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Sociológica (México)

versión On-line ISSN 2007-8358versión impresa ISSN 0187-0173

Sociológica (Méx.) vol.35 no.100 Ciudad de México may./ago. 2020  Epub 09-Mar-2021

 

Artículos de investigación

La construcción del sujeto político indígena en la lucha por el derecho a tener derechos

The Construction of the Indigenous Political Subject in the Struggle for the Right to Have Rights

Alejandro Karin Pedraza Ramos* 

*Profesor Asociado, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional Autónoma de México.


RESUMEN

Concretar un cúmulo de derechos de los pueblos indígenas requirió de un proceso de configuración de demandas e identidades, pero sobre todo de la pugna por delimitar el contenido y alcance de los derechos mismos. La teoría de los movimientos sociales permite entender que la conciencia de su identidad étnica ha aportado a la movilización indígena una base organizacional a partir de la cual demanda su “derecho a tener derechos”. El movimiento indígena ha incluido en su repertorio de protesta la herramienta de los derechos humanos, en los ámbitos local, regional y global, si con ello contribuye a posicionar y dar legitimidad a sus demandas. Así, el presente trabajo tiene como objetivo reflexionar en torno al proceso de lucha de los pueblos indígenas por su “derecho a tener derechos”.

PALABRAS CLAVE: identidad; etnicidad; trasformación; derechos humanos; derecho a tener derechos

ABSTRACT

Concretizing a series of indigenous peoples’ rights required a process of bringing together demands and identities, but, above all, bringing together the struggle to establish the content and scope of the demands themselves. Social movement theory allows us to understand that the consciousness of their ethnic identity has contributed an organizational basis for indigenous mobilization, used to demand their “right to have rights.” The indigenous movement has included among its protest repertory the tool of human rights in the local, regional, and global spheres if that contributes to position and legitimize their demands. Thus, this article aims to reflect about the struggle of indigenous peoples for their “right to have rights”.

KEY WORDS: identity; ethnicity; transformation; human rights; right to have rights

Los derechos de los pueblos indígenas y de las llamadas minorías, ha sido la historia olvidada y negada por parte de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) (Clavero: 2014). Y aunque existe un esfuerzo por reconstruir el origen, protección y promoción de los derechos humanos de las comunidades indígenas en los Tratados Internacionales del Sistema Internacional de Derechos Humanos (SIDH), haciendo recaer su origen en el derecho de autonomía contenido en la Carta de las Naciones Unidas de 1945, lo cierto es que dicha historia es reciente, con pequeñas referencias claras y explícitas a sus derechos antes del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) de 1989, ya que la mayoría de las veces, en los documentos del SIDH se les reconoce su existencia, no sus derechos. Sin embargo, incluso cuando éstos son reconocidos no siempre los pueden ejercer, lo cual no quiere decir que no existan instrumentos de derechos humanos que se hayan preocupado por el tema indígena, ni que los mismos no hayan sido útiles para delimitar sus actuales derechos.

Concretar un cúmulo de derechos de los pueblos indígenas requirió de un proceso de configuración de demandas, identidades, pero sobre todo, de la pugna por delimitar el contenido y alcance de los derechos mismos. Y si bien se pueden equiparar sus demandas con el contenido de los derechos humanos sobre el tema, esto no quiere decir que hagan de sus movilizaciones luchas por sus derechos humanos. El uso de estos últimos ha sido progresivo y parte de un proceso de configuración y transformación de la identidad indígena y del contenido mismo de los derechos. Los pueblos indígenas fortalecieron su identidad etno-política reforzando la conciencia de su opresión; identidad que les ha permitido delinear sus exigencias apelando al marco del SIDH.

La teoría de los movimientos sociales nos ayuda a comprender cómo es que se construyen las identidades sociales y el uso de las estructuras de oportunidades políticas (EOP) mediante las cuales llevan a cabo sus acciones colectivas.

Notas sobre la teoría de los movimientos sociales

En el presente trabajo nos centraremos en dos ejes teóricos para el análisis de los movimientos sociales: la teoría de la Movilización de Recursos (MR) y la teoría de la Acción Colectiva (estratégica), enmarcados dentro de los llamados Nuevos Movimientos Sociales (NMS). La teoría de la movilización de recursos, desarrollada por Charles Tilly, Doug McAdam y Sidney Tarrow, entiende a los movimientos sociales como procesos políticos que actúan colectivamente con una racionalidad estratégica para aprovechar las Estructuras de Oportunidades Políticas que, mientras les permitan lograr sus objetivos y cumplir sus exigencias, incentivan o desincentivan la acción. Por otra parte, la teoría de la acción colectiva, desarrollada por Alain Touraine, Alberto Melucci y Aquiles Chihu Amparán, considera que la cultura y la identidad son los elementos más importantes en el conflicto y en el desarrollo del movimiento social.

En este estudio se parte del siguiente supuesto: los movimientos sociales cuestionan y transgreden el orden establecido generando oposiciones. Su objetivo es la transformación de las prácticas y las estructuras sociales, para combatir la desigualdad, la exclusión y la opresión, para lo cual también buscan el reconocimiento, la protección y la garantía de los derechos que en su conjunto den respuesta y solución a sus demandas.

Según el sociólogo Jairo Antonio López debemos identificar los puntos de concordancia y coincidencia de ambos enfoques teóricos, con la finalidad de “ver cómo la tensión inherente de los derechos humanos brinda espacios de acción colectiva específicos orientados al cambio y al conflicto social” (López, 2017: 64). Así, tanto la teoría de la acción colectiva como las EOP se enfrentan a dos campos a considerar: 1) las lógicas gubernamentales, y 2) las habilidades de movilización. “Las lógicas gubernamentales son condiciones que salen del control de los actores colectivos y configuran los espacios de ‘lo legítimamente reconocido’ por los gobiernos” (López e Hincapié, 2015: 24-25) y hacen referencia a las normas y los principios que en su conjunto delimitan “las reglas del juego”, pero que a su vez representan las estructuras de oportunidad para la acción y la movilización colectiva. En esta lógica, también es importante identificar la presión social “desde arriba” y “desde abajo”. La presión desde arriba se refiere a aquella ejercida por las organizaciones no gubernamentales (ONG), organismos e instituciones internacionales, que se suman a la defensa de una causa; y desde abajo es la que se ejerce por los actores locales, que adaptan sus exigencias para enmarcarlas en el derecho internacional de los derechos humanos (López, 2017: 66).

Las EOP que aprovechan este tipo de movimientos deben estar inscritas en la relación entre lo local y lo global. La defensa de los derechos humanos se sirve del reconocimiento e institucionalización del SIDH que, en el ámbito local, exige a los Estados acatar dichos derechos como fundamentales. El reconocimiento jurídico del derecho exigido, apertura Estructuras de Oportunidades Políticas a las cuales pueden apelar estratégicamente los grupos sociales para cumplir sus objetivos colectivos. Aunque, “la relación entre la acción colectiva y la oportunidad no es lineal, ésta depende de la interpretación que los actores colectivos realicen del entorno y cómo el mismo conflicto va modificando las oportunidades” (López, 2017: 70). Las normas y pautas siempre están en disputa, transformando las reglas de lo que es o no legítimo defender. De tal modo que las oportunidades jurídicas pueden ampliarse o restringirse dependiendo de las condiciones políticas de la contienda, pero también sucede que el acceso y la ampliación de las EOP sean resultado del uso y presión política estratégica efectivamente ejercida por los grupos sociales.

La identidad étnica ha aportado al movimiento indígena una base organizacional a partir de la cual reclama su “derecho a tener derechos”. Para ello, ha incluido en su repertorio de protesta la herramienta de los derechos humanos, cuando ésta contribuye a posicionar y dar legitimidad a sus demandas. La identidad misma se ha ido ajustando y modificando en función de las oportunidades existentes y también ha modificado, ampliado y transformado el mismo marco normativo en el cual inscribe sus luchas.

El movimiento indígena: la identidad etno-política

Para la teoría de la acción colectiva, como precisan Alberto Melucci (1999) -citado por Chiu- y Aquiles Chihu Amparán (1999), 2000), el análisis cultural de los movimientos sociales debe centrarse en la conformación de la identidad de un actor colectivo, que le permite denunciar injusticias y enarbolar una demanda común. Uno de los elementos que caracteriza la idea de los NMS, influenciada por la teoría de Alain Touraine (1997), es que dichos movimientos “no apuntan directamente al sistema político, más bien intentan construir una identidad que les permita actuar sobre sí mismos (producirse a sí mismos) y sobre la sociedad (producir la sociedad)” (Chihu, 1999: 60).

Según explica Gilberto Giménez (2006), el término etnicidad aparece en las ciencias sociales, por primera vez, en los estudios estadounidenses en los años cincuenta del siglo XX, aunque como sustantivo proviene del griego ethnos. Lo relevante de ambos términos es haber sido utilizados con connotaciones excluyentes, con intenciones clasificatorias y discriminatorias, desde una posición dominante en la que las etnias son siempre los “otros”. Es en los años sesenta y setenta que comienzan a aparecer nuevos conflictos y reivindicaciones que se asumen como étnicos, en el contexto de las sociedades industrializadas y las del tercer mundo.

Cabe señalar que hasta nuestros días se mantiene el sesgo etnocéntrico del término, ya que “todos los grupos pueden ser étnicos dentro de una comunidad, menos el grupo originario de esa comunidad, que es el que clasifica a todos los demás” (Giménez, 2006: 130). El problema de la etnicidad se establece en torno a una relación de poder entre la cultura hegemónica y las llamadas minorías, pero siempre en términos de menosprecio; las minorías son “los otros”, lo ajeno.

La etnicidad se construye, entre otras cosas, sobre creencias de un pasado común y compartido como la consanguinidad imaginaria o los vínculos primordiales que, aunque no puedan ser verificados, establecen un imaginario simbólico que da lugar a la comunidad o pueblo. Como apunta Álvaro Bello (2004), la lucha de los movimientos indígenas ha tenido como estrategia la politización de las identidades étnicas. En este sentido, la identidad se constituye en torno a la acción política que busca el reconocimiento estatal de los derechos políticos, económicos, sociales y culturales.

Lo étnico es resultado de un proceso relacional, entre lo que pertenece a la identidad y lo que no, así como de la autoadscripción y el reconocimiento. Las fronteras étnicas se establecen en torno a las diferenciaciones y los contrastes lingüísticos, culturales, de vestido, de organización o de otro tipo, que resultan significativas y útiles para la identificación de los miembros del colectivo. “La cultura juega un papel central en los movimientos indígenas, porque por medio de ella se establece un conjunto de elementos que operan como ‘emblemas de identidad’, es decir, criterios objetivos de autodefinición colectiva” (Giménez, 2002; citado en Bello, 2004: 39).

La lucha por el reconocimiento de las diversas identidades étnicas combina factores económicos, sociales y culturales, por lo que no se limita ni debe entenderse sólo como la disputa por la diferenciación de “los otros”. En ese sentido, el movimiento indígena apela a la transformación de la sociedad en su conjunto, a la ruptura con la visión monoétnica del Estado que dé paso a la estructura pluriétnica o plurinacional, y a terminar con las relaciones de poder racistas y excluyentes. Busca, a su vez, el control de sus propios recursos, el reconocimiento de sus derechos sobre la tierra y el territorio, el acceso a la educación bilingüe intercultural, a la salud, al desarrollo económico, a los medios para desarrollar su identidad, a la autodeterminación y al mantenimiento y ejercicio de sus estructuras jurídicas y políticas que les permita elegir a sus autoridades y también a luchar contra el despojo y por la protección del medio ambiente (Bello, 2004).

La conciencia sobre la etnicidad es una estrategia de autoidentificación con las minorías y/o las comunidades indígenas ancestrales, que son susceptibles de capitalizar políticamente a un movimiento social y legitimar sus demandas. Como precisa Rodríguez Arechavaleta, hay que entender “la idea de identidad colectiva como una definición negociada en la constitución interna del actor y su ámbito de acción. Es decir, los movimientos sociales son sistemas de acción que operan en un campo de posibilidades y límites, siendo su fundamento el nexo concreto entre orientaciones y oportunidades/constricciones sistémicas” (Rodríguez, 2010: 189). Tener conocimiento de la exclusión y la dominación permite la construcción de la identidad de los excluidos. La etnia se construye como subjetividad política al tomar conciencia de su opresión y exigir sus derechos para combatirla.

La identidad, que en el plano de lo cultural y lo simbólico sirve para articular a diversos sujetos, también desafía y destruye identidades estigmatizadas y se presenta como herramienta en la contienda política, además de promover espacios de autonomía y autodeterminación. “Los grupos subalternos empiezan a construir sus propias fronteras, oponiéndose a las categorías con que la clase dominante los ha estigmatizado” (Chihu, 1999: 65). Si bien las identidades pueden ser preexistentes, es mediante el conflicto, cuando se pone en riesgo la posibilidad de construir autónomamente el sentido de su vida, que ellas se potencian y adquieren fuerza; aunque también puede darse el caso de que sea mediante el proceso de ruptura que se generen otras nuevas. “El conflicto tiene lugar, principalmente, en el terreno simbólico, mediante la subversión y perturbación de los códigos dominantes sobre los que se fundan las relaciones sociales” (Chihu, 1999: 69). Los nombres, sentidos y valoraciones que se les da a los sujetos de la exclusión no son cerrados, sino susceptibles de ser disputados y de despojar a la clase dominante del derecho a determinar quién puede ser incluido como parte de la comunidad y a tener derechos. Siempre es posible apropiarse y trasformar los significados en torno a los cuales se construye una identidad. En este orden de ideas, el término “indígena”, que históricamente sirvió para la discriminación, ha sido resimbolizado como motivo de orgullo.

Las identidades se inscriben dentro de los marcos de injusticia que afectan, condicionan o ponen en riesgo su existencia. El “NO”, la denuncia, el sobresalto ante la injusticia, son lo que permite (o en su caso obligan) al sujeto constituirse como antagónico y articularse en torno a una demanda. Como apunta Chihu Amparán: “La acción colectiva sólo ocurre una vez que los participantes potenciales han desarrollado un sentido de injusticia con respecto a una situación específica. A este sentido de injusticia se le denomina marco de injusticia” (Chihu, 2000: 213). Los movimientos refuerzan sus exigencias en la medida en que puedan encontrar símbolos lo suficientemente conocidos como para movilizar a la gente, ya sea que se trate de injusticias históricas o recientes, figuras simbólicas de la exclusión y la marginación. Por medio de dichos símbolos el movimiento se presenta socialmente con el “derecho a tener derechos” que se les han negado.

La identificación con el sujeto político puede darse de diferentes maneras y en diversas intensidades. Por un lado, significa reconocerse como pueblo indígena, homosexual, feminista, ambientalista, etcétera. Por otro, aunque no separado del primer fenómeno, se presenta en torno a la legitimidad de la demanda; tal vez no se forma parte de la identidad antagonista, pero se reconocen y apoyan sus demandas. Este último proceso genera solidaridades y grupos de apoyo que contribuyen para fortalecer al sujeto político (Tarrow, 2012). Puedo reconocerme en la exigencia de un derecho o admitir la legitimidad de dicha exigencia. Reconocer el valor de la demanda del “otro”, es condición fundamental mediante la cual la sociedad le reconoce al sujeto político “el derecho a tener el derecho” exigido.

Como precisó Rodolfo Stavenhagen, sociólogo alemán nacionalizado mexicano, y quien fuera el Primer Relator Especial sobre los derechos de los pueblos indígenas de la ONU en el periodo 2001-2008:

Los estudiosos del derecho sobre los movimientos indígenas en México nos dicen que estos movimientos surgieron para reclamar la defensa de sus derechos humanos. Comenzaron con la denuncia de abusos de las autoridades relacionados con violaciones de sus derechos humanos: detenciones arbitrarias, encarcelamientos injustificados, uso de la fuerza física, torturas, desapariciones forzadas, exacciones, corrupción, acaparamiento de tierras, etc. Es decir, comenzaron con la denuncia de todas aquellas violaciones que, como si fueran una tradición, los pueblos indígenas han padecido durante cientos de años. Luego plantearon a la sociedad la necesidad de reconocer que, en el amplio campo de los Derechos Humanos, hay un subcampo especial que es el de los derechos de los pueblos indígenas (Stavenhagen, 2003: 27).

Y si bien las injusticias hacia las comunidades indígenas se han cometido de manera reiterada a lo largo de los últimos siglos, su denuncia en el marco del SIDH, con acciones colectivas a nivel nacional (Comisiones de Derechos Humanos), regional (Comisión y Corte Interamericanas de Derechos Humanos) y global (Organización de las Naciones Unidas, Organización Internacional del Trabajo), ha hecho del ámbito de injusticia un marco de violaciones a sus derechos humanos.

Magdalena Gómez (2002) ha puesto énfasis en el trabajo que muchas comunidades han realizado para buscar la constitucionalización de sus derechos. Mediante el principio de interconexión, conocido actualmente como convencionalidad, y apelando a las sanciones internacionales derivadas del no cumplimiento de lo pactado en los tratados internacionales, los pueblos han destacado las obligaciones estatales derivadas de la estrecha interrelación entre el derecho interno y el derecho internacional. No es casual que desde que México ratificó el Convenio 169 de la OIT en 1990, diversos liderazgos indígenas apostaron por la implementación y regulación de lo contenido en él. Incluso “la mesa de Derecho y cultura indígena en el diálogo del Gobierno con el Ejército Zapatista enmarcó sus propuestas en los principales conceptos jurídicos del referido convenio” (Gómez, 2002: 264).

El proceso de construcción del sujeto político indígena es generado desde los mismos movimientos sociales al configurar sus demandas, pero también es resultado de la apropiación de las categorías reconocidas en las herramientas jurídicas contenidas en el SIDH. Un sujeto político puede decidir definirse como indígena, si con ello puede posicionar sus demandas dentro de una estructura que formalmente reconoce sus derechos en las instituciones locales y globales. Por ello, los movimientos etno-políticos, en la lucha por sus derechos humanos, han mutado en la categoría político-jurídica de pueblos indígenas.

Arqueología del fortalecimiento de la herramienta de los derechos humanos de los pueblos indígenas

En lo global

Según la idea generalizada, los derechos de los pueblos indígenas en el marco del SIDH pueden rastrearse hasta los primeros documentos que refieren al “derecho de libre determinación de los pueblos”, que si bien no aparece en la Declaración Universal de Derechos Humanos (DUDH) de 1948, sí se incluye en dos de los documentos jurídicamente vinculantes más trascendentes, adoptados en la Asamblea General de la ONU el 16 de diciembre de 1966: el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. En ambos se establece en el “Artículo 1: Todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación. En virtud de este derecho establecen libremente su condición política y proveen asimismo a su desarrollo económico, social y cultural”.

Aunque se puede hacer la analogía entre los actuales derechos de los pueblos indígenas y los contenidos en los primeros tratados de derechos humanos, esto no quiere decir que los derechos y exigencias de dichas comunidades estuvieran efectivamente considerados en el contenido de tales documentos. Lo que debe entenderse es cómo se fue generando el subcampo de los derechos de los pueblos indígenas.

Es el Convenio 107 sobre Poblaciones Indígenas y Tribales. Relativo a la protección e integración de las poblaciones indígenas y de otras poblaciones tribales y semitribales en los países independientes, adoptado el 26 de junio de 1957 por la Organización Internacional del Trabajo, el primer documento que habla de sus derechos específicos. Además, sería el antecedente del paradigmático Convenio 169 de la OIT sobre Pueblos Indígenas y Tribales, que al entrar en vigor dejaría sin vigencia al primero. Los Convenios suscritos en la OIT son de carácter vinculante para los Estados miembros que los ratifiquen, lo cual ha contribuido positivamente al engrosamiento del derecho internacional en materia de derechos humanos y haciendo uso de él los pueblos han exigido fundamentalmente su derecho al territorio y a la consulta, y al consentimiento previo, libre e informado. No obstante, a mediados de 2019, el Convenio 169 apenas había sido ratificado por 23 países en todo el mundo, en su gran mayoría latinoamericanos, incluido México, en donde entró en vigor el 5 septiembre 1990.

Recientemente, se han promulgado dos documentos trascendentes sobre el tema: a) la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas (DUDPI), aprobada por la Asamblea General el 13 de septiembre de 2007, con 144 votos a favor, cuatro en contra y once abstenciones, pero en años recientes, Australia, Nueva Zelanda, Canadá, Estados Unidos de América, Colombia y Samoa revirtieron su posición y han indicado su apoyo a la Declaración; y en el ámbito Interamericano, el documento más sobresaliente es b) la Declaración Americana sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, acordada en el pleno de la Asamblea General de la Organización de Estados Americanos (OEA), el 15 de junio de 2016, después de 17 años de negociaciones. Ambos documentos no son jurícamente vinculantes al tratarse de “Declaraciones”, pero hasta ahora contienen el cúmulo más basto de derechos de los pueblos indígenas.

Actualmente, la Corte y la Comisión Interamericanas de Derechos Humanos han realizado un esfuerzo por incluir en sus informes y sentencias la protección más amplia de derechos humanos a los peticionarios, lo que ha permitido que poco a poco el contenido de las declaraciones, opiniones consultivas e informes temáticos, pasen de ser principios de buena voluntad a formar parte de la jurisprudencia orientativa y vinculante en la evaluación y solución de casos de violaciones de derechos humanos en los países que constituyen el Sistema Interamericano de Derechos Humanos.

Adicionalmente, existe una suerte de documentos que no siempre son referidos como parte del núcleo duro de los derechos de los pueblos, pero que se refieren al tema: la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, adoptada el 9 de diciembre de 1948; la Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial, adoptada el 21 de diciembre de 1965; la Declaración sobre la Concesión de la Independencia a los Países y Pueblos Coloniales, aprobada el 14 de diciembre de 1960, y en la cual se afirma el derecho a la libre determinación de los pueblos y la necesidad de terminar con el colonialismo. Documentos, a los cuales deberían de sumarse otros menos referidos, pero que incluyen demandas que han sido características del movimiento indígena: la Declaración de la Conferencia de Bandung, de 1955, donde se reitera el respeto a la integridad y soberanía de todas las naciones, así como la colaboración e igualdad entre las razas y las naciones; y la Declaración Universal de los Derechos de los Pueblos, proclamada en Argel, el 4 de julio de 1976, articulada en torno al derecho de existencia y autodeterminación de los pueblos (no sólo de países) y el acceso y uso de sus recursos según sus propios intereses.

En las décadas de 1970 y 1980 el tema de los derechos humanos de los pueblos indígenas cobró fuerza y vitalidad, ya que en 1971 se presentó una fuerte movilización respaldada por antropólogos, ONG y organismos eclesiásticos, que resultó en la Primera Declaración de Barbados: por la Liberación del Indígena. En 1977, en el marco de la Primera Conferencia de Ginebra para combatir el racismo y la discriminación, con la participación de un mayor número de representantes indígenas, se denunció la discriminación y dominación que sus pueblos han sufrido en América, en cuyo documento final, conocido como la Declaración de Barbados II, se denuncia la dominación física y cultural a la cual han estado sujetos los indígenas de la región como parte de un fenómeno local e internacional, y que a su vez identifica las políticas indigenistas como uno de los ejes centrales de la dominación cultural. El llamado fue para recuperar sus territorios, el acceso y uso de sus recursos y rescatar sus propias culturas, mediante un movimiento anticolonial internacional.

Fue a partir de estas conferencias que la ONU, mediante la Comisión de los Derechos Humanos (ahora Consejo de los Derechos Humanos), atendió la cuestión indígena con la creación del Grupo de Trabajo sobre las Poblaciones Indígenas (GTPA), que funcionó de 1982 a 2006, con la participación de representantes indígenas. Después se estableció, en el año 2000, el Foro Permanente sobre las Cuestiones Indígenas (FPCI) y la figura del relator especial sobre la situación de los derechos y libertades fundamentales de los pueblos indígenas; y, en 2007, se dio paso al Mecanismo Experto para los Derechos de los Pueblos Indígenas, dentro del Consejo de los Derechos Humanos. Según Irene Bellier, las organizaciones indígenas han sabido explotar la dinámica del FPCI para constituirse como representantes de un modelo alternativo de gobernanza global, reivindicando su participación en diversos escenarios donde se abra la puerta a la toma de decisiones (discriminación, medio ambiente, género, comunicaciones, etcétera), así como también han promovido la idea de que tomar en cuenta sus conocimientos y sus competencias es susceptible de reducir el abismo que los separa de las sociedades dominantes (Bellier 2010: 63).

Los derechos de los pueblos indígenas, cada vez más, han sido producto de amplias y prolongadas luchas encabezadas por los sujetos mismos de la exclusión, que saben cómo utilizar las herramientas existentes a su favor, incluso transformándolas y amoldándolas a sus necesidades. Y si bien aún falta reconocer jurídicamente sus derechos y crear mecanismos para su disfrute, al menos discursivamente se ha avanzado en el reconocimiento del derecho de los pueblos a tener esos derechos.

En lo regional

En este ámbito, el tema indígena tardó en ser contemplado de manera expresa dentro del Sistema Interamericano de Derechos Humanos, ya que fue hasta 1990 que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos creó la Relatoría sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas; aunque desde inicios de los cuarenta el tema fue atendido continentalmente mediante el Instituto Indigenista Interamericano (III) y sus respectivas sedes nacionales. Las políticas indigenistas, que si bien ostentaban un discurso de reconocimiento de la diversidad cultural y promoción de la igualdad y derechos de los pueblos y comunidades, no siempre lograron llevarlo a la práctica.1 El indigenismo tuvo como principios la integración, asimilación, aculturación y ciudadanización de los indígenas, además de caracterizarse por ser políticas realizadas por no indígenas para indígenas, por medio de una relación institucional en la que estos últimos son considerados como subordinados.

Sin embargo, fue en este contexto que surgieron grandes críticas a la política integracionista, tanto por parte de antropológos como de intelectuales indígenas, abonando al discurso de los derechos. Con la caída del Estado paternalista indigenista en los sesenta, surgió una nueva Intelligentia, intelectuales orgánicos indígenas que con el apoyo de diversos sectores transformaron las demandas campesinas en demandas étnicas, tanto en términos de derechos humanos como de la lucha contra el colonialismo externo e interno.

Es a partir del Quinto Congreso Indigenista Interamericano, realizado en Brasilia, Brasil, en 1972, que se presentó un cambio de enfoque del indigenismo continental, hacia la plena y definida participación de los grupos indígenas en el progreso y desarrollo nacionales y continental. Dicho proceso que se confirmaría en el Octavo Congreso, realizado en Mérida, México, en 1980, al cual asistieron numerosas representaciones de organizaciones indígenas del continente (Stavenhagen, 1988: 113-114). En los ochenta abiertamente cambió el lenguaje asimilacionista en los encuentros indigenistas internacionales. Es así como los pueblos vieron en estos congresos la posibilidad de participación que les permitió denunciar las violaciones a sus derechos y construir un discurso en torno a sus necesidades reales.

Según Rodolfo Stavenhagen (1988), el tema de los derechos humanos de los pueblos indígenas aparece por primera vez, expresamente enunciado, en una mesa especial dedicada al tema en el Noveno Congreso Indigenista que se llevó a cabo en Santa Fe, Nuevo México, en 1985. Lo relevante fue que en su resolución número 15 reconoce el papel de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en la defensa y promoción de los derechos de los pueblos indígenas, y se recomieda la traducción a las principales lenguas indígenas del continente de las Declaraciones sobre Derechos y Deberes del Hombre y de la Convención Interamericana sobre Derechos Humanos.

En la resolución 16, se admite que los pueblos indígenas han sufrido graves y continuas violaciones a sus derechos humanos, principalmente en lo referente al derecho a la vida, las desapariciones, las reubicaciones y la desposesión de tierras tradicionales. Se les reconoce el derecho a manejar sus propios asuntos de acuerdo a sus tradiciones, culturas y religiones; en lo que podríamos afirmar se asimila el derecho de autonomía y libre determinación. Además de ser la antesala del derecho a la consulta y al consientimiento previo, libre e informado, ya que resuelve: “Recomendar a los estados miembros que adopten medidas urgentes, en consulta con los representantes de los pueblos indígenas, a fin de reconocer y aplicar los derechos que les corresponden” (Stavenhagen 1988: 111). Es decir, son los pueblos quienes deben delimitar el contenido de sus derechos, mediante consultas. También se exhorta a la elaboración de un protocolo adicional a la Convención Americana sobre Derechos Humanos en Materia Indígena, documento que, como se refirió líneas atrás, no fue concretado sino hasta finales de 2016.

Por otra parte, la recomendación 20 pone énfasis en la necesidad de reconocer las normas consuetudinarias, paso indispensable para la protección adecuada de los derechos humanos de los pueblos indígenas. Todas estas resoluciones y sus respectivas recomendaciones ilustran claramente los problemas en materia de derechos humanos al cual se enfrentaban, y aún se enfrentan, los pueblos indígenas, y el papel que se le dio desde entonces al Sistema Interamericano de Derechos Humanos en la búsqueda del respeto, la garantía y la promoción de los derechos indígenas, papel que ha sido asumido y ampliamente explotado por las mismas comunidades.

En lo local

Como apuntaba Rodolfo Stavenhagen: “Un hecho que llama la atención en los movimientos y organizaciones indígenas de América Latina, es un salto del nivel local o regional a la escena internacional sin pasar, en la mayoría de los casos, por una escala nacional” (Stavenhagen, 1988: 153). En el desarrollo del marco normativo de los derechos de los pueblos indígenas, pero sobre todo en su defensa y promoción, el papel de las organizaciones no gubernamentales ha sido clave. Si bien podría acusarse que éstas promueven causas sociales sin tener el mandato o encomienda directa de las víctimas de violaciones de los derechos humanos o que mediante sus acciones reducen el potencial político crítico de una exigencia al encaminarla a los canales institucionales, como bien apuntan Jairo López y Sandra Hincapié, “las organizaciones no gubernamentales cumplen un papel formal y preponderante en la defensa de los derechos humanos, como profesionales intermediarias de diversas causas que se tramitan por canales institucionales, y su especificidad es la de tener actores especializados en el conocimiento y la práctica jurídico-política necesaria para que dicha acción colectiva pueda tener eficacia” (López e Hincapié, 2015: 15), pero ello no significa que en la práctica los movimientos sociales que recurren a las ONG renuncien a explotar las herramientas políticas, tales como la movilización masiva, el cabildeo, el cierre de carreteras e incluso los levantamientos armados, etcétera. La movilización social e indígena se apoya en las ONG y los Centros de Derechos Humanos para recibir acompañamiento, difusión, investigación y sistematización de las violaciones a los derechos humanos (VDH) que sufren, todo ello enmarcado en estrategias políticas más amplias. Y es precisamente mediante la difusión de las VDH y el acompañamiento a las víctimas que se ha logrado ejercer presión para hacer valer sus derechos, mediante la garantía y la reparación.

En los años sesenta y setenta el discurso de los derechos humanos fue señalado por el gobierno como suversivo o desestabilizador. En oposición a esta visión, los sectores de la Iglesia católica, vinculados con la Teología de la Liberación, mediante las Comunidades Eclesiásticas de Base (CEB), fueron clave para la construcción y promoción del discurso de los derechos humanos. Desde la década de los setenta apoyaron a las comunidades campesinas para movilizarse, pero fue hasta los ochenta que los teólogos de la liberación se volvieron más receptivos al lenguaje de los derechos humanos, en la medida en la que las discusiones sobre la democratización se iban posicionando (López, 2015). En dicha década surgieron numerosas organizaciones que encontraron en los derechos humanos una herramienta útil para denunciar la justicia y buscar la transformación social, y que han apoyado decididamente la lucha de los pueblos indígenas por su derecho a tener derechos, denunciando las VDH y realizando trabajo de base, de formación y de promoción.

La Academia Mexicana de Derechos Humanos (AMDH), fue fundada en 1984 por personajes relevantes para la causa indígena como Rodolfo Stavenhagen y Guillermo Bonfil Batalla. Ese mismo año también se creó, por dominicos, el Centro de Derechos Humanos Francisdo de Vitoria, donde destacaría la figura de don Miguel Concha Malo, orientado a la lucha por la democracia y los derechos económicos, sociales y culturales. Ambas organizaciones se enfocaron en socializar las demandas y denuncias de las VDH en México y Centroamérica, así como en educar a las poblaciones en torno al tema de los derechos humanos. En 1988 surgió el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez, A.C. (Centro Prodh), que se ha caracterizado por acompañar numerosas causas campesinas e indígenas. En 1989 se fundó el Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas, A. C. (Frayba), por iniciativa de don Samuel Ruiz, entonces obispo de San Cristóbal de las Casas, y que se caracterizó por su trabajo a favor de las comunidades indígenas de Chiapas y por su acompañamiento y cercanía ideológica con el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN).

El auge de las organizaciones defensoras de los derechos humanos en México coincide también con los primeros informes de las ONG internacionales sobre nuestro país. El primero fue de Americas Watch, advirtiendo sobre la situación de los refugiados guatemaltecos en México, y el segundo de Amnistía Internacional, sobre la violencia rural entre 1984 y 1986. A los que habría que agregar el Primer Informe sobre la Democracia: México 1988, realizado por Pablo González Casanova y Jorge Cadena, donde se puso énfasis en la violación sistemática de los derechos humanos (López, 2015: 201-202), y es en ese mismo año que se creó la Comisión Nacional de los Derechos Humanos.

Es paradigmático el trabajo que las organizaciones civiles realizaron en torno al levantamiento indígena zapatista el primero de enero de 1994.2 “En los primeros tres meses del conflicto, más de 400 ONG mexicanas agrupadas en once redes, y más de 100 ONG en el extranjero, realizaron diversas actividades de visibilización de las condiciones de extrema marginalidad de las regiones apartadas del país y la fuerte desconexión con los pueblos indígenas” (López, 2015: 210). Esto fue mediante la Coordinación de Organizaciones No Gubernamentales de San Cristóbal por la Paz y el Espacio Civil para la Paz, y podemos afirmar que lograron el cese al fuego tras doce días de conflicto, además de que ejercieron presión suficiente para convocar a las mesas de diálogo. En dichas negociaciones entre el gobierno, el movimiento armado y representantes de diferentes sectores de la sociedad, indígenas y no indígenas, se logró la firma de los emblemáticos Acuerdos de San Andrés Larráinzar, que contienen un núcleo avanzado de los derechos indígenas, aunque éstos fueron inclumpidos por el gobierno mexicano.

Además de las antes mencionadas, existen otras organizaciones que han acompañado la lucha de los pueblos indígenas por sus derechos humanos y que han tenido incidencia en los ámbitos local e internacional, como el Comité de Derechos Humanos Fray Pedro Lorenzo, creado en 1994 en Chiapas, como respuesta ante la violencia en la región, con una metodología de trabajo sustentada en la vía de la mediación y la tramitación mediante la autoridad tradicional tseltal. También en ese año se fundó en Guerrero el Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, enfocado en la defensa de los pueblos Nahua, Na savi y Me’phaa, que recientemente ha incidido en el reclamo del derecho a la consulta, en la defensa de los derechos de los pueblos frente a las mineras y acompaña el caso de la desaparición forzada, en 2014, de los 43 estudiantes de la Normal Rural Isidro Burgos de Ayotzinapa. En 1996, se creó el Centro Regional de Defensa de Derechos Humanos José María Morelos y Pavón, enfocado en la defensa de los derechos de los indígenas migrantes de México y Guatemala. En 2007, se estableció la Alianza Sierra Madre, A.C., que trabaja con los pueblos indígenas ódami y rarámuri en la Sierra Tarahumara, en Chihuahua, y que busca concentrar el trabajo que diversas organizaciones han venido realizando en la zona desde la década de los noventa.

Romper con la paradoja de la institucionalización

Como indican Roddy Brentt y Ángela Santamaría (2010), el derecho internacional de los derechos humanos de los pueblos indígenas tiene dos perspectivas: a) emancipatoria o contrahegemónica, que concibe al derecho como instrumento con potencial liberador y de emancipación social, y b) el derecho como instrumento hegemónico que funciona contra los intereses de los grupos vulnerables que busca proteger. Lo que en un caso ha servido para liberarse y romper el yugo del colonialismo y la exclusión, en el otro lo ha hecho para imponer la visión hegemónica del Estado en demérito del movimiento indígena.

Esta relación de opuestos se acopla a lo que Jairo López (retomando a Neil Stammers) enuncia como la paradoja en torno a la institucionalización de los derechos humanos: “a medida que los derechos son reconocidos por los Estados y los gobiernos, el marco normativo restringe y constriñe la acción colectiva; pero al mismo tiempo, abre espacios de oportunidad formales que legitiman y pueden potenciar la acción colectiva” (López, 2017: 57). Es así que si bien el reconocimiento de un derecho le da protección institucional, también puede generar la instrumentalización estatal del mismo, lo que le quitaría su potencial crítico, con el riesgo de legitimar las relaciones de poder (López e Hincapié, 2015).

En un orden similar de ideas, Balakrishnan Ragalopal (2005), en perspectiva histórica, explica cómo el tema de los derechos humanos a oscilado entre el uso colonial y la legitimación de la lucha social. Junto con los derechos humanos aparece un fuerte discurso anticolonial, aunque mediante el argumento del desarrollo los países de las metrópolis reconfiguraron el dominio colonial que tenían sobre los países que se independizaron después de la Segunda Guerra Mundial, por medio de las políticas intervencionistas, hasta que en los ochenta se articuló un discurso de resistencia al desarrollo invervencionista del Primer Mundo.

Y según Ragalopal, poco a poco se ha convertido en un lenguaje progresista, en tanto que no sólo es de resistencia sino que también ha servido (al menos discursivamente) para delimitar las políticas públicas, vinculando los derechos humanos, el desarrollo, la paz y la democracia. “Para los juristas del Tercer Mundo, los derechos humanos representaban el arma perfecta en su lucha por descolonizar y modernizar sus países” (Ragalopal, 2005: 58). Actualmente, enmarcar las luchas de los movimientos sociales de los países en vías de desarrollo en el discurso de los derechos humanos ha sido una estrategia que tiene como objetivo dar legitimidad a sus demandas.

Sin embargo, canalizar las luchas y las demandas de los movimientos sociales, mediante los mecanismos de peticiones del SIDH, también ha servido para restringir y límitar su dinámica. Así, con programas para el desarrollo local y regional se pretendía contener las rebeliones desde abajo, según precisa Ragalopal, “muchos gobiernos del Tercer Mundo han adopatado con el paso del tiempo la posición de que toda resistencia (si es que existe en absoluto) debe expresarse en términos de derechos humanos para ser legítima” (Ragalopal, 2005: 207). Si bien dichos mecanismos han servido para administrar a los movimientos, también lo han sido para llevar sus luchas a las instancias internacionales.

Como el mismo Ragalopal apunta, el discurso de los derechos humanos es un campo en disputa que en los años ochenta y noventa “se ha localizado profundamente, en el sentido de que las luchas y movimientos populares alrededor del mundo, que han desafiado la violencia del desarrollo se lo han apropiado” (Ragalopal, 2005: 253). La práxis de dichas movilizaciones ha presentado desafíos a los derechos humanos, pero también la posibilidad de construir alternativas a los discursos imperantes, mediante el uso, apropiación y reconfiguración de los derechos mismos que les permitan lograr sus objetivos.3

En este sentido, resulta paradigmática la sentencia emitida por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, el 3 de abril de 2009, respecto al caso Comunidad Mayagna (Sumo) Awas Tingni vs. Nicaragua, que se refiere a la responsabilidad internacional del Estado por la falta de delimitación del territorio de la comunidad Mayagna Awas Tingni, así como a la ineficacia de los recursos interpuestos. La Corte decide que el Estado debe adoptar en su derecho interno, de conformidad con el Artículo 2 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, las medidas legislativas, administrativas y de cualquier otro carácter que sean necesarias para crear un mecanismo efectivo de delimitación, demarcación y titulación de las propiedades de las comunidades indígenas, acorde con el derecho consuetudinario, los valores, usos y costumbres de éstas. Asimismo, se debe evitar que cualquier miembro del Estado o particulares realicen actividades que afecten la existencia, el valor, el uso o el goce de los bienes ubicados en la zona geográfica donde habitan y realizan sus actividades los miembros de la comunidad.

La sentencia es por demás relevante en tanto que tiene como objetivo garantizar el derecho al territorio de los pueblos indígenas; y cuya fundamentación se articula en torno a dos hechos: 1) en marzo de 1996 el Estado otorgó una concesión por 30 años para explotación forestal a la empresa SOLCARSA, sin que la comunidad hubiese sido consultada al respecto, violando su derecho a la consulta y al consentimiento previo, libre e informado; y 2) al violar el derecho al territorio de la comunidad pone en riesgo su existencia.

Resulta importante destacar que las sentencias de la Corte Interamenricana son jurídicamente vinculantes para los países contra los cuales es emitida; además de que genera un antecedente jurisprudencial que sirve para la resolución de otros casos con similares características, por lo que su alcance es interamericano.

El territorio es una de las denuncias recurrentes y más importantes del movimiento indígena en América Latina, ya que con ella se presentan demandas de uso y gestión de recursos naturales y autogobierno. Por ello, “el territorio es un concepto estrechamente ligado a la defensa de la identidad étnica, ya sea de manera simbólica o material” (Bello, 2004: 99). La demanda por el territorio también va aparejada a la de las condiciones para el desarrollo de las identidades, ya que para muchas comunidades indígenas su tierra es el referente simbólico de la memoria colectiva, el pasado común, el panteón y la cosmovisión; y también es un referente material u objetivo de la identidad y la vida social, articulado en torno a los vínculos básicos como el parentesco y las actividades que les permiten reproducir la vida. De tal modo que la lucha por el uso y gestión del territorio que las comunidades indígenas ocupan, poseen, usan, o lo han hecho en el pasado o de manera continuada, ha generado un fuerte debate sobre el derecho preferente a decidir sobre el mismo.

En esta misma lógica es pertinente hacer un comentario respecto al derecho a la consulta previa, libre e informada, cuya disputa por su delimitación terminológica y sustantiva, sirve para ilustrar la manera en la cual los pueblos se han apropiado de sus derechos, a la vez que con ello también los han reconfigurado y transformado. Este derecho ha sido destacado por el Banco Mundial desde 2005, como el mecanismo por excelencia de la participación indígena. Los pueblos indígenas han tomado conciencia de las limitaciones de ser únicamente consultados a la hora de participar en la toma de decisiones sobre programas de desarrollo o acceso y uso de bienes y recursos, por lo que han transformado al mismo derecho, exigiendo el respeto al “consentimiento, libre, previo e informado”. Dicha exigencia hizo eco y ahora está contenida en la DUDPI. Señalado lo anterior, no es lo mismo preguntar la opinión de los pueblos, que considerar de manera efectiva sus decisiones y lograr su consentimiento para implementar cualquier tipo de proyecto o programa que afecte su entorno de vida. El derecho al consentimiento permite que las comunidades se constituyan y se afirmen efectivamente como sujetos de derecho, con personalidad jurídica y con capacidad de decisión sobre los asuntos que les interesan y les afectan, tomando a cargo su destino. Lo que no debe confundirse con derecho al veto, sino entenderse como exigencia de diálogo y negociación en igualdad de circunstancias y con los mismos poderes que los demás actores.

En el siguiente apartado se profundiza en un ejemplo que permite ilustrar la utilización de las EOP en torno a la identidad indígena dentro del marco de los derechos humanos en la comunicación entre lo local y lo global, con el fin de hacer valer sus derechos como pueblos originarios.

Los derechos en movimiento: apropiación, uso y transformación

Un ejemplo muy claro de cómo ha sido apropiada y transformada la herramienta de los derechos humanos en favor de las demandas y de la lucha por el “derecho a tener derechos” de los pueblos indígenas, podemos encontrarlo en la batalla jurídica llevada a cabo por la comunidad purépecha de Cherán, en el estado de Michocán, México, en 2011, con la cual se logró que se reconociera el derecho de un municipio indígena a elegir a sus autoridades municipales mediante sus “usos y costumbres”.

Para sostener mi hipótesis, haré exégesis de la exposición sobre el proceso judicial y la valoración política de Orlando Aragón Andráde, quien participó como abogado de la comunidad de Cherán.

El 5 de febrero de 2012, una figura “nueva” de autoridad municipal tomó posesión, el Concejo Mayor de Gobierno Comunal (CMGC) de Cherán K´eri, lo que contribuyó con la transformación del Estado monocultural mexicano y permitió evidenciar la capacidad de las comunidades indígenas para plantear alternativas frente a las actuales coyunturas (Aragón, 2013). El surgimiento y consolidación del movimiento por la autonomía de Cherán tuvo como contexto la inseguridad, el despojo y la explotación a la cual se enfrentaba la población en los años previos a 2011, en particular, la violencia generalizada producida por los taladores ilegales de árboles y la ola de criminalidad en la región. El panorama violento aunado a la debilidad mostrada por las instituciones del estado y la desconfianza y falta de credibilidad en ellas y en los partidos políticos, le permitieron a la comunidad buscar en su pasado alternativas de organización y autoridad local y recuperar elementos para constituirse nuevamente como pueblos originarios, y así superar sus problemas. De esta manera retomaron sus tradiciones y prácticas indígenas, como la de realizar rondas comunitarias para enfrentar el problema de la inseguridad y la violencia, y que Cherán fuera reconocido como un pueblo con identidad propia para hacer valer su derecho a la autonomía y a la libre determinación para elegir a sus autoridades locales mediante su sistema de usos y constumbres.

El éxito de la estrategia jurídica con la cual se logró el reconocimiento de la autoridad municipal sustentada en los “usos y costumbres” de Cherán, debe entenderse como resultado de una batalla por el cumplimiento de las nuevas obligaciones contraídas por el Estado mexicano con la reforma constitucional en materia de derechos humanos en junio de 2011.

Como lo explica Aragón Andráde, la manera en la que el caso fue llevado a tribunales fue más allá de lo extrictamente legal, pues requirió de un uso instrumental del derecho con el fin de convertirlo en un arma de lucha política en favor de las demandas de Cherán. La historia judicial por la defensa de los derechos de los pueblos no había sido favorable, por lo que la estrategia inmediata atendió, principalmente, dos ejes:

contrarrestar aunque fuera a corto plazo la campaña negativa que los líderes de los partidos políticos estaban realizando al interior de la comunidad sobre el hecho de que la demanda del movimiento era ilegal, inconstitucional, etcétera; y […dar] mayor espacio de maniobra al movimiento frente al gobierno al mantener un pie en la institucionalidad y el otro en la movilidad social (Aragón, 2013, 50).

La movilización social llevada al plano de lo jurídico sirvió para legitimar las demandas de la comunidad indígena y hacer evidente su derecho a tener los derechos que pedían. La articulación de la exigencia judicial tuvo que ser creativa, ya que en la Constitución del Estado de Michoacán el reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas era escueto y limitado, en función del contenido del Artículo Segundo de la Constitución mexicana. Y si bien México está sujeto al contenido del Convenio 169 de la OIT, éste también resultaba insuficiente para el caso.

La estructura de oportunidades política y legal de la cual se sirvió la denuncia, fue de antecedentes judiciales en materia indígena de casos resueltos por el estado de Oaxaca, pero fundamentalmente apeló al “principio por persona”, con el cual el Estado mexicano se vio obligado a la protección más amplia de los derechos humanos, mediante la norma más favorable. Lo que hizo posible apelar a los estándares interamericanos, tales como declaraciones, jurisprudencias, opiniones consultivas, etcétera, además de la DUDPI y las sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, todos ellos documentos que ahora forman parte del bloque de constitucionalidad del Estado mexicano. La estrategia consistió en “la combinación progresiva de las tres escalas de derecho: el local, el nacional y el global” (Aragón, 2013: 57). Además, el Corpus Iuris referido en materia de derechos humanos de los pueblos indígenas establece que los procedimientos de estas comunidades deben basarse en sus usos y costumbres.

La estrategia es por demás interesante, ya que significó la apropiación de los instrumentos jurídicos y de derechos humanos existentes en los diferentes órdenes jurídicos, con el fin de fundamentar el hecho de que Cherán pudiera ejercer el derecho de elegir a sus propias autoridades municipales según sus “usos y costumbres”.

“Finalmente el IEM [Instituto Electoral de Michoacán] tuvo que aceptar la propuesta de la comunidad en parte por la presión política, pero también porque desconocía claramente dos escalas de derecho: el derecho internacional de los derechos humanos de los pueblos indígenas y los ‘usos y costumbres’ de la comunidad de Cherán” (Aragón, 2013: 58). Todo ello resultado de la apropiación, uso y transformación de la norma internacional y local en la materia en función de sus exigencias políticas.

Cabe señalar que la estrategia fue posible gracias a la versatilidad y flexibilidad que, como precisa Teresa Valdivia, tiene el derecho indígena frente al derecho nacional: “es flexible, cambiante a las nuevas necesidades sociales, se basa en el consenso” (Valdivia, 2001: 67), lo que le permite ser receptivo a los instrumentos y herramientas externos e internacionales si con ello avanza en el cumplimiento de sus demandas, exigencias y necesidades sociales.

Conclusiones

Como ya pudimos observar, la conformación del subcampo de los derechos humanos de los pueblos indígenas ha sido un proceso largo, llevado a cabo en los ámbitos global, regional y local, que requirió de la participación constante y cada vez más amplia del movimiento indígena, que a su vez fue apoyado por diferentes actores como académicos, comunidades eclesiásticas y organizaciones no gubernamentales que pugnaron por el reconocimiento de sus derechos asociados a la identidad étnica.

Una fortaleza de la movilización de estas comunidades ha sido identificar los marcos de injusticia locales y globales, asociados a la desigualdad, la exclusión, el despojo, el etnocidio y el colonialismo interno, que repercute en la sistemática violación a sus derechos, lo cual los llevó a denunciar esta situación, y aunque si bien originariamente los posicionó como sujetos de la injusticia y la opresión, ahora les ha permitido disputar los sentidos asociados a dicha identidad, dotarla de un significado de orgullo y construirla como el fundamento de sus derechos humanos como pueblos indígenas. Lo cual podemos asociar a dos fenómenos entrelazados: a) asumirse con una identidad étnica permite que el resultado sea el acceso efectivo al disfrute de los derechos asociados a dicha identidad, y b) el valor ético que la sociedad atribuye a la identidad étnica se ha modificado, reconociéndoles el “derecho a tener derechos”. El valor de la identidad étnica, ahora reconocida como subjetividad de la exclusión y la injusticia histórica, ha hecho posible acceder al reconocimiento y garantía de los derechos exigidos.

Y si bien las dinámicas globales no siempre benefician los intereses y necesidades locales de las comunidades indígenas, cabe resaltar que el movimiento social de estos pueblos ha sabido ocupar el marco (global-regional-local) de estructuras de oportunidades políticas que la herramienta de derechos humanos les ofrece para posicionar sus demandas y legitimarlas con el discurso del derecho. Destacando que la apropiación de la norma puede resignificarla y transformarla mediante su uso, tal como se ilustró con el caso de la lucha de la comunidad purépecha de Cherán por el derecho a elegir a sus autoridades según sus “usos y costumbres”. Lo cual no quiere decir que dichas posibilidades de transformación estén consideradas dentro de la enunciación normativa, sino que son generadas por los mismos actores sociales en un proceso de disputa por la delimitación de su contenido sustantivo.

Para pensar los derechos de los pueblos indígenas, se propone poner énfasis en la relación que se origina durante el proceso de demanda y construcción/reconocimiento normativo, que permita analizar las formas en las cuales la norma es aplicada y si ésta garantiza efectivamente el acceso al derecho demandado. Lo que a su vez genera un proceso subsidiario, igualmente importante, y es que el resultado de la aplicación de la norma no debe conformarse con hacer visible su efectividad, sino que también debe contemplarse la crítica de su uso y/o apropiación de ésta, incluso para transformarla. Dicho proceso, impondría dinamismo a una forma jurídica ya constituida y permitiría romper con la paradoja de la institucionalización de los derechos humanos, contribuyendo a la emancipación de los sujetos que los usan para fundamentar sus demandas sociales.

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1 Como apunta Rodolfo Stavenhagen: “las resoluciones de los congresos indigenistas interamericanos no son obligatorias para los países americanos, ni siquiera para los gobiernos que las suscriben. Un estudio evaluatorio del cumplimiento de dichas resoluciones, realizado a principios de los años setenta, dio un panorama poco alentador. En efecto, [Alejandro] Marroquín estudió el cumplimiento de las 313 resoluciones aprobadas por los primeros seis congresos (hasta 1968) y concluye que más del 88% de las resoluciones no habían sido cumplidas debidamente (Stavenhagen, 1988:108).

2El mismo EZLN, a inicios de febrero de 1995, utilizó la denuncia de las violaciones a los derechos humanos de las comunidades indígenas en Chiapas, particularmente de aquellas simpatizantes con el movimiento, acusando al Ejército Federal de bombardear indiscriminadamente a la sociedad civil, e incluso de torturar a niños y mujeres y llevarse presos a algunos de sus habitantes. Con ello pretendía legitimar sus demandas y acusar de traidor al presidente en turno (Ernesto Zedillo), al romper la tregua e iniciar una guerra de baja intensidad contra la insurgencia indígena (López Astrai, 1996: 87). El 29 de junio de ese mismo año, los miembros del Centro de Derechos Humanos Tlachinollan, de Chilpancingo, Guerrero, denunciaron 650 quejas por violaciones a los derechos indígenas de la zona (La jornada, 29 de junio de 1995, 40; citado en López Astrai, 1996: 128).

3Según el autor, la práxis de los movimientos sociales ha originado cuando menos cuatro grandes retos espistemológicos y teóricos, derivados de sus concepciones alternativas de modernidad y desarrollo: a) problematiza la posición tradicional prosoberanía y antisoberanía, mostrando que es posible reconocer los derechos humanos sin apoyarse en el Estado; b) va más allá de las definiciones formalistas de democracia; c) rompe con el nexo entre propiedad y derechos; y d) los movimientos sociales muestran que la globalización puede también contribuir a afirmar la importancia de lo local como agente de cambio sociopolítico en los países en vías de desarrollo (Ragalopal, 2005: 272-273).

Recibido: 29 de Octubre de 2019; Aprobado: 29 de Agosto de 2020

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