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Sociológica (México)

versión On-line ISSN 2007-8358versión impresa ISSN 0187-0173

Sociológica (Méx.) vol.30 no.86 Ciudad de México sep./dic. 2015

 

Artículos

 

Por una sociología antiutilitarista1

 

For an Anti-utilitarian Sociology

 

Alain Caillé*

 

* Profesor emérito de la Universidad de París 10. Correo electrónico: <mauss1981@ aol.com>

 

Fecha de recepción: 27/01/15.
Fecha de aceptación: 27/07/15.

 

Resumen

El artículo busca reencontrar el espíritu de la sociología clásica con tres propuestas epistemológicas: primera, pensar la sociología como una ciencia social general; segunda, asumir los desafíos normativos sin esconderse detrás de una neutralidad axiológica mal interpretada; y tercera, superar la visión utilitarista del mundo social en la cual se inspira un modelo económico de las ciencias sociales. Se trata de dar continuidad a los proyectos de Marx, Tocqueville, Durkheim, Weber, Simmel, Mead, Elias, Mauss, Parsons, etcétera. Nos toca llevar a cabo su actualización.

Palabras clave: utilitarismo, objetividad, teoría sociológica, epistemología, economicismo.

 

Abstract

This article seeks to rekindle the spirit of classical sociology with three epistemological proposals: first, thinking of sociology as a general social science; second, assuming the normative challenges without hiding behind some kind of misinterpreted axiological neutrality; and third, surpassing the utilitarian vision of society that inspires an economic model of the social sciences. The idea is to provide continuity for the projects of Marx, Tocqueville, Durkheim, Weber, Simmel, Mead, Elias, Mauss, Parsons, etc. It is our turn to bring them up to date.

Key words: utilitarianism, objectivity, sociological theory, epistemology, economicism.

 

 

Introducción

A juzgar por el número de profesores, investigadores, estudiantes, libros y revistas que se adscriben a la sociología en el mundo, ésta parece floreciente. Con todo, si se le aprecia con otros criterios su situación es mucho menos halagadora. A diferencia de la ciencia económica que (para bien o para mal) habla casi en todos lados el mismo lenguaje, independientemente de las opciones ideológicas o políticas de sus practicantes, la sociología no muestra ninguna unidad paradigmática visible. Las corrientes de pensamiento más activas hoy en día —las de los estudios de género, culturales, post-coloniales, subalternos, etcétera— sólo se adhieren parcialmente a su marco. Su capacidad para explicar y hacer comprender las gigantescas transformaciones de las sociedades contemporáneas sigue siendo muy débil, y su papel como inspiradoras de políticas públicas es mínimo si se le compara con la influencia desmedida, aunque a menudo entre las más controversiales, de la ciencia económica.

Con todo, tenemos sin embargo que defender a la sociología. Aun así, vale la pena ser sociólogo. Esto merece una doble explicación: ¿por qué, entonces, habría que ser sociólogo? y ¿por qué "a pesar de todo"? Comencemos por la segunda pregunta. Si hay que reivindicar el abordaje sociológico a pesar de todo, es en contra de aquello en lo que se transformó la sociología. Muy ajena a sus grandes aspiraciones iniciales y sus brillantes luces legadas por Marx, Tocqueville, Durkheim, Weber, Simmel, Mead, Elias, Mauss, etcétera, lo que llamamos sociología se encogió poco a poco hasta parecer la "ciencia (o pseudo ciencia) de los restos", de la que no hablan ni los filósofos, ni los economistas, ni los historiadores, ni los antropólogos, ni los teóricos de la literatura, etcétera. Fraccionada en múltiples capillas teóricas o ideológicas, sin columna vertebral paradigmática e institucional, sólo busca encontrar su unidad en la referencia cada vez más obsesiva al "terreno" y al empirismo, enfrascándose en disputas infinitas sobre el buen método o el buen terreno.

La sociología clásica, que nos toca revivir y actualizar, se planteaba de modo muy distinto. Aunque ella también reivindicaba fuertemente un abordaje empírico de la realidad y se preocupaba por establecer hechos, no pensaba que esto pudiera realizarse sin teoría y sin mecanismos normativos, i. e. éticas y políticas. Aun más: no se veía a sí misma como lo que queda de la ciencia social al restarle la economía política, la antropología, el derecho, la geografía, la historia o la filosofía; sino al contrario, como el centro mismo de su desarrollo común, de su dialógica y de sus debates. En otras palabras, se veía como el lugar y el momento (generalista) de la ciencia social general. Esta sociología, o sea la ciencia social general, es la que nos hace falta y la que es preciso revivir de sus cenizas.

En esta dimensión de generalidad, ella entra necesariamente en competencia —en el peor de los casos— y en simbiosis —en el mejor— con la filosofía moral y política. En realidad no son más que las dos caras de la misma moneda: la filosofía que privilegia el rigor conceptual y axiológico, y la sociología que se preocupa por el origen empírico, o sea a la vez histórico y social de los conceptos, las teorías y los valores. ¿Cuál es su origen? ¿Quién los utiliza, y para qué? ¿A qué grupos sociales representan, a aquellos a los que Max Weber llamaba los portadores (Tráger)? ¿A qué intereses materiales o simbólicos sirven? La sociología hace un llamado a los filósofos y a los sabios de todo tipo para que dejen el cielo de las ideas o de la moral puras, como tienden a creer que son, y traerlos de vuelta a la inmanencia de la práctica y de lo social. En esto la sociología es insustituible, razón por la cual es absoluta y decididamente necesario ser sociólogo. Pero es obvio que, simétricamente, sería en balde pretender indagar la realidad prescindiendo de conceptos y referencias teóricas. Sociología (como ciencia social general) y filosofía moral y política están entonces en una relación mutua de jerarquía entreverada. Son recíprocamente trascendentes.

Retomar el espíritu de la sociología clásica implica tres cuestiones:

1) Pensar la sociología como el momento generalista de la ciencia social. No como una ciencia social unificada, por encima de las ciencias sociales particulares (entre ellas la sociología empirista), sino como el espacio dialógico en el que éstas se encuentran con la filosofía moral y política.

2) Asumir plenamente las complejidades normativas del abordaje sociológico sin esconderse, cobarde y perezosamente, detrás de un ideal de neutralidad axiológica mal entendido y desvirtuado.

3) Por último, para clarificar los fundamentos paradigmáticos de la sociología, llevar a cabo el proyecto de superación de la visión utilitarista y economicista del mundo social y humano que inspira el llamado "modelo económico en ciencias sociales". No era otro el proyecto de Marx, Tocqueville, Durkheim, Weber, Simmel, Mead, Elias, Mauss, Parsons, etcétera. Nos toca a nosotros actualizarlo y llevarlo a cabo.

 

El economicismo generalizado

En los años 1980-1990, se hizo evidente a los ojos de varios analistas lúcidos que una grave deriva afectaba las ciencias sociales y la filosofía política. Ésta consistía en una profunda transformación en la división del trabajo intelectual. Durante alrededor de dos siglos —como fecha simbólica tomemos 1776, año de la publicación de La riqueza de las naciones de Adam Smith—, los economistas se habían limitado al estudio del funcionamiento del mercado, analizado en los campos de la producción, la distribución y el consumo de las riquezas mercantiles. Para esto, apostaban a que el modelo del homo economicus —o sea la hipótesis que los sujetos humanos son individuos calculadores, mutuamente indiferentes, que no se interesan más que en sus propias necesidades o preferencias, y considerados más o menos racionales— es lo bastante pertinente y eficaz para explicar lo que pasa en el mercado de bienes y servicios: las decisiones de comprar y vender. En cuanto al resto de conductas, abandonaban su estudio a otras disciplinas. Como lo decía Vilfredo Pareto (1906), economista famoso, pero también sociólogo, al lado del homo economicus hay lugar también para el estudio del homo politicus o para el homo religiosus, etcétera.

Ahora bien, desde los años 1960-1970, algunos economistas —que poco a poco aglutinaron a la mayoría de su corporación— llegaron a pensar que su modelo explicativo podría ser aplicado a campos de la vida social distintos de la economía, incluso a aquellos donde no existen intercambios mercantiles ni compra ni venta, ni por lo tanto formación de precios de mercado. ¿Por qué no suponer, se preguntaban, que en todos los campos de la existencia social, y no sólo en el de la economía, actuamos como individuos calculadores, egoístas y racionales, que lo único que buscan es maximizar su propio interés? A partir de entonces, y en particular de los trabajos de Gary Becker, futuro Premio Nobel de Economía, empezaron a proliferar numerosos estudios sobre la rentabilidad; por ejemplo:

• de la educación: ¿qué relación hay entre la inversión realizada y las ganancias futuras esperadas?;

• del matrimonio: ¿vale la pena casarse?, ¿qué reditúa casarse?, ¿qué utilidad trae, con qué tasa de amortización al año?;

• del amor o del crimen: ¿qué se gana con amar?, ¿puede ser costeable el crimen?, ¿cuál es el cálculo de rentabilidad, el plan de negocios del criminal?;

• de la religión: ¿creer en Dios es redituable? Por lo demás, no olvidemos que mucho antes de la generalización del modelo económico contemporáneo, la apuesta del filósofo francés Pascal en el siglo XVII fue: creer en Dios no cuesta caro y puede redituar mucho. ¡Una ganancia infinita! El nuevo modelo económico ha generalizado esta tesis de Pascal.

Lo que nos ha interpelado y llamado la atención, a mí y a varios amigos míos en la década de 1980, fue que este modelo utilitarista generalizado triunfara no sólo entre los economistas sino en otras disciplinas que, hasta entonces, lo habían rechazado firmemente, sobre todo la sociología. Aun más: su oposición a esta visión del sujeto humano y de la relación social había sido precisamente su razón de ser. Si revisamos, por ejemplo, la sociología de los años 1970-1980 en Francia, constatamos que tres de los cuatro autores principales de esa época —Pierre Bourdieu, Michel Crozier, Raymond Boudon y Alain Touraine— comienzan a considerar a la sociología como una forma peculiar del modelo económico generalizado. Es el caso de Raymond Boudon, heraldo de la teoría de la elección racional y del individualismo metodológico, que conforman el postulado metodológico y epistemológico básico de los economistas. Pero es también, del lado antiliberal, el caso de Pierre Bourdieu, quien presenta su sociología como una "economía general de la práctica"; o sea, una aplicación del modelo económico, del interés como explicación general, a todas las esferas de la práctica social, aun si lo hace sobre bases postmarxistas y postfreudianas, y si este interés no parece consciente y de índole más colectiva que individual. En cuanto a Michel Crozier y Erhard Friedberg, promueven un "análisis estratégico" de las organizaciones, que se propone develar los "intereses" de poder de los diferentes grupos en pugna en el mundo de la empresa. Sólo Alain Touraine no participa de tal tendencia en esa época.

Se constata el mismo recurso al modelo económico generalizado en el campo de la filosofía política, donde la gran obra de la época, la que ocupó el proscenio durante todo el fin del siglo XX, la teoría de la justicia de John Rawls (1971), plantea la cuestión política en el lenguaje propio de los economistas: ¿cómo definir las normas de una sociedad justa partiendo de la hipótesis de que los sujetos humanos no son más que homo economicus mutuamente indiferentes? Aquí también, la teoría de la elección racional será igualmente el lenguaje de base, la lingua franca de los filósofos políticos más de moda en esa época, anglosajones en su mayoría, ya sea para prolongar la obra de Rawls (1971) o para criticarla.

Por tanto, se perfila en esos años el arrastre de una oleada del modelo económico generalizado en el campo de las ciencias sociales y de la filosofía moral y política. Nos tomó una década, en el MAUSS,2 entender que esta revolución intelectual finalmente precedió y facilitó la evolución del mundo real. Ella hizo posible intelectual e ideológicamente la globalización, que hay que entender menos como la internacionalización de los mercados y las culturas que como la generalización planetaria de la norma mercantil, financiera y especulativa a todas las esferas de la existencia humana. Era necesario, efectivamente, convencerse de que los seres humanos no son otra cosa que homo economicus, y que la única cosa que les interesa es la maximización de sus intereses individuales, para llegar a concebir el mercado como la única forma de coordinación eficaz y legítima entre los individuos o los colectivos. Si sólo somos homo economicus, entonces la única cosa inteligente que debemos hacer, el único procedimiento racional es, en efecto, aspirar a maximizar lo más pronto posible nuestro capital financiero y para ello recurrir a la especulación, si no conlleva demasiados riesgos. Si adoptamos la hipótesis de que los mercados son eficientes, cuanto más invirtamos en bolsa, más pronto nos enriquecemos.

He aquí el punto de partida de una perspectiva antiutilitarista en las ciencias sociales: una oposición a esta evolución extraña, desconcertante y en parte deletérea del pensamiento y de la división del trabajo intelectual en los campos de las ciencias sociales y de la filosofía política.

 

Hacia fundamentos no utilitaristas de la sociología general

Para superar eficazmente el modelo económico generalizado que domina tanto en el campo del pensamiento como en el de la práctica, tenemos que dilucidar los fundamentos posibles de una ciencia social generalista que no se reduzca a la economía. Entonces surge la pregunta de por qué todos los intentos de construir una sociología general han fracasado hasta hoy. ¿Por qué los economistas, independientemente de su corriente, disponen del mismo lote de conceptos centrales en casi todas las universidades del mundo, mientras que en las ciencias sociales, y en la sociología en particular, nos confrontamos con una pluralidad infinita de escuelas de pensamiento que se combaten encarnizadamente unas a otras, lo que nos lleva a la impotencia común general?

Por dos razones fundamentales. La primera es que todos los sistemas construidos por la sociología clásica se presentaron como sociologías sistemáticas, como sistemas justamente, salvo en Max Weber. Es lo que, por ejemplo, Wright Mills llamaba irónicamente "la grandiosa teoría" de Talcott Parsons, que distribuía la sociedad en pequeñas casillas, sub-casillas y sub-sub-casillas, etcétera. De Niklas Luhmann y de su teoría del "sistema social autopoiético"; de Pierre Bourdieu con su "economía general de la práctica"; y también del individualismo metodológico de James Coleman en sus Foundations of Social Theory (1990). Es también el caso, en ciertos aspectos, de la teoría de la justificación de Luc Boltanski y Laurent Thevenot, con sus "cinco + n ciudades".

Estas sociologías generales, más allá de lo que pueda ser su mérito, no hacen justicia a la realidad porque pretenden tener sistemáticamente una respuesta para todo. Con ellas sabemos de antemano lo que debemos encontrar, en qué casilla teórica, bajo qué concepto o rubro preexistente acomodaremos lo que hayamos observado. Se sabe de antemano, por ejemplo, que la realidad social se puede distribuir, sin restos, en unos órdenes o sistemas bien determinados. O que está edificada sobre elecciones individuales racionales. O al contrario, que las sociedades se organizan como totalidades a priori, como si la sociedad preexistiera a sí misma, y los actores no hicieran otra cosa que aplicar los valores sociales (como lo sostiene el culturalismo), aplicar las funciones (según el funcionalismo), u obedecer a unas reglas (que plantea el estructuralismo). Me parece que hay que superar estos sistemas de sociología, que pretenden tener respuesta para todo, proponiendo conceptos elásticos que llevan más a formular preguntas que a responderlas. Aun cuando es cierto que plantear preguntas pertinentes, las buenas preguntas, permite obviamente anticipar las buenas respuestas.

La segunda razón del fracaso de las sociologías generales heredadas, es que las sociologías sistemáticas no se han percatado suficientemente de que el principal desafío que se plantea a la sociología es el de pensar su relación con la economía y con la economía política, así como con sus fundamentos utilitaristas. Retomo aquí, complementándolo y sistematizándolo, el análisis de Christian Laval en La ambición sociológica (2002), para mí sin duda la mejor historia de la sociología existente, paralela pero superior a La tradición sociológica de Nisbet (1966).

En su relación con la ciencia económica, los grandes sociólogos clásicos pasaron generalmente por cuatro momentos en su trayectoria de pensamiento. Por lo general, el inicial fue el de la adhesión. Los primeros sociólogos, particularmente Saint Simon, Marx y Weber, se maravillaron con la economía política que fue la primera ciencia social constituida, la cual parecía ofrecer un análisis objetivo de la realidad social, y por lo demás no solamente objetivo, sino por principio cuantificable bajo el modelo de la mecánica newtoniana.

Sin embargo muy pronto, en un segundo tiempo, aparece la objeción. Si, los modelos producidos por los economistas son grandiosos y seductores, pero la antropología sobre la cual se basan es el modelo del homo economicus, que no es sostenible, estiman los sociólogos. Los actores sociales no son sólo seres con necesidades que buscan maximizar sus satisfacciones y su capital individual. Otras cosas entran en juego: los afectos, las pasiones, los valores, la ideología, el peso de la tradición y de la sociedad, etcétera.

El tercer tiempo es el de la objetivación: comienza con la tentativa de objetivar la objetividad del discurso económico, de producir de alguna manera una objetivación de segundo nivel, una meta-objetivación. Se trata entonces —particularmente en Marx y en Weber— de mostrar, gracias a un procedimiento de historización, que todas las categorías económicas que los economistas toman por naturales y eternas son en realidad el resultado más o menos reciente de construcciones históricas. Y eso es verdad igualmente para las categorías filosóficas y, progresivamente, para todas las representaciones sociales, como lo sugiere con fuerza Durkheim (1893). Al seguir el hilo de ese tipo de razonamiento desembocamos en la moda actual del constructivismo radical: todo es construido, así que todo puede de-construirse, se nos dice; y uno puede, es decir, uno debe, construir otra cosa. Pero ¿construir qué?

Es ahí donde llegamos al cuarto tiempo de recorrido ideal-típico del sociólogo clásico, con la tentativa de rebasamiento, no solamente crítico sino decididamente positivo, de la ciencia económica. ¿Qué antropología oponer a la figura de homo economicus? Si el motor primero o único de la acción social no es, o no solamente es, la necesidad, ¿entonces cuál es? Los sociólogos clásicos en su conjunto, y cada uno a su manera, intentaron superar la explicación económica desembocando tarde o temprano en la idea de que la esencia o la matriz de los fenómenos sociales debe buscarse en la religión. El propio Marx, en un determinado momento, pone en el corazón del capitalismo el fetichismo de la mercancía, esta religión de la mercancía sin la cual el sistema del capital no podría sostenerse y autoreproducirse. Pensemos también en la metamorfosis epistemológica de Durkheim que, luego de una suerte de alucinación/revelación, descubre en 1895 que la religión es lo instituyente primario de la vida social. O en Max Weber y su gigantesco trabajo de sociología histórica comparativa de la religión.

El único problema es que nadie sabe verdaderamente qué es la religión,3 en qué consiste. Ni sociólogos ni antropólogos han tenido éxito para ponerse de acuerdo sobre una mínima definición; ni siquiera pueden asegurar que la religión está presente efectivamente en todas las sociedades. En la tradición francesa, desde hace más de cincuenta años hemos reemplazado la referencia a la religión por la evocación o invocación de lo simbólico, que sirve de piedra filosofal a parte de los antropólogos estructuralistas o a los psicoanalistas lacanianos, fundamentalmente. Pero nadie logra acordar una definición compartida de lo simbólico. La ciencia social queda pues bloqueada en esa etapa. Es sin duda la razón principal por la cual la sociología, al no poder avanzar teóricamente sobre este problema fundamental, se ha refugiado en el culto empirista de la investigación de campo.

 

Otra visión de la sociología

Al realizar estudios simultáneos de sociología y de economía en Francia en los años setenta, me sensibilicé rápidamente respecto del extraordinario contraste que existía entre los postulados de base de los economistas y lo que podíamos leer en antropología, sobre todo en el Essai sur le don de Marcel Mauss (1925). Mi entrada a la sociología se efectuó fundamentalmente a través de la lectura de la revista Socialisme ou Barbarie, que tuvo un impacto considerable en el país. Esta revista fue impulsada por autores que habían sido marxistas (trotskistas, en este caso) —Claude Lefort, Cornélius Castoriadis y Jean-François Lyotard, fundamentalmente— quienes intentaron realizar de manera reflexiva su salida del marxismo, o de superar algunos de sus atolladeros, de sus silencios o de sus errores, conservando vivo un ideal a la vez de pensamiento y de emancipación. Ello representó en Francia el equivalente de la escuela de Frankfurt en Alemania. Ambas escuelas de pensamiento tienen en común al menos dos ideas principales, a las cuales yo sigo siendo fiel. La primera, es que no tiene sentido separar las ciencias sociales de la filosofía política. Es necesario en esos dos campos adoptar una óptica decididamente interdisciplinaria. La segunda idea es que no podemos y no debemos separar la reflexión académica del compromiso ético y político.

Hay que entender que esta elección, a la vez de la interdisciplinariedad y del vínculo entre ciencias sociales y compromiso ético y político, no proviene solamente del marxismo. Es también una herencia de la tradición sociológica francesa, sobre todo de Auguste Comte y de Émile Durkheim. En su prefacio a la primera edición de De la división du travail social (1893), Durkheim escribió esta frase que se volvió celebre: "Nosotros estimaríamos que nuestras investigaciones no merecen ni una hora de esfuerzo si no tuvieran más que un interés especulativo". Dicho de otra manera, la sociología sólo tiene sentido si permite alimentar lo político. Se trata entonces, a diferencia de cierta tradición weberiana (por cierto mal entendida), de ser a la vez científico y político. Ese es el principio que continúa inspirando una sociología antiutilitarista, muy diferente de la sociología que predomina hoy en día.

Regresemos pues un poco atrás para constatar que la sociología ha tenido desde sus orígenes ambiciones grandiosas, las cuales hoy es necesario reconocer que no han sido satisfechas (Caillé, 2015). La sociología se ha reducido poco a poco, como una tela que encoge;4 se ve ahora ella misma, y es percibida desde el exterior, como una ciencia social especializada entre otras, en cierta medida restringida a los restos, al estudio de aquello de lo que no hablan las otras ciencias sociales, de los restos que se le dejan. Renunciando ampliamente a sus ambiciones teóricas (delegadas a los filósofos), percibiéndose —y queriendo ser— cada vez más como una simple ciencia que hace estudios de campo, radicalmente empirista, ella abandonó así su ideal teórico original. De la misma forma, Norbert Elias (2003) deploraba, poco tiempo antes de morir, "la jubilación de los sociólogos en el presente".

Sin embargo, tal como señalé en la introducción, este ideal era extraordinariamente ambicioso, en el buen sentido del término, y prometedor: la sociología debe ser la intersección del conjunto de las disciplinas de las ciencias sociales y retomar las preguntas de la filosofía moral y política, a su manera y con otra forma.

 

El utilitarismo

Durkheim y Mauss ya situaban su enfoque, explícitamente y en numerosos pasajes de su obra, en oposición al utilitarismo. Ahora bien, el utilitarismo al cual ellos se enfrentaban no es el verdadero en el sentido histórico del término, lo que no facilita la comprensión del problema a resolver. Lo que ellos señalaban bajo ese nombre era la sociología de Herbert Spencer, mundialmente dominante en los años 1880, que era una sociología del contrato social del tipo individualista metodológico, es decir, incluso ontológico. Sin embargo el verdadero utilitarismo, el oficial y canónico en cierta forma, es el de Jeremy Bentham, quien es considerado universalmente como el padre del mismo. Y éste es muy diferente del que criticaban Durkheim y Mauss, dado que Bentham nunca dejó de oponerse a los teóricos del contrato social que le parecen tan fantasmagóricos como inútiles e inoperantes.

Todos esos debates sobre el estatus del utilitarismo fueron completamente olvidados en Francia en la década de los ochenta. Sin entrar en una discusión erudita sobre la cuestión de saber en qué consiste en última instancia el utilitarismo, tema que suscita numerosas pasiones e interpretaciones altamente contradictorias, daré una definición mínima, que no es otra que la del mismo Bentham (en su Constitutional Code, de 1843).

Según él, el utilitarismo descansa en tres principios. El primero, relativo a lo que es (is), plantea que nosotros somos individuos "self regarding", preocupados por nosotros mismos, buscando maximizar nuestros placeres y minimizar nuestras penas. El segundo, potencialmente antitético, es el relativo a la justicia y a lo que debería ser (ought to be). Es justo, según Bentham, lo que permite obtener "el mayor bienestar para el mayor número". De donde se sigue que si el objetivo es el de maximizar la felicidad del mayor número, entonces es legítimo para llegar a ese punto sacrificar intereses individuales. El primer principio puede ser considerado como una apología del hedonismo egoísta calculador, y el segundo como una plegaria en favor de un altruismo sacrificial. Es para designar la tensión entre esos dos principios por lo que he llegado a plantear o a hablar de "antinomia de la razón utilitaria". La resolución de ésta reside —según Bentham (1843)— en un tercer principio relativo al modo de coexistencia deseable de los dos primeros, tercer principio que el autor califica de Means Prescribing Principle y que Élie Halévy (1901-1904), el gran historiador del utilitarismo clásico, coloca bajo el registro de eso que él llama "la armonización artificial de los intereses". Para que lo que es y lo que debe de ser puedan incidir, es necesario recurrir a los buenos cuidados de un legislador benévolo que aplique los castigos y dé las recompensas de manera racional, de forma que los intereses de unos y otros converjan. Este legislador racional es el equivalente al jefe de la prisión panóptica, inventada por Bentham: el guardián que todo lo sabe, que todo lo ve, escucha todo y no es visto por nadie, según una lógica bien analizada por Michel Foucault (1975).

Una parte no despreciable de la filosofía antigua, y particularmente la filosofía exotérica de Platón, tal como está expuesta en Protágoras, La República, Las Leyes y Georgias, es ya totalmente utilitarista. Esta doctrina encuentra su equivalente en China, en el siglo III antes de Jesucristo, con Han-Fei-Tse que, en El tao del príncipe, nos ofrece una mezcla totalmente explosiva de Platón, Adam Smith, Bentham y Maquiavelo. El utilitarismo, pues, no data de hace dos siglos. Sólo es reciente y específicamente moderna su versión burguesa; es decir, la idea de que la maximización de los placeres pasa al primer término por la acumulación de la riqueza material gracias al juego del mercado.5

Detallemos esta versión burguesa. Si la sociedad debe de estar regida por un legislador racional que sabe calcular los placeres y las penas de todos y cada uno, para maximizar los primeros y minimizar las segundas es necesario que él disponga de un instrumento de medida que le permita contar esas utilidades. Ocurre que no existe, según Bentham, un hedonómetro o instrumento de medida de los placeres. A falta de ello, la mejor ponderación de lo que nos proporciona placer sigue siendo lo que estaríamos dispuestos a pagar para obtenerlo. La buena medida, la única concebible y practicable, es entonces el dinero, y el precio de los bienes y servicios. Ahora bien, desde el momento en que uno plantea que el precio es la medida adecuada del placer —o de la utilidad, o de la preferencia, poco importa—, todos tenemos los fundamentos de la ideología del crecimiento contemporáneo que descansa sobre la idea de que el producto nacional bruto (PNB) es el equivalente del bienestar nacional bruto. Así se cierra el círculo que hace de la ciencia económica la cristalización por excelencia del utilitarismo moderno y de su hegemonía relativa sobre las otras ciencias sociales, el correlato de la dominación ejercida por la esfera económica y financiera sobre todas las otras esferas de actividades sociales.

Lo que hace la fuerza del utilitarismo —y de la ideología económica que es su avatar contemporáneo— es que parece constituir la única respuesta posible a la cuestión de saber sobre qué hacer descansar el orden social, la sociedad, si excluimos las respuestas que pretenden subordinarlos a la observancia de una ley divina, trascendente o al respeto de una tradición. ¿Es ésta la única respuesta racional? Todo depende de lo que pongamos en el orden de la razón. El utilitarismo aporta una respuesta racionalista de lo que es muy dudoso que sea razonable.

 

Cuatro imperativos metodológicos de una ciencia social general. Por un procedimiento idealista-típico

¿Cómo mantenerse firme en un proyecto de ese tipo? Haciendo honor a lo que, según yo, constituyen los cuatro imperativos metodológicos o epistemológicos de la ciencia social o, si se prefiere, de la sociología general:

• El primero, que la diferencia respecto de la filosofía moral y política es el imperativo del empirismo o de la descripción de lo real, ya sea por vía de la observación o de la experimentación. No hay, en efecto, exigencia de cientificidad concebible de la ciencia social sin un enfoque de establecimiento y registro de hechos.

• El segundo es el imperativo de explicación. El de "dar la razón" de los fenómenos. Tampoco hay ciencia posible sin búsqueda de las causas que producen los fenómenos que hemos descrito. Es necesario, aquí, plantear la pregunta del por qué —el Weil Motiven, decía el sociólogo fenomenológico Alfred Schütz (1932)—, para ser eventualmente capaz de efectuar previsiones gracias a modelos. Así proceden los economistas. Pero esto es verdad igualmente para la antropología estructural de Claude Lévi-Strauss, por ejemplo, cuando del análisis de ciertos mitos de los indígenas de América del Sur, deduce la existencia probable de cierta forma mítica, aún no descubierta, en América del Norte.

• Califiquemos de interpretativo o de hermenéutico el tercer imperativo, que incita a plantear la pregunta del para qué, del "con miras a qué" —del "wo zu Motiven", según Schütz (1932)—. ¿En aras de qué, con qué fines los actores sociales hacen lo que hacen? Ellos actúan porque tienen razones que es necesario interrogar. Tales razones tienen sentido para ellos. Razones y no solamente causas. ¿Cuáles son entonces los valores que impulsan a los sujetos sociales, que somos nosotros, a actuar? He aquí lo que necesariamente tenemos que comprender gracias a la interpretación.

• Finalmente, el cuarto imperativo es el que se puede calificar de normativo, o de axiológico. El investigador no pude interrogar los valores que motivan a los sujetos sociales sin interrogarse sobre sus propios valores. Es imperativo que la ciencia social no se limite a inquirir lo que tiene sentido para los actores que observa y analiza. Además es necesario que se pregunte por lo que tiene sentido para ella y pueda entonces plantear la pregunta de saber en nombre de qué valores, y con miras a qué, los sedicentes expertos han decidido involucrarse con las ciencias sociales.

Contrariamente a las vulgarizaciones metodológicas vigentes, es esencial comprender que el último imperativo mencionado, el normativo —que conlleva la obligación de que las descripciones, las explicaciones y las interpretaciones producidas tengan sentido a la vez para los actores sociales y para los investigadores, e incluso para un "auditorio universal"—, es el más importante de los cuatro imperativos epistémicos en ciencias sociales. Respetarlo es la condición misma de su fecundidad cognitiva. Es en tanto que las ciencias sociales están inspiradas por cuestiones normativas —éticas, ideológicas o políticas—, que las interrogantes de los científicos alimentan un procedimiento metodológico de pensamiento y de investigación fecunda. Sin embargo, las ciencias sociales en su evolución actual conllevan, por lo contrario, al estrangulamiento de ese momento normativo en nombre de un imperativo de neutralidad axiológica ampliamente erróneo y engañoso.

Si se toma en serio la idea de que, en las ciencias sociales, el imperativo normativo es estructurante —lo que de ninguna manera quiere decir que el investigador se limite a enunciar sus opiniones, ya que no podría considerarse tal si no transita por el recorrido de la descripción, la explicación, la interpretación y la reflexión axiológica—, entonces es posible deducir de ello cierto procedimiento metodológico que sea el contrapunto y el complemento del célebre tipo ideal de Max Weber. Para este último la herramienta privilegiada de las ciencias sociales es la elaboración de tipos ideales, en principio construidos en función de una cierta idea de racionalidad instrumental. En ese contexto, uno se puede preguntar lo que habrían hecho los agentes considerados como racionales desde el punto de vista de la racionalidad instrumental (zweckrationalitat), y por qué no son en realidad tan racionales como hubieran podido serlo.

Me parece interesante construir un método o procedimiento simétrico, que yo llamaría con gusto un procedimiento típico-idealista o típicamente idealista, que partiría no de la racionalidad en relación con los medios sino de la racionalidad en relación con los valores (Wertrationalitat). Se puede actuar racionalmente, explica Weber, si se hace en nombre de los valores que uno aprecia, incluso si eso no es eficaz desde un punto de vista instrumental, e incluso si no se obtienen ventajas al hacerlo a nivel individual. Podemos ser idiotas racionales, un rational fool —como señala Amartya Sen (1977)—, quien sacrifica su utilidad personal y su bienestar al logro de ciertos fines éticos o políticos. Lo mismo puede ser cierto para los países, los colectivos o las instituciones que sacrifican parte de su eficiencia instrumental (sobre todo económica) en provecho de sus valores. Sin embargo, de la misma forma que los actores sociales no son nunca plenamente racionales en su búsqueda de la eficacia instrumental o utilitaria —y conviene preguntase por qué— tampoco son siempre perfectamente coherentes con respecto a sus propios valores, con su yo-ideal.

¿Por qué los actores sociales nunca llevan a cabo plenamente los valores en los que creen o según los cuales dicen actuar, y que ellos creen o dicen profesar? Esta pregunta, propia del procedimiento del tipo ideal, implica un doble trabajo: explicitar todos los valores en cuestión tomándolos verdaderamente en serio, y preguntarse por qué no son respetados, qué impide su realización. Es un procedimiento de ese tipo lo que ha animado, por ejemplo, una de las luchas de MAUSS en torno a la idea de un ingreso mínimo incondicional, que nos parecía ser la culminación lógica de los valores de los derechos humanos. Si se toman en serio los valores y los derechos humanos, entonces debería lógicamente llegarse a este objetivo. ¿Por qué, entonces, no se ha hecho? ¿Qué se le opone?

 

Conclusión

Yo expuse y analicé aquí un cierto número de dificultades y de atolladeros de la sociología contemporánea. Necesitaríamos mucho más espacio para presentar y justificar las soluciones que creo posibles y deseables con el fin de resolverlas. Diré para concluir solamente algunas palabras sobre las dos vías principales a tomar, según yo.

En el plano propiamente teórico, la tarea principal es reinterpretar el conjunto de los grandes sociólogos clásicos a partir de los descubrimientos esenciales efectuados por Marcel Mauss en su texto Essai sur le don (1925). Ellos muestran, de manera empíricamente fundada, y para retomar sus propios términos, que "el hombre no fue siempre un animal económico", y que las sociedades no descansan primero sobre el mercado, la compra o la venta, ni sobre el contrato y el toma y daca, sino sobre lo que él llamaba "la triple obligación de dar, recibir y devolver". He aquí un buen punto de partida, ¿no es cierto?, para superar de una vez por todas el modelo económico. A partir de ahí y de los aportes de la sociología clásica es posible repensar de raíz el estatus de lo político, de lo religioso, de lo económico, etcétera.

Sin embargo, como he sugerido, son en realidad sus implicaciones normativas, i. e. éticas y políticas, las que confirieron a la sociología clásica su fecundidad científica. Es por lo demás en gran medida el caso de la ciencia económica, que no aclara de manera importante la realidad de la economía, pero juega en cambio un importante papel normalizador y performativo. Ella moldea infinitamente más la realidad económica de lo que la describe y explica. La sociología, por su parte, no ha sido cognitivamente pertinente más que en la medida en que se ha inscrito, a partir del ámbito científico que ella pretende ocupar, en el campo del debate democrático abarcando el liberalismo y el socialismo; y, accesoriamente, comunismo y anarquismo. Prodigando indirectamente argumentos en favor de uno y otro campos. Ahora bien, el liberalismo, convertido en neoliberalismo, se ha reducido cada vez más a un liberalismo económico; a eso que los italianos llaman el libérisme. El pensamiento de inspiración socialista, y a fortiori anarquista o comunista, batalla cada vez más para encontrar sus señas de identidad. En realidad, son todas las grandes ideologías modernas —liberalismo, socialismo, comunismo y anarquismo— las que revelan cada día un mayor desfase con respecto a las realidades contemporáneas. Por otro lado, la globalización impide progresivamente la creencia en la posibilidad de edificar y hacer vivir la democracia en un solo país. Sobre todo, las cuatro grandes ideologías modernas, por más opuestas que hayan podido ser, compartían al menos un punto común: todas estaban convencidas de que el problema central de la humanidad era el que se refiere a la escasez material y que, en consecuencia, el remedio primero a la guerra de todos contra todos consistía en el crecimiento permanente de la producción, el crecimiento económico.

Empero, hoy estamos frente a una doble evidencia. Los países ricos no tienen ni tendrán un crecimiento significativo del producto interno bruto. Y, por otra parte, si este crecimiento se generaliza al conjunto del planeta, sería ecológicamente insostenible. Es pues un mundo completamente distinto el que necesitamos inventar para el futuro. Un mundo, para hablar como el economista inglés Tim Jackson (2009), de prosperidad sin crecimiento.

Llamemos "convivencialimo" a la filosofía política del nuevo mundo que se está buscando (Manifeste convialiste, 2013). La sociología no renacerá con su anterior esplendor y no volverá a ser fuente de inspiración si no sabe cómo ser la partera de ese nuevo mundo convivencial.

 

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Notas

1 Traducido y revisado por Francis Mestries Benquet y Jorge Mercado Mondragón, profesores investigadores del Departamento de Sociología de la Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Azcapotzalco (UAM-A). Correos electrónicos respectivos: <frmestries@gmail.com> y <jormemo@hotmail.com>.

2 Movimiento anti utilitarista en ciencias sociales. Este grupo interdisciplinario, creado en 1981, y cuyo nombre rinde homenaje a Marcel Mauss, publicó en 1982 la revista MAUSS, que en adelante aparece como una de las principales en el campo de la ciencia social.

3 Por mi parte me arriesgo a una tentativa de conceptualización y definición en el capítulo seis de mi libro Théorie anti-utilitariste de l'action. Fragments d'une sociologie générale (Caillé, 2009).

4 La expresión "peau de chagrín" hace alusión a la novela de Honoré de Balzac titulada: La peau de chagrín, (La piel de zapa), escrita en 1831. La obra cuenta la historia de un joven (Rafael Valentín) que, en su afán de llegar a la fama literaria, recurre a todos los medios para lograrlo. Es así que en una tienda de antigüedades recibe un trozo de cuero con inscripciones en sánscrito; dicha piel tiene propiedades mágicas para satisfacer los deseos de quien la posee. Sin embargo, por cada deseo que concede el trozo de cuero se encoge y consume la energía vital del propietario, restándole años preciados de vida [nota de los traductores].

5 Yo expongo mis argumentos sobre el utilitarismo de Platón en Don, Intérét et désinteressement. Bourdieu, Mauss, Platon et quelques autres (Caillé, 1993). Sobre el lugar del utilitarismo en la historia de la filosofía occidental, véase Caillé, Lazzeri y Senellart (2001).

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