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Argumentos (México, D.F.)

versión impresa ISSN 0187-5795

Argumentos (Méx.) vol.19 no.52 Ciudad de México sep./dic. 2006

 

Dossier: Lógicas del poder. Miradas críticas

 

Giorgio Agamben o la erudición crítica del genealogista

 

Giorgio Agamben or the critical erudition of the genealogist

 

Teresa Farfán Cabrera y Javier Meza*

 

Universidad Autónoma Metropolitana–Unidad Xochimilco, Departamento de Política y Cultura.

 

Resumen

El presente artículo pretende mostrar ciertos aspectos presentes en la obra de uno de los pensadores contemporáneos más originales. Su trabajo influenciado por Michel Foucault, Heiddeger, Nietzsche y otros, y apoyado por un profundo conocimiento de la cultura clásica nos pone de relieve la importancia de estudiar las expresiones que existen entre el origen y el presente. Es decir, el estudio del deslizamiento y adecuación de los dispositivos del poder. Sin duda se intenta mostrar algunas relevancias fundamentales de un pensador básico para nuestros tiempos.

Palabras clave: Giorgio Agamben, poder.

 

Abstract

The present article seeks to show certain present aspects in the work of one of the most original contemporary thinkers. Their work influenced by Michel Foucault, Haiddeger, Nietzsche and others, and supported by a deep knowledge of the classic culture it puts us of relief the importance of studying the expressions that exist between the origin and the present. That is to say, the study of the slip and adaptation of the devices of the power. Without a doubt it is tried to show, before we point out some fundamental relevances of a basic thinker for our times.

 

La tradición de los oprimidos nos enseña que el "Estado de excepción"
en que vivimos es la regla. Debemos llegar a un concepto de historia
que comprenda a este hecho. Tendremos entonces ante nosotros, como
nuestra tarea, la producción del Estado de excepción efectivo (wirklich);
con lo cual mejorará nuestra posición en la lucha contra el fascismo.
WALTER BENJAMIN
Tesis de filosofía de la historia

La realidad es que, como los juristas saben perfectamente, el derecho no
tiende en última instancia al establecimiento de la justicia. Tampoco al
de la verdad. Tiende exclusivamente a la celebración del juicio, con
independencia de la verdad o de la justicia. Es algo que queda probado
más allá de toda duda por la fuerza de cosa juzgada que se aplica también a una sentencia injusta.
GIORGIO AGAMBEN
Lo que queda de Auschwitz...

 

Las democracias actuales son objeto de exaltaciones ilimitadas. Sus apólogos (normalmente los amos del poder o los aspirantes a obtenerlo) producen discursos desbordados en contubernio con la mediocracia, donde el delirio, la mentira y el cinismo son las notas sobresalientes de su dislocado lenguaje. Los políticos–industriales y la mediocracia, a nivel casi mundial, dicen, gritan, parlotean histéricamente acerca del cambio, libertad, progreso, Estado de derecho, democracia, derechos del hombre, y amigos y enemigos repiten las palabras huecas y sólo se escuchan a sí mismos como ecos.

Sufrimos Estados sin razón, sin sentido, ciegos y sordos que caminan hacia su fin arrastrando con ellos a sus súbditos. Son fábricas de miseria sin fin dominados por una mescolanza de categorías–ético–religiosas y conceptos jurídicos: al palabrerío moral se responde con categorías jurídicas desnudas de contenido ético, y a la formulación de leyes se contesta con conceptos éticos. La pérdida de sentido se expresa en una realidad donde cada uno denuncia la complicidad de todos pero cuando todos somos culpables "el juicio es técnicamente imposible".

Para el filósofo italiano Giorgio Agamben (Roma, 1942), siguiendo a Aristóteles, tanto la civilidad como la comunidad, los seres las fundaron sobre todo para vivir bien (no solamente vivir–zên sino vivir bien–eu zên) y con felicidad y, por eso, la vida política constituye una potencia (pensamiento y acción) sometida al riesgo de triunfar o fracasar, lo cual ni más ni menos significa que en ello nos jugamos constantemente la vida o la muerte. Fue en este sentido que, muchos siglos después, Marsilio de Padua también afirmara que Civitatem... Communitatem esse instituiam propter vivere et bene vivere hominum in ea.1

Si la vida política constituye una potencia, para realizarse bien requiere de un lenguaje y una colectividad convertida en actores colectivos que descifren que no puede ser demócrata la vida que inculca sobre todo el robo, el crimen y la corrupción. Sin embargo, para Agamben vivimos con una política eclipsada que, ella misma desde su interior, se ha encargado de vaciar de todo contenido sus categorías y conceptos utilizando la hipertrofia y la expropiación del lenguaje gracias a una mediocracia acostumbrada a trivializar todo lo trascendente para la comunidad y darle suma importancia a lo banal.2 En efecto, los tartufos de la comunicación que nada importante comunica, tienen como misión especial consolidar una Sociedad del Espectáculo cautivada por el fetichismo de la mercancía gracias al secuestro del lenguaje y, que, por consiguiente es necesario volver a descifrar. Sin embargo, cualquier sujeto no puede alcanzarse, descubrirse, descifrarse directamente como "algo" que está en alguna parte. Más bien el desciframiento proviene de enfrentar los dispositivos en que estamos colocados. Es decir, "también la escritura [...] es un dispositivo, y la historia de los hombres no es quizá otras cosa que el incesante cuerpo a cuerpo con los dispositivos que ellos mismos han producido: antes que ninguno, el lenguaje".3

El dispositivo del lenguaje mediatizado, por ejemplo, nos obliga a subjetivar y a plantearnos comúnmente que supuestamente hemos profanado el amor, la solidaridad, la amistad, las convicciones, etcétera. No obstante, debemos preguntarnos antes que nada, ¿cómo es que hemos profanado lo que nunca hemos tenido? Más bien, debemos profanar lo que siempre hemos tenido: el desamor, el odio, la falta de amistad y de convicciones. Nuestra pasión por el odio, la intriga, el desprecio por el otro, por la emoción que nos produce, indica algo perversamente sagrado. Nuestra consagración de tales perversiones nos impide profanarlas, como por ejemplo, mediante el olvido. Además, con el totalitarismo del "sistema de la religión espectacular, el medio puro, suspendido y exhibido en la esfera mediática, expone el propio vacío, dice solamente su propia nada, como si ningún nuevo uso fuera posible, como si ninguna otra experiencia de la palabra fuera ya posible".4 También el soberano, árbitro de lo sagrado y lo profano, acostumbra sobre todo actuar en los llamados "medios puros", es decir, en las manifestaciones que se le separan, se le autonomizan y, por consiguiente, pueden actuar desligados de un fin particular. Es por eso que el capitalismo busca capturar el lenguaje para neutralizar "su posible potencial profanatorio". Insistiendo, el dispositivo mediático pretende sobre todo "neutralizar este poder profanatorio del lenguaje como medio puro, de impedir que abra la posibilidad de un nuevo uso, de una nueva experiencia de la palabra". Por eso no es gratuito que el capitalismo aborrezca la palabra de la poesía que, como medio puro, puede crear y nombrar libremente. Desde Platón hasta nuestros días, el soberano odia la poiesis que Robert Graves traduce como la capacidad de producir algo maravilloso.

¿Entonces se trata de profanar lo sagrado? En efecto, en alguna ocasión el romántico François de Chateaubriand inteligentemente se preguntaba "¡Qué extraño misterio encierra el sacrificio humano! ¿Por qué el mayor crimen y la mayor gloria radica en derramar la sangre del hombre?".5 La pregunta para nuestra modernidad todavía encierra un profundo sentido, sólo que nos surge la duda respecto de que si, para nosotros, el asesinato individual o masivo de los hombres realmente puede constituir también algo sagrado o es ya sólo un simple juego perverso espectacular sagrado. Agamben nos dice que tanto lo sagrado como lo profano en nosotros está petrificado. Con paciencia genealogista, el filósofo se remonta a la antigua sacralidad romana para descifrar su deslizamiento y las transformaciones que fue sufriendo. Normalmente la religión y lo sagrado pertenecen a los dioses; sacrare (consagrar) indica extraer algo de la esfera humana y su derecho y, al contrario, profanar, es restituir algo al libre uso de la comunidad y volverlo puro, liberándolo de los términos sagrado, santo, religioso. En otras palabras, puro como "cosa restituida al uso común de los hombres" luego de haberlo profanado.6

A menudo el término religio se considera proveniente de religare, es decir, lo que liga o une lo humano a lo divino. Para Agamben dicho término más bien proviene de relegere e indica velar, vigilar, cuidar todo lo que separa a los dioses de los hombres. Debido a esto la religión teme más a la "negligencia" que a la incredulidad o a la indiferencia porque la primera implica una distracción que desdeña toda separación entre uno y otro campo, y acostumbra utilizar indistintamente lo que cada uno contiene. Pero además de la negligencia, lo sagrado teme también al juego. Según Emile Benveniste el juego, ciertamente, proviene del lugar de lo sagrado y su potencia reside en el mito que narra la historia y en el rito que la reproduce y la escenifica. El juego, cuando es de acción, destruye el mito y conserva el ritual y, en cambio, cuando es un juego de palabras anula el rito y conserva el mito.7 Lo anterior nos demuestra que el juego impide la realización absoluta de lo sagrado porque sólo permite el mito en palabras o el rito en acciones, de lo cual se deduce que el juego "libera y aparta a la humanidad de la esfera de lo sagrado, pero sin abolirla simplemente". Es por eso que el niño, cuando juega, desacraliza la guerra, la economía, el derecho, la sexualidad. El juego neutraliza las potencias y nos abre la puerta a una nueva felicidad. No obstante, Agamben nos advierte que los juegos actuales no son profanatorios porque su cometido es sacralizar nuevas liturgias, y realmente es la política quien tiene la obligación de buscar devolverle al juego sus cualidades propias.

Las nuevas liturgias secularizan pero no profanan, pues solamente se encargan de trasladar lo sagrado de un lugar a otro pero conservándolo. Los conceptos teológicos, por ejemplo, que afirman que Dios es el poder soberano cuando son secularizados, convierten el poder terrenal en soberano conservando intacta la idea de su sacralidad. En cambio, profanar es neutralizar los dispositivos del poder y apoderarse de lo que él ha usurpado. Sin embargo, es importante señalar que en la antigua Roma el verbo profanare es ambiguo ya que a la vez significa "hacer profano y sacrificar" porque pertenece al vocabulario de lo sagrado. Así que, sobre todo, es en el adjetivo sacer donde vemos perfectamente expresada su contradicción: por un lado indica "lo que es consagrado a los dioses" y, por otro, "lo maldito, lo excluido de la comunidad". Y lo anterior es posible porque no debemos olvidar que en el mundo antiguo lo sagrado puede convertirse en profano y éste en sagrado, pero en ambos, a la vez, encontramos en uno residuos de lo sagrado y en el otro residuos de profanidad. La ambigüedad, nos indica Agamben, resalta sobre todo cuando descubrimos que el adjetivo sacer, solo, indica el sacrificio mediante el cual la vida se consagra a la divinidad, en cambio, el término homo sacer, parece indicar o referirse a un individuo excluido de la comunidad al que se puede matar impunemente y no se puede consagrar a los dioses.

La ambigüedad del término lleva a Agamben a proponernos que el sacer debemos entenderlo como un ser sagrado que pertenece a los dioses y que, viviendo entre los hombres, lleva una vida aparentemente profana porque su muerte lo reintegra a los dioses. En cambio, con el homo sacer, ocurre que su vida también pertenece a los dioses pero no puede ser sacrificado ni excluido y, en la medida que sobrevive, introduce un poco de profanidad en lo sagrado. Así, en el antiguo sacrificio romano, Agamben encuentra una especial y compleja situación que, de manera indirecta da respuesta a la pregunta–enigma planteada por Chateubriand, y la resume de la siguiente manera:

Sagrado y profano representan así, en la máquina del sacrificio, un sistema de dos polos, en los cuales un significante flotante transita de un ámbito al otro sin dejar de referirse al mismo objeto. Pero es precisamente de este modo que la máquina puede asegurarse la repartición del uso entre los humanos y los divinos, y restituir eventualmente a los hombres aquello que había sido consagrado a los dioses. De aquí la promiscuidad entre las dos operaciones en el sacrificio romano, en el cual una parte de la propia víctima consagrada es profanada por contagio y consumida por los hombres, mientras que otra es asignada a los dioses.8

Pero "el significante flotante que transita de un ámbito a otro" y que permitía que funcionase la antigua máquina sacrificial romana, fue retomado por el cristianismo de la siguiente manera. Para los "Santos Padres" resultó sencillo trasladar la "movilidad" contenida en el sacrificio romano a la "noción de transustanciación en el sacrificio de la misa y de encarnación y homousía en el dogma trinitario". Es decir, el cristianismo, al involucrar a su dios como víctima del sacrificio, agregó a su mito y ritual lo que en el mundo romano sólo pertenecía a las cosas humanas. La consecuencia fue que la máquina sacrificial del cristianismo parecía colapsarse "por la confusión entre lo divino y humano". Para resolver la ambigüedad resolvió introducir dos naturalezas en su divinidad (única persona y única víctima). De esta forma el dogma de la encarnación va a garantizarles que la divinidad y el hombre están presentes (sin ambigüedad) en una sola persona: un hombre que es dios y un dios hecho hombre. De la misma forma, la transustanciación les vino a asegurar que las especies del pan y del vino se transformaban en el cuerpo y la sangre de Cristo. De alguna forma, se puede agregar, que los dueños de la máquina sacrificial buscaron conservar en las sustancias consagradas la diferenciación entre lo que pertenece a los dioses y lo que pertenece a los hombres: la comunión de las dos especies (el pan y el vino) fue establecida sólo para los sacerdotes (consagrados),y para los hombres sólo el pan. No fue gratuito que, durante la Edad Media, emperadores y reyes reclamasen también para sí las dos especies como una forma de consagración de su poder. Pero debemos advertir que esta diferenciación, entre las dos especies, no borró la indiferenciación que el cristianismo provocó al convertir a su dios en víctima sacrificial y que, por lo mismo llevó a su "máquina religiosa" a estar siempre al borde del colapso.

Para Walter Benjamin, el fenómeno religioso anterior lo heredó el capitalismo al grado que en éste sobresale, culturalmente, un extremismo consistente en reducir la vida a una carencia de significado acerca de un dogma o de una idea. Es decir, reduce a la vida a efectuar un culto permanente al trabajo destructivo que incluso las fiestas y las vacaciones no lo interrumpen y, lo más grave, su culto no pretende redimir ni expiar una culpa sino que se concentra en la culpa misma:9

El capitalismo es quizás el único caso de un culto no expiatorio, sino culpabilizante [...] Una monstruosa conciencia culpable que no conoce redención se transforma en culto, no para expiar en él su culpa, sino para volverla universal [...] y para capturar finalmente al propio Dios en la culpa [...] Dios no ha muerto sino que ha sido incorporado en el destino del hombre.10

Mas al no buscar la redención sino la culpa, el capitalismo empuja a la desesperación y nunca a la esperanza, de tal forma que no es difícil concluir que, como religión "no mira a la transformación del mundo sino a su destrucción". En el capitalismo la indistinción entre lo profano y lo sagrado se convierte en una separación que aniquila cada polo de la estructura religiosa. Si en el sacrificio antiguo existía, como hemos visto, el paso de lo profano a lo sagrado y de éste a lo profano, ahora el intercambio cesa, y lo profano –escindido– se convierte en profanación absoluta y lo sagrado se vacía de toda utilidad. El trabajo por el trabajo mismo anuncia la destrucción de los seres, es "la mística vacía". La escisión entre lo profano y lo sagrado se refleja también en el fruto del trabajo: la mercancía, misma que al escindirse entre valor de uso y valor de cambio, se convierte en un fetiche inapropiable. Para Agamben la escisión se reproduce en todo: en lo actuado, lo producido, lo vivido, incluyendo, por supuesto, el cuerpo, la sexualidad y el lenguaje, que, divididos de sí mismo son empujados a la esfera del consumo. En otras palabras:

Si, como se ha sugerido, llamamos espectáculo a la fase extrema del capitalismo que estamos viviendo, en la cual cada cosa es exhibida en su separación de sí misma, entonces espectáculo y consumo son las dos cosas de una única imposibilidad de usar. Lo que no puede ser usado es, como tal, consignado al consumo o a la exhibición espectacular.

Sociedad del espectáculo y del consumo que busca no ser profanada (regresar a la esfera humana lo que fue expropiado por lo sagrado) y que, por lo mismo, tiende al establecimiento de un "absoluto improfanable".

Así, la permanente y neurasténica infelicidad de los consumidores surge al adquirir objetos–fetiches que no admiten profanación ni destrucción. El fetiche debe conservarse o cambiarse por el último, el "más verdadero". El capitalismo, como religión espectacular, invierte el mundo y elimina (cosificándola) toda justa relación entre lo divino y lo humano: su función primordial y única es profanar y destruir el ser y sacralizar la mercancía.11

También, siguiendo a Michel Foucault, Agamben se preocupa por demostrarnos la importancia que posee para nuestra especie el concepto de biopolítica creado por aquél, y lo aplica para redondear sus análisis sobre la sociedad del espectáculo y sobre el fundamento y la realidad del espacio concentracionario por excelencia, inventado por nuestra modernidad: el campo de concentración y de exterminio o la "mística del vacío". Agamben, partidario de profanar aspectos teóricos y conceptos, y de realizar un supremo esfuerzo para redescifrar el lenguaje una y otra vez porque, desde nuestra impotencia, debemos incansablemente "buscar el camino de otra política, de otro cuerpo, de otra palabra", nos dice que un campo de concentración constituye una zona de indiferencia entre lo público y lo privado, pero a la vez, afirma y demuestra, sin concesión alguna, que él constituye la matriz oculta del espacio político en que vivimos porque el capitalismo sólo puede sobrevivir estableciendo un permanente estado de excepción.

La antigua política griega distinguía perfectamente entre zoé y bíos, es decir, entre vida natural o el ser como simple viviente, o la vida biológica, y el ser como sujeto político, el ser con existencia o vida política. Durante miles de años nunca confundimos la separación de los seres hecha por Aristóteles, esto es, la de animales vivientes capaces de existencia política. Nosotros, modernos o posmodernos barrocos, ya no podemos distinguir entre uno y otro campo, entre lo público y lo privado. Así, nuestro cuerpo biológico privado se ha hecho indistinguible de nuestro cuerpo político y, como consecuencia, vivimos en una permanente confusión de cuerpos y lugares, de lo exterior y lo interior, del silencio y la palabra, de lo esclavo y lo libre, del deseo y la necesidad.12 Paradójicamente, por ejemplo, espacios, libertades, derechos que los movimientos sociales han conquistado luchando contra el poder, más bien han servido para circunscribir al individuo dentro del campo del orden estatal. Pero desde la confesada impotencia, Agamben reconoce que en el capitalismo actual estamos sometidos a una nuda vida (es decir, expuestos a ser exterminados "como piojos" tal y como decía Hitler respecto de los judíos) no en nombre de la religión, ni en nombre del derecho sino por la biopolítica, es decir, "por la creciente implicación de la vida natural del hombre en los mecanismo y en los cálculos del poder".13

El control del cuerpo biológico no inició, como pudiéramos creer, con la experimentación en los campos de concentración, más bien el proceso fue a la inversa. Bajo el capitalismo primero fueron los sacerdotes los responsables de vigilar los cuerpos y el alma, luego los médicos y finalmente pedagogos, psiquiatras y psicólogos. Para Agamben fue con la Revolución Francesa y su concepto de nacionalidad, que permitió eliminar el concepto de súbdito para dar paso al de ciudadano, cuando surgió uno de los primeros conceptos de la biopolítica, pues la soberanía se basó en la idea de suelo y sangre (Blut und Boden). Posteriormente, esta idea llevada al extremo como ocurre en nuestros días, creó entre el ciudadano y el refugiado las figuras del ciudadano de primera y el de segunda. En los momentos en que Hitler tomó la decisión de exterminar a los judíos alemanes sistemáticamente ("La solución final"), para enviarlos a los campos de exterminio, primero se les privaba de su nacionalidad. Cuando la política se radicalizó y transformó el espacio en campo de concentración (espacio que aparentemente está fuera pero que en realidad está adentro), fue cuando se legitimó la generalización del totalitarismo. Desde este punto de vista no podemos mirar los campos (lagers) como algo que brotó espontáneamente. Ellos constituyen la consecuencia lógica de un mundo capitalista preocupado por el control de los cuerpos. El totalitarismo antes de reinar se va implementando. Además, los campos constituyen "el paradigma oculto del espacio político de la modernidad", de la cual hay que aprender sus disfraces y metamorfosis pues el poder es proteico.14 Por lo mismo, no resulta extraño ver que fácilmente las democracias parlamentarias se conviertan en estados totalitarios y éstos, a su vez, en democracias parlamentarias. Agamben descubre que junto al supuesto estado de derecho coexiste el estado de excepción. Lo anterior lo demostró el Estado nacionalsocialista porque no fue una dictadura. Hitler fue elegido por la sociedad y no tuvo necesidad de derogar la Constitución de Weimar; sus decisiones biopolíticas siempre coexistieron con aquella. Lo mismo ocurrió con Mussolini. El caso más actual es el de los Estados Unidos de Norteamérica, donde desde 2001 un estado de excepción coexiste con una democracia parlamentaria.

Uno de los primeros casos más explícitos de la biopolítica lo representa la publicación en 1920 en Alemania del libro La autorización para suprimir la vida indigna de ser vivida, escrito por Karl Binding (especialista en derecho penal) y Alfred Hoche (profesor de medicina). El libro intenta mostrar que el suicidio indica la soberanía que posee cualquier sujeto pero, además, buscó obtener la autorización para eliminar "la vida indigna de ser vivida". Aquí tenemos la primera aparición de la eutanasia; los autores consideran que "la vida sin valor" que portan los sujetos que no tienen voluntad ni para vivir o morir, debiera autorizarse su muerte por una comisión estatal integrada por un médico, un psiquiatra y un jurista. El intento es lograr que la vida"pueda ser suprimida sin cometer homicidio". Para 1940 los nazis aplicaron por primera vez su programa de eutanasia con enfermos mentales incurables y se le calificó como la "muerte graciosa" (Gnadentod). Debido a las protestas religiosas y familiares, el programa sólo se aplicó quince meses en la ciudad de Grafeneck. Diariamente se recibía un promedio de setenta personas con una edad comprendida entre 6 y 93 años. Se calcula que fueron eliminadas unas 60 mil personas con Morfina–Escopolamina, Luminal, Veronal y cámara de gas. Pese a sus gastos y complicaciones, Hitler se empeñó en aplicar el programa. Para Agamben su enfrascamiento se debió a que en él estaba en juego "la nueva vocación biopolítica del Estado nacionalsocialista, del poder de decisión soberano sobre la nuda vida", pero, además, "en la perspectiva de la biopolítica moderna, tal vida se sitúa en cierto modo entre la encrucijada de la decisión soberana sobre esa vida suprimible impunemente y la asunción del cuidado del cuerpo biológico de la nación, y señala el punto en que la biopolítica se transforma necesariamente en tanatopolítica".15 A los médicos responsables del programa, Karl Brand y Víctor Brack, se les condenó a muerte en Nuremberg, no obstante, declararon no sentirse culpables "porque el problema de la eutanasia volvería a plantearse de nuevo".

Pero la intervención de la biopolítica (y la formación del médico en soberano y a la inversa) es más clara cuando, en 1942, el Institut Allemand de París publicó un libro titulado Estado y Salud, donde los principales especialistas en la materia daban cuenta de los avances de la política nacionalsocialista en cuestiones de salud y de eugenesia. Señalaban cómo, cada vez más, se percataban del estrecho lazo que existía entre la biología y la economía, y de cómo la política estaba obligada a realizar una síntesis de dicha unión. Desde este momento, la medicina y la biología van a ser incorporadas estrechamente al servicio del Estado. Dice claramente el texto:

Si el economista y el comerciante son responsables de la economía de los valores materiales, de la misma manera el médico es responsable de la economía y de los valores humanos [...] Es indispensable que el médico colabore en una economía humana racionalizada, que ve en el nivel de la salud del pueblo la condición del rendimiento económico [...] Las oscilaciones de la sustancia biológica y las del balance natural son, en general, paralelas.16

Guiados por estas o parecidas conclusiones la mayoría de los Estados no han cesado de experimentar las ciencias médico–biológicas sobre los cuerpos de la nuda vida: los nazis experimentaron problemas de altitud para perfeccionar sus aviones y preservar la vida de sus pilotos, sobre la potabilidad del agua marina, inocularon bacterias de la fiebre petequial y del virus de la hepatitis endémica, sobre la acción de la progesterona, hundieron hasta el último grado millones de víctimas, quizá, para entre otras muchas cosas, poner a prueba la resistencia humana; Estados Unidos ha experimentado sobre la pelagra, con el bacilo del beri–beri, y los efectos de las radiaciones nucleares; diferentes Estados perfeccionando armas químicas y bacteriológicas; las compañías farmacéuticas experimentan sus productos en África y América Latina hasta el día de hoy; hospitales psiquiátricos experimentando la lobotomía; los avances de la medicina permiten mantener en enfermos respiración y circulación aunque el cerebro esté muerto, y el poder del médico radica en decidir el momento en que el muerto–vivo o vivo–muerto debe "desconectarse"; aplicaciones biotecnológicas con la comida para declarar en un futuro guerras, boicots de alimentos... La nuda vida, "los piojos": judíos, gitanos, negros, indígenas, árabes, asiáticos, condenados a muerte, enfermos desahuciados, participantes en programas de televisión sucios y perversos, emigrantes, todos están ahí, todos estamos ahí, para que el totalitarismo con rostro humano proclame cínicamente que su biopolítica no pone en riesgo la vida humana y que, al contrario, todo lo hace para que seamos felices y físicamente mejores. Ahora el médico y el científico se mueven en zonas donde antes ni siquiera el soberano podía introducirse.

La vida ahora, ciertamente como nunca antes, está expuesta a una violencia impresionante bajo la escurridiza férula de la banalidad del mal. Para defenderla, ciertamente, es necesario moverse "para encontrar el camino de otra política, de otro cuerpo, de otra palabra". Los versátiles análisis de Agamben demuestran claramente que los hombres, más allá de inenarrables ignominias, pueden prácticamente resucitar y denunciar los secretos y los actos que el poder quisiera borrar de nuestra conciencia y nuestra memoria.

Ciertamente, la política nazi para Goebbels "era el arte de hacer posible lo que parecía imposible". Quizás por eso y antes de que el mundo se someta a la biopolítica partidaria de eliminar todo ¿por qué? (la muerte del logos que regía los lagers de concentración y exterminio) nunca debemos olvidar las palabras de Grete Salus, sobreviviente de Auschwitz: "el hombre nunca debería tener que soportar todo lo que es capaz de soportar, ni debería nunca llegar a ver que este sufrimiento llevado a la extrema potencia ya no tiene nada de humano".17

 

NOTAS

1 Marsilio de Padua, Defensor, Pacis, V, II. , citado por Giorgio Agamben en Medios sin fin. Notas sobre la política, Pre–textos, Valencia, España, 2001, p. 14.        [ Links ]

2  La sacralidad de la televisión, por ejemplo, ya desde hace años se pone de relieve. El juicio realizado contra el criminal nazi Adolf Eichmann en 1961, lo transmitió un programa norteamericano patrocinado por la Glickman Corporatiom, el cual "fue constantemente interrumpido por anuncios comerciales de ventas de casas y terrenos". Véase de Hannah Arendt, Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, Lumen, Barcelona, 1999, p. 15.         [ Links ] Por lo visto: ¡Todo es un espectáculo!

3 Giorgio Agamben, Profanaciones, Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2005, pp. 93–94.        [ Links ]

4 Ibid., pp. 93 y ss.

5 François de Chateaubriand, Memorias de ultratumba, Acantilado, Barcelona, 2004, Libro II, cap. Segundo, p. 71.        [ Links ]

6 El sacrificio constituye el dispositivo que separa lo sagrado de lo humano porque, por ejemplo, el sacrificio de un animal o de un hombre implica que una parte pertenezca a lo sagrado y otra a los humanos.

7 Citado por Agamben, op. cit. p. 99.

8 G. Agamben, op. cit., pp. 103–104 (las cursivas son nuestras).

9 Es significativo que los alemanes a las puertas del campo, primero de concentración y luego de exterminio, de Auschwitz tuvieran el siguiente letrero: Arbeit Macht Frei: "El trabajo nos hace libres". La expresión no era una burla sino una convicción. Después de todo, el campo, significa de una u otra forma: trabajar hasta destruir. Primo Levi a esta actitud la califica atinadamente como "la mística del vacío". Nos dice, refiriéndose a un lugar destruido por los alemanes en su huída: "En resumen, más que un saqueo: el genio de la destrucción, de la contracreación, aquí igual que en Auschwitz: la mística del vacío, más allá de toda exigencia de guerra o del ansia de hacerse con un botín". Véase de Primo Levi, Trilogía de Auschwitz, "La tregua", El Aleph Editores, Barcelona, 2006, p. 373.         [ Links ] Primo Levi y Robert Antelme (La especie humana, Arena Libros, Madrid, 2001)         [ Links ] constituyen para Agamben dos de los autores que explican mejor el fenómeno de horror de los campos.

10 Agamben, ibid. (las cursivas son nuestras).

11 Agamben no deja de hacer referencia a un libro clásico al respecto: La sociedad del espectáculo de Guy Debord, Pretextos, Valencia, 1999.        [ Links ]

12  Véase de Giorgio Agamben, Medios sin fin. Notas sobre la política, Pre–textos, Valencia, 2001,         [ Links ]Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida, Pre–textos, Valencia, 1998,         [ Links ]Estado de Excepción. Homo sacer II, 1, Pre–textos, Valencia, 2004         [ Links ]y Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo sacer III, Pre–textos, Valencia, 2002.        [ Links ]

13 Giorgio Agamben, Homo sacer. El poder soberano..., op., cit., p. 151.

14 Por ejemplo, la palabra Holocausto (todo quemado), que comúnmente se utiliza para referirse a los millones de judíos exterminados por los nazis, fue aplicada por primera vez por un importante pensador judío que logró escapar al genocidio, Elie Wiesel. Posteriormente, él mismo deshecho el término por la connotación despectiva y racista que contiene. Al respecto, Agamben indica que la palabra proviene del griego y es un sustantivo (holokaústoma). Su aplicación proviene de los Padres de la Iglesia que, sin cuidado alguno, lo emplearon para referirse a "la compleja doctrina sacrificial de la Biblia", que propiamente reduce los sacrificios a cuatro tipos, donde uno de ellos es olah y es un término puramente descrptivo que la Vulgata tradujo como holocausto. Los cristianos, posteriormente lo emplearon como un término despectivo para referirse a los sacrificios judíos, por ejemplo, Tertuliano refiriéndose a Marción, exclamó: "¿Qué hay de más estúpido que un Dios que exige sacrificios sangrientos y holocaustos que huelen a grasa quemada?". Después se aplicó a los mártires cristianos y empezó a tomar el sentido de "sacrificio supremo, en el marco de una entrega total a causas sagradas y superiores". Es claro que conectar "la entrega total a causas sagradas y superiores" con la muerte en las cámaras de gas constituye una burla, además de emplear una herencia semántica con claras connotaciones antijudías. Indignado Agamben concluye: "Quien continúa aplicándolo da prueba de ignorancia o de insensibilidad (o de una y otra a la vez)". Véase Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo sacer III, Pre–textos, Valencia, 2002, pp. 27 y ss.

15  Giorgio Agamben, Homo sacer, op. cit., pp. 179–180.

16 Citado por Giorgio Agamben, op. cit., p. 184.

17 Citado por Giorgio Agamben, Lo que queda de Auschwitz..., op. cit., p. 79.

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