice ese acuerdo de la movilidad de la fuerza de trabajo ni de la regulación de flujos migratorios. A diferencia de la Unión Europea, confederada en torno a una moneda única, libre circulación de la fuerza de trabajo, banca y parlamento comunes, la integración norteamericana conserva y refuerza las fronteras estatales, subordinando en los hechos a los Estados vecinos. Esta integración no sólo impide la libre movilidad de la fuerza de trabajo, sino criminaliza a los migrantes mexicanos, excluidos a ambos lados de la frontera.

Representantes de las grandes corporaciones financieras de los tres países, organizados en torno al Council on Foreign Relations, se han pronunciado ya por la aceleración de esta tendencia. Su recomendación central es establecer a más tardar en 2010 una <<Comunidad de América del Norte>>, cuyos límites estarían definidos por un arancel externo común y un perímetro externo de seguridad.11 Sus promotores hablan con convicción y obrarán en consecuencia. El primer paso fue dado en la reunión de altos mandos militares, ejecutivos de empresas petroleras y miembros del equipo cercano de Felipe Calderón, jefe del Estado mexicano.12

 

VII

La comunidad estatal mexicana, con sus reglas de cohesión política, sus códigos de mando y obediencia, su forma de legitimidad, sus mitos y sus símbolos, se configuró en un gran arco histórico. Ese arco se abrió con las reformas liberales juaristas emprendidas en la segunda mitad del siglo XIX y se cerró en los años del cardenismo, en la década de los treinta del siglo XX. Atravesado por la Revolución Mexicana, expresión violenta y concentrada de la resistencia de antiguas formas de socialidad comunitaria y de nuevos agravios provocados por la modernización porfirista, en ese gran arco histórico se realizaron los procesos fundamentales implicados en la construcción de un Estado nacional: la delimitación y el control estatal de un espacio territorial, la conformación de una esfera de lo público–estatal secularizada (res publica), la formación de un poder soberano, la configuración material y simbólica de una comunidad estatal y la construcción de los grandes mitos unificadores de la nación.

Ese proceso de construcción estatal, surcado por múltiples insubordinaciones indígenas y campesinas y el despojo de casi la mitad del territorio nacional, supuso el cumplimiento de cuatro condiciones: 1) someter a la Iglesia a la jurisdicción estatal, arrancándole el poder terrenal sobre los asuntos que competen a los ciudadanos, al mando político y la comunidad estatal: educación, constitución civil de las personas privadas e impartición de justicia; 2) conservar la integridad del territorio nacional frente a la amenaza de expansión territorial de Estados Unidos; 3) centralizar el mando nacional sometiendo a los caudillos y caciques regionales y afirmando su exclusividad frente a poderes y mandos externos y 4) pacificar el país, terminando con el largo ciclo de violencia agraria abierto en el siglo XIX y prolongado aun después del cierre de la Revolución Mexicana.

El proceso, que para los liberales significó enfrentar una guerra interna (la de Reforma) y el imperio de un príncipe extranjero, no se cerró con la "República Restaurada". Se extendió al porfiriato y al régimen posrevolucionario, llegando hasta la expropiación petrolera de 1938. Era ese proceso el que estaba detrás de los decretos carrancistas de 1914–1920 reglamentando la posesión extranjera de ferrocarriles, minas y petróleo y en la disputa jurídica sobre el artículo 27 que atravesó la relación México–Estados Unidos en la década de los veinte. Atravesando el ciclo de expansión capitalista de la belle époque (1890–1913) que trastocó internamente las socialidades agrarias, desembocando en la Revolución Mexicana y en la Primera Guerra Mundial, ese proceso de construcción estatal terminó de realizarse en el periodo de entreguerras, en medio de la reconfiguración mundial abierta con la revolución bolchevique, la crisis del Estado liberal, el keynesianismo y el New Deal de Roosevelt.

El Estado mexicano, construido en un largo y conflictivo proceso histórico, se conservó en la larga fase de expansión de la segunda posguerra, no sólo en medio del Welfare State, sino del control y planificación estatal de las economías nacionales que caracterizaron en todo el mundo (incluida la Unión Soviética) al orden social keynesiano. En un mundo caracterizado por la hegemonía estadounidense y el surgimiento de instituciones financieras globales (FMI y Banco Mundial), pero también por la existencia de mecanismos mundiales de regulación financiera (Acuerdos de Bretton Woods) y por la existencia de grandes territorios que se habían sustraído o condicionado la difusión interna de la socialidad capitalista, las reglas previamente establecidas por la Revolución Mexicana permitieron conservar la soberanía estatal mexicana frente a Estados Unidos (expresada en la postura mexicana ante la revolución cubana y en la política de asilo a los exiliados políticos con el ascenso de las dictaduras militares sudamericanas).

La inserción del Estado mexicano en el proceso de reconfiguración hemisférica que hoy se está produciendo implica, simultáneamente, una reorganización del espacio que traspasa las fronteras estatales, una cesión de atributos del Estado y una modificación de la relación del Estado mexicano con Estados Unidos. Esta dimensión de la mutación política mexicana aparece en la superficie, hasta ahora, como:

1. Erosión de la soberanía, es decir, de la existencia del poder estatal como mando único y supremo dentro de un territorio. Hacia dentro, este socavamiento se expresa en la fragilidad de la institución presidencial y en la fragmentación del país en cacicazgos políticos y sindicales y en señoríos territoriales controlados por bandas del narcotráfico, todos entrelazados. Hacia afuera se expresa en la cesión del mando estatal en asuntos estratégicos internos: política económica, uso y destino de recursos estratégicos, política de seguridad nacional, política exterior, política educativa, política financiera y política monetaria.

2. Mutación del ejército: su conversión, de institución encargada de salvaguardar la soberanía estatal, en una suerte de policía nacional adiestrada en labores de contrainsurgencia y control policiaco de conflictos sociales internos. A este proceso corresponden la incorporación del ejército en la estructura nacional de seguridad pública y el intento de subordinarlo a mandos militares externos.

3. Remplazo de una politica exterior caracterizada por la solidaridad con los pueblos subyugados por una relación de vasallaje a los intereses de seguridad de Estados Unidos.

4. Incorporación del territorio mexicano en el perímetro de seguridad militar de Estados Unidos.

La mutación es de alcance y significado históricos. Ningún proyecto anterior de modernización capitalista había implicado una alteración en la forma estatal–nacional. Todos, en su momento, intentaron reconfigurar el tejido social destruyendo socialidades comunitarias, convirtiendo la tierra en mercancía, liquidando pueblos y ejidos y difundiendo la socialidad abstracta del mercado capitalista. Ese fue el proyecto del juarismo, de los "científicos", del maderismo, del carrancismo, del callismo y del alemanismo. Pero todos ellos partían de la existencia de un mando interno soberano y del control estatal sobre el territorio nacional (suelo, subsuelo, mares y espacio aéreo) como elementos del Estado que debían ser resguardados.

Sólo comprensible en escala histórica, más allá del acontecimiento o la coyuntura, esta mutación estatal no es producto de la voluntad imperial del Estado norteamericano ni de la maldad de sus representaciones hemisféricas. Es la reorganización del capital con todas sus contradicciones, incluida la competencia mundial entre capitales, la que se expresa en la forma de una reconfiguración política hemisférica. Es esta mutación la que busca acelerarse con el proyecto de acentuar esa frontera imaginaria que divida a México entre una región centro–sur conectada a Centroamérica (el "Corredor Mesoamericano") y un norte integrado a Estados Unidos. A ella corresponden el proyecto para el Istmo de Tehuantepec y el Plan Puebla–Panamá.

Ello no significa la desaparición del Estado, la caída en una condición colonial o la conversión de México en protectorado, pero sí una mutación política de largo alcance. La élite gobernante mexicana no es administradora ni gestora del Estado norteamericano. Representa la existencia de un mando político interno que intenta fundar su relación con el vecino del norte en la propia legitimidad doméstica. La ausencia de esta legitimidad, o una legitimidad precaria, vuelve aún más frágil la autoridad del mando nacional frente al cerco externo.

 

VIII

Un conflicto atravesó la construcción de la nación mexicana: el enfrentamiento entre quienes encauzaron al país en el proyecto civilizatorio del capital y quienes han resistido cultivando mundos de la vida de estirpe mesoamericana. No se trata de un choque cultural a la Huntington sino de la coexistencia asimétrica, constitutiva de la dominación en una sociedad de matriz colonial como la mexicana, de dos proyectos civilizatorios: es la confrontación secular entre lo que Bonfil Batalla denominaba el México profundo y el México imaginario. Este conflicto histórico, inaugurado en el siglo XVI con la conquista española y continuado en el siglo XIX con el proyecto liberal, ha resultado de la permanente negación de la civilización mesoamericana como raíz persistente y presencia viva en la sociedad mexicana y del también constante intento de disolver las formas de socialidad y las estructuras simbólicas que le son propias: las formas de trabajo y producción material, la fijación a la tierra, los lazos sagrados con la naturaleza, las nociones sobre la vida, el tiempo y la muerte, las maneras de entender y hacer política, los códigos de autoridad y de impartición de justicia.13

La desarticulación de la antigua comunidad agraria, recreada alrededor de la tierra y la organización de los pueblos, ha sido en esta larga historia de agresión la punta de lanza del proyecto civilizatorio de la modernidad capitalista, que ha presentado la destrucción de la comunidad como una tarea redentora de pueblos considerados socialmente arcaicos y étnicamente inferiores.

Esta fractura ontológica de la nación mexicana no fue resuelta, sino sólo enmascarada: primero, en la igualdad jurídica de la república liberal; después, en el proyecto ideológico y educativo del régimen posrevolucionario: el de una sociedad mestiza, culturalmente homogénea, que reconoció en el pasado indígena una raíz lejana de la nacionalidad mexicana, volviendo ese pasado mito unificador, parte de la historia oficial y objeto del muralismo. Fue un proyecto de integración nacional que tuvo su expresión refinada en la política estatal indigenista, esa versión temprana del multiculturalismo que, aceptando reconocer la diversidad constitutiva de la sociedad mexicana, se empeñó igualmente en "civilizar" a los indígenas, integrándolos en el "progreso".

La rebelión de las comunidades indígenas chiapanecas interpeló a la nación toda, en el umbral del siglo XXI, reclamando con su demanda de autonomía no la escisión del país ni su separación en una "república de indios", sino el reconocimiento e inclusión de esta civilización secularmente negada como parte constitutiva y en igualdad de derechos de la nación mexicana.

No existen nación ni república de ciudadanos en una sociedad mientras persistan en su interior estructuras coloniales y racismo. Resolver este conflicto ontológico de la nación mexicana no desde un imposible retorno al pasado ni desde el rechazo de la cultura occidental, sino desde un horizonte transmoderno, era la gran propuesta civilizatoria contenida en la insubordinación de las comunidades indígenas zapatistas.14 Esa propuesta, que significaba una redefinición histórica de la nación mexicana, se hizo justo cuando esta nación empezó a ser encauzada por las nuevas élites del México imaginario en otro proyecto: el de su integración en una Comunidad de América del Norte.

 

IX

¿Puede una sociedad como la mexicana, cuyo origen histórico es tan distinto al de Estados Unidos, transmutarse en esa <<comunidad del dinero>> recreada en los vínculos impersonales del mercado que Marx describía en su análisis de la sociedad capitalista? ¿Es posible que la tendencia que arrastra a México hacia el norte culmine en su integración en una nueva entidad regional cuyos contornos apenas alcanzamos a imaginar?

La integración de México con Estados Unidos es una tendencia objetiva, real, irreversible, cuyos motores propulsores no están en el perfil de las élites políticas, sino en las razones y la lógica del capital. Esta tendencia empezó a materializarse desde los años ochenta del siglo XX con la instalación de las primeras plantas automotrices y el crecimiento espectacular de la industria maquiladora en el norte de México. Ha ido madurando en los corredores industriales que conectan físicamente ciudades y puertos del centro–norte de México con los polos industriales y comerciales de las costas de Canadá y Estados Unidos y continuará, en el futuro inmediato, con la conformación de los grandes corredores comerciales transnacionales. Esta tendencia es reforzada por la contratendencia autónoma, y hasta ahora incontrolable, que viene del propio movimiento del trabajo vivo: la expresada en casi medio millón de trabajadores mexicanos –indígenas, campesinos, obreros industriales, profesionales– que anualmente atraviesan la frontera hacia el norte, ejerciendo ese secular derecho de fuga que Sandro Mezzadra encontró como una constante entre las múltiples formas de resistencia de las clases subalternas en la historia del capitalismo.

Como ha sucedido también a lo largo de la vida del capital, esta expansión incontenible encuentra también sus límites en la historia y la cultura de los pueblos. En contraste con la vieja Europa, cuyas naciones comparten un pasado común tejido en diez siglos de unidad espiritual, las naciones de Norteamérica provienen de distintas historias y matrices culturales. Las diferencias entre México y Estados Unidos no son únicamente cuantitativas: no se miden solamente por tasas de productividad o balances de exportaciones e importaciones. Las posiciones y contraposiciones de estas dos naciones vecinas y ajenas pertenecen también al orden de las civilizaciones: esas estructuras de larga duración que cambian sólo muy lentamente, sobreviviendo incluso a las revoluciones.

"Una civilización es la manera que tiene una sociedad de vivir, convivir y morir", escribía Octavio Paz en Tiempo nublado. "Una civilización", agregaba, "no sólo es un sistema de valores: es un mundo de formas y de conductas, de reglas y excepciones. Es la parte visible de una sociedad –instituciones, monumentos, ideas, obras, cosas– pero sobre todo es su parte sumergida, invisible: las creencias, los deseos, los miedos, las represiones, los sueños".15 Si esto es así, la civilización mesoamericana, sometida y negada en los sucesivos proyectos de modernización capitalista, sigue siendo una presencia innegable a todo lo largo y ancho del país y no circunscrita a sus pueblos originarios. Esa civilización persiste en los hábitos, en las costumbres y en esas nociones del tiempo, el trabajo, el cuerpo, la muerte y la fiesta que constituyen el ethos barroco mexicano, descifrado desde Alexander von Humboldt hasta Samuel Ramos y Octavio Paz.16

De todo cuanto está implicado en los modos de vida, el imaginario y hasta el inconsciente colectivo en sociedades provenientes de distintas matrices culturales, quizá la constelación estatal haya sido una de las diferencias más contrastantes entre México y Estados Unidos. La constitución estatal en Estados Unidos, construida históricamente desde el trasplante en suelo americano de socialidades capitalistas ya desarrolladas, ha descansado desde su origen en la moderna lógica empresarial y en sus valores de utilidad práctica. El Estado pragmático, como llama Orozco a la configuración política estadounidense, se armó sobre la corporation, empotrándose en el ensamblaje moderno de los derechos de propiedad privada y remitiéndose al eje universal–cosmopolita de los contratos privados.17 En la genética de esa constitución mercantil–capitalista estaba ya incubada lo que aparece en la superficie como una orientación belicosa: la expansión territorial y la guerra. "La guerra y el comercio no son sino dos medios de llegar a la misma meta, o sea, la de poseer lo que se desea", escribía Benjamin Constant en Del espíritu de conquista (1814) refiriéndose a esta tendencia de la modernidad capitalista. A ella se había referido antes Alexander Hamilton al analizar la constitución jurídica estadounidense en El Federalista, revelando la realpolitik imperial del Estado mercader–republicano. Es esa misma tendencia expansiva la que hoy, en su despliegue, está anulando los fundamentos republicanos de la constitución norteamericana.

Nutrida de las fuentes del contractualismo antiguo a través de la secular experiencia novohispana, la constelación estatal mexicana descansó en cambio en un entramado material y simbólico que otorgaba a la comunidad política (res publica) una existencia trascendente y preeminente a los intereses particulares de sus miembros. En esa tradición, para la que república y monarquía no eran términos jurídicamente incompatibles, la noción de cuerpo político, enraizado materialmente en la existencia de bienes comunes, definía el lazo sagrado de protección y lealtad que vinculaba a gobernantes y gobernados.18

Sostenida históricamente en la persistencia subalterna, pero no negada, de la civilización indígena, esta matriz cultural mexicana fue traducida en el discurso imperial como una frontera racial que fijó límites precisos entre ambas naciones: los que, en el imaginario del norte, separan a una nación blanca de un país de indios. Esta línea racial, constitutiva de la dominación colonial moderna, está abriendo hoy nuevas zonas de turbulencia. La construcción del muro en la frontera con México –aprobada por el Congreso de Estados Unidos el 29 de septiembre de 2006– no se explica solamente en la lógica de los mercados laborales o en el intento de controlar los movimientos autónomos de la fuerza de trabajo. El muro es también la continuación de la "geopolítica de la prudencia racial" que, inaugurada desde los tiempos del despojo territorial de 1847, sirvió para fundamentar el rechazo de las élites del norte a la anexión territorial de todo México.19 El muro es un escudo de protección ante lo que en el imaginario anglosajón es l'invasion barbare.

 

X

Las formas concretas que la nueva universalización del capital adopta en el mundo y en cada una de sus regiones, así como sus significados precisos en la vida y el imaginario colectivo, no dependen solamente de ciclos económicos. Están sujetos a entramados culturales tejidos en la historia: esas configuraciones simbólicas desde las cuales etnias, comunidades y pueblos reciben e interpretan, cuestionan y disputan, adaptan y modelan el sentido de esta gran transformación.

La <<cultura de la resistencia>> creada en cinco siglos de experiencia mexicana en la modernidad capitalista ha transitado, analizaba Bonfil Batalla, por múltiples senderos de sobrevivencia: conservación de la propia identidad, apropiación de elementos culturales ajenos e innovación para adaptarse (y adaptar) a las nuevas formas de dominación, aprovechando los resquicios que permitan ampliar la propia existencia.20 Esta es quizá la lógica que guía el movimiento subterráneo de la migración mexicana: obreros industriales e indígenas mixtecos, zapotecos, triques, mixes, trabajando y viviendo en Tijuana, California, Chicago, Nueva York. Es ésta una de las formas novedosas de apropiación silenciosa de los territorios y riquezas contenidas en el nuevo modo de dominación por las clases subalternas mexicanas, que en su éxodo llevan consigo identidades ancestrales creando nuevas comunidades subalternas transnacionales.

La transformación en marcha es un proceso abierto, cuyo desenlace no está garantizado de antemano. Estamos viviendo uno de esos grandes cambios epocales en que la originalidad de los fenómenos resulta inaprehensible en las coordenadas del viejo pensamiento. A la insubordinación del pueblo boliviano, que opone a la razón del capital razones antiguas y actuales enraizadas culturalmente en la civilización andina, se ha agregado en este cambio de siglo la moderna organización de los migrantes latinoamericanos, cuyas grandes movilizaciones en Estados Unidos son también anuncio de una nueva época. Nuevos derechos universales para el trabajo vivo, reconocidos más allá de fronteras estatales y cercos ajenos, están en los reclamos de los trabajadores latinoamericanos en las calles y avenidas de Estados Unidos. Son éstos parte de los nuevos contenidos, concretos y específicos, de la república universal de los derechos de los seres humanos opuesta al estado de excepción del capital global.

 

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NOTAS

* Texto presentado en el X Congreso Internacional sobre Integración Regional, Fronteras y Globalización en el Continente Americano, co–organizado por el Seminario Permanente de Estudios Chicanos y de Fronteras (DEAS–INAH) y la Universidad de los Andes–Táchira (Venezuela), San Cristóbal de las Casas, Chiapas, México, 30 de noviembre, 1–2 de diciembre de 2006. Se utiliza aquí el concepto res publica en el sentido clásico proveniente de la tradición romana: la "cosa pública", la "cosa del pueblo", es decir, la relativa a una asociación humana políticamente constituida, fundada en la existencia de intereses comunes y de leyes aceptadas por todos.

1 Rosa Luxemburg, La acumulación de capital, Grijalbo, México, 1967, p. 346.

2 Joachim Hirsch, El Estado nacional de competencia. Estado, democracia y política en el capitalismo global, UAM–Xochimilco, México, 2001, pp. 137–162.

3 Friedrich Katz, Nuevos ensayos mexicanos, Ediciones Era, México, 2006, p. 155.

4 "En 1930, cuatro años antes de que Cárdenas llegara al poder", documentó Eckstein, "los ejidos poseían únicamente 13.4% de todas las tierras de labor, 13.1% de los terrenos con riego y 10.2% del valor total de las tierras. En 1940, después de terminar su periodo presidencial, estas tasas habían aumentado a 47.4%, 57.3% y 35.9% respectivamente [...] De hecho, los ejidos contribuyen con 50.5% de la producción agrícola nacional en el año de 1940, contra sólo 11% en 1930". Salomón Eckstein, El ejido colectivo en México, Fondo de Cultura Económica, México, 1966, p. 61.

5 Leopoldo Zorrilla Ornelas, "El sector rural mexicano a fines del siglo XX", Comercio Exterior, vol. 53, núm. 1, enero de 2003, pp. 74–86.

6 Friedrich Katz, op. cit., p. 399.

7 En 1935 –documentó Lorenzo Meyer– 75 por ciento de la inversión industrial en México era de origen externo. El capital extranjero controlaba 98 por ciento de la actividad minera, 99 por ciento de la petrolera, 79 por ciento del sistema ferroviario y de tranvías y 100 por ciento de la energía eléctrica. Cfr. Lorenzo Meyer, México y los Estados Unidos en el conflicto petrolero, 1917–1942, El Colegio de México, México, 1981, pp. 304–305.

8 Víctor M. Godínez, "La economía de las regiones y el cambio estructural", en Fernando Clavijo (comp.), Reformas económicas en México, 1982–1999, Fondo de Cultura Económica, Colección Lecturas, núm. 92, México, 2000, pp. 367–371.

9 "Frente al irresistible avance de lo que ha sido definido como una <<guerra civil mundial>>", escribe Agamben, "el estado de excepción tiende a presentarse como el paradigma de gobierno dominante en la política contemporánea. Este pasaje de una medida provisional y excepcional a una técnica de gobierno amenaza con transformar radicalmente la estructura y el sentido de la distinción tradicional entre las diferentes formas de constitución". Giorgio Agamben, État d'exception. Homo sacer, Seuil, París, 2003, pp. 11–12. El propio Agamben hace referencia en este texto a Walter Benjamin, reconstruyendo su polémica con Carl Schmitt y subrayando el papel de Benjamin en la teoría schimittiana de la soberanía, elaborada como respuesta a la crítica benjaminiana de la violencia.

10 Jean–Claude Paye, La fin de l'Etat de droit. La lutte antiterroriste de I etat d'exception à la dictature, La Dispute, París, 2004.

11 John P. Manley, Pedro Aspe y William F. Feld (cords.), Building a North American Community, Nueva York, Council on Foreign Relations Press, Independent Task Force, núm. 53, mayo de 2005.

12 Entre el 12 y 14 de septiembre de 2006 se realizó el llamado Segundo Foro de América del Norte en Alberta, Canadá. Sin acceso de los medios de comunicación ni boletines informativos, se reunieron ahí miembros del entonces "equipo de transición" de Felipe Calderón, altos mandos militares de Estados Unidos y Canadá, funcionarios de seguridad pública de México y ejecutivos de empresas petroleras. Entre los asistentes, según datos filtrados por la prensa, se encontraba Donald Rumsfeld, secretario de Defensa de Estados Unidos.

13 Se entiende aquí civilización en sentido braudeliano: una estructura social de larga duración que supone organización en ciudades, una determinada forma de organización de la vida material y valores fundamentales que constituyen una mentalidad colectiva: "Una civilización es, en primer lugar, un espacio, un <<área cultural>> [...] Imagínese en el interior de una localización, más o menos amplia pero nunca muy reducida, una masa muy diversa de <<bienes>>, de rasgos culturales: tanto la forma, el material o los tejados de las casas como un determinado arte de emplumar las flechas, un dialecto o un grupo de dialectos, unas aficiones culinarias particulares, una técnica peculiar, una manera de creer, una forma de amar, o también la brújula, el papel, la prensa del impresor. El agrupamiento regular, la frecuencia de ciertos rasgos y la ubicuidad de éstos en un área precisa constituyen los primeros síntomas de una coherencia cultural. Si a esta coherencia se añade una permanencia en el tiempo, llamo civilización o cultura al conjunto, al <<total>> del repertorio. Este total constituye la forma de la civilización así reconocida". Fernand Braudel, La historia y las ciencias sociales, Alianza, Madrid, 1984, p. 174.

14 Con horizonte transmoderno quiero decir uno que, recuperando la esencia de la modernidad (la promesa de emancipación humana), se opone a su figura histórica capitalista. Le llamo transmoderno porque, recuperando la esencia de la modernidad, va más allá de ella: se trata de la utopía marxiana de una "comunidad real y verdadera fundada en la libre individualidad y en el reconocimiento recíproco de las personas", es decir, una que no apela a un humanismo o libertad abstractos, sino al libre desarrollo de la personalidad humana (autonomía) de individuos que entablan entre sí relaciones de reciprocidad concreta y, agregaríamos en estos tiempos, en relación no–instrumental con la naturaleza.

15 Octavio Paz, Tiempo nublado, Seix Barral, México, 1983, pp. 141–142.

16 Siguiendo a Bolívar Echeverría, entiendo por ethos barroco una específica configuración histórica de la modernidad capitalista: un principio de ordenamiento del mundo de la vida que, frente al hecho capitalista y el imperio del valor de cambio, "no lo acepta, ni se suma a él sino que lo mantiene siempre como inaceptable y ajeno", afirmando el valor de uso y la riqueza concreta, haciendo "vivible lo invivible". Bolívar Echeverría, La modernidad de lo barroco, Ediciones Era, México, 1998, p. 39.

17 José Luis Orozco, El Estado pragmático, Fontamara, México, 1997, p. 23.

18 Resumo aquí planteamientos expuestos con más detenimiento en El Príncipe mexicano. Subalternidad, historia y Estado, Ediciones Era, México, 2005.

19 José Luis Orozco, De teólogos, pragmáticos y geopolíticos. Aproximación al globalismo norteamericano, Gedisa, Barcelona, 2001, pp. 117–123.

20 Guillermo Bonfil Batalla, México profundo. Una civilización negada, Grijalbo/Conaculta, México, 1990, pp. 187–200.

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