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Perinatología y reproducción humana

versión On-line ISSN 2524-1710versión impresa ISSN 0187-5337

Perinatol. Reprod. Hum. vol.27 no.1 Ciudad de México ene./mar. 2013

 

Perinatología en el mundo

 

Matea

 

Matea

 

Ma. Teresa Figueroa

 

Me despertó el calambre en la barriga. Clareaba pero el aire estaba pesado, caliente. Aproveché para de una vez lavar y moler el nixtamal. Cuando destapé la brasa y soplé con el aventador para avivarla vi que en el cielo no había ni una nube, el cielo limpiecito, hasta las estrellas más chiquitas se divisaban. Anoche los abuelos contaron de cómo fue el año del hambre, allá cuando ellos eran niños.

Fui a llevarle un manojito de hierba al cuinique, el pobre estaba bien trasijado, ya casi no había zacatitos tiernos en el monte. La yerbamora, el iztafiate y hasta los quelites estaban marchitos.

No pude moler a gusto, la masa me quedó martajada como si en vez de ser para tortilla fuera para el tamale. Mama-suegra me dijo que yo hiciera las tortillas mientras ella le daba otra repasada en el metate; volví a sentir el torzón en la barriga.

- Creo que ya es hora, mama.

- Deja verte.

-¿Usté qué cree, mama?

Me miró con cuidado, puso su mano extendida entre mi pecho y el vientre:

- Sí, ya va a ser hora, termina de echar tortillas, para que acarrees el agua de las tinajas.

- ¡Cuánta calor, mama!

Cuando acabamos de tortear ya estaba bien amanecido, costaba trabajo respirar el aire espeso. Otra vez aquel dolor. Puse la olla, llegaron taita-suegro y Martín a tomar su café antes de salir al potrero, iban nomás por costumbre; las milpitas se habían secado apenas nacidas. Esperé a que el taita tomara su café con tacos de sal, como a él le gusta. Cuando se levantó le avisé a Martín:

- Ya va a ser hora de irme al arroyo, he tenido tres torzones en lo que va de la mañana.

Martín suspiró, se asomó a la puerta. Me miró con una sonrisa triste. El cielo parece un reverbero, dijo. Los abuelos, el año del hambre, la criatura, el cuinique trasijado... Sentí en el pecho un borbollón de tristeza.

- Voy a dejar las tinajas llenas. Antes paso a ver a mi mama.

Asintió con la cabeza, pasó su mano rasposa por mi cara. Otro calambre. Pensé en las señoras que no volvieron del arroyo, o que volvieron íngrimas. Tuve miedo. No, eso no va a pasar conmigo. Agarré los cántaros.

- Ora vuelvo.

En casa de mis taitas estaban limpiando la comba para el almuerzo. Mi mama me miró con ojos alegres:

- ¿Qué? ¿Ya es hora?

Me abracé a ella:

- Tengo miedo, mama.

Mi mama me agarró del brazo, me llevó a sentar en el tamburete. Soltó mis cabellos, me talló el cuello, los hombros. Acarició mi panza suavecito, una y otra vez, cada vez con más fuerza. Nombraba palabras antiguas: Mi tortolita, collarcito de plumas, piedrita verde..., decía. Sobaba y repetía:

- Hay un cerca y un lejos. Hay entonces y ahora. Nuestros dioses nos dan el día, nos dan el viento, riegan la milpa. Los dioses nos cuidan. Las señoras están llevando nuestro camino. La virgencita está contigo. Ella te da la mano, ella tiene la falda bordadita con colores y con coatíes. Ella está contigo, háblale. Repite: ''estoy en tu camino, virgencita''.

Sentí un dolor más fuerte.

- Estoy en tu camino.

- Es la hora -dijo mi mama-.

- Barre tu casa y déjale limpia su ropa a Martín.

- Sí, mama.

Me frotó otra vez la barriga:

- Ya estás lista.

El aire en mi piel era una lija ardiente. Eché tres vueltas al arroyo: un chisguetito de agua. Cada vez el dolor era más fuerte. Llevaba mi sombrero encima del rebozo, el sol me aplastaba contra el suelo. Faltaba llenar una tinaja, pero le dije a la mama-suegra que ya no quería dar otra vuelta.

- No he puesto a cocer la comba.

- Yo la pongo, mama.

Tomé un jarro de agua y terminé de limpiar la comba. Avivé el rescoldo para poner ahí la olla. La mama salió al potrero a llevarles tacos a los hombres. Me faltaba barrer y acomodar la ropa de Martín en la petaquilla.

Arreglé mi morral como me habían dicho las mujeres de experiencia: un rebozo limpio, trapos que ayer lavé y asolié en la piedra grande, mientras Martín escarbaba los pozos; la navaja bien afilada, los listones rojos nuevos, el guajito con agua de pozo y el meztanciate. Cerré los ojos mientras pasaba el dolor. Desde chica había visto a las mujeres correr los pasos que hoy me tocaban a mí: ''Estoy en tu camino, virgencita.'' Cuando regresó mama-suegra le dije:

- Me voy al arroyo.

Me dio la bendición:

- Anda con bien, mi niña.

Las mujeres del rancho al verme pasar preguntaban:

- ¿Ya es hora?

- Ya es hora.

- Pídele a nuestra madre por nosotros.

Agarré la vereda que siempre seguimos, cada paso levantaba una cortina de polvo seco como pinole. Llegando al pozo torcí para las peñas altas. Caminaba lo más rápido que podía, me detenía a agarrar aire, a meter el aire muy hondo. Los torzones eran muy fuertes y muy seguido. Buscaba ir entre los matojos, no quería que vieran el lugar que Martín y yo habíamos escogido.

El sol me daba en la frente, se oía el zumbido de las moscas, el canto prolongado de la chicharra, los cantitos desganados de los barullos, gritos de zanates. Me rozaban las varas de los mezquites. Tomé agua del guaje y mastiqué un pedacito de meztanciate, nomás para aguantar llegar a mi destino. Cuando llegué al cueramo que está junto al arroyo el cielo parecía un charco ensangrentado. Aquel árbol era la fuerza de donde me iba a agarrar. Apenas llegué y por mis piernas escurrió un chorro de agua. En cuclillas me agarré de una rama. Allá muy lejos divisé una nube oscura. El dolor recorrió mi cuerpo. Así han de sentir los que se mueren de rayo.

Mastiqué otro cacho de meztanciate, un pedazo muy chiquito, nomás para no desbaratarme.

- Estoy en tu camino, virgencita.

El miedo se fue. Así como se hizo la criatura, así debe ser nacida. Respiraba rápido. Los brazos se me doblaban. Por ratitos no sentía dolor, caminé por la orilla del arroyo, después llegó el sueño. Olía a cántaro mojado y a flor de san Juan.

Estaba oscureciendo. Los grillos y las ranas alborotaban la oscuridad. Quejidos de pájaros. Un desgarramiento me dobló, junté aire, pujé con fuerza. Pujé, pujé, casi colgando de la rama. Sudaba, jadeaba, sentí el llanto que barrió mi cara:

- ¡Mama! ¡Mama! ¡Ayúdame mama!

Todo mi cuerpo empujaba. Me partía. ¿Así será morirse? Más fuerza, dolor y llanto. Estaba en cuclillas sobre la arena del pocito. Me cimbraba. Vi aparecer entre mis piernas aquella cabecita oscura y húmeda. A lo lejos un relámpago y el trueno. Volví a pujar. Salió un hombro. Sostuve la cabeza que dio un leve giro y salió el otro hombro y el cuerpo entero. Quedó en el pocito. Se retorcía, bullía, unida a mi cuerpo por una tripa azul que latía pasando sangre.

Tomé a la criaturita en mis brazos, era mujer. ¡Virgen bendita! Tallé aquel cuerpecito color de turpantle. Soplé en su nariz y en su boca. Un intenso llanto rasgó todos los sonidos de la noche. Las ranas y los grillos callaron. Lejos, muy lejos se escuchó un ladrido seguido de un trueno. La niña lloraba agudo y alto. La envolví en el rebozo y la acomodé junto a mi pecho. Se fue quedando dormida.

La tripa del ombligo había parado de latir y estaba blanda y gris. Con los listones rojos la amarré por dos lados, como me habían dicho las mamas. Con calma corté aquella guía que nos juntaba.

Se amontonaron las nubes en el cielo, no se las había llevado el viento. Seguían los dolores menos fuertes. Otro rato en cuclillas, abrazando a la hijita. Le hablaba, le murmuraba palabras que no conocía, que no sabía qué eran. Éramos agua que se remansa en el arroyo.

Salió lo demás. Sangre y agua. Los ruidos de la noche. Vi a los abuelos: ''Hasta el coyote respeta los comienzos de la vida'', me decían.

Cuando desperté corría un airecito fresco, el cielo estaba cubierto de nubes de agua. Empiné todo el guaje. Agarré las secundinas y las llevé a enterrar al pozo grande.

- Aquí vamos a traer tu ombligo -le dije a la chamaquita.

Amanecía. La niña chilló muy fuerte. La puse en la chichi y mamó con ansia. Nos quedamos otra vez dormidas. Al abrir los ojos distinguí ya muy alto un sol blandito. Tomé a la criatura. La limpié con agua del arroyo. Cargando a mi plumita fina volví al rancho.

Nos estaban esperando. Martín, las mamas, los niños, las vecinas, los viejos. Cuando nos miraron se llenaron de lucecitas sus ojos. Me abrazaron. Se escuchó reventar un trueno y cayeron grandes gotas de lluvia. Dejé a mi chamaquita en brazos de mi mama. Entré en el temazcal. El abuelo dijo:

- Mañana resembramos el potrero.

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