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Sociológica (México)

versión On-line ISSN 2007-8358versión impresa ISSN 0187-0173

Sociológica (Méx.) vol.33 no.94 Ciudad de México may./ago. 2018

 

Artículos de investigación

Jornaleras agrícolas en el noroeste de México: transformaciones subjetivas en entornos de violencia

Women Agricultural Workers in Northwestern Mexico: Subjective Transformations under Violent Circumstances

Mercedes Zúñiga Elizalde1 

1Profesora investigadora de El Colegio de Sonora. Correo electrónico: <mzuniga@colson.edu.mx>.


Resumen:

En este texto me propongo reflexionar sobre las acciones transformadoras de las jornaleras agrícolas en algunos poblados del noroeste de México frente a la dominación de género que experimentan, tanto dentro como fuera de su ámbito laboral. Mediante entrevistas colectivas a trabajadoras, que se llevaron a cabo en Baja California, Sonora y Sinaloa, el análisis se enfoca en las pequeñas y cotidianas acciones de resistencia por medio de las cuales intentan construirse en sujetos que decidan sobre sí mismas en los entornos de violencia que las circundan, desencadenando procesos complejos y ambivalentes de avances y retrocesos en su condición de género, como mujeres y como trabajadoras.

Palabras clave: violencia; género; trabajo; subjetividad; construcción de sujeto

Abstract:

The author of this article reflects about women agricultural workers’ transformative actions in certain towns in Northwestern Mexico in the face of the gender domination they live under, both at work and outside the workplace. She carried out collective interviews of women farmworkers in Baja California, Sonora, and Sinaloa. Her analysis focuses on the small, day-to-day acts of resistance through which they attempt to construct themselves as subjects who make decisions about their own lives in the context of the violence surrounding them. This unleashes complex, ambivalent steps forward and back in their gender condition both as women and as workers.

Key words: violence; gender; work; subjectivity; construction of the subject

Introducción

Diversos estudios realizados en distintos estados y regiones de México constatan que las condiciones de vida y de trabajo de las jornaleras agrícolas en México son precarias, inseguras e inciertas (Grammont y Lara, 2005; Moreno y Niño, 2007; Sariego y Castañeda, 2007; Lara, 2007; Castellanos, 2016). Sus oportunidades de empleo son escasas, por temporada y bajo condiciones de gran desventaja: entre otras, enormes cargas de trabajo, largas jornadas, bajos salarios, desprotección de derechos de todo tipo, exposición a contaminantes y a temperaturas extremas, inseguridad laboral, discriminación y violencia; y si son migrantes, esta condición las expone a mayores riesgos e incertidumbre. Es importante mencionar que su situación no cambia significativamente cuando viven asentadas en las poblaciones contiguas a los campos agrícolas donde trabajan, ya que la violencia atraviesa sus vidas en todo momento, pues está presente en el trabajo, en su casa y en el entorno social; y la discriminación que enfrentan es una constante, por ser mujeres, indígenas, pobres y trabajadoras (Castellanos, 2016; Velasco, Zlolniski y Coubès, 2014).

A este respecto, la discriminación étnica, de clase y de género que viven las jornaleras en sus lugares de trabajo y en las poblaciones donde se han asentado, así como la violencia de género que experimentan en sus relaciones de trabajo, con sus parejas y al interior de sus familias, no han variado sustancialmente en el tiempo, tal como lo muestran diversas investigaciones recientes (Espinosa et al., 2017; Espinosa, Ramírez y Tello, 2017; Canabal, 2017), y lo exponen las trabajadoras con sus testimonios (La Jornada del Campo, 2017). El análisis sobre las jornaleras de San Quintín de Espinosa et al. (2017) revela la crudeza de sus condiciones de trabajo y de vida, pero también los procesos de transformación subjetiva, de agencia y reivindicación de derechos que se han venido presentando en su entorno.

Los avances que en los últimos años se han obtenido en México en materia de derechos en favor de las mujeres no parecen incidir de manera directa y amplia en las relaciones de género que se establecen de forma general entre hombres y mujeres, lo que revela que la dominación masculina no se ha quebrantado sustancialmente y las desigualdades entre ambos sexos persisten. Empero, actualmente las mujeres en nuestro país, incluidas las jornaleras agrícolas, experimentan cambios notables en la manera de percibirse a sí mismas y sobre su actuar en los diferentes ámbitos de su vida.

Dichos procesos de cambio en la subjetividad femenina han comenzado a ser estudiados de manera importante, abriéndose debates que se insertan dentro de las preocupaciones sobre la individualidad humana, el predominio de los derechos, de los sentimientos y del sentido de nuestras vidas. Los análisis en torno a las mujeres como sujetos, como agentes de una acción, están en el centro de las discusiones y aportaciones de los diversos teóricos sociales y del feminismo (Butler, 2006 y 2009; Braidotti, 2000; Lauretis, 1990; Touraine, 2007a; Beck y Beck-Gernsheim, 2012; Castells y Subirats, 2007; Lipovetsky 2000). El punto nodal en estas contribuciones es que muestran cómo las mujeres empiezan a percibirse como agentes de su propio devenir y ya no sólo como víctimas inertes frente a los sometimientos y la violencia de la que son objeto en todos los ámbitos donde interactúan.

Estos cambios de las mujeres en la construcción de pequeños espacios de autonomía para concebirse a sí mismas de otra manera, se pueden observar no sólo en los países desarrollados y en los sectores de estratos socioeconómicos altos y con educación, sino también en naciones como la nuestra, en grupos que viven en condiciones de gran precariedad y desventaja, como lo son las jornaleras agrícolas en el noroeste de México.

Desde esta perspectiva, el trabajo que aquí se presenta se propone analizar los procesos de subjetivación de este grupo de trabajadoras, tanto en el ámbito de su trabajo como en el de sus relaciones familiares y sentimentales. Específicamente interesa reflexionar sobre los diversos actos de insubordinación que ponen en juego para sortear su condición laboral adversa y las situaciones de violencia que confrontan cotidianamente en diversos espacios. Estas acciones no necesariamente se presentan como formas explícitas de resistencia,1 como bien lo examina Touraine (2007 a), para quien los pequeños actos de insumisión al confrontar la discriminación y las desigualdades de todos los días son los que tendrán mayor visibilidad y trascendencia en el comportamiento presente y futuro de las mujeres.

Para el análisis se retoman algunos fragmentos de las entrevistas grupales realizadas en 20122 a jornaleras agrícolas en Sonora, Sinaloa y Baja California como parte de una investigación a nivel nacional titulada “Estudio regional de las fuentes, orígenes y factores de la producción y reproducción de la violencia contra las mujeres: Baja California, Baja California Sur, Sinaloa y Sonora”.3 En el momento en que se llevaron a cabo los encuentros, muchas de ellas eran migrantes asentadas recientemente en las poblaciones cercanas a los campos agrícolas, y otras ya tenían varios años viviendo ahí. Algunas cuentan con una larga historia de migración por los distintos estados del noroeste del país, trabajando en diferentes campos agrícolas. Cuando se les entrevistó, ciertas jornaleras estaban vinculadas de alguna forma con organizaciones sociales o sindicatos, y unas más eran beneficiarias del programa Oportunidades. Por lo que se pudo observar, este contacto les posibilitó participar en pláticas sobre distintas problemáticas. No se pudo constatar si éstas giraban en torno a cuestiones de género, pero sí se conoció que algunas podrían relacionarse con los derechos reproductivos y laborales.

El artículo está organizado en varios apartados. En principio se analiza la situación de violencia que las jornaleras viven en el lugar de trabajo; enseguida la percepción que tienen las trabajadoras sobre la violencia que las rodea, tanto la sexual como la que experimentan en sus relaciones maritales o sentimentales. Un siguiente apartado incorpora algunas reflexiones sobre los procesos de construcción de nuevas subjetividades para salir de la violencia, y finalmente se presentan las conclusiones generales.

El entorno laboral violento

Establecer contacto con las jornaleras agrícolas resulta una tarea ardua. Como espacio laboral, los campos agrícolas donde trabajan se mantienen como cotos cerrados al escrutinio público y ajenos, en muchos de los casos, a los derechos laborales y humanos más elementales; son lugares donde todo lo inimaginable puede acontecer; ahí los seres humanos y los recursos naturales son utilizados sin contemplaciones en aras de la ganancia del capital y de la productividad en el trabajo, como lo revelan las entrevistadas.

Las propiedades donde laboran las jornaleras contactadas forman parte de los enclaves agroexportadores de productos hortofrutícolas, caracterizados por la diversificación de los mismos, la irrigación por goteo, la agricultura de invernadero y la ampliación de las temporadas de producción. Gracias a su ubicación fronteriza cercana con Estados Unidos, los conglomerados agrícolas de los tres estados estudiados articulan “capitales y modos de producción globales con recursos naturales locales y mano de obra nacional a través de la migración de trabajadores pobres e indígenas, con una débil regulación de las distintas instancias del Estado nacional”, como lo observan Velasco, Zlolniski y Coubès (2014: 29) para el caso de San Quintín.

La precariedad laboral de las jornaleras agrícolas cobra mayor gravedad cuando se la contrasta con el dinamismo del sector agroexportador. El repunte del sector primario, en los últimos años, se debe básicamente al crecimiento de la agricultura de exportación. Según la Secretaría de Agricultura, Ganadería, Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación (Sagarpa), de 2007 a 2017 las exportaciones agropecuarias registradas en el primer bimestre de cada año prácticamente se duplicaron, alcanzando un récord histórico en 2017. Entre los productos que registraron mayor crecimiento en los mercados internacionales están los cítricos, las fresas frescas y el aguacate. Según la Sagarpa, el Indicador Global de la Actividad Económica (IGAE) que reporta el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), también registró un incremento para el sector primario de 12.8 por ciento, tan sólo en enero respecto del mismo mes del año anterior. Para el organismo, esto revela la alta productividad de la actividad exportadora en el campo nacional.4

Durante las entrevistas colectivas, las trabajadoras mostraron con detalle el panorama aciago en el que desarrollan su quehacer laboral y los múltiples riesgos a los que se exponen. En muchos de los casos comenzaron a trabajar en el campo a temprana edad, yendo y viniendo de un lugar a otro, de una entidad a otra, por lo cual muchas no terminaron su educación primaria. Ahora son adultas de toda condición civil: casadas, unidas, divorciadas, separadas, viudas o madres solteras; habitan las localidades que circundan los campos y trabajan jornadas de más de ocho horas diarias, con un corto descanso para comer, acto que realizan en el mismo surco o en el espacio donde efectúan su labor. Por lo regular no se les respetan los horarios para iniciar o terminar la jornada, y las condiciones en las que llevan a cabo las tareas que les demandan no responden generalmente a ninguna norma de seguridad establecida, ni para preservar su salud ni para prevenir accidentes, puesto que la organización del trabajo y los usos de la mano de obra quedan al arbitrio de las decisiones que tomen capataces, mayordomos o patrones. En algunos casos, incluso se les escatima el salario, se les paga con retraso o por medio de tarjetas que dificultan la obtención de dinero líquido.

La desprotección de los derechos básicos de seguridad, salud laboral e higiene en el trabajo las expone a diversos contaminantes y al calor, ya sea que trabajen a la intemperie o en invernaderos. En la mayor parte de los campos no les proporcionan baños ni agua potable para beber. Para acceder a un empleo les exigen el seguro popular, prestación a la que no todas pueden acceder al carecer de su acta de nacimiento. Si se ausentan del trabajo por enfermedad, se les descuenta la jornada y se les castiga varios días sin que puedan presentarse a trabajar. Las visitas al médico se realizan mediante un sistema de pases que controla el mayordomo o capataz. Esta situación la observan las entrevistadas en las tres entidades, con algunas variaciones respecto de algunos campos o entre estados.5

Las jornaleras agrícolas son consideradas mano de obra desechable, que puede ser sustituida en cualquier momento. Sus precarias condiciones de trabajo y empleo llegan a tal extremo, que cuestionan la integridad misma de su persona como sujeto, tal y como lo analiza Michel Wieviorka (2011: 26). La parte más negativa del individualismo moderno se pone en juego en su entorno laboral, para exigir de ellas no sólo su saber hacer sino, principalmente, su saber ser, negándoseles la capacidad de ser ellas mismas. Por ello, como lo observa Wieviorka (2011), todas las formas de violencia que las jornaleras viven en el ámbito laboral van a intentar atacar no sólo su condición como trabajadoras, sino lo más profundo de su ser como personas, como sujetos.

Sin embargo, las mujeres entrevistadas no se victimizan. Tienen muy clara su situación laboral, las desigualdades e injusticias que viven en el trabajo y fuera de éste, pero no se encierran en sus dificultades; por el contrario, dan testimonio sobre cómo intentan trascender sus malestares y desventajas. Algunas no dudan en denominar sus condiciones laborales como violencia, y no sólo la visibilizan, sino que también le dan una existencia social, la convierten en un problema que hay que combatir, como se muestra en el siguiente testimonio:

Aquí la mujer sí sufre mucha violencia […], pero es por lo mismo, porque somos […] calladas; hacemos esa palabra que en cierto modo […] todo está bien, todo marcha bien. Mientras tengamos o ganemos lo poquito que podamos ganar nos conformamos; igual […], si nos ponemos a renegar o a decir, bien fácil: “mañana que no pase, que no entre”. Y se acabó para ella el trabajo; entonces prefieres no decir nada, tener un trabajo seguro a ponerte a discutir con el patrón o el mayordomo o quien esté a cargo, y al día siguiente ya no tengas chamba (jornalera de Baja California).

En esos tres estados de la República, las entrevistadas coincidieron en el hecho de que las condiciones de vida se recrudecen cuando viven en las cuarterías donde los empleadores alojan a las y los trabajadores, particularmente a los migrantes. “Es una porquería vivir en un campo”, afirma una jornalera en Sinaloa; para otra de ellas, la violencia que ahí se vive es muy fuerte, y lo explica:

Ves que viven cinco o seis en un cuarto […]; tienes que compartir con esos ahí, porque a veces no hallas la manera ni de cómo cambiarte y son como tres o cuatro bañitos para cincuenta o sesenta personas; ya ves que en todos los campos está igual, o si no lleno de excremento por donde viven, a un ladito, porque los baños son muy poquitos y prefieren hacer ahí.

Las jornaleras en Sonora comparten experiencias similares con respecto a vivir en una cuartería en los campos: “Nos trataban bien mal, el agua era de drenaje [la que] nos daban de tomar”. Para algunas, en Sonora y Sinaloa, las condiciones laborales y de vida son tan penosas que las muertes por motivos de trabajo no son inusuales. Varias de ellas comentaron distintos casos, ya sea de familiares o de conocidas que murieron durante la jornada laboral y las razones aparentes son las altas temperaturas y las fuertes cargas de trabajo: “Se murió una mujer adentro del invernadero porque hacía mucho calor y por tanto […] trabajar y […] se deshidrató […]; nomás se cayó y pensaron que se desmayó, pero se murió, ahí mismo en ese campo” (jornalera en Sinaloa). En Sonora la situación no cambia mucho: “En el [campo] 2000 se han muerto por eso, por mala alimentación, por el calor, y se las llevan, pues, a pie, hasta allá se las llevan, casi más muertas que vivas”.

Las condiciones de trabajo de las jornaleras en los campos agrícolas afecta su integridad, tal y como lo observa Sennett (2001) en su crítica del capitalismo flexible. La vida misma está en riesgo, como lo señalan las entrevistadas al afirmar que frente a los maltratos y las injustas condiciones de trabajo, de alimentación y de alojamiento, es común que tanto los trabajadores como las trabajadoras evadan vivir en las fincas, lo que provoca que se expongan a mayores peligros. El testimonio de una de ellas revela el contexto de inseguridad que se vive en los estados del norte del país: “La gente se va a las dos o tres de la mañana, pero también está peligrando su vida, porque tal vez le pique una víbora o la secuestran por allá […]. Luego a las muchachas solas. Yo cuando fui para La Paz, dos veces me quisieron violar” (jornalera en Sinaloa). Las mujeres entrevistadas en Sonora narraron historias similares: “Nos tuvimos que salir a las tres de la mañana […], nos tiramos en un […] trigal”. Para quienes han trabajado en diferentes campos agrícolas o migraron a distintos estados, las condiciones no varían mucho de un lugar a otro:

Yo fui para La Paz, para El Vizcaíno, para Hermosillo, para Ensenada […], estuve trabajando en Los Pinos, trabajaba en un campito que se llamaba El Magaña, estaba trabajando en el Santa Cruz. Ahí cuando trabajábamos, el campo lleno de perros, un pulguero en los cuartos; nos llevaban agua una vez a la semana; lavábamos una vez al mes, porque nos llevaban agua [para lavar] una vez al mes […], y nos traían por el día hasta las cuatro; el dinero que ganábamos era bien poquito (jornalera en Sinaloa).

Entre las jornaleras nos encontramos con mujeres indígenas y mestizas. Las entrevistadas consideran que para las primeras las condiciones son todavía más duras, pues la violencia parece atravesar su historia de vida: “Las personas indígenas, pura violencia, pura violencia la mayoría […]. Dicen: ‘las costumbres’, pero si son costumbres malas, se tienen que quitar […]. Eso no está bien para todo el ser humano, como ser humano que uno [es] […], no está bien” (jornalera en Sinaloa).

Lejos de visualizarse como víctimas inertes de las particularidades de una cultura o de una sociedad, se perciben a sí mismas como portadoras de derechos que no pueden ser negados por una ley o una cultura determinada, como bien lo explica Touraine (2009). La movilidad constante y su contacto con múltiples personas también en tránsito, en entornos comunitarios distintos, posibilita que sus identidades culturales se descubran bajo otro registro, produciéndose nuevos referentes y representaciones de sí mismas.

Los campos agrícolas y las personas que ahí laboran no están desconectados del contexto de la globalización económica y tampoco de los procesos de la transformación cultural y simbólica que esa inserción provoca. En sus lugares de trabajo, las jornaleras no sólo experimentan relaciones de subordinación y explotación, también viven experiencias subjetivas que pueden alimentar su indignación y proveerlas de herramientas para visualizar de otra manera las relaciones de género, de clase y étnicas en las que se encuentran insertas. Este proceso de subjetivación es ambivalente, ya que ante las dificultades que se les presentan para hacer frente a la violencia que las circunda, por un lado corren el riesgo de silenciarla y sumergirse en la victimización, y por otro, son capaces de confrontar los obstáculos que se les anteponen con los recursos que tienen a la mano, intentando ser sujetos de su propio devenir (Wieviorka, 2011: 23-26).

Por lo que se pudo apreciar durante las entrevistas, la discriminación que viven las jornaleras por su apariencia, condición étnica o situación como trabajadoras no las adscribe en automático a una identidad determinada. Por el contrario, sus testimonios revelan el procesamiento que hacen de las experiencias de agravio que sufren y la voluntad que tienen para construir una nueva subjetividad personal, más que reproducir la que la familia, el grupo o la comunidad de origen les adjudicó.

Esto lo podemos observar en el comportamiento que tienen respecto de las ofensas que viven por su apariencia física. En las poblaciones cercanas a los campos agrícolas ser jornalera, indígena o no, las coloca en una posición de gran discriminación, tanto dentro como fuera de su lugar de trabajo. “Oaxaca”, “india”, “pata rajada”, son expresiones despectivas y discriminatorias que las entrevistadas señalan no dejan de escuchar para referirse a ellas: “ya viene esa oaxaca: ‘¡Oaxaca!’ ”. Frente a esta situación, el enojo o la rabia parecen no estar presentes en su vida, así como tampoco la pasividad o la sumisión:

Va uno caminando, cualquier gente que se siente más que uno, que van más vestidos, más arreglados […], dicen: “mira, ya viene esa oaxaca”. Nomás se le queda uno mirando, uno que así es y qué vas a hacer, nomás oír, no hacemos nada, mejor soy oaxaca […]. Luego digo: “No soy de Oaxaca, soy de Veracruz”. ¿Qué voy a hacer?, de allá vine, aquí estoy, vengo de Veracruz (jornalera en Sinaloa).

Como lo señala Lauretis (1990), estar sexuada en la diferencia no es algo negociable para las mujeres, por lo que ser jornalera en el norte de México se asume tal como lo que es: mujer, indígena, pobre. Esta asunción política que se observa en el testimonio revela la conciencia que se puede tener de la diferencia específica del ser jornaleras en una ubicación sociohistórica particular, como lo es el norte del país, en donde el origen étnico, el color de la piel y la forma de vestir y de hablar pueden representar un problema de aceptación y reconocimiento social. Varias revelaron el sentimiento de discriminación de la que son objeto en la vida cotidiana, tanto dentro como fuera de los campos agrícolas.

En la visibilización que hacen de la violencia que experimentan, se destaca un principio positivo, lo que para Wieviorka (2011: 185) indica “una concepción de la justicia para la sociedad en la que viven, una exigencia de democracia”, condición necesaria para que procuren proyectarse en el futuro como sujetos. A lo largo de las entrevistas colectivas en los tres estados, las trabajadoras coincidieron en la exigencia de respeto y reconocimiento que se merecen como mujeres, como trabajadoras y como indígenas, la cual apela a su derecho como individuas a existir conforme a una imagen propia de sí mismas, no construida por los otros; asimismo a un fuerte sentido de libertad y responsabilidad para con los demás.

Por otro lado, también muestran distintas formas de resistencia frente a los malestares que viven en el trabajo; algunas se presentan como formas más pasivas, como intercambiar críticas a la situación laboral adversa o quejarse de sus desencuentros con los capataces, mayordomos y dueños de los campos. En otros casos existe una resistencia activa y bastante clara de la reivindicación de sus derechos, como lo manifiesta una trabajadora:

Empezamos a decirle que íbamos a hacer huelga: “y sálgase gente -no peleando, ni gritando- […], porque si ganamos, todos vamos a ganar parejo; si yo voy a hablar, no me van a pagar más a mí, a mí lo que me va a pasar, es que a mí me van a correr […], así que sálganse, vamos a hablar todos por todos, porque el beneficio es para todos”. Y sí nos salimos, hicimos huelga, nos salimos todos, nos fuimos cuadrilla por cuadrilla, sacando a todas las cuadrillas. Y no llegó el dueño […], porque el dueño no quería llegar, pero que le dijéramos (al mayordomo) cuáles eran nuestros problemas […]: “Ah por supuesto […], mañana les mandamos la pipa de agua, y mañana tiramos todos los perros […]”. Ya nos dejaron salir a las tres de la tarde, porque nos sacaban hasta las […] y nos pagaban bien poquito […], a esa hora éramos los que ganábamos menos, pero sí se solucionó ese problema […], pero hablando entre todos […]. Siempre donde he ido, siempre he hecho huelga (jornalera en Sinaloa).

El espacio laboral es donde más claramente identifican el trato injusto y discriminatorio. Ese hecho, empero, es lo que les permite dar un contenido político a su condición como trabajadoras, poniendo en cuestión las desigualdades de clase y de género que ahí se desarrollan. Para las mujeres trabajar fuera de casa no sólo significa una doble jornada, también encierra la posibilidad de mirar su vida de otra manera y cuestionar no sólo las relaciones asimétricas que se viven en el trabajo, sino también las que se desarrollan fuera de él, particularmente en sus relaciones de pareja (Beck y Beck-Gernsheim, 2012) , precisamente porque, como precisa Braidotti (2000) , es mediante el rechazo de su sometimiento como las mujeres pueden combatir la dominación masculina.

Al cuestionarlas en torno a las desigualdades de género y la explotación laboral que viven, las jornaleras desencadenan un proceso de politización que les otorga herramientas de resistencia y posibilidades de acción. No siempre será posible actuar contra la violencia, pero al intentar enfrentarla estarán fortaleciendo su voluntad para actuar, punto central para construirse en sujeto autónomo, y para salir de las situaciones de violencia.

La violencia percibida

Las entrevistadas reconocen la violencia de la que son objeto cotidianamente, tanto la que enfrentaron en sus familias cuando eran niñas como la que ahora confrontan con sus maridos y parejas; igualmente distinguen la discriminación que experimentan por parte de las instituciones y de la comunidad donde radican. Identifican la violencia que padecen, pero no todas la nombran como tal. Con todo, no se sienten víctimas y la resisten invocando derechos generales que como seres humanos deben tener, como el respeto a la dignidad e integridad como personas. Incluso algunas apelan a los derechos humanos, como expresa una jornalera en Sinaloa: “Están los derechos humanos, ¿no es para eso?, para defender a los empleados jornaleros que vienen de fuera, ¿no?”

La violencia más claramente nombrada es aquella que ataca su sexualidad, como la violación y el hostigamiento sexual, aunque algunas van más allá para identificar incluso la violencia psicológica que viven como mujeres y trabajadoras: “En todos los campos luego hay mucho abuso psicológico, porque dicen: ‘para eso vienes contratada, porque tú viniste contratada aquí y hasta que no termines tú tal tiempo, te van a dar tu dinero, tu pasaje para irte para otra parte’. No te puedes salir” (jornalera en Sinaloa).

En sus narraciones sobresale la vejación constante a sus derechos. Confrontan la violencia a cada momento y en cualquier espacio: el secuestro, el homicidio y la violación se presentan entre las entrevistadas como un temor que puede hacerse realidad en cualquier momento. En los tres estados hablaron de casos de abuso sexual de mujeres cercanas o conocidas, e incluso algunas se atrevieron a compartir experiencias personales; también comentaron sobre algunos asesinatos. Para una de las jornaleras en Sinaloa, en los campos agrícolas y en las poblaciones que los circundan “pasan muchas cosas, pero […] la gente de ahí no hace nada”. Otra trabajadora de la misma entidad nos dijo: “Hacen lo que quieren y ahí las dejan y se van […], hasta que ya encuentran los cuerpos nada más”. Los riesgos de violencia homicida en el contexto social están mucho más presentes en las jornaleras de Sinaloa, lo que puede explicarse por el clima de inseguridad e impunidad que impera en la entidad, aunque el fenómeno no le es exclusivo, pues el feminicidio y en general los homicidios de mujeres se presentan en los tres estados estudiados (Hijar et al., 2012; Observatorio Ciudadano Nacional del Feminicidio, 2014), como lo refiere una jornalera en Sonora: “Una muchacha […] que andaba trabajando y la mataron […], la descuartizaron”.

Las entrevistas colectivas permitieron que frente a ciertos temas se establecieran diálogos entre las jornaleras. En torno a la violencia en el ámbito social y la inseguridad, las jornaleras en Sinaloa aseguran que no tienen defensa, incluso algunas muestran un cierto fatalismo al respecto: “Pos si nos toca, nos tocó”, afirma una trabajadora y otra le responde: “Pos sí”; otra más tercia en la conversación: “Así es”, y una cuarta afirma “y ya ni modo”. En ese pequeño diálogo entre ellas resalta en efecto el pesimismo, pero las trabajadoras no se muestran como víctimas, si no que toman precauciones frente a esa situación, la cual se percibe más bien como un riesgo considerando las características de su condición laboral y de vida y el contexto social de inseguridad que las rodea.

En las tres entidades las trabajadoras expresaron que para sortear los peligros a los que están expuestas se arman de distintos recursos e instrumentan pequeñas medidas de prevención, como acompañarse entre ellas para ir y venir de su lugar de trabajo, para comer e ir al baño, y trabajar con otras mujeres, pues en todo momento corren el riesgo de ser violentadas, como lo manifiestan en sus testimonios.

La percepción sobre las desigualdades de género que crean y recrean la violencia contra las mujeres es muy clara:

Esa violencia pues igual sigue porque desde un principio nos educaron de esa manera, de que somos mujer y tenemos que […] obedecer lo que el hombre diga. De que tú eres mujer, tú no tienes que alzar la voz, no tienes que ir adelante, siempre tienes que ir atrás, tienes que pedir permiso; o si él te regañó, pues es tu esposo […], no pasa nada porque el hombre […] tiene más derecho sobre uno como mujer. Entonces, a raíz de eso uno se siente todavía con eso, traemos la idea de que mis papás me dijeron que yo tengo que obedecer, no tengo que contestar; si no, qué va a decir mi suegra, qué va a decir mi tía, qué va a decir la familia de mi esposo. Siempre pensamos en las demás: qué van a decir […]. Eso es lo que nos trae todavía en algunas, que todavía no logran o no logramos salir de lo que es la violencia (jornalera en Baja California).

Otras jornaleras no dudan en denominar “machista” la manera de pensar y de actuar de muchos de los hombres de su entorno laboral y familiar. Otras más reclaman su derecho a la dignidad como personas al rechazar de manera contundente el hostigamiento sexual que experimentan en su trabajo. A través de los testimonios ofrecidos, se observa el fuerte control que se ejerce sobre sus cuerpos. En el trabajo son vigiladas por choferes, capataces y mayordomos, pero también por sus pares jornaleros. Son observadas y abordadas constantemente en todos sus desplazamientos y son ellas, más que los jornaleros, las que reciben insultos y expresiones denigrantes.

La violencia sexual es percibida por todas las entrevistadas, la cual se da de manera extrema y generalizada, particularmente el hostigamiento sexual, como lo ejemplifica una trabajadora:

El acoso sí lo vivimos casi todas; el hecho de que vas a la fresa […] el tomate, cosas así, pues sí se sufre mucho lo que es el acoso. Pasa […] que aquí se checan las cajas. Antes de que pasen las cajas tienen que ser revisadas. Pues si eres muchacha, pasas. […] Y si eres señora: “pues espérate” […]. Aquí sí que no hay el derecho […], no hay el respeto, o sea, aquí es como una, a la vez, una discriminación, y a la vez un acoso; porque pues, a veces si no le echas una mirada o una sonrisita, pues no pasa tu caja y ahí te quedas batallando todo el día, hasta que le contestes con una sonrisa. Sí pues, es la realidad (jornalera en Baja California).

Identifican el hostigamiento sexual y lo nombran, apelando a sus derechos y a la dignidad: “Esa palabra es un acoso que nos está […] faltando al respeto”. Esta violencia la experimentan en todo momento por parte de los choferes, los jornaleros, los cuadrilleros, los capataces, los mayordomos, los patrones y los familiares varones de estos últimos. Entre las trabajadoras existe gran claridad en cuanto a la violencia que padecen por su condición de género. Reconocen las situaciones de subordinación y desventajas en las que desarrollan sus vidas como mujeres, e intentan encararlas con los recursos que tienen a la mano. Para resistir el acoso sexual en el trabajo se valen de distintas estrategias, entre ellas la de renunciar al empleo. Para permanecer en él, algunas se atreven a denunciarlo o confrontan al hostigador.

La violencia de género forma parte de la cotidianidad de las mujeres a lo largo de sus vidas, de tal manera que, como plantean Wise y Stanley (1992: 20) , van acumulando un conocimiento propio sobre cómo hacerle frente: “La necesidad de ‘defenderse’ y las estrategias para hacerlo son una parte del conocimiento de las mujeres acerca de la vida cotidiana que es tan endémica, que se da tan por supuesta que a menudo no manifestamos claramente contra qué nos estamos defendiendo”.

Para las autoras, el hostigamiento sexual hace referencia al ejercicio de poder de los hombres contra las mujeres. Son conductas indeseadas e intrusivas que ellos les imponen; requerimientos sexuales no solicitados, pero también de “exigencias de dedicación, atención y benevolencia”. Ellas, como individuos y como grupo, son tratadas permanentemente como objetos, no sólo como objetos sexuales, para ser usadas y desechadas por los hombres (Wise y Stanley, 1992: 28-29).

Desde esta concepción, las mujeres van a desarrollar sus vidas “sabiendo la posibilidad y realidad del acoso sexual”, porque esas conductas intrusivas serán consideradas “como un aspecto esperable y ‘normal’ del modo de proceder de los hombres” (Wise y Stanley, 1992: 25-26), de tal manera que la resistencia al hostigamiento sexual se va a dar por parte de todas, y no sólo de unas cuantas:

[…] la mayoría […] se defienden: tal vez haciéndolo de distintas maneras en diferentes circunstancias y no siempre con éxito, pero defendiéndose de todos modos. Las mujeres no son víctimas fáciles, pese al mito de la “victimología”, como muchas veces han argumentado las feministas. […] Siempre han luchado contra la opresión en todas sus formas con cualquier medio que tuvieran a su alcance o pudieran encontrar (Wise y Stanley, 1992: 18) .

Desde esta perspectiva, no podemos visualizar a las jornaleras sólo como individuos sometidos a todas las dominaciones, incluida la de género, porque como bien lo plantea Braidotti (2000), ellas como cualquier otro individuo que se esfuerza por construirse en sujeto tiene construcciones cambiantes, contradictorias incluso, de adelanto y retroceso. Y así como objetan la violencia que viven en el trabajo, también cuestionan las relaciones de poder que se dan al interior de sus hogares y en la relación sentimental. La violencia en la pareja comienzan a vivirla desde el noviazgo, como lo sostiene una jornalera en Sonora: “Los novios les pegan a las niñas, a las mujeres; y a mí sí me ha tocado”. El maltrato físico y verbal por parte del marido o la pareja, la falta de democracia en el hogar para compartir la carga doméstica, y el cuidado de las y los hijos son cuestiones muy sensibles para las trabajadoras, al igual que las desigualdades en la distribución de los ingresos de ellas y ellos. Las jornaleras resienten de manera cruenta la enorme responsabilidad que pesa sobre ellas para sacar adelante a su familia y la poca o nula contribución por parte de los hombres; por ello se rebelan contra los roles de género que social y culturalmente se les quiere seguir imponiendo, para que asuman toda la carga de las responsabilidades de la reproducción.

Las exigencias de implicación del hombre en las tareas del hogar forman parte de ese proceso de transformación de las mujeres en sujeto, que como lo proponen Beck y Beck-Gernsheim (2012: 156), puede comenzar con tibias peticiones de involucramiento, hasta desencadenar en otras solicitudes mayores con importantes efectos en las relaciones cotidianas al interior de las familias, como puede observarse en el siguiente testimonio:

No se me hace bonito estar entre tanta violencia […]. Para mí es algo bien horrible que no lo puedo explicar […]. Yo le digo: “si no creas que es juego, yo también puedo irme y venirme a la casa, a estar haciendo negocio, así es que mira, no seas tan abusivo”. La otra vez llegué del trabajo y le serví comida, no fue como media hora cuando ya quería otra vez de comer: “tienes muy buenas manitas, bendito sea el Señor que no estás enfermo y no estás mocho y hasta gente que está mocha y hace negocio todavía, ¿tú por qué no? Bendito sea el Señor que te dio las dos manos, párese y hágase cualquier cosita, no se le va a caer nada, como a mí no se [me] cae nada al ir a trabajar al campo” (jornalera en Sinaloa).

Las jornaleras intentan encaran la violencia de muchas maneras, en todos los frentes donde la experimentan. No sólo se esfuerzan por cambiar las relaciones con sus parejas, sino que no dudan en separarse de ellas cuando las agresiones que les profieren atentan contra su vida y la de sus hijos. Son pocos o nulos los recursos que una sociedad ciega, como la nuestra, ofrece a las mujeres que viven violencia por su condición de género. De ahí que salir de esa situación implica, para muchas, echar a andar exclusivamente sus propios recursos; y si éstos no son muchos, la única salida puede significar la huida, poner distancia física entre ella y el agresor, incluso con todas las desventajas y riesgos que esto conlleve, como lo comenta una de las entrevistadas:

Me golpeaba mucho […]; es una persona agresiva que me tiene amenazada […]. Estuvimos en el campo Nogalitos […], pero como […] ese empezó a golpearme ahí también, pues lo que yo hice mejor es salirme de ahí, buscar refugio en otro lado. Me vine acá, pedí trabajo, sí me lo dieron, me dieron cuarto y pues ahorita soy sola, siento que estoy mejor […]. Agarré camino, me vine buscando campo por campo, acá llegué (jornalera en Sinaloa).

Si bien las trabajadoras cargan el peso de su historia personal, de las relaciones pasadas y presentes dentro de su familia y en la comunidad, como nos lo explica Lamas (1996: 353), buscan distanciarse de las representaciones y prácticas que las normas culturales de género pretenden imponerles sobre ser mujer en nuestra sociedad. Resisten ante esas fuerzas y buscan construir nuevas percepciones sobre sí mismas.

Su incursión y permanencia en el mercado laboral, y en general en el que es remunerado, imprime una presión muy fuerte sobre los arreglos tradicionales de género en el hogar. Su presencia cada vez más permanente en el trabajo las pone en contacto con otros contextos y conglomerados de personas, también con otras prácticas y distintas formas de pensamiento, las cuales, como precisa Lauretis (1990), impulsan nuevos conocimientos sobre la desigualdad sexual y les permite construir un marco de referencia fundamental para concebirse de otra manera como mujeres.

En el caso de las jornaleras, su interacción en espacios y mundos distintos de relaciones puede estar dotándolas de herramientas para, en principio, visibilizar y nombrar a la violencia y, enseguida, intentar combatirla. Las entrevistadas se mostraron sensibles a la violencia que viven otras mujeres, y firmes frente a la que experimentan en carne propia. Algunas encuentran incomprensible el hecho de tolerarla, como se observa en una jornalera en Sonora: “¿Por qué permitimos que alguien nos golpee?” Cuestionan de una u otra manera la organización que produce el género en sus entornos socioculturales específicos. Se muestran muy claras respecto de la importancia que tiene tomar decisiones propias; algunas no dudan al afirmar que de ellas depende poner un alto al maltrato de sus parejas, manifestando un claro indicio de salir de la victimización en la que la sociedad las recluye.

La visión de género dominante de la sociedad actual las sigue colocando en una posición subordinada; empero, los significados que le otorgan a la diferencia sexual están cambiando. Aun cuando las condiciones de dominación no han variado sustancialmente para las mujeres, hoy en día se observa una transformación fundamental en el conocimiento subjetivo que están construyendo sobre sí mismas y sobre los otros. Para Scott (2009) , el conocimiento psíquico de la diferencia sexual no se puede ignorar pero, asegura, desconocemos los significados que ésta tiene para cada ser humano. La manera que cada quien tiene de vivir su propio sexo, la forma propia de cada sujeto de ser hombre o ser mujer, puede no corresponder a los esquemas de masculinidad y femineidad hegemónicos. En este sentido, algunas mujeres pueden asumir, rechazar o intentar borrar la brecha que las separa.

En los testimonios de las jornaleras entrevistadas se observa esa contradicción, lo que nos habla de un proceso de transformación subjetiva en curso. Richard (2009: 77) plantea que el “modo en que cada sujeto concibe y practica las relaciones de género está mediado por todo un sistema de representaciones que articula la subjetividad a través de prácticas sociales y forma culturales”. En el caso que nos ocupa, la historia personal de migración y la experiencia laboral pudieran estar interviniendo en ese cambio de percepción sobre cómo ser mujeres en la sociedad actual en sus entornos específicos de vida, proveyéndolas de herramientas para resistir a las distintas formas de violencia que experimentan.

Violencia y construcción de nuevas subjetividades femeninas

Touraine (2000: 23) llama sujeto “a la construcción del individuo [o del grupo] como actor, mediante la asociación de su libertad afirmada y de su experiencia vivida, asumida y reinterpretada”. Este “esfuerzo de transformación”, como lo denomina el autor, se puede identificar en las jornaleras entrevistadas, de manera más contundente en unas que en otras.

La construcción de las mujeres en sujetos mediante sus acciones para confrontar o sortear las diferentes y múltiples situaciones de violencia que viven cotidianamente no es un proceso ascendente y continuo, sino ambivalente y contradictorio, con altibajos y retrocesos, tal como lo explica Touraine (2007 a: 228), para quien el sujeto “no se impone solamente por lo que aporte de positivo, sino también por la prevalencia de su contrario, definido como la voluntad de destruir seres humanos en tanto que sujetos”.

Si bien la violencia intenta negar al sujeto, como lo plantean Touraine (2007a) y Wieviorka (2006), en determinados contextos también puede propulsar su expresión. Históricamente los actos violentos han negado a las mujeres su condición de sujeto, y las jornaleras, como grupo excluido y discriminado, revela esa experiencia de dominación. Aunque ellas, al igual que otras mujeres en entornos y condiciones distintos, exteriorizan una voluntad de transformación que desafía las asignaciones de género que se les atribuyen socialmente como individuos sometidos y carentes de agencia. Confrontando la violencia cotidiana, fundamentalmente a través de pequeñas acciones, las jornaleras entrevistadas tratan de reinventarse y darle otro significado al hecho de ser mujer.

En la sociedad global actual, las mujeres como colectivo se incorporan cada vez con mayor dinamismo al curso que promueve la subjetividad personal que caracteriza a nuestras sociedades contemporáneas (Richard, 2009), y las jornaleras no son la excepción, de tal manera que la violencia que viven en todos sus espacios de interacción no sólo será experimentada como dominación sino también como resistencia, como prácticas de revaloración y resignificación de sí mismas, abriendo con ello nuevos procesos de reconstrucción subjetiva.

Las jornaleras entrevistadas conocen el entorno de violencia que las rodea; de manera cotidiana la viven en carne propia o son testigos de la que se profiere a otras mujeres. Como se observó en los testimonios vertidos en este texto, confrontan estas prácticas con los recursos que tienen disponibles, y al hacerlo van encontrando un nuevo sentido a su existencia, ya no sólo como sujetos negados sino también como sujetos activos.

El trabajo asalariado en los campos agrícolas no sólo representa un ámbito donde se conjugan múltiples formas de violencia y explotación para ellas. Por contradictorio que pudiera parecer, su lugar de trabajo constituye también el espacio donde pueden afirmarse como mujeres y como trabajadoras, como sujetos, tal y como lo analiza Wieviorka (2011: 26-27), para quien el trabajo se impone cada vez más como un medio de afirmación de uno mismo, “ampliamente asociado a la felicidad”.

Para las jornaleras, los procesos de modificación de sí y los del entorno no van del todo en consonancia, como lo explica Melandri (2009), ya que no siempre cuentan con las herramientas o condiciones necesarias para transformar su medio ambiente laboral o doméstico y eliminar la violencia que experimentan. Pese a ello la resisten, como se pudo observar en las entrevistas. Trabajar en los campos agrícolas no sólo confronta a las mujeres con la doble jornada, la explotación laboral y la violencia de todo tipo; también las provee de un ingreso propio, abre pequeños espacios de autonomía y las inserta en un mundo diverso y cambiante de relaciones y representaciones sobre el significado de ser mujer en la sociedad global.

La subjetivación es un proceso material y simbólico, nos precisa Braidotti (2000: 183), de tal manera que los comportamientos de las jornaleras frente a la violencia no se explican solamente por lo social. Las representaciones que hoy las entrevistadas están construyendo sobre sus entornos de vida en los distintos espacios de interacción, y los significados que les otorgan a esas vivencias, tienen en el presente, y tendrán en el futuro, un peso fundamental en la forma en cómo cristalizan sus vidas y llevan a cabo las relaciones que establecen con los hombres y con otras mujeres.

Si bien el sistema sexo-género sigue marcando la condición de subordinación de las jornaleras, éstas no dejan de pensarse en sujetos al invocar la justicia y convertirla en un referente clave para su autopercepción. Como afirma Serret (2001: 155), las desigualdades de género, al ser problematizadas en términos de justicia, cuestionan las bases de su dominación, puesto que una “modificación de esta naturaleza impulsa cambios decisivos en la percepción social de lo que son las mujeres y en la autopercepción de ellas mismas en tanto definidas por el género”.

El género es una manera fundamental de significar el poder (Scott, 2009), pero no asigna a hombres y mujeres una identidad fija e inalterable; por el contrario, al intersectarse con otras modalidades constitutivas de la identidad y de acuerdo con el contexto específico que se viva, puede desarrollar múltiples variantes, como lo plantea Butler (2001) , para quien “ir haciendo el género no es meramente, para los agentes corporeizados, una manera de ser exteriores, a flor de piel, abiertos a la percepción de los demás” (Butler, 1998: 300).

Pensar en esta subjetivación de las mujeres frente a la violencia de todo tipo que experimentan día a día no significa que podamos hablar de una emancipación en los términos que la ha definido el feminismo, pero sí un compromiso de ellas para consigo mismas, que detona un proceso de cuestionamiento de los imperativos sociales y culturales que las atan a la dominación masculina. Como señala Lauretis (1990) , su libertad no exige la vindicación de sus derechos ni la igualdad de derechos bajo la ley, sino sólo una respuesta total, política y personal de las mujeres.

Esa respuesta la expresan de múltiples maneras, mediante pequeñas acciones de participación en sus diferentes espacios de actividad, donde se esfuerzan por tomar decisiones propias y responsabilizarse de sus actos, abriendo procesos para salir de la violencia y de su condición de víctimas. Las jornaleras entrevistadas muestran esta tendencia al subrayar una exigencia de democracia; al reclamar sus derechos e invocar la justicia y la dignidad como seres humanos se proyectan en el futuro como sujetos de su propio devenir. Si bien en ellas todavía parece predominar una cara defensiva, de resistencia personal, no dejan de oponerse a las lógicas del sistema sexo-género. En este campo de poder, que “se desvanece constantemente”, como precisa Butler (2001: 173), las jornaleras desarrollan sus procesos de formación, y como todo proceso de construcción del sujeto, como lo advierte Wieviorka (2011, 30-31), su trasformación será frágil, atenazada de constantes amenazas de destrucción.

A manera de conclusión

Las construcciones de género de hombres y mujeres no son fijas y se manifestan diferencialmente, dependiendo de los contextos históricos, socioeconómicos y culturales. Estos dispositivos se articulan junto con otros provenientes de la condición étnica y de clase, y de los distintos elementos y factores de diferenciación y adscripción personal. Los cambios que se experimenten en algunos de ellos pueden inducir trasformaciones en otros.

Como mujeres, trabajadoras, pobres e indígenas, las identidades de las jornaleras son múltiples. En el espacio del trabajo, en la interacción con muchos otros, las distintas pertenencias se ponen en juego, ya sea para afirmarse o para reelaborarse. En su caso se observan procesos significativos de reelaboración de su condición de género, los cuales si bien no transforman radicalmente su condición de dominación, sí les posibilita a mirar de otra manera sus formas de vida, a construir nuevos significados respecto de sus referentes identitarios e iniciar procesos de cuestionamiento de las asignaciones y mandatos de género que se les imponen. Como lo señala Maquieira (2010: 50) , esta capacidad crítica les permite construir “nuevos valores, significados y rupturas con respecto a un modelo hegemónico de las relaciones de género que supone procesos de des-identificación respecto de las formas heredadas y presentes en las instituciones en las cuales viven”.

En la disyuntiva de salir de la violencia o seguir prisioneras de las identidades que les designa el género, la etnia o la clase social, las jornaleras entrevistadas parecen estar produciendo un mundo diferente a través de los actos constitutivos de nuevas experiencias subjetivas, cambios que parecen estar dándose en todos los planos, a pesar de sus condiciones desfavorables. Tener derecho a tener derechos es la base que sustenta estos procesos de transformación. El resultado de todo ello es incierto, pero abierto a diversas posibilidades ante un contexto social, económico y cultural hegemonizado por la violencia, como bien lo advierte Serret (2001).

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1Actos de resistencia activa, como los paros de labores que desde marzo de 2015 vienen realizando las y los jornaleros de San Quintín, en Baja California. Desde las primeras protestas, las demandas de las y los trabajadores se han centrado en el respeto a sus derechos laborales: libertad de organización sindical, afiliación al Seguro Social, pago de todas las prestaciones de ley, incremento al salario, respeto a los derechos de las madres trabajadoras y fin del acoso sexual por parte de mayordomos y patrones. Para consultar sobre las movilizaciones iniciales, véase Semanario Zeta (http://zetatijuana.com/) y Proceso. Semanario de información y análisis, 22 de marzo de 2015.

2Debido a las limitaciones de tiempo para levantar el trabajo de campo y ante las dificultades para entrar a los centros de trabajo privados, el estudio se enfocó en jornaleras que emigraron y se asentaron en las poblaciones cercanas. Se seleccionó una población por estado, y se optó por entrevistas grupales, considerando sus largas jornadas laborales y domésticas y el poco tiempo libre del que disponen. En total participaron 61 mujeres, todas tenían hijos, con un promedio de edad de 39 años y 18 de trabajar en el campo. En Sonora y Sinaloa se realizaron cuatro en cada estado y en Baja California dos. Además, se efectuaron dos charlas más de manera individual, todas con una guía semiestructurada que buscaba generar una descripción y análisis por parte de las entrevistadas sobre la situación, los efectos y las causas relacionados con la producción y reproducción de la violencia. Previo al levantamiento en las reuniones, se platicó individualmente con activistas de la defensa de los derechos de las jornaleras, así como también con especialistas de instituciones académicas. Para contactar y reunir a las trabajadoras se recurrió a personas, organizaciones sociales y sindicatos vinculados a ellas o que desarrollan actividades de capacitación o defensa de sus derechos. Todo este trabajo posibilitó que pudieran compartir y establecer diálogos entre sí para reconstruir de manera colectiva sus experiencias de violencia y resistencia, dentro y fuera de su trabajo.

3El informe de la investigación se puede consultar en Mercedes Zúñiga, Margarita Bejarano, Mireya Scarone, Patricia Aranda, Carmen Arellano y Elsa Jiménez (2012). Otros textos publicados que recogen algunos fragmentos del trabajo empírico de esta investigación para el caso de las jornaleras son: Carmen Arellano Gálvez (2014); Patricia Aranda (2014); Mercedes Zúñiga (2015).

4Consultar boletín en: <http://www.sagarpa.gob.mx/Delegaciones/nayarit/boletines/2017/abril/Documents/BNSAGABR052017.PDF>.

5Un panorama similar lo encontró Castellanos (2016, 121) al analizar los procesos de empoderamiento de jornaleras en San Quintín, Baja California: “Trabajan en condiciones no muy lejanas a la esclavitud: en algunos de los campos de cultivo no les permiten tomar descansos para beber agua o ir al baño, no cuentan con prestaciones médicas y sus jornadas extenuantes bajo un sol que quema son retribuidas con un pago de 150 a 180 pesos por día, sin que se paguen horas extras. La jornada laboral y la paga son iguales para mujeres y hombres. Ellas, sin embargo, enfrentan una doble jornada cotidiana al atender las necesidades familiares y contadas son quienes obtienen prestaciones de salud que las beneficien en caso de embarazo o enfermedad. La gran mayoría no es contratada en estas condiciones y debe buscar otras formas de sobrevivencia, situación que se agrava cuando son jefas del hogar”.

Recibido: 16 de Julio de 2016; Aprobado: 18 de Mayo de 2018

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