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Sociológica (México)

versión On-line ISSN 2007-8358versión impresa ISSN 0187-0173

Sociológica (Méx.) vol.32 no.91 Ciudad de México may./ago. 2017

 

Artículos de investigación

De la confrontación al aggiornamento en las relaciones entre Iglesia Católica y modernidad

From Confrontation to Aggiornamento in Relations between the Catholic Church and Modernity

Javier Gil Gimeno* 

*Profesor del Departamento de Sociología de la Universidad Pública de Navarra. Correo electrónico: fcojavier.gil@unavarra.es


Resumen:

El presente artículo pretende analizar sociológicamente dos hitos que nos permiten dejar constancia del tránsito de la vía de la confrontación a la vía del aggiornamento en las relaciones entre la Iglesia Católica y la modernidad: el Concilio Vaticano II y el inicio del papado de Francisco. El primero lo examinaremos a través del análisis en profundidad de dos de los textos más destacados elaborados a partir de los acuerdos conciliares: la constitución Gaudium et spes y la declaración Dignitatis humanae; el segundo, a través del estudio tanto de la imagen con la que se presenta Francisco ante la opinión pública como de dos documentos de su puño y letra: la exhortación apostólica Evangelii gaudium, primer texto promulgado durante su pontificado, y las palabras que dirigió al plenario antes de su elección como papa.

Palabras clave: Iglesia Católica; modernidad religiosa vía del aggiornamento; vía de la confrontación; hito; Concilio Vaticano II; papa Francisco

Abstract:

This article attempts to sociologically analyze two milestones that allow us to note the transition from confrontation to aggiornamento (renewal) in relations between the Roman Catholic Church and modernity: the Second Vatican Council and the early days of Pope Francis’s reign. The author examines the first by fully analyzing two of the most important texts to come out of the council’s deliberations, the Gaudium et spes and the Dignitatis humanae declaration. He looks at the second through a study both of Francis’s public image and two documents he wrote himself: the apostolic exhortation Evangelii gaudium, the very first text published during his papacy, and his speech to the plenary before his election as pope.

Keywords: Roman Catholic Church; religious modernity; aggiornamento; confrontation; milestone; Second Vatican Council; Pope Francis

Introducción

En diciembre del año 2013 la revista Time elegía al papa Francisco Person of the Year. Se trata de un reconocimiento que la publicación estadounidense otorga ininterrumpidamente desde 1927. En sus 87 ediciones, solamente encontramos a tres papas en la lista: Juan XXIII (1962), Juan Pablo II (1994) y al propio Francisco (2013). Sin duda, este hecho nos ofrece una medida del peso social que tiene la religión -en este caso la católica- en las sociedades actuales, como consecuencia de los procesos de secularización (Casanova, 2012; Martin, 1969), pero también consideramos que la elección de Francisco a los nueve meses de ser proclamado papa -Juan XXIII fue seleccionado cuatro años después y Juan Pablo II a los dieciséis- podría estar revelando determinadas cuestiones latentes o cierto humus de movimiento, transformación o cambio social. ¿Qué aporta Francisco con respecto a sus antecesores?, ¿su nombramiento responde a un cambio de estrategia en el seno de la Iglesia romana?, ¿su pontificado abre un nuevo proceso en el núcleo de la institución o da un nuevo impulso a otro ya iniciado? Estas y otras cuestiones son las que vamos a tratar de delimitar, definir y analizar en este trabajo.

Históricamente, las relaciones entre Iglesia Católica y modernidad se han caracterizado por la confrontación. La primera ha tenido serias dificultades para aceptar el nuevo papel que se le asigna en el contexto actual; la segunda imaginó -por lo menos en su fase primaria- un mundo en el que la religiosidad estaba destinada a desaparecer. Así, durante gran parte del periodo parecía existir una incompatibilidad ontológica entre lo moderno y lo religioso. Sin embargo, a partir de los años sesenta del siglo pasado comenzaron a surgir voces críticas en el contexto universitario -sobre todo en el estadounidense- cuestionando la veracidad de la relación indirectamente proporcional establecida entre la modernidad y lo religioso. Esas voces críticas han sido respaldadas paulatinamente por la observación empírica1 de la realidad. Los datos demuestran que ambas instancias no son incompatibles, no se excluyen mutuamente. En definitiva, que en la época actual siguen existiendo comportamientos y manifestaciones que tienen que ver con “lo santo” (Otto, 2012) o “lo espiritual” (Taylor, 2014) en términos generales, o con lo “religioso histórico”, tal como lo definió Robert N. Bellah (1964), en particular.

De acuerdo con lo comentado, podemos señalar que la época moderna no es capaz de zafarse de ninguno de los dos elementos asociados con lo religioso que diferencia Georg Simmel (2012): la religiosidad y la religión. Por un lado, no escapa de la primera porque -para el sociólogo alemán- se trata de un atributo característico de lo humano y, por lo tanto, se hace presente con independencia del contexto espacio-temporal concreto en el que nos encontremos. Como él mismo señala: "[La religiosidad] está secretamente supuesta en todas las presuntas derivaciones de ella” (Simmel, 2012: 107). Por otro lado, la modernidad tampoco puede evadir las religiones, las cuales serían “cristalizaciones” o “materializaciones” en espacios y tiempos concretos de eso que el autor define como religiosidad.

La constatación empírica de la presencia de “manifestaciones religiosas” en las sociedades secularizadas y modernas ha provocado un cambio en el enfoque que adoptan la mayoría de los análisis llevados a cabo por los sociólogos del hecho religioso. La idea de la inevitable tendencia hacia la desaparición de la religiosidad en el contexto moderno está siendo paulatinamente sustituida por la de transformación (Lenoir, 2005: 12).

Antes de adoptar definitivamente el enfoque de la transformación nos gustaría señalar que la asunción del paradigma de la incompatibilidad entre religión y modernidad no fue solamente una cuestión propia de los intelectuales o de los no creyentes: también los propios fieles y profesionales de la fe la hicieron suya. Lo que diferenciaba a unos de otros era que, en esa confrontación, los primeros abogaban por la modernidad (versus lo religioso) y los segundos abogaban por lo religioso (versus la modernidad).

De igual modo, incluso en el mismo periodo espacio-temporal en el que al interior del contexto universitario comenzaban a escucharse voces que abogaban por la persistencia de lo religioso en las sociedades seculares y, por lo tanto, por la necesidad de ofrecer nuevas miradas o enfoques de análisis sobre dicho fenómeno social (Berger, 2006 [1967]; Shiner, 1967; Martin, 1969), la Iglesia Católica2 comienza a aceptar que la vía de la confrontación no le reporta beneficios, sino todo lo contrario: la aleja del día a día de la sociedad, de sus inquietudes y preocupaciones. A partir de entonces entiende que la modernidad es el contexto en el que debe articular su labor y construir su discurso, esto es, el espacio y el tiempo donde tiene que desarrollar su propuesta de religiöse leben. Esta adquisición de conciencia es la base que permite el proceso de cambio que vamos a analizar en el presente escrito.3

Ahora bien, ¿sobre qué “imperativos” se articula el mundo moderno?:

Éstos dimanan de las hondamente arraigadas nociones morales de libertad y benevolencia, y de la afirmación de la vida corriente […]. Como herederos de ese desarrollo sentimos particularmente perentorias las demandas de la justicia y la benevolencia universales; somos particularmente sensibles a las pretensiones de igualdad; sentimos las demandas de la libertad y la autonomía como axiomáticamente justificadas, y consideramos como algo extraordinariamente prioritario el evitar la muerte y el sufrimiento. Pero bajo ese acuerdo general existen profundas fisuras en lo que concierne a los bienes constitutivos y, por consiguiente, a las fuentes morales que apuntalan esos parámetros […]. El mapa distribuye las fuentes morales en tres grandes ámbitos: la original fundamentación teísta para dichos parámetros; un segundo ámbito que se centra en el naturalismo de la razón desvinculada, que en nuestros tiempos adopta formas cientificistas; y un tercer haz de opiniones que halla sus fuentes en el expresivismo romántico, o en alguna de las sucesivas visiones modernistas (Taylor, 2006: 669-670).

Taylor concluye la idea anterior con una frase que es fundamental para comprender la trascendencia del cometido que nos hemos propuesto: “La unidad original del horizonte teísta se ha hecho añicos, y las fuentes se encuentran ahora en distintas fronteras, incluyendo nuestras propias facultades y naturaleza” (2006: 670).

Desde esta perspectiva, una de las cuestiones fundamentales que ha tenido que asumir el catolicismo en su paso de la vía de la confrontación a la del aggiornamento ha sido que ya no es ni la única instancia articuladora del sentido de los seres sociales, ni tiene por qué serlo y que, en consecuencia, si quiere tener un espacio social propio desde donde difundir su mensaje debe presentarse ante los individuos en situación de concurrencia competitiva con otros modos -igualmente legítimos y que pueden ser no religiosos- de construcción del sentido. Como señala Peter Berger: “El resultado es que la tradición religiosa, que antes era autoritariamente impuesta, ahora es un producto que depende del marketing. Tiene que ser vendida a una clientela que ya no está obligada a comprar” (Berger, 2006: 198). Más allá de que estemos o no de acuerdo con la metáfora economicista empleada por Berger, detrás de ella se esconde una cuestión esencial para comprender la modernidad: el individuo se sitúa en el centro del imaginario colectivo sustituyendo a la deidad. Desde este momento, el actor social investido de valor, de sacralidad -tal como argumenta Hans Joas (2014) en una de sus últimas publicaciones-, tiene la obligación de elegir ese “destino inescapable”4 del que nos habla Alberto Melucci (2001); esto es, tomar los mandos de su biografía. El reverso de la moneda es lo que hemos señalado un poco más arriba: si las diferentes instancias de sentido quieren ser elegidas deben presentarse de forma atractiva y en situación de concurrencia competitiva ante el sujeto.

Así pues, el agotamiento de la vía de la confrontación provoca el surgimiento de una segunda vía, la que José Casanova ha definido como aggiornamento (adaptación), en este caso del catolicismo al contexto de la modernidad (Casanova, 2012). Este segundo camino se inaugura formalmente en el contexto del Concilio Vaticano II (1959-1965),5 primer fenómeno que analizaremos.

A pesar de que consideramos al hito conciliar como el punto de partida del proceso de cambio que estamos presentando, cabe observar que en los más de cincuenta años que han transcurrido desde su clausura se ha producido una gran cantidad de tensiones, de estiras y aflojas entre los diversos colectivos y grupos de presión que forman parte de la Iglesia Católica romana, lo que ha provocado que el tránsito hacia la vía del aggiornamento no haya sido todo lo lineal que hubiera cabido esperar al analizar en profundidad los textos conciliares. Si realizamos un breve análisis sociohistórico del desarrollo de los diferentes papados desde el fin del Concilio Vaticano II -fundamentalmente los de Juan Pablo II y Benedicto XVI-,6 caeremos en la cuenta de que traslucen o bien una falta de consenso en torno a algunos aspectos recogidos en los documentos elaborados a partir del debate, o bien la existencia de diferentes líneas interpretativas en torno a lo que significa el tránsito de la confrontación hacia el aggiornamento respecto de la modernidad. Entendemos que si bien los pontificados de Juan Pablo II y de Benedicto XVI combinan elementos característicos de la vía de la confrontación con otros propios del aggiornamento y de la nueva vía, la llegada de Francisco anuncia un cambio en los modos de proceder, ya que parece apostar por los elementos característicos de la vía de la adaptación y, por ende, de la transformación. En este sentido, Francisco lleva a cabo un doble ejercicio que se revela fundamental: por un lado, pone el acento en aquellos aspectos propios del catolicismo romano que conectan más fácilmente con las preocupaciones de las personas y colectivos sociales -ya sean creyentes o no- de la época actual; cuestiones como la solidaridad, la lucha contra las injusticias -sean políticas, económicas o religiosas-, la doctrina del amor fraterno, el respeto por la naturaleza, etcétera, adquieren paulatinamente un mayor peso en el discurso eclesiástico; por otro lado, aparta del foco central una serie de cuestiones que tienen que ver con la ortodoxia, la dogmática y la doctrina de la fe, y otras que chocan con la sensibilidad del ciudadano medio actual, como pueden ser la posición de la institución ante el aborto o ante la homosexualidad. Algunos de tales aspectos retirados del foco central por Francisco son capitales para comprender los pontificados tanto de Juan Pablo II (aborto) como de Benedicto XVI (la doctrina de la fe).

Ahora bien, que se aparten del reflector principal tales asuntos no significa que desaparezcan de la escena eclesiástica. De hecho, hasta el momento pocos han sido los cambios estructurales que Francisco ha introducido en la institución con respecto a sus antecesores. La idea que subyace de fondo, tras este segundo hito, es que el nuevo equipo papal apuesta por lo que une a la modernidad y al catolicismo y vela lo que los separa. La diferencia con quienes lo precedieron es que éstos no tuvieron la habilidad o la voluntad de llevar a cabo este doble ejercicio.

Partiendo de la anterior reflexión el trabajo que proponemos se centra en el análisis de los dos hitos identificados en los términos que señalamos a continuación: el primero, a partir del análisis de la constitución Gaudium et spes y de la declaración Dignitatis humanae, dos de los principales documentos elaborados durante el encuentro conciliar, que recogen las conclusiones más importantes del mismo; el segundo, a través del estudio de la imagen con la que se presenta Francisco ante la opinión pública, del primer documento promulgado durante su pontificado -la exhortación apostólica Evangelii gaudium- y de un breve análisis de las palabras que dirigió al plenario antes de su elección como papa.

El hito conciliar

Quiero abrir las ventanas de la Iglesia

para que podamos ver hacia afuera

y los fieles puedan ver hacia el interior.

JUAN XXIII

El Concilio Vaticano II nació con una doble vocación: adaptar la institución a la realidad de la época y, a partir de ello, conseguir una mayor cercanía respecto de las necesidades y preocupaciones de los fieles. Como se puede observar en la cita seleccionada como motto introductorio de este apartado, Juan XXIII7 detecta una clara desconexión entre la institución que hereda y las preocupaciones e intereses de los sujetos y colectivos sociales de la época. Como muestra de ello, cabe señalar que su predecesor, el papa Pío XII (1939-1958), desarrolló su tarea eclesiástica siempre en el seno del Vaticano: nunca realizó labor pastoral en parroquias y, por lo tanto, nunca entró en contacto directo con las preocupaciones y necesidades de los feligreses. Fue un papa de la corte y para la corte; su labor siempre estuvo orientada internamente (todo lo contrario que la figura del actual papa, curtido en la labor parroquial).

En cambio Juan XXIII era consciente de que se había producido ese distanciamiento o desconexión entre la élite eclesiástica y la masa de fieles, y de que era creciente. Además, la época no era tan propensa a la evangelización -fundamentalmente por los procesos de secularización- como lo fueron otras. Quizás los papas pre-modernos podían permitirse no salir de su torre de marfil; quizás también lo pudieron hacer aquellos que habitaron la “modernidad sólida”, así denominada por Zygmunt Bauman (2003). Sin embargo, a mediados del siglo pasado, Juan XXIII comprendió que la Iglesia se encontraba en un momento crítico. La vía de la confrontación no proporcionaba los resultados esperados, sino todo lo contrario. De ahí la necesidad de “abrir las ventanas”; esto es, de que la institución no sólo fuera permeable a las dinámicas de cambio, sino que, de algún modo, las hiciera suyas. Juan XXIII parecía advertir que si no se acometía dicha tarea, la Iglesia como institución, como “cristalización de religiosidad” en los términos de Simmel (2012), podría estar en peligro de desaparición.

Este diagnóstico es el motor que llevó a convocar en 1959 el Concilio Vaticano II, inaugurado oficialmente el 11 de octubre de 1962. Constó de cuatro sesiones que se alargaron durante más de tres años y en las que participaron un total de 2,450 obispos. Como dato destacado, diremos que fue el primer concilio de la historia en el que participaron prelados no europeos. La clausura se produjo el 8 de diciembre de 1965. El encargado de llevarla a cabo fue Pablo vi, ya que para entonces Juan XXIII había fallecido.

Una vez introducido el apartado, y para llevar a buen puerto el cometido que nos hemos propuesto, nos vamos a centrar en el análisis de dos ideas que nos permiten identificar la celebración del Concilio Vaticano II como un hito del proceso que estamos analizando: La libertad religiosa proclamada en la declaración Dignitatis humanae y la orientación eclesiástica al servicio del hombre, base de la constitución pastoral Gaudium et spes.

La libertad religiosa en Dignitatis Humanae 8

La declaración Dignitatis humanae (DH) fue uno de los últimos documentos elaborados y sancionados por los participantes en el Concilio Vaticano II. Se presentó -al igual que Gaudium et spes- sólo un día antes de su clausura oficial. De su análisis en profundidad extraemos cuatro cuestiones que nos ayudan a comprender la magnitud del cambio de orientación que está a punto de producirse en la Iglesia romana. Detengámonos brevemente en cada una de ellas:

Libertad religiosa como derecho civil

En esta idea encontramos el primer gesto de la Iglesia conciliar hacia la vía del aggiornamento. Al situar la libertad religiosa dentro de los derechos civiles, los expertos reunidos legitiman -aunque sea implícitamente- el contrato social existente en la época y aceptan sus reglas de juego, subordinando la libertad religiosa a los principios sobre los que se erige dicho pacto social. “El derecho a la libertad religiosa se ejerce en la sociedad humana y, por ello, su uso está sujeto a ciertas normas que lo regulan” (DH 7).

Ese contrato social se articula a partir del reconocimiento del sujeto humano como eje de la realidad, como valor en sí mismo, portador de una serie de derechos inalienables y ser que convive con otros. “El derecho a la libertad religiosa está realmente fundado en la dignidad misma de la persona humana […], este derecho de la persona humana ha de ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad, de tal manera que llegue a convertirse en un derecho civil” (DH 2).

La Iglesia se presenta como una institución al servicio del conjunto de la sociedad, y no ya como un poder que se sitúa por encima de los sujetos y colectivos que no forman parte de ella. Significa libertad para que las personas profesen un credo independientemente de cuál sea éste. Significa, en definitiva, un reconocimiento implícito -no explícito, ya que supondría una afrenta directa a las bases sobre las que se instituye la visión del mundo de la Iglesia- del papel clave que desempeña el individuo en la modernidad. Como bien señalan autores de la talla de Ulrich Beck, Anthony Giddens, Scott Lash (Beck, Giddens y Lash, 2008) y el propio Bauman (2003), el proceso de individualización es una de las señas de identidad de lo moderno.

Libertad religiosa y los ámbitos público y privado

Esta segunda idea nos sitúa en uno de los centros del debate sociológico en torno a los espacios que ocupa o debe ocupar la religión en el mundo moderno. Algunos autores han puesto el acento en el hecho de que los diferentes procesos de cambio social han provocado que la religión haya sido desplazada al ámbito de lo privado íntimo (Luckmann, 1973; Davie, 1995; Beck, 2009); otros observan que, aunque se haya producido un proceso de privatización de lo religioso, la religión no sólo sigue teniendo presencia pública en sus formas tradicionales, sino que la era moderna permite el afloramiento de nuevas formas públicas -y también privadas- de religión (Bellah, 1967; Berger, 2006; Casanova, 1994; Mathiez, 2012).

La posición conciliar con respecto a esta cuestión es clara: la autoridad civil debe asegurar la libertad religiosa en los ámbitos público y privado. Entiende que ambos espacios son territorio abonado tanto para el believing como para el belonging, haciendo un juego de palabras con el título de la obra de Grace Davie (1995). Así, defiende la protección de la libertad religiosa en lo privado “porque el ejercicio de la religión, por su propia índole, consiste, sobre todo, en los actos internos voluntarios y libres, por los que el hombre se relaciona directamente con Dios” (DH 3); pero igualmente en lo público “las comunidades religiosas tienen también el derecho de que no se les impida la enseñanza y la profesión pública, de palabra y por escrito, de su fe” (DH 4).

En este contexto, la Iglesia romana entiende que, para desempeñar con garantías su nuevo rol, es fundamental que su mensaje tenga una presencia en el ámbito público y que esté adaptado a las demandas sociales actuales. Para poder ser una alternativa real -esto es, para poder competir-, tiene que tener presencia social más allá de la profesión íntima de la fe y de la relación establecida con su dios. Sin esa presencia social activa, enmarcada en los retos de la sociedad cotidiana, la religión católica se sabe condenada al ostracismo. Subrayamos de nuevo el plural asociado a la idea de comunidades religiosas, ya que implica el reconocimiento explícito de la existencia de diferentes formas de profesar un sentimiento religioso, de su legitimidad como formas válidas de dar sentido a la vida de las personas y colectivos, y de su posición de igualdad con respecto a la cosmovisión eclesiástica.

Libertad religiosa como base para las relaciones pacíficas y la concordia en el género humano

Situarse en la escena social cotidiana implica ser partícipe de los valores de los sujetos y colectivos, y parte activa en los debates sociales que se producen. Uno de los principales ideales ilustrados es la búsqueda y establecimiento de sociedades pacíficas en las que la violencia ocupe un espacio residual delimitado legal y estatalmente (Weber, 1993); ocupe un espacio residual no delimitado legalmente (reductos de salvajismo en las sociedades racionales); o no ocupe espacio social. Autores como Adorno y Horkheimer (2001) y Bauman (1998) nos han hecho conscientes de las trágicas consecuencias que tuvo convertir el valor del pacifismo en “imperativo categórico” de las sociedades modernas, pero la Iglesia que escribe la declaración Dignitatis humanae, además de presentar un credo y un modo de vida particulares, enarbola principios que van más allá de la pertenencia a una comunidad de creyentes y se sitúan en un contexto más amplio: el de la defensa de los derechos humanos y de las preocupaciones fundamentales de la sociedad global. Tiene claro cuál es su espacio social -que no es otro que el moral ideal- y en él tienen cabida cuestiones como la concordia y las relaciones pacíficas: “Por consiguiente, para que se establezcan y consoliden las relaciones pacíficas y la concordia en el género humano, se requiere que en todas las partes del mundo la libertad religiosa sea protegida por una eficaz tutela jurídica” (DH 15). Lo que subyace detrás de esta afirmación es que la Iglesia ha aceptado la tesis de la diferenciación funcional de espacios sociales (Luhmann, 2009; Casanova, 2012), y no sólo eso, sino que la ha hecho suya, dirigiéndose a la masa desde ese nicho particular.

El individuo como unidad a partir de la que se articula la libertad religiosa

El giro de la Iglesia hacia el reconocimiento de la libertad religiosa como derecho civil revela que el sentido social ya no se articula exclusivamente a partir de ella como institución. Ahora bien, ¿desde qué premisas se articula el sentido social? El artículo tres nos da una respuesta clara y meridiana: “Por lo tanto, cada cual tiene la obligación y por consiguiente también el derecho de buscar la verdad en materia religiosa”. Se reconoce una vez más la soberanía del individuo en todas las cuestiones asociadas con su biografía. “Dios tiene en cuenta la dignidad de la persona humana que Él mismo ha creado, que debe regirse por su propia determinación y gozar de libertad” (DH 11). A través de esta idea comprobamos que la Iglesia acepta el giro cosmovisional propiamente moderno, que sitúa al actor social en el centro del imaginario colectivo sustituyendo a la divinidad. Ahora bien, aunque nos pudiera parecer que esta nueva muesca en el tránsito hacia la vía del aggiornamento podría hacer tambalear los cimientos de la institución eclesiástica, desviando el debate hacia una tensión propiamente reformada -esto es, la existente entre individuo e Iglesia-, debemos señalar que en ningún caso la intención del documento analizado es que el individuo sustituya a la Iglesia como instituto de salvación9 -según la definiría Weber (1993)-, sino ensalzar su papel en el nuevo escenario abierto por el Concilio Vaticano II.

La orientación eclesiástica al servicio del hombre en Gaudium Et Spes

La Constitución pastoral Gaudium et spes (GS) es un documento extenso -consta de 93 artículos- a través del cual se concretan las principales cuestiones declaradas previamente en Dignitatis humanae. La fundamental, sin lugar a dudas, es la orientación eclesiástica al servicio del ser humano:

Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión para que así busque espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a éste, alcance la plena y bienaventurada perfección. La dignidad humana requiere, por tanto, que el hombre actúe según su conciencia y libre elección, es decir, movido e inducido por convicción interna personal y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa (GS 17).

En Gaudium et spes podemos observar un giro discursivo que nos traslada de un mensaje centrado fundamentalmente en el dogma a otro centrado en las principales preocupaciones y debates sociales. Es el modo que elige la Iglesia para acercarse a los que ya son fieles, pero que se habían alejado debido a las dificultades de la institución para hacer llegar su discurso a las sociedades modernas y también para captar nuevos adeptos en un contexto de pluralidad de oferta religiosa. Ahora bien, más allá de lo que acabamos de comentar a nivel introductorio, ¿cuáles son las preocupaciones en las que se pone el acento en Gaudium et spes? Nos vamos a concentrar, fundamentalmente, en cuatro.

Vocación universalista y aceptación de la diferencia

La Iglesia que se presenta a través de los documentos del Concilio Vaticano II no sólo dirige su mensaje hacia la humanidad -algo que, aunque novedoso en términos de modernidad, es una vocación universalista que siempre ha estado de fondo en el catolicismo-, sino que lo hace desde la consideración del resto de instancias de sentido -sagradas y profanas- como modos legítimos e igualmente válidos de acceso a la verdad. Esta segunda cuestión es, sin duda, la más novedosa. “Por ello, el Concilio Vaticano II se dirige ahora no sólo a los hijos de la Iglesia Católica y a cuantos invocan a Cristo, sino a todos los hombres y mujeres” (GS 2). “El Concilio aprecia con el mayor respeto cuánto de verdadero, de bueno y de justo se encuentra en las variadísimas instituciones fundadas ya, o que incesantemente se fundan en la humanidad” (GS 42).

Con esta afirmación abandona su clásica postura monopolística -que ya hemos avanzado en el análisis de Dignitatis humanae- como única instancia proveedora de certezas y sentido de la existencia. Sin duda, esto pone las bases para el tránsito de la vía de la confrontación con los otros-que-no-somos-nosotros -los infieles religiosos y profanos- hacia otra de adaptación a una realidad sincrética en la que conviven diferentes formas de comprender y experimentar los sucesos de la vida cotidiana. Con ello, la Iglesia Católica hace un esfuerzo por acomodar su estructura a las condiciones en las que la religiosidad puede ser materializada en las sociedades actuales. Se acerca a lo que señala Beck cuando comenta -aunque él no lo hace en referencia a lo católico romano, sino a la religiosidad en general- que “el Dios personal de la religiosidad individualizada no conoce en cambio infieles, pues no conoce verdades absolutas, jerarquías, herejes, paganos o ateos. En el politeísmo subjetivo del ‘Dios personal’ hay sitio para muchos dioses” (Beck, 2009: 134). Esto es: para muchas verdades. También podemos encontrar detrás de esta adaptación el paradigma del pluralismo que defiende el último Berger (2014).

Defensa de los derechos humanos y de la paz

La cuestión de los derechos humanos y de la paz aparece como uno de los fundamentos jurídicos y morales a partir de los que se articula la dignidad humana: “Toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona […] debe ser vencida y eliminada por ser contraria al plan divino […]. Estas formas de discriminación son contrarias a la justicia social, a la equidad, a la dignidad de la persona humana y a la paz social e internacional” (GS 29). Términos como “justicia social”, “equidad”, “paz social” y “dignidad de la persona humana” van a ser cada vez más recurrentes en el discurso católico romano. Esta actitud “ha alterado radicalmente la dinámica tradicional de las relaciones Iglesia-Estado y el papel de la Iglesia tanto a nivel nacional como transnacional” (Casanova, 2012: 387).

La Iglesia romana deja de ser un actor principalmente en cada Estado nacional para convertirse en uno mundial, en un contexto de modernidad y globalización:

Este proceso de globalización se expresa principalmente en tres nuevas direcciones: en la publicación cada vez más extensa de las encíclicas papales que tratan […] cuestiones de la vida secular y del mundo laico que afectan a toda la humanidad;10 en el papel cada vez más activo y directo del papado en los conflictos internacionales y en temas relacionados con la paz mundial, el orden mundial, la política mundial; y en la visibilidad pública de la figura del papa como el sumo sacerdote de una nueva religión civil universal de la humanidad y como el primer ciudadano de una sociedad civil global (Casanova, 2012: 380).

El papa se convierte así en un referente moral para fieles y no fieles, debido a que se transforma en una de las figuras defensoras de los valores morales predominantes de la modernidad. Utiliza lo que originariamente le sirvió para llevar a cabo un proceso de diferenciación con respecto al judaísmo y otras religiosidades de tipo pagano con el fin de, en el contexto actual, realizar el proceso contrario, esto es, de integración con los valores propios de la sociedad actual.

Aspectos relacionados con la vida económico-social

Lo económico es un elemento fundamental para comprender el funcionamiento de las sociedades modernas. En la actualidad, el modelo económico imperante es el capitalista, un sistema que, como sabemos, por sí mismo no sólo no reduce desigualdades sociales, sino que las acentúa y, en el peor de los casos, las engendra. Sin ir más lejos, los Estados del bienestar nacen como “manos visibles” que buscan corregir las profundas desigualdades sociales que genera el mercado capitalista libre.

Observamos en este sentido una de las paradojas de la sociedad moderna, a la vez que una tensión entre dos valores fundamentales de nuestro-ser-en-el-mundo: la que se establece entre la igualdad y la libertad (en este caso económicas).11 Potenciando la libertad, en muchas ocasiones ponemos frenos a la igualdad, y viceversa. Detrás de los equilibrios que se tratan de establecer entre estos dos valores encontramos gran parte de las principales preocupaciones, cuestiones clave y tensiones de la agenda social moderna. Como hemos visto anteriormente, la Iglesia romana se convierte en garante de las libertades individuales y religiosas. Ahora bien, en el terreno de la vida económico social aparece como un agente moral global que denuncia las injusticias y desigualdades que surgen o se acentúan como consecuencia de los modos de producción y distribución de los bienes económicos y, a la vez, defensora de la persona humana en tanto que eje de la vida social y religiosa. El conflicto entre ambas esferas es evidente. Este es el motivo por el que los redactores de Gaudium et spes se ven obligados a hacer un ejercicio de equilibrismo para no lesionar ninguno de los dos valores: “En la vida económico social deben respetarse y promoverse la dignidad de la persona humana, su entera vocación y el bien de toda la sociedad” (GS 63). “Para satisfacer las exigencias de la justicia y de la equidad hay que hacer todos los esfuerzos posibles para que desaparezcan lo más rápidamente posible las enormes diferencias económicas que existen hoy” (GS 66).

Aspectos relacionados con la vida en la comunidad política

En este sentido, la constitución pastoral se centra en dos cuestiones que no son baladíes: la comunidad política como salvaguarda de los derechos de los individuos y su diferenciación respecto de la Iglesia. Detengámonos brevemente en cada una de ellas.

En lo que respecta a la idea de la comunidad política como salvaguarda de los derechos de los individuos, el artículo 74 señala lo siguiente: “La comunidad política nace para buscar el bien común, en el que encuentra su justificación plena y su sentido, y del que deriva su legitimidad primigenia y propia”. Por lo tanto, la comunidad política debe ser garante de los derechos de las personas. Aunque no lo señale explícitamente, la Iglesia posconciliar sugiere que el modelo de comunidad política -esto es, de salvaguarda de los derechos civiles, políticos y sociales- es la democracia. “Se reprueban también todas las formas políticas, vigentes en ciertas regiones, que obstaculizan la libertad civil o religiosa” (GS 73).

La sugerencia de adhesión a la democracia que acabamos de analizar concuerda con la atmósfera general que envuelve el paso de la vía de la confrontación a la del aggiornamento. Decíamos en la introducción que los elementos doctrinarios más polémicos, o que chocan con los valores del contexto moderno, no desaparecen tras el Concilio Vaticano II ni con la llegada de Francisco, sino que -como si de una estrategia de marketing comunicativo se tratara- pasan a un segundo plano. Lo que se hace es poner el acento en otras cuestiones en las que sí existe una consonancia o cercanía entre la Iglesia y el resto de la sociedad. Los redactores de los documentos conciliares saben que una alianza total con los valores actuales puede comprometer el futuro de la institución. Son conocedores de que la actual es una fase más en la historia de la humanidad, y que, como tal, algún día dejará paso a otros valores y modos de comprender el papel que debe desempeñar el ser humano. Y la Iglesia, como cualquier institución que ha estado presente en otros momentos de la historia, tiene vocación de seguir presente una vez haya bajado el telón de la época moderna. Como diría Weber (1993), la vocación de la Iglesia como institución es sacerdotal y no profética. Como tal, busca el mantenimiento del dogma, no su abolición o la instauración de uno nuevo. Por ese motivo considera tan importante adaptar su discurso como que los chalecos y botes salvavidas estén en perfecto estado cuando haya que utilizarlos. Para ello, hay que revisarlos periódicamente. La actual necesidad de aggiornamento anuncia más aggiornamento en el futuro.

Como hemos señalado, en Gaudium et spes aparece otra cuestión fundamental en términos de relación entre Iglesia y comunidad política, que ya ha aparecido en el análisis de Dignitatis humanae: la defensa de la diferenciación de esferas, uno de los ejes sobre los que se articula tanto la modernidad como la secularización (Luhmann, 2009; Casanova 2012; Taylor, 2014). “La Iglesia, por razón de su misión y de su competencia no se confunde en modo alguno con la comunidad política ni está ligada a sistema político alguno. La comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno” (GS 76). La Iglesia hace suya la idea de la diferenciación funcional de esferas y con este acto renuncia a uno de los caballos de batalla de la vía de la confrontación.

En resumen, Gaudium et spes desarrolla los principios de dignidad humana y libertad religiosa que se presentan en Dignitatis humanae. Éstos, como hemos podido comprobar a lo largo del apartado, en ocasiones son complementarios y en otras generan una serie de paradojas y tensiones difíciles de resolver, tanto a nivel social en general como religioso en particular. Experimentar estas tensiones y paradojas es otro signo inequívoco más de que el aggiornamento se está llevando a cabo.

El hito de Francisco

¿Quién soy yo para juzgar?

PAPA FRANCISCO

Entendemos que la llegada de Jorge Mario Bergoglio al trono de san Pedro ha supuesto un nuevo impulso en el proceso de transición de la vía de la confrontación hacia la del aggiornamento, motivo por el cual lo consideramos un segundo hito del mismo. En las siguientes páginas vamos a argumentar por qué lo concebimos así. Bergoglio investido, re-nacido -tal como señala Weber (1993)- en Francisco, parece apostar decididamente por seguir la senda abierta durante el encuentro conciliar, dejando de lado -no eliminando- alguna de las principales resistencias -fundamentalmente doctrinales- del pontificado de sus antecesores. Si bien es cierto que la maquinaria de transformación de la institución vaticana se puso en marcha con el Concilio Vaticano II, también lo es que la Iglesia parecía estar a la espera de un nuevo Juan XXIII; esto es, de una nueva figura que apostase decididamente por la vía del aggiornamento en un contexto salpicado por escándalos y corruptelas en el seno de El Vaticano. Esa figura parece ser Francisco, un pontífice que lleva zapatos desgastados, que ha renunciado a los lujosos aposentos vaticanos, que es el primer papa sudamericano de la historia, primero no europeo desde el año 714, primero que pertenece a la históricamente polémica orden de los jesuitas y que tiene una labor pastoral muy asociada con la vida parroquial y, por momentos, próxima a la teología de la liberación.12

Para reflexionar sobre la figura de Francisco como hito del proceso que estamos analizando vamos a realizar un doble ejercicio. En un primer momento estudiaremos de manera más descriptiva una serie de cuestiones que hemos denominado “de forma” o “de imagen”, tales como su lema, la elección de su nombre, su vestimenta, etcétera; posteriormente, vamos a centrarnos en cuestiones que hemos llamado “de fondo”; esto es, aspectos relacionados, fundamentalmente, con sus primeros pensamientos y escritos. En tal sentido, nos detendremos con especial interés en su primer documento publicado como pontífice:13 la exhortación apostólica Evangelii gaudium.14

Cuestiones relacionadas con la forma

Podría considerarse baladí reservar un apartado al análisis de asuntos relacionados con la forma en la que se presenta Francisco. Pero entendemos que no atender a este tipo de aspectos en una sociedad caracterizada -entre otras cosas- por lo que Giovanni Sartori (1998) denominó homo videns es dejar sin estudiar gran parte de la realidad en la que el actor social interactúa. Como moderno líder de masas que es -y esto es algo de lo que también era muy consciente Juan Pablo II-, el papa sabe que la apariencia es parte del discurso. Francisco esta consciente que es un homo observāns, que está continuamente siendo observado, escrutado por el homo videns, ese “Gran Hermano” que es la sociedad de masas.

Intensificado por los escándalos que aparecieron al final del pontificado de Benedicto XVI,15 el lugar común tiende a identificar a la curia vaticana por una alianza con el poder y la riqueza, que se materializa en una gran distancia entre su realidad y el día a día del resto de fieles. Para transformar esa mirada y que su discurso vuelva a tener presencia social, la Iglesia romana sabe que debe romper con parte de las pomposidades y los fastos históricamente asociados a ella. Tiene claro que el discurso debe ir acompañado de acciones y gestos. En este sentido, entendemos que la figura de Francisco -y posiblemente aquí encontremos gran parte de los motivos por los que consideramos que su llegada al trono de san Pedro es un segundo hito en el proceso de aggiornamento- trata de romper con dicho lugar común.

Vemos a un pontífice ataviado con la clásica vestimenta papal blanca -símbolo de pureza-, que destaca sobremanera debido a la escasez de ornamentos que le acompañan. Si comparamos la apariencia de Francisco en este campo con respecto a, por ejemplo, la de Benedicto XVI, su predecesor inmediato, nos daremos cuenta de que el estudio de la “forma” que estamos realizando es pertinente. Detengámonos brevemente en los dos complementos principales que porta el papa Francisco: una cruz y un anillo.

En lo que respecta a la cruz, el análisis gira en torno a tres cuestiones: el material del que está hecha, la imagen que aparece en ella y el rechazo de la cruz tradicional. La cruz que porta el papa Francisco es de hierro, material menos noble que el oro, del que estaban elaboradas tanto la de Juan Pablo II como la de Benedicto XVI. Francisco parece querer enviar un mensaje que repite en cada una de sus alocuciones: la mía no es la iglesia del lujo, sino la de los pobres. Detrás de su apuesta se filtra una crítica al distanciamiento que ha llevado a cabo la institución vaticana con respecto a la labor para la que está llamada, según la entiende él. También la imagen que aparece en la cruz ha generado mucha controversia. Y es que en ella no se ve al Jesús crucificado clásico, sino lo que la iglesia denomina “el buen pastor” -otro de los epítetos asociados con Jesús-, aquel que deja a su rebaño para ir a buscar a la oveja descarriada. Esto se une al rechazo de la cruz tradicional, el cual es, en sí mismo, un signo de cambio, de transformación.

El anillo del pescador es otro de los signos que nos permiten identificar al Papa como cabeza de la institución eclesiástica. Se denomina así en referencia al oficio de san Pedro que, según los evangelios (Mateo, 16: 18), fue designado por Jesús como su sucesor y fundador de su Iglesia. En torno al utilizado por Francisco hay dos aspectos que queremos comentar brevemente: el material del que está hecho y el uso que le da el papa actual. Siguiendo la línea de austeridad que comentábamos, el pontífice -rompiendo con una tradición asentada- pidió que el metal del que se hiciera su anillo del pescador -en el que aparece san Pedro con las llaves del paraíso, su iconología clásica- no fuera oro, sino plata dorada. Aquí encontramos una diferencia con respecto a la cruz, ya que -a primera vista- el anillo de Francisco parece de oro… pero no lo es. Es de hecho la única distorsión entre su apariencia y el mensaje de humildad y pobreza que quiere transmitir. Por otra parte, el uso que le da también nos mueve a la reflexión. Revisando la portada de la revista Time (Chua-Eoan y Dias, 2013) en la que se le eligió Person of the Year, nos damos cuenta de que no lleva el anillo del pescador, sino uno plateado con una sencilla cruz. Si, como hemos señalado, el anillo de san Pedro es uno de los signos que nos permiten identificar al sumo pontífice de la Iglesia romana, resulta cuando menos curioso que no lo porte en ningún momento del reportaje de 29 páginas que le dedica Time. Según marca la tradición, solamente hay un día al año en el que el papa no debe llevar el anillo: Viernes Santo (cuando los cristianos conmemoran la muerte de Jesús). Como vemos, Francisco ha roto esa tradición.

Sin duda, la Iglesia ha sido una de las instituciones que mejor ha utilizado los medios de comunicación disponibles en cada época de la historia. A través del fasto, majestad y grandeza de las catedrales e iglesias los fieles adquirían conciencia de la desproporción de lo divino con respecto a lo humano, del misterio tremendum et fascinans del que habla Otto (2012). El fiel se sentía abrumado y sobrecogido por el “hogar de Dios”. Del mismo modo, las representaciones de escenas bíblicas en los capiteles de los claustros de las catedrales estaban adaptadas a una mayoría social que no sabía leer ni escribir y prestas para que el sacerdote ejerciera su rol de instructor con los fieles. A Juan Pablo II se le conocía como el Papa Viajero. Son famosos sus encuentros con los periodistas en el avión durante los tránsitos de un país a otro y numerosos los reportajes realizados a escala internacional con motivo de sus viajes. Viajar y dejar constancia de ello como forma de comunicación. Francisco ha heredado esta costumbre, tan característica del papa polaco.

Una vez analizados la vestimenta y ornamentos de Francisco vamos a centrarnos en dos cuestiones que también nos permiten entender cómo busca presentarse ante la sociedad: su nombre y su lema pontificio. Señala Weber:

[...] la idea de renacer en cuanto tal es muy antigua y se encuentra desarrollada de un modo clásico en la creencia mágica en los espíritus. La posesión del carisma mágico supone casi siempre un renacimiento: toda la educación específica de los magos y de los héroes guerreros por él, y el modo específico de llevar la vida del primero, tiende al renacimiento, a asegurarse la posesión de una fuerza mágica por medio del “rapto” extático y de la posesión de una nueva “alma” que tiene como consecuencia, casi siempre, un cambio de nombre: podemos considerar como un vestigio el cambio de nombre que se opera en la consagración de los monjes (Weber, 1993: 419-420).

Con la adopción del nombre Francisco, el papa lleva a cabo un doble re-nacimiento: como persona y como líder espiritual. Nosotros nos vamos a centrar en el segundo aspecto, ya que está directamente asociado con la investigación que estamos llevando a cabo. El nombre de Francisco nos remite al santo medieval homónimo nacido en Asís (1181-1226), que pasó a la historia hagiográfica por ser el fundador de la Orden de los Franciscanos, por su renuncia a los bienes materiales y por una vida austera dedicada a los más pobres y desfavorecidos. Sin duda, haber elegido tal nombre es una declaración de intenciones. La apuesta que, como veremos, Francisco hace por una Iglesia centrada en el mensaje de misericordia y amor al prójimo y orientada hacia los más desfavorecidos es profundamente coherente con la vida y obra del santo de Asís. Tampoco es casual la elección si consideramos que Francisco Javier fue uno de los fundadores de la orden jesuita, a la que pertenece el papa.

El lema también nos ofrece una medida de la orientación que el pontífice quiere dar a su papado. Lo primero que debemos destacar es que conserva el mismo que utilizaba como obispo: “Lo miró con misericordia y lo eligió”. De esta frase conviene observar dos cuestiones: su condición de elegido, la idea de un destino controlado por una fuerza superior; y la de misericordia y de orientación de la Iglesia hacia los pobres. Misericordia significa etimológicamente “tener corazón” (cordis) con los “desfavorecidos”, con la “miseria” (misere).

Cuestiones relacionadas con el fondo

Una vez analizado lo relativo a la forma, pasemos a profundizar en lo concerniente al “fondo”. Para ello, nos centraremos en dos textos donde Francisco ha expuesto algunas de las líneas maestras de su papado: el discurso que pronunció ante el Plenario de Cardenales durante el cónclave de su elección como papa y la exhortación apostólica Evangelii gaudium. Comencemos por el primero.

El diario argentino Clarín (2013) se hizo eco de un documento privado filtrado por el cardenal cubano Jaime Ortega a una página web católica. Éste, escrito de puño y letra por el entonces cardenal Bergoglio, se articula sobre tres ideas fundamentales que, como veremos, también están presentes en la exhortación Evangelii Gaudium:

  1. La evangelización como razón de ser de la Iglesia: “La Iglesia está llamada a salir de sí misma e ir hacia las periferias, no sólo las geográficas, sino también las periferias existenciales: las del misterio del pecado, las del dolor, las de la injusticia, las de la ignorancia y prescindencia religiosa, las del pensamiento, las de toda miseria” […] “Cuando la Iglesia no sale de sí misma para evangelizar deviene autorreferencial y entonces se enferma [...]. Los males que, a lo largo del tiempo, se dan en las instituciones eclesiales tienen raíz de auto-rreferencialidad, una suerte de narcisismo teológico”.

  2. Apertura al cambio: “Esto debe dar luz a los posibles cambios y reformas que haya que hacer para la salvación de las almas”.

  3. Atributos que debe poseer un papa. Para finalizar, el argentino habló sobre las condiciones personales del futuro pontífice: “[debe ser] un hombre que, desde la contemplación de Jesucristo y desde la adoración a Jesucristo, ayude a la Iglesia a salir de sí hacia las periferias existenciales, que la ayude a ser la madre fecunda que vive de la dulce y confortadora alegría de evangelizar”.

Comentemos brevemente cada una de las ideas presentadas por Francisco. Antes es pertinente señalar que, aunque los pobres y humildes están presentes implícitamente en el discurso -fundamentalmente a través del concepto de periferias existenciales- no existe ninguna referencia explícita a los mismos en su documento de presentación ante el resto de cardenales. La primera idea que destaca en el documento es que, para Francisco, la evangelización es la razón de ser de la Iglesia. Aquí se desliza una crítica, ya que si es preciso recordar que “salir de sí misma e ir hacia las periferias” es el objetivo de la Iglesia, es porque no se está haciendo. De ahí que Bergoglio hable de “autorreferencialidad” y de “narcisismo teológico”. La segunda idea cae por su propio peso: si la tarea de la Iglesia es evangelizar y, por diversos motivos, se ha perdido de vista que este es su objeto principal, habrá que llevar a cabo una serie de reformas, transformaciones o cambios para retornar a la dirección adecuada. Así, llegamos a la última idea: el papa es el encargado de pilotar la nave de una Iglesia que debe centrarse en su tarea esencial, la evangelización.

Lo que hay de fondo en la idea de evangelización es una apertura hacia el conjunto de la sociedad, en especial hacia los más desfavorecidos. Bergoglio entiende que una iglesia moderna es una comunidad de fieles (Durkheim, 2003) que se sabe en un contexto donde el sujeto está situado en el centro del imaginario colectivo y donde la religiosa es una esfera más entre otras que pugnan por ser atractivas para el actor social.

Evangelii gaudium (EG)16 es el primer documento redactado completamente durante el papado de Francisco; es una exhortación apostólica, esto es, tiene menor rango que una encíclica. Ahora bien, se trata de un documento extenso -142 páginas- en el que se plantean cuestiones ya presentes en otros escritos posconciliares. Nuestro análisis se va a centrar en torno a dos de ellas: La reforma de la Iglesia en salida misionera y la dimensión social de la evangelización.

La primera cuestión camina de la mano del punto inicial del discurso pronunciado ante los cardenales durante el cónclave: la vocación evangelizadora de la Iglesia, idea que ya tenía en mente Juan XXIII. Como se señala en la exhortación número 27: “Sueño con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para la autopreservación”. Ahora bien, ¿sobre qué pilar o pilares debe articularse la vocación misionera? La respuesta es clara y directa en un contexto de crisis económica mundial: “la misericordia es la mayor de todas las virtudes” (EG 37).

Ahora bien, ¿a quiénes debería privilegiar? “Cuando uno lee el Evangelio, se encuentra con una orientación contundente: no tanto a los amigos y vecinos ricos sino sobre todo a los pobres y enfermos […]. Hoy y siempre, los pobres son los destinatarios privilegiados del Evangelio” (EG 48).

En segundo lugar, Francisco orienta la dimensión social de la evangelización en torno a dos valores fundamentales: la inclusión social de los pobres y la paz. Para el pontífice, tanto los menesterosos como su inclusión social deben ser el eje sobre el que se articula la labor eclesiástica. “Quiero una Iglesia para los pobres” (EG 198). “Lo cual implica tanto la cooperación para resolver las causas estructurales de la pobreza y para promover el desarrollo integral de los pobres, como los gestos más simples y cotidianos de solidaridad ante las miserias muy concretas que encontramos” (EG 188). ¿A qué se refiere cuando habla de resolver las causas estructurales de la pobreza? El Papa, como portavoz religioso-moral que es, apunta directamente a las desigualdades que genera el actual modelo económico. Para el pontífice, la inequidad es la causa de la pobreza, por lo que debe ser eliminada (EG 202).

Una vez reducidas estas causas estructurales Francisco emite un mensaje de salvación intramundana a través de la creación de una especie de “ciudad de dios” en la Tierra. Se trata de otro claro signo de apuesta por la vía del aggiornamento a la modernidad. La vida terrena deja de ser un “valle de lágrimas”, un lugar de sufrimiento y de paso hacia un prometido espacio mejor, y se convierte en uno de los objetos principales de preocupación para el creyente.

“Nuestro sueño vuela más alto. No hablamos sólo de asegurar a todos la comida, o un ‘decoroso sustento’, sino de que tengan ‘prosperidad sin exceptuar bien alguno’ ” (EG 192). La idea de “prosperidad sin exceptuar bien alguno” nos remite al universo del no-lugar, de la esperanza y promesa de salvación religiosa que, por otro lado, es el ámbito donde se mueve el discurso eclesiástico. Ahora bien, esto no es óbice para tener en cuenta, como diría Bauman, que la vida social “es una versión siniestra de un juego de sillas que se juega en serio” (Bauman, 2006: 12). Toda cristalización social genera un adentro y un afuera; éste es un axioma sociológico básico que nos remite a nuestra naturaleza liminar (Simmel, 1986; Turner, 1988), social y ambivalente (Bauman, 2005). Es importante señalar que la mirada sociológica y la religiosa sobre la realidad son diferentes. Independientemente de que el discurso de Francisco encaje o no con los márgenes de acción e interacción de los sujetos y colectivos sociales, debemos remarcar que este mensaje está en concordancia con una de las mayores preocupaciones a escala global de las personas que habitan la realidad social actual y de las instituciones construidas y re-producidas por ellas. Se nos podrá decir que en el discurso de la Iglesia siempre han estado presentes los pobres. Entonces, ¿cuál sería la novedad que aporta el papado de Francisco al respecto? La respuesta es algo presente a lo largo de todo este escrito: que el foco principal se ha puesto sobre ella y que en otros papados ese foco ha estado centrado en otros aspectos.

Para Francisco, la paz también es una cuestión esencial en Evangelii gaudium. Por ello señala que ésta “no puede entenderse como un irenismo o como una mera ausencia de violencia lograda por la imposición de un sector sobre los otros” (EG 228). La receta del pontífice para la consecución de la paz es la misma que ofrecía para acabar con la exclusión social de los pobres: la resolución de las causas estructurales que generan la violencia. Aquí volvemos a encontrarnos con el mismo muro sociológico que analizábamos en lo que respecta a la pobreza: ¿Realmente puede ser erradicada la violencia? Una de las tareas fundamentales que se ha abordado a través de la acción social a lo largo de la historia ha sido su contención. Ya sea a través de lo sagrado (Girard, 1995) o del Estado (Weber, 1993), las sociedades han sentido la necesidad de poner puertas al campo de la violencia. Detrás de esta concienzuda labor social parecen vislumbrarse dificultades para llevar a buen término la labor ética que exige el pontífice.

Conclusión

Al comienzo del presente escrito apuntamos que su objetivo era analizar el paso de la vía de la confrontación a la vía del aggiornamento en las relaciones entre Iglesia y modernidad a través de dos hitos o momentos clave: uno situado en la convocatoria y posterior celebración del Concilio Vaticano II; otro en la llegada al trono de san Pedro del papa Francisco.

El primer hito lo hemos estudiado a través del análisis en profundidad de dos de los principales documentos resultantes del debate que se llevó a cabo en las sesiones celebradas en Roma entre 1962 y 1965: la constitución Gaudium et spes y la declaración Dignitatis humanae. En ambas adquieren protagonismo dos principios que permiten un acercamiento entre las posturas moderna y eclesiástica: la orientación de la Iglesia al servicio del hombre proclamada en Gaudium et spes y la libertad religiosa establecida en Dignitatis humanae (basada en la dignidad del ser humano). Los dos principios son fundamentales para comprender la vida moderna y nos remiten, en primer lugar, a lo cotidiano en sí mismo, o -utilizando la terminología de Weber (1983)- a la aceptación definitiva por parte de la Iglesia de la vía intramundana como camino de salvación; y en segundo lugar, a cuestiones clave de su agenda (la moderna), como son los procesos de individualización o la articulación, respeto y defensa de las libertades y de los derechos civiles de los individuos y, por lo tanto, de la diversidad e igualdad de las personas.

Debemos señalar también que es la Iglesia la que decide iniciar este proceso de aggiornamento y de abandono de la vía de la confrontación. Cuando convoca el Concilio, Juan XXIII es consciente de que tanto las normas como las prácticas del juego social han cambiado y de que si la Iglesia quiere seguir teniendo presencia social en un contexto de secularización y de progresivo debilitamiento de la creencia y práctica religiosas (Casanova, 2012) debe iniciar un proceso de reflexión que la lleve posteriormente a re-definir sus líneas básicas de actuación a mediano o largo plazos. Parece entender, como afirma Guy Debord, “que los hombres se parecen más a su tiempo que a su padre” (Debord: 1990: 32), en este caso a su madre -la Iglesia-, y que la religión, como bien dice Durkheim (2003), es una representación colectiva.

El segundo hito lo hemos situado en el inicio del pontificado de Francisco, y lo investigamos a través de dos aspectos: aquellos relacionados con la forma en que se presenta ante la sociedad, y los asociados con los primeros textos publicados, fundamentalmente la exhortación Evangelii gaudium y el discurso que dirigió ante el plenario del cónclave momentos antes de ser elegido papa. El análisis de la forma revela una apuesta decidida por la sencillez y por la misericordia; esto es, por tener corazón (cordis) con los desfavorecidos (miser), tal como reza su lema. Ello no significa que sus predecesores hubieran dejado de lado la misericordia o la cercanía con los pobres, sino que no habían puesto el foco tan resueltamente sobre este aspecto. Los aspectos concernientes a la forma nos devuelven una correspondencia entre apariencia y mensaje que ayuda a reforzar este último. Si bien el análisis ofrece indicios sobre la orientación del mensaje de Francisco, no nos permite llegar tan lejos como para afirmar que el inicio de su pontificado es un hito en el proceso analizado. Por este motivo resulta fundamental a nuestro propósito aportar algún argumento de mayor peso y, a partir de ahí, utilizar el estudio de la forma como complemento del mismo. Dicho argumento nos lo proporciona primordialmente Evangelii gaudium. En esta exhortación, Francisco apuesta por la evangelización como raison d´être de la Iglesia y por su dimensión social, la cual debe estar centrada en erradicar las desigualdades sociales -principalmente la pobreza- producidas por la economía de mercado y la violencia, entendidas como los males sociales por excelencia. En el trasfondo del discurso de Francisco encontramos tanto la orientación eclesiástica al servicio del hombre como el principio de la dignidad humana, proclamas surgidas de la labor realizada en el Concilio Vaticano II.

Para considerar este segundo hito como tal es importante hacer referencia al contexto en el que Francisco fue elegido como sumo pontífice. El final del papado de Benedicto XVI se vio envuelto en una serie de escándalos directamente vinculados con la Iglesia Católica -pederastia, corrupción, espionaje-, los cuales favorecieron el caldo de cultivo adecuado para elegir a una figura que apostara por un cambio en el rumbo de los acontecimientos. Tales escándalos eran atentados contra la dignidad y la libertad humanas y, por lo tanto, contra la orientación eclesiástica hacia el ser humano, leitmotivs de los documentos elaborados durante el Concilio Vaticano II. Entendemos que no es casual que entre las primeras tareas que emprendió Francisco estuviera pedir perdón por los errores cometidos por la Iglesia a lo largo de la historia y orientar17 su pontificado a los más desfavorecidos por causa de la violencia y las injusticias económicas (según hemos visto en Evangelii gaudium).

Ello no significa que los papados de -principalmente- Juan Pablo II y Benedicto XVI fueran involucionistas o contra conciliares, ya que sería faltar a la verdad, entre otras cosas porque entendemos que existe una solución de continuidad entre los dos hitos. Tanto es así, que Francisco responde en el mismo sentido cuando se le pregunta por Pablo VI, quien sucedió a Juan XXIII en la dirección del concilio y el responsable último de los textos analizados:

Es un hombre que se adelantó a la historia. Y sufrió, sufrió mucho. Fue un mártir. Y muchas cosas no las pudo hacer, porque como era realista sabía que no podía y sufría, pero ofrecía ese sufrimiento. Y lo que pudo hacer lo hizo. Y qué es lo que mejor hizo Pablo VI: sembrar. Sembró cosas que después la historia fue recogiendo. Evangelii gaudium es una mezcla de Evangelii nuntiandi y el documento de Aparecida. Cosas que se fueron trabajando desde abajo. ElEvangelii nuntiandi es el mejor documento pastoral posconciliar y no ha perdido actualidad (Caño y Ordaz, 2017).

Para que se produzca dicha solución de continuidad es necesario que los papados intermedios hayan proseguido, en alguna medida, la vía iniciada en el evento conciliar.

Lo que convierte a los dos aspectos estudiados en hitos del proceso de tránsito de la Iglesia Católica hacia el aggiornamento es su apuesta por esta vía por encima de otros aspectos, como pueden ser los doctrinales o dogmáticos. Ahora bien, el hecho de que podamos denominarlos “hitos” no significa que su impacto sobre las realidades católica y social en general sea similar. El anclaje del primer hito es mucho más sólido que el del segundo. La convocatoria y la celebración de un concilio en el seno de la Iglesia es un acontecimiento que afecta a toda su estructura interna y tiene trascendencia más allá de sus muros (como ocurre con los cónclaves de elección del nuevo pontífice). En consecuencia, tanto los acuerdos alcanzados como su transmisión tienen un marcado carácter formal y normativo que afecta a toda la institución eclesiástica. De momento, Francisco no ha planteado una reunión conciliar, posiblemente porque sigue creyendo que la vía iniciada en el Vaticano II es la adecuada para la Iglesia actual; se ha centrado en publicar documentos pontificios y en lanzar mensajes que apuestan por el aggiornamento cada vez que tiene la ocasión. Por lo tanto, la trascendencia del segundo hito -siempre en los términos analizados- es menor que el del primero.

Por otro lado, a pesar de que ya se habían producido movimientos en favor del aggiornamento en el seno de la Iglesia previos a la convocatoria del Concilio, su carácter formal y oficial hizo que se convirtiera en una coordenada lo suficientemente estable para que partiera de ella el análisis de un proceso de transformación en esta institución social. Su carácter de inicio le fortalece con respecto al segundo hito, el de Francisco, que refuerza o intensifica la apuesta realizada previamente. También es cierto que podemos hablar del Concilio como un hito al que podemos acceder en conjunto, como un hecho terminado (aunque sigan debatiéndose sus conclusiones), mientras que el papado de Francisco está vigente, lo cual nos debe hacer cautos a la hora de establecer conclusiones excesivamente contundentes.

Y es que, como ocurre con todo hecho social -y este evidentemente también lo es- las conclusiones siempre son “hasta próximo aviso”.

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1Para comprobarlo, véanse tanto las últimas revisiones realizadas por la Fundación Bertelsmann (Pickel, 2013) como los datos que arrojan las sucesivas oleadas de la Encuesta Mundial de Valores (disponibles en su sitio en internet: <http://www.worldvaluessurvey.org/wvsonline.jsp>)

2Como cualquier institución social, la Iglesia es porosa a los debates y en ella hay cabida para la heterogeneidad de posturas y opiniones. Cuando hablamos del paso de la vía de la confrontación a la del aggiornamento estamos haciendo referencia a un cambio de estrategia en el modo en el que la Iglesia se relaciona con el mundo y con sus procesos hegemónicos. Esto no implica que no existieran voces críticas o favorables, esto es, que no existiera debate en torno a la vía de la confrontación. Debate que ha seguido existiendo tras la apuesta por la vía del aggiornamento.

3No es objeto del presente escrito fechar el inicio del proceso que lleva a la Iglesia Católica de la vía de la confrontación a la del aggiornamento, sino analizar -en los términos propuestos- dos hitos del mismo. Entendemos que, para que surgiera un debate como el que se estableció durante el Concilio Vaticano II, previamente se estaban produciendo movimientos ‘tectónicos’ tanto a nivel institucional como a nivel del catolicismo de base. Los procesos de cambio social no se producen de forma repentina en ninguna institución social, tampoco en la Iglesia. Ahora bien, una vez dicho lo anterior y en lo que respecta al desarrollo de este trabajo, la convocatoria y el desarrollo conciliar nos sirven a modo de ancla, de hito, de indicio sólido a partir del cual analizar objetivamente dicho paso de la confrontación al aggiornamento. Para adquirir conciencia de los movimientos ‘tectónicos’ previos a la celebración del Concilio véanse: G. Alberigo (1999); y J. Komonchak (1999: 155-330).

4La “elección como destino” de la que nos habla Melucci, o la incapacidad humana para escapar de ella, no nos remite a un horizonte cerrado. Como hemos visto con Taylor y también señala Berger (2014), el horizonte previo se ha hecho “añicos” y, como si de los fragmentos de un espejo roto se tratase, se ha generado un nuevo marco espacio-temporal abierto a la pluralidad de modos y formas de comprender la existencia social.

5Consideramos necesario aclarar que, a pesar de que el Concilio se inauguró el 11 de octubre del año 1962, hemos optado por proponer la fecha de 1959 como extremo inferior del intervalo, ya que es el momento en el que Juan XXIII lo convoca, inaugurando un proceso de reflexión que va más allá de las sesiones que se alargaron durante más de tres años.

6Además de los pontificados de Juan Pablo II (1978-2005) y Benedicto XVI (2005-2013) tuvieron lugar los de Pablo VI (1963-1978) y Juan Pablo I (1978).

7Nombrado Person of the Year por la revista Time en 1962, en pleno Concilio Vaticano II, lo que nos proporciona un indicio más para defender la solución de continuidad entre el primer y el segundo hitos analizados en este escrito.

8Todas las reseñas que hacen referencia al articulado tanto de la declaración Dignitatis humanae como de la constitución pastoral Gaudium et spes están extraídas de la sección “Documentación” de la página electrónica oficial del Vaticano: (http://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/index_sp.htm).

9Sería interesante estudiar cómo afecta esta nueva realidad al principio extra ecclesiam nulla salus, uno de los motivos que llevaron a la ruptura protestante.

10Tal como estamos analizando en este artículo.

11Este fenómeno ha sido descrito por Manuel Fernández Enguita en el terreno de la sociología de la educación como aprendizaje del desdoblamiento. Para profundizar en esta idea, véase Fernández (1986).

12En lo que respecta a la relación de Bergoglio con la teología de la liberación o del pueblo existen ciertas “lagunas biográficas” que hacen que apostemos -por considerarlo más adecuado y para no caer en errores en un aspecto que no es central en el desarrollo de este escrito- por el término “proximidad”, antes que por otros como “pertenencia”.

13Queremos dejar constancia de que en el proceso de evaluación y edición del presente artículo, el pontífice ha publicado los siguientes documentos que, por motivos obvios, no se analizan en él: la encíclica Laudato si (2015), la exhortación apostólica Amoris laetitia (2016) y la constitución apostólica Vultum Dei quaerere (2016).

14Previamente se publicó la encíclica Lumen fidei, pero se trata de un documento cuya autoría principal se atribuye a Benedicto XVI, quien había escrito la mayor parte del mismo cuando renunció a su cargo.

15En este sentido es fundamental señalar que la renuncia de Benedicto XVI y la llegada de Francisco se produjo en un contexto de gran agitación y crisis en el seno de la institución eclesiástica: espionaje, robo de documentos por parte del mayordomo del pontífice, cese del presidente del Banco del Vaticano por “irregularidades en la gestión”, la aparición en la escena pública de numerosos casos de pederastia cometidos por sacerdotes, etcétera

16Todas las reseñas que hacen referencia a las diferentes exhortaciones están extraídas de la sección de “Documentación” de la página web oficial de El Vaticano: (http://w2.vatican.va/content/francesco/es/apost_exhortations/documents/papa-francesco_esortazione-ap_20131124_evangelii-gaudium.html).

17No es nuestra intención afirmar que la Iglesia haya orquestado un lavado de imagen de cara a la opinión pública, sino que ha elegido un perfil de pontífice que durante su labor religiosa ha mostrado sintonías con el camino iniciado formalmente en el Concilio Vaticano II.

Recibido: 18 de Febrero de 2016; Aprobado: 27 de Enero de 2017

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