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Sociológica (México)

versión On-line ISSN 2007-8358versión impresa ISSN 0187-0173

Sociológica (Méx.) vol.35 no.100 Ciudad de México may./ago. 2020  Epub 09-Mar-2021

 

Notas de investigación

Emergencia de subjetividades: igualitarias y apocalípticas

The Emergence of Egalitarian and Apocalyptic Subjectivities

María Magdalena Trujano Ruiz* 

*Profesora-investigadora, Departamento de Sociología, Universidad Autónoma Metropolitana, UNIDAD Azcapotzalco. Correo electrónico: <magdalena.trujano@gmail.com>.


RESUMEN

Este texto se abocará al análisis de las construcciones culturales extremas del igualitarismo y el apocalipsis, para mostrarlos como resultados de la emergencia valorativa neosecular de las subjetividades en el horizonte disciplinar sociológico. Trazaremos la pertinencia analítica sociológica desde Norbert Elias, Gilles Lipovetsky y Ulrich Beck, para estudiar sus orígenes desde la reconfiguración sociocultural de la legitimación del hedonismo y el riesgo (precursor de violencia); para explicar el desarrollo de sus acepciones límites (provisionales) en la igualdad y el apocalipsis, tanto en el caso de inclusiones/exclusiones, como de acuerdos/desacuerdos, hedonismos y violencias.

PALABRAS CLAVE: hedonismo; riesgo; violencia; subjetividades incluyentes/excluyentes

ABSTRACT

This article analyzes the extreme cultural constructions of egalitarianism and the apocalypse to show them to be the result of the valuative neo-secular emergence of subjectivities on the sociological disciplinary horizon. The author traces sociological analytical pertinence from Norbert Elias to Giles Lipovetsky and Ulrich Beck to study its origins from the sociocultural reconfiguration of the legitimation of hedonism and risk (the precursor to violence), to explain the development of its (provisional) extreme meanings of equality and apocalypse, both in the case of inclusions/exclusions and in that of agreements/disagreements, hedonisms, and violence.

KEY WORDS: hedonism; risk; violence; inclusive/exclusionary subjectivities

El problema que se aborda en el presente trabajo, es el de las consecuencias discursivas y reales de la legitimación sociológica valorativa de las emociones que ha ocurrido en los últimos cuarenta años. El contexto social fini y neo secular se ubicará en la contracción del mercado laboral que ha producido la devaluación salarial, la movilidad social descendente mayoritaria y el crecimiento del riesgo, la violencia y el crimen organizados en el mundo. De aquí la pertinencia sociológica de referir a las emociones desde Norbert Elias, así como a sus extremos culturales: el riesgo y la violencia (Ulrich Beck), por un lado, y al hedonismo personal, consumista y estético del capitalismo (Gilles Lipovetsky), por el otro. Inmersa en tal horizonte de análisis, propongo la lectura del debate jurídico reivindicador del igualitarismo, como un intento discursivo utópico; al mismo tiempo que la del análisis de la violencia social extrema como radicalización de la exclusión social irresoluble en el corto plazo y, por ende, promotora de escenarios apocalípticos como si fueran reales y próximos. Ante tal horizonte nos encontramos arrojados y obligados a reinventarnos como individuos, como sociedad, como cultura, como humanidad.

Legitimación sociológica de emociones, hedonismos y violencias

Es necesario reconocer que el tema de las emociones se ha constituido como un caso de intersección disciplinar, o bien, de desdibujamiento de las fronteras disciplinares (a decir de Wallerstein, 2005), que en el intersticio de los milenios ha podido reconocer un cambio en el eje comprensivo moderno que se conformó desde el centramiento en el individuo racional, definido por el trabajo y su consecuente ejercicio sociocultural del consumo que fue postulado del siglo XVIII hasta mediados del XX (modernidad industrial). Se modeló también una valoración acotada y reglamentada de expresiones emotivas tanto masculinas como femeninas, que no sólo constituían parte de la caracterización de los géneros, sino que además conducían su emergencia de inclusión hacia las actividades deportivas y artísticas, o bien hacia su exclusión moral contundente. A su vez, la modernidad de finales del siglo XX e inicios del XXI (llamada posmodernidad por algunos1), asume la crítica al convencionalismo social y moral que realizaron tanto los movimientos sociales de los años cincuenta y sesenta como los propios individuos críticos y remodeladores de su entorno cultural para visibilizar e incluir las emociones en su proceso de reconfiguración de las relaciones sociales y del propio análisis social.

Este escenario reflexivo se sostiene sobre la propuesta de Elias, quien propone la amalgama de racionalidad y emocionalidad (double bind) como fragmentos constitutivos de toda actuación (Elias, 1990) y proveé la categoría de figuración (Elias, 1999), mediante la cual alude a la modelación continua, comprensiva y de actuación, de la vida de los individuos y de sus sociedades.

Para el presente análisis, esto significa colocar al individuo de la modernidad industrial -emprendedor, voluntarista, ahorrador, asceta, que se valoraba por la movilidad ascendente laboral que le concedía acceso a la exhibición social consumista típica aun del Estado Interventor- como el que cae en la desarticulación social producida por las crisis económicas finiseculares y la contracción del mercado laboral, las cuales le arrojaron a esta última y a la deriva entre el subempleo y el desempleo permanentes para deteriorar o anular su capacidad de consumo y de socialización por dicha vía. Así, aquel que se despide de la modernidad industrial se encuentra desvalorado sociocultural y personalmente (con problemas de depresión y suicidio).

En este punto de depresión, que fue propio de los años ochenta y noventa, sostengo que el individuo se encontró inmerso en un proceso de reivindicación personal y colectiva en la búsqueda de interiores: las pequeñas satisfacciones del día a día, el fortalecimiento de los lazos afectivos familiares y amistosos, la participación en diversos colectivos de voluntariado social que condujeron a la reinvención del sentido de su vida personal, única y presente (Méndez, Quiroz y Trujano, 2016) y que promovieron el distanciamiento de la socialización racionalizadora para orientarse por el querer, por la emocionalidad, por el pasarla bien de ecos hippies, existencialistas, de regreso nostálgico infinito a las tradiciones ancestrales, a las visitas turísticas que buscaban una integración -siempre incompleta- a las comunidades.

Así se reconfiguró la socialidad como un mar de fragmentos explicativos del mundo y de la vida individual de corte anímico, mágico, religioso, presentista, desde los cuales se pudieron olvidar y omitir los fracasos sociales del desempleado (Trujano, 2013). Los sobrevivientes de tales crisis reinventaron un mundo marginal, anómico (Durkheim, 1999) que inauguraba y legitimaba la socialidad subjetiva. Los deseos que en ese momento se expresaron fueron reapropiados por el mercado capitalista en lo que algunos denominan la estetización capitalista del consumo de masas, producida por y promotora del individuo hedonista (Lipovetsky, 2015; 2003). A partir de este anclaje entre subjetividades y creación y expansión de mercados capitalistas, se legitimaba y promovía la presencia de una humanidad no sólo racional.

Situación que condujo a la explosión de otros escenarios antes contenidos por la racionalidad, como el ejercicio de la justicia por propia mano, el acceso a la riqueza desde la ilegalidad comercial (incluidos los mercados de tráfico de drogas, de armas y de personas), y desde la misma delincuencia micro y macro. Así, se exhibía la construción social de la frustración sin ilusiones de mejoría futura, tanto como de la incertidumbre y del miedo generalizados, de vivir en una sociedad de riesgos continuos, naturales y sociales, que colocaban a los individuos en la vida ante la apuesta de todo o nada (Beck, 2006). Desde aquí se comprende la inclusión a bandas delictivas con actividades de alto riesgo, que son ilegales y perseguidas por la justicia y la policía de viejo cuño moral, pero justo por eso, altamente retributivas. En este escenario se posiciona el individuo violento que no sólo se expresa al delinquir, sino también en su convivencia necesaria con las multitudes anónimas y su infinita serie de violencias minimalistas: gritos, golpes y amenazas, que proliferan en situaciones que podrían resolverse mediante la paciencia, el respeto, el diálogo y los acuerdos. Se trata de la constitución cultural de territorios de otredad inmersos en la socialidad (Bartra, 2007) que ocurre en todos los rincones del mundo.

Esto significa socialmente y radicalizando la propuesta de Sloterdijk (2007), la visibilización de zonas y personas violentas o pacíficas que habitan palacios de cristal en medio de regiones de miseria (con portones, bardas, chapas y sistemas de vigilancia virtual, cierres a la vialidad y más), para evidenciarnos que son las diferencias entre individuos las que constituyen el problema cotidiano de la otredad (Bartra, 2007). Así, cuando los colectivos no son capaces de entablar diálogos diversos se distorsiona la socialidad y se generan modalidades de violencia minimalista o máxima con independencia del territorio y del nivel socioeconómico y cultural.

Ante tal horizonte es necesario puntualizar la propuesta teórica beckiana de la sociedad de riesgo sobre la base de las críticas culturales de los años ochenta al capitalismo industrial y su producción de deterioro ambiental (Beck, 2006), y el apunte de Wieviorka (2009) sobre el exceso informativo mediático creciente de la época. Dos ingredientes que al concentrar su atención en los efectos futuros en torno a los sistemas ecológicos han evidenciado un aspecto silenciado de la inmoralidad capitalista industrial que ha producido la vulnerabilidad del planeta, no sólo debido a la extinción irreversible de especies vegetales y animales, sino sobre todo por su afectación a las comunidades humanas que se encuentran en condiciones precarias, tanto por degradar la calidad del aire y del agua en zonas de las megalópolis, como la de la tierra y sus cultivos. Dichos aspectos se suman a los ecos del deterioro humano de las dos posguerras mundiales, la Guerra Fría y la guerra preventiva estadounidense para mostrar con toda pertinencia horizontes futuros de apocalipsis probable. Ambos escenarios muestran, ante todo el público, el carácter irreversible del deterioro y la caída del Gran Relato sobre la función social de la ciencia como promotora del bienestar individual, colectivo y cultural (Horkheimer, 1998; Garzón, 2002), que además patentiza su incondicional búsqueda de saber en función del aumento de las ganancias capitalistas (Barnes, Kuhn, Merton et al., 1972; Lyotard, 2008).

Cabe destacar que estos argumentos no eran originales de Beck, la crítica cultural y de izquierda lo venían señalando hacía tiempo. La novedad de su planteamiento consiste en mostrar la emergencia del mercado de las aseguradoras como un efecto secundario con beneficios económicos y que requiere, para su popularización, de la difusión de todos estos problemas (Beck, 2006). Así, el capitalismo en su inagotable capacidad de adaptación acepta esta crítica y la convierte en promotora de ganancias al financiar comerciales, documentales, programas y películas de denuncia ambientalista con el ánimo de producir miedo entre los individuos y evidenciar su necesidad de asegurarse (por daños ambientales a la propiedad, a la vida propia, a las emergencias hospitalarias o por enfermedad, entre otras situaciones de crisis).

Tal es el origen de la emergencia y popularización cultural de la emoción del miedo y su explicación desde los intereses capitalistas que conllevan su difusión y normalización. Así se populariza el expectador común y corriente que busca las conductas mediáticas y virtuales de la violencia y la violencia extrema (desde violaciones sexuales hasta ejecuciones), en las cuales se muestra la configuración de las individualidades que se asoman a las pantallas que exhiben las violencias radicales para descubrir su horror, asombro o placer (Marzano, 2013).

De aquí a impactar y refrendar la política neoliberal, sólo hubo un paso. Tanto en los gobiernos autoritarios como en los democráticos, la exhibición de la violencia social ocasional o reiterada ha tenido como objeto mostrar los riesgos de vivir en una sociedad sin leyes, de generar miedo y terror para contener las probables insubordinaciones (Domínguez, 2015); se ha evidenciado la otredad como indeseable, repelida, discriminable y promotora de violencia (Bartra, 2007; Wieviorka, 2009). En suma, no sólo los individuos han adoptado la actuación violenta, sino que el capitalismo y sus políticas han demostrado su presencia para construir miedo y legitimarse.

Desde esta situación cobra relevancia el debate político y mediático que atiende al otro extremo: la igualdad, ya que si bien el contexto sociocultural explica la versatilidad real de la justicia y muestra las acciones específicas que se requieren (Fraser, 2003), se necesita del ideal de la igualdad para generar la certeza de que la integración social es posible (Rawls, 2000; 2012) y, por ende, de que la violencia será pasajera si esperamos a que el Estado se encargue de ella.

En este contexto, Lipovetsky propone al individuo hedonista. En los años noventa, desde sus análisis sobre el vacío existencial y luego en torno a la moda (Lipovetsky y Roux, 2004), afirma que el mercado capitalista ha cumplido la función de democratización de los deseos que lo preludiaron y reformularon en su versión estética (Lipovetsky, 2015). En una perspectiva que pareciera demeritar la actuación individual, también sostiene un determinismo cultural construido por el mercado de seducciones objetuales, situacionales y de experiencias, a la par que coloca esta reflexión en el ámbito sociológico de las emociones. Si bien la crítica fácil a esta propuesta teórica apunta a la incapacidad mayoritaria de consumo de los individuos, habría que reconocer al mercado como el constructor de ensoñaciones mediáticas y virtuales que aterrizan en todo tipo de consumo: el regular, el ocasional, el que proviene de acciones legales, ilegales o violentas previas. Consumos habituales de abastecimiento básico, así como consumismo o consumo descartable (Bauman, 2007), aunque también tengan como objeto compartir con fines interesados o altruistas (entre los que se encuentra la figura del narco, tipo Robin Hood o Chucho el Roto, que se populariza en los narcocorridos, a decir de Domínguez, 2015). Desde ahí y omitido el medio para conseguir liquidez económica, la búsqueda de interiores placenteros luce una apariencia inofensiva, atractiva y de aceptación cultural.

En consecuencia, tales acepciones polarizadas conducen a la deslegitimación de las costumbres previas, de su moralidad imposible de respetar y, por ende, alcanza a las instituciones y a la normatividad jurídica que han mostrado su incapacidad de redefinición del delito y de la inclusión/exclusión exhibida en los veloces procesos de socialización del siglo XXI. Han conducido en los hechos a la diversificación de las interpretaciones, las valoraciones y las dinámicas sociales, a su problematización compleja y al abordaje de sus soluciones, que se reconocen como carentes, pero también a la reconfiguración de los acuerdos micro y macro de convivencia intercultural (García, 2011) como ensayos de vinculación en los que se expresan las múltiples figuras contextualizadas subjetivas del individuo: hedonista y violento.

En tal horizonte analítico se constata la propuesta de Sloterdijk (2006) respecto de la construcción mediática ilusoria de un espacio de seguridad, pacificación, moralidad y prosperidad infinitas, que pareciera encontrarse rodeado por muros de cristal que lo delimitan del resto del mundo que posee los adjetivos opuestos: inseguro, violento, inmoral y sumido en la miseria y el deterioro económico infinitos. Aunque, rebasando su propuesta, cabe reconocer que estos contrastantes territorios no se corresponden con las fronteras nacionales (países desarrollados y subdesarrollados) sino que ocurren en todos lados.

En los hechos, son las propias relaciones sociales en reconfiguración las que desbordan las localidades y las globalidades para mezclarse y remodelarse continuamente, tanto en la emocionalidad hedonista como en la violenta, sin que haya lugar para asignaciones territoriales. Las noticias diarias muestran que a la vuelta de cualquier esquina del mundo podemos encontrar una situación de felicidad o de horror; tal es el signo de nuestros tiempos, la certeza de la impredictibilidad en la vida y en la socialidad que reconfiguramos sin cesar.

Reconfiguraciones culturales de igualdad y apocalipsis

En correspondencia con tales construcciones socioculturales de hedonismo y violencia se presenta una polarización de escenarios extremos futuristas que son producto de la socialización: la igualdad en la renovación jurídica normativa en condiciones locales pero con aspiraciones a la expansión mundial de la igualdad que arranca con los derechos humanos y, por otro lado, la destrucción masiva de tintes apocalípticos del planeta y de toda sociedad como resultado de acciones naturales, bélicas o bien accidentales científico-tecnológicas.

Esta reflexión cultural linda con la frontera filosófica, pues no se sustenta sólo sobre los hechos sociales del presente y su proyección próxima de deseos y aspiraciones, sino que acorde con la crítica y autocrítica que signan el siglo XXI redefine los horizontes futuros previsibles desde la pluralización de los grandes deseos, los microdeseos, las utopías y las distopías.

Ante tal horizonte resulta pertinente plantear la interrogante de fondo que compara estas postulaciones con las precedentes utopías modernas. Cabe recordar que dichas utopías nunca se cumplieron a cabalidad, sino parcialmente y con resultados tanto positivos como negativos. Tomás Moro y Campanella proponían el descubrimiento de un Nuevo Mundo paradisíaco y colmado de felicidad para sus habitantes naturales y los que desearan trasladarse a él. No obstante, al momento de descubrir América en un estado cercano a la ilusión paradisíaca y en el que, incluso, se les recibía con cordialidad, los europeos organizaron batallas de exterminio y conquista que condujeron a la reproducción de todos sus problemas. Durante el siglo XVIII se construyó la utopía política de la revolución y la democracia igualitarista que, al realizarse en diversas naciones, sólo condujo al cambio o a la integración mixta de las élites gobernantes y a la reorganización de sus sociedades, si bien más igualitarias, muy distantes de las propuestas originales. En el siglo XIX, la utopía contenía consideraciones económicas referidas a una sociedad integrada en función del trabajo, la movilidad socioeconómica y cultural y su mejora de la vida cotidiana mediante el pleno empleo, un ingreso salarial creciente y su inversión en el consumo de objetos científico-tecnológicos (Comte, 2002; Durkheim, 1999); aunque también se produjo la precarización económica y cultural de grupos mayoritarios de la población mundial, así como la violencia institucional y cotidiana de discriminación que ha enfrentado a diversos sectores sociales en su obligada convivencia (Marx y Engels, 1972), además de una serie de daños ecológicos irreversibles en el planeta.

En el siglo XX la utopía se definió desde la sociedad del estado interventor (socialista o de bienestar capitalista) que radicalizó los beneficios posibles, reorganizando a la sociedad del trabajo bajo la consigna del pleno empleo inmediato (Habermas, 1994) con sindicatos y contratos que garantizaban condiciones de trabajo sanitarias, jornadas laborales de ocho horas, salarios y prestaciones sociales crecientes, así como mejoras continuas en el estilo de vida; aunque nunca se estableció en todos los rincones del mundo, por el contrario, los sectores de mayores carencias se mantuvieron excluidos y con trabajo de características opuestas (sin contrato, con sindicatos charros o sin ellos, sin remuneración constante, sin jornada laboral definida, en condiciones de trabajo incluso insalubres y carentes de cualquier prestación social, conjunto que produjo un deterioro continuo en sus condiciones de vida).2

El arribo al siglo XXI se encuentra pleno de críticas sociales y con una realidad distanciada de tales propuestas que arrojan la evidencia de la escisión entre los discursos prometedores y las realidades sociales de precariedad creciente, desde ahí es que emergió la necesidad de redefinir individual y colectivamente, el sentido de la vida para cada biografía y la propia humanidad (Méndez, Quiroz y Trujano, 2016), realizando una reconfiguración profunda de las comprensiones y las acciones que impactaron sobre lo económico, lo político y lo cultural tradicionales y que establecieron una discusión infinita sobre las oportunidades de inclusión social. Es decir, que al visibilizar la diversificación del sentido de las acciones, con su impacto real y su interpretabilidad infinita discursiva, se ha reconocido la maleabilidad de los postulados valorativos, así como su aplicación circunstancial y pendiente de las autocríticas demoledoras de todo discurso que permiten ampliar continuamente los márgenes de la justicia.

Lo anterior reactiva la diversificación de las utopías tanto de sociabilidad armónica como de insociabilidad catastrofista, con abrumadores ecos kantianos (Kant, 1979), que se reconfiguran y se destruyen desde la crítica sociocultural. Así, las instituciones, los gobiernos, los empresarios y los banqueros subsidian y promueven la magnificación mediática de los pronósticos de socialización que se concentran en las dos propuestas mencionadas. Por un lado, las de igualdad mundial multidefinida desde diversas comprensiones locales que fomentan y renuevan los discursos de los Derechos Humanos, la paz mundial (otra vez con resonancias kantianas) y la cosmópolis (de cuño beckiano); y por otro, las apocalípticas que postulan la destrucción de la humanidad o del planeta. Discursos polares en los que se integran múltiples acepciones locales de la crítica que exigen reformas jurídico-legislativas y el cese de las expresiones de violencia autorizada ejercidas por las fuerzas del orden, tanto como por las criminalizadas.

Resulta evidente la complementariedad de ambas posturas para el ejercicio del orden proveniente del poder político; aunque también la descalificación e incredulidad con que la crítica sociocultural les recibe para reapropiárselos enseguida en los intersticios minimalistas que modelan y empujan los individuos para que avance la inclusión legislativa.

En suma, tanto las utopías de integración que deambulan por la renovación de los discursos morales, normativos y jurídicos del igualitarismo, como las distopías catastrofistas de la extinción planetaria, se asientan sobre las comprensiones socioculturales que redinamizan las actuaciones sociales con una amplia red de exigencias renovadas constantemente y que resultan imposibles de cumplir con coherencia,3 pero que fomentan la reflexión sobre las cadenas de daños que históricamente se han producido.

Tal situación condujo al cierre del siglo XX con una impresión cultural de desorden, desestabilidad y carencia de acuerdos definitivos para el futuro próximo, aunque todo ello se decantó para la generación que inauguró el siglo XXI en la coincidencia de empujar dichos procesos hasta el límite de la reinvención de una socialidad, que se amplía hacia su paralela en las redes virtuales, para cuestionar la deteriorada credibilidad oficialista y de los medios de comunicación tradicionales, mostrando que el mundo que se critica en una localidad posee los mismos defectos en todas las demás, y que a pesar de que las resoluciones no puedan ser las mismas, sí queda claro que deben ser propuestas y actuadas por los individuos de cada lugar. Así, ya no se busca la redefinición de uno o varios idearios políticos sino la reinvención del mundo a cabalidad.

Cabe destacar que todas estas construcciones se ponen a prueba y encuentran su contraejemplo innegable en las controversiales dinámicas sociales que propician, en lo micro y en lo macro, las olas de migrantes planetarios. Así, estos idearios de inclusión social se estrellan estrepitosamente ante la realidad de una recepción ofrecida por los gobiernos y los individuos que los catalogan como diferentes y, por ende (desde una falsa relación causal anclada en los prejuicios socioculturales del pasado moderno que prevalecieron hasta el siglo XX), de peligrosos y criminales, es decir, como blancos predilectos para la exclusión y el ejercicio de la violencia. Es por ello que estos individuos deambulantes, que desbordan las fronteras nacionales, hayan sido tipificados como receptores de los disvalores sociales y en consecuencia de las actuaciones de insociabilidad. Acepción y actuación que generan desde las mismas vías de la socialización virtual, la difusión de los fantasmales estereotipos de la exclusión (el racismo, la discriminación, la minusvaloración del otro), constituyendo una plataforma cultural de reivindicación conservadora del ejercicio de la opresión de unos sobre otros.

Así, a partir de comprender como excepcional la enorme casuística de socialización de los migrantes, caracterizada por la violencia, discriminación y absoluta descartabilidad de las personas, se construye socialmente un nuevo escenario de apocalipsis micro que vaticina el futuro social de todos, pero que nadie desea comprender así y mucho menos vivirlo, antes bien, se le asume como ocasional, lejano y, por ende, se le encuentra deambulando fantasmalmente a la espera de una visibilización que vaya más allá de la crítica y se asiente en las coordenadas de su inclusión cultural y jurídica.

Apuntes para el porvenir

Este recorrido deja en claro la ambivalencia sociocultural de la época actual, que construye los mitos de la igualdad y del apocalipsis como orientaciones de la acción políticamente correctas, mientras que en la vida cotidiana se ancla a los individuos a una socialización que reproduce en lo intranacional, lo local y lo inmediato, escenarios plenos de tensiones de inclusión y de exclusión que se presentan tanto en la solidaridad altruista y de lucha social por la equidad ecónomica cultural, como en la criminalidad, la opresión y la violencia.

Si éstos son los hechos socioculturales entre los que los individuos deambulan con pretensiones de ejercer su libertad, resulta indispensable reconocer que la socialización se va fortaleciendo por los cauces alternos figurables en la mejora continua de las condiciones de vida de las mayorías, la ampliación legislativa siempre tardía pero constante de las modalidades de respeto a los diversos (no sólo en la sexualidad o el género), la inclusión/evitación de la violencia, el enriquecimiento veloz con alto riesgo para las fortunas y la propia vida; condiciones que alcanzan tanto a empresarios dispuestos al lavado de dinero ilegal, como a políticos partícipes de corrupción, a empleados y desempleados crónicos que van distanciándose de la sociedad del trabajo con sus normas y valores propios de la ya derrumbada modernidad industrial de mediados del siglo XX, para ofrecer, en cambio, una socialización que modifica constantemente las actuaciones de validación social e impacta sobre la normatividad y los valores que resultan actualizados con mayor prontitud en los usos y costumbres que en los reconocimientos legales o teóricos.

Sin embargo, a pesar del alud mediático e informativo virtual que construye la impresión del predominio de la actuación violenta, criminal e ilegal, es necesario reconocer que los procesos actuales de socialización se tensan también a nivel comprensivo, legislativo y de actuación con las posturas de la inclusión igualitaria. Asimismo, se libra en los usos y costumbres no sólo una batalla por la sobrevivencia económica y política, sino también por la sociocultural. Y tal tensión permite la revaloración de las emociones y del análisis científico-social sobre las subjetividades, tanto como su liberación del amordazamiento racional previo que ha posibilitado su radicalización en expresiones de inclusión y exclusión, de hedonismos y violencias, de igualdad y apocalipsis. Esto significa que la era del desdibujamiento del rostro del hombre en la arena (Foucault, 1981) ha llegado y es posible comprender y evidenciar tanto sus fallas como sus aciertos mientras el mar lo arrastra.

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2Al respecto Ulrich Beck menciona la utopía del pleno empleo vigente e inalcanzada durante el Estado de bienestar, así como su agotamiento para los años ochenta (Beck, 1998).

3Por ejemplo, ser ecologista exige no emplear plástico, el cual debe ser sustituido por papel, materia prima que ya había sido responsabilizada, con anterioridad, de provocar la dañina tala de árboles.

Recibido: 20 de Febrero de 2020; Aprobado: 30 de Junio de 2020

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