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Sociológica (México)

versão On-line ISSN 2007-8358versão impressa ISSN 0187-0173

Sociológica (Méx.) vol.33 no.94 Ciudad de México Mai./Ago. 2018

 

Artículos de investigación

La dinámica del proceso de control-resistencias en los espacios de trabajo: Aproximaciones a los debates clásicos y recientes

The Dynamics of the Control/Resistances Process in Work Spaces. Approximations to the Classical and Recent Debates

Cecilia Beatriz Soria1 

1Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, Universidad Nacional de Cuyo, Argentina. Correo electrónico: <soriabeatriz@yahoo.com.ar>.


Resumen:

El presente artículo intenta contribuir con las principales discusiones acerca de la dinámica control y resistencias en los espacios laborales, mediante una aproximación a los debates centrales en el campo de los estudios del trabajo. Para ello es necesario recuperar sus polémicas, aportes conceptuales y perspectivas en pugna, que configuran ambas categorías (control y resistencias). De este modo, se pretende colaborar en la construcción de una mirada que articule y posibilite una reconexión conceptual de las mismas a luz de las mutaciones recientes del trabajo.

Palabras clave: trabajo; control; resistencias; coerción; consentimiento; subjetividad; conflicto

Abstract:

This article contributes to the main discussions about the dynamics of control and resistances in work spaces by approaching the central debates in the field of work studies. To do that, it is necessary to review the polemics, conceptual contributions, and clashing perspectives that configure both control and resistances. In this way, the author attempts to collaborate in the construction of a way of seeing that will facilitate the conceptual reconnection of the two concepts in light of recent changes in work.

Key words: work; control; resistances; coercion; consent; subjectivity; conflict

Introducción

Partimos de comprender que en el modo de producción capitalista el poseedor de los medios de producción requiere, de manera constante, la transformación y adaptación de la fuerza de trabajo como instrumento de valorización del capital, lo que implica el ajuste e innovación recurrente para garantizar el control efectivo del proceso de trabajo. Sin embargo, se enfrenta a un problema central, ya que debe gestionar el trabajo humano para lograr que el mismo se realice tal como lo prescribe, frente a una fuerza de trabajo resistente a la progresiva alienación y explotación dentro del espacio productivo. Por ello, para alcanzar sus objetivos necesita poner en marcha un conjunto de técnicas de control para garantizar no sólo la máxima extracción de plusvalor, sino también el “orden” en la producción.

Siguiendo estos lineamientos generales, resulta importante destacar la necesidad de entender la “relación capital-trabajo” en forma dinámica y conflictiva, en tanto que implica, por un lado, un ejercicio de dominio, pero por otro, la posibilidad de su transformación. De este modo, dicha relación -no es de cualquier orden- es una relación de poder indeterminada, lo que permite reflexionar acerca de la precariedad del dominio, es decir, si bien expresa la pretensión de control también evidencia la imposibilidad para el capital -a priori y a posteriori- de controlar la totalidad de “eventualidades” a las que éste se expone en el proceso productivo.

Consideramos que en esta tensión se encuentra el fundamento de la relación control-resistencias, a partir de la distinción categorial marxista entre trabajo y fuerza de trabajo (Virno, 2003; Mezzadra, 2014; Tronti, 2001; Braverman, 1980; Thompson y Smith, 2009). Este último concepto se convierte en un analizador potente, dado que pone de manifiesto múltiples tensiones: la historicidad del proceso (disociación del productor libre de los medios de producción), el carácter fetichista (con la distinción del trabajo), la relación de subordinación y el componente subjetivo-vivo de la misma (la resistencia del trabajador a convertirse en salario, en mercancía) (Silver, 2005).

Dicha relación debe comprenderse como una relación dialéctica y asimétrica, en la cual se articulan elementos de coerción, legitimación y consentimiento. El predominio de cada componente es relativo, dado que se construye en interacción los unos con los otros. La explicación dialéctica -que no privilegia ningún polo, ni la reducción a una síntesis monolítica- posibilita visibilizar la articulación entre sí de los opuestos. Esta línea de reflexión es sugerente para evitar la concepción del control y las resistencias como “supuestos” y avanzar en la dilucidación de cómo esta relación se constituye en situaciones específicas de trabajo.

Una vez señaladas estas consideraciones generales (que abonan nuestra perspectiva teórica y posibilitan evidenciar el lugar desde el cual se enuncia el recorrido de este trabajo), podemos decir que el objetivo central del presente artículo se orienta hacia una reflexión teórica acerca de la dinámica control-resistencias en los ámbitos laborales, recuperando discusiones clásicas y recientes en el vasto campo de los estudios del trabajo críticos. De manera anticipada, podemos indicar que en el polo control-resistencias, estas últimas han sido menos problematizadas. Esta característica es señalada como deudora del pensamiento posbravermansiano -corriente inglesa de los Debates del proceso de trabajo- y sus debates, que pusieron mayor énfasis en las modalidades de control que en las conexiones entre ambas (Calderón, 2006).

El análisis acerca del proceso de trabajo ha estado presente, desde los inicios de la sociología industrial, en la obra de Elton Mayo (1977), así como también en sus posteriores desarrollos luego de la Segunda Guerra Mundial y en las producciones de gran parte de la sociología del trabajo francesa, inglesa y norteamericana (Friedmann y Naville, 1970; Touraine, 1970; Braverman, 1980; Hyman, 1981; Friedman, 1977; Burawoy, 1989; Edwards, 1979); también en los autores obreristas italianos, desde las décadas de los sesenta y setenta (Panzieri, 1977).

En términos de periodización de los debates (Thompson, 1989; De la Garza, 2011) podemos establecer una primera etapa “fundacional”, que responde a las contribuciones inéditas del pensamiento de Harry Braverman (1980). Su obra concentró su atención en las estrategias de control patronal, la cuestión del poder dentro del espacio fabril y la reducción de las calificaciones. No obstante, su trabajo recibió críticas por la excesiva centralidad que otorgó al control en detrimento de las resistencias en el trabajo.

El segundo momento -a fines de los años setenta e inicios de los ochenta- precisamente busca retomar estas discusiones, evidenciando contrapuntos con el mencionado autor. Se condensan allí los aportes de Friedman, Edwards y Burawoy, quienes procuran renovar la teoría del control patronal y atender a la cuestión del consentimiento en la producción.

Por último, como una revitalización de los debates, desde la década de los noventa a la actualidad, se incorpora la reflexión sobre el trabajo en el sector servicios1 y las formas renovadas de ejercicio del control y las resistencias en el marco del patrón de acumulación flexible a escala global, lo que implica una completa rearticulación de la relación entre capital y trabajo. En términos sintéticos, el paradigma de la flexibilidad busca la readaptación de los trabajadores para nuevas tareas, capacitados para responder activa y autónomamente. Las exigencias actuales se basan, desde los discursos gerenciales, en la responsabilidad, la creatividad, la capacidad de involucramiento y el trabajo en equipo, lo que traería como efectos bajos niveles de ausentismo, mayor aceptación de los cambios y mejores actitudes hacia la organización. Desde nuestra perspectiva estos requerimientos, lejos de presentarse como aspectos que favorecen la autonomía, la iniciativa y la cualificación de los trabajadores, se convierten en nuevos dispositivos de control que, en términos subjetivos, pretenden la interiorización de los valores empresariales procurando una gestión individual de los trabajadores, la inhibición de identidades laborales colectivas y los procesos de despolitización que asienten las relaciones conflictivas sobre nuevas bases, buscando que las resistencias se conviertan en aportaciones activas.

En consecuencia, no es la intención del presente trabajo tomar estas etapas en un sentido cronológicamente lineal, sino que se pretende destacar los núcleos temáticos que cobran sentido en la explicación de nuestra propuesta. Para ello, en una primera parte, nos interesa reposicionar la vigencia del pensamiento de Braverman (Braga, 2009; García Calavia, 1999) como una clave analítica válida para abordar procesos de trabajo y formas de gestión/descalificación/proletarización de determinados colectivos laborales actuales.

En segundo lugar, abordaremos las discusiones sobre los aspectos coactivos o consensuales del mando y el poder. En el tercer apartado, describiremos los dilemas y polémicas en torno a la subjetividad y las resistencias. Por último, en las consideraciones finales del artículo pretendemos esgrimir algunos lineamientos analíticos, no a modo de cierre, sino como una invitación a la apertura de nuevas interrogantes.

En sintonía con ello, una de las pretensiones de este documento es brindar elementos conceptuales que permitan, desde una perspectiva relacional, un acercamiento que los vincule desde la tensión que implica su mutua coproducción. Con el fin de evitar la concepción de controles y resistencias -a priori- nos interesa avanzar en el desarrollo de problemáticas teóricas que puedan aportar a explicaciones de cómo esta relación de opuestos se configura en la situación de trabajo. Para ello se espera contribuir con el enriquecimiento de las reflexiones que bregan por esta ligazón, retomando categorías clásicas para repensar problemáticas contemporáneas y así colaborar en la construcción de miradas que trasciendan polémicas tradicionales, para dilucidar el conflicto capital-trabajo en las heterogeneidades de la actualidad.

Debates sobre el control del proceso de trabajo: Braverman, un “clásico vigente”

Harry Braverman (1920-1976) fue uno de los principales referentes para la corriente inglesa del “debate sobre el proceso de trabajo”. Su obra Trabajo y capital monopolista. La degradación del trabajo en el siglo XX, publicada en 1974, se convirtió en una verdadera novedad, ya que recuperaba la perspectiva marxista del proceso de trabajo. El autor señala que, durante gran parte del siglo XX, las problemáticas del proceso de trabajo estuvieron ausentes en la “agenda marxista”, la cual se centró en el análisis de las características del imperialismo, las crisis y la transición del capitalismo al socialismo.

La teoría sobre el control patronal implicó un certero cuestionamiento a la sociología tradicional de la época, que negaba las relaciones de explotación en el capitalismo y que presentaba el ámbito laboral como un espacio armónico, en el que los asalariados delegaban voluntariamente al capitalista las decisiones sobre el trabajo, ocultando así el carácter asimétrico de dicha relación. No obstante, sus críticas se orientaron hacia las perspectivas hegemónicas de la época (Escuela de las Relaciones Humanas y Psicología Industrial). Desde una mirada económica neoclásica, estas corrientes consideran al trabajador un sujeto con libertad para elegir dónde y cómo trabajar, que obtiene ingresos acordes con su productividad y que transmite sus conocimientos a las empresas cumpliendo un contrato libremente pautado.2

El debate que había predominado durante la posguerra en Estados Unidos e Inglaterra giraba en torno a que el desarrollo tecnológico tendría consecuencias positivas en las relaciones de trabajo, en la medida en que dicha evolución facilitaría a la dirección empresarial estructurar la organización del trabajo y, por ende, mejorar los sistemas de control al disminuir la necesidad de una supervisión directa y aumentar la cooperación.

Por su parte, Braverman le imprimó una versión “pesimista” pero más cercana a la realidad que se vivía en las fábricas. Sus hipótesis se colocaron en un lugar diametralmente diferente al plantear que no era la naturaleza de las tecnologías la que determinaba las relaciones entre trabajadores y administradores, sino aspectos vinculados con el control y el poder de clase. De ahí se desprendió su estudio sobre el modo en que el capital llevaba a cabo el dominio, porque se constituía en una de las claves para comprender el proceso de valorización.

Braverman señaló que en el capitalismo los trabajadores experimentaban un arduo proceso de descalificación que les privaba de los saberes técnicos heredados de la época artesanal. Siguiendo sus planteamientos, la Organización Científica del Trabajo afianzó la utilización de la cadena de montaje, la parcialización y el cronometraje de las tareas y la adaptación de los trabajadores a los ritmos de la producción. El método taylorista exigía debilitar a los operarios, reduciendo la comprensión del contenido de sus labores, separando el pensar y el hacer, y concentrando los conocimientos en manos de la gerencia.

Dicho enfoque recibió numerosas críticas, tanto desde el propio marxismo como desde otras corrientes teóricas (Littler y Salaman, 1982). Se le cuestionaba el hecho de que tomó la tesis marxista de homologación y degradación del trabajo como causales de la formación de la clase obrera, al mismo tiempo que no explicaba la conexión entre los cambios en el proceso de trabajo y sus consecuencias en los comportamientos de los trabajadores. Sin querer entrar en mayores detalles en torno a las polémicas de la tesis de la degradación, podemos mencionar que ciertas formas de trabajo actuales, como las “neotaylorizadas” (trabajos en sectores de la gran distribución: Abal Medina, 2014a; Soria, 2015) e “infotaylorizadas” (call centers: Braga, 2009, Montarcé, 2015) ejemplifican la presencia de la simplificación y descalificación del trabajo, exactamente en el campo del trabajo de los servicios, supuestamente refractario al diagnóstico de Braverman.3

Retomando las críticas, estas fueron en dos líneas. Por un lado, un núcleo se orientó a sus “omisiones teóricas”, y la otra, a la pérdida de vigencia para explicar problemáticas actuales. Cada una de ellas tiene espesores diferentes, puntos de acierto, pero también -en algunos casos- exigencias extemporáneas.

En cuanto a las debilidades teóricas señaladas, se refieren a la ausencia de una reflexión acabada sobre la conflictividad, así como también su escaso desarrollo en torno a las formas de resistencia del obrero al capital y la subjetividad del trabajo. Uno de los principales cuestionamientos se vincula a la excesiva centralidad que se le otorgó al control despótico sobre otras formas de control (De la Garza, 2012).

En este sentido, se le objeta su desatención sobre los procesos de lucha, los cuales quedarían solapados bajo las estrategias de control patronal. No obstante, podríamos argumentar que no se ignoró el conflicto como propio de la dinámica de la relación capital-trabajo, sino que éste no era su foco de atención principal. Vale la pena recordar que el propio autor recortó su objeto al afirmar que su investigación “se acerca a la clase obrera, pero como una clase en sí misma, no como una clase para sí” (Braverman, 1980: 40 ). Es en esta limitación autoimpuesta al contenido “objetivo de clase” que realiza una crítica al subjetivismo de las teorías de la época, en las cuales “clase” es igual a manifestación puramente subjetiva.4

Es decir, el cuestionamiento a su “olvido de la subjetividad” puede quedar parcialmente desactivado si su lectura se realiza en clave de las disputas con el campo académico de ese momento, que emparentaba las condiciones objetivas del trabajo con fenómenos “subjetivistas” (grados de satisfacción o insatisfacción con el trabajo, lo que él mismo denomina como “sociología del cuestionario”). Estas perspectivas legitimaban los fundamentos de la “pereza sistemática del trabajo”, cuyo énfasis recaía sobre la culpabilización del trabajador y no en las condiciones objetivas y subjetivas del trabajo. De este modo, las resistencias eran consideradas anomalías o desviaciones del “buen trabajador”.

Sin embargo, cuando Braverman se refiere a la necesidad patronal de renovar constantemente los mecanismos de adaptación del obrero al modo de producción capitalista, la conflictividad y la resistencia están presentes, y aparecerán de modo explícito en el estudio del caso Ford, y de manera más indirecta cuando aborda los problemas que intentan resolver la psicología y la sociología industrial -abandono, desgano, negligencia-; en definitiva, formas veladas de resistencia del obrero hacia los ritmos y formas de producción.

Las mencionadas críticas podrían matizarse, sabiendo que desde una perspectiva marxista la comprensión de la relación capital-trabajo es antagónica, por lo que el conflicto está implicado -visible o latente- entre dichos polos. Partir de este antagonismo es lo que le permite al autor dar cuenta de: la división social y técnica del trabajo, la proletarización de vastos sectores de la clase trabajadora, la expropiación de sus conocimientos, la puesta en marcha de estrategias de control; en síntesis, la degradación creciente del trabajo. Todas estas tensiones no pueden darse en el marco de relaciones armónicas sino de lucha y de conflicto.

Debates sobre las estrategias de control: entre la coerción y el consentimiento

La segunda etapa de la Labor Process Theory (LPT) se inicia hacia finales de los años setenta, con el fin de retomar las críticas realizadas a Braverman, mediante desarrollos de autores centrales para esta tradición, tales como Friedman (1977); Edwards (1979) y Burawoy (1989) .

La mayoría de ellos conservan una perspectiva marxista y reconocen en el pensador estadounidense a un pionero en la explicación del proceso de trabajo. Sus análisis potenciarán un intenso debate en torno a la identificación de las características y genealogías del control del proceso de trabajo, con especial énfasis en la comprensión del taylorismo, así como también de las estrategias que le suceden históricamente como “continuación”.

En primer lugar, las controversias se ubican sobre las tipologías acerca del control y las posibilidades de coexistencia o no de estas modalidades: control directo y autonomía responsable en Friedman (1977); control simple, técnico y burocrático en Edwards (1979). El uso de tipologías implicó ciertas asociaciones mecánicas y etápicas, volviéndose excesivamente rígidas las distinciones entre los tipos de control. Si bien las clasificaciones pueden servir a modo de visibilización de componentes centrales del control, en ocasiones se impuso como un reduccionismo que clausuraba la complejidad de estos procesos.

Andrew Friedman (1977) analiza dos tipos de estrategia de control: por un lado, el control directo, en el cual prevalece un uso extensivo de la supervisión y una reducida responsabilidad de los trabajadores en la toma de decisiones, que se sostiene basado centralmente en amenazas coercitivas. Y por otro lado, la autonomía responsable, que opera bajo la lógica de un principio diferente, pues busca la adaptabilidad de la fuerza de trabajo, concediendo “márgenes de libertad” a los trabajadores. Lo que se procura, de este modo, es potenciar la identificación con los objetivos de la empresa mediante el estatus y la responsabilidad.

La distinción de estrategias -que no son entidades autónomas- permite visibilizar el juego continuo que realizan las compañías entre ambas modalidades. Para Friedman no existe una tendencia estructural que lleve hacia la subordinación y la descalificación; se trata más bien de un proceso desigual y complejo de negociaciones y acomodamientos, tanto del capital como del trabajo. Según Paul Edwards (1990), esta perspectiva cuenta con el mérito de conceder gran peso a la resistencia, siendo ésta más que una mera restricción a las estrategias de gestión, es decir, los trabajadores no se limitan a resistir sino que también son agentes activos.

Las críticas realizadas (Thompson, 1989; Edwards, 1990) sugieren la naturaleza diversa que pueden asumir estas estrategias. Por ejemplo, el control directo implica la supervisión estricta y una disciplina férrea, así como también una estructura paternalista que busca la lealtad de los trabajadores, sin necesidad de aplicar medidas rigurosas. Otras más apuntan a la ambigüedad en la relación existente entre ambas estrategias, las cuales, si bien pueden coexistir, Friedman tiende a conceptualizarlas como extremos de un mismo continuo.

En una línea similar, el estudio de Richard Edwards (1979) -exponente de la corriente denominada radicals- incorpora el tema de la resistencia, sosteniendo que el control se define como la capacidad de los capitalistas para conseguir de los trabajadores la conducta laboral deseada, dependiendo del poder relativo de los empleados y de sus patrones. Desarrolla una perspectiva histórica que introduce sistemáticamente la resistencia de los trabajadores en el análisis del ámbito productivo, entendido como un conflicto o terreno disputado.

El control queda supeditado a la coordinación de tres elementos: dirección (método por medio del cual el empleador prescribe las tareas, el orden, los modos y los tiempos); evaluación (supervisión del trabajo efectuado marcando errores y corrigiéndolos); disciplina (sistema de premios para conseguir la cooperación y el acatamiento de las órdenes). No obstante, para el autor los modelos de control han variado según la correlación de fuerzas entre trabajadores y patrones, distinguiendo entre control simple, técnico y burocrático (Edwards, 1979).

En términos históricos, el primero de ellos se impuso de manera frecuente en las industrias del siglo XIX y se caracterizó por el ejercicio personal del poder patronal, mediante la imposición de una disciplina intimidatoria y la ausencia de reglas formales. Los constantes conflictos con esta figura de un “déspota benévolo” dieron paso al control técnico. Surgido en los inicios del siglo XX, la instauración de la cadena de montaje otorgó a los empresarios un mayor grado de poder, pero las reacciones en la década de los treinta mostraron los primeros rasgos de agotamiento de este tipo de control. Los problemas de coordinación en las grandes organizaciones, sumados a la resistencia contra estas formas de disciplina, condujeron al desarrollo del control técnico a través de los ritmos que establecía la máquina, lo que derivó en el control burocrático, cuyo rasgo principal es la institucionalización del poder jerárquico que reemplaza las órdenes del supervisor por el mandato impersonal de la ley en la empresa. Además, plantea que en las compañías modernas, el control es técnico y burocrático, aplicándose de un modo sutil e impersonal. Ejemplo de ello serían los controles de tipo informático.

Un punto débil de esta propuesta es que sólo considera las resistencias como resultado de una u otra forma de control. En este sentido, Paul Edwards (1990: 27) señala que, si bien expresa una lucha “[…] no parece ser un proceso cuyas características exijan una investigación detallada. Es como si la empresa actuara y los trabajadores reaccionaran con la resistencia. No se examina el papel del comportamiento de éstos como fuente de adaptación a un sistema de dominación”.

El problema de estas formulaciones es que -en general- al funcionar como “tipos ideales” carecen de una historización más acabada que dé cuenta de que incluso el control simple está lejos de serlo. No se trata sólo de un matiz empírico. Con las tipologías se pierde la riqueza de las situaciones concretas y llevan a caracterizar el desarrollo del capitalismo como una serie de saltos, de un modo de control a otro. Por lo tanto, la tarea analítica consiste en determinar cómo se aglutinan tales tendencias, evitando reducirlas a sistemas autónomos de control.

Por otro lado, resulta importante revisar la composición de una imagen de patrones o directivos como poseedores de un poder de control integral y monolítico, que asfixiaría la capacidad de acción de los trabajadores. Es decir, de algún modo se desatiende la explicación acerca de la necesidad del capital de -parafraseando a Burawoy- “fabricar el consentimiento”. En esta línea, el capital requiere gestionar el control, no frente a meros espectadores pasivos sino ante sujetos que potencialmente se disputan el poder.

En este sentido, la resistencia no puede ser una categoría residual. Richard Edwards concibe el centro de trabajo como un campo en el que la misma se recrea de manera “perpetua”. En estos espacios se producen luchas y tensiones; sin embargo, la totalidad de ellas no representan necesariamente una amenaza para la organización del trabajo. Por consiguiente, en relación con la dinámica de las relaciones de trabajo se hace necesario valorarlas y analizarlas, no darlas por supuestas.

De este modo, el conjunto de estas apreciaciones suscitó una segunda línea de polémicas, alrededor a la tensión entre coerción versus consentimiento. La disputa central versa en torno a la sobreestimación o subestimación de alguno de estos componentes.

Tal como lo indicamos anteriormente, las críticas a Braverman acerca de la centralidad del control despótico pusieron de relieve esta tensión y el surgimiento de nuevas discusiones, las cuales se enriquecieron con la aparición de un texto bisagra: El consentimiento en la producción, de Michael Burawoy (1989). En dicha obra se incorporan elementos, hasta ese momento inéditos, sobre la comprensión de las formas de control, poniendo el énfasis en un aspecto clave como lo es la vinculación entre el poder y el trabajo.

Burawoy pretende poner en evidencia, no solo la variedad de estrategias, sino también cómo los mismos trabajadores contribuyen para la conformación del proceso productivo a partir de su consentimiento a las reglas de la producción. Para alcanzar este fin, es necesaria la internalización de los dictámenes de la empresa y la adquisición de actitudes individualistas. Señala que la opresión gerencial se enmascara y los “éxitos” empresariales son percibidos como conquistas propias, mediante lo cual se impondría una comunidad de intereses armónica. De este modo, el conflicto se desplaza de una relación jerárquica y antagónica hacia una relación horizontal entre pares, que ahora se miran entre sí como rivales o potenciales competidores.

Burawoy parte de concebir las relaciones laborales como complejas, en las que coexisten la fuerza y la persuasión, la coacción y el consentimiento. De esta manera, haciendo uso de la categoría gramsciana, habla de control hegemónico, entendiendo que el ámbito del trabajo no está atravesado sólo por relaciones de coerción sino que también existen consensos con las actividades de la producción. Las relaciones que se entablan allí se dan como “juegos”, en los que participan los actores involucrados siempre en aras de la construcción de la hegemonía en la esfera de la producción.

Uno de sus aportes es la posibilidad de introducir el tema de la subjetividad y la construcción de legitimidades al interior de los espacios de trabajo, las cuales se mueven entre pequeños actos silenciosos de resistencias y la impotencia frente a la opresión. En este sentido, Burawoy pretende despejar la idea de los sujetos como “títeres” del capital o como víctimas inexorables de las fuerzas de acumulación capitalista.

No obstante, esta obra recibió diversas críticas (Thompson, 1989; De la Garza, 2012; Katz, 2000). Una de ellas versa sobre el exagerado contraste entre despotismo y hegemonía, dando mayor peso a los componentes del consentimiento. De la Garza (2012) plantea que extremó el argumento del convencimiento del orden productivo, no como expresión de la inducción ideológica del management, sino desplazando la aceptación como presión social de los propios trabajadores sobre sus compañeros para desempeñarse eficientemente en el trabajo. En este sentido, nos inclinamos a pensar que incluso en las formas más consensuales del ejercicio del poder se aloja un componente coercitivo, ya sea efectivo o bajo la modalidad de amenazas.

Actualmente el debate “coerción vs. consentimiento” parece evidenciar la inversión de la carga bravermansiana. Con el job enrichment,5 los espacios de trabajo se presentan como terreno de consenso, participación, autonomía e involucramiento. La tendencia ya no sería el incremento de la autoridad mediante la coerción, sino la autonomía responsable o modalidades “suaves” de control. Según estas perspectivas, el control directo y coactivo se ha vuelto obsoleto.

La organización del consentimiento no puede dictarse como un precepto universal; sería imprudente presentar ciertas mutaciones en términos de una completa transformación de las condiciones para el conflicto y la coerción. La habilidad del capital para (re)producir el consentimiento depende de una variedad de factores que refieren a las especificidades de las formaciones sociales, en su vinculación con el tipo de actividad productiva, con el sector económico, con las legislaciones laborales, con las tradiciones sindicales, con las relaciones de fuerzas concretas, con la composición del sector trabajo, por mencionar sólo algunas de ellas. De tal modo, este conjunto de dimensiones no son accesorias sino constitutivas para la comprensión de la dinámica control-consentimiento.

Thompson (1989) plantea que el problema del consentimiento, en ciertas ocasiones, se vuelve complejo dado que es un concepto que presenta ambigüedades en cuanto que se utilizan como sinonimia expresiones que refieren a distintos niveles de análisis, tales como el consenso y la conformidad (consent, compliance, consensus).

Burawoy realiza una distinción entre consentimiento y el concepto -más general- de legitimación.6 Recordemos que para Gramsci el consenso se inscribe en un terreno político más amplio que la dinámica del proceso de trabajo. Indudablemente, fue Burawoy quien trajo la cuestión del consentimiento en el trabajo de manera central, resignificando, en parte, el análisis del marxista italiano; de ahí la crítica: “El concepto de consenso es excesivo para expresar la forma en que los trabajadores se adaptan al sistema productivo. Y el de aceptación insuficiente si solo significa conformidad con las reglas en un sentido puramente mecánico e irreflexivo. De nada sirve trazar una línea divisoria taxativa” (Edwards, 1990: 38).

Así coincidimos con Thompson (1989), quien admite que la producción del consentimiento no puede ser confinada dentro de esos límites. El consentimiento puede reproducirse en el proceso de trabajo, pero esto no significa que la relación fue completamente desarrollada en el lugar de trabajo, sino que más bien es reproducida dentro de una formación social como un todo.

Esta problemática ha remitido a polémicas hacia el interior de los estudios del trabajo, buscando resolver y articular la vinculación y/o la autonomía relativa entre “fábrica” y “sociedad” (mercado interno en Burawoy; niveles de conflictividad en Edwards, 1990).7 De este modo, la distinción de niveles de análisis permite recuperar la vocación de totalidad y especificar qué procesos se gestan en los espacios de trabajo y cuáles corresponden a las relaciones laborales más amplias (interiorización de la flexibilización laboral, precarización laboral extendida, disciplinamiento vía amenaza de desempleo, por mencionar algunas de ellas).

Debates sobre la subjetividad y las resistencias

A partir de los años ochenta surgieron nuevas corrientes como la de “especialización flexible” (Piore y Sabel, 1980); la Teoría de la Regulación (Aglietta, 1988; Lipietz, 1977; Coriat, 1995; Boyer, 1989; Freyssenet y Boyer, 2000), las “teorías del posfordismo” (Amin, 1995), entre otras, para dar cuenta de las transformaciones “posfordistas” que cuestionaban las tesis de descalificación y el creciente control en los procesos de trabajo. Estas perspectivas destacaron que las nuevas formas de organización del trabajo involucraban una recalificación de la fuerza de trabajo y una reprofesionalización. Asimismo, tal como hemos indicado previamente, sostuvieron la creciente autonomía en el trabajo, así como la horizontalidad vía equipos de trabajo y redes de colaboración y coordinación, en las cuales los componentes centrales son la cooperación y el compromiso.

Desde los teóricos del proceso de trabajo se impugnaron estos postulados, proponiendo un análisis de las formas de control que emergieron en el contexto actual con las nuevas formas de intensificación y subordinación del trabajo (Thompson y Smith, 2009).

Sin embargo, dicha teoría, a mediados de los noventa, se encontraba bastante debilitada frente a las perspectivas del fin del trabajo (Rifkin, 1996; Habermas, 1989; Gorz, 1982; Offe, 1985),8 a la centralidad de los postestructuralistas y a las teorías discursivas (De la Garza, 2012), que cuestionaban la no inclusión abierta de la subjetividad y la acción en la explicación del proceso de trabajo. Si bien estas problemáticas habían sido advertidas por los autores del segundo periodo, sus planteamientos no fueron suficientes para condensar dichas dimensiones. Reproblematizar el tema de la subjetividad, su capacidad creativa, la importancia del consentimiento, como parte de las respuestas de los trabajadores, era una forma de reinsertar el asunto del abandono -ya no sólo del sujeto- sino de las resistencias. Siguiendo con esta línea, el campo de los estudios de las resistencias se volvió complejo durante estas últimas décadas. Se tornó “más ecuménico” en términos epistemológicos, incorporando perspectivas neomarxistas, postestructuralistas, feministas y poscolonialistas, entre otras. El tema de la subjetividad se emparentó con el problema de la constitución de identidades y las formas de organización (teorías de los “nuevos” movimientos sociales y las de la acción colectiva) (Mumby, 2005).

El dilema de la “pérdida del sujeto” (Thompson y O’Doherty, 2008; y O’Doherty y Willmott, 2001) y la necesidad de su reincorporación le dieron un impulso a los enfoques textuales, en los cuales las resistencias aparecían como una práctica discursiva más. En esta línea, la Labor Process Theory (LPT) realizó una crítica epistemológica a las “teorías hermenéuticas”. Para estas últimas, “el mundo es un texto” del cual participamos por medio de juegos de lenguaje. De tal modo que la densidad de la “teoría” queda diluida en un sinnúmero de significaciones posibles. Thompson (1989) sostiene que si la perspectiva es que el mundo consiste en estructuras reales y relaciones que requieren recursos analíticos específicos para explicarlas, la teoría debe ser “algo”. Para las perspectivas hermenéuticas, el “capital” y el “trabajo” son vistos sólo como significados y no como parte del edificio conceptual de la explicación. De este modo, se cuestionan dos aspectos: la idea de que la realidad tenga un carácter exclusivamente textual y reducible a los discursos. Y en segundo lugar, el poder del discurso como creador imaginario de objetos, que está en todas partes y no tiene sujeto (O´Doherty y Willmott, 2001).

Como mencionamos previamente, la problemática de las resistencias no fue una cuestión central en las primeras discusiones de los estudios del control del proceso de trabajo. En parte, esto se explica por la propia impronta de la LPT, pero también por las dinámicas de las resistencias, las cuales históricamente habían discurrido principalmente por “acciones tradicionales o clásicas”. Los cambios en las formas de control, su intensificación -en las últimas décadas- trajeron aparejados también mutaciones en la configuración de las resistencias. Actualmente, podemos señalar que no todas presentan la grandilocuencia o impacto (huelgas, manifestaciones generales) que predominaron durante gran parte del siglo XX.

De esta manera, si tomamos como referencia a un trabajador aparentemente universal y ahistórico asociado con un modelo de trabajo industrial, calificado, estable, masculino (Calderón, 2006), las prácticas reivindicativas de los colectivos que no asuman estas características tenderán a aparecer como sumisas e inactivas.

A continuación, nos interesa avanzar brevemente en la conceptualización de las resistencias, dado que esto ha presentado cierta ambigüedad, que no sólo es terminológica sino que -en muchos casos- puede ser analítica: “El consentimiento siempre puede enmascarar una resistencia y viceversa” (Abal Medina, 2014 a: 269). La “indefinición” de las resistencias puede acarrear que “todo” se convierta en tal y trocable su significado.

Mello Silva (2014:8) plantea: “Cómo capturar las señales de inconformidad […] es, tal vez, una de las tareas más urgentes de una sociología crítica del trabajo hoy”. Asimismo, plantea que remitir “mágicamente” a un antagonismo estructural o simplemente a la “alienación del trabajo” como única pista de análisis no resuelve la cuestión de la demostración de cómo opera la extracción del consentimiento (y de las resistencias) en los colectivos de trabajo.

Dicho de otro modo, resulta importante reflexionar en torno a que la producción flexible produce resistencias de un nuevo tipo. Es decir, el problema reside, no tanto en la intensidad o “tamaño” de las resistencias, sino en los lentes teóricos que utilizamos para evadir que el minimalismo esté “en la cabeza del investigador” (Abal Medina, 2014 a). En relación con esta polémica sobre el "tamaño o intensidad" de las mismas, ello encuentra antecedentes y dimensiones explicativas que se refieren al alcance de las resistencias, en su distinción entre colectivas e individuales (Hyman, 1981).

Las primeras se relacionan con las “formas más organizadas del conflicto” (Hyman, 1981) o, en otros términos, con modos de politización explícitos (Beaud y Pialoux, 2009) que involucran formas visibles, activas, deliberadas y “conscientes”. En ellas cobran protagonismo los métodos de nucleamiento (organizaciones formales sindicales) que son reconocidas, abierta y públicamente, como tales por sus colectivos. Estas expresiones suelen acompañarse de reivindicaciones manifiestas o confrontaciones transgresoras (Silver, 2005), las cuales pretenden comprenderse desde la vocación de dar cuenta de si se trata de una parte de la clase organizada para cambiar la sociedad y su propia situación (Silver, 2005).

Con respecto a las resistencias individuales se les relaciona con variadas formas de boicot o rechazo del trabajo -asociadas a las reticencias, precisamente personales, que provocó la rigidez del trabajo taylorista fordista-, pero que actualmente cobran un peso explicativo en la delimitación de las resistencias de nuevo cuño. Prácticas que, como profundizaremos más adelante, ponen de manifiesto la ofensiva del capital sobre el trabajo y los inicios de formas (re)creadas y cotidianas que desafían a la misma.

Dentro las características generales de las resistencias individuales se les circunscribe como formas “no organizadas” del conflicto (Hyman, 1981); acciones reactivas o pasivas (Bernardo, 1991); formas de rechazo (Castillo y Prieto, 1990), o reacciones negativas individuales (Durand, 1979). Además, se resalta su carácter “espontáneo”, identificando acciones tales como el sabotaje, distintas formas de abandono del trabajo, el ausentismo, la rotación, o la resistencia al cronometraje. También se focaliza en el desgano, los hurtos de materiales, la ignorancia fingida, el alcoholismo, las enfermedades y los accidentes laborales, que si bien no son actos deliberados de resistencia, sí son respuestas a condiciones de trabajo inaceptables.

De esta forma, el énfasis de estas conceptualizaciones se encuentra puesto en los actos de resistencia no manifiestos, en las formas de politización implícitas (Beaud y Pialoux, 2009), así como también en acciones cotidianas que permiten conquistar pequeños márgenes de autonomía en el lugar de trabajo. Scott (2000) los denomina actos ocultos de los grupos subordinados que se nutren de posibilidades de actuar de manera discreta y cotidiana por fuera del alcance de los mecanismos de coerción.

Si nos circunscribimos al concepto más restringido de la resistencia laboral en el espacio de trabajo, Thompson (1989) se refiere al mismo como la oposición informal y organizada de los trabajadores a los empleadores dentro del proceso de trabajo. Sostiene que esta noción es más específica que el concepto de lucha de clases, mucho más amplio en su extensión y en un mayor nivel de abstracción. En este sentido, consideramos que la categoría de resistencia se ubica en un plano de análisis intermedio, el cual permite dar cuenta del conjunto de disputas que llevan a cabo los trabajadores en los espacios de trabajo.

De este modo, resulta importante reflexionar en torno a que no todos los conflictos que se dan en el ámbito laboral mecánicamente se remiten a conflictos de clases: “Quizá los trabajadores que realicen acciones de sabotaje o corruptela no necesariamente se consideran en lucha con su empleador, pero las consecuencias de su comportamiento pueden ser valorados en términos de lucha” (Edwards, 1990: XVIII ). Es decir, ciertas formas de resistencia pueden no ser expresión de la lucha de clases, aunque se encuentren mediadas por la relación capital-trabajo. Si en el enfrentamiento en las relaciones de producción se oponen como realidades colectivas, podremos hablar de clases, “[…] en ese sentido son clase en sí, potencialidad de devenir sujetos colectivos” (Piva, 2008: 129).

Por otro lado, surge un nuevo dilema: la excesiva atención sobre las luchas cotidianas de los trabajadores, sus prácticas informales en contraposición a las formas de acción directas y confrontativas, tal como lo indicamos previamente. En esta perspectiva, la resistencia obrera generalmente se concibe como el funcionamiento intersticial dentro de la economía formal del lugar de trabajo (Mumby, 2005: 8 ).

En este sentido, se conforma una tensión entre dos posiciones que determinan, por un lado, la ausencia total de resistencias desde una mirada derrotista y, por otro, una postura -de carácter optimista- en la cual engloban un sinnúmero de prácticas (De Certeau, 1996; Scott, 2000). Lo que con anterioridad era silencio y fracaso, ahora se ha convertido -siguiendo estas perspectivas- en un espacio de microconfrontaciones, disputas simbólicas y pequeños actos cotidianos de resistencias.

Tal como lo señala Abal Medina (2014 b), gran parte de la investigación se centra en las prácticas rutinarias de los trabajadores enmarcados como fenómenos discretos, encubiertos y ocultos. Es un núcleo de bibliografía que expresa las resistencias en una multiplicidad de acciones: bromas, parodias, formas de simulación, ironía, escepticismo, falsa sumisión e indiferencia (Thompson y Ackroyd, 1995; Fleming y Sewell, 2002; Fleming y Spicer, 2003; Hodson, 1995; Prasad y Prasad, 1998).

En esta perspectiva, el foco está puesto en la noción misbehaviour (conducta disidente), la cual es definida “como cualquier cosa que hagas en el trabajo que no se espera que hagas” (Thompson y Ackroyd, 1995: 163), más que en referencia a una estrategia abierta de lucha, para analizar la realidad de los lugares de trabajo. Estas obras han sido criticadas por la exacerbación de la dimensión cultural-simbólica, el descuido de los aspectos coercitivos y la subestimación de las formas colectivas de la desobediencia (Martínez Lucio y Stewart, 1997; Mulholland, 2004; Abal Medina, 2014b).

En suma, una porción de estos estudios lo que realizan es una enumeración de “tipos” de acciones sin contener una teoría de la resistencia per se, es decir, estas clasificaciones no sedimentan en una teoría general de dichas prácticas. En estos casos, los sujetos aparecen como resistentes exitosos en un contexto de conflicto abierto de manera ininterrumpida. A la falta de prácticas impugnadoras y el sujeto perdido, todo se volvió resistencia: “Por lo cual hay que ser cautos de no correr el riesgo de reducir las resistencias a las más banales e inocuas acciones cotidianas” (Thompson y O’Doherty, 2008: 5).

En contrapartida a esta posición, se presentan las corrientes de la “servidumbre voluntaria” (Durand, 2011), en las cuales el poder monolítico del capital configura al trabajador como un “reproductor serial del sistema”, confinado a adherirse de manera absoluta. La organización se presenta como un conjunto plenamente coherente; la alternativa de acción para los trabajadores se sitúa entre el rechazo global de la actividad o la integración según las pautas de comportamiento definidas por la dirección.

Si bien pueden generarse ciertas acciones que se orienten a una sumisión “voluntaria”, ésta no es mecánica ni fatalista, pero requerirá pensar los espacios de trabajo concreto e indagar allí cómo estas identificaciones se gestaron. La perspectiva de las identificaciones totales peca, en muchos casos, por su falta de historización y apela a la retórica de que estas formas llegaron para instalarse eternamente, es decir, no parte de asimilar que algunas de las tendencias actuales responden a una ofensiva del capital y a una derrota histórica de las organizaciones de trabajadores.

Aunque diversos autores han dado cuenta sobre los dispositivos de individualización y la existencia de algún grado de resistencia, en muchas de estas investigaciones las direcciones empresariales se muestran como “victoriosas”, en términos de que la (auto)disciplina desplaza el conflicto y los trabajadores se tornan “rehenes irreflexivos” de la organización. Como lo señala Montes Cató (2007) siguiendo los aportes de Mulholland (2004) y Martínez Lucio y Stewart (1997), el éxito de tales imperativos es exagerado y es necesario reposicionar el carácter contradictorio de las relaciones de trabajo, introduciendo no sólo el problema de las resistencias sino también del conflicto. “La importancia del enfoque adoptado permite conectar la agencia con la estructura, es decir, las acciones concretas de los trabajadores, sus repertorios, con las contradicciones a las que están enfrentadas las relaciones entre capital y trabajo” (Montes Cató, 2007: 18). En esta línea, consideramos que ambos enfoques (resistencias omnipresentes o consentimientos totales) expresan una nueva tipologización, esta vez de los comportamientos resistentes.

En general, este enfoque tipológico presenta diversas limitaciones cuando lo examinamos a la luz de una perspectiva relacional. En primer lugar, se cosifica la resistencia como una cosa discreta e identificable, es decir, que si bien es posible encontrar comportamientos claramente organizados y específicos, no es una regla general para la totalidad de los espacios de trabajo. En otras palabras, la complejidad de interpretación inherente a la relación control-resistencias significa que ciertas acciones pueden tener múltiples significados y que determinadas formas de resistencias pueden no ser completamente diáfanas para los trabajadores.

Por ello, es necesario reinsertar la comprensión de las resistencias en un contexto más amplio, que explique las tradiciones de lucha o sindicales de las que provienen, el tipo de sector económico (industrial, servicio, agrícola), etcétera. Ello, con el fin de determinar el complejo campo de fuerzas, en constante movimiento y conflicto: “ni pura combatividad, ni pura dispersión pasiva, ni puro aparato institucionalizado. Una y otra vez se producen combinaciones movedizas del modo de existencia colectiva del trabajo” (Abal Medina, 2014 b: párrafo 8).

Reflexiones finales

Recapitulando algunos ejes de discusión vertidos aquí, notamos que gran parte de las polémicas se consolidan como una suerte de fuegos cruzados en torno a un conjunto de conceptos y sus relaciones: control, resistencia, conflicto, lucha y subjetividades. De este modo, la mirada está puesta en el sobredimensionamiento de algún componente, ya sea el control o la resistencia, la coerción o el consentimiento, lo objetivo o lo subjetivo. Es decir, las perspectivas globales o estructurales se enfrentan a las teorías subjetivistas por su falta de conexión con los procesos de valorización; en tanto, las perspectivas que dan mayor centralidad al sujeto cuestionan la desaparición de la agencia, la acción o la praxis (según sea la perspectiva teórica impugnadora) y la importancia de la construcción de significaciones.

De este modo, dentro de los estudios del proceso de trabajo se replican discusiones clásicas (e irresolutas) sobre la tensión estructura-sujeto, estructura-acción; dilemas tradicionales pero vigentes, que evidencian la necesidad de recuperar perspectivas teóricas y epistemológicas más amplias, para precisamente evadir estos dualismos. Consideramos que el conjunto de estos dilemas se circunscribe a la idea de la totalidad. De alguna manera, una posibilidad de trascender este maniqueísmo puede estar dado en “[…] la capacidad de relacionar las acciones discretas con aquellas de mayor envergadura, si podemos asociar las concatenaciones profundas que hacen que un hecho aislado se convierta en antecedente de una estrategia de acción colectiva reivindicativa” (Montes Cató, 2007: 22).

Para ello, es necesario producir una operación de reconexión conceptual -sostenida de la articulación teoría-empiria- para los estudios del trabajo. Por ende, en primer lugar se requiere superar la concepción dilemática del control y la resistencia y asumirlos como “conceptos frontera” (Abal Medina, 2014a ). En ese sentido, ni uno ni la otra son cosas separadas o categorías evidentes, es central construirlas y delimitarlas en situaciones concretas para dar cuenta de qué manera se expresa dicha conflictividad.

Un acercamiento dialéctico captura de manera más adecuada cómo ambas nociones son mutuamente constitutivas y coproducidas. Una parte de los estudios del control analizan las resistencias como procesos infructuosos para la transformación de las relaciones de poder cotidianas; en tanto otra parte privilegia el estudio de las resistencias -desde un análisis romántico- como prácticas auténticas y prístinas: “El foco de las investigaciones críticas no debería ser ni la reverencia (como acto de ostensible obediencia al poder) ni el ‘pedo’ (como acto encubierto de resistencia al poder)9 sino más bien en la forma en que éstos se cruzan en el momento para producir complejas y a menudo contradictorias dinámicas de control y resistencia”. (Mumby, 2005: 5)

Por último, queremos dejar expresa nuestra concepción sobre la relación conflictiva capital-trabajo: la disputa control-resistencia. Para ello es necesario realizar brevemente ciertas aclaraciones categoriales. Maliandi (2010) expresa “las vecindades semánticas” entre conflicto y otras nociones asociadas tales como: antagonismo, oposición, antinomia, contradicción, luchas. Sin embargo, considera que -en términos conceptuales- el que más abarca en su extensión es el conflicto, ya que involucra no sólo la lucha efectiva sino también las tendencias a ella (en tanto preparación o disponibilidad para llevarla a cabo). ¿Y qué significa luchar? En su definición evoca un pasaje del escritor checo Milan Kundera: “Luchar es enfrentar la propia voluntad a la voluntad de otro con el propósito de doblegarlo, ponerlo de rodillas, eventualmente matarlo” (Maliandi, 2010: 33). Es una lucha por algo y contra algo. Contra define una posición con respecto a algo y a alguien, es una o-posición. En este sentido, los conflictos son formas de oposición, pero no viceversa. Las oposiciones conflictivas son dinámicas, porque existen tensiones y tendencias a la exclusión. Todo lo que tiende al orden representa simultáneamente un factor de inhibición de la conflictividad (Maliandi, 2010: 27)

Por lo tanto, comprendemos la relación control-resistencias como un enfrentamiento de (o)posiciones, como una disputa por la apropiación y reapropiación de los recursos materiales y simbólicos inscripta en una pluralidad de relaciones sociales entre trabajadores y capitalistas. Es decir, es una disputa constante económica y política y, por ende, de recursos y múltiples sentidos (éticos, estéticos, emocionales). Si concebimos el control como la “apropiación del trabajo de otros”, como lo plantea Marx, frente a dicho arrebato de tiempo, las resistencias no sólo pueden ser pensadas como “rebeldías” o impugnadoras de un orden, sino como el ejercicio subjetivo de lo posible en un contexto determinado. Ejercicio de lo posible que tiene marcos, corsés, fugas, grietas. Estas prácticas pueden asumir diversas modalidades: confrontativas, reactivas, evasivas, pero lesionantes, no sólo de la productividad sino también de los componentes simbólicos de la dominación. De esta manera, las resistencias no son el reverso de los controles, pero sí las formas mismas en que los sujetos enfrentan las coerciones de manera individual y colectiva. Es por ello que las consideramos como aquellas acciones (por pequeña que sea su escala) que, de algún modo, transforman, desafían o alteran las relaciones de poder.

En síntesis, el trabajador no es sólo el remanente de la apropiación violenta del capital y prisionero de las condiciones de producción y reproducción, es también fuerza resistente. Esta contradicción es dinámica y reanimada por antagonismos múltiples. Se encuentra excluido de la riqueza, pero incluido en su producción. Esta condición plantea las bases para construir historias de sufrimiento y también capacidades para producir poder y rebelión. Negri y Hardt (2009) explican esta relación desde los aportes conceptuales de Maquiavelo y Spinoza destacando los aspectos corporales de este poder: “[…] el cuerpo [no sólo] es un lugar donde se expresan pobreza y necesidades, sino que también enfatiza que en el cuerpo reside un poder cuyos límites son aún desconocidos: ‘Nadie ha determinado todavía lo que un cuerpo puede hacer’” (Negri y Hardt, 2009: 34). Spinoza trata de desentrañar cómo los “cuerpos singulares” pueden reunirse para componer un “poder común”. Lo común, como lo compartido, lo colectivo, la radicalidad política de las acciones se dará, entonces, en entender que lo común ya no es la explotación, sino la resistencia a la explotación.

Con ello queremos expresar que la dinámica de acumulación del capital y sus formas de dominación conforman el escenario donde la lucha de los trabajadores puede (o no) sustanciarse, mientras que es la capacidad de constituir un interés colectivo y trascender las fragmentaciones y particiones que impone en su dinámica la que posibilita a los trabajadores enfrentar el comando del capital.

De este modo buscamos recuperar una perspectiva que permita establecer los espacios de trabajo como una configuración de relaciones de poder, en las cuales podamos mirar las iniciativas del capital como control y del trabajo como resistencia, en tanto pulseadas, que se expresan en este territorio como campo de disputa. Dicho esto, consideramos que la radicalidad en términos de productividad de la resistencia se potencia cuando los trabajadores vivencian estas experiencias como denominadores comunes de la experiencia de la explotación. Así, de este modo, dichas vivencias y sus consecuencias son valoradas ya no individualmente. Es decir, se trascienden las formas de oposición canalizadas desde el individuo hacia otras individualidades. Sin embargo, la sedimentación de experiencias personales del resistir puede generar una acumulación de grietas, fugas que pueden tornarse en una incipiente base de accionar común.

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1Cabe destacar que la sociología clásica del trabajo estuvo más atenta en la reflexión sobre las lógicas de las relaciones industriales y sus sujetos (obrero fabril), que en dar pistas sobre las implicaciones objetivas y subjetivas de la expansión creciente del sector servicios (De la Garza, 2011). Sin embargo, la diferencia entre el proceso de trabajo en la manufactura y en los servicios no debe pensarse como una ruptura total sino de continuidades y cambios (Thompson y Warhust, 2009; Thompson y Smith, 2009).

2La necesidad de adaptar el trabajo al modo de producción capitalista provocó el surgimiento de numerosas escuelas de pensamiento preocupadas por la naturaleza del comportamiento humano y su relación con la productividad, entre otras: la Escuela de las Relaciones Humanas, que reconoce como antecedente los estudios realizados por Mayo (1977) en las décadas de los treinta y los cuarenta, y la psicología industrial.

3 Braverman (1980) busca deslindar la asociación mecánica entre el trabajador de servicios y la clase media, cuestionando las teorías que lo anteceden (Crozier, 1964; Wrigth Mills, 1951). Para marcar la tendencia hacia su proletarización, menciona algunos rasgos constitutivos como: la descalificación de estas ocupaciones, la taylorización del proceso de trabajo, la fragmentación y estandarización de tareas, y la manualización del trabajo mental. Expresiones de ello se evidencian en la monotonía del trabajo en las oficinas y las formas de evasión constatadas por las altas tasas de abandono y ausentismo. De este modo, muchas de estas cuestiones son compartidas actualmente por una porción –nada desdeñable– de trabajadores de servicios. Entre sus aspectos centrales, podemos señalar formas de organización flexible, perfiles polivalentes, cualificación desespecializada y adaptable, alta disponibilidad de la fuerza de trabajo; todo lo anterior implica una simplificación progresiva de tareas, convirtiendo a estos trabajadores estandarizados en más fácilmente sustituibles. Dichos colectivos evidencian importantes dificultades para la organización y la búsqueda de herramientas para una politización colectiva.

4El conjunto de disciplinas (sociología y psicología industrial), y departamentos de Recursos Humanos entendían las resistencias obreras (insatisfacción, ausentismo y hostilidad hacia la producción) como “problemas” de la administración. Braverman (1980) señala que el problema no es la degradación de hombres y mujeres sino las dificultades que traen estas reacciones para llevar a cabo dicha degradación.

5El concepto de job enrichment es un enfoque sociotécnico desarrollado por el Tavistock Institute of Human Relations, fundado en Londres en 1947.

6Gramsci, junto con Weber, se interesaron en analizar la construcción del poder y las formas que otorgan consenso a la dominación. En el caso de Weber, éste buscó establecer los mecanismos formales de una relación de poder (legitimación); en tanto que la preocupación gramsciana gira en torno a la hegemonía sobre cómo se construye el consenso en la dominación. Si bien ambos autores parten de supuestos teóricos y políticos diferentes, existe una intencionalidad de comprender la lucha por el poder, cómo se constituye la dominación de una clase o la transformación de ese dominio para su supresión. El análisis weberiano procura desentrañar los mecanismos por medio de los cuales se garantiza la obediencia a un orden social; en Gramsci se da cuenta de cómo es posible organizar las luchas para disputar la hegemonía a las clases antagónicas (Thwaites Rey, 2007).

7 Burawoy (1990) incorpora la noción de “regímenes de fábrica” para vincular los cambios entre las relaciones industriales con el proceso de trabajo, los cuales siguen patrones históricos: régimen despótico, hegemónico y el actual hegemónico despótico. En tanto, Edwards (1990) plantea la posibilidad de pensar la conflictividad en tres niveles: antagonismo estructurado, organización de las relaciones laborales en el centro de trabajo y un nivel del comportamiento concreto.

8Dichas tesis fueron interpretaciones que, desde finales de los ochenta, percibían una pérdida sustancial en los niveles de empleo, aumento exponencial del desempleo abierto y con ello la “desaparición de la clase obrera” y la emergencia de otros protagonistas del cambio social. Estos postulados no abarcaron al conjunto de las producciones y existieron investigaciones críticas que relativizaron estas posturas, evidenciando que la clase trabajadora, en lugar de extinguirse, se había metamoforseado, en su composición, en sus intereses y en sus acciones, adaptándose o dando batallas a los modos novedosos de explotación del capital (Antunes, 2005).

9Se está refiriendo a uno de los epígrafes que utiliza Scott (2000: 4): “Cuando el gran señor pasa, el campesino sabio hace una gran reverencia y silenciosamente se echa un pedo. Proverbio etíope”.

Recibido: 27 de Mayo de 2016; Aprobado: 26 de Abril de 2018

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