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Argumentos (México, D.F.)

Print version ISSN 0187-5795

Argumentos (Méx.) vol.19 n.52 Ciudad de México Sep./Dec. 2006

 

Dossier: Lógicas del poder. Miradas críticas

 

Poder, violencia y revolución en los escritos de Hannah Arendt. Algunas notas para repensar la política

 

Power, violence and revolution in the writings of Hannah Arendt

 

Anabella Di Pego

 

Universidad Nacional de La Plata, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Argentina.

 

Resumen

A lo largo de su obra, y principalmente en La condición humana, Hannah Arendt concibe el poder, en abierta contraposición con la tradición del pensamiento político, como aquello que surge cuando los hombres se reúnen para actuar y dialogar en concierto. A partir de esto, Habermas sostiene que Arendt sustenta una noción comunicativa del poder. En este trabajo pretendemos señalar algunas de las limitaciones de esta interpretación habermasiana que reduce la noción de poder de Arendt a una dimensión comunicativa. En este sentido, proponemos distinguir en la obra de Arendt dos acepciones diferentes de la noción de poder: una que podría subsumirse bajo lo que Habermas denomina "poder comunicativo", y otra que denominaremos "poder de reunión", y cuyas principales características procuraremos dilucidar. Por último, a partir de esta distinción de la noción de poder, esbozamos una reinterpretación de la concepción arendtiana de la revolución y de la política.

Palabras clave: Hannah Arendt, poder, violencia, revolución, política.

 

Abstract

Hannah Arendt's conception of power is believed to be critical of the violence. From dieses point of view, Habermas conceive that Arendt sustain a communicative conception of power, in the sense that she considers that the logic of the power is absolutely different from the violence. However, when we approach to the analysis of the power throughout her work, we are faced with enormous difficulties that come from essentially the polysemic character of this notion. We, therefore, propose to distinguish at least two different meanings of the power in Arendt, one that we will call "communicative power" following Habermas, and another one that we will call "multitude's power". This work engages in controversy with the interpretation of Jürgen Habermas and tries to contribute with a new light to think about the relationship between power, violence, politics and revolution in Arendt's work.

 

Résumé

Dans son oeuvre entière, particulièrement à La condition humaine, Hannah Arendt comprend le pouvoir, face à toute la tradition de la pensée politique, comme ce qu'apparaît où les hommes se jointent pour agir et parler. A cause de cette conception, Habermas a signalé que Hannah Arendt soutient une notion communicative du pouvoir. Ici, nous voulons marquer quelques limitations de cette approche. Nous proposons faire une distinction entre les deux acceptions du pouvoir chez Arendt: le <<pouvoir communicatif>> et le <<pouvoir de réunion>>. En fin, nous appréhenderons les conceptions de la révolution et la politique chez Arendt.

 

En la época moderna, según Hannah Arendt, la capacidad humana de acción ha sufrido un retroceso en función de la importancia creciente de su capacidad productiva1 y de la violencia ínsita en ella. A partir de esto, y dado que Arendt concibe la política en relación con la acción, las revoluciones adquieren un estatus problemático en la medida en que suponen una apropiación de la violencia y de esta capacidad productiva en aras de la construcción de nuevas sociedades. En la primera sección del trabajo delimitamos esta problemática y señalamos, como hipótesis de lectura, que la indagación en torno a la noción de poder contribuye a esclarecer la relación entre política y revolución desde la perspectiva arendtiana, y permite repensar su concepción política en general. Por ello, en la segunda sección del trabajo nos abocamos a reconstruir críticamente la noción de poder a lo largo de los escritos de Arendt. De este modo, advertimos que en La condición humana, Arendt concibe el poder, en abierta contraposición con la tradición del pensamiento político, como aquello que surge cuando los hombres se reúnen para actuar y dialogar en concierto. A partir de esto, Habermas sostiene que Arendt sustenta una noción comunicativa de poder. Sin embargo, en el tercer apartado pretendemos señalar algunas limitaciones de esta interpretación habermasiana retomando la lectura del texto de Arendt Sobre la violencia, donde se pone de manifiesto la imposibilidad de reducir el poder a una dimensión comunicativa. En este sentido, proponemos distinguir en la obra de Arendt dos acepciones diferentes de la noción de poder: una que podría subsumirse bajo lo que Habermas denomina "poder comunicativo", y otra que denominaremos "poder de reunión", y cuyas principales características procuraremos dilucidar. A partir de esta distinción, en las dos últimas secciones del trabajo esbozamos una reinterpretación de la concepción arendtiana de la revolución y de la política.

 

DE LA ACCIÓN A LA POLÍTICA Y DE LA VIOLENCIA A LA REVOLUCIÓN

La política, tal como la concibe Hannah Arendt, surge allí donde los hombres, en un marco de estabilidad conformado a partir de promesas mutuas, abordan conjuntamente el tratamiento de los asuntos humanos a través de la acción y el discurso. Mientras que el discurso posibilita que los hombres revelen su identidad, la acción manifiesta su capacidad para introducir novedad en el mundo, es decir, para configurar nuevos comienzos, y ambas constituyen el sentido mismo de la actividad política. De este modo, se entiende que "la gran importancia que tiene, para las cuestiones estrictamente políticas, el concepto de comienzo y de origen proviene del mero hecho de que la acción política, como cualquier otro tipo de acción, es siempre esencialmente el comienzo de algo nuevo; como tal es, en términos de ciencia política, la verdadera esencia de la libertad humana".2

Como puede apreciarse, "la actividad política humana central es la acción",3 porque la política brinda las condiciones para que la acción pueda desplegarse en todo su esplendor. Pero también el discurso constituye un aspecto central de la actividad política en la medida en que permite, a partir de la diversidad de experiencias, configurar un mundo compartido.4 La polis griega representa la máxima realización de la política entendida como el diálogo y la acción concertadas entre los hombres porque "en ésta el sentido de lo político, no su fin, era que los hombres trataran entre ellos en libertad, más allá de la violencia, la coacción y el dominio, iguales con iguales, que mandaran y obedecieran sólo en momentos excepcionales –en la guerra–y, si no, que regularan todos sus asuntos hablando y persuadiéndose entre sí".5 Arendt, siguiendo a la tradición griega, privilegia la acción y el lenguaje por sobre el trabajo y la labor, concibiéndolos como las actividades constitutivas del núcleo de la política y depositando en ellas la dignidad que diferencia al hombre de los animales. De este modo, la política es entendida en abierta contraposición con la guerra y la violencia, como la acción y el diálogo entre iguales.

En contraste con esto, en la época moderna se produce la exaltación de las capacidades productivas de los hombres y consecuentemente de la violencia que las mismas conllevan. Recordemos que el proceso de producción supone siempre la extracción violenta de la materia prima de la naturaleza que se presenta como un medio necesario para conseguir el fin propuesto. Así, en la época moderna, la producción –o el trabajo– se presenta como la actividad humana más elevada y la violencia es concebida como un medio eficiente para la prosecución de fines. Como resultado de esto, se produjo la convergencia del entusiasmo político por construir nuevas y mejores sociedades, con la convicción de que el único medio para hacerlo era la violencia. Las revoluciones sucedidas a partir del siglo XVII son testimonio de esta combinación de medios violentos con la aspiración de construir nuevas sociedades.

En una primera instancia, este vínculo existente entre revoluciones y violencia parece situarlas fuera del ámbito de la política, tal como Arendt lo delimita en relación con la polis griega. Efectivamente, en el prefacio de su clásico libro Sobre la revolución, Arendt sostiene que "en la medida en que la violencia desempeña un papel importante en las guerras y revoluciones, ambos fenómenos se producen al margen de la esfera política en sentido estricto, pese a la enorme importancia que han tenido en la historia".6 Sin embargo, un par de páginas más adelante afirma que "las revoluciones constituyen los únicos acontecimientos políticosque nos ponen directa e inevitablemente en contacto con el problema del origen";7 y este problema en la medida en que se vincula con la acción, como vimos, constituye el núcleo de la política misma.

Una de las problemáticas a esclarecer, entonces, será si, desde la perspectiva de Arendt, la revolución pertenece o no a la esfera política. A su vez, procuraremos comprender por qué se produce esta oscilación en el pensamiento de Arendt. Para ello, en los dos apartados siguientes procederemos a indagar la distinción que Arendt establece entre poder y violencia. Luego, mostraremos que ambos se encuentran presentes de manera inescindible en el concepto de revolución, y a partir de esta observación procederemos a revisar críticamente la pertenencia de las revoluciones al ámbito político así como la concepción misma de la política de Arendt. Con ello esperamos mostrar que cuando Arendt aborda el análisis del fenómeno revolucionario, inevitablemente su concepción de la política se ve transfigurada en dos sentidos: por un lado, la política se presenta entroncada con el "poder de reunión" mientras que el diálogo pasa a ocupar un lugar subsidiario en la articulación entre los hombres, y por otro lado, se pone de manifiesto que la política no es sólo novedad, espontaneidad y libertad, sino también, y fundamentalmente, la fundación o la institución de un espacio que posibilite la aparición de esa novedad.

 

LA DISTINCIÓN ENTRE PODER Y VIOLENCIA

Mucho se ha escrito sobre la noción de poder de Hannah Arendt destacando la contraposición entre su conceptualización y la tradición del pensamiento político, que concibe al poder como la "posibilidad de imponer en cada caso la propia voluntad al comportamiento de los demás".8 Desde esta perspectiva, el poder es entendido, entonces, como la capacidad de dominación del hombre sobre el hombre, y en esto concuerdan, según Arendt, los pensadores políticos tanto de izquierda como de derecha. En abierta oposición, Arendt entiende que el poder se "corresponde a la capacidad humana no sólo de actuar sino de actuar en concierto. El poder no es nunca una propiedad de un individuo; pertenece al grupo y existe sólo mientras éste no se desintegra".9 Desafiando a las perspectivas imperantes que conciben al poder como "la eficacia del mando",10 Arendt pretende depurar la noción de poder de todos sus componentes instrumentales y eficientistas. Por eso, sostiene que el poder no es algo que pueda ser poseído ni almacenado por una persona, es decir, no puede ser reducido a ser un medio puesto a disposición de un fin. Sin embargo, Arendt admite que es innegable que los gobiernos utilizan el poder para alcanzar metas, pero aun así destaca que "la misma estructura del poder precede y sobrevive a todas las metas. Así que el poder, lejos de ser el medio para llegar a un fin dado, llega a ser la condición para que un grupo de personas piense y actúe en términos de la categoría de medios y fines".11

En la medida en que el poder "brota dondequiera que la gente se una y actúe de concierto",12 la condición de posibilidad del poder es la pluralidad humana, y por consiguiente resulta ser un fenómeno impredecible e inestable que depende "del acuerdo temporal y no digno de confianza de muchas voluntades e intenciones".13 Entonces, la particularidad del poder no reside en la eficacia para alcanzar los fines propuestos ni depende de la utilización de implementos que aumenten la propia fuerza del individuo –o más precisamente el propio poderío, siguiendo con las distinciones que Arendt realiza en Sobre la violencia.14 Esto se debe a que el poder no es algo mesurable o previsible, sino que reviste de un carácter potencial, y dado que todas las potencialidades "pueden realizarse pero jamás materializarse plenamente, el poder es en grado asombroso independiente de los factores materiales".15

Ahora bien, ¿qué pretende Arendt con esta redefinición del término poder? Fundamentalmente sentar las bases de una distinción entre poder y violencia que permita concebirlos como fenómenos de distinta índole. Dado que en la tradición del pensamiento político generalmente se entiende el poder como la eficacia de imponer la voluntad de uno sobre la de los otros, no es posible distinguir entre poder y violencia, porque incluso una voluntad que se impone con las armas gozaría de poder. Desde esta perspectiva, el poder y la violencia tienen una misma naturaleza, y sólo se diferencian por el hecho de que el poder supone un marco legal e institucional que reconoce los usos legítimos de la violencia, es decir, el poder es concebido como violencia institucionalizada. Bajo esta disolución de la distinción entre poder y violencia se yergue una convicción que Arendt quiere desterrar: que la dominación constituye el problema central de los asuntos políticos. Por el contrario, para Arendt el problema central de la política es la constitución de espacios donde los hombres puedan manifestarse a través de la acción y de la palabra.

En este contexto, Arendt entiende que la naturaleza del poder es completamente distinta, e incluso opuesta, a la de la violencia. Observa críticamente que "la actual equivalencia de poder y violencia proviene de la idea de que el gobierno es el dominio del hombre sobre el hombre por medio de la violencia",16 por eso, para sustentar una noción de poder como no dominación, debe remontarse a la tradición de la polis griega, cuyo concepto central no es el de gobierno sino el de isonomía, entendida como la igualdad entre los ciudadanos para participar activamente en los asuntos públicos de la asamblea. El poder, tal como lo entiende Arendt, no se sustenta en la relación de mando–obediencia que supone la noción de gobernar, sino más bien en el apoyo o rechazo que los ciudadanos prestan a sus instituciones, fundamentalmente a través de las opiniones, y de ahí la centralidad de la isonomía, pero también a través de otras formas de expresión, tales como las manifestaciones, las protestas, las rebeliones, entre otras. En este sentido, "todas las instituciones políticas son manifestaciones y materializaciones del poder; se petrifican y decaen en el momento en que el pueblo deja de respaldarlas".17

A partir de esto, Arendt sienta las bases de la distinción entre el concepto de poder, vinculado con el ámbito de la política y con la pluralidad, y el concepto de violencia, vinculado con el ámbito de lo instrumental. Una de las diferencias fundamentales entre la violencia y el poder es que éste último requiere de una reunión de personas, mientras que la violencia puede prescindir de la presencia de muchas personas pero suele requerir de implementos debido a su naturaleza instrumental. El poder surge allí donde los hombres se reúnen, y la forma extrema de poder es todos contra uno, mientras que la forma extrema de violencia es uno contra todos. Otra diferencia entre violencia y poder reside en que la primera requiere de justificación debido a su carácter instrumental, es decir, en la medida en que la violencia es un medio, necesita ser justificada en relación con el fin que ella prosigue. En contraste, el poder es un fin o bien en sí mismo, que "es inherente a la existencia misma de las comunidades políticas"18 y que no requiere de justificación sino de legitimación. La violencia nunca puede ser legítima, pero puede estar justificada en relación con el futuro cumplimiento de un fin (¿para qué?), mientras que el poder ajeno a la problemática de la justificación nos remite a la legitimidad que en el pasado le dio su origen (¿cómo?).

Arendt observa que los gobiernos suelen recurrir al incremento de la violencia cuando el poder que los sustenta disminuye. En este contexto, la violencia se concibe como un sustituto del poder que, de todas formas, resulta impotente debido a que "cuando la violencia carece del apoyo y el freno del poder, se opera la famosa inversión de medios y fines. Entonces, los medios destructivos determinan el fin, con la consecuencia de que el fin será la destrucción de todo poder".19 Entonces, según Arendt, el poder y la violencia no sólo se distinguen sino que son "términos contrarios; donde la una domina por completo, el otro está ausente. La violencia aparece donde el poder se halla en peligro; pero abandonada a su propio impulso, conduce a la desaparición del poder".20 Es decir, violencia y poder guardan una relación inversamente proporcional, cuando el poder que sustenta a un gobierno es grande la violencia se ve fuertemente reducida, y ésta tiende a aumentar cuando el gobierno empieza a perder poder. Además, la violencia puede destruir el poder pero nunca puede generarlo, y en la medida que resulta imposible sustituir el poder por la violencia se pone de manifiesto la naturaleza diferente de estos conceptos. La violencia resulta, por consiguiente, impotente para la generación de poder.

Sin embargo, la oposición tajante entre estos conceptos no significa que no sea posible su aparición conjunta, de hecho en toda forma de gobierno conviven la violencia, a través de la fuerza institucionalizada del Estado, y el poder, a través del apoyo de los ciudadanos. Así, Arendt reconoce que poder y violencia suelen aparecer unidos, pero en esos casos enfatiza el papel determinante que desempeña el poder por sobre la violencia para el mantenimiento de cualquier gobierno.21 A la luz de esta observación, podemos afirmar que si bien el poder y la violencia pueden ser dimensiones presentes en un mismo fenómeno, esto no modifica el hecho de que, según Arendt, sean conceptos contrarios en el sentido de que revisten de diferente naturaleza.

 

DOS NOCIONES DE PODER. REPENSANDO EL PODER
A LA LUZ DE LAS REVOLUCIONES Y REBELIONES

En La condición humana, la noción de poder se entronca con la acción y el diálogo concertado entre las personas. De este modo, Arendt destaca el papel que las palabras y las acciones conjuntas desempeñan en el surgimiento del poder, y observa el vínculo existente entre éste y el espacio público. Allí donde no hay poder, el espacio público no puede perdurar:

El poder sólo es realidad donde palabra y acto no se han separado, donde las palabras no están vacías y los hechos no son brutales, donde las palabras no se emplean para velar intenciones sino para descubrir realidades, y los actos no se usan para violar y destruir sino para establecer relaciones y crear nuevas realidades. El poder es lo que mantiene la existencia de la esfera pública, el potencial espacio de aparición entre los hombres que actúan y hablan.22

A partir de estos estrechos vínculos entre poder, palabra y espacio público, Jürgen Habermas concluye que Arendt sustenta un "concepto comunicativo de poder",23 donde éste se entiende "como la capacidad de ponerse de acuerdo, en una comunicación sin coacciones, sobre una acción en común".24 Tal como puede apreciarse en esta cita, Habermas destaca reiteradamente como un componente central del poder comunicativo "la capacidad de ponerse de acuerdo" o, con otras palabras, "la fuerza generadora de consenso de una comunicación que busca el entendimiento".25 Sin embargo, es necesario destacar que Arendt prácticamente no utiliza en sus obras expresiones tales como búsqueda de consensos o de acuerdos. Por eso, debemos señalar una divergencia: mientras que para Habermas el poder comunicativo tiene por objeto la búsqueda de acuerdos, para Arendt el poder es un fin en sí mismo que se actualiza cuando las personas hablan y actúan en concierto. Veamos las propias palabras de Arendt: "El fin de la guerra –en su doble sentido– es la paz o la victoria; en cambio no hay respuesta a la pregunta ¿cuál es el fin de la paz? La paz es un absoluto, aunque en la historia los periodos de guerra casi siempre han durado más tiempo que los de paz. El poder aparece en la misma categoría: es, digamos, un 'fin en sí'".26

Luego de esta aclaración, aceptamos de todas formas que Arendt sustenta una noción comunicativa de poder, pero sólo en la medida en que la desvinculamos de esta búsqueda de consensos y en cambio la ponemos en relación con el diálogo y la acción concertada en un espacio público. "De aquí se sigue la hipótesis central que Hannah Arendt repite incansablemente: ninguna dirección política puede sustituir impunemente al poder (Macht) por la fuerza (Gewalt); y el poder solamente puede provenir de un espacio público no deformado".27 Si bien acordamos con Habermas en este enfoque más amplio del poder comunicativo, consideramos sin embargo que la noción de poder comunicativo que Arendt desarrolla en La condición humana no da cuenta en su total complejidad de su concepción del poder. Nuestra tesis es que la noción de poder tiene un carácter polisémico a lo largo de la obra de Arendt y para indagar esto haremos un breve rodeo por otros textos.

En Sobre la violencia, Arendt aborda el fenómeno del poder en relación con las revoluciones y rebeliones, en tanto que entiende que éstas han mostrado en el transcurso del siglo XX que violencia y poder no pueden identificarse. Los gobiernos poseen cada vez mayores implementos que les aseguran un aumento de su capacidad de reprimir violentamente, pero, a pesar de ello, en nuestro siglo las revoluciones y rebeliones siguieron llevándose a cabo aun bajo estas condiciones extremadamente desventajosas. Esto se debe a que los gobiernos no pueden sustentarse sólo en la violencia, sino que también, y fundamentalmente, necesitan del poder que se manifiesta en las opiniones y en el respaldo de los ciudadanos. Cuando este poder que sustenta a un gobierno se desintegra, se genera el espacio propicio para una revolución, es decir, que la disminución del poder parece ser una característica que favorece la emergencia de una revolución.28 Sin embargo, es necesario destacar que si bien la situación revolucionaria surge cuando disminuye el poder que sustenta a los gobiernos, para que la revolución se lleve a cabo es necesario el surgimiento de un nuevo poder que nace con la irrupción de una acción concertada entre los hombres y "un grupo de hombres preparados para aprovechar la eventualidad y asumir las responsabilidades".29 En este sentido, la revolución supone tanto la disminución del poder del gobierno instituido como el aumento del poder "en la calle".30

Las revoluciones y las rebeliones, entonces, son fenómenos que se caracterizan por este poder que surge de la reunión de los ciudadanos en las calles, pero también puede ir acompañado de manifestaciones de violencia. Sin embargo, las revoluciones y las rebeliones no se imponen necesariamente por la violencia sino por el poder de la "multitud", poder ante el cual resultan estériles los ejércitos y las armas de los gobernantes. El elemento constitutivo que cualquier revolución o rebelión necesita para poder realizarse es el poder espontáneo que implica la reunión de los hombres. Puede en el transcurso de las mismas producirse una escalada de violencia, pero lo fundamental es que al mismo tiempo se produzca un incremento del poder de reunión que surge en las calles.31

Ahora bien, es necesario reconocer que este poder que surge en la calle y que puede desarrollarse al calor de la violencia, en ese estar entre los hombres, no responde completamente a la caracterización comunicativa del poder, según la cual éste surge cuando los hombres se reúnen para dialogar y actuar en concierto. En este último caso, el poder supone un espacio de aparición que al mismo tiempo reúne y separa a los hombres, que sabiéndose distintos se reconocen como iguales para la acción y el diálogo. En La condición humana, Arendt en su apego a la tradición griega reconstruye una noción normativa de poder vinculada con un espacio público no distorsionado donde los hombres dialogan y actúan en concierto. En cambio, en el marco violento de las situaciones revolucionarias la reunión de los hombres no se lleva a cabo en un espacio público prefigurado y reconocido como tal, sino que los hombres con el poder mismo que surge de esta reunión, irrumpen en el espacio público del que hasta ese entonces habían sido marginados o excluidos.

En el interior mismo de la obra de Arendt, entonces, encontramos implícitamente una tensión entre lo que hemos denominado "poder comunicativo" siguiendo a Habermas, y un poder de la multitud,32 que tal vez, siguiendo la terminología arendtiana, sería más apropiado denominar "poder de reunión". Obsérvese que mientras que el poder comunicativo siempre implica al poder de reunión, este último no necesariamente implica al primero, es decir, puede haber reunión entre los hombres sin diálogo y sin espacio público reconocido, pero el diálogo siempre implica la reunión entre los hombres.

Para mostrar que Arendt sostiene que existe un poder de reunión que se diferencia del poder comunicativo, veamos sus palabras respecto de las rebeliones populares: "La rebelión popular contra gobernantes materialmente fuertes puede engendrar un poder casi irresistible incluso si renuncia al uso de la violencia frente a fuerzas muy superiores en medios materiales".33 Arendt admite que en las rebeliones se genera poder, pero este poder no se identifica con el diálogo y la acción concertados, sino más bien con la reunión de una multitud, que como ella reconoce, puede ser violenta. De modo que, si en la acción no dialógica y a veces violenta de las rebeliones puede aparecer el poder, entonces éste último no puede restringirse al poder ideal de los griegos vinculado con un espacio público constituido por el diálogo entre los hombres.

Arendt parece encontrarse en una posición en cierta medida problemática, puesto que cuando concibe que es posible la generación de poder en las manifestaciones violentas de la multitud, acepta que el poder no puede restringirse a la interacción discursiva en un espacio público, y en consecuencia, y a su pesar, la esencia del poder ya no se presenta tan claramente opuesta a la de la violencia como pretendía. Esto no significa necesariamente que haya que descartar la distinción entre poder y violencia, pero sí revela lo imperioso que resulta reconsiderarla críticamente para abordar los fenómenos políticos propios de la época moderna. En este sentido, reconocer que el poder comunicativo constituye sólo un caso particular dentro del fenómeno más amplio y complejo del poder, se presenta quizá como un pequeño primer paso en esta tarea.

A partir de lo desarrollado precedentemente, consideramos que es necesario reconsiderar críticamente la interpretación que Habermas realiza de la concepción del poder de Arendt. Para ello, proponemos distinguir en el enfoque de esta pensadora alemana entre un poder comunicativo y un poder de reunión. Estas dos nociones de poder compartirían, sin embargo, un núcleo común: suponen una reunión entre los hombres y no detentan un carácter instrumental. Ambas nociones de poder pueden pensarse como fenómenos que pueden aparecer junto a la violencia, pero en cualquier caso la violencia es ejercida contra "otros" que se encuentran fuera de ese espacio de reunión, y no constituye una forma de interacción entre las personas de ese espacio. En este sentido, ambas nociones excluyen la violencia como forma de relacionarse entre los hombres que se reúnen (si las personas son movilizadas a través de la coacción –o del clientelismo– se plantea el problema de la legitimidad del poder y consecuentemente el poder se desdibuja y pierde su fuerza característica). Sin embargo, ambas nociones de poder también presentan diferencias, pues en el poder de reunión los hombres no se encuentran en un espacio público en el cual pueden diferenciarse, y la forma de articulación entre ellos no es primordialmente el diálogo. Más bien, se encuentran reunidos en un conglomerado que prácticamente no deja espacio para la diferenciación, y la forma de articulación entre ellos reside en la oposición a alguna instancia externa a ellos. En el poder de reunión, entonces, se produce una cohesión entre las personas sustentada en la oposición o resistencia compartida frente a alguna instancia exterior a esa multitud (que puede ser tanto un gobierno como algún otro grupo social). En el poder de reunión las personas persiguen un objetivo común, pero que no surge de un diálogo concertado, sino más bien de una oposición ampliamente difundida y compartida. Por esto mismo, el poder de reunión es más amplio que el poder comunicativo y no supone una relación dialógica entre los hombres, mientras que, en cambio, todo poder comunicativo supone necesariamente la reunión de los hombres.

De todas formas, somos concientes de que distinguir entre dos acepciones del poder en la obra de Arendt no soluciona en absoluto todos los problemas que su concepción acarrea. Sobre todo teniendo en cuenta que ambas nociones coinciden en concebir al poder como exento de cualquier elemento instrumental o estratégico. En este sentido, y aunque aquí sólo lo esbozaremos, es necesario recuperar al menos una de las críticas que Habermas formula a la concepción de Arendt:

En el Estado moderno [...] queda además normalizada la lucha por el poder político por medio de la institucionalización de la acción estratégica (la admisión de una oposición, la competencia entre partidos y entra las asociaciones, la legalización de las luchas obreras, etcétera). Estos fenómenos de adquisición y afirmación del poder han llevado a los teóricos políticos (desde Hobbes a Schumpeter) a confundir el poder con el potencial para una acción estratégica con éxito. Contra esta tradición, en la que también se encuentra Max Weber, Hannah Arendt puede objetar con razón que las confrontaciones estratégicas por el poder político ni son las que han suscitado ni las que mantienen las instituciones en las que están ancladas. Las instituciones políticas no viven de la fuerza (Gewalt), sino del reconocimiento. Pero no por ello podemos excluir del concepto de lo político el elemento de la acción estratégica.34

En este sentido, tal vez resulte necesario concebir al poder como un fenómeno multidimensional, es decir, con diversas dimensiones que contemplen el poder de reunión, el comunicativo y el estratégico, entre otras posibles. Esperamos haber contribuido de alguna manera a esclarecer algunas de estas dimensiones que contiene el complejo fenómeno del poder. La exclusión de todos los componentes estratégicos de la noción de poder resulta insostenible en tanto supone serios obstáculos para la comprensión de los fenómenos políticos actuales. La concepción de Arendt resulta relevante para recordarnos que el poder y la política no pueden reducirse a cuestiones instrumentales y de dominación, pero también es cierto que estas dimensiones no pueden ser omitidas al momento de enfrentarnos al análisis de la política realmente existente.

 

LA REVOLUCIÓN, ENTRE LA VIOLENCIA Y EL PODER

Todavía tenemos pendiente la cuestión de si la revolución, desde la perspectiva de Arendt, pertenece o no al ámbito político. En el apartado anterior pusimos de manifiesto que las revoluciones y rebeliones constituyen un fenómeno en el que el poder de reunión y la violencia suelen presentarse juntos, pero en el que el papel definitorio lo desempeña, sin lugar a dudas, el poder. Por eso, para Arendt, las revoluciones no son meros estallidos de violencia, sino que son fundamentalmente acontecimientos estrechamente vinculados con el poder, en donde los hombres ponen en juego su capacidad de configurar una realidad completamente nueva, y por eso, pueden ejercer su libertad.

Todos estos fenómenos [insurrecciones, guerras civiles, golpes de estado] tienen en común con las revoluciones su realización mediante la violencia, razón por la cual a menudo han sido identificados con ella. Pero ni la violencia ni el cambio pueden servir para describir el fenómeno de la revolución; sólo cuando el cambio se produce en el sentido de un nuevo origen, cuando la violencia es utilizada para constituir una forma completamente diferente de gobierno, para dar lugar a la formación de un cuerpo político nuevo, cuando la liberación de la opresión conduce, al menos, a la constitución de la libertad, sólo entonces podemos hablar de revolución.35

En tanto la revolución se encuentra vinculada con la capacidad de introducir un nuevo origen, se presenta como la forma que han encontrado los hombres en la época moderna para recuperar su capacidad de actuar y de ser libres. Estos elementos que configuran el fenómeno revolucionario: la novedad, la acción y la constitución de la libertad, en la medida en que hacen posible la reaparición de la política, instituyen también a las revoluciones como acontecimientos indudablemente políticos. Sin embargo, este renacimiento de la política a través de las revoluciones está lejos de revestir de las mismas características que presentaba la política en la polis griega. En este sentido, el abordaje de la revolución, y su estrecho vínculo con el poder de reunión y con la violencia, nos conduce a su vez a una reformulación de la concepción de la política en Arendt que diverge en algunos aspectos de la concepción de La condición humana cuyo modelo era la polis griega.

Por un lado, y tal como lo reconoce Arendt, la revolución constituye un caso paradigmático de la política en la modernidad, pero por otro, esta política no supone un espacio público dado de antemano sino la lucha por la constitución de un espacio público que incorpore a sectores de la sociedad excluidos hasta ese momento del ámbito público. En este sentido, la política tal como aparece con las revoluciones se encuentra más vinculada con el poder de reunión que con el poder comunicativo. Arendt misma debe haber advertido las limitaciones del modelo griego clásico para abordar los fenómenos políticos de la modernidad. Tal vez por ello, en La condición humana, concibe la sanción de leyes y la fundación de cuerpos políticos como actividades pre–políticas, que son condición de posibilidad del surgimiento de la política, es decir, que constituyen sólo el medio para instituir el espacio público en el que es posible la aparición de la política. Mientras que en su libro Sobre la revolución, y siguiendo el modelo romano, Arendt considera que la fundación del cuerpo político es una de las actividades políticas por excelencia36 e incluso constituye la única y esporádica aparición de la política en la época moderna a través de las experiencias de las revoluciones. Aún más, el éxito "parcial" de la revolución americana se debe precisamente a que fue capaz de realizar una fundación tal como la entendían los romanos.

La existencia de una interrelación íntima entre fundación, aumento y conservación, quizá haya sido la idea más importante que los hombres de la Revolución adoptaron, no por reflexión conciente, sino debido a su frecuentación de los clásicos y al hecho de haber asistido a la escuela de la antigüedad romana [...] La confirmación de que esta interpretación del éxito de la Revolución americana por referencia al espíritu romano no es arbitraria, la tenemos en el hecho curioso de que no somos sólo nosotros quienes denominamos a los hombres de la Revolución "padres fundadores", sino que ellos mismos se consideraron como tales.37

En esta transposición de modelos, desde los griegos hacia los romanos, mucho ha cambiado la política. En el caso griego la política era el diálogo y la acción concertada en un espacio público delimitado, en cambio, en el caso romano la política también abarca las disputas y los conflictos que supone la fundación de ese espacio político, y nuevamente como en el caso de las revoluciones, la violencia y el poder de reunión aparecen como formas de posibilitar ese surgimiento de la política. El vínculo entre violencia y fundación se pone de manifiesto, por ejemplo, en el mito de la fundación de Roma, uno de cuyos acontecimientos centrales es el asesinato de Remo en manos de Rómulo.38 Desde los romanos, entonces, la política parece abrirse paso a partir del hiato que instaura la violencia, y configurarse en torno de la resolución de conflictos que se van redefiniendo.

Cuando Arendt piensa las revoluciones en relación con el modelo de la polis griega concluye que, por su componente violento, éstas no pertenecen al ámbito político en sentido estricto. Sin embargo, cuando avanza en el análisis de las revoluciones, progresivamente se distancia de esta concepción clásica de la política y se aproxima notablemente a la concepción romana. Consecuentemente, Arendt concibe las revoluciones como los fenómenos políticos paradigmáticos de la modernidad porque a través de éstas ha sido posible recuperar el espíritu romano de la fundación y restablecerlo como la actividad política central. Pero con ello, y a su pesar, Arendt acepta que la violencia se ha convertido en el factor que hace posible el surgimiento de la política, lo que, por otra parte, permite un abordaje más adecuado de los fenómenos políticos de la modernidad. Así, el pensamiento de Arendt oscila constantemente entre: (i) el distancia–miento cauto del modelo ideal de la polis griega para la comprensión de los fenómenos políticos de la época moderna –entre ellos las revoluciones–, y (ii) el apego al ideal normativo de la polis que le permite delimitar claramente a la política de la violencia, pero a costa de la incomprensión de los fenómenos políticos modernos.

Arendt parece no estar dispuesta a renunciar a la comprensión de los fenómenos revolucionarios, y en esta tarea se replantea, aun cuando más no sea implícitamente, la concepción de la política. Las revoluciones constituyen uno de los excepcionales momentos de aparición de la política en la modernidad, una política que supone tanto el poder de reunión y la lucha por la ampliación del espacio público como la libertad de configurar una realidad completamente nueva. En el concepto de revolución, entonces, conviven la violencia y la máxima realización de la política, es decir, que en la época moderna, la violencia y la política suelen hacer su aparición en estrecha vinculación. Y no sólo esto, sino que la violencia misma, en la medida que implica el final de una forma de gobierno, ha constituido la condición de posibilidad de aparición de la política y de la libertad. La violencia, parece decirnos Arendt, puede conducir a buen puerto en la medida en que el poder que surge de la reunión de los hombres pueda dirigirla hacia la libertad. La cuestión, entonces, no es eliminar la violencia de la vida política sino procurar que la violencia se mantenga subordinada al poder. En la situación revolucionaria esto se da necesariamente porque de no ser por el poder que la respalda, la violencia no surtiría efecto; sin embargo, una vez que los revolucionarios se ven enfrentados a la tarea de instituir una nueva forma de gobierno suelen optar por la disolución del poder y por la apropiación del gobierno en manos de unos pocos que, a través de la violencia, ejercen un dominio completo sobre los asuntos humanos. Esto explica el fracasado derrotero de las revoluciones porque, como ya vimos, cuando la violencia se independiza del poder y monopoliza el curso de los asuntos humanos, no puede más que conducir al incremento cada vez mayor de la violencia y del terror. De todas formas, el fracaso de las revoluciones no se produce por su origen violento sino por la imposición de la violencia como forma de interacción dominante para el lineamiento de los asuntos humanos.39

 

LA REVOLUCIÓN, ENTRE LA INNOVACIÓN Y LA FUNDACIÓN

La revolución puede realizarse mediante la violencia pero instituye la posibilidad de que los hombres sean libres e instauren una realidad completamente nueva. Esta fundación de la libertad requiere la institución de espacios duraderos en los cuales los hombres puedan actuar, por eso el objeto de toda revolución no implica meramente la introducción de novedad, sino también la fundación o constitución de un cuerpo político que la preserve. La revolución no es sólo un nuevo comienzo sino también estabilidad, no es sólo novedad sino también constitución. La definición de Arendt de la revolución como "la constitución de la libertad"40 expresa esta dualidad del fenómeno revolucionario. Los tres factores que configuran, entonces, el fenómeno revolucionario son el poder, la novedad absoluta y la constitución de un cuerpo político, que pueden ir acompañados de eventual presencia de la violencia. Sin embargo, "la palabra 'constitución' es equívoca, porque significa tanto el acto constituyente como la ley o normas de gobierno que son 'constituidas'".41 La revolución, para Arendt, implica un acto constituyente, es decir un nuevo origen en el que se lleva a cabo la constitución de un cuerpo político.

El acto de constituir un nuevo cuerpo político es el núcleo mismo de la noción de revolución porque supone tanto la facultad humana de la acción por la cual somos capaces de introducir novedad, como el poder que surge cuando nos reunimos y dotamos a los asuntos humanos de cierta estabilidad y durabilidad a través de la creación de instituciones. En las revoluciones los hombres experimentan su capacidad de instaurar algo completamente nuevo pero al mismo tiempo pretenden dotar de cierta estabilidad y duración a esa novedad, con lo cual están estableciendo un mundo cuya pretensión de perpetuación niega la posibilidad de las generaciones de actuar innovadoramente:

Dado que, en toda revolución, el acontecimiento más importante es el acto de fundación, el espíritu revolucionario contiene dos elementos que nos parecen irreconciliables e incluso contradictorios. De un lado, el acto de fundar un nuevo cuerpo político, de proyectar la nueva forma de gobierno, conlleva una profunda preocupación por la estabilidad y durabilidad de la nueva estructura; la experiencia, por otro lado, con que deben contar quienes se comprometen en estos graves asuntos consiste en sentirse estimulados por la capacidad humana para todo origen, en poseer el elevado espíritu que siempre ha acompañado el nacimiento de algo nuevo sobre la tierra.42

Innovación y fundación no se presentaban como excluyentes en los procesos revolucionarios, "sino como dos aspectos del mismo acontecimiento, sólo después de que las revoluciones tocaron su fin, victoriosas o derrotadas, dichos términos se separaron, cristalizaron en ideologías y comenzaron a oponerse".43 La política misma, tal como la concibe Arendt, está atravesada por la paradoja de la novedad y de la estabilidad y logra articularlas no eliminando la tensión pero sí asegurando una oscilación continua. Así en la polis, al mismo tiempo que existía un cuerpo de leyes y normas que dotaban de estabilidad a los asuntos humanos, éstas permitían la configuración de un espacio donde los ciudadanos podían introducir novedad. El acto de fundación, en la medida en que instaura una nueva realidad, es un acto de innovación, y el mayor desafío de las revoluciones y de la política en general es cómo asegurar luego de la fundación que se mantengan vivas las posibilidades de innovación. El diagnóstico de Arendt de que el espacio público–político se ha ido atrofiando paulatinamente durante la época moderna y de que actualmente se encuentra en peligro de extinguirse completamente, se basa en el hecho de que los gobiernos modernos procuraron la estabilidad en desmedro de la capacidad humana de introducir novedad en el mundo. En la modernidad, la política sólo ha aparecido en las revoluciones en la medida que éstas lograron articular las posibilidades de cambio y las pretensiones de durabilidad. Y éste fue el mayor obstáculo de las revoluciones, la francesa no logró la fundación de un cuerpo político estable, y la americana lo logró pero fracasó en la preservación de los espacios que habían permitido la innovación de los ciudadanos en los asuntos públicos –principalmente las asambleas municipales.

Henos aquí, pues, con apariciones esporádicas y súbitas de la política en la modernidad que no han logrado afrontar de manera perdurable los dos desafíos básicos de la política: posibilitar la aparición de la novedad y establecer una fundación que otorgue durabilidad a ese espacio de aparición. El legado del espíritu revolucionario sigue siendo, tal vez hoy más que nunca tan acostumbrados que estamos a la estabilidad, restablecer espacios públicos donde los ciudadanos puedan introducir novedad mediante sus acciones y sus palabras. Es cierto que Hannah Arendt no es demasiado optimista respecto de la recuperación del legado revolucionario, sobre todo porque los revolucionarios del siglo veinte se han empeñado en confundir libertad con liberación. La liberación nunca puede llevar por sí misma a la realización de la libertad porque tiene un carácter negativo, sólo consiste en eliminar una dominación. En cambio, la libertad, para Arendt, tiene un carácter positivo que consiste en la posibilidad de participar e introducir novedad en los asuntos públicos. En el mejor de los casos, la violencia puede ser un modo de romper con el continuo temporal de la historia para posibilitar la aparición de la innovación, y la liberación puede constituir sólo un prerrequisito necesario para la fundación de la libertad.

Quizá sea un lugar común afirmar que liberación y libertad no son la misma cosa, que la liberación es posiblemente la condición de la libertad, pero que de ningún modo conduce directamente a ella; que la idea de libertad implícita en la liberación sólo puede ser negativa y, por tanto, que la intención de liberar no coincide con el deseo de libertad. El olvido frecuente de este axioma se debe a que siempre se ha exagerado el alcance de la liberación y a que el fundamento de la libertad siempre ha sido incierto, cuando no vano. La libertad, por otra parte, ha desempeñado un papel ambiguo y polémico en la historia del pensamiento filosófico y religioso a lo largo de aquellos siglos –desde la decadencia del mundo antiguo hasta el nacimiento del nuevo– en que la libertad política no existía y en que, debido a razones que aquí no nos interesan, el problema no preocupaba a los hombres de la época. De este modo, ha llegado a ser casi un axioma, incluso en la teoría política, entender por libertad política no un fenómeno político, sino, por el contrario, la serie más o menos amplia de actividades no políticas que son permitidas y garantizadas por el cuerpo político a sus miembros.44

En el marco de esta confusión entre libertad y liberación, los revolucionarios vieron en la liberación la tarea más acuciante y relevante a llevar a cabo, y en vistas de ello establecieron formas de gobierno que se basaron en la violencia y que acabaron por hacer perecer la libertad que en forma de destellos había alumbrado el proceso revolucionario. El momento violento de una revolución puede poner fin a las consecuencias que se siguen de las acciones pasadas, abriendo la posibilidad de un nuevo comienzo; pero este abrir la posibilidad no significa que la violencia pueda por sí misma hacer surgir un nuevo comienzo, éste sólo pude surgir a través de la acción en concierto de los hombres y de su poder que permite estabilizar el futuro mediante la prestación y el cumplimiento de promesas.

La mayor limitación del legado revolucionario reside en los reiterados fracasos para la constitución de la libertad, es decir, para la creación de un espacio político en el que los ciudadanos pudieran actuar innovadoramente. Consecuentemente, en nuestro siglo "la única causa que ha sido abandonada ha sido la más antigua de todas, la única que en realidad ha determinado, desde el comienzo de nuestra historia, la propia existencia política, la causa de la libertad".45 Nuestro mayor desafío, entonces, consiste en recuperar esta libertad entendida como participación activa en los asuntos públicos, recuperación que no aparece en los planes de la izquierda, centrada exclusivamente en la solución de los problemas sociales, ni de la derecha, conforme con las libertades negativas existentes. Tal vez esta recuperación de la libertad ya no implique necesariamente una vía revolucionaria, sino más bien la institución, en nuestras democracias, de espacios políticos en los que los hombres puedan actuar y deliberar. Por ello, Arendt miraba con simpatía algunas reivindicaciones de la nueva izquierda de fines de los años sesenta, entre ellas la defensa de la democracia participativa,46 en la que la pensadora veía la continuidad de aquel espíritu revolucionario interesado por la libertad. La democracia participativa supone que las instituciones de nuestras democracias representativas pueden complementarse con la creación de espacios públicos donde los ciudadanos puedan actuar introduciendo novedad en el mundo. Para concretar esta profundización de la democracia se requiere de innovación y fundación, la primera supone un espacio donde los hombres puedan ejercer la libertad,47 y la segunda supone la institucionalización de ese espacio en nuestra forma de gobierno. Las revoluciones modernas han sido uno de los pocos momentos históricos en los que se complementaron la novedad y la fundación, y por ello la noción de revolución constituye todavía un concepto central para pensar los desafíos de la política en nuestros días. La vigencia de la noción de revolución reside en interpelarnos a crear espacios donde pueda aparecer la capacidad de innovación, es decir, a luchar por recuperar la libertad para participar en los asuntos públicos.

 

CONSIDERACIONES FINALES

Hemos intentado mostrar a lo largo de este trabajo, que una revisión de la noción arendtiana del poder nos brinda elementos para repensar productivamente su concepción de la revolución y de la política, al mismo tiempo que sus relaciones problemáticas con la violencia. Al embarcarnos en esta tarea hemos advertido que era necesario complejizar la interpretación que Habermas realiza de la concepción del poder de Arendt. Para ello, hemos intentamos mostrar que existen dos nociones implícitas de poder en la obra de esta pensadora: una que puede subsumirse bajo lo que Habermas llama poder comunicativo y que se encuentra ampliamente desarrollada en La condición humana, y otra que es posible reconstruir a partir del análisis de otros textos de Arendt, principalmente Sobre la revolución y Sobre la violencia. En la obra de Arendt, entonces, es posible distinguir entre un poder comunicativo –que surge cuando los hombres se reúnen, sin violencia y sin coacción, para dialogar y actuar en concierto–, y un poder de reunión –que surge cuando los hombres se reúnen para perseguir algún objetivo común de modo más o menos violento, pero sin que el diálogo sea la forma principal de interacción. El poder de reunión no implica el diálogo concertado sino más bien la reunión de una multitud que incluso puede ser de carácter violento, y cuya articulación suele sustentarse en la oposición o resistencia compartida frente a alguna instancia exterior a esa multitud, que puede ser tanto un gobierno como otro grupo social.

Esta distinción en la noción de poder expresa también una tensión presente a lo largo de las obras de Arendt entre el esfuerzo por erigir a la política sobre otras bases, que no sean la dominación y la violencia, por un lado, y su persistente interés por los fenómenos revolucionarios y políticos de la época moderna que no pueden ser comprendidos excluyendo las lógicas instrumentales del poder y de la violencia, por otro. El pensamiento de Arendt discurre en el marco de esta tensión, oscilando entre el modelo político clásico de la polis y el modelo romano que se centra en la noción de fundación. Hemos intentado mostrar que en estos deslizamientos se produce una modificación en la conceptualización de la política y de la revolución que la aproxima al conflicto y a la violencia. En este contexto, hemos destacado que la vigencia de la noción de revolución para pensar la política reside justamente en la necesidad de recuperar una complementariedad entre innovación y fundación que posibilite establecer una fundación que, al mismo tiempo, mantenga viva las posibilidades de innovación en su seno. La tradición revolucionaria nos interpela, según Arendt, para evitar que la política como espacio institucionalizado de participación y de ejercicio de la libertad no desaparezca completamente de nuestro mundo.

 

BIBLIOGRAFÍA

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NOTAS

1 En La condición humana, Arendt distingue tres dimensiones de la vida activa: labor, work y action. Ramón Gil Novales en la versión castellana (Paidós, 2001) traduce estos conceptos por: labor, trabajo y acción. Consideramos que es más apropiado traducir work por obra o producción, y en este sentido nos referimos a la capacidad productiva.

2 Hannah Arendt, "Comprensión y política", en De la historia a la acción (trad. de Fina Birulés), Barcelona, Paidós, 1998, p. 43.

3 Hannah Arendt, ¿Qué es la política? (trad. de Rosa Sala Carbó), Barcelona, Paidós, 1997, p. 151.

4 El discurso se materializa en narraciones que permiten la conservación de los asuntos humanos en la memoria y la constitución de un mundo común.

5 Ibid., p. 69.

6 Hannah Arendt, Sobre la revolución (trad. de Pedro Bravo), Buenos Aires, Siglo XXI, 1992, p. 19.

7 Ibid., p. 21. El subrayado es mío.

8 Jürgen Habermas, "El concepto de poder en Hannah Arendt", en Perfiles filosóficos–políticos(trad.: Manuel Jiménez Redondo), Madrid, Taurus, 2000, p. 205.

9 H. Arendt, Sobre la violencia (trad.: Miguel González), México, Joaquín Mortiz, 1970, p. 41.

10 Ibid., p. 35.

11  Ibid., p. 48.

12 Ibid., p. 48.

13 H. Arendt: La condición humana (trad.: Ramón Gil Novales), Barcelona, Paidós, 2001, p. 224.

14 Cfr. pp. 40–43. En estas páginas, Arendt procura establecer una distinción entre los conceptos de poder, poderío, fuerza, violencia y autoridad.

15  H. Arendt, La condición humana, p. 223.

16 H. Arendt, Sobre la violencia, p. 49.

17 Ibid., p. 39.

18 Ibid., p. 48.

19 Ibid., p. 50.

20 Ibid., p. 52 (el subrayado es mío).

21  "La violencia y el poder, aunque sean fenómenos distintos suelen aparecer unidos. Y donde se combinan, el poder se ha presentado siempre como el factor primario y predominante". Ibid., p. 48.

22  Hannah Arendt, La condición humana, p. 223.

23 Jürgen Habermas, "El concepto de poder en Hannah Arendt", p. 208.

24  Ibid., p. 205.

25  Ibid., p. 207.

26  Hannah Arendt, Sobre la violencia, p. 48.

27 Jürgen Habermas, "El concepto de poder en Hannah Arendt", p. 210.

28 "Al desintegrarse el poder, las revoluciones son posibles pero no necesarias" (Hannah Arendt, Sobre la violencia, p. 46).

29 Ibid.

30 Ibid.

31 En Sobre la violencia, Arendt presenta numerosos ejemplos del poder que surge en las rebeliones y en las revueltas populares cuando multitudes de hombres se congregan, ya sea de manera pacífica o violenta, para hacer frente a un gobierno. El poder de estos hombres reside en la potencialidad que surge de su reunión y también en su número, pero esta reunión no constituye un espacio público comunicativo porque los hombres se encuentran aglutinados –no se diferencian entre sí– y la relevancia de la palabra se ha eclipsado por la acción misma de la multitud, que irrumpe directamente, interpelando al ámbito público.

32 "El potencial de la multitud no es sólo potencia de 'mucho', sino potencia de 'muchos', potencia de las singularidades y de las diferencias", Antonio Negri, El poder constituyente. Ensayo sobre las alternativas de la modernidad, trad. de Clara de Marco, Madrid, Libertarias/Prodhufi, 1994, p. 375. Aunque aquí sólo lo mencionamos, consideramos que puede resultar productivo pensar la concepción del poder de Arendt en relación con la noción de multitud. Debido a la complejidad y a la multiplicidad de enfoques sobre este tema, dejaremos, por ahora, esta tarea pendiente.

33  Hannah Arendt, La condición humana, p. 223.

34 Jürgen Habermas, "El concepto de poder en Hannah Arendt", p. 217 (las cursivas son mías).

35 Hannah Arendt, Sobre la revolución, p. 36.

36 "La fundación de una nueva institución política –para los griegos una experiencia casi trivial–se convirtió para los romanos en el hecho angular, decisivo e irrepetible de toda su historia, en un acontecimiento único. Y las divinidades más hondamente romanas eran Jano, el dios del comienzo con el que, por así decirlo, aún empezamos nuestro año, y Minerva, la diosa de la memoria" (Hannah Arendt, "¿Qué es la autoridad?", en Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política, trad. de Ana Poljak, Barcelona, Península, 1996, p. 132).

37 Hannah Arendt, Sobre la revolución, p. 209.

38  Resulta llamativo que Arendt habiendo abordado con detenimiento la noción de fundación entre los romanos no prestara suficiente atención a su vínculo con la violencia.

39 Arendt sostiene que esta imposición de la violencia se lleva a cabo cuando los revolucionarios confunden la tarea de la fundación de la libertad con la liberación. Así, la violencia, que en un principio se aboca a la realización de la liberación, finalmente culmina por devorar los restos de libertad y a la revolución misma. En el apartado siguiente presentaremos la distinción que Arendt establece entre liberación y libertad. Para ampliar sobre esta distinción véase Hannah Arendt, Sobre la revolución, pp. 30 y 124.

40  Ibid., p. 142.

41  Ibid., p. 147.

42 Ibid., p. 230.

43 Ibid., p. 231.

44 Ibid., p. 30.

45  Ibid., p. 11.

46  En otro trabajo, denominado "La democracia en los escritos de Hannah Arendt", hemos abordado en mayor profundidad la adhesión de esta pensadora al modelo de la democracia participativa. Este trabajo se encuentra publicado en las Actas del "XII Congreso Nacional de Filosofía", Asociación Filosófica de la República Argentina y Facultad de Humanidades, Universidad Nacional del Comahue, 2005.

47  Recordemos que Arendt, remitiéndose a la tradición republicana, entiende la libertad como "libertad pública" y la desvincula de la idea de que es un atributo de la voluntad, consecuentemente la libertad siempre requiere de la existencia de un espacio concertado en el cual pueda manifestarse. Veamos sus propias palabras: "La libertad (es) un don supremo que sólo el hombre, entre todas las criaturas de la tierra, parece haber recibido, del que podemos encontrar huellas y signos en casi todas sus actividades, pero que, no obstante, se desarrolla por completo sólo cuando la acción ha creado su propio espacio mundano, en el que puede salir de su escondite, por así decirlo, y hacer su aparición". Hannah Arendt, "¿Qué es la libertad?", en Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política (trad.: Ana Poljak), Barcelona, Taurus, 1996, p. 182 (las cursivas son mías).

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