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Argumentos (México, D.F.)

Print version ISSN 0187-5795

Argumentos (Méx.) vol.19 n.51 Ciudad de México May./Aug. 2006

 

Crítica de Libros

 

Un cielo estrellado sobre las ruinas de la historia*

 

Antonio García de León**

 

* Intervención en la presentación del libro de Adolfo Gilly, Historia a contrapelo. Una constelación, Ediciones Era, México, 2006. Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM, 25 de mayo de 2006.

 

** Historiador. Profesor–investigador en la UNAM.

 

La Historia, con mayúsculas,
la cuentan los vencedores,
pero las historias, con minúsculas,
las cuentan los supervivientes.

Alexander Hemon, La cuestión de Bruno

 

El libro de Adolfo Gilly, el que ahora nos convoca, se teje sobre una preocupación antigua y permanente, es la reflexión de un historiador colocado siempre en los límites y mucho más allá de la pura reflexión académica. Las sugerencias de Gilly en este ensayo, pretenden ser una síntesis de un puñado de pensadores del siglo XX que se involucraron en la historia social, la historia viva en la que el observador se compromete y a menudo se deja llevar por la vorágine de los hechos. Siguiendo una línea que trazó desde su libro clásico, La revolución interrumpida, Gilly intenta reconstruir hipotéticamente en todos sus ensayos un sistema ausente, un orden que no es visible a la simple vista. Recordemos que La revolución interrumpida fue concebida y escrita en la cárcel y fue un texto que marcó, junto con el Zapata de Womack, el arranque de la nueva historiografía crítica de la Revolución Mexicana; aunque, y he aquí la paradoja, era un texto ajeno por completo al gabinete universitario. Por vez primera, un amasijo de acontecimientos fundadores, fue colocado allí bajo un orden, como un rompecabezas que por fin alcanzara su coherencia.

Y si cada nueva obra no es más que una actualización imperfecta de un libro primordial y único, en Historia a contrapelo... resurgen esas fuerzas del pasado que han animado siempre su mirada, aunque ahora decantadas en una preocupación que es producto del gran derrumbe del paradigma revolucionario del siglo XX. Pero en Gilly hay siempre ese principio esperanza de Ernst Bloch que está mucho más allá de los puros contratiempos coyunturales, y que se expresa como una mirada sobre la larga duración y sobre esos pequeños motores de la historia que le animan a este viaje a través de una constelación extraña, en un trayecto que emprende airoso y sin dejarse atraer por los agujeros negros de la desilusión y el fin de la historia, que tan atractivos resultan en función de los acontecimientos más recientes: precisamente, porque el escenario milenarista de la redención del hombre y del establecimiento del reino de la justicia sobre la Tierra se niega a dejar la escena, y porque cualquier experimento en la esperanza dispara la imaginación más allá de los hechos políticos reales. Creo que en esto radica la originalidad de estas puertas abiertas que deja Gilly en Historia a contrapelo. A partir de esto, quisiera referir algunas reflexiones que el texto me sugiere:

Edward P. Thompson, uno de los planetas con anillos de la constelación de Gilly, en el prefacio a su ensayo clásico, La formación de la clase obrera en Inglaterra, plantea una de las visiones más interesantes que revolucionaron la mirada que la izquierda militante y la académica tenían acerca del sujeto privilegiado de la revolución, la clase obrera. A contrapelo de la creencia de que las clases sociales eran objetos rígidos y predeterminados por su lugar en la producción, "cosas" o conjuntos destinados de antemano a la salvación o la ruina, Thompson arranca su libro diciendo que la clase obrera "no surgió como el sol, a una hora determinada: sino que estuvo presente en su propia formación". Para él, la clase social era

era un proceso fluido que elude el análisis si intentamos detenerlo en seco en un determinado momento y analizar su estructura [...] la relación debe estar siempre encarnada en gente real y en un contexto real [...] Si detenemos la historia en un punto determinado [sigue diciendo] entonces no hay clases, sino simplemente una multitud de individuos con una multitud de experiencias...

es decir, un rompecabezas para armar a partir de la simple experiencia humana. Pero al darle sentido a esta reconstrucción viva de la historia, el análisis se coloca como necesariamente enmarcado en el presente y teñido de los intereses que animan la reconstrucción. El pasado cambia según las estaciones, para usar la metáfora de Benjamin, al igual que el paisaje visto desde el furgón de cola de un tren en perpetuo movimiento... "Escribir la historia", nos recuerda Benjamin prefigurando el giro lingüístico actual, "no es reencontrar el pasado, es crearlo a partir de nuestro propio presente; o más bien, es interpretar las huellas que el pasado ha dejado, transformarlas en signos: es, a fin de cuentas, leer lo real como un texto".

Pero no hay que perder de vista que la obra de Thompson se ubica también, y eso hay que decirlo, en la gran revolución historiográfica de la segunda mitad del siglo pasado, en un momento de la humanidad en el que la esperanza se movilizaba con base en las utopías, y esto es, a mi modo de ver, el hilo conductor que recorre los paradigmas de la historia evocados por Gilly en este ensayo, autores cuyo lugar común tiene que ver con el rechazo a la noción de progreso unívoco que caracterizó al proyecto capitalista desde la primera globalización del siglo XVI, y también a todas las ideologías surgidas de la revolución industrial, incluyendo, por supuesto al marxismo clásico. Tampoco hay que dejar de considerar que mucho de la coherencia de la constelación evocada se remite a la crisis de 1929 y a planteamientos tan novedosos en su tiempo como los trazados por la escuela de Annales; sobre todo en la certeza de que "todo es historia", de que ésta no se mueve necesaria y solamente alrededor de los grandes hombres y los grandes acontecimientos, sino que es el sujeto de una emergente relatividad, aplicada ya desde entonces al acontecimiento, al "átomo" de la tarea historicista anterior, al nudo de relaciones que, al reconstruirse con las herramientas de la "nueva historia" dejó ver en su interior otros mundos aún más pequeños, tenaces y cotidianos, sin los cuales no era posible explicarse la lógica del devenir. En suma, una visión de la historia que va a marcar y explicar este lugar común en donde confluyen los astros evocados por Gilly: una constelación de pensadores, como Karl Polanyi, Antonio Gramsci, Edward P. Thompson, Ranajit Guha y Guillermo Bonfil Batalla, que tienen como estrella central a Walter Benjamin, ese poeta incomprendido de la modernidad. En todos ellos —y no voy a referirme a todos—, la lógica es el arma de la burocracia culta contra los métodos intuitivos y sensoriales de decir y sentir de las masas menos cultas o de los bordes "primitivos" del sistema. Para todos ellos, el colocar en un templo las leyes científicas, sean newtonianas, darwinianas o maltusianas, refleja una implicación conciente en el control intelectual y tecnológico sobre la sociedad, implica dominación a partir del conocimiento científicamente correcto. Pero a diferencia de lo que ocurría en la noche sombría de Port Bou, cuando Benjamin se quitara la vida, actualmente estas fuerzas contra la verdad anterior, que estuvieron fragmentadas y dispersas, están unidas en una actitud general, moral y política que va más allá de la reflexión histórica clásica. No puedo dejar de evocar aquí la lucha final de Thompson contra la guerra y la devastación ecológica, su interés final por la poesía ni el sentido múltiple y contradictorio de muchas de las expresiones sociales de nuestro tiempo.

Pero esta reacción contra el progreso, en autores más recientes y próximos como Bonfil —colocado en otras circunstancias y otras realidades—, no deja de mostrar ciertos rasgos de "pastoralismo anárquico" (según sus críticos), de rebelión contra la ciencia, y parece concentrarse en sus planteamientos en por lo menos tres líneas de ataque: místico, religioso y de acción política. En todo caso, nos recuerdan el antirracionalismo de Blake, su repudio del discurso y la lógica, o el célebre ataque a Newton por haber destrozado con sus fórmulas la magia del arcoiris: por eso, Bonfil ha sido acusado de "etnicista" por los dog–matistas de la Razón científica. Pero esto podría explicarse porque existe en la actualidad un desfase entre la verdad y la supervivencia humana, entre la búsqueda racional de las estructuras y los ideales opuestos de la justicia social. No se trata sólo de que la verdad puede no hacernos libres, sino de que puede destruirnos. Sobre todo hoy, cuando las "fuerzas del mercado" se conciben cada vez más al margen de los actores humanos reales, o como las ve Woody Allen al exclamar: "el sistema económico funcionaría todavía mucho mejor, con sus variables macroeconómicas, si no hubiera gente".

Pero tampoco hay que olvidar que todos los autores evocados pertenecen a un siglo ido, a la lucha anticapitalista en las postrimerías de la vieja Revolución Industrial, de ahí precisamente su horizonte, el que permitía el creer en las utopías. Hoy, por lo contrario, estamos ante una revolución tecnológica mucho más inmaterial —"virtual" como ahora se dice—, ante formas de dominación que nos plantean nuevos retos y que de seguro se mostrarán con más claridad cuando las piezas sueltas de la actual vorágine acaben de acomodarse. Mientras, no nos quedan en el horizonte más que las "felices transiciones" y la idea hegemónica de la democracia representativa, idea pragmática que, nos guste o no, ha terminado por sustituir a las expectativas de la vieja revolución. Hoy día, las chispas de la esperanza incendian pocas praderas, el tren de la historia de Benjamin —con su freno y su furgón de cola—, abandonó el andén sin nosotros, las ruinas son virtuales como la muerte en directo de las imágenes televisivas, y el Ángel de la Historia ya no regresa a ver y habrá que intuirlo y atraparlo en las redes de la información.

En todo caso, lo que Adolfo vislumbra desde su mirador solitario, es el recorrido a partir de un optimismo estructural, de una esperanza que pretende trascender la actual confusión y la disolución de todos los referentes anteriores. Por otro lado, sabemos también que las constelaciones, sobre todo las antiguas como las del Zodiaco y muchas otras, son formaciones imaginarias que representaban figuras de objetos y animales percibidos así desde el horizonte de la Tierra: y cada observador, digamos que cada cultura, veía en la bóveda celeste cosas muy diferentes. Es así, uniendo desde la Tierra lo que en sí puede estar separado por décadas y miles de kilómetros, como la mirada de Adolfo Gilly pudo poner juntos a estos autores y encontrar en ellos una "figura", es decir, la coherencia que quiso ver desde su atalaya y que se distingue sobre un campo, un "campo de ruinas" para ser más fiel a Benjamin. En pocas palabras, en donde otros ven solamente "giros historiográficos", Adolfo ve coherencias discursivas y de acción práctica.

El arte de narrar, evocado al final del ensayo, arremete justamente contra el "fin de la historia" y reivindica la coherencia de las pequeñas historias, que, como decía al principio, son las que cuentan los supervivientes, en un horizonte en el que la Historia en mayúsculas sólo existe en la cabeza de algunos iluminados. Por eso es que debemos congratularnos de estar ante un análisis total, vivo y dinámico como éste: es decir, ante el intento de la construcción de un sentido a partir de los fragmentos todavía dispersos de un Cosmos subalterno que subyace en Historia a contrapelo. Mientras, la del siglo XXI podrá prefigurarse como otra historia.

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