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Sociológica (México)

versão On-line ISSN 2007-8358versão impressa ISSN 0187-0173

Sociológica (Méx.) vol.32 no.92 Ciudad de México Set./Dez. 2017

 

ARTÍCULOS DE INVESTIGACIÓN

La ciencia como problema sociológico

Science as a Sociological Problem

Jorge Bartolucci* 

*Investigador Titular C del Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación, UNAM. Correo electrónico: bartoluc@unam.mx


Resumen:

El artículo expresa un punto de vista teórico sobre los atributos que hacen de la ciencia un asunto de interés sociológico. Con ese objeto se revisan las tesis fundamentales de Robert Merton, Karl Popper, Thomas Kuhn y de algunos exponentes del “programa fuerte” de sociología de la ciencia, sometiendo a discusión sus concepciones acerca de los principios de validación científica. El objetivo es mostrar que no obstante sus diferencias, a veces radicales, coinciden en desestimar los criterios estrictamente lógicos y en voltear la mirada hacia los procesos de comunicación intersubjetiva que tienen lugar dentro de las comunidades científicas.

Palabras clave: sociología del conocimiento; filosofía de la ciencia; producción científica; producción del conocimiento; conocimiento científico

Abstract:

This article expresses a theoretical point of view about the attributes of science that make it a matter of sociological interest. With that aim in mind, the author reviews the fundamental hypotheses of Robert Merton, Karl Popper, Thomas Kuhn, and some proponents of the “strong program” of the sociology of science, discussing their ideas about the principles of scientific validation. The aim is to show that despite their -sometimes radical- differences, they agree on underestimating strictly logical criteria and on looking at intersubjective communicational processes that take place in scientific communities.

Key words: sociology of knowledge; philosophy of science; scientific production; production of knowledge; scientific knowledge

El carácter social de la ciencia

La ciencia ha estado situada en medio de una controversia demarcada por dos problemas básicos: el primero se cuestiona acerca de cómo y en qué medida la actividad científica es facilitada o inhibida por factores sociales tales como la política, la economía y la religión. El segundo se pregunta sobre la manera en que la ciencia opera como un sistema social relativamente autónomo de las diferencias territoriales, lingüísticas y culturales, así como de los sistemas políticos e ideológicos que imperan en el mundo. Con el ánimo de contribuir en alguna medida a la elucidación de esta problemática, expondré a continuación un punto de vista teórico acerca del carácter social de la ciencia, premisa imprescindible para visualizar los atributos que hacen de ella un asunto de interés sociológico o, si se prefiere, un objeto de estudio de la sociología. Aclaro que no pretendo hacer un estado del arte o de la cuestión; por el contrario, se trata de una revisión sumamente selectiva de autores clásicos y contemporáneos, cuyos enfoques, no necesariamente sociológicos a mi juicio, resultan convergentes, en el entendido de que desde diferentes posiciones apuntan a delimitar cuáles son las razones por las que la ciencia merece y debe ser considerada una construcción social. Lo primordial en este sentido es precisar a qué aludo al asumir que la ciencia es un hecho social.

Comenzaré diciendo que se trata de una forma específica de actividad humana consumada por personas acreditadas como expertas en la producción de un tipo especial de conocimientos. A partir de una aproximación histórica, el interés en esa clase de conocimientos recaería en estudiar la evolución de los conceptos teóricos y operativos en las ciencias empíricas y en el impacto de determinados corpus teóricos que han transformado nuestra forma de explicar las realidades física y social circundantes a lo largo del tiempo. Por su parte, la filosofía pretendería abordarlos focalizando la atención en los criterios que subyacen en la generación y validación de los conocimientos producidos , identificando sus alcances y limitaciones según las estructuras lógicas y operacionales que resulten inherentes a los procesos de captación intelectual de los hechos observados.

Desde la perspectiva sociológica, en cambio, lo relevante es entender la naturaleza social constitutiva de esa clase de saberes. Para ello, es menester estudiar el sentido y los significados que nutren la interacción profesional en su ambiente habitual y que en conjunto sustentan las formas de trabajo allí establecidas, así como los criterios y modalidades que rigen la exposición a la crítica y la validación de sus resultados. Cada medio social establece formas de interrelación que integran a sus miembros en un sistema especial de comunicación, con sus regularidades típicas de funcionamiento y desarrollo. Al igual que las interrelaciones de índole económica, propias del ámbito del mercado, y las que son distintivas de los campos político, religioso o artístico, por ejemplo, existen también las del medio científico, que están entrelazadas en la estructura interna de la ciencia y no son susceptibles de ser reducidas a otros aspectos (Yahiel, 1975). Es indispensable aprehenderlas en su propio entorno, como vías de acción comunicativa que conforman un mundo de vida determinado; es decir, como una institución cultural sostenida y alimentada por un sistema social sui generis.

La característica que más diferencia al campo científico es el grado de autonomía que posee en relación con otros (Bourdieu, 2003). No hay que perder de vista que los expertos son los que al fin y al cabo promueven, sancionan, validan, y en su momento crean, reproducen, o bien sustituyen, los paradigmas científicos que componen el sustrato de su visión del mundo y de su proceder en el intento de conocerlo (Ferreira, 2007). Mediante procesos de apropiación del conocimiento y con la entrega desinteresada a su desarrollo, los científicos individualmente, los equipos o los laboratorios, al relacionarse, crean el capital científico, práctico y simbólico que actúa en la comunicación (Bourdieu, 2003). El carácter social que impregna la vida profesional de sus comunidades no depende, en última instancia, de que la actividad que los ocupa sea susceptible de ser relacionada con factores como la economía y la política, por ejemplo. Lo social radica en que su práctica es un complejo de acciones humanas, orientadas por representaciones -que van desde modelos y creencias hasta complejas teorías científicas-, y que tienen una estructura axiológica, es decir, normativo-valorativa (Olivé, 2004: 75).

De modo que si bien la atención sociológica se dirige hacia los “productos”, lo hace atendiendo a la serie de acciones que participan en el proceso de constitución colectiva de su realidad, concibiéndola como el entrecruzamiento de acciones materiales y simbólicas que resultan sustantivas para quienes comparten un marco de referencia tan peculiar como el científico. Lo técnico no está separado ni es ajeno a lo social, y mucho menos cabe suponer que lo primero sea lo esencial de la ciencia y lo segundo algo contingente. Ningún etnólogo haría esa diferencia al estudiar otras culturas; no distinguiría, por ejemplo, entre “lo esencialmente Nuer”, inaccesible al análisis etnográfico, y “lo social de los Nuer”, que sí lo sería. Todo su análisis apuntaría a hacer globalmente inteligible la cultura que estudia. Si en el estudio de los grupos “primitivos” no existe ningún inconveniente en abarcar sus más eminentes formas de conocimiento y sabiduría, ¿por qué ha de ser distinta la ciencia? (Iranzo, 1991: 239).

La tensión provocada por las antinomias que baten a la ciencia entre un polo social y otro intelectual generan bastante confusión respecto de su naturaleza constitutiva. De un lado, se aduce que su especificidad y excelencia radica en que los productos que alumbra, con independencia y haciendo abstracción del modo en que éstos sean producidos, cumplen incuestionablemente con todos los requisitos del rigor lógico y la consistencia formal. Lo fundamental y lo único a lo que habría que prestar atención es a los resultados producidos, que son de tal calidad que cabe prescindir de tomar en consideración el ambiente social en que hayan sido obtenidos. Del otro, se sostiene que la singularidad que se le atribuye al conocimiento científico no es tanto una cualidad intrínseca sino el resultado del modo en que los propios científicos ejercen concretamente la ciencia (Ferreira, 2008).

Desde el punto de vista prohijado en este ensayo, la tensión entre una y otra concepción se distiende en la medida en que concibamos la rigurosidad que distingue a los productos científicos en términos de: coherencia lógica, pertinencia teórica, relevancia temática, consistencia empírica, originalidad disciplinaria y congruencia argumental, no sólo como reglas cognoscitivas sino como formas simbólicas de materializar los principios éticos consustanciales de la racionalidad científica. Representan los instrumentos vitales de un quehacer especializado en la producción de saberes que hacen efectiva la competencia que presupone socialmente el estatus “científico” (Ferreira, 2007). La dimensión moral y la técnica están situadas en el mismo plano. Así como la moral le da sentido, sostén, orientación y cuerpo a la actividad científica, la segunda es resultado de una construcción social que ha establecido parámetros de validación reservados exclusivamente a su competencia. Para ilustrar esta simetría nada mejor que extrapolar de su contexto original la afirmación de Bloor, en cuanto a que en el medio científico la necesidad lógica es un tipo de obligación moral (Nola, 2004: 158).

Esta forma de pensar la ciencia se identifica mucho con la concepción de Max Weber (1994) respecto del desenvolvimiento del “espíritu capitalista” como un caso singular del desarrollo del racionalismo occidental. La tesis principal al respecto es que de acuerdo con sus principios éticos, el capitalismo debería ser considerado una moderación racional del instinto que mueve naturalmente el apetito de los seres humanos hacia el lucro. De allí que la economía privada capitalista esté racionalizada con fundamento en el cálculo riguroso, el orden sistemático y el logro del superávit económico deseado. La relación que guarda el sistema capitalista moderno con sus características funcionales es sumamente apropiada debido al vínculo ineludible que éstas mantienen con la organización capitalista del trabajo. Ese mismo grado de adecuación es aplicable también a los lazos que conectan los aspectos morales y cognitivos de la ciencia, puesto que la actividad científica guardaría un vínculo igualmente estrecho y conveniente con los principios éticos que rigen y regulan las formas de producción, comunicación y validación de sus productos.

La perspectiva sociológica

El punto de partida para situar el problema de esta manera es la premisa weberiana, tan clásica como sencilla por cierto, según la cual la realidad social es un ente que no tiene sentido propio fuera del que le dan los sujetos que la producen y reproducen (Weber, 1978). Ello presupone que los hechos sociales son resultado de la interacción entre individuos históricamente situados que comparten contextos sociales, económicos, políticos y culturales determinados, y los perciben, valoran, representan y significan desde posiciones sociales y puntos de vista diferentes. Cabe subrayar que los seres humanos somos la única especie capaz de dotar de valor y significado a las cosas, a las ideas y a otros hombres. Dicho sea con el respaldo teórico de Alfred Schutz (1974b), los hechos puros y simples no existen, siempre se trata de hechos interpretados. En virtud de este peculiar atributo, la realidad social adquiere diferentes tonalidades para los seres humanos que la producimos y la vivimos cotidianamente. Mediante esas construcciones de sentido acerca de la vida cotidiana compendiamos la parte de la realidad que día con día reconocemos como nuestra, e interpretamos, representamos, justificamos, idealizamos y expresamos el mundo en que vivimos. Esos objetos de pensamiento motivan nuestra conducta y nos ayudan a orientarnos dentro de nuestro medio social y a relacionarnos con él. El reconocimiento intersubjetivo de estas representaciones es imprescindible para orientar nuestro comportamiento en la sociedad y guiar nuestras acciones.

Como resultado de este proceso significativo de la realidad, el mundo social al que pertenecemos adquiere una estructura de sentido que es sostenida y habilitada socialmente. De allí que los miembros de una colectividad determinada compartan un conjunto de representaciones que encierran el significado que tiene para ellos ser quienes son, hacer lo que hacen y consumar ciertas prácticas; su vida diaria se constituye y reproduce en consonancia con tales ideas. La experiencia social es la que es y no cualquier otra, porque los sujetos que la llevan a cabo se entienden o disienten en virtud de las expectativas recíprocas configuradas bajo un marco de referencia común que les resulta habitual. Las prácticas se constituyen como tales en virtud del peso que tienen las representaciones que se hacen sus actores, al tiempo que estas mismas se constituyen en referentes en virtud de las prácticas que las van configurando como una realidad palpable. Esta reflexividad constitutiva de las prácticas sociales implica una conjugación indisociable de lo práctico y lo cognitivo (Ferreira, 2008).

Las creencias, explicaciones y teorías establecidas o reproducidas por el hombre, y mediante las cuales nos representamos y significamos la realidad, suman en conjunto nuestro conocimiento del mundo, y dicho saber nos sirve tanto para constituirlo como un mundo coherente y significativo como para orientarnos en él. Dichas representaciones pueden asumir formas rudimentarias como las opiniones e ideas que cavilamos y expresamos cotidianamente, o formas más elaboradas, como los mitos, las ideologías, las religiones y aun la ciencia misma. En este sentido, tanto desde un punto de vista técnico como simbólico, el lenguaje científico es señal de una identidad cultural determinada, como lo es el de cualquier tribu australiana o africana (Ferreira, 2008). La perspectiva sociológica que aquí se esboza atiende precisamente a la relación de dichos saberes con procesos sociales concretos, cuestión que está presente en las investigaciones sobre cualquier medio social, pero que es particularmente importante cuando se trata de estudiar hechos que tienen que ver con los círculos intelectuales e instituciones donde se crea y reproduce el conocimiento científico.

En este caso, el diafragma analítico se cierra para observar a la ciencia como resultado de una construcción social específica. Convengamos con Weber (1994) que no es casual que haya sido únicamente en los países occidentales donde la ciencia adoptó la forma y el contenido que hoy le conocemos. Con el arte aconteció lo mismo, ya que sólo a Occidente le fue dado ser la cuna de la literatura impresa y la notación musical. Fuera de Occidente tampoco existió una ciencia jurídica racional y una administración que dotó a la actividad económica de la exactitud técnico-jurídica que la caracteriza. Es obvio que en cada uno de estos casos se trata de un racionalismo específico y peculiar de la civilización occidental. También lo es que en todas las esferas de la vida y en todas partes se han llevado y llevan a cabo procesos de racionalización, y que lo que podemos considerar racional desde un punto de vista puede parecer irracional desde otro. Lo peculiar de su especificidad histórica y cultural es, justamente, cuál o cuáles de dichas esferas -el saber científico en este caso- fueron racionalizadas en su momento y desde qué punto de vista.

En consonancia con ello, cuando afirmamos que la ciencia es un hecho social aludimos específicamente a un “individuo histórico”, cuya racionalidad ha sido determinada mediante la consecución de procesos interactivos de constitución compartida de su realidad. El estudio empírico de la dinámica social que alberga esta racionalidad ha girado en torno a dos cuestiones constitutivas, una que inquiere por su origen y evolución histórica, y otra que lo hace por aquello que la distingue de las demás instituciones culturales. Sin duda alguna, la paternidad de las respuestas que hoy intentamos dar a las mismas le corresponde al sociólogo Robert K. Merton, cuya obra abrió innumerables líneas de investigación en torno al surgimiento de la ciencia moderna y a la estructura normativa de la comunidad científica (Iranzo, 1991: 91).

La sociología de la ciencia: Robert Merton

Hace poco más de medio siglo que Merton inició el estudio de la ciencia como una realidad compartida dentro de los márgenes de un ámbito de la vida social que está estructurado a través de valores, reglas y pautas de comportamiento que organizan la acción individual y colectiva en un contexto institucional determinado. Al prestar atención a la relación de la ciencia y la sociedad en su doble implicación dichos estudios resultaron ser no sólo novedosos para la sociología, sino que también propiciaron nuevas reflexiones en torno a los aspectos epistémicos, hasta entonces una exclusividad absoluta del positivismo clásico (Sarthou, 2013). Uno de los grandes aciertos de sus escritos fue llamar la atención acerca de las relaciones recíprocas que mantienen la sociedad y la ciencia, ya que hasta entonces había sido mucho mayor la atención dedicada a la influencia de la ciencia sobre la sociedad que al peso de ésta sobre aquélla (Merton, 1964). Hecho explicable, puesto que la influencia de la ciencia sobre la sociedad es un efecto que a todos se hace evidente; en cambio, la de la sociedad sobre la comunidad científica -en el ritmo de desarrollo, en los focos de interés y en el contenido mismo de la ciencia- no se percibe ni se acepta fácilmente. En la base de esas resistencias subyace el prejuicio de que reconocer la presencia del hecho sociológico en la ciencia implica comprometer su autonomía respecto de otras esferas como, por ejemplo, la ideológica y la política (Merton, 1985a; 1985b). Merton se lo atribuía a la creencia de que la objetividad, valor tan fundamental en el ethos de la ciencia, resultaría amenazada dado que el apoyo de la sociedad a la ciencia proviene de estructuras sociales muy diferentes, lo mismo que el reclutamiento de los talentos científicos (Márquez y Vilaró, 2014).

Cierto es que por su carácter universal, la ciencia está expuesta a estructuras sociales muy diversas, posición que le permite actuar con grados de independencia muy elevados. Ahora bien, ello no debiera llevar a pensar equivocadamente que opera en un vacío social completo. Las sociedades humanas son aglomeraciones de individuos que por lo general se relacionan entre sí mediante intercambios de bienes, servicios e información dentro de un territorio definido geográfica, histórica, cultural y políticamente y, en buena medida, se encuentran atadas a un hilo lingüístico. La comunidad científica, por el contrario, es un tipo de sociedad que no está delimitada territorialmente, no comparte la misma lengua o cultura y opera en sistemas políticos e ideológicos muy diversos (Lomnitz, 1991: 45). En ese contexto, la característica que más diferencia el campo científico de los demás es el grado de autonomía que detenta y, a partir de ahí, la fuerza y la forma que poseen los procesos de pertenencia, admisión y competencia profesional impuestos a sus miembros activos y a los aspirantes a ingresar en él (Bourdieu, 2003).

Precisamente, la pregunta que llevó a Merton a extraer sus tesis fue cuál sería la sustancia que le daba consistencia a una institución que, pese a carecer de los lazos de cohesión social ordinarios, contó desde sus comienzos con un grado de integración particularmente elevado. Las respuestas dadas por él a ese problema comenzaron a trazar un nuevo campo especializado del saber sociológico dedicado a analizar las relaciones de interdependencia que la ciencia, como actividad social responsable de una producción cultural específica, mantiene con la civilización y con la sociedad que la envuelven (Merton, 1964: 617-919). En cierta medida esto produjo un cambio sustancial en la manera de visualizar el conocimiento, puesto que suponía que no sólo el error, la ilusión o la creencia falsificada estaban social e históricamente condicionados, sino que también lo estaban aquellos conocimientos calificados como verdaderos. Mientras que la atención estuvo centrada sobre los determinantes sociales de la ideología, la ilusión, el mito y las normas morales, era bastante claro que en la explicación del error o de la opinión no certificada se hallaban implícitos algunos factores propios de la época y la sociedad correspondientes. La hipótesis que Merton estableció es que incluso las verdades debían ser contextualizadas en relación con la sociedad histórica en la que aparecían (Márquez y Vilaró, 2014).

Así fue como Merton echó a andar una línea de investigación empírica, específicamente sociológica, ocupada en descifrar qué es lo que había hecho de la ciencia una entidad sui generis entre las instituciones productoras de cultura. Sus estudios sobre los orígenes de la ciencia moderna y su ascenso posterior a una posición de preponderancia cognoscitiva fueron en esa dirección (Vessuri, 1991: 60). Situado en la Inglaterra del siglo XVII, quiso comprobar una idea implícita en la obra de Max Weber sobre las relaciones entre el primitivo protestantismo ascético y el capitalismo. En el entendido de que esa vertiente de la reforma contribuyó a proporcionar móviles y a canalizar las actividades de los hombres en una dirección propicia a la ciencia experimental. Las formas que adoptó esta relación no pueden ser referidas aquí sin alejarnos demasiado de nuestro tema. Digamos tan sólo que ese movimiento de radicalización religiosa exaltó a un punto tal las preocupaciones escatológicas, que llevó a sus seguidores a romper con todas las mediaciones institucionales que la Iglesia había construido para establecer lazos entre Dios y los hombres.

La angustia provocada por la ausencia de una autoridad investida con poderes para descifrar los insondables designios divinos, en una época en la cual la preocupación mayor de los hombres giraba en torno al estado de gracia, hizo que aquellos fanáticos reformistas se vieran obligados a buscar los indicadores de su salvación en nuevos referentes. De manera que la soledad frente al todopoderoso pronto se convirtió en individualismo, escepticismo y trabajo metódico, que llevaron a los hombres a hallar en la Tierra formas mundanas de glorificar a Dios, y a reconocer en ellas las evidencias de su estado de gracia. La nueva mentalidad abrió una brecha insalvable entre la razón y las figuras de autoridad establecidas. El espíritu imperante pasó a estar dominado por el cálculo, la disciplina y la dedicación profesional. La ciencia cobró nuevos bríos en este contexto.

Esa es la forma histórica de la tesis. En su forma más general y analítica, Merton sostiene que la ciencia, como todas las demás instituciones sociales, debe ser apoyada por valores de grupo si tiene que desarrollarse. Dichos valores fueron comprendidos bajo el concepto de ethos científico, término con el cual se refirió al conjunto complejo de mandatos y reglas que todo hombre de ciencia considera obligatorios. No porque la ética científica tenga un código formal de referencia, sino uno que se infiere del consenso moral de los científicos expresado en el uso y la costumbre, así como en la indignación que por lo general suscitan las contravenciones a las reglas éticas del grupo. Estos imperativos morales, transmitidos por el precepto, el ejemplo, y reforzados por sanciones, son interiorizados en grados variables por el científico y exigen actitudes de lealtad, adhesión y respeto hacia ellos.

¿Cuáles son para este autor las características centrales del ethos científico? Los valores que para Merton (1964) regulan la actividad científica comprenden el “universalismo”, el “comunitarismo”, el “desinterés”, y el “escepticismo organizado”. El “universalismo” argumenta que la pretensión de verdad de las afirmaciones debe ser sometida a pruebas empíricas impersonales, universales. El valor de las afirmaciones científicas depende de su repetitividad como norma metodológica. Por su parte, el “comunitarismo” se refiere a que las normas institucionales de la ciencia convierten sus productos en parte del dominio público, ya que son compartidos por todos y no son propiedad de nadie. El “desinterés” dicta que el fin de la ciencia radica en la persistente búsqueda del aumento del conocimiento, actitud recompensada indirectamente mediante el reconocimiento y el prestigio que la comunidad otorga a quienes destacan en esa labor. El último valor es el “escepticismo organizado”, merced al cual la actitud científica se caracteriza por ser contraria al dogmatismo y obliga a revisar los supuestos y resultados de la investigación a la luz de la lógica y de la observación. De allí que los científicos están predispuestos a dudar del valor de cualquier afirmación o hipótesis y a suspender el juicio respecto de ellas, hasta que se haya obtenido una confirmación satisfactoria (Merton, 1964: 638-647).

La importancia otorgada por Merton a estos imperativos morales se enmarca en el enunciado weberiano de que “la verdad científica es lo que pretende valer para todos aquellos que quieren la verdad” (Weber, 1978: 73). Es en ese sentido moral que las actividades asociadas con la producción de esa forma particular del conocimiento humano estarían enlazadas subjetivamente por un hilo valorativo que liga a quienes forman parte de la comunidad científica. La palabra “ciencia” nos remite, así, a un producto cultural, obra de personas fuertemente cohesionadas alrededor de un conjunto de principios que han establecido un orden social específico, al cual se someten en pos del cumplimiento de sus intereses privativos.

En términos del razonamiento mertoniano, no hay pues la menor paradoja en creer que hasta una actividad tan racional como la ciencia esté basada en valores y creencias, como en la de cualquier otro grupo humano. Lo que diferencia a los científicos de otros grupos sociales no es la ausencia de valores y creencias, sino las formas bajo las cuales les otorgan legitimidad. Me refiero a los criterios y procedimientos académicos, formales o no, mediante los cuales los científicos juzgan y validan los resultados de su trabajo, asunto que nos lleva a los campos de la filosofía y de la historia de la ciencia.

Teoría e historia del conocimiento científico: Karl Popper y Thomas Kuhn

Según versa en su obra La lógica de la investigación científica, Popper (1977) sostiene que la racionalidad de la ciencia radica exclusivamente en el proceso de “falsación”. Su ataque a los criterios positivistas de la demarcación científica puede resumirse en una sola frase: “las teorías no son nunca verificables empíricamente” (Popper, 1977: 39). La consecuencia más importante de este postulado es que nadie puede exigir que un sistema de proposiciones científicas sea seleccionado de una vez y para siempre, en un sentido positivo, pero sí que sea refutable por la experiencia. Es decir, que sea susceptible de selección en un sentido negativo, por medio de contrastes y pruebas empíricas. Lo que caracteriza al método científico es su manera de exponer a la falsación el saber que se propone como válido, sometiéndolo a contrastación de todos los modos imaginables. Su meta no es tratar de salvar la vida de los saberes insostenibles sino, por el contrario, elegir el que comparativamente sea más apto, sometiendo a todos a la más áspera lucha por la supervivencia. Cómo se llega a ellos no importa, sino los fundamentos que los sostienen frente a la crítica de sus pares.

En vista de que las teorías científicas no son enteramente justificables o verificables, los criterios que Popper propone para trazar la línea que separa a la ciencia empírica de la metafísica implican que la búsqueda de la objetividad de los enunciados científicos no tiene donde descansar más que en los mecanismos de contrastación intersubjetiva. Y en ese sentido, aclara que su criterio de demarcación entre la ciencia y la metafísica “ha de considerarse como una propuesta para un acuerdo o convención” (Popper, 1977: 49). El famoso argumento de que su propuesta no ofrece al pensamiento científico más que un estatuto conjetural y que queda en manos de la comunidad científica decidir qué conjetura es mejor que otra refuerza esta idea.

Al sacar la discusión sobre la teoría del método científico del terreno estrictamente lógico, o mejor dicho formal, los postulados de Popper apuntan, muy a pesar suyo, a un sitio cercano a la concepción de Merton. Es sabido que Popper tenía importantes reservas sobre las ciencias sociales y se negaba rotundamente a aceptar la idea de Kuhn de volverse hacia la sociología y a la psicología social con objeto de aclarar los objetivos de la ciencia y su posible progreso (Otero, 1998: 93). En el ensayo La ciencia normal y sus peligros, Popper se preguntaba cómo era posible que disciplinas espurias como la historia, la psicología y la sociología pudieran proporcionarnos una comprensión más acabada de la actividad científica (Popper, 1975). Sin embargo, su llamado a definir a la ciencia empírica por sus reglas o normas, “por nuestra manera de enfrentarnos con los sistemas científicos, por lo que hacemos con ellos y lo que a ellos les hacemos” (Popper, 1977: 49), apela indefectiblemente al buen sentido de la comunidad científica.

Las advertencias del propio Popper (1977) ante la posibilidad de que surjan diferencias en cuanto a lo apropiado de tales “acuerdos o convenciones” refuerzan este punto, al admitir que la discusión razonable de controversias científicas sólo es posible “entre partes que tienen una finalidad común a la vista” (Popper, 1977: 37). Y añade: “Por supuesto que la elección de tal finalidad tiene que ser, en última instancia, objeto de una decisión que vaya más allá de toda argumentación racional" (1977: 37). Aclaración que es tanto más significativa para nosotros en cuanto que remite a una nota al pie de página que dice: “Creo que siempre es posible una discusión razonable entre partes interesadas por la verdad y dispuestas a prestarse atención mutuamente” (1977: 37). De por sí, la idea de “acuerdos y convenciones” entre partes que tienen “una misma finalidad” o están “interesadas por la verdad” remite a una comunidad de intereses similar a la que aludía la cita de Max Weber. No obstante, ello sería inviable de no existir consenso en torno a unas reglas del juego que, según su propia teoría del método científico, no pueden reclamar validez formal sino moral, lo que equivale a decir social, condición que de manera consciente o no aproxima su pensamiento a la perspectiva sociológica.

En lo que se refiere a Thomas Kuhn, su obra La estructura de las revoluciones científicas (1980) avivó la búsqueda de explicaciones acerca de los aspectos distintivos de la actividad científica y renovó la discusión en torno a las bases epistemológicas y sociales del conocimiento científico. El detonante fue su inteligente pregunta acerca de si era pertinente hablar de verdades científicas para referirse a algo que en cualquier momento la propia comunidad científica podía convenir que era falso. En respuesta a esa interrogante, Kuhn propuso hablar de “paradigmas científicos” en vez de “verdades científicas”, refiriéndose a las realizaciones científicas universalmente reconocidas, que proporcionan a la comunidad científica modelos provisorios de problemas y soluciones.

Dentro de ese innovador marco de referencia analítico resulta que el significado y el grado de verdad que los enunciados científicos asumen se deciden en el marco de las reglas que imperan en la comunidad. A su vez, las formas de trabajo que se originan con base en esas reglas devienen en un tipo de prácticas calificadas como “ciencia normal”. En el curso del desenvolvimiento regular de la ciencia surgen innovaciones que adquieren un estatus paradigmático, en virtud del mayor grado de relevancia que poseen dentro de un campo de estudio determinado. Dicha relevancia es conferida de acuerdo con la consistencia que las explicaciones posean, tanto en virtud de su coherencia lógica interna como de su alcance y capacidad para predecir con éxito sucesos imprevistos o que no fueran deducibles de otras alternativas vigentes. A pesar de la jerarquía otorgada a los referentes paradigmáticos, Kuhn admitía que las sucesivas teorías que dominan un campo del conocimiento a menudo podrían ser inconmensurables, debido a que sus conceptos pudiesen ser recíprocamente irreductibles. Por ejemplo, la mecánica clásica y la relativista son inconmensurables porque utilizan nociones inconciliables de masa y tiempo, entre otras, mientras que las mecánicas celestes de Newton y Descartes sí eran conmensurables porque compartían idénticas nociones de éter y fuerza (Iranzo, 1991: 42).

Ahora bien, la inconmensurabilidad es un problema para los filósofos pero no para los científicos, ya que éstos disponen de y usan numerosas técnicas ad hoc para dirimir la utilidad de las teorías vigentes.1 Que las reglas lógicas, metodológicas y de valoración de la evidencia no tengan poder arbitral en una disputa entre paradigmas inconmensurables no quiere decir que los científicos, individualmente, carezcan de criterios para elegir. De ser así, no lo harían o lo harían al azar, lo cual no ocurre. El grado de identificación con un paradigma depende del consenso de la comunidad en torno a su originalidad, su generalidad, su minuciosidad, o sus opuestos, así como acerca de las consecuencias que pudiera tener en áreas específicas (Iranzo, 1991: 51). Los criterios varían local, temporal, individual y colectivamente. No existe un algoritmo que les permita elegir entre teorías rivales de modo puramente lógico. Cuando dos paradigmas inconmensurables compiten sólo cabe confiar en el buen juicio de los científicos para elegir la opción más pertinente al caso (Iranzo, 1991: 52-53). No existiendo ninguna norma superior a la aprobación de la comunidad de especialistas, de nueva cuenta la racionalidad teórica de la ciencia cede su lugar a la racionalidad sustantiva del grupo.

En definitiva, Kuhn (1980) coincidió con Popper en que el método científico se ejerce en el proceso de comprobación más que en el de creación,2 y al igual que Merton, ambos dieron por sentado que para que eso ocurra debe existir un sustrato normativo único. Dicho lo cual, resulta obligado mencionar que para Kuhn las respuestas a los vínculos entre la ciencia y la sociedad no debían buscarse en la función que cumple el ethos científico, sino en lo que los científicos hacen. Con ese fin propuso emprender estudios empíricos sobre el quehacer científico concreto, prestando atención a las decisiones que toman los expertos para resolver sus problemas de investigación bajo circunstancias situadas contextualmente. Las preguntas que Kuhn (1977) formuló al respecto fueron: ¿cómo eligen en realidad los científicos entre teorías en competencia?; ¿cómo hemos de entender de qué modo progresa la ciencia?; ¿cómo progresa la ciencia de hecho? Todo ello lleva a la descripción de un sistema de valores, junto con un análisis de las instituciones mediante las cuales el sistema científico es transmitido y fortalecido. A su entender, todavía se necesita mucha investigación empírica antes de intentar satisfacer estas incógnitas, pero cualquiera que sea la respuesta la explicación, en definitiva, tendrá ribetes sociológicos (Kuhn, 1977: 266-292).

Crítica a la perspectiva sociológica clásica

En los años sesenta la hegemonía mertoniana empezó a ser desafiada por alternativas programáticas que se propusieron revertir lo que consideraban una disociación exagerada entre los aspectos sociales y los cognitivos (Vessuri, 1991: 60). Este giro, de indiscutida inspiración poskuhniana, favoreció el surgimiento de varias líneas de investigación que pretendieron renovar la discusión teórica y el análisis sociológico de la actividad científica. En parte, esto se debió a que las enseñanzas de Merton fueron asimiladas por el medio científico en un sentido inverso a sus intenciones originales. La tesis mertoniana de que la ciencia era una institución que debía su existencia a la expresa adhesión de sus miembros a un ethos peculiar se reabsorbió en la propia ideología de los científicos, reforzando el mito de su autonomía social y favoreciendo cierto idealismo respecto de que permanecerían inmunes a la contaminación de los factores de índole económica o política (Valero, 2004: 124). Además, la existencia de una estructura normativa de la ciencia con base en los valores propuestos por Merton comenzó a ser tomada con bastante espíritu crítico (Vessuri, 1991: 60). Estudios más o menos tangenciales a los inspirados por Merton empezaron a revelar que este tipo de valores resultaban ser opacos a la observación y que en primer plano aparecía, en cambio, la competencia entre los científicos por lograr el mayor reconocimiento posible entre sus colegas, por ejemplo.

Según lo resume Hebe Vessuri (1991) en su artículo “Perspectivas recientes en el estudio social de la ciencia”, el movimiento intelectual conocido como “nueva sociología de la ciencia”, o “programa fuerte”, se identificó con un conjunto de planteamientos acerca de la actividad científica formulado por un grupo de autores principalmente ingleses, de la Universidad de Edimburgo, alrededor de la figura de David Bloor, filósofo y matemático interesado en darle una base empírica a su crítica de la objetividad científica. Este grupo recuperó la idea mertoniana de que no sólo el error, la ilusión o la creencia tenían raíces sociales, sino que también el descubrimiento de la verdad estaba condicionado por la sociedad y por la historia. Ahora bien, en atención a las tesis de Kuhn, Bloor no admitió la existencia de verdades, sino de creencias que los científicos acuerdan calificar como verdaderas.

A la iniciativa de Bloor se sumaron autores como Barry Barnes, Steve Shapin, Bruno Latour, Steve Woolgar, Karen Knorr-Cetina y Michael Mulkay, quienes se empeñaron en probar que a diferencia del enfoque de Merton, la dimensión axiológica no era susceptible de ser considerada como un conjunto rígido de normas con un significado unívoco y preciso que los agentes deben entender e “internalizar”, para luego actuar conforme a ellas. Antes bien, las prácticas científicas se manifiestan en una serie de acciones tales como investigar, observar, medir, enunciar, inferir, probar, demostrar, experimentar, publicar, discutir, exponer, enseñar, escribir, premiar, criticar, e incluso desairar y atacar, que requieren ser evaluadas junto con sus resultados (Olivé, 2004: 75).

El énfasis que este movimiento puso en observar las situaciones y episodios concretos donde se llevan a cabo tales acuerdos le dio un giro muy radical al estudio social de la ciencia. Una de sus vertientes se concentró en las controversias científicas como punto de referencia para el estudio de la formación del consenso; vale decir, en los mecanismos por los cuales las pretensiones de conocimiento llegan a ser aceptadas como verdaderas (Brannigan, 1981; Collins, 1981). Latour y Woolgar (1979), por su parte, optaron por dedicarse a la observación directa del lugar real del trabajo científico. Su principal hallazgo fue que cuando los propios científicos explican su comportamiento rara vez apelan a las normas al estilo mertoniano; antes bien, recurren a términos económicos como crédito, inversión y beneficios (Labarca, 2001). Es sorprendente que los autores de Laboratory Life, una de las obras más citadas en la bibliografía especializada, junto con el libro de Bloor (1998), Conocimiento e imaginario social, hayan depositado tamañas esperanzas en que los actores explicitaran las normas que subyacen en su labor científica. Idéntica sorpresa causan los estudios de Knorr-Cetina (2005: 60-61), al considerar que “los productos de la ciencia son construcciones contextualmente específicas que llevan las marcas de la contingencia situacional y de la estructura de intereses del proceso por el cual son generados”.

Entiendo que dichas expectativas son tan desmesuradas como erróneas, puesto que visto sociológicamente, cualquiera que sea el fenómeno estudiado, en la mayoría de los casos las “normas” nunca están a la vista ni forman parte de la conciencia que los individuos tienen de las razones que los mueven a actuar. A propósito de ello, no es gratuita la distinción que hizo Alfred Schutz (1974a: 88-108) entre los motivos “para” y los motivos “por qué” de una conducta. Mientras que los primeros son los que el actor suele reconocer como la finalidad de su acción, los que conscientemente lo motivan a actuar, los segundos, en cambio, raramente alcanza a percibirlos con plena conciencia; son experiencias acaecidas a lo largo de su vida que si bien quedaron inscritas en su biografía social únicamente pueden ser rescatadas por vía de la “revivencia” analítica. Precisamente, esta es la clase de motivos que resultan sociológicamente más significativos, dado que conducen al investigador a identificar las experiencias vitales más reveladoras del sentido adherido a la acción de los sujetos observados. Por medio de ellos accedemos a la sedimentación de las experiencias subjetivas anteriores, que llevan a la gente a actuar de la forma que les resulta más “natural” en un campo social determinado (Bartolucci, 2011).

El respaldo que brinda la obra de Max Weber (1994) a la concepción de Schutz es categórico. Cuando el primero investigó las relaciones entre la ética del viejo protestantismo y el desarrollo del espíritu capitalista no lo hizo esperando encontrar en alguno de los fundadores o representantes de esas comunidades religiosas expresiones de lo que denominó “espíritu capitalista”. Por el contrario, no supuso siquiera que algunos de ellos hubieran considerado como un valor ético aspirar a los bienes mundanos como un fin en sí mismo. Los objetivos y efectos prácticos de su doctrina eran consecuencias de motivos puramente religiosos. Los efectos culturales de la Reforma fueron, para el punto de vista concreto de Weber, consecuencias no previstas y no queridas del trabajo de los reformadores, a veces muy alejadas o incluso opuestas a todo lo que ellos se imaginaban (Weber, 1994: 105). Este mismo criterio lo convalidó al definir al sistema capitalista actual como un cosmos en el cual el individuo nace y que es para él, al menos como individuo, un caparazón prácticamente irreformable, dentro del cual tiene que vivir. El “mercado” le impone al individuo las normas de su actividad económica. El fabricante que actúe contra estas normas, de manera consciente o no, al igual que el obrero que no quiera o no pueda adaptarse a ellas, más allá del conocimiento que disponga de las mismas, se verán afectados indefectiblemente desde el punto de vista económico (Weber, 1994: 63).

No obstante la afanosa e ingeniosa búsqueda de factores sociales dentro de la actividad científica por parte del “programa fuerte”, este “intento multiforme de desacralizar la ciencia” (Vessuri, 1991: 62) no llegó a resolver satisfactoriamente la criticada disociación entre lo cognitivo y lo social. La falla principal de esta orientación innovadora, según Mario Bunge, fue pretender que el contenido o significado de toda idea científica sea social. A su juicio, el hecho de que Latour o Woolgar encontraran “una interconexión entre el conocimiento y el laboratorio no significa trasladarla a todos los aspectos que intervienen en la vida científica, y aún menos las atribuciones realizadas por Latour negando la distinción entre contexto y contenido, o las pergeñadas por Woolgar al fundir praxis con discurso” (Valero, 2004, p.108-109). Bunge conviene en que está claro que los hombres de ciencia no viven en un vacío social y en que la separación entre dimensión cognoscitiva y práctica es puramente analítica, pero de ahí a asumir los planteamientos de los sociólogos de la ciencia sería tanto como admitir que dado que los hombres tenemos necesidad del aire para respirar, ello permitiría inferir que estamos determinados por la atmósfera (Otero, 1998: 89-94).

La cimentación social de la ciencia

La posición de Bunge trae a colación una vieja polémica de los estudios históricos y sociales sobre la ciencia conocida como “externalismo-internalismo”, respecto de la cual es oportuno fijar una posición. Desde la perspectiva “externalista”, la ciencia se reduce a la condición de un mero epifenómeno de las condiciones sociales y económicas, o sea, es una expresión directa de las relaciones económicas y sociales en una época dada. El enfoque “internalista”, en cambio, limita el análisis del desarrollo de la ciencia al puro movimiento de las ideas, teorías y métodos científicos, y niega su conexión con la vida material y espiritual de la sociedad. Desde ese punto de vista, la ciencia representa una esfera aislada, completamente autónoma, que no depende de las condiciones sociales y económicas. Parece razonable pensar que ningún caso específico se somete exactamente a ninguno de los modelos colocados en antítesis (Otero, 1998: 89-94). El mensaje de Kuhn, en un intento por ablandar las durezas de la dicotomía, es elocuente:

Tanto los historiadores en general como los historiadores de la ciencia se quejan repetidas veces de que mi relación del desarrollo científico se basa exclusivamente en factores internos de las propias ciencias; que no logro inscribir a las comunidades científicas en la sociedad en que se sustentan y de la cual son extraídos sus miembros; y que por consiguiente doy la impresión de creer que el desarrollo científico es inmune a las influencias de los medios social, económico, religioso y filosófico en que se desarrolla. Claro está que mi libro tiene poco que decir sobre tales influencias externas, pero ello no se debe interpretar como negación de que existen (Kuhn, 1982, citado en Otero, 1998: 92).

En afinidad con la opinión de Kuhn y en concordancia con el argumento desarrollado en el ensayo, pienso que una dilucidación sociológica adecuada de la naturaleza social de la ciencia demanda considerar el problema en sus justos términos. Tanto daño hace la sobredeterminación de la sociedad sobre los hechos científicos como su desconocimiento. Por principio, no es necesario llevar ambas posiciones a tales extremos. Cuando se dice que el desarrollo de la ciencia tiene bases sociales, no es obligado pensar en determinaciones rígidas y directas. Asimismo, al afirmar que los prerrequisitos científicos son creados dentro de la ciencia misma no hay razones para negar que los mismos son construcciones humanas situadas social e históricamente. Retomando la idea de que las bases técnicas de la ciencia y sus cimientos éticos están en un mismo plano, el desafío de todo estudio sociológico de la ciencia consiste en elucidar su realidad como resultado de un proceso cultural peculiar e identificar los factores técnicos y morales que la legitiman. Dicho sea de otro modo, observar y analizar sociológicamente los hechos científicos implica reconocer la base de cimentación social que sostiene sus elementos cognoscitivos.

Sus deberes epistémicos expresan criterios cognitivos construidos, validados y transmitidos socialmente. Son los supuestos que están en la base de las famosas normas de Merton y también de los paradigmas científicos, como diría Kuhn después. El conjunto de valores que rigen la práctica científica se ha “naturalizado” a tal punto en la comunidad que no está a la vista de los actores. La adhesión moral ocurre porque se los cree como buenos en sí mismos, no porque regulen funcionalmente la distribución de oportunidades y recompensas. Merton refutaba la posibilidad de que su posición fuera criticada con base en un sinnúmero de contraejemplos, aduciendo que eso sería posible sólo si se confundía el nivel de las normas institucionales con el de los comportamientos individuales. De forma análoga, el hecho de que muchos conductores violen frecuentemente las normas de tránsito no elimina la existencia de un conjunto de normas de tránsito, que son las que nos permiten juzgar la conducta de los demás en tanto conductores (Márquez y Vilaró, 2014: 84).

Lo mismo sucede con las normas y valores que definen el ethos científico La obligación ética de hacer públicas las observaciones, las hipótesis y las teorías, sometiéndolas a una contrastación intersubjetiva e internacional, es parte constitutiva de las comunidades científicas. Por eso, los científicos han desarrollado lenguajes formales, aptos para expresar transculturalmente el conocimiento (Echeverría, 2004: 36). El conjunto de representaciones cognitivas, como observar, medir, enunciar, inferir, probar, etcétera, encierra el sentido de ser quienes son y de hacer lo que hacen. La vida cotidiana es lo que es y se desarrolla con todas sus diferencias y matices, porque el ejercicio práctico de la profesión les permite entenderse o disentir de acuerdo con las expectativas recíprocas que están configuradas dentro de un marco de referencia que les resulta tan habitual como significativo. Esta reflexividad constitutiva de las actividad científica implica una conjugación indisociable de lo práctico y lo cognitivo, de lo moral y lo técnico.

A manera de conclusión: una propuesta analítica

Para quienes nos dedicamos a la sociología de la ciencia, este enfoque teórico y metodológico es particularmente indicado, puesto que es la vía idónea para aumentar nuestro conocimiento sobre las bases sociales que apuntalan nuestros sistemas científicos, así como sobre las circunstancias históricas bajo las cuales se impulsan los procesos de cambio. Difícilmente podríamos explicar los procesos de cambio si antes no alcanzáramos a entender la estructura social que sostiene a la ciencia y los patrones de acción que desde la misma se reproducen sistemáticamente. Una estrategia analítica de este tipo requiere, ante todo, hacer a un lado la tentación intelectual de recurrir a las generalizaciones sociales para explicar mecánica, directa y unilateralmente los hechos observados. Hacerlo equivale a caer constantemente en ilusiones simplificadoras de la realidad social. Los factores sociales no están escindidos de las problemáticas individuales, son hechos vivos que forman parte de la realidad cotidiana de las personas. Acordemos con Wright Mills (1975) que cuando las clases suben o bajan, un hombre tiene trabajo o no lo tiene; cuando la proporción de las inversiones aumenta o disminuye, un hombre toma nuevos alientos o se arruina; cuando sobrevienen guerras, un agente de seguros se convierte en un lanzador de cohetes, un oficinista en un experto en radar, las mujeres viven solas y los niños crecen sin padre. Ni la vida de un individuo ni la existencia de una comunidad son comprensibles sin relacionar ambos niveles de la realidad.

Al no estar determinada, la conducta humana en sociedad nunca es completamente predecible, ni puede explicarse como producto mecánico de la obediencia o de la presión de las fuerzas estructurales. Por el contrario, en principio es siempre contingente. Indefectiblemente, el ejercicio de la significación de la realidad social representa un margen de libertad que, por mínimo que sea, pone de manifiesto una elección que supone una determinada valoración y una toma de posición frente a las restricciones y oportunidades que se presentan en la vida. Por lo mismo, se plantea la necesidad de considerar dichas generalidades a partir de la forma como son o fueron registradas, representadas y comunicadas socialmente por los propios sujetos en interacción permanente.

Asumamos que los protagonistas de la vida científica, como los de cualquier otro hecho social, son personas que en su vida cotidiana se ven obligados a responder a las demandas que se derivan de realidades personales complejas. Si se pierde de vista esta obviedad, lo cual es bastante frecuente, el observador queda situado frente a sus protagonistas como si sus vidas se redujeran solamente al costado que motiva su interés cognoscitivo particular. Observados fuera de la trama social en la que se hallan envueltos, los sujetos bajo estudio se convierten exclusivamente en estudiantes, maestros, científicos, obreros o empresarios, por mencionar algunos ejemplos. Lo más grave del caso es que, así, la actuación de los participantes siempre es entendida deductivamente como respuesta a las determinaciones unilaterales que impone el sistema social de referencia. Desde esa perspectiva, resulta imposible distinguir el valor y el significado que los sujetos le otorgan a la parte de su realidad que cae dentro del objeto de estudio y comprender el sentido compartido que asume para ellos en el complejo de sus respectivas problemáticas de vida.

El valor de un acervo empírico, sea documental o de campo, que remite a cualquier aspecto de la vida social e histórica de la ciencia reside, precisamente, en que facilita el acceso al sentido subjetivo que puede tener o haber tenido para sus protagonistas, quienes por diversas razones resultaron involucrados en procesos de interacción significativa delimitados socialmente. Como tales deben ser explicados a partir de la situación en que se hallan insertos en sus correspondientes ambientes y circunstancias históricas y sociales. Son varios los sociólogos contemporáneos que han hecho hincapié en este punto de vista. Tomemos por ejemplo el caso de Michel Crozier (1990). La base teórica de sus estudios sobre las organizaciones complejas descansa en el postulado de que el hombre, antes que nada, es un ser que actúa intencionalmente, capaz de perseguir metas y de enfrentarse a diversas situaciones manipulando los recursos que tenga a su alcance para conservar u obtener lo que desde su punto de vista considere valioso, así como de inventar alternativas en función de las condiciones y de los movimientos de los demás. Si admitimos que en toda sociedad el hombre dispone de un margen de libertad teóricamente irreducible para perseguir ciertos fines y hacer valer determinados intereses en interacción con los demás, resulta ilusorio querer buscar la explicación de sus comportamientos empíricamente observables en otro lugar que no sea la forma particular bajo la cual éste haya pasado a formar parte del tramado social al que se halla significativamente interconectado.

Esto no debiera llevar a pensar que se trata de comprender los hechos sociales a partir exclusivamente del individuo. Salida falsa que lleva a concebir la sociedad como si esta fuera una entidad abstracta y donde sus miembros actúan de forma aislada. Esta perspectiva teórica presupone equivocadamente que las personas poseen una libertad y una racionalidad ilimitadas, como si se tratara de actores soberanos y racionales que negocian libremente las condiciones de su participación social. La sociedad siempre debe considerarse como resultado de un conjunto de interacciones con significado compartido bajo condiciones siempre limitadas y contingentes. Y se ha dicho que todo hecho social supone una construcción humana que no tiene sentido más allá de la relación que han establecido sus integrantes, alrededor de algo cuyo valor e interés depende de puntos de vista diferentes. Así pues, en lugar de ignorar o exagerar la libertad y la racionalidad del actor, para restringirlas o ampliarlas después de manera arbitraria y abstracta, lo más eficaz es equilibrar el planteamiento para reconstruir la racionalidad y la libertad del sujeto, ligando su conducta al mundo social dentro del cual se le observa.

En términos del argumento desarrollado hasta aquí, los hechos científicos, en tanto que sociales, resultan ser realidades contingentes que emergen del entrecruzamiento de acciones intencionales llevadas a cabo bajo circunstancias históricas valoradas, representadas y actuadas desde ciertos puntos de vista. Tales acciones expresarían las limitaciones y posibilidades que los protagonistas, en su afán, perciben como parte consustancial de su realidad profesional inmediata. Lo esencial de un estudio social de la ciencia viene siendo, pues, comprender la génesis y reproducción de una forma de vida cognoscitiva particular, que ha sido configurada mediante el entrecruzamiento de innumerables acciones de personas con necesidades, intereses, recursos y oportunidades variables. La idea subyacente en este ensayo es que su participación y grado de incidencia en la evolución de los hechos en el marco de procesos históricos y sociales determinados han de tener bastante que ver con las diversas interpretaciones y decisiones que los participantes han debido tomar a partir de las condiciones culturales, políticas, sociales, intelectuales y económicas que los afectan.

En tal sentido, el manejo de la información recabada en una investigación sociológica sobre hechos científicos concretos tendrá como objeto medular, primero, revelar el sentido y significado de la conducta social de los sujetos involucrados, y segundo, configurar la situación analizada mediante el entrecruzamiento de las líneas trazadas desde los diferentes puntos de vista implicados en la trama. Para que la reconstrucción de los hechos adquiera mayor densidad, en la medida de lo posible será provechoso que las diversas fuentes de consulta a las que se tenga acceso se sostengan unas a las otras y se refieran mutuamente, apuntalando de esta manera el propósito de captar la historia haciéndose. Con la finalidad de contar con referentes que permitan establecer conexiones entre el tiempo corto y el largo, entre el acontecimiento y la estructura, la información obtenida por vía documental o directa ha de ser contextualizada en el marco de procesos sociales, políticos y económicos de mayor alcance y duración.

Al hablar de contexto no me refiero a la habitual introducción de esa dimensión de la realidad como mero antecedente histórico del problema de investigación, o bien, como un telón de fondo que se tiende para darle ubicuidad al movimiento de los hechos y personajes más cercanos. Me refiero a encontrar los lazos que integran a los protagonistas de nuestro objeto de estudio al mundo de vida al cual se hallan ligados significativamente. En términos operativos, esta premisa teórica está obligada a cumplir con el mandato de no aislar al actor del proceso social en el que participa. Un hecho social es parte del contexto de la misma manera que un pasaje literario es parte indisoluble del argumento de la obra. Hecho y contexto, al igual que otras antinomias como individuo y sociedad, interno y externo, centro y periferia, son partes constitutivas de un mismo tejido social elaborado con base en la interacción significativa de los participantes a diferentes niveles de la vida social. La trama resultante de este procedimiento analítico es la única vía válida que faculta al investigador a escalar dimensiones histórico-sociales superiores en procura de una reconstrucción más compleja de su objeto de estudio.

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1Durante mi larga incursión en el mundo de los astrónomos tuve la oportunidad de observar el manejo circunstancial de teorías inconmensurables y la naturalidad con que asumen su validez dentro de contextos diferentes. Como respondió un astrónomo a mi pregunta sobre qué teoría estaba vigente en su campo: “¡Todas!” (Bartolucci, 1999).

2Tanto uno como otro asumieron la carga teórica de todo lenguaje observacional y negaron que la ciencia crezca por acumulación simple de datos; ambos rechaza ron el método inductivo y acentuaron la importancia de la proliferación de conjetu ras audaces para su progreso (Iranzo, 1991: 30).

Recibido: 17 de Junio de 2016; Aprobado: 24 de Mayo de 2017

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