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Sociológica (México)

versión On-line ISSN 2007-8358versión impresa ISSN 0187-0173

Sociológica (Méx.) vol.36 no.104 Ciudad de México sep./dic. 2021  Epub 28-Mar-2022

 

Notas de investigación

Derroteros teóricos para el análisis de la corrupción desde la perspectiva sociológica

Theoretical Pathways for a Sociological Analysis of Corruption

Idalsis Fabré Machado* 
http://orcid.org/0000-0001-5241-8634

Celia M. Riera Vázquez** 
http://orcid.org/0000-0002-1996-3283

Yamila Roque Doval*** 
http://orcid.org/0000-0003-0791-5548

* Profesora asistente en el Centro de Estudios Comunitarios, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad Central “Marta Abreu” de Las Villas, Cuba. Correo electrónico: <idalsisFM@uclv.edu.cu>.

** Profesora titular en el Centro de Estudios Comunitarios, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad Central “Marta Abreu” de Las Villas, Cuba. Correo <electrónico:celiam@uclv.edu.cu>..

*** Profesora titular y directora del Centro de Estudios Comunitarios, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad Central “Marta Abreu” de Las Villas, Cuba. Correo <electrónico: yamilar@uclv.edu.cu>..


RESUMEN

La corrupción es un fenómeno social situado y condicionado históricamente en lo que a estructura social y cultural se refiere. Por ello, es necesario enmarcar su análisis desde un enfoque que permita desvelar los procesos mediante los cuales se entroniza, naturaliza e invisibiliza en la sociedad. De ahí que este artículo se propone fundamentar los criterios que avalan a la sociología como una herramienta teórica coherente para el estudio de la corrupción, dada su capacidad para articular, desde una plataforma multidisciplinar, las diferentes dimensiones que la integran, a partir de demostrar el contenido socioestructural del fenómeno y los principales mecanismos a través de los cuales se produce y reproduce en el entramado social.

PALABRAS CLAVE: corrupción; estructura; institucionalidad

ABSTRACT

Corruption is a social phenomenon historically situated in a social and cultural structure. For this reason, the approach for analyzing it must be framed in a way that makes it possible to reveal the processes through which it is exalted, naturalized, and made invisible in society. That is why this article aims to establish the basis for the criteria that legitimize sociology as a coherent theoretical tool for the study of corruption, given its ability to articulate its different dimensions from a multidisciplinary platform. It does this by demonstrating the phenomenon’s socio-structural content and the main mechanisms whereby it is produced and reproduced in the social fabric.

Key words: corruption; structure; institutionality

Introducción

La tendencia al aumento de la corrupción en todo el mundo no sólo impone retos a los gobiernos respecto de la forma de enfrentarla en los planos instrumental y fáctico, sino también a la ciencia. Particularmente, las ciencias sociales están llamadas a aportar el herramental teórico-metodológico que permita sentar las bases para identificar y explicitar la lógica a partir de la cual la corrupción se produce y reproduce en el entramado social, los factores que la condicionan, así como proponer alternativas de solución que se conviertan en mecanismos adecuados para prevenir el fenómeno y que puedan concretarse en políticas (Fabré, Riera y Roque, 2017).

El tratamiento de la problemática de la corrupción ha derivado en clasificaciones disímiles (corrupción económica, política, corporativa, administrativa, privada, pública, etcétera), e incluso ha generado mitos que se contraponen. Por un lado, se considera que es endémica de países en vías de desarrollo y, por otro, que sólo se genera en el capitalismo como sistema.

En general, la producción teórica proviene, fundamentalmente, de las ciencias políticas, económicas,1 o desde la criminología y el derecho penal. Las visiones disciplinares permean el análisis de la corrupción, producen representaciones fragmentadas de la realidad a partir de las versiones estereotipadas y funcionalistas de sus supuestos objetos de estudio como ciencias que se aferran a la “legitimidad” y “objetividad científica” como criterios de veracidad, de modo que la concepción metafísica está incrustada en el análisis del fenómeno.

Esta lógica fragmentadora se ha expresado en una ambivalencia terminológica en el análisis de la corrupción, cuyas implicaciones rebasan los marcos netamente semánticos y se insertan en un debate que, para la ciencia y en particular para las ciencias sociales, es fundamental.

Las ideas explicitadas en este texto dan cuenta de los derroteros teóricos persistentes en el abordaje de la corrupción como cuestión social que desborda las tipologizaciones delictivas, al mismo tiempo que se expone la pertinencia de la perspectiva sociológica para el estudio del fenómeno sin caer en el ostracismo disciplinar.

Se propone fundamentar los criterios que avalan a la sociología como una herramienta teórica coherente para el estudio de la corrupción, dada su capacidad para articular, desde una plataforma multidisciplinar, las diferentes dimensiones que integran al fenómeno. Este objetivo se concreta a partir de demostrar el contenido socioestructural de la corrupción y los principales mecanismos a través de los cuales se produce y reproduce en el entramado social.

La naturaleza de la corrupción y la mediación del derecho penal en su definición

Las definiciones sobre corrupción en los diferentes enfoques teóricos desde los que se aborda tienden a reforzar las nociones de sentido común que la asocian con la violación o transgresión de normas penales. Lo anterior encierra en sí una contradicción, ya que no se puede manejar el término “acto corrupto” desde lo tipificado en la ley sin una definición anterior de corrupción, la cual, en muchas ocasiones, queda restringida desde la óptica penal a la enunciación de una figura delictiva y, en consecuencia, a los bienes jurídicos protegidos en dichas tipificidades.

El uso de una definición sobre estas bases puede no ser aplicable a una diversidad de países, tomando en cuenta que se encuentra marcada por apreciaciones y razonamientos que varían de acuerdo con la legislación nacional que se esté analizando (Fabré et al., 2018).

Desde esta perspectiva, y para lograr una auténtica definición de la corrupción que tribute a perfeccionar los mecanismos sancionadores en el combate a la misma, sería necesario realizar una ingeniería inversa. Ello supondría la reconstrucción articulada a partir de un dato empírico (el delito), elevado al grado de conceptualización y de ahí construir el aparato conceptual.

El derecho penal se sitúa en el momento representativo del conocimiento respecto de la naturaleza del fenómeno y a partir de ahí crea una formulación operativa, enmarcada en las expresiones particulares del mismo, lo que redunda en generalizaciones abstractas. Cuando de lo que se trata es de que esta herramienta coercitiva se atempere cada vez más a las particularidades de la corrupción, validando no sólo su capacidad represiva sino preventiva en la identificación y sanción de sus manifestaciones delictivas, en función de materializar la necesaria reacción social frente a este fenómeno.

La dimensión omnipresente del enfoque penal en el tema, aunque implica una ventaja desde el punto de vista normativo, también tiene efectos obstaculizantes en el desentrañamiento de los aspectos esenciales y sistémicos de la corrupción como fenómeno social (Aldana, 2006).

En este último aspecto estriba una de las principales contradicciones por las que atraviesan el análisis de la corrupción, su investigación, conceptualización y, sobre todo, su enfrentamiento, en tanto que se la ha asumido tendencialmente como un problema de naturaleza netamente jurídica y no como una problemática social que tiene entre sus múltiples dimensiones al componente jurídico, como parte del complejo entramado socioeconómico y normativo que la condicionan.

Lo anterior se traduce en que el indicador que prevalece para reconocer la presencia del fenómeno es la detección del delito; de ahí que las redes corruptas institucionalizadas pasan inadvertidas por los mecanismos de control que se concentran sólo en identificar tipologías delictivas y no en actuar sobre los factores que propician el problema y lo invisibilizan.

La corrupción es un fenómeno social que tiene expresiones jurídicas que pueden llegar a tipificarse como delitos, pero en esencia sus implicaciones, condicionamientos y manifestaciones rebasan los marcos puramente jurídicos. El análisis de este flagelo y las pretensiones de definición deben realizarse desde un enfoque multidisciplinario que posibilite afrontar el asunto lo más integralmente posible.

Así, la ambigüedad ha sido una de las características fundamentales de los enfoques y perspectivas que han abordado el problema de la corrupción, privilegiando los aspectos descriptivos desde una connotación explicativa que reivindica la causalidad lineal del positivismo.

A partir de ello, las concepciones que han prevalecido en el contexto internacional sobre esta problemática están relacionadas con:

  • la tendencia de estudios macro sobre bases empiristas, con pretensiones de generalización y enmarcados en modelos estadísticos que intentan cuantificar el fenómeno (Johnston, 2005; Saiz, Mantilla y Cárdenas, 2010; Cetina, 2016);

  • la determinación individual del fenómeno. Pese a la aparente dispersión teórico-metodológica de los diferentes enfoques, todos tienen en común este punto de partida, lo que redunda en versiones funcionalistas del mismo, en tanto que no se centra la atención en los factores condicionantes ni en aquellos que favorecen su reproducción (Fabré, Riera y Roque, 2017);

  • la no existencia de consenso con respecto a lo que se define como corrupción. Se opta por construir clasificaciones que adjetivan al fenómeno,2 pero no lo explican; no se tienen en cuenta sus esencias constitutivas. De tal manera que aparecen referidas en la literatura especializada, e incluso en el lenguaje cotidiano, como la pública, la privada, la económica, la política, la administrativa. Es esta última la que más comúnmente se asocia con la corrupción, identificándose también como burocrática (Rodríguez, 2004). En su definición se enfatizan más los aspectos sociológicos del fenómeno, aunque no logra sustraerse del sesgo jurídico. La adjetivación administrativa no implica diferencias sustanciales respecto de los indicadores que se emplean para definir a la corrupción en sentido general, sólo que en este caso se hace explícita referencia a su correlato estructural y a los procesos que favorecen su desarrollo,

  • los razonamientos tecnocráticos y gerenciales. Ciertas escuelas, más allá del plano jurídico, se han interesado por el análisis de la corrupción y han creado modelos con este objetivo, que se orientan hacia un tratamiento formal de la problemática. Tal es el caso del rational choice, que se articula con el modelo del rent-seeking y la nueva economía institucional que se asocia con el canon del principal-agente (Orrego, 2000). Estos razonamientos carecen de una perspectiva integral para el análisis de las rupturas que se producen en las relaciones de producción, dentro de las cuales se genera la corrupción.

Lo cierto es que los apelativos con los que se ha hecho acompañar al término corrupción se construyen indistintamente de acuerdo con ponderaciones tales como el tipo de sistema donde tiene lugar, el espacio económico en el que se desarrolla, el tipo de propiedad sobre la que recae, las características del sujeto corrupto y su lugar en la estructura. Estos aspectos evidencian que la génesis del fenómeno está en el entramado social, en el tipo de relación que lo sustenta y, además, atañe a la subjetividad social, de ahí la importancia de que su investigación se realice desde referentes teóricos capaces de abarcar lo más integralmente posible al fenómeno.

Particularmente el derecho penal, para lograr eficiencia en la prevención y enfrentamiento a la corrupción, está llamado a dialogar constantemente con la sociología porque, en primera instancia, aquél se construye socialmente y, además, en cada norma jurídica subyacen grupos sociales y diversos intereses políticos, culturales y económicos (Uribe y Lopera, 2015). De ahí la necesidad de pensar sociológicamente en función de ser más sensibles y aguzar la mirada para descubrir lo que permanece invisible (Bauman, 1994).

Lo sociológico de la corrupción

Entender la corrupción como un tipo de relación social y no como un hecho o un acto es una condición indispensable para dar cuenta de su dinámica, estructuración y organización interna. Estas premisas implican, además, la superación crítica de las tendencias que buscan en el aspecto ético su fundamento explicativo-causal.

Cuando se asocia la corrupción de manera absoluta a las cuestiones ético-morales, el problema se torna en una discusión sobre lo que es correcto o no en términos subjetivos, lo cual deja fuera al contexto en el que se produce el fenómeno (Brodschi, Fracchía y López, 2008).

Los enfoques ético-morales redundan en abstracciones que no toman en cuenta el desfase que puede existir entre la normatividad social basada en la racionalidad legal y lo que atañe a los imaginarios sociales.

Los debates axiológicos respecto de la ética y la moral en el análisis de la corrupción no pueden sustraerse de los condicionamientos socioeconómicos, políticos e ideológicos del sistema social en el que se materializan. Por el contrario, más que lograr una retracción del fenómeno en la sociedad, desde la penalización de sus efectos legalmente identificables, tienden a invisibilizar sus mecanismos estructuradores.

Así, se expresa una condición inherente a la corrupción como fenómeno social que encierra en sí misma una contradicción. Los indicadores fenomenológicos de la corrupción, que por transitividad se asocian a los sujetos corruptos, si bien son enunciados como evidencia de la existencia del fenómeno, al mismo tiempo se constituyen en los argumentos que neutralizan la reacción social para combatirlo. Ello da cuenta de quiebres socioestructurales que trascienden a la corrupción, pero están implícitos y se reproducen a sus expensas.

En esencia, la problemática de la corrupción se presenta en dos niveles: el fáctico y el teórico. El primero se refiere a la generalización del asunto, su heterogeneización y enraizamiento en el tejido social, llegando a las organizaciones y las colectividades sociales, así como a su transnacionalización y a las graves consecuencias económicas, políticas y sociales que reviste. El segundo se asocia con la inexistencia de un corpus teórico que sirva de marco para su análisis y explicación (Olivera, 2015).

La sociología es una de las disciplinas que puede hacer mayores aportaciones a la generación de bases teóricas que permitan adentrarse en las esencias constitutivas de este fenómeno, dado que su cuerpo categorial y epistemológico remite al análisis de cada uno de los procesos y espacios de realización consustanciales a la corrupción. Sin embargo, no es común encontrar en la literatura disponible un tratamiento sociológico del tema, entre otras razones por el sobredimensionamiento pragmático que ha acompañado los acercamientos a este problema.

Este vacío teórico-conceptual desde la sociología respecto del análisis de la corrupción ha sido definido por Pedro Martín Biscay como déficit de análisis sociológico (DAS) (Martín, 2008). A partir de ello, el autor pone el énfasis en la incorporación de variables estructurales de contenido sociológico que indiquen los procesos articuladores y refuncionalizadores de la conducta corrupta en el entramado social.

En este sentido, se impone dar cuenta de los principales referentes y antecedentes explicativos de la teoría sociológica que desde sus núcleos racionales aportan un sustrato teórico al estudio del fenómeno; tales son los casos de las concepciones sobre la anomia social de Durkheim (1998) y Merton (1967), al margen de los sesgos funcionalistas y normalizadores típicos de los modelos consensuales.

La corrupción como relación social es expresión del quiebre del lazo de solidaridad, en este caso orgánica, en el que se sostiene, en tanto que tiende a subvertir o refuncionalizar la lógica del sistema desde las relaciones de poder en las que se sustenta y las que a su vez genera; además, las relaciones delincuenciales que la integran se articulan desde las estructuras formal e informal del tipo de organización social en la que se desarrolle, formando redes que tributan a su legitimación y a la formalización trivial de los mecanismos de control que traducen la normatividad social en anomia estructural.

En este particular son válidas las reflexiones de Robert Merton (1964), especialmente en lo que respecta a las denominadas formas de adaptación social que se configuran ante las distorsiones socioestructurales, específicamente la innovación, de la cual la corrupción constituye una de sus más claras expresiones. Las tesis mertonianas se posicionan acertadamente a partir de la relación medios-fines, tributando elementos reveladores acerca de la esencia estructural de la corrupción y de las formas innovadoras en las que puede expresarse, las cuales, aun cuando sean ilegales, son legitimadas por las propias dinámicas sociales que las condicionan.

Estos criterios se complementan con las tesis del sociólogo Mario Olivera a partir de lo que denomina socionomía instrumental(Olivera, 2015: 5) , desde un enfoque que consigna el análisis al entramado socioestructural, o el contexto en el que se despliega la relación social corrupta.

El punto de partida de esta concepción estriba en que la normatividad social es cada vez más instrumental en la modernidad. Esta instrumentalización se manifiesta en la capacidad del sujeto, de acuerdo con los límites y posibilidades que le brinde el sistema, de crear o refuncionalizar espacios normativos institucionalizados y estructurados que sirven de medio para conseguir determinadas metas, sustentada en la racionalidad medios-fines. Este carácter instrumental puede utilizarse para intereses particulares ilícitos y/o ilegítimos (Olivera, 2015).

La corrupción está estrechamente relacionada a la institucionalidad, pues es dentro y a expensas de ésta donde se desarrolla, y para ello requiere y utiliza el poder, tanto el normativo y administrativo (Olivera, 2015) como el simbólico.

En esencia, la corrupción no se define simplemente por la transgresión de normas y regulaciones, sino por la asimilación oportunista del marco normativo y su institucionalidad bajo aparentes vestigios de licitud. De ahí la necesidad de enmarcar su análisis desde un enfoque que permita desvelar los procesos a través de los cuales este fenómeno se entroniza, naturaliza e invisibiliza en la sociedad.

Su correlato estructural se debate entre la lógica de lo instituido y lo instituyente, que abarca lo racional, lo emocional y lo relacional, en el marco de una institucionalidad que constituye el soporte refuncionalizador y legitimador de sus expresiones. Las redes socioeconómicas de la corrupción se sostienen por principios de cooperación mercantilista, jerarquía, solidaridad, coerción y relaciones simbólicas.

Es un fenómeno situado y condicionado históricamente en lo que a estructura social y cultural se refiere. No solamente es reacción frente a las estructuras, como lo verían las teorías de la desviación social, sino acción respecto de ellas y a partir de ellas (Olivera, 2015). Ahora bien, ese análisis estructural no puede hacerse sólo desde una visión macrosocial, sino que necesariamente tiene que adentrarse en las expresiones reticulares del problema, es decir, en los contextos organizacionales que componen el entramado social.

Al introducir la variable organizacional, los elementos sociológicos de la corrupción aparecen con claridad sin tonos moralistas, vinculada a inercias sociales e institucionales que permiten su reproducción como un problema social, estructural, institucional y político (Arellano, 2016; Sandoval, 2016).

La propia organización y su institucionalidad definen pautas innovadoras de adaptación social que devienen en formas parasitarias de apropiación que son el germen de la corrupción. La referencia a las racionalidades inmanentes al fenómeno también favorece el estudio concreto de los diversos actores involucrados en él.

En el análisis de la corrupción es importante dar cuenta de las prácticas, rutinas y racionalizaciones que definen las relaciones sociales corruptas como normales; comprender cómo la lógica aparentemente normal en la que las personas se relacionan en una organización puede estar generando el fenómeno. Desnormalizar la corrupción supone la deconstrucción de prácticas instaladas en la organización para comprender las cadenas causales y argumentativas que las sostienen (Arellano, 2016).

La socialización racionaliza comportamientos dando sentido a una trama organizacional que reduce la disonancia cognitiva. Así como se normalizan el respeto por la jerarquía y otras normas establecidas en la organización, lo mismo sucede con los actos corruptos. Los mismos procesos que legitiman a la persona dentro de la organización funcionan como cimentadores de la corrupción (Arellano, 2016).

Es un problema que alude al orden social, por lo que es susceptible de ser analizado sociológicamente; su lógica es aplicable tanto al sector público como al privado y puede llegar a normalizarse por medio de procesos socializadores y de racionalización (Arellano, 2016).

Las normas y estructuras legales no aparecen espontáneamente mediante interacciones individuales, sino que requieren de un soporte institucional que las haga valer (Salgado, 2014). Comprender cómo se genera la corrupción implica entender la dinámica de los lazos y relaciones que se construyen en el entramado organizacional -los mecanismos que funcionan como normalizadores de la jerarquía y las normas dentro de la organización- más allá de sus simplificaciones individualistas y moralistas.

Desconocer el sustrato social que encierra cualquier práctica implica desligarla de su espacio de producción y atarla a esquemas de proyección ideal de la acción (Martín, 2008). La relación social corrupta, en la medida en que se entroniza en el tejido social, va gestando una estructura paralela a expensas de la racionalidad legal en la que se sustenta dicho entramado; inutiliza, formaliza y refuncionaliza los procesos que pueden convertirse en obstaculizadores de su emergencia y desarrollo, dígase control y participación sociales.

La corrupción es la antítesis de las relaciones que se sustentan en la socialización del poder, en la implicación consciente y en el involucramiento activo, al mismo tiempo que ante una débil institucionalidad logra subvertir estos procesos en relaciones de naturaleza pragmática. Es un fenómeno que reproduce las lógicas de la opresión; de ahí la importancia de remitir su análisis a las cuestiones clasistas y deconstruir la noción superficial de que es un problema individual cuyas implicaciones son netamente económicas.

Conclusiones

Para enfrentar la corrupción resulta necesario definir qué se entiende como tal, cómo este fenómeno se expresa, cuáles son sus factores condicionantes, los escenarios por excelencia en los que se desarrolla. Todo ello no responde a un mero ejercicio de complacencia teórico-metodológica, sino que es condición indispensable para concretar políticas y acciones que transformen las bases estructurales que condicionan al fenómeno y, de esta forma, perfeccionar los mecanismos sancionadores.

El entramado relacional, estructural y organizacional que abarca la corrupción y la determina como fenómeno establece como premisa que las medidas coercitivo-sancionadoras tomen en cuenta su naturaleza social y se orienten hacia las pautas productoras y reproductoras del problema. Con ello no sólo se logra castigar conductas individuales, sino que se enfoca la reacción social hacia el desmontaje de aquellos aspectos que incluso desde el imaginario social puedan favorecer la tolerancia del fenómeno.

Asumir esquemas netamente cuantificadores para intentar dar cuenta de la magnitud de la corrupción, de su alcance e implicaciones, es un error. Los peligros que este flagelo encierra y su muy negativo impacto social no se pueden medir exclusivamente a partir de los montos involucrados. No se trata de cálculos económico-financieros solamente, sino del tipo de relaciones que este fenómeno genera, de cómo subvierte el orden social.

La corrupción es un tipo de relación social que se desarrolla en el tejido organizacional de la sociedad a expensas de la institucionalidad y de sus contradicciones estructurales. Deviene en prácticas que subvierten el sistema y se expresan en comportamientos que, no obstante su ilicitud, encuentran un fundamento de legitimidad en la experiencia social. Ello implica que la lucha contra el fenómeno no puede limitarse a sancionar conductas individuales, sino que necesariamente debe desmontar las lógicas del sistema que lo condicionan, tanto en los ámbitos socioeconómico y político como desde la subjetividad social.

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1 Puede observarse la ausencia de tratamiento del fenómeno a partir del instrumental conceptual que aporta la economía política al no asumirse que la producción, distribución, intercambio y consumo de bienes y servicios se relacionan directamente con la actividad del hombre, que siempre es ordenada, coordinada, organizada y orientada de alguna forma, pues es consciente, dirigida a un fin determinado y de profundo contenido social, en donde los actores sociales establecen vínculos de cooperación o subordinación exigidos objetivamente por el propio trabajo, y las relaciones de dirección forman parte activa de tal proceso. Cabe advertir que en la actualidad el tratamiento dado a este tipo de relaciones ha recaído casi totalmente en la llamada ciencia de dirección, pero si las relaciones de dirección forman parte de las de producción, sus leyes exigen un enfoque desde la economía política y, por lo tanto, es necesaria una visión teórica de las mismas en su vínculo con la propiedad como fundamento de todo el sistema de relaciones de producción. Desde este condicionamiento se pueden encontrar elementos clave para comprender y enfrentar la corrupción administrativa (Alemán et al., 2016).

2Generalmente, estas clasificaciones se encuentran pautadas por criterios jurídico-penales que constriñen la corrupción a un hecho, a un acto o a una conducta transgresora de la ley.

Recibido: 19 de Julio de 2020; Aprobado: 07 de Septiembre de 2020

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