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Sociológica (México)

On-line version ISSN 2007-8358Print version ISSN 0187-0173

Sociológica (Méx.) vol.32 n.91 Ciudad de México May./Aug. 2017

 

Artículos de investigación

La construcción y el peso del discurso racial en México. El caso de los jóvenes estudiantes en la ciudad de León, Guanajuato

The Conformation and Weight of Racial Discourse in Mexico. The Case of Young Students in the City of León, Guanajuato

Carmen Rosa Rea Campos* 

*Profesora-investigadora del Departamento de Gestión Pública y Desarrollo, División de Ciencias Sociales y Humanidades, Universidad de Guanajuato, Campus León. Correo electrónico: careacbo@yahoo.com


Resumen:

El artículo trata de responder las siguientes preguntas: ¿cuál es el peso de las categorías raciales en las relaciones cotidianas de la población joven leonesa?, y ¿cuál es el tipo de racismo que opera en regiones mestizas, con escasa población indígena? Desde una perspectiva sociológica, distinguiendo conceptualmente racialismo, racialización y racismo, y a partir de encuestas sobre representaciones sociales y prácticas de discriminación racial, realizadas en preparatorias del municipio de León, Guanajuato, el estudio demuestra la presencia de un doble discurso: el de la igualdad y el de la otrificación, además de un predominio del lenguaje racializador que media las relaciones y las representaciones sociales de los jóvenes. En este contexto el racismo opera de forma sutil; se hace explícito cuando una posible relación de proximidad proyecta la ruptura de la distinción social.

Palabras clave: racismo; racialismo; racialización; jóvenes; indígenas; Guanajuato

Abstract:

This article attempts to respond to the following questions: 1) What is the weight of racial categories in day-to-day relations of young people in León? and, 2) What kind of racism exists in mestizo areas with little indigenous population? The study is done from a sociological point of view, conceptually distinguishing between racialism, racialization, and racism, and is based on surveys on racially discriminatory social representations and practices carried out in high schools in the municipality of León, Guanajuato. The results show the presence of a dual discourse: equality versus othering. It also uncovers the predominance of racializing language that ties together young people’s relations and social representations. In this context, racism is subtle; it becomes explicit when a possible close relationship projects a break in the social distinction.

Keywords: racism; racialism; racialization; young people; indigenous people; Guanajuato

Introducción

Algunos autores consideran que el racismo constituye el lado subjetivo de la exclusión social, mientras que la desigualdad formaría su dimensión objetiva (Bokser, 2007). En todo caso, la correspondencia entre desigualdad social, pobreza y racismo es estrecha; es decir, existe una mayor probabilidad de que quienes experimentan situaciones de privación material (desigualdad), enfrenten a su vez situaciones de privación de derechos, negación, desprecio o rechazo -discriminación-, evidentes o sutiles, a causa de ciertos signos corporales construidos socialmente (Segato, 2007; Wade, 1997) y asociados con comportamientos supuestamente genéticos y atribuidos a determinados grupos (Gellner, 2005: 89).

Dar cuenta de la discriminación y de su complejidad en México fue el objetivo central de la Encuesta Nacional sobre Discriminación (Enadis), realizada en dos ocasiones (2005 y 2010). Los resultados de ambos estudios sostienen que las prácticas de discriminación hacia determinados grupos sociales aún persisten. Según estos documentos, quienes experimentan tal situación son los adultos mayores (40%), los indígenas (15.5%) y las personas con discapacidad (14.6%), a nivel nacional. Las estadísticas sobre el estado de Guanajuato no distan mucho de los datos nacionales y parecen no arrojar la proporción que tiene este fenómeno en metrópolis como Guadalajara, Monterrey y la Ciudad de México. Sin embargo, este tipo de estudios presenta por lo menos tres problemas.

Primero, las encuestas ponen énfasis en las percepciones de los sujetos otrificados que experimentan la discriminación, sin abordar a los sujetos que la ejercen. Hay escasa información sobre quiénes son los ejecutores de actos de exclusión; cuáles son los elementos o representaciones sociales a los que recurren para establecer una relación racialmente asimétrica con otros individuos; cuál es la tipología en términos de clase, origen étnico, educación y grupos de pertenencia de los sujetos -individuales y colectivos- que ejercen rechazo y/o negación sobre los grupos sociales vulnerables. Si desconocemos el perfil del que está al otro lado de la relación, ¿cómo podemos enfrentar este problema social?

El segundo problema es que el punto de análisis que toman en consideración estos estudios es la discriminación. Se parte del supuesto que ésta y el racismo se implican mutuamente, aunque las teorías enfatizan que tales conceptos no son equivalentes. La discriminación es una entre diversas formas de expresión del racismo (Wieviorka, 1992), y tampoco se agota en él. Definida como un trato diferencial que causa un efecto negativo en la persona sobre quien se ejerce (Casaús, 2009), el término “discriminación” se emplea indistintamente para señalar prácticas e ideologías de negación del “otro” totalmente diferentes, como racismo, clasismo, xenofobia, sexismo, fundamentalismo y otras fobias que, en determinados contextos, pueden estar articuladas, pero no necesariamente (Moreno, 1994). Por tanto, al partir de una noción tan amplia no sólo se tiende a confundir fenómenos distintos -discriminación y racismo- sino a trivializarlos y convertirlos en conceptos vacíos, donde cabe todo y no cabe nada.

El tercer problema está vinculado con el efecto de los espacios y contextos donde se reproducen las prácticas de discriminación y los racismos. Aunque este tipo de estudios pone énfasis en algunos condicionamientos estructurales donde los sujetos experimentan situaciones de discriminación,1 poco nos dice del entorno y sus efectos en la particular forma en que opera el racismo. No es lo mismo hablar de racismo en Chiapas o Michoacán que en Guanajuato, a pesar de que a lo largo de los siglos XIX y XX compartieron viejos discursos eugenetistas pre y posrevolucionarios (Urías, 2007) y políticas asimilacionistas basadas en la ideología y práctica del mestizaje (Castellanos, 1994; 2001 y 2012). Las categorías étnicas, raciales y de clase, y las configuraciones entre ellas, inciden de distinta manera sobre los ejes de dominación que determinan las relaciones cotidianas, no sólo por la composición étnica de las poblaciones, sino también por cómo enfrentan de diferente manera los cambios y continuidades estructurales -económicos, políticos y sociales- que experimentan. Tales particularismos permiten hablar de racismo en situaciones en las que no hay población indígena o ésta es tan reducida que difícilmente interactúa con la no indígena, o aun cuando cotidianamente la gente no utilice el lenguaje del racismo, ni apele al discurso del mestizo en tanto que factor diferencial en términos raciales, como sí sucede en otras regiones de México, por ejemplo Chiapas.

Con base en lo señalado, en este artículo nos interesa contestar a las siguientes preguntas: ¿cómo opera el lenguaje racializado y los imaginarios raciales en poblaciones históricamente sin relación con indígenas originarios, ahora enfrentadas a un reciente fenómeno de emigración de indígenas procedentes de pueblos étnicos de diferentes estados del país?, ¿cuál es, en dicho escenario, el peso de las categorías raciales en las relaciones cotidianas de la población joven leonesa? El artículo se divide en seis secciones: la primera está dedicada a una necesaria discusión teórica y metodológica. La segunda a una descripción del contexto leonés. Las cuatro restantes pretenden responder a las preguntas formuladas, a partir de la interpretación comprensiva de los datos obtenidos de la encuesta a jóvenes adolescentes sobre racialización y racismo en la ciudad de León, Guanajuato.

Las condiciones necesarias pero no suficientes del racismo

Cuando uno estudia un tema tan elusivo como el racismo es necesario someter a discusión los presupuestos teóricos que implica, más si se trata de un fenómeno que por su complejidad puede fácilmente desplazarnos hacia la sociología espontánea (Bourdieu, Passeron y Chamboredon, 2008). Parte de este ejercicio consiste en establecer una distinción conceptual entre racialización, racialismo y racismo.

La racialización y el racialismo, afirma Alejandro Campos (2012), son dos procesos sociales que contribuyen al lenguaje racial en la vida cotidiana. El primero constituye el proceso por el cual se produce lo racial o las razas, mientras que el segundo traduce la diversidad étnica en términos raciales al percibirlas como fácticas. Debido a la racialización los cuerpos, los grupos sociales, las culturas y etnicidades son producidas como si pertenecieran a diferentes categorías de sujetos, cargadas de una naturaleza ontológica que las condiciona y estabiliza (Miles, citado en Campos, 2012: 286). Es el proceso por el cual los grupos sociales son pensados como razas, al dar un sentido racial (biológico o genético( a factores que tienen naturaleza histórica, como las costumbres, la lengua, las prácticas cotidianas (Saldívar, 2012: 75) e incluso la ocupación laboral o la procedencia geográfica. Bajo la racialización, el fenotipo o el color de la piel, definidos contextual e históricamente, se convierten en algo fijo y en un signo estable de distinción entre grupos sociales; más aún si adquieren cierta durabilidad en el tiempo (Segato, 2007; Wade, 1997).

La racialización supone una perspectiva relacional de la realidad; es decir, para que un grupo produzca el discurso racial requiere de una alteridad. René Zavaleta Mercado (1986) argumenta -recurriendo a la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo- que en gran parte de América Latina la mentalidad señorial del terrateniente sólo era posible por la existencia de quienes desempeñaban el papel de servidumbre. En cualquier caso, todo proceso de identidad remite a esta base relacional y dialéctica, pues la definición de un nosotros sólo es posible a partir de otro. Por ello, la racialización no supone necesariamente un orden jerárquico que determina relaciones de poder asimétricas entre un nosotros y sus alteridades, pero constituye la condición necesaria -aunque no suficiente- para la instauración de dicho orden (Campos, 2012).

Por otra parte, el racialismo es el proceso mediante el cual la producción de razas, las tipologías raciales que resultan de la racialización, adquieren materialidad; es decir, se convierten en evidentes y tangibles, y son definidas como preexistentes a las representaciones e imaginarios sociales, no su consecuencia (Campos, 2012). Este es, por ejemplo, el recurso del que se sirvieron los teóricos racistas del siglo XIX, al convertir las construcciones sociales en hechos fácticos que explicaban el comportamiento diferencial de los grupos sociales, como efecto de aquéllas. El racialismo, al igual que la racialización, por sí sólo no genera situaciones de desequilibro social que deriven en jerarquizaciones sociales guiadas por supuestas diferencias raciales; sin embargo, puede contribuir a ellas, al ser empleado por quienes enfatizan las diferencias culturales con el fin de legitimar como propias y naturales ciertas posiciones sociales; o por quienes en un afán de reducir las diferencias sociales tienden a naturalizar las condiciones de los grupos que se ubican en el extremo desfavorable de las relaciones de poder. Es el caso de algunos discursos antropológicos y ambientalistas que favorecen la cosificación de los indígenas como sujetos del pasado en el presente, como “ecológicos por naturaleza”, al hacer de sus prácticas culturales y de los correspondientes condicionamientos sociales hechos ontológicos, cuando en realidad son históricos.

El racismo, por último, se nutre de la racialización y el racialismo para constituirse en una práctica, un mecanismo de poder que instaura jerarquías a partir de categorías y tipologías raciales o de la biologización de lo social -moral, intelectual, psicológico, cultural o fenotípico-. Se trata de una práctica de desequilibrio de poder entre grupos que son pensados racialmente, es decir, que son racializados a partir de sus diferencias sociales o de clase.2 Como argumenta Gellner, los racistas se identifican por su convicción de que algunos caracteres socialmente importantes, comunes o exclusivos de ciertas poblaciones -deseables o indeseables-, están genéticamente definidos (Gellner, 2005: 89). Este discurso genético de lo social posibilita ubicar la diversidad cultural en un orden jerárquico (Wieviorka, 2002; Stavenhagen, 1994; Castellanos, 1994; Segato, 2007).

Según se deriva de lo anterior, el racismo es el resultado de los procesos de racialización, pues sin la existencia de la peculiar forma de producir razas no es posible pensar lo social como natural o biológico.3 También es el resultado del racialismo, que da sentido y vuelve tangibles las categorías raciales. Sin embargo, ninguno de tales antecedentes lleva necesariamente al racismo, puesto que éste supone no sólo la existencia de la otredad y del lenguaje racializado, sino también de contradicciones, pugnas y disputas entre los sujetos en relación. En tanto tal, el racismo es un fenómeno político, económico y cultural: político, porque implica lógicas de confrontación y disputa, pues la existencia de uno, del nosotros dominante, no surge necesariamente de la anulación del otro, sino de su sometimiento, inferiorización y exclusión (Zavaleta, 1986; Stavenhagen, 1981; Campos, 2012; Castro-Gómez, 2008); económico, porque la instauración de jerarquías supone desequilibrios en la distribución de oportunidades, así como el acaparamiento de éstas por parte de unos y la exclusión de los otros (Foucault, 1996); cultural, porque supone la contradicción de lógicas de pensamiento, que se presentan con mayor intensidad allí donde las fronteras de la distinción social son más borrosas o porosas (Weber, 1984). Tal porosidad es problemática para aquellos sujetos que acaparan derechos y recursos materiales o simbólicos -riqueza, prestigio, estatus, por ejemplo-, respaldados en la idea de la naturalidad de las fronteras sociales. De ahí que el racismo cumpla una función reinstauradora de los desequilibrios sociales, pensados como naturales.

A partir de este marco interpretativo, la investigación optó por una metodología comprensiva y por la aplicación de un cuestionario sobre actitudes, discursos y prácticas de discriminación social y racial en y fuera de los espacios escolares. La encuesta se aplicó entre octubre y noviembre de 2014 en siete preparatorias del municipio de León. El tamaño de la muestra representativa (549 baterías) se calculó a partir del total de la población de preparatoria registrado en dicho municipio en 2013 (14,977 estudiantes), con un margen de error de cuatro por ciento y un grado de confianza de 95 por ciento. Para ubicar a los estudiantes dentro de los espacios educativos se recurrió a una muestra selectiva por conglomerados, empleando como criterio de selección de las unidades educativas el indicador de marginalidad urbana, de tal manera que nos permitiese situar individuos de distintos estratos sociales. Del total de entrevistados, el 52.3 por ciento fueron mujeres y el 46.3 por ciento varones. Las unidades educativas seleccionadas según grado de marginalidad se aprecian en el Cuadro 1.

Fuente: Elaboración propia

Cuadro 1 Unidades educativas encuestadas por nivel de marginalidad 

León y su contexto cultural

A lo largo del siglo XX México y sus regiones atravesaron cambios profundos en términos de densidad demográfica, procesos de industrialización, urbanización y dinámicas migratorias que, en definitiva, reconfiguraron las relaciones sociales y las políticas de administración de la población -sobre todo indígena-. De ser una sociedad rural a principios de la pasada centuria, la sociedad mexicana pasó a ser predominantemente urbana en los inicios del siglo XXI.

El modelo de acumulación de capital basado en la exportación de materias primas, propio de hace cien años, dio paso al de la industrialización por sustitución de importaciones al promediar el siglo XX, proceso que impulsó dinámicas aceleradas pero desiguales de sus regiones. Unas se urbanizaron más rápido que otras, principalmente aquellas que se convirtieron en predominantemente industriales o manufactureras -Guadalajara, Monterrey, por ejemplo-, mientras que otras se volvieron sobre todo turísticas (Guanajuato, Cancún), y un tercer grupo mantuvo su carácter rural (Oaxaca, Chiapas).

En términos culturales, en el periodo de industrialización el Estado mexicano se esforzó por consolidar un proyecto de unidad nacional basado en la ideología del mestizaje, el cual constituyó a su vez un proyecto racial. Éste permitió la reconfiguración de regiones étnico-culturales diferenciadas a lo largo del siglo anterior: unas más blancas: el norte; otras mestizas, al centro; y otras más indígenas, el sur (Castellanos, 1994 y 2003; Saldívar, 2012; Stavenhagen, 1994).

Por su dinámica económica, predominantemente manufacturera, León -una de las ciudades más importantes del estado de Guanajuato- corresponde a la primera región. Sin embargo, a diferencia de las zonas ubicadas en el norte mexicano, ahí el proceso acelerado de industrialización y urbanización se desarrolló de manera tardía. Mientras que en la región norte la sustitución de importaciones impulsó el rápido desarrollo fabril y la urbanización, en León tales procesos estuvieron vinculados con la debacle del modelo de acumulación de capital antedicho y el inicio del proceso de reestructuración económica neoliberal promovido desde los años ochenta. A partir de entonces, se ha convertido en una metrópoli emergente, a la que no sólo llegan migrantes internos sino empresas transnacionales, principalmente vinculadas con la industria automotriz.

Respecto de su composición étnica, aunque historiadores y antropólogos afirman que en la región del Bajío habitaron los chichimecas, que hubo afluencia temprana de otomíes procedentes del centro de México (Wright y Vega, 2014) y que actualmente existen municipios con población chichimeca, en el imaginario social leonés ésta ha sido siempre una sociedad mestiza, carente desde sus orígenes de población indígena. Si hubo mestizaje -considera la población de León- fue por las migraciones indígenas desde otras regiones del país. Tampoco cabe en el imaginario local la existencia de afrodescendientes, aunque los historiadores registran la importancia de su llegada a Guanajuato y León en el siglo XIX, provenientes del vecino país del norte y atraídos por las políticas liberacionistas y por un complejo sistema de relaciones raciales que hizo posible su involucramiento en las actividades económicas de la región, a través de las cuales lograron vínculos matrimoniales con los sectores sociales económicamente privilegiados (Guevara, 2001).

En todo caso, el León de hoy se concibe como una sociedad mestiza, que experimenta procesos de transformación económica que la ubican como una región atractiva para gente proveniente del ámbito nacional. Allí emigran personas de diferente origen social, entre ellas, una población indígena predominantemente náhuatl, otomí, purépecha y mixteca, que alcanza el 0.3 por ciento de la cantidad total de habitantes de la ciudad y representa el 21.5 por ciento de la población indígena migrante al estado de Guanajuato (Wright y Vega, 2014).

Diferentes estudios sobre la materia sostienen que, por sus condiciones étnica y económica, las poblaciones indígenas que migran a centros urbanos padecen situaciones y prácticas explícitas de racismo por parte de la población local. La vestimenta tradicional, el uso de la lengua propia y el color de la piel constituyen signos a partir de los cuales se generan discursos y actos intolerantes, identificados a partir de la mirada que el hombre urbano imprime sobre el indígena (Contreras, 2014; Velasco, 2010).

No negamos la existencia de tales prácticas, más aún en un contexto como el mexicano, marcado por el afán histórico de mostrarse como una sociedad mestiza, donde el mestizaje es producto del proceso de racialización que el Estado imprimió a la sociedad. Sin embargo, esta forma de racismo y la lógica con la que opera no se desarrolló de igual manera en todas las regiones del país (Castellanos, 2003 y 2012; Castro-Gómez, 2008). En unas se hizo más evidente, mientras que en otras parece haberse camuflado -haciendo incluso del racismo un fenómeno latente- o reemplazado por un clasismo que, en definitiva, es el factor que media y explica las situaciones de exclusión y discriminación.

El doble discurso: igualdad ante todo y diferencia también

Uno de los primeros resultados de la batería aplicada en siete preparatorias del municipio de León, en 2014, fue que más de ochenta por ciento de los entrevistados rechazó que sus relaciones sociales cotidianas estén atravesadas por discursos y prácticas racistas. Es más: no sólo lo niegan, sino lo cuestionan. Tal situación se experimentó al momento de aplicar el cuestionario. La encuesta fue calificada por los jóvenes como racista, precisamente porque muchas de las preguntas aludían al color de la piel, el origen étnico, la identidad y los criterios de clasificación entre estudiantes que comparten los mismos espacios de sociabilidad. Sin embargo, al analizar las respuestas vertidas se manifiesta un doble discurso, reflejo del doble discurso del Estado y la sociedad mexicanos; el de la igualdad y el de la diferencia.4

El primero, demanda equidad y niega cualquier forma de categorización de las personas. Es un lenguaje basado en el principio liberal de igualdad individual ciudadana, bajo el cual se constituyeron gran parte de los Estados latinoamericanos. A este discurso se suma el multicultural, mucho más contemporáneo y también de corte liberal, que desde los noventa promueve el reconocimiento de la diversidad y condena cualquier forma de discriminación racial o étnica. Este discurso atraviesa a la sociedad en general, suele presentarse en el plano de la reflexividad de los sujetos y escapa al sentido práctico, que desarrolla las acciones cotidianas (Bourdieu, Passeron y Chamboredon, 2008). Por ello, algunos individuos se ubican como jueces externos ante acciones de intolerancia y emiten opiniones de indignación ante acontecimientos particulares difundidos por las redes sociales virtuales, como los casos de Lady Chiles, las Ladies Polanco o el de la estudiante de posgrado maya k’iche’ a quien se impidió entrar a una cafetería en Chiapas en 2013, por portar vestimenta tradicional que, bajo la mirada racista y clasista, se asocia con ignorancia y pobreza.

El segundo discurso es el de la otrificación, a partir del cual se establecen, justifican y constatan las diferencias, se instauran las jerarquías, se reafirman las distancias entre el nosotros y los otros o alteridades. Forma parte del sentido práctico y opera en el plano de la no conciencia -casi siempre, pero no exclusivamente-, porque las acciones, prejuicios, y representaciones sociales -a partir de las cuales se construyen las diferencias- se fueron rutinizando al grado de normalizarse, es decir, de plantearse como naturales y no problemáticos. Ello no quiere decir que los sujetos cuyas acciones operan bajo este discurso no sean reflexivos y conscientes de los efectos de sus acciones, prácticas y representaciones, pero la reflexividad y la conciencia de ellas sólo es posible cuando se presenta un desajuste estructural entre las expectativas y las posibilidades objetivas (Bourdieu, citado en Nordmann, 2010), lo cual hace posible que los sujetos de la relación continúen percibiendo lo social como algo natural e inmutable.

En nuestra investigación hallamos, pues, este doble discurso: por un lado, se afirma que en los espacios de convivencia -como las escuelas- no hay discriminación y menos de tipo racial. Tampoco se reconoce la existencia de categorías raciales que estén mediando las relaciones entre los estudiantes y se rechaza cualquier forma de discriminación racial sobre los sujetos tradicionalmente otrificados -aunque no los únicos- en la historia mexicana: los indígenas. Por otro lado, el discurso de la otrificación se hace presente en las percepciones y representación que los individuos hacen de sí mismos, de los mencionados sujetos y de las relaciones posibles con éstos. Cabe apuntar que éstas son muy remotas, pues una cierta segregación espacial, mediada por la pobreza -sobre todo en el caso de una parte de los migrantes indígenas-, ha hecho posible que los encuentros entre unos y otros sean efímeros y escasos, excepto en los espacios donde ambos grupos sociales comparten ciertos condicionamientos sociales. Al mismo tiempo, el asimilacionismo cultural influyó para que los signos racializados -el color de piel, la vestimenta y el lenguaje, por ejemplo- fueran más compartidos, haciendo las diferencias casi imperceptibles para unos y permitiendo a otros -los indígenas- disimularlas, exceptuando los casos en los que los sujetos indígenas asumen una conciencia política de su identidad étnica (Bartolomé, 2006) y la hacen visible portando sus repertorios culturales.

Por lo dicho, cuesta mucho aceptar -sin mayor cuestionamiento- lo que algunos estudios argumentan: que a los indígenas, en ciudades mestizas como León, se los insulta de frente y se les dice “indios”, que sobre ellos se ejercen miradas “feas” y que se los desprecia a secas (Contreras, 2014). No negamos que tales situaciones pueden suceder y lo hacen precisamente cuando los signos raciales que diferencian a unos y a otros son más evidentes,5 o cuando van acompañados de signos de clase,6 pero aun en tales casos el discurso de la tolerancia y del reconocimiento hace que los sujetos racistas sean mucho más cuidadosos y menos evidentes al momento de actuar efectivamente.

Lo anterior no supone negar que los dichos, las representaciones sociales y las percepciones que establecen los estudiantes sobre sí mismos y sobre los indígenas estén atravesados y afectados por el discurso de la otrificación y por los procesos de racialización y racialistas que la sociedad y sus instituciones han impreso sobre ciertos cuerpos y culturas. Ahora bien, reconocer eso tampoco implica, de manera automática, que las relaciones cotidianas sean racistas en sí mismas, sino que son predominantemente racializadas.

El discurso y las prácticas racistas se presentan en su forma normalizada, pero medidas y matizadas por el clasismo, sin necesariamente resultar de ahí una confrontación o rechazo explícitos. Esto último es posible cuando las fronteras de las diferencias -en términos fenotípicos, culturales, políticos y económicos- se vuelven cada vez más porosas o están en proceso de disolución por cambios estructurales que pueden experimentar algunos segmentos de la población. Tal situación genera, a su vez, desajustes estructurales entre transformaciones de tipo material y permanencias al nivel de las estructuras simbólicas o mentales.7 Ciertamente no es el caso de León, pues -a pesar de los procesos acelerados de urbanización, acompañados de migración rural e indígena- no se han traducido en desajustes del orden establecido que vulneren los imaginarios de orden, las fronteras y las distinciones que la sociedad ha construido -desde el periodo posrevolucionario o antes de él-, trastocada por el discurso oficial del mexicano.

Que no existan estos desajustes estructurales no significa que el imaginario de orden racial no esté presente en el imaginario social. La fuerza de aquél, alimentada por los procesos de racialización y racialismo, es lo suficientemente vigente como para continuar considerando naturales hechos por completo sociales. En ello se advierte con claridad la secuela del racismo institucional, que se reproduce por una particular forma de administración del poder y de la riqueza por parte de los segmentos gobernantes. Éstos, al no incidir de manera radical en la reducción de las desigualdades, la violencia y el empobrecimiento de los sectores indígenas en comparación con los que no lo son, tienden a legitimar como reales y naturales aquellas construcciones imaginarias que racializan y otrifican a los sujetos en desventaja.

Identidades racializadas

El censo del 2001 en Bolivia hizo evidente el fracaso de las políticas de mestizaje que habían emprendido los gobiernos posrevolucionarios de ese país desde mediados del siglo XX, al evidenciar que el 62 por ciento de la población mayor de cinco años se autodefinía como perteneciente a algún pueblo indígena, mientras que el restante se consideraba no indígena. En cambio, la ideología del mestizaje en México resultó ser un proyecto exitoso, no tanto porque exista una población indígena reducida en comparación con los países de la región (seis por ciento, según el censo de 2010),8 sino porque a la hora de preguntar por la autoidentificación -un indicador subjetivo más que objetivo- gran parte de la población se reconoce mexicana a secas o mestiza.

Sin embargo, a pesar del discurso hegemónico del mestizaje y de que sólo el 0.9 por ciento de los entrevistados en nuestra investigación afirmó pertenecer a un pueblo indígena -otomí, chichimeco, náhuatl- y el 1.6 por ciento de los mismos -equivalente a nueve casos- dijo tener algún familiar de primer o segundo grados -padres, madres, tíos, abuelos y primos- que hablan o entienden alguna lengua indígena, sólo el 55.4 por ciento se asumió como mestizo (Gráfica 1). Este dato es interesante, pues arroja una proporción menor a la esperada; más si se considera que la sociedad mexicana en general, y la leonesa en particular, son definidas como mestizas. También llama la atención que el 30 por ciento de los entrevistados se asumieran como no indígenas y, al mismo tiempo, como no mestizos.

Fuente: elaboración propia con base en encuestas realizadas a estudiantes en 2014.

Gráfica 1 ¿Cómo te autodefines en términos étnicos? 

Son varias las explicaciones que podemos extraer de estas dos tendencias. La primera, que existe una distancia entre los discursos político y académico y el del sentido común. Para los primeros, lo mestizo es la categoría referencial que asumen gran parte de los mexicanos como propia al momento de identificarse en términos raciales (Gráfica 2), resultado del proyecto ideológico del Estado posrevolucionario que, al tiempo de promover el discurso de la fusión de razas y cultural, asumió el blanqueamiento como patrón ideal de integración (Stavenhagen, 1981). En cambio, para una parte de los encuestados, lo mestizo es un término extraño, ajeno y lejano a su realidad (25 por ciento); mientras que lo mexicano -aunque contiene a y es expresión del mestizaje proyectado como política de Estado- es una cosa distinta a mestizo.

Fuente: elaboración propia con base en encuestas realizadas a estudiantes en 2014.

Gráfica 2 ¿Por qué te consideras mestizo? 

El hecho de que sólo el 55.4 por ciento de los estudiantes se consideraran mestizos en realidad refleja lo exitoso de la ideología del mestizaje, en dos sentidos. De un lado, porque quienes se reconocen así lo hacen asumiendo el discurso oficial de la fusión racial entre el español y la indígena, cuyo resultado más evidente parece ser el color de piel morena, aunque “no tan morena como la de los indígenas”. Por otro, quienes no se definen de ese modo -“ni indígenas ni mestizos”- afirman en su mayoría no tener ninguna procedencia indígena (32.6 por ciento) y, en segundo lugar, porque se asumen mexicanos a secas (22.5 por ciento). Si tomamos estos dos elementos a consideración, podemos afirmar que la categoría mexicano logró desplazar al término mestizo, sin por ello anular o sustituir el discurso racializado, racialista y racista que implica el último (Gráfica 3).

Fuente: elaboración propia con base en encuestas realizadas a estudiantes en 2014.

Gráfica 3 ¿Por qué no te consideras indígena ni mestizo? 

Como parte de este discurso racializado, para un segmento de la población entrevistada -aquella que no se define como mestiza-, lo mestizo acabó por convertirse en sinónimo de indígena (32.6 por ciento) y de rural (7.9 por ciento). Aquí se presenta uno de los efectos más importantes del proceso de racialización que proyectó el discurso oficial: hizo de la identidad mexicana un otro distinto a su otredad interna, que no guarda siquiera residuos -sólo la huella precolonial- con la otredad étnica.

Definirse “ni indígena ni mestizo”, pero sí mexicano, supone la negación contemporánea de la huella indígena en uno mismo, incluso en aquellos que tienen parentesco indígena. Tal es la situación de 1.6 por ciento de los entrevistados, nueve casos, quienes afirmaron tener un pariente indígena de primer grado -padres-, de segundo grado o colateral -abuelos y tíos-, pero sólo uno de ellos (0.9%) admitió ser indígena (otomí), mientras que el resto afirmó no serlo y se identificó mestizo, respaldando su identidad en el tiempo de residencia e incluso el lugar de nacimiento urbano.

Que casi ninguno de los individuos con parientes cercanos hablantes de lengua indígena se definiera como tal nos da pistas sobre la importancia que aún tiene el peso de la otrificación y racialización de categorías identitarias como indígena y mestizo. Apoyados en estudios sobre otros contextos en México (Castellanos y Landázuri, 2012), podemos sostener que, en un ámbito donde lo indígena sigue siendo contenedor de prejuicios sociales y raciales, asumirse y reconocerse en sus orígenes estigmatizados resulta problemático; más aún cuando los sujetos que experimentan tal negación de sus identidades colectivas atraviesan por procesos de construcción de sus identidades individuales en un escenario hostil para cualquier individuo diferente en términos étnicos.

Si contrastamos el dato anterior con el que se presenta en la Gráfica 1, la información parece errónea, pues del total de entrevistados, el 3.5 por ciento se define indígena y no el 0.9 por ciento. La discrepancia puede comprenderse como un efecto del discurso afirmativo sobre las identidades, pero en el sentido desindianizado que proyecta la identidad regional, sin que por ello se eliminen los prejuicios sobre los individuos indígenas presentes y contemporáneos. Es decir, exceptuando el caso que se define indígena por su origen y parentesco inmediato, quienes afirmaron tal condición no lo hicieron por reconocer una parentesco consanguíneo indígena, sino por la huella y la presencia históricas (pretéritas) de los chichimecos en la región de Guanajuato. Ello muestra lo complejo que resulta dar cuenta de la identidad cuando se involucran no sólo criterios objetivos, sino también subjetivos, los cuales median una serie heterojerárquica de experiencias y percepciones.

Imaginarios urbanos sobre el indígena de hoy

¿Por qué la gente prefiere tomar distancia de lo indígena, más allá de si existe o no una relación de proximidad y de pertenencia étnica? La respuesta parecer ser muy obvia, pero como señala Foucault, lo que interesa analizar no es lo obvio -lo aparente diría Marx- sino aquello que está detrás de la apariencia.

Para un grupo de estudiantes -aquellos que se definen “ni indígena ni mestizo”-, lo indígena sigue siendo una categoría identitaria que hace que sus portadores presenten ciertas características naturales, las cuales los convierten en otro, ubicado en una gradiente -racial, social, moral o cultural- inferior que uno mismo. Se los concibe ontológicamente, no históricamente, como rurales, faltos de intelecto, carentes de educación escolarizada, ecológicos y pobres. Tales imaginarios y representaciones sociales cobran veracidad cuando se contrastan con la condición material de la mayoría indígena en México.

Al respecto, resulta ilustrativo atender los resultados que arrojaron las preguntas elaboradas para identificar la percepción que los estudiantes tienen sobre la posición social, ocupacional y educativa de la población indígena en general. Aunque la consulta contenía respuestas de opción múltiple, más de 50 por ciento de los jóvenes identificó a los indígenas en niveles educativos bajos (Gráfica 4), en ocupaciones manuales (principalmente agrícolas), artesanales y comerciales, excepto obreros -ocupación donde sí ubican a los mestizos- y, en su mayoría, pobres (Gráfica 5). Sólo el seis por ciento identificó a los indígenas en niveles superiores de educación; el dos por ciento en ocupaciones no manuales; y el uno por ciento con la ocupación empresarial

Fuente: elaboración propia con base en encuestas realizadas a estudiantes en 2014.

Gráfica 4 Porcentaje de percepciones sobre el nivel educativo alcanzado por grupos de individuos diferenciados según criterios raciales generalizados 

Fuente: Elaboración propia con base en encuestas realizadas a estudiantes, en 2014.

Gráfica 5 Porcentaje de percepciones sobre la posición ocupacional de grupos de individuos diferenciados según criterios raciales generalizados 

La percepción sobre los mestizos y blancos (güeros) es distinta. Los primeros son concebidos en cualquier nivel educativo medio y superior; y en ocupaciones principalmente no manuales, pero también en ellas. Si consideramos que el 55.4 por ciento de nuestros entrevistados se conciben en este categoría, y que además provienen de distintos estratos sociales, podemos comprender que en sus respuestas sitúen lo mestizo en posiciones educativas y ocupacionales diversas: con estudios que van desde secundaria inconclusa hasta niveles universitarios o de posgrado; con oficios y profesiones que comprenden ocupaciones manuales -como obreros (por el patrón ocupacional leonés) y comerciantes- y no manuales -desde empleados públicos hasta políticos-. En ningún caso se los coloca en el rubro “sin educación” ni en actividades vinculadas con el trabajo agrícola o la venta de artesanías que, desde ciertos imaginarios sociales, son atributos sólo de los indígenas.

Cuando se preguntó a los jóvenes las razones de la pobreza de los indígenas, además de reconocer la explotación como un hecho social que explica su condición, afirmaron que tal situación material está asociada con persistencias culturales, como si los particularismos en esta área explicaran la posición social que los sujetos ocupan en el espacio social. También se observó que una proporción mucho menor atribuye la pobreza de las poblaciones indígenas a cierta “falta de intelecto” propia de ellas. Se trata de un dato significativo si tomamos en cuenta el contexto actual, donde el discurso oficial del reconocimiento de la diversidad cultural en México sí ha influido en la forma cada vez más sutil en la que operan las prácticas racistas hacia lo indígena, aunque parece haber incidido mucho menos en los imaginarios y mentalidades racializadas de la población.

Si consideramos las políticas de reconocimiento cultural que han generado los gobiernos en turno después del levantamiento armado zapatista, esta persistencia de las representaciones y la fijación en posiciones sociales diferenciales muestran dos escenarios posibles y vinculados: 1) que las políticas sociales aún no muestran resultados efectivos cuando se trata de equilibrar las condiciones de oportunidades para todos los individuos adscritos al Estado mexicano; y 2) que dichas políticas poco han modificado, al menos sustancialmente, las representaciones, prejuicios e imaginarios racistas respecto de los indígenas.

En una investigación anterior, tras aplicar una regresión logística con datos censales de 2000, se mostró que la probabilidad de que una persona de origen indígena no tenga un nivel superior de instrucción educativa era superior al 95 por ciento, es decir, casi total. Los datos revelaron que un indígena varón urbano tenía mucha menos probabilidad de acceder a una educación superior que una mujer no indígena urbana pobre: doce y treinta por ciento, respectivamente (Rea, 2016).9

Si observamos, además, que existe una relación estrecha entre educación e ingresos, las posibilidades de modificar su condición de pobreza disminuyen si los indígenas tienen menos probabilidades de acceder a una educación superior. En esta línea argumentativa, un estudio sobre discriminación laboral demostró que la desigualdad en términos de ingreso entre indígenas y no indígenas continúa siendo persistente:

En las áreas urbanas de las zonas metropolitanas, el ingreso de los indígenas no es tan bajo con respecto al promedio, pero necesitaría ser incrementado en 21% para poder igualar el ingreso-hora de los no indígenas […]. Las diferencias van aumentando en la medida en que pasamos de áreas urbanas a rurales. La discriminación hacia los indígenas resulta entonces latente en todo el círculo de la reproducción de la pobreza desde el mercado de trabajo (Horbath, 2008: 43).

En el año 2000 el origen étnico indígena generaba muchas más desventajas en términos educativos y de ingresos que la condición del género. Este panorama no ha cambiado mucho si consideramos que, según los datos censales de 2010, el noventa por ciento de la población indígena se encuentra en situación de pobreza (Coneval, 2014: 12).

La persistencia de la desigualdad social hace posible la reproducción del racismo estructural que aún pesa sobre las otredades étnicas, y torna poco probable que la gente de a pie deje de mirar a los indígenas como ontológicamente pobres, rurales, sin capitales escolares y habilitados por naturaleza para la producción y venta de artesanías. Este racismo estructural e institucionalizado explica, en gran medida, los imaginarios, las representaciones y las relaciones sociales racializadas que experimenta la población en torno a lo indígena, haciendo de tales tipologías raciales -construidas por el Estado y la sociedad- hechos fácticos y tangibles para el ciudadano común.

Que los indígenas sean situados en las posiciones más bajas de la estructura social no sólo da cuenta de las percepciones, los prejuicios y los imaginarios racistas fundados en la sola memoria histórica del coloniaje; expresan asimismo una simple realidad: que las políticas de reconocimiento instrumentadas desde los años noventa del siglo XX han influido muy poco en la lentísima transformación de las mentalidades racializadas de gran parte de la población mexicana, como es el caso de los jóvenes leoneses. Ello acontece, principalmente, porque no van acompañadas de políticas redistributivas y de desarrollo orientadas a menguar dichas desigualdades. Tal persistencia, en definitiva, incide en la reproducción y el reforzamiento de mentalidades racializadas en torno a los sujetos indígenas vistos como pobres, rurales, sin educación, poco cultos e, incluso, faltos de intelecto.

No soy racista, pero tener pareja indígena, ¡no!

A diferencia de otros estados del sur de México -como Oaxaca o Chiapas- es difícil observar en León una interacción cotidiana frecuente entre la población que se autodefine como no indígena y aquellos que pueden ser así identificados, al portar algunos repertorios culturales explícitos. Esto no se debe tanto a su reducida proporción en el municipio, sino a un cierto segregacionismo espacial de facto, atravesado por la condición de clase que ubica a los indígenas, originarios o migrantes, en el plano de la invisibilidad para la población leonesa. De todos nuestros entrevistados, sólo el diez por ciento reconoció saber donde habitan los indígenas en León; entre ellos sus vecinos, con quienes comparten situación de clase,10 y estudiantes que en algún momento de su trayectoria establecieron contacto con dicha población como parte de su servicio social. La mayoría -el 90 por ciento-, además de desconocer la existencia de asentamientos indígenas en la ciudad, los ubican en los espacios públicos de comercio si dichos sujetos portan las marcas culturalmente estigmatizadas como propias de esa población (los trajes típicos o la venta de artesanías).

Lo anterior describe el escenario a partir del cual se construyen los imaginarios raciales en torno a las otredades indígenas migrantes, cuyos referentes no son las experiencias cotidianas, sino los discursos nacionales. Para observar cómo operan y qué tan fuertes son los discursos racializadores sobre las prácticas reales o imaginarias, a manera de ejercicio contrafáctico (Weber, 2012) se introdujeron en el cuestionario preguntas sobre tres procesos que supondrían una relación más estrecha entre sujetos no indígenas e indígenas: 1) la opinión sobre la migración indígena en una urbe considerada como la metrópoli del Bajío; 2) la posible introducción de una lengua indígena en la currícula educativa; y 3) la posibilidad de establecer una relación afectiva con una persona de origen indígena. Las respuestas emitidas nos vuelven a mostrar el doble discurso en el que se mueve la población -de la igualdad y de la otrificación- y ofrecen indicios de cómo opera el racismo en dicho contexto.

En la Gráfica 6 se observa un porcentaje superior al 70 por ciento de estudiantes que afirman no tener ningún inconveniente respecto de la migración de indígenas a centros urbanos como León. De igual manera, más del 60 por ciento afirma no tener objeciones respecto de incorporar la enseñanza de una lengua indígena en los centros educativos. Si consideramos los resultados obtenidos a partir de estas dos variables -migración y enseñanza de lenguas indígenas-, podemos afirmar que el discurso y el lenguaje racializador que opera a nivel de imaginarios no se traduce, necesariamente, en discurso y práctica racistas, que operen como negación, exclusión o desacuerdo a interactuar con los sujetos otrificados históricamente. Es más, el discurso hegemónico de la igualdad liberal, “todo ciudadano mexicano tiene derecho a la libre circulación”, parece anteponerse a cualquier discurso de la negación.

Fuente: elaboración propia con base en encuestas aplicadas a estudiantes de preparatoria, en 2014.

Gráfica 6 Percepciones sobre posibles situaciones de proximidad con la población indígena 

También se puede observar el papel que desempeñan ciertos discursos pro indigenistas y pro ambientales que, en su afán de apoyar los procesos de reivindicación étnica, han incidido en la naturalización de ciertas prácticas sociales y culturales como ontológicamente propias de lo indígena; por ejemplo: 1) su papel en la preservación de la cultura, en términos de pretérito presente; 2) la preservación del medio ambiente, como un efecto del equilibrio ontológico entre el ser indígena y la naturaleza; y 3) el origen geográfico de las poblaciones, su atadura a la tierra y, por ende, su ruralidad. El efecto de estas concepciones racialistas explica por qué el acuerdo o desacuerdo de la migración de indígenas a los centros urbanos se justifica en discursos como la huella ecológica del sujeto indígena: “estoy de acuerdo porque harán de León un lugar más verde”; o “no estoy de acuerdo, porque van a perder su cultura”.

Sin embargo, cuando se consultó a las y los entrevistados sobre las preferencias de pareja y si ésta podía ser de origen indígena, la aceptabilidad disminuyó significativamente. Del total de estudiantes entrevistados sólo el 47.2 por ciento afirmó no tener problema respecto de la posibilidad de entablar una relación afectiva con alguien de origen indígena; el 44 por ciento sostuvo estar en desacuerdo y el diez por ciento no respondió a la pregunta. Del primer grupo, sólo 34.1 por ciento aludió a la igualdad de la condición humana entre ambas partes, por encima de las diferencias culturales; el 16.8 por ciento afirmó que tal situación dependía de los sentimientos individuales; mientras que el 33.6 por ciento vinculó la preferencia con el interés particular por conocer las costumbres del otro racializado. Llama la atención que el 9.5 por ciento hizo depender su preferencia del patrón de belleza hegemónica, en el que el estereotipo de la estética indígena tiene poca cabida.

Si al 44 por ciento que argumenta estar en desacuerdo se suma el 9.5 por ciento de quienes respondieron sí estar de acuerdo con tener una pareja de origen indígena sólo si responde a los patrones de belleza dominantes, entonces más de la mitad (53.5 por ciento) de la población entrevistada considera problemático tener una pareja de origen indígena. Este dato nos permite sostener que el peso de los prejuicios raciales hacia la otredad indígena continúa siendo fuerte, al grado de hacer impensable en los imaginarios individuales de quienes se consideran no indígenas una relación afectiva con una persona de tal origen. Ello se puede advertir en respuestas como “sería muy raro”, “no soy indígena”, “no me gustaría” y “no contestó”, que se muestran en la Gráfica 7.

Fuente: elaboración propia con base en encuestas aplicadas a estudiantes de preparatoria, en 2014.

Gráfica 7 Razones para no considerar la posibilidad de tener pareja indígena 

En primer lugar, las respuestas registradas nos hablan del impacto efectivo que tuvo el discurso oficial del mestizaje cultural sobre los discursos, las representaciones y la construcción de las otredades próximas de quienes se autodefinen no indígenas, pues todavía hoy algunos individuos conciben las diferencias culturales y sociales no sólo como naturales, sino contrarias u opuestas a la posición cultural y social donde se ubican sus propios egos, al grado de convertir tales diferencias en fronteras infranqueables, cuya ruptura reduce las posibilidades de movilidad social a la que aspira, más aún en una sociedad tan desigual y con una estructura de movilidad social rígida como es la mexicana.

En tal sentido se deben comprender respuestas como las emitidas por nuestros entrevistados al momento de justificar por qué es inimaginable una relación sentimental con algún individuo de origen indígena, como por ejemplo: “mis papás no me educaron para que me case con un indígena”, “no compartimos la misma condición social”, o “mis padres me preguntarían para qué me hicieron estudiar si al final acabo con un indito”.

En segundo lugar, los inconvenientes de aceptar una posible pareja de origen indígena nos inducen a reflexionar respecto de la supuesta constatación de que el color de la piel es el principal criterio de discriminación racial en el país. Es cierto que la vida cotidiana del mexicano está invadida por los anuncios publicitarios, los spots televisivos y las famosas novelas que continúan transmitiendo como arquetípicas las figuras de niños blancos, hombres y mujeres delgados de tez clara. Incluso cuando se trata de realzar la diversidad cultural, para fines del mercado turístico, se proyectan las imágenes de mujeres blancas, vestidas con trajes regionales o típicos, como el huipil.

A partir de ello es posible entender que los entrevistados identifiquen el color de la piel como un indicador que no sólo los distingue de los indígenas, sino que justifica la imposibilidad de una relación de proximidad que invada su ámbito privado. También es cierto que gran parte de los encuestados a la hora de identificarse en términos de pigmentación de la piel se definieron como morenos. Entonces, ¿de qué modo explicar que el color de piel sea un criterio de distinción en términos raciales, cuando el 67.3 por ciento de la población se reconoció morena, frente a 31 por ciento que se concibió güera y sólo el 1.9 por ciento blanca?

El color de piel en un país de personas morenas, que diariamente debe enfrentarse al discurso dominante del mercado y el Estado que proyecta cuerpos blancos, exitosos y en la cúspide de la estructura social de la sociedad imaginaria, es un problema, no sólo para el indígena otrificado, sino para el sujeto otrificador. La sociedad mexicana, al igual que la leonesa que estudiamos, experimenta lo que llamamos el trauma del color. Está obsesionada por transformarse en blanca, tratando de borrar el legado del mestizaje forzoso que la hizo heredera del color negado. Por eso proyecta en el indígena -un igual en términos de pigmentación de piel, e incluso de fenotipo- un color mucho más oscuro que el propio y pretende “mejorar la raza”, no sólo desestimando una relación con “los prietitos”, con el fin de encontrar a “alguien más güerito que uno”, sino de mostrarse menos morena que aquél.

Ello explica que del 67.3 por ciento de la muestra que se definió moreno, el 30 por ciento adoptó variaciones que tienden a mostrase menos oscuras: “apiñonado”, “moreno claro”, “color canela”, entre otras. Por el trauma del color se puede comprender que algunos de los entrevistados afirmaran que el aspecto moreno de su piel se debía más a condiciones ambientales contingentes (la exposición frecuente a los rayos del sol) que a condicionamientos genéticos.11

A causa de lo anterior, además de por las condiciones materiales que continúa soportando gran parte de la población indígena mexicana, los estudiantes encuestados ven al indígena no sólo como más pobre, sino imposibilitado para salir de la pobreza y, por tanto, en una distinta e inferior condición social que la del propio ego. Este imaginario de imposibilidad es el que, en efecto, refuerza que cualquier probabilidad de proximidad afectiva o sentimental genere un efecto negativo, incluso de tipo contaminante, hacia abajo. Al respecto son elocuentes algunas respuestas argumentadas por los entrevistados: “no me daría un buen futuro”, “mis padres no me hicieron estudiar para que acabe con un indígena”, o “no tendría futuro”. Así opera el proceso de racialización, reforzando un racismo que continúa presente, pero de forma cada vez más sutil, el cual niega la otredad étnica como un mecanismo para legitimarse a uno mismo como menos moreno, más güero y al mismo tiempo, menos pobre.

Conclusiones

Hemos argumentado en favor de la idea de que existe un doble discurso en torno al racismo, el de la tolerancia y el de la igualdad. Con base en este último los entrevistados sostuvieron actitudes de indignación frente a actos de un tercero que supusieran discriminación hacia otro. Aunque este discurso puede mostrarse como un avance hacia las prácticas de la inclusión social y cultural impulsadas por distintas instancias desde fines del siglo XX, coexiste con el discurso de la negación, de la otrificación, el cual no se presenta de forma explícita, dolosa o evidente, sino bajo la forma de prejuicios inocentes, que tienen por función proteger -en términos simbólicos- el entorno más privado y familiar del individuo en cuestión, principalmente porque los imaginarios raciales y racistas continúan insertos en el discurso de los individuos, y de alguna manera se mantiene la vieja idea de la contaminación hacia atrás o hacia abajo, que nadie quiere experimentar.

Estos imaginarios, ideas y prejuicios que subsisten en torno a lo indígena (como término generalizado), son reforzados aún por la realidad social mexicana, que en términos de la distribución material y simbólica de la riqueza continúa afectando negativamente a la gran mayoría de la población indígena. Como observamos, el hecho de que gran parte de los estudiantes ubicara a los indígenas en posiciones laborales manuales y rurales, sin educación o con una formación básica, pero además pobres, no sólo es el resultado de viejos prejuicios racistas enquistados en las mentalidades individuales. El problema radica en que tales prejuicios, representaciones y mentalidades adquieren un estatus de verdad ante una realidad empíricamente evidente: la existencia de mayorías indígenas que continúan siendo pobres, con escasos capitales escolares, aunque cada vez menos rurales. Dicha situación muestra la continuidad de la correspondencia entre clase, etnia y raza en la estructura social mexicana.

A pesar de estas constataciones de los imaginarios racializados con la realidad material de gran parte de los indígenas y los indígenas migrantes, los individuos que se conciben como no indígenas, mestizos o mexicanos a secas, no tienen dificultades para compartir espacios de sociabilidad con la otredad, siempre y cuando ésta no irrumpa en los ámbitos más cercanos a los individuos, por ejemplo, su entorno familiar o el vecindario (especialmente cuando los encuestados son o se perciben como clase media). La proximidad no sólo parece problemática, sino inimaginable; más aún si las condiciones materiales que experimenta la población indígena permanecen inalterables y se hace muy poco por equilibrar las posibilidades y probabilidades reales entre los sujetos indígenas y no indígenas mexicanos, de tener similares condiciones y oportunidades sociales.

La inequidad en términos étnicos no sólo muestra cómo opera el racismo cotidiano, es también evidencia de lo poco efectivas que han sido las políticas de reconocimiento emprendidas por el Estado después del levantamiento zapatista de 1994 y constituye un racismo de tipo institucional que continúa invisibilizando y segregando a la otredad indígena, al mismo tiempo que refuerza las mentalidades racializadas de la población en general

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1Por ejemplo, según datos de la Encuesta Nacional sobre Discriminación en México (Enadis) 2010, la población del sureste de México, con elevados porcentajes de bajo nivel de ingresos, escasa escolaridad y alta presencia étnica, ha sido susceptible de discriminación. Mientras que en zonas como la formada por Guanajuato, Querétaro y Aguascalientes, con niveles de escolaridad aceptables, la discriminación parece ejercer más presión sobre las poblaciones no católicas.

2Es el caso que expone Foucault respecto del antisemitismo alemán. El problema racial -sostiene- sólo fue posible cuando el conflicto de clases fue traducido en conflicto de razas (Foucault, 1996).

3Esta definición no se aleja de la perspectiva foucaultiana. El racismo en tanto mecanismo de poder posibilita y justifica la administración de la muerte -de la exclusión política-, vinculado a una nueva racionalidad del poder -el biopoder- que nace en el siglo XIX, se inscribe en el Estado y se centra en su población como especie (Foucault, 1996).

4Tomamos el concepto de diferencia en el sentido planteado por Segato (2007).

5Como en el caso de la estudiante de posgrado a quien se impidió su ingreso a una cafetería por asociar su vestimenta típica con la pobreza, expuesto anteriormente.

6Por ejemplo, las personas que piden limosna y usan una indumentaria que alude a la identidad genérica indígena.

7Situación que observamos en otra investigación que analiza el racismo en Bolivia, en un contexto en el que la sociedad boliviana atraviesa por cambios estructurales importantes y donde lo indígena ha cobrado un papel protagónico en diferentes campos: el político, el económico y el intelectual, entre otros (Rea, 2015). Por otra parte, reflexiones teóricas con fundamento empírico -como la realizada por Talcott Parsons sobre el nazismo alemán durante la primera década del siglo XX- permiten sostener que estos desequilibrios estructurales simbólicos, producto de ciertos equilibrios materiales, incidieron y potenciaron aquél.

8Esta proporción es mucho menor a la registrada en el Censo de 2000, diez por ciento; aunque en términos absolutos hubo un crecimiento de 6’044,547 a 6’695,229, fue mucho menor al crecimiento de la población nacional (Wright y Vega, 2014).

9Estos datos forman parte de una investigación más amplia que tiene por objetivo medir el impacto de las políticas pro indígenas sobre el peso negativo del origen étnico en el acceso a educación e ingresos económicos, empleando series de tiempo.

10No es nuestra intención generalizar que todos los indígenas que migran a León son pobres y se ubican en los márgenes de la mancha urbana. Hay casos de indígenas no pobres, profesionistas, con títulos de posgrado, o microempresarios comerciales, con un volumen de capital importante, que constituyen todavía una minoría. Sin embargo, este segmento social está mucho más invisibilizado que los indígenas pobres, no tanto por la autoinvisibilización sino por el efecto del discurso dominante de mostrar a los indígenas, casi siempre, en condición de pobreza.

11Además de obtener este tipo de respuestas en los cuestionarios, tuvimos la oportunidad de oír una conversación de tres mujeres jóvenes que transitaban por una calle, en la que una de ellas afirmó: “no crean que yo soy de este color, yo soy güera, pero como me gusta usar mucho falda, pues me veo morenita”.

Recibido: 07 de Octubre de 2015; Aprobado: 18 de Julio de 2016

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