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Sociológica (México)

versión On-line ISSN 2007-8358versión impresa ISSN 0187-0173

Sociológica (Méx.) vol.36 no.104 Ciudad de México sep./dic. 2021  Epub 28-Mar-2022

 

Artículos de investigación

Gestionar la política. Las políticas públicas desde la perspectiva del poder

Managing Politics. Public Policies from the Viewpoint of Power

Rodolfo Canto Sáenz* 

*Universidad Autónoma de Yucatán. Correo electrónico: <rodolfo.canto@correo.uady.mx>.


RESUMEN

Las políticas públicas pueden contemplarse desde dos perspectivas complementarias: la de la resolución de problemas y la del poder. La segunda permite abordar realidades situadas más allá del alcance de los instrumentos técnicos y administrativos y prescribir acciones con una lógica distinta a la racionalidad administrativa: la de los intereses en conflicto, cada uno con su cuota de poder. Para esto es preciso dejar de considerar los aspectos políticos como obstáculos, ya que el entorno político no necesariamente representa un constreñimiento, sino que también es una oportunidad si se gestiona eficazmente. Hay un quehacer político en la gestión de las políticas. La incorporación de la perspectiva del poder en el análisis representa un salto dialéctico hacia el objetivo de alcanzar el éxito en la política pública.

PALABRAS CLAVE: políticas públicas; política; poder; conflicto; implementación; análisis de políticas

ABSTRACT

Public policies can be considered from two complementary perspectives: that of solving problems and that of those in power. The latter makes it possible to deal with realities situated beyond the scope of technical and administrative instruments and to propose actions with a logic that is different for that of administrative rationality: that of conflicting interests, each with its own quota of power. For this to happen, it is necessary to stop considering political issues as obstacles, since the political conditions do not necessarily represent a constraint, but can also be an opportunity if the situation is managed effectively. Political know-how is involved in managing policies. The incorporation of the perspective of power in the analysis represents a dialectical jump toward the objective of achieving success in public policy.

KEY WORDS: public policies; politics; power; conflict; implementation; policy analysis

Introducción. Dos grandes perspectivas

El proceso de la política pública puede contemplarse desde dos grandes perspectivas, la de resolución de problemas y la del poder. A partir de la primera, las políticas públicas son vistas como actividades de los gobiernos para responder a los problemas públicos, por ejemplo, de salud, de educación, de seguridad social, de deterioro ambiental o de crecimiento económico, entre muchos otros; y desde la segunda, se observan como resultado de las correlaciones de fuerzas entre unos grupos sociales y otros, todos tratando de hacer prevalecer sus intereses, o bien, como medios para ejercer poder de unos sobre otros. No obstante, aun cuando son diferentes ambas perspectivas no son, en modo alguno, excluyentes sino complementarias (Knill y Tosun, 2012).

La perspectiva de la resolución de problemas públicos ha sido ampliamente dominante en la función pública, lo que es comprensible dado que la tarea fundamental de los gobiernos es enfrentarlos y resolverlos. También ha prevalecido en los programas de docencia e investigación en políticas públicas, que en su mayoría se han concentrado en la búsqueda de respuestas a los problemas públicos. En contraste, la perspectiva del poder ha estado más presente en los grupos de interés, los movimientos sociales, las organizaciones de la sociedad civil y todos aquellos actores que pretenden influir en la agenda pública en dirección de sus intereses u objetivos.

La perspectiva del poder, desde luego, también está presente en la academia, por ejemplo, en la literatura sobre problemas como el clientelismo, la exclusión social o el papel de los poderes fácticos, por mencionar algunos tópicos. Sin embargo, hasta hoy se percibe cierto desfase entre ambas perspectivas y los trabajos sobre resolución de problemas, especialmente aquellos que se abocan a situaciones muy puntuales, rara vez se ocupan del papel del poder y de cómo el asunto en cuestión entró a la agenda de políticas y llegó finalmente hasta las manos del analista. A la vez, los estudios emprendidos desde la perspectiva del poder no suelen extenderse hasta los aspectos administrativos o técnicos de las políticas. Como resultado de este desfase tenemos una gran cantidad de estudios y análisis que se centran en la administración descuidando la política, y otros que se enfocan en la política minimizando la administración, aun cuando, como es sabido, la política pública es ambas cosas a la vez: política y administración (Lowi, 1970; 1972).

Si aceptamos que ambas perspectivas son complementarias y no excluyentes resulta apropiado incorporar la dimensión del poder en el análisis encaminado a la resolución de problemas, así como, desde luego, considerar la cuestión administrativa en los estudios desde la del poder. En los dos casos, la incorporación en el análisis de la otra perspectiva redundaría en estudios más sólidos y, sin duda, más realistas. El presente artículo tiene como objetivo argumentar la conveniencia de incorporar la perspectiva del poder en el análisis de la política pública, tanto del que sirve de manera directa a la resolución de problemas públicos como del que busca contribuir al desarrollo de la teoría general de la misma o, en términos de la célebre distinción de Harold Lasswell (2007), tanto para el conocimiento en como para el conocimiento de las políticas públicas.

El presente trabajo incluye tres apartados. El primero reflexiona sobre algunas implicaciones de mirar el proceso de las políticas desde la perspectiva del poder en ciertos temas bien conocidos en la teoría de la política pública, como el incrementalismo, el ajuste partidario mutuo y el papel de los actores no gubernamentales. El segundo aborda, con base en la bibliografía reciente de autores principalmente europeos y estadounidenses, determinados aspectos de las distintas etapas del ciclo de las políticas, desde la integración de la agenda hasta la implementación, vistos también desde la perspectiva del poder. El último apartado se ocupa de un tema que es sustantivo en el análisis de las políticas públicas desde esta perspectiva: las relaciones de poder entre las clases sociales.

La perspectiva del poder y el conocimiento de las políticas

Mirar el proceso de la política pública mediante la perspectiva del poder puede arrojar nueva luz sobre modelos teóricos tan conocidos en la literatura de políticas como el incrementalismo y el ajuste partidario mutuo (Lindblom, 2007 y 2016). Como inevitable corolario de la racionalidad limitada (Simon, 1955; March y Simon, 1958), el incrementalismo bien puede estudiarse desde la perspectiva de la resolución de problemas, y en la mayoría de los casos ha sido así, como lo confirma la amplia investigación sobre el tema. En contraste, el incrementalismo como efecto del ajuste partidario mutuo se explica mejor en términos de la perspectiva del poder, es decir, como producto de la brega entre las distintas fuerzas que representan los partidos políticos. El resultado es el mismo en ambos casos, cambios pequeños o incrementales en las políticas públicas, pero las causas son distintas: restricciones cognitivas en el primero y negociaciones políticas en el segundo.

Las implicaciones para el análisis de políticas son distintas si la explicación del cambio incremental se remite al factor cognitivo o al político. En el primer caso queda abierta la posibilidad de mejorar el conocimiento del problema mediante la investigación científica y remontar un poco las restricciones que la racionalidad limitada impone a la formulación de políticas y obliga al cambio incremental. Se trata básicamente de un asunto de insuficiencia de la teoría y se puede avanzar en la dirección propuesta por Herbert Simon para aumentar la racionalidad de las decisiones públicas.1 En el segundo caso, en contraste, el problema no es tanto de carácter cognitivo como político, e involucra distintas visiones del quehacer del Estado asociadas a los diferentes intereses e ideologías que defienden los partidos. En este contexto, el mejoramiento de la política en cuestión estará menos cercano a la ciencia y al conocimiento y más a la deliberación y al ajuste (para seguir con el término de Charles Lindblom) que posibiliten el acercamiento de posturas divergentes o contrapuestas. Para avanzar en esta dirección pueden ser de mucha utilidad teorías como la racionalidad comunicativa de Jürgen Habermas (2010) o el concepto de razonamiento público de John Rawls (2003, 2006). Por supuesto, si no tenemos clara conciencia de la diferencia entre el origen cognitivo o el político del cambio incremental en determinada política pública será menos probable realizar una contribución significativa a su mejoramiento.

Los cambios incrementales en las políticas también se asocian a la teoría del punto de veto y del jugador con poder de veto (Cairney, 2012; Knill y Tosun, 2012). Los puntos de veto son aquellos sitios donde se es posible frenar una propuesta de política, y pueden ser institucionales (los poderes Ejecutivo y Legislativo y, en ocasiones, el Judicial) o partidistas. A mayor número de puntos de veto existentes (por ejemplo, un Legislativo bicameral en vez de unicameral), resulta más difícil aprobar o modificar una política pública. Al dificultar el cambio en las políticas existentes, dichos puntos dotan de estabilidad al proceso de la política pública y por ello se ha subrayado su semejanza con el incrementalismo de Lindblom, pues ambas teorías predicen que los cambios en las políticas tenderán a ser pequeños o marginales. Al explicar los cambios incrementales en función de las disputas entre los poderes constituidos (por ejemplo, entre el Ejecutivo y el Legislativo) o entre las corrientes políticas presentes en el Legislativo, la teoría de los puntos de veto y del jugador con poder de veto se asemeja al ajuste partidario mutuo en la preeminencia del factor político sobre el cognitivo. Por la misma razón, la perspectiva del poder resulta imprescindible para aproximarse a los cambios en las políticas asociados a los puntos de veto y a los jugadores con poder de veto.

La distinción entre la perspectiva del poder y la de resolución de problemas también permite apreciar mejor el papel que ciertos actores no gubernamentales desempeñan en el proceso de la política pública, como las coaliciones promotoras (Sabatier, 1998; Sabatier y Weible, 2007; Cairney, 2012) y las redes de políticas (Rhodes, 2008; Cairney, 2012). De acuerdo con la literatura, las primeras se plantean deliberadamente -y también legítimamente− influir en la política pública en dirección a sus intereses, cualesquiera que éstos sean. Si bien las dos perspectivas son necesarias para estudiar las coaliciones promotoras, claramente la del poder resulta indispensable.

Por su parte, las redes de políticas, especialmente las que incluyen organizaciones civiles, académicos y expertos independientes, también pueden realizar -y se espera que lo hagan− importantes contribuciones al conocimiento de muy diversos problemas de política pública, lo que en principio las acerca más al interés general y las convierte en recursos, a veces imprescindibles, para la resolución de problemas. El empleo consciente y complementario de las dos perspectivas puede arrojar mucha luz sobre el papel de las coaliciones promotoras y las redes de políticas en la formulación de políticas específicas.

Más allá de las coaliciones promotoras y las redes de políticas, la importancia de las dos perspectivas se extiende a todo el universo de actores no gubernamentales que intervienen en las políticas públicas. Por ejemplo, una distinción de fondo entre estos actores concierne a la dicotomía interés privado/interés público que, entre otras cosas, da lugar a la clásica tensión entre la ganancia y el servicio público (Pardo, Dussauge y Cejudo, 2018: 17). Algunos de ellos estarán motivados por objetivos de interés general, como muchas organizaciones de la sociedad civil, mientras que a otros los moverá la intención de influir en la política pública en dirección a objetivos particulares. Por supuesto, sería un error no distinguir entre motivaciones tan diferentes, cuyo peso específico en las decisiones puede conducir a derroteros muy variados en la formulación de una política pública determinada (Meltsner, 2007).

El papel de quienes persiguen intereses propios o particulares se explica mejor desde la perspectiva del poder, que permite apreciar y evaluar más adecuadamente el potencial que dichos actores tienen para inclinar el diseño de la política hacia sus intereses específicos. Si se deja de lado esta perspectiva y se hace tabla rasa de sus motivaciones, se corre el riesgo, una vez más, de creer que la resolución del problema es tan sólo una cuestión técnica que se remite a factores cognitivos y que bastarían la información y el conocimiento necesarios para resolver el problema en cuestión.

Por ejemplo, en semejante riesgo parece incurrir Jan Kooiman al defender la tesis de la gobernanza sociopolítica, que postula el gobierno compartido con actores no gubernamentales. Este autor emplea el siguiente argumento para fundamentar su tesis del gobierno compartido: “Ningún actor por sí solo, público o privado, tiene el conocimiento y la información necesarios para solventar problemas complejos, dinámicos y diversificados” (Kooiman, 2004: 175). Desde luego, tiene razón al afirmar esto, pero ciertamente el proceso de la política pública implica mucho más que conocimiento e información. El factor cognitivo es imprescindible, pero el político también lo es. Una red de gobernanza que no distinga entre, por ejemplo, organizaciones del tercer sector no lucrativo y agrupaciones gremiales o actores que promueven sus propios intereses correrá el riesgo de confundir los objetivos de interés privado con los de interés público, y dado el caso no podrá evitar que la tensión entre ganancia y servicio público antes mencionada afecte al interés general.

La perspectiva del poder contribuye también a dimensionar el papel de la ciencia cuando existen intereses en conflicto. La ciencia es, por supuesto, indispensable para ambas perspectivas y difícilmente se puede decir algo relevante en política pública sin el auxilio del conocimiento científico, pero no siempre es suficiente para encontrar respuestas de política pública porque suelen estar de por medio valores e intereses con frecuencia encontrados, lo que hace imprescindible buscar soluciones “transcientíficas” (Majone, 2000) a las disputas entre actores y grupos. Por ejemplo, Majone escribe que en cuestiones regulatorias suele ocurrir que tanto las agencias reguladoras como las partes a ser reguladas demuestren “científicamente” que su propuesta es la correcta, aun si se trata de propuestas profundamente contradictorias entre sí, lo que se explica porque existen miles de funciones matemáticas que se ajustan igualmente bien a los datos experimentales. En tales casos, mirar el problema también desde la perspectiva del poder puede ayudar mucho a encontrar soluciones de política pública.

La perspectiva del poder y el proceso de las políticas

La elaboración de políticas públicas desde la perspectiva del poder sitúa en primer plano la influencia de la política (politics) en todo el proceso, desde la integración de la agenda hasta la evaluación. Posiblemente, la mejor definición de política para la disciplina fue la que acuñó Lasswell (1936): es el estudio de “quién se queda con qué, cuándo y cómo”, que sería completada años más tarde por otros cultivadores de la disciplina, como Peter Bachrach y Morton Baratz, para quienes además es “quién se queda fuera, cuándo y cómo” (Bachrach y Baratz, 1962). Lo anterior nos hace recordar que el proceso de la política pública está atravesado por conflictos de intereses entre los diferentes actores y grupos sociales por hacer prevalecer sus objetivos en la elaboración de políticas, con frecuencia a costa de los intereses y objetivos de otros. Normalmente la gestión de estos conflictos por parte de los poderes constituidos no es opcional sino una responsabilidad sustantiva de los gobiernos, y en conjunto ellos constituyen la materia prima de la mayoría de las políticas públicas. Por supuesto, como advierte Giandomenico Majone (2000), un enfoque de las políticas públicas que haga a un lado los conflictos de intereses entre actores y grupos no reflejará la realidad y probablemente acabará sirviendo a los intereses dominantes y a la preservación del statu quo.

La perspectiva del poder es especialmente útil en las etapas iniciales del proceso de la política pública, el establecimiento de la agenda y la definición del problema. Como es bien sabido, aun cuando existen muchos problemas públicos al final sólo un pequeño número de ellos es atendido por los gobiernos. Los actores y grupos compiten, con distintos grados de éxito, para configurar la agenda según sus preferencias. De Elmer Schattschneider (1975) señala que el giro de un problema social a uno político es en sí mismo conflictivo, y la política es la atención de los conflictos. La organización del conflicto se articula mediante la extensión (quién está involucrado), y el sesgo (cómo lo percibe el público) y el nexo entre estas dos dimensiones determina qué sucede. En ocasiones los decisores pueden tratar de reducir la extensión mediante la “privatización” del conflicto, sacándolo de la esfera pública para dejarlo en manos de los actores y grupos sociales (Knill y Tosun, 2012).

En realidad, como argumenta Matthew Crenson, la agenda de políticas no es aleatoria sino que revela un conjunto de prioridades, y pone como ejemplo: si un gobierno está comprometido con el crecimiento económico tenderá a minimizar los costos ambientales (y en algunos casos, podríamos añadir, también los sociales). Más aún, continúa, la configuración real de la agenda se relaciona con el conflicto ideológico asociado a las diferentes visiones del quehacer del Estado entre los actores y los grupos sociales y también entre los decisores. La agenda puede estar relacionada con un ideal o principio político que la trasciende, una visión ideológica del sistema político (Crenson, 1971, citado en Parsons, 2007: 171).

Precisamente, a causa de las diferencias de los objetivos e intereses entre los actores y grupos sociales, la definición del problema nunca es un asunto objetivo a la manera, por ejemplo, de los problemas en las ciencias exactas. Una vez que éste ha entrado a la agenda de políticas las diferencias se centrarán en su definición, en cuyo proceso cada una de las partes involucradas intentará encuadrarlo en función de sus objetivos e intereses. El encuadre implica el uso selectivo del conocimiento y de la información del problema y sus relaciones causales para hacerlo manejable. Se emplea estratégicamente por los actores para estructurar un conflicto de manera que sus intereses puedan prevalecer (Knill y Tosun, 2012: 103). De este modo, la perspectiva del poder estará en la base de la decisión de incluir o excluir un problema en la agenda de políticas, también en cómo definirlo y en la decisión de actuar o no hacerlo.

La perspectiva del poder y el diseño e implementación de políticas

La Implementación de una política pública será más exitosa, escriben Donald S. Van Meter y Carl E. Van Horn (2007), si los cambios buscados son menores y si existe un alto consenso en los objetivos entre actores privados y públicos. Sin embargo, ¿qué pasa cuando los cambios buscados son grandes y no hay consenso entre dichos actores? Las políticas públicas, especialmente las regulatorias y las redistributivas, pueden representar pérdidas para actores con poder (González Rossetti, 2005), capaces de oponerse a una política desfavorable a sus intereses, al grado de hacerla naufragar. Por ello, es imprescindible lo que Cristoph Knill y Jale Tosun (2012) llaman una política posdecisional, o un plan de acción para disminuir la oposición de ciertos actores y ganarse el apoyo de otros en la etapa de la implementación. Dos modelos útiles para formular una política posdecisional son el de factibilidad política de Arnold Meltsner (2007) y el de regímenes de políticas, de Peter J. May (2018b), que se comenta a continuación.

Como se ha señalado, las perspectivas del poder y de la resolución de problemas son complementarias. La primera no sólo ayuda a entender las correlaciones de fuerzas entre actores y grupos sociales en el proceso de las políticas: también puede contribuir a mejorar su diseño e implementación. El diseño, escribe May (2018a: 170), no es una tarea tecnocrática que se lleve a cabo entre bastidores, y la implementación no es una administrativa que entregue una política pública a una maquinaria organizacional. Ambas buscan la resolución de problemas sujetos a una variedad de presiones. La “perspectiva de resolución de problemas políticos y de políticas”, como él la llama, cambia la manera de concebir ambas fases del proceso: el diseño es un “arte destinado a canalizar energías” de actores de la implementación para lograr acuerdos y movilizar bases de apoyo, cruciales para el éxito y la permanencia de una política pública.

Asimismo, la perspectiva del poder incorpora la categoría del conflicto a la resolución de problemas, el cual, afirman Brian W. Hogwood y Lewis A. Gunn (2018: 55), no es una aberración que se puede curar mediante una capacidad interpersonal mejorada. El conflicto entre y dentro de muchas organizaciones y grupos sociales no es excepcional sino endémico, y no puede eliminarse simplemente mediante la comunicación o la coordinación. Si se descuidan las realidades del poder, como las capacidades de los grupos opositores, la política pública tendrá pocas probabilidades de éxito, advierten estos autores. En el mismo sentido, María del Carmen Pardo, Mauricio I. Dussauge y Guillermo M. Cejudo (2018: 12 y 17) señalan que la implementación de políticas pasa por estructuras organizacionales que siempre están mediadas por intereses de poder y relaciones entre actores y agencias; a su juicio puede entenderse como un proceso político en el que la política pública está atravesada por intereses que pueden estar en conflicto, y Peter L. Hupe y Michael J. Hill (2018: 338) concluyen que el conflicto es inherente a los procesos de la política pública.

Así, la perspectiva del poder es absolutamente imprescindible, tanto para el análisis como para la gestión de la política pública. Permite abordar y evaluar realidades que están más allá del alcance de los instrumentos técnicos y administrativos, por pertinentes y sofisticados que éstos sean, así como prescribir cursos de acción con base en una lógica distinta a la racionalidad administrativa, a saber, la lógica de los intereses en conflicto, cada uno con su cuota de poder. Los planteamientos de los autores citados, y de otros que veremos más adelante, ilustran el desarrollo contemporáneo de la teoría y la práctica de la política pública: se recupera poco a poco la esencia de las políticas como instrumentos de gobierno, que por supuesto pueden admitir una mayor o menor participación de actores no gubernamentales en función de la naturaleza del problema y del tipo de política pública requerido (Canto, 2020).

A propósito, May escribe que una evolución natural de la teoría es pensar sobre la relación entre la implementación de las políticas y la tarea de gobernar, ya que ésta es mucho más que promulgar políticas y dejar que pase lo que tenga que pasar. Después de la promulgación hay que promover ideas centrales, atender arreglos institucionales y apoyos o rechazos de las partes interesadas. Si gobernar es mucho más que promulgar políticas es necesaria una visión más amplia de la implementación, y la base para ello es prestar mayor atención a la interacción entre las políticas públicas y la política, así como vincular de manera más directa la implementación con la tarea de gobernar, llevando a la práctica el concepto básico de las políticas públicas como instrumentos de gobierno que proporcionan beneficios, regulan actividades, redistribuyen recursos e imponen cargas (May, 2018b: 286 y ss).

Si los procesos de política pública tienen un carácter fundamentalmente político, podemos darnos cuenta de la inmensa laguna que en la teoría y en la práctica de las políticas públicas significa dejar de lado al poder y a la política. Al ignorar la dimensión política en la formulación de políticas, advierten Hupe y Hill (2018), se pierden oportunidades claras, como la de movilizar apoyo político para la política pública en cuestión, lo que puede determinar su fracaso. Paradójicamente, sostienen, ante los fracasos en la implementación la respuesta habitual es reforzar el control, lo que suele ser por completo ineficaz porque en muchos casos el problema no es la falta de control, sino precisamente ignorar la dimensión política.

En la línea de los estudios sobre factibilidad política de Meltsner (2007), May sostiene que el entorno político no es un dato dado sino un panorama elástico. Como se recuerda, Meltsner argumenta que, dentro de ciertos márgenes, la factibilidad política de una política pública -por completo diferente de las factibilidades técnica o financiera- puede mejorarse con una esmerada atención a los actores, a sus motivaciones, creencias y recursos, como base de una estrategia para aumentar los apoyos y reducir la oposición hacia dicha política pública. El modelo de regímenes de políticas de May (2018b) amplía la perspectiva de Meltsner para incluir, al lado de los actores, las ideas que orientan el ejercicio del gobierno y los arreglos institucionales que estructuran la autoridad, atención, flujos de información y relaciones al enfrentar problemas de políticas. Los regímenes fuertes reafirman compromisos políticos al fortalecer propósitos compartidos y bases de apoyo, a la vez que refuerzan la legitimidad, la coherencia y la durabilidad de las políticas, factores clave para una institucionalización exitosa.

Desde luego, para avanzar en esta dirección, May advierte que es preciso dejar de considerar los aspectos políticos como obstáculos al gobierno eficaz y asumir una visión más positiva de ellos. El entorno político no representa necesariamente un constreñimiento para el éxito de una política pública, también es una oportunidad si se gestiona eficazmente, como sostiene Meltsner. Lo que queda en relieve es que existe un quehacer político, más allá de uno técnico, en la gestión de la política pública, lo cual nunca debe olvidarse. La perspectiva del poder realmente puede contribuir a la resolución de problemas y su incorporación al análisis representa un salto dialéctico hacia el objetivo de alcanzar el éxito.

La participación, cada vez mayor, de actores no gubernamentales en el proceso de las políticas públicas brinda un buen ejemplo del indispensable quehacer político en la gestión de las mismas, lo que genera oportunidades, pero también retos para su éxito. Pardo, Dussauge y Cejudo (2018) describen uno de esos retos: en los modelos de gobernanza y redes de políticas los actores son diversos y no necesariamente comparten las ideas del sector público, lo que puede llevar a que compitan en lugar de cooperar, con lo cual la implementación en redes puede volverse aún más compleja.

En el mismo sentido, May (2018a) recuerda que las opciones de políticas públicas se elaboran y las decisiones se toman en mundos políticos conformados por una multiplicidad de públicos con intereses que compiten y recursos diferenciados. Detrás de estas interacciones existen diferentes sistemas de creencias. La capacidad de llegar a un consenso, comenta, se ve debilitada por la existencia de creencias centrales opuestas; en tales casos, la formulación de políticas públicas se lleva a cabo al margen de las soluciones, y los problemas persisten durante muchos años. En semejantes contextos resulta pertinente la sugerencia de Pardo, Dussauge y Cejudo (2018): el centro de decisión debe ser fuerte, de manera que de él puedan derivarse claros liderazgos que faciliten la negociación y los acuerdos. Dicho en otras palabras, el quehacer político es indispensable para sacar adelante las respuestas de política pública.

Prescindir de la perspectiva del poder en el proceso de la política pública puede conducir a conclusiones equivocadas e incluso llevar a callejones sin salida. Un buen ejemplo de esto fue la conclusión de los pioneros en los estudios de implementación, Jeffrey Pressman y Aaron Wildavsky, derivada de su famoso análisis de promoción del empleo para las minorías en Oakland, California, en el sentido de que una mayor cantidad de eslabones en la cadena de autoridad dificultaba la implementación y reducía las posibilidades de éxito de las políticas. Semejante conclusión no sólo parecía razonable sino que además contaba con una base matemática. El cálculo de probabilidades predecía que la multiplicación de puntos de decisión disminuía la factibilidad de una instrumentación eficiente. El grado de cooperación entre las agencias debía ser cercano al 100 por ciento para evitar un gran déficit acumulativo. Como las matemáticas no se equivocan, la recomendación resultaba evidente: para disminuir la complejidad de la acción conjunta había que reducir tanto como fuera posible el número de eslabones de la cadena. Aunque actualmente sabemos que no necesariamente es así.

Desde el ya lejano 1973, cuando Pressman y Wildavsky (1998) publicaron su célebre estudio, varios autores han puesto en tela de juicio su conclusión. Entre otros, May (2018b), con su modelo de regímenes de implementación aplicado al análisis de la Ley de Protección al Paciente y el Cuidado de la Salud a Bajo Precio de Estados Unidos, mejor conocida como Obamacare, cuyo objetivo principal era financiar con recursos públicos la adquisición de seguros de salud para la población de menores ingresos. May (2018b) encontró que los severos problemas de implementación de Obamacare no derivaban de la cantidad de eslabones de las cadenas de autoridad sino de la resistencia cada vez mayor de los sectores conservadores de la política estadounidense y de la falta de una sólida base de apoyo. Desde luego su recomendación principal no fue disminuir eslabones sino reforzar los apoyos y reducir la oposición a dicha ley, fortalecer los compromisos con los gobiernos de los estados, principalmente de aquéllos con gobernadores republicanos, y reforzar entre el gran público la idea de la accesibilidad a los servicios de salud para toda la población. En pocas palabras, desarrollar una estrategia política para afianzar la legitimidad, coherencia y permanencia de Obamacare.

Al explorar la validez empírica de la “tesis de una implementación incongruente” planteada por , Pressman y Wildavsky Hupe (2018) se pregunta si realmente la distancia institucional entre la formulación y la implementación de las políticas ‒es decir, un mayor número de eslabones‒ aumenta la probabilidad de un déficit de implementación. Hupe cita a Elinor R. Bowen (1982), quien desafía a las matemáticas de Pressman y Wildavsky, y ambos concluyen que los pioneros del estudio de Oakland exageraron la probabilidad de que se presentaran divergencias. En el proceso de la política pública participan muchos agentes y la interacción puede adoptar las formas de cumplimiento, conflicto, indiferencia u oposición; es un sistema abierto y los mecanismos en acción no se dirigen al mismo lugar. En la línea del “diseño retrospectivo” de Richard Elmore (1993),2 Hupe sostiene que, en todo caso, la jerarquía tiene una limitada influencia como fuerza que guía el comportamiento en la implementación. Más que una suma lineal de efectos (lo que hace pesimistas a Pressman y Wildavsky) se observan mecanismos de compensación, de protección, de equilibrio y otros similares que pueden hacer la diferencia.

Las políticas públicas, continúa Hupe, rara vez se explican como decisiones racionales de los diseñadores. En lugar de surgir de un plano, como una casa, casi por definición son resultado de la política, lo que con frecuencia conduce a objetivos ambiguos que admiten muchas interpretaciones, producto de las negociaciones entre las partes. Dada la ambigüedad de los objetivos, Hupe afirma, citando a May, que la coherencia legal no es requisito para la buena implementación, porque puede suplirse con un fuerte compromiso de la institución con los objetivos del mandato. De este modo, las que desde una perspectiva racional top-down se ven como deficiencias pueden compensarse con mecanismos de interacción social. Limitaciones cognitivas, instrucciones poco claras y bajo cumplimiento se pueden superar con una conducta profesional y sentido común. Entonces, la implementación puede verse como una serie de actividades de gobierno en lugar de una etapa subordinada en el proceso de las políticas, con la reconocida variedad de dimensiones de la acción humana. Desde esta perspectiva, la tesis de una implementación incongruente ya no parece aceptable, concluye Hupe.

El estudio de Jill Schofield sobre la importancia del aprendizaje en la implementación, realizado en el Servicio Nacional de Salud del Reino Unido, constata empíricamente varias de las tesis de Hupe. Schofield (2018) escribe que uno de los resultados más inesperados de su investigación fue el grado en que los actores estuvieron motivados para aprender cómo implementar la política de salud, a pesar de los enormes problemas de tiempo, información y las dificultades para interpretar sus objetivos. En contraste con la bibliografía que identifica a los burócratas como egoístas y expansionistas (Niskanen, 1980; Dunleavy, 1991), él encontró un contexto de ética y valores morales en ellos que se traducía en un fuerte compromiso con el éxito de los servicios de salud. Al lado de la ética y los valores, también identificó a la conducta profesional, aquel mecanismo de interacción social descrito por Hupe, como un gran motivador de los servidores públicos. El profesionalismo, subraya Schofield, es ajeno a la dicotomía egoísmo-altruismo; más bien, es el compromiso que el servidor público tiene consigo mismo de cumplir lo mejor posible la tarea que le ha sido encomendada y que en modo alguno se reduce a motivaciones altruistas o egoístas.3

El compromiso profesional no entra, por supuesto, en el pesimista cálculo de probabilidades de Pressman y Wildavsky. Los trabajos de Hupe, May y Schofield confirman, una vez más, que las matemáticas y la ciencia, si bien necesarias, no son suficientes para entender y explicar fenómenos tan complejos como las políticas públicas, con su reconocida variedad de dimensiones de la acción humana. Este ejemplo también ilustra los límites objetivos de la llamada tercera generación de estudios de la implementación (Winter, 2018; Saetren, 2018), que busca producir teoría con base en evidencia científica, a diferencia de las dos primeras generaciones: la de los pioneros, basada en estudios de caso como el de Oakland, y la segunda, centrada en los grandes paradigmas top-down y bottom-up. En este caso, la tercera generación exige hipótesis basadas en constructos teóricos, variables definidas con precisión, análisis estadístico con información cuantitativa complementada con información cualitativa, estudios causales comparados y diseño longitudinal de investigación, con tiempos de por lo menos cinco a diez años (Saetren, 2018: 119), pero semejantes exigencias no dejan mucho espacio a fenómenos tan elusivos como la política, el poder y el conflicto en sus estudios.

Harald Saetren (2018) encuentra que la promesa de una ciencia de la implementación que ofrecía la tercera generación ha quedado como un ideal inalcanzado. No ha habido un avance sostenido, entre otras razones porque se ha querido hacer tabla rasa de lo que se realizó en las dos primeras generaciones con el argumento de que carecía de rigor científico, lo que de hecho ha ralentizado los estudios en la materia. Hupe y Hill (2018: 343) señalan que los últimos intentos por crear dicha ciencia sugieren un renacimiento del ideal racional de la tecnocracia y una expresión de la perdurable búsqueda de control inherente a la era moderna. A pesar de esta crítica, Hupe y Hill reconocen la importancia de tales intentos, siempre que no se den a expensas de una valoración realista entre la implementación y su entorno, y concluyen que la “ciencia de la implementación” y la investigación de la misma como proceso político pueden aprender mucho una de la otra.

Al lado de la política y de la ciencia, por supuesto que la administración juega un papel crucial en la implementación de la política pública. Volviendo al trabajo de Hupe (2018) sobre la tesis de la implementación incongruente, en lugar de la metáfora de la cadena de eslabones propone la del grosor de la jerarquía. En la implementación hay varias jerarquías involucradas que se refuerzan con una multiplicidad de influencias en las acciones de los actores. Cuantas más jerarquías estén involucradas en el proceso ‒cuanto más sea el grosor‒ mayor es la libertad para actuar con los contactos de la escala de las organizaciones y los actores individuales, y más contará el profesionalismo y la capacidad de gestión de los funcionarios públicos. Las habilidades personales, especialmente la capacidad de gestión, pueden compensar la falta de claridad de los objetivos de la política.

El estudio de Diederik Vancoppenolle, Harald Saetren y el propio Peter L. Hupe (2018)) sobre dos programas belgas de vales de servicios confirma esta tesis. La buena gestión de los servidores públicos puede compensar la ambigüedad de los objetivos, que suele derivarse de las negociaciones entre fracciones parlamentarias −lo que Lindblom (2007) llamó el ajuste partidario mutuo−, que no siempre conducen a objetivos claros y coherentes. Tenemos aquí un ejemplo de la relación dialéctica entre la política y la administración: esta última no sólo es decisiva para el éxito de las políticas, sino que también puede corregir a la política. La vieja dicotomía entre política y administración, proveniente de una incorrecta interpretación de Woodrow Wilson (citado en Lynn, 2012),4 desde luego que no es absoluta, pues ambas se requieren mutuamente y nunca deben desentenderse una de la otra.

Como se observa, todos los autores citados coinciden en que el proceso de la política pública es fundamentalmente político. Una vez aceptado el carácter inherentemente político de las políticas públicas, la discusión se traslada a la comprensión misma de la dimensión política. A juicio de Hupe, la política participa en la formulación de las políticas concebidas como interacción social intercalada con momentos de reflexión: un programa de políticas, casi por definición, es el resultado de la “política de las políticas”, que implica a la política en general, pero muchas veces también a la política de ideas y, casi siempre, a la burocrática (Hupe, 2018: 103).

La perspectiva del poder y las clases sociales

Entendidas las políticas públicas como resultado de la interacción social intercalada con momentos de reflexión, a las categorías de política señaladas por Hupe parece necesario sumar la política derivada de la interacción social en su categorización más amplia: las relaciones entre las clases sociales. Aun cuando no se lo encuentra muy a menudo en la literatura de políticas públicas, el análisis de dichas relaciones está presente desde los clásicos de la disciplina. Theodore Lowi, por ejemplo, al referirse a las políticas redistributivas de la riqueza y el poder señala que las categorías afectadas por sus impactos son “los propietarios y los desposeídos, los que tienen y los que no tienen, la burguesía y el proletariado[…]. Las políticas distributivas tienen muchos lados; en contraste, en las políticas redistributivas nunca habrá más de dos lados y éestos son claros y precisos, estables y consistentes” (Lowi, 2007: 103 y 114).

En realidad, las clases sociales son una categoría analítica ampliamente aceptada y empleada en la teoría y la práctica de la función pública, en las ciencias sociales y en las agencias multilaterales, entre muchos otros ámbitos. Por ejemplo, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (UNDP, United Nations Development Program) explica la mayor violencia en las regiones del mundo más desiguales por la agudización del conflicto de clases que erosiona la confianza y la cohesión social (UNDP, 2019: 91);5 y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico coincide con esta explicación (Elizondo, 2017). La disputa entre el capital y el trabajo por la distribución del ingreso nacional es reconocida en todo el mundo y la Organización Internacional del Trabajo (OIT) ha establecido, como un principio fundamental aceptado universalmente, que el poder de las partes (trabajo y capital) no es equitativo y, por ello, los trabajadores requieren protección adicional de los gobiernos con leyes y tribunales que promuevan el trabajo digno y decente (OIT, 1998). Los sistemas de cuentas nacionales contabilizan cuidadosamente los ingresos del trabajo y del capital, de manera que es posible conocer, con toda claridad, la participación de ambos en el ingreso nacional y la evolución de dicha participación en el tiempo, lo que hace posible formular, cuando hay voluntad política, políticas redistributivas del ingreso que alivien la pobreza y disminuyan la desigualdad (FMI, 2015).

Asimismo, el empleo de la categoría de las clases sociales es indispensable para analizar temas como el surgimiento y desarrollo del Estado de bienestar. Gøsta Esping-Andersen (1990: 29) incluye, como factores decisivos para explicar el desarrollo de este modelo, a la movilización de la clase trabajadora y a las estructuras que hacen posible las coaliciones políticas de clase. Estos factores, cuya existencia pocos ponen en duda, no podrían siquiera plantearse sin dicha categoría. Al abordar el tema de la política de las políticas públicas (the politics of public policy) Dennis Raphael y Toba Bryant (2006) se refieren expresamente al poder político de las clases sociales como un factor central para tratar temas como la acumulación del capital y la organización del trabajo. Estos autores citan la definición de Estado de bienestar proporcionada por Gary Teeple:

...una sociedad capitalista en la que el Estado ha intervenido en forma de políticas sociales, programas, estándares y regulaciones para mitigar el conflicto de clases y para proporcionar, responder o acomodar ciertas necesidades sociales para las cuales el capitalismo como tal no tiene solución o no hace ninguna provisión (Raphael y Bryant, 2006: 238 [traducción propia] ).

Por supuesto, la responsabilidad del Estado de mitigar el conflicto de clases tampoco podría plantearse si se soslaya la existencia de las mismas.

Una tarea pendiente para la disciplina de las políticas públicas, especialmente relevante en México y en América Latina, es explicar por qué las clases sociales rara vez han sido consideradas en el análisis de las políticas. Una posible hipótesis es que en el contexto del neoliberalismo rampante de finales del siglo XX esta categoría se asociaba al paradigma marxista, que para entonces había caído en desuso no sólo en dicho análisis sino en el conjunto de las ciencias sociales. El rechazo al concepto marxista de Estado de clase ‒es decir, un Estado al servicio de la burguesía o de la clase capitalista‒ también llevó a rechazar la categoría de clases sociales y al conflicto de intereses entre éstas, cuyo empleo es por supuesto anterior al marxismo y se remonta a la antigüedad clásica. Al desechar el concepto de Estado de clase, junto con él se descartó la categoría de las clases sociales, indispensable para analizar muchas políticas públicas, en particular las redistributivas de la riqueza y el poder, así como la ya señalada tarea sustantiva, a cargo del Estado, de mitigar el conflicto de intereses entre las clases. Para decirlo con una expresión coloquial, al prescindir de la categoría de las clases sociales se tiró al niño junto con el agua sucia del estado de clase.

El análisis de políticas no puede ignorar a las clases sociales, mucho menos en países tan polarizados y con el conflicto social a flor de piel, como los de América Latina. El verdadero problema para la política pública no es la existencia de las clases y el conflicto de intereses entre ellas, que son una realidad objetiva, sino la respuesta de los gobiernos ante dicho conflicto. Para mitigarlo pueden intervenir, como sugieren Teeple y la OIT, o desentenderse del mismo e incluso negar su existencia, lo que probablemente tendrá consecuencias para la estabilidad política y social de un país. Si el gobierno opta por la no intervención, la lucha de clases puede llegar a convertirse en una guerra de clases, ya sea en la forma de un estallido social, como en la reciente experiencia de Chile, o bien en la de anomia social, o violencia sin ideología, como la que padecen México y otros países de Latinoamérica. Así, la gestión del conflicto social no es opcional sino imperativa en la agenda de políticas públicas. Dicho en otras palabras, la lucha de clases es inevitable, pero la guerra de clases no lo es, y corresponde a los gobiernos impedirla con políticas redistributivas que mitiguen el conflicto social.

Comentarios finales

La multiplicación de los trabajos en torno al análisis de política pública desde la perspectiva del poder podría enriquecer mucho el bagaje teórico de la disciplina y aproximarlo más a su objeto de estudio, que es la política pública en su conjunto, desde el establecimiento de la agenda hasta su evaluación y retroalimentación. Cómo se encuentra hoy el estado del arte, ese objeto de estudio todavía está bastante más allá de los trabajos encaminados a la resolución de los problemas, que son los más frecuentes hoy en día. Como se afirma al principio, las políticas públicas son, ciertamente, mucho más que respuestas a problemas públicos. También son expresión de las correlaciones de fuerzas entre actores y grupos sociales, y medios para ejercer poder de unos grupos sociales sobre otros. Esto, que es evidente desde la perspectiva del poder, no siempre lo es desde la mirada de la resolución de problemas, lo que suele traducirse en políticas que no están a la altura de las demandas de su entorno social.

Ampliar la agenda de investigación desde la perspectiva del poder también podría contribuir mucho al conocimiento de la política pública en sí. Por ejemplo, aún permanecen grandes lagunas en el conocimiento de las relaciones de los partidos políticos, las coaliciones promotoras o las redes de políticas con la política pública. A propósito de los modelos de gobernanza y los instrumentos de políticas, Knill y Tosun señalan que si bien sabemos que en la mayoría de los países los partidos políticos desempeñan un papel importante en la elaboración de políticas, el conocimiento sobre cómo entienden y definen la política pública todavía es muy limitado; no conocemos si su ideología incide, o hasta qué punto lo hace, en los instrumentos de las políticas o en los modelos de gobernanza que proponen (Knill y Tosun, 2012: 293).

Otro vasto territorio de análisis, en buena medida todavía inexplorado, es la ya comentada influencia de la dinámica de las clases sociales y de las relaciones entre ellas en todo el proceso de la política pública. Al estudiar las profundas diferencias que en materia de desarrollo humano y social se observan entre los estados de la India, John Harriss (2000, 2005, 2007) y el mismo Harriss, Jeyaranjan y Nagaraj (2010), encuentran que dos factores decisivos para explicar las diferencias son el balance de poder entre las distintas clases y grupos sociales y la organización y participación política de las clases menos favorecidas. Estos autores concluyen que es preciso estudiar con detenimiento dos variables que resultan cruciales para la vida política de un territorio: 1) la estructura y composición de las clases y los grupos sociales (castas o etnias, por ejemplo) presentes, su cohesión o fragmentación, su identidad y su organización, así como las relaciones entre ellos, y 2) la organización política de las clases y grupos sociales, tipos de asociación, ideología, organización y alianzas (Canto, 2018).

Con base en la distinción de Lasswell (2007) entre conocimiento en y conocimiento de las políticas públicas, puede afirmarse que hemos acumulado mucho conocimiento sobre políticas específicas y áreas de políticas, desde luego indispensable para la resolución de problemas, pero nos hemos quedado algo rezagados en la comprensión de la política pública como tal, que es mucho más que la mera resolución de problemas. La perspectiva del poder puede contribuir a superar dicho rezago.

Por último, mirar las políticas públicas desde la perspectiva del poder también puede incrementar las posibilidades de éxito en la tarea sustantiva de resolver los problemas públicos, porque delinea con mayor nitidez un ámbito de la gestión de políticas que se extiende más allá de la administración, hacia la política misma. Si se descuida el entorno político las posibilidades de éxito se reducen, al punto de desaparecer cuando es suficientemente grande la oposición de actores con poder. En contraste, si se aprovechan las oportunidades que ofrece ese mismo entorno es posible aumentar los apoyos, reducir la oposición y fortalecer la legitimidad y permanencia de nuestra política pública. Para ello es necesario dejar de concebir a los aspectos políticos como obstáculos al gobierno eficaz y asumir una visión más positiva de ellos, como propone May. Esta sugerencia perfila una prometedora área de investigación tanto en la teoría como en la práctica de la política pública en América Latina.

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1 Aun cuando Simon acuñó el concepto de racionalidad limitada nunca pensó que esta limitación fuera una fatalidad insalvable. La racionalidad podía y debía ser una meta en la toma de decisiones, a promover con el empleo de la tecnología, las técnicas de capacitación y gestión, la investigación de operaciones y el análisis de sistemas, entre otros instrumentos (Simon, 1955; 1977).

2El modelo del diseño retrospectivo de Elmore (1993) cuestiona el supuesto de que quienes elaboran las políticas deberían ejercer, o de hecho ejercen, una influencia decisiva sobre lo que ocurre en el proceso de implementación y plantea un criterio totalmente condicional para determinar el éxito de una política, que se define de acuerdo con la capacidad limitada de la totalidad de las organizaciones públicas para modificar el comportamiento privado. La capacidad de los sistemas complejos para resolver los problemas no depende del rigor del control jerárquico, sino de la maximización de la capacidad de decisión ahí donde los problemas se manifiestan de manera más inmediata (Canto Sáenz, 1998).

3Cabe preguntarse sobre el efecto de los incentivos económicos en el profesionalismo de los burócratas. Como han demostrado varios ejemplos, incluidos el de los servicios de salud en el Reino Unido (Bevan y Hood, 2006), el de la carrera magisterial en México (Auditoría Superior de la Federación, 2011) o el servicio profesional de carrera en Chile y Brasil (Dussauge y Méndez, 2011), los incentivos económicos pueden erosionar el compromiso profesional o incluso la base ética y moral de los servidores públicos y conducir a resultados muy diferentes de los buscados.

4Laurence Lynn escribe que en el viejo debate entre política y administración, Wilson fue muchas veces mal interpretado. Su propósito nunca fue establecer una separación tajante entre ambas esferas sino tan sólo reconocer la responsabilidad primaria −mas no exclusiva− de la política en el establecimiento de los propósitos colectivos, y de la administración en la ejecución de éstos. Tan sutil idea, concluye Lynn, sería reducida después a la simplista dicotomía entre política y administración, ajena por completo al pensamiento de Wilson.

5En su Informe sobre Desarrollo Humano de 2019, el PNUD retoma un estudio sobre la guerra contra las drogas en México, cuyos hallazgos están en línea, con la hipótesis de que la desigualdad de ingresos está asociada con más violencia. Un aumento de un punto en el coeficiente de Gini entre 2006 y 2010 se tradujo en un incremento de más de diez homicidios relacionados con las drogas por cada cien mil habitantes (Enamorado et al., 2016, citado en UNDP, 2019: 91).

Recibido: 07 de Noviembre de 2020; Aprobado: 18 de Agosto de 2021

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