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Sociológica (México)

versión On-line ISSN 2007-8358versión impresa ISSN 0187-0173

Sociológica (Méx.) vol.30 no.85 Ciudad de México may./ago. 2015

 

Traducción

 

Amarlo por quien es: la microsociología del poder*

 

Lena Gunnarsson**

 

** Universidad de Orebro, Suecia. Correo electrónico: <lena.gunnarsson@oru.se>.

 

Las asimetrías de género no son legítimas en las sociedades contemporáneas occidentales con Estado de bienestar. Sin embargo, las normas judiciales e ideológicas de la igualdad de género coexisten armoniosamente con una continua realidad de desigualdad de género, incluso en los países nórdicos, que están regidos por fuertes normas de igualdad. La pareja heterosexual es quizás el lugar en donde esta contradicción se hace más evidente. En las sociedades occidentales, la formación de parejas heterosexuales se basa, generalmente, en una elección individual motivada por la experiencia mutua del amor. Por lo tanto, no es de sorprender que este desarrollo históricamente específico de la intimidad en la intimidad haya dado lugar a interpretaciones optimistas del amor democrático. Si estar juntos se trata de las recompensas que cada uno de los involucrados experimenta por ello, entonces –como Anthony Giddens (1992) ha señalado– la falta de igualdad es lo que motivará a aquel cuyos beneficios sean menores a terminar con la relación. No obstante, algunas investigaciones empíricas muestran que la creciente falta de motivaciones externas para que alguien permanezca en una relación no es condición suficiente para poder negociar igualitariamente dentro de la misma (Dempsey, 2002; Dryden, 1999; Duncombe y Marsden, 1993; Holmberg, 1995; Jamieson, 1999; Langford, 1994 y 1999; Strazdins y Broom, 2004). La gran incidencia de la violencia en vínculos cuya raison d'être debería ser el amor, y donde no existen obstáculos económicos significativos que obliguen a las mujeres a permanecer en la relación, constituye la expresión más dramática del pobre establecimiento de normas de igualdad en la intimidad.

En este artículo, mi argumento se centra en la tensión inherente entre el amor heterosexual contemporáneo en Occidente y las normas de la igualdad y la libertad de elección, por un lado, y la desigualdad continua, por otro. Como punto de partida tenemos que en un contexto marcado por la ideología de la igualdad de género, las experiencias de desigualdad deben ser altamente incompatibles con la experiencia de amar y ser amado, de tal manera que cuando las asimetrías prevalecen debe haber mecanismos que las hacen parecer legítimas si es que el amor ha de subsistir. Mi enfoque no se centra en el tipo de abuso abierto y llano al que la mayoría de las personas se opondrían, sino en las tendencias asimétricas normalizadas que son constitutivas del amor heterosexual contemporáneo en Occidente –aunque bien es cierto que la violencia física y otras formas obvias de abuso pueden ser vistas como actos facilitados por dichas tendencias. Mi perspectiva tampoco se enfoca en la estructuración diferenciada de actividades conectadas con la práctica del amor heterosexual, tales como el cuidado de los hijos o las tareas domésticas. Mi visión se concentra en las interacciones amorosas tal cual son. Anna G. Jónasdóttir (1993, 2009 y 2011; Gunnarsson, 2011b, 2013 y 2014) propone que en las sociedades occidentales contemporáneas la práctica misma del amor, que incluye el éxtasis erótico y los cuidados (care), debe ser vista como el sitio crucial de la lucha entre los sexos. La autora sostiene que el modo dominante de organización de las relaciones de los cuidados y del éxtasis erótico, en sociedades basadas en una igualdad de género formal y en la relativa independencia socioeconómica de las mujeres, es aquel en el que los hombres explotan el poder del amor de las mujeres. Se trata de una capacidad humana básica por medio de la cual nos empoderamos (empower) los unos a los otros, lo que implica que si queremos crecer como personas necesitamos amar y ser amados. Mientras que la explotación del amor de las mujeres por parte de los hombres produce un tipo de "excedente de valoración" masculina (Jónasdóttir, 1993: 319), que les otorga una autoridad estructuralmente producida, para la mayoría de las mujeres la consecuencia de este proceso es "una lucha continua en los límites de la 'pobreza' en cuanto a sus posibilidades de operar en la sociedad como gente evidentemente valiosa y segura de ello, que ejerce sus capacidades de forma efectiva y legítima" (Jónasdóttir, 1993: 316). Estudios empíricos corroboran que el poder no es algo que ocurre fuera del amor, sino que es parte integrante del mismo (Haavind, 1984 y 1985; Holmberg, 1995; Langford, 1994 y 1999). En pocas palabras, estos estudios muestran que las mujeres tienden a dar más amor a los hombres que los hombres a las mujeres, si por "dar amor" entendemos reconocimiento y afirmación, en la práctica, de la otra persona, de sus necesidades y de sus metas como valiosas en sí mismas, de una manera que no se encuentre determinada por las necesidades y metas de uno mismo (Djikic y Oatley, 2004; Jónasdóttir, 1993, 2009 y 2011). Esta definición refleja el aspecto del cuidado más que el aspecto erótico del amor, y es precisamente la dimensión del cuidado la que constituye el centro de nuestra atención aquí. Una manera más operacionalizada de describir el patrón de género del cuidado consistiría en pensar que las mujeres tienden a adaptarse más a los hombres que viceversa.

¿Cómo, me pregunto, es que las mujeres tienden a dar más amor a los hombres de lo que los hombres dan a las mujeres cuando el amor mutuo es (supuestamente) la mismísima raison d'être de la relación, cuando el contexto ideológico prescribe la igualdad de género y cuando no existen factores externos sobresalientes que impidan a las mujeres separarse en caso de que no se encuentren satisfechas?

Mi análisis comienza con una evaluación de la investigación llevada a cabo por Carin Holmberg (1995) sobre parejas heterosexuales, con un enfoque específico en las interacciones de pareja en términos de la toma de papeles asimétrica (asymmetrical role-taking). El estudio está basado en entrevistas individuales con las y los miembros de diez parejas suecas heterosexuales y sin hijos, que son percibidas por otros y por sí mismas como iguales. También utilizo la investigación sobre el amor de Wendy Langford basada en entrevistas a quince mujeres heterosexuales cuyos resultados comparten similitudes considerables con el trabajo de Holmberg. En lugar de considerar estas investigaciones como "evidencia" de mi marco analítico, mi objetivo es demostrar cómo éste último nos ayuda a comprender los datos empíricos. Más adelante extiendo este análisis al desarrollar una conceptualización del vínculo entre la identidad de género y las tendencias de género presentes en el amor a través de un examen del papel mediador de las expectativas y la gratitud, destacando la importancia de distinguir entre la experiencia subjetiva del amor y su práctica objetiva. Por último, muestro cómo la tensión entre ser amadas para cumplir con la feminidad y ser amadas para beneficio propio genera distintos tipos de riesgos y de posibilidades, dependiendo de la estrategia que las mujeres elijan como medio para satisfacer sus necesidades de amor.

 

La toma de papeles asimétrica: o "amarlo por quien es"

Si "dar amor" significa ocuparse cuidadosa y activamente de las necesidades de la otra persona de una manera que no se encuentra determinada por necesidades personales, será mucho más fructífero analíticamente observar de cerca a aquellas instancias de conflicto existentes entre las necesidades y los deseos de dos amantes. En la medida en que somos personas distintas, cuidar de las necesidades del otro algunas veces supone contradecir el cuidado de nuestras propias necesidades. Cuando dichos conflictos desafían al amor, que es la raison d'être de la relación, la forma en que las mujeres y los hombres reaccionan en aras de salvar la experiencia del mismo ante dicha amenaza puede revelarnos cuáles son las estructuras subyacentes de la relación.

Holmberg (1995) sostiene que la identificación de patrones en la toma-de-papeles nos puede revelar qué tipo de estructuras de poder tienen lugar dentro de la interacción humana. La toma de papeles, en pocas palabras, es un concepto del interaccionismo simbólico usado para denotar la acción de adoptar la perspectiva del otro. Dado que permitimos que tal perspectiva informe nuestras prácticas, mi argumento es que la toma de papeles –expresada en términos teóricos– es la esencia del amor maduro. Un hallazgo central en la investigación de Holmberg es la existencia de un patrón de género asimétrico en la asunción de roles. Mientras que las mujeres tienden a percibir situaciones desde la perspectiva de los hombres al tiempo que relativizan las propias, los hombres tienden a considerar su propio punto de vista como el terreno neutral desde el que la perspectiva de las mujeres es juzgada. No se trata de que la subjetividad de ellas sea eliminada; después de todo las parejas en la investigación de Holmberg han invertido en la igualdad de género. Sin embargo, cuando expresan estar insatisfechas con el comportamiento de sus parejas, dicha insatisfacción tiende a ser percibida como una perspectiva subjetiva que, a su vez, es relativa a la perspectiva absoluta del hombre. Puede que a ellas no les guste lo que él hace, pero "él es así". Ser aceptados por quienes somos es algo que, desde cierto punto de vista, podemos esperar de nuestra pareja. Sin embargo, el derecho de estos hombres a ser amados por quienes son se basa en la premisa de excluir de una oportunidad similar a las mujeres. Para que el hombre sea como es, la mujer tiene que seguirle.

Incluso siendo conscientes de que a sus parejas les molesta su comportamiento, en el estudio de Holmberg los hombres suelen a menudo legitimar su adhesión a tal conducta refiriéndose a su propio punto de vista. Uno de los entrevistados asegura que sabe que su pareja aprecia cuando él le compra flores o le dice que luce bien; sin embargo, no lo hace a menudo porque "para él no es importante" (Holmberg, 1995: 131; Thagaard, 1997).1 De igual manera, otro entrevistado afirma que él "no es de hablar mucho", que sólo lo hace cuando "tiene algo que decir", y Holmberg sugiere que el hecho de que su pareja quiera hablar no parece ser algo que le pase por la mente. Es más, este hombre señala que espera que ella "no le hable sobre cosas que le parecen poco interesantes o aburridas" (Holmberg, 1995: 144). Aunque por lo general las entrevistadas están más interesadas en hablar con sus parejas, es de notarse que una de las pocas que no lo está ha intentado cambiar con el fin de adaptarse a los deseos de su pareja; aunque "le resulta difícil discutir ciertos problemas, ha aprendido a hacerlo" (Holmberg, 1995: 145).

A menudo son las mujeres mismas quienes mantienen la tendencia de los hombres a legitimar su propia falta de adaptación al referirse a lo que es importante para ellos o a lo que a ellos les gusta. A pesar de que develan la frustración provocada por la renuencia de sus parejas a hablar, continuamente utilizan expresiones como "él es una persona reservada" o "hablar no le interesa mucho" (Holmberg, 1995: 145), pero de una manera complaciente o quizá resignada (Strazdins y Broom, 2004). Los límites impuestos por los hombres tienden a ser vistos como características absolutas e intrínsecas de sus personalidades, y el entendimiento de largo alcance que las mujeres llevan a cabo con respecto a sus parejas es reforzado en el hecho de que ellas minimizan sus propios deseos y necesidades. Holmberg señala que "ella no se da cuenta que atribuye un estatus más estable e inmutable a la 'personalidad' de él, mientras que su propia personalidad parece mutable. Aunque querer hablar sea parte de su 'naturaleza', ella puede subordinarse a la 'naturaleza' de él de no querer hablar" (Holmberg, 1995: 150).

Una consecuencia de la tendencia de las mujeres a identificarse con el punto de vista del hombre, incluso cuando éste las descalifica, es que a menudo perciben su propia opinión como no válida. Por ejemplo, aunque muchas mujeres expresan frustración ante la falta de respuesta de sus parejas, tienden a ver su propio comportamiento como la causa principal de ello. Una de ellas señala que "entiende si él no la escucha" y acepta que "a menudo habla de cosas aburridas o poco importantes" (Holmberg, 1995: 147). Con frecuencia las mujeres comparten la opinión general de los hombres respecto de que ellas son ilegítimamente exigentes. Por ejemplo, una entrevistada a quien le gustaría escuchar más a menudo que su pareja la ama, suele sustraer ese deseo de legitimidad al tomar como suyo el punto de vista de su pareja; afirma que "de verdad, ella sabe que él la ama, por lo tanto no es necesario querer escuchárselo decir de vez en cuando" (Holmberg, 1995: 155). En palabras de Holmberg, "cuando ella piensa que su deseo es innecesario, se percibe a sí misma como una persona exigente. Parece que piensa que su reclamo es irrazonable [...]. Por lo tanto, legitima la manera en que él se comporta y, de forma indirecta, se reduce a sí misma y a su deseo" (Holmberg, 1995: 155). Dicho patrón también se hace evidente en la investigación de Langford: "La construcción del deseo femenino de atención como falto de legitimidad era algo común en los datos, y algunas veces estaba asociado con la correspondiente empatía por el hombre, quien era visto como extremadamente paciente" (Langford, 1999: 67).

¿Qué sucede si los reclamos por atención que hacen las mujeres son tan abrumadores que se perciben como irrazonables por la gran mayoría? A la luz de la tesis de Jónasdóttir, según la cual la gran mayoría de las mujeres se encuentran estructuralmente empobrecidas (impoverished) de amor, entonces debe ser el caso que ellas tienden a estar más desesperadas por el amor que los hombres (Gunnarsson, 2013 y 2014; Hooks, 2000). Si las mujeres expresan una necesidad desesperada de atención, entonces es más probable que ésta sea una respuesta racional a una falta real de cuidados, en lugar del resultado de alguna deficiencia psíquica. Por otra parte, la tendencia de los hombres a percibir los llamados de aprobación de las mujeres como exagerados debe ser vista a la luz de la tendencia de las mujeres a asegurarse de que las necesidades de atención de los hombres se vean satisfechas (Jack, 1991: 59; Rubin, 1983: 127). O como Jean Duncombe y Dennis Marsden destacan, "aunque no es reconocida, los hombres poseen una fuerte necesidad del trabajo emocional que las mujeres llevan a cabo para ellos" (Duncombe y Marsden, 1993: 236). De esta forma, pueden vivir bajo la ilusión de que no dependen de la aprobación de sus parejas; luego entonces, minan la empatía y la identificación con necesidades similares que su pareja pueda tener. Como observa Holmberg: "Él no necesita pedirle afirmación, dado que ella se la otorga activamente. Esta puede ser la razón por la cual él piensa que esas formas de expresar amor son menos importantes. Él no sabe lo que significa no tenerlas" (Holmberg, 1995: 159).

 

Ira y rendición de cuentas

Que las mujeres se identifiquen con la perspectiva de los hombres a expensas de la suya propia se puede ver como una manera de "resolver" un conflicto entre dos personas al transferirlo a la mujer. Sin embargo, en los estudios de Holmberg (1995) y Langford (1999) sólo de vez en cuando las mujeres ventilan sus puntos de vista de manera unívoca; por lo tanto, el conflicto entre ellas y sus parejas emerge de forma más clara. Aun así, cuando afrontan la resistencia de los hombres, parece que es difícil para ellas asirse a aquellos de sus puntos de vista que resultan divergentes, debido a que la dinámica de la identificación masculina es a menudo reinsertada. Tanto las mujeres como los hombres en el trabajo de Holmberg tienden a ver a las primeras como "demasiado exigentes", y ellas mismas se identifican frecuentemente con la opinión de sus parejas sobre ellas como "difíciles e histéricas" (Holmberg, 1995: 160). Por el contrario, cuando los hombres se enfadan parece tratarse de una reacción racional y legítima; a menudo la ira de éstos ni siquiera es percibida como tal. Una de las entrevistadas en la investigación de Langford refiere un incidente dentro de su matrimonio en el que su esposo quería tener sexo pero ella no. Cuando le explicó sus razones, la respuesta de él fue: "Eso no es más que basura emocional" (Langford, 1999: 97). Como argumenta la investigadora, el hombre parecía estar cegado al hecho de que su propia manera de reaccionar no era menos emocional que la de ella. La autora identifica la lógica de esta dinámica habitual: "Las acusaciones por parte de los hombres de que las mujeres son 'irracionales' implicaban una desviación de la norma asumida como manifestada en el punto de vista de los hombres y que, por lo tanto, paradójicamente no requería de examen o explicación racional alguna" (Langford, 1999: 96). De tal manera, la naturaleza subjetiva del punto de vista del hombre queda encubierta. La estructura normativa sobre la que descansa esta manera asimétrica de exigir una rendición de cuentas hace eco a una larga historia de teorización feminista sobre la mujer como el otro subjetivo y desviado, definida en relación con el centro masculino, objetivo y supuestamente sin género (De Beauvoir, 1989).

Sin embargo, esta estructura no puede ser reducida a un conjunto de nociones ideológicas. En mi análisis, una razón por la que tanto unas y otros tienden a ver a la mujer como la causa de sus conflictos comunes es que principalmente ella es quien pone los problemas sobre la mesa. Dado que –dentro de la estructura normal de la toma de papeles asimétrica– es ella quien carga con los conflictos dentro de sí misma, el hombre no va a experimentar la existencia de ningún problema hasta que la mujer ventile su subjetividad de forma inflexible. Así, cuando señala que hay un conflicto parece que es ella quien causa el conflicto. Entonces, como Holmberg explica, la estrategia de "comenzar" una pelea es un arma de dos filos: "Al reñir ella muestra que se trata de algo serio, lo cual les lleva a hablar. Por un lado, ella logra lo que se proponía, que es hablar y no pelear. Por otro lado, él la ve como la 'problemática' o la 'histérica'. dado que es ella quien comienza las peleas" (Holmberg, 1995: 163; Langford, 1999: 95).

No existe, empero, nada objetivo respecto de la idea de que la causa del conflicto sea ella; todo está sustentado en concepciones equívocas de causalidad, lo cual lleva a evaluaciones injustas sobre a quién culpar. El hombre no se da cuenta que la insatisfacción de la mujer es algo que ha contribuido a crear; para él, es su problema sólo porque le sucede a él, pero no en el sentido de que sea responsable del mismo.

 

Las mujeres como problemas técnicos

Holmberg resume la lógica que se encuentra detrás de la asimetría en la asunción de roles:

La personalidad de ella y sus exigencias son vistas como relativas a la personalidad de él y a sus exigencias. Éstas, en cierto sentido, aparecen como absolutas. Ella es de quien se espera un cambio de actitud con respecto al trabajo doméstico, los temas de conversación y sus deseos de ser cortejada. Él, no obstante, "es así", "no piensa en esas cosas", "no le gusta hablar", etcétera. Él y su forma de ser simplemente "son". Ella es "el otro" que debe organizarse en torno a lo que es posible exigir de él (Holmberg, 1995: 191).

Es necesario diferenciar un poco más el concepto de asunción de roles desarrollado por Holmberg. La autora señala, y con razón, que los hombres frecuentemente se encuentran al tanto del punto de vista de sus parejas (Holmberg, 1995: 190), lo cual no podría suceder a menos que hayan "tomado" tal perspectiva. Yo diría que este es el caso, pero el meollo de la cuestión es que la tendencia del hombre a deslegitimar el punto de vista de la mujer provoca una disyunción entre la información que él tiene sobre las opiniones de ella y la forma en la que se siente motivado para dejar que dicha información lo afecte: la información no lo mueve.

A mi parecer, los hombres en el estudio de Holmberg llevan a cabo muchas acciones de toma de papeles. Nos guste o no, dependemos de la voluntad de otras personas; incluso alguien a quien sólo le interesa la consecución manipulativa de sus propios intereses egoístas tiene que adaptarse a las agendas de las y los demás para lograr sus objetivos. La distinción hecha por Michael Schwalbe (1992) entre toma de papeles analítica y receptiva nos es de utilidad aquí. Este autor argumenta que el tipo de toma de papeles que es constitutivo de lo que llama "self masculinista" puede ser caracterizado como analítico. Ello implica "[lidiar] con las mujeres no como problemas morales, sino técnicos, [es decir], de las maneras que sean necesarias para superar la resistencia de las mujeres como objetos" (Schwalbe, 1992: 42). La toma de papeles receptiva, por el contrario, sugiere recibir al otro como sujeto, lo que implica sentir con el otro de manera tal que "los hechos de los sentimientos del otro puedan convertirse en hechos de nuestra propia existencia. [...] Cuando realmente sentimos con el otro [afirma el sociólogo] estamos obligados a tener en cuenta que el peso de los sentimientos del otro es igual al nuestro. Es esto lo que a menudo, pareciera ser, los hombres no pueden hacer respecto de las mujeres" (Schwalbe, 1992: 37).

Los hombres en el estudio de Holmberg a menudo parece que se ven a sí mismos como blancos no-participativos de los estados de ánimo de sus parejas. Esto deja ver el fracaso de sentir con ellas; no se identifican emocionalmente con su pareja de manera que su aflicción se vuelva suya y los obligue a tomar medidas. Más bien, su toma de papeles parece extenderse únicamente hasta el punto en que les permite deshacerse de la situación problemática en la que se encuentran en virtud de la relación. Cuando se encuentra discutiendo con su pareja, uno de los hombres se plantea dos alternativas: "decir que lo siento" o "dejarla ganar" (Holmberg, 1995: 168). Esta asunción de papeles se basa en el entendimiento de que ella está enfadada con él y en que debe hacer algo si es que ella ha de calmarse. Su acción no está motivada por una preocupación sobre la subjetividad de su pareja, ni por el deseo de hacerla sentirse bien, sino por la ambición instrumental de "superar su resistencia como objeto", dado que ésta se interpone en el camino de su propio bienestar.

 

La mediación de género en el amor: expectativas y gratitud

¿Cómo podemos explicar la tendencia de género 2 descrita anteriormente?, ¿cuál es el vínculo causal entre la posición de género de una persona y la manera en que ella o él toma el papel de amar y de no amar? Siguiendo a Hanne Haavind, Holmberg pone énfasis en que el deseo de afirmar la propia identidad de género es una fuerza divisoria crucial del amor heterosexual. En este sentido, dado que la feminidad –en contraste con la masculinidad– está en gran parte constituida por una actitud de mayor cuidado hacia otros, las mujeres tenderán de manera voluntaria a formar parte de la toma de papeles asimétrica. En palabras de la autora: "las mujeres han internalizado la jerarquía de género como parte de su identidad de género. Una consecuencia de ello es que las elecciones de estrategia de acción de las mujeres las colocan en una posición subordinada en relación con los hombres y que, al mismo tiempo, es justamente a través de dicha subordinación que son confirmadas (affirmed) como mujeres" (Holmberg, 1995: 45).

Aun así, considero que poner mucho énfasis en la confirmación de la identidad de género como tal es un error, especialmente en un contexto donde el nivel de las intenciones es, por mucho, neutral al género. Argumentaría que para aquellos que se encuentran en una relación amorosa ser valorados como personas –es decir, ser amados– constituye su fuerza motriz primaria. Es por el simple hecho de que nuestra existencia como personas no puede ser separada de la identidad de género que el deseo de ser afirmados como mujeres o como hombres –o como cualquier otra identidad de género– se convierte en una fuerza tan importante. Si una mujer se comporta de una forma usualmente percibida como masculina, su principal problema no es que no sea valorada como mujer, sino que es menos probable que sea vista como una persona amada y deseable en comparación con una mujer que se ajusta a los estándares de feminidad imperantes. Schwalbe señala: "Nuestras necesidades de amor, inclusión, aceptación y apoyo material –necesidades que debemos cumplir para mantener los sentimientos de estima, eficacia y coherencia– por lo general se cumplen cuando uno se ajusta a las expectativas de aquellos que se encuentran vinculados a ideologías y prácticas de género similares" (Schwalbe, 1992: 32).

El tema de las expectativas es crucial en el contexto del amor. Es parte de su naturaleza que no pueda darse bajo demanda (Jónasdóttir, 1993); el poder que el amor tiene para mostrar nuestro valor proviene del hecho que hace que alguien se preocupe por nosotros aunque no tenga por qué hacerlo. Como subraya Arlie Hochschild (1989), los sentimientos de gratitud que estimulan nuestro amor son evocados cuando sentimos que se nos da algo extra, eso que no podemos exigir ni esperar. Entonces el hecho de que las expectativas entre hombres y mujeres difieran, no sólo gracias a normas sino también a tendencias de comportamiento, significa que aquello que incita gratitud, apreciación y amor también está cruzado por el género. Tove Thagaard combina la teoría del poder del amor de Jónasdóttir con el análisis de Hochschild y concluye:

Una de las consecuencias de la explotación masculina del poder del amor de las mujeres podría ser cuando el esposo toma, más o menos, el amor de su esposa por sentado, y entonces no valora como un regalo las consideraciones que ella tiene con él. Dado que la esposa no está en condiciones de contar con un amor recíproco, incluso los pequeños signos de amor de su esposo pueden ser considerados como regalos (Thagaard, 1997: 359).

Por ejemplo, en el estudio de Holmberg, "que él hable algunas veces es interpretado por ella como una expresión de su comprensión. En otras palabras, cuando él se abstiene de determinar la conversación, la mujer ve esto como una expresión de su amor por ella" (Holmberg, 1995: 150). Por lo tanto, mientras el estado normal de las cosas supone que la mujer compromete sus propios deseos, la adaptación del hombre a las necesidades de las mujeres aparece, en virtud de su excepcionalidad, como una expresión de amor. La otra cara de la moneda es que cuando la mujer se comporta como lo hacen los varones normalmente, ella parecerá –hablando en términos generales– menos amorosa. En este sentido, la experiencia subjetiva simétrica de ser amado puede coexistir con la asimetría real del amor, mientras que una simetría real puede parecer como si el hombre estuviera siendo dominado por una mujer exigente –incluso egoísta (Langford, 1994; Tormey, 1976)– dado el contraste con las expectativas incorporadas dentro de la posición femenina. Ya que sentirnos amados generalmente nos hace amar, los parámetros de lo que cuenta como amor y que, a su vez, están diferenciados por el género también implican, en palabras de Haavind, que "la manera en que los sentimientos de amor son suscitados en la otra persona es diferente en hombres y en mujeres" (Haavind, 1984: 144). La regla general es que "las mujeres reciben menos recompensas cuando se comprometen en las mismas actividades que los hombres" (Haavind, 1984: 139). De manera más precisa: las mujeres, en aras de ser amadas, por lo general necesitan amar más que los hombres.

El argumento anterior depende de la distinción entre una dimensión objetiva y otra subjetiva del amor. Ello implica que incluso cuando una persona se siente amada por su pareja, si esto no se basa en la realización práctica de una preocupación por sus necesidades por parte de su pareja, sino más bien en la falta de expectativas de que sus necesidades sean valoradas, el sentimiento de ser amada no tendrá los efectos propios del amor; es decir, no la empoderará efectivamente como persona. Tal situación se encuentra condicionada por la experiencia real de que otros valoran nuestras necesidades y nuestros objetivos individuales en la práctica. De manera inversa –y sólo por su alto sentido de privilegios– un hombre que no se siente amado estará empoderado si sus necesidades y deseos son atendidos activamente. En este sentido, la declaración de Schwalbe sobre que generalmente tenemos nuestras necesidades satisfechas al conformarnos con ciertas expectativas requiere de elaboración, ya que la apreciación que recibimos al encarnar la feminidad de manera exitosa se encuentra lejos de estar completa. Ser valoradas como personas femeninas se encuentra paradójicamente condicionado por la disposición a hacer a un lado a la propia persona.

En la siguiente sección señalo cómo, dentro de la relación de la pareja heterosexual, esta contradicción estructural da forma a la lucha de las mujeres por el amor, creando dilemas tanto para las conformistas como para quienes se resisten.

 

Costos y beneficios de conformarse

La estrategia conformista, en su forma idealizada, sería que la mujer se identificase con las necesidades y deseos de su pareja a tal grado que los viva como si fuesen suyos. Este procedimiento puede resultar altamente gratificante bajo dos condiciones: que la mujer experimente que es ella quien elige dejar a un lado sus propias necesidades y que el hombre la valore por ello. La experiencia de elegir preserva su dignidad como persona, porque incluso si se convierte a sí misma en un objeto que existe por y para las necesidades de otros, esto deriva de su propio deseo. Una de las grandes ventajas de la estrategia es que la mujer evita el riesgo de descubrir que la apreciación de su pareja está basada en que ella no expresa las partes de sí misma que contradicen los objetivos de él. Al elegir dejar sus propias necesidades a un lado, ella puede vivir bajo la creencia de que seguiría siendo amada incluso si decidiera no hacer esa elección. La desventaja, sin embargo, es que su creencia de que es amada por ser quien es nunca será verificada.

Problemas aún más agudos podrían surgir si las dos condiciones antes mencionadas no se cumplen. En primer lugar, si la mujer se somete a los deseos del hombre porque los experimenta como la única forma de ser amada, su dignidad se verá minada. Como señala Jónasdóttir, la esencia propia del amor es que sea practicado de una manera que no se encuentre determinada por las metas del amante, sino que "el objeto, mediante la recepción del amor, consiga la capacidad de modelarse a sí mismo y a sus propias metas" (Jónasdóttir, 1993: 119). En virtud de esta cualidad, sostengo que el amor posee la fuerza de empoderarnos como personas, dado que ser una persona es la antítesis de ser un objeto o un medio para los propósitos de alguien más (Smith, 2010). Langford explica que si una persona es amada únicamente bajo la condición de suprimirse a sí misma, el amor no tendrá el efecto deseado. La autora describe el círculo vicioso en el que Hannah, una de sus entrevistadas, se encontraba reiteradamente: "Al participar en su propia auto-objetivación, Hannah [...] se envolvió en un proceso en el que 'se perdió a sí misma', y que estaba motivado, paradójicamente, por su deseo de recuperar el sentimiento de que era amada 'por [ser] quien es' " (Langford, 1999: 103). Este proceso, muy común en los datos de esta investigadora, también tiende a ser autorreforzado, dado que merma la propia seguridad de la mujer y, por lo tanto, la hace más dependiente de la afirmación del hombre.

En segundo lugar, el carácter contraproducente de esta estrategia se ve aún más marcado cuando los esfuerzos de la mujer por complacer a su pareja no producen el efecto deseado de ser apreciada. Sarah, otra de las mujeres en el estudio de Langford, es muy infeliz con su relación, pero enfrenta grandes dificultades para terminarla. Ser consciente de su propia sumisión ante una pareja abusiva socava su sentido de valor, haciéndola sentir que no se merece ser amada. De esta manera, su actual pareja –que por lo menos no la ha abandonado– parece ser su única esperanza de ser amada, lo cual la lleva a continuar con sus esfuerzos por complacerlo. Si ponemos esto en términos de expectativas y gratitud, encontramos que su sentido de gratitud y su sentimiento de no merecer amor la harán agradecer incluso las migas más pequeñas de amor. Y cuanto más rebaja su propio valor al mostrarse agradecida con su abusador, menos digna de amor aparecerá no sólo ante sí misma sino también ante él.3

 

Riesgos y promesas de resistirse

La estrategia de la resistencia implica la lucha por honrar las necesidades y deseos de uno mismo, incluso cuando contradicen a los del ser amado. La gran ganancia aquí es que, si la lucha es exitosa, la mujer sabrá que es valorada no por ser útil. Se sentirá amada por ser quien es. El riesgo, sin embargo, radica en que su lucha por ser reconocida fracase. Si termina siendo vista como demasiado exigente e irrazonable, no sólo el amor de su pareja por ella sino el amor de ella por él se verán amenazados. No debemos subestimar la importancia práctica y existencial de esto último dentro de un contexto donde todos los arreglos de la convivencia penden del amor. Una manera en la que ella puede salvar tanto su experiencia de él y la experiencia de él sobre ella consiste en regresar a la estrategia conformista y validar la opinión de que sus exigencias son irrazonables. Como señala Holmberg en relación con los casos en los que la mujer se enfada sólo para, más tarde, asumir la posición de su pareja, la cual invalida dicho enfado: "Parece que ella busca hacer que los límites de él hacia su ira sean más inteligibles al verse a sí misma como exigente y exaltada" (Holmberg: 1995: 163). Mediante el sacrificio de la validez de sus propios sentimientos, ella protege la imagen de su pareja como razonable y amoroso y, entonces, justifica las inversiones que ha hecho en él (Haavind, 1984: 161).

Si, en cambio, la mujer se apega a su demanda por la simetría a pesar de la resistencia del hombre, se arriesga a que la abandonen. En primer lugar, dicha demanda no es fácil de alcanzar sin recursos feministas intelectuales y afectivos que ayuden a distinguir aquellas asimetrías que tienden a verse oscurecidas dentro de la estructura de género de las expectativas. Aun así, la conciencia feminista no es suficiente, ya que no hace que el riesgo cruel de quedarse sin amor desaparezca, sobre todo en un contexto en donde las posibilidades de encontrar a otro hombre que acepte las demandas de simetría son escasas. Como señalan Duncombe y Marsden: "De cara a los retos feministas en sus vidas personales, los hombres reaccionan comúnmente negando que tengan un problema; una salida a esto es buscar validación en otra relación heterosexual con una mujer que tenga valores más tradicionales y que sea 'menos exigente' " (Duncombe y Marsden, 1993: 233).

Por otra parte, aun en el caso de que la mujer encuentre a un hombre que sea genuinamente recíproco, se hallará estructuralmente subordinada a él en virtud de su estatus de rara excepcionalidad. En términos patriarcales, ambos saben que él puede conseguir una mejor oferta. Hochschild sugiere que las normas de género con respecto a lo que se espera y lo que hay que agradecer no son solamente asuntos de ideología, sino que se encuentran asentadas en un "marco pragmático de referencia" que deriva de comparaciones entre lo que uno tiene y alternativas existentes (Hochschild, 1989: 108). Aquellos hombres orientados por la igualdad, que son un grupo inusual, pueden sentir que no son especialmente valorados precisamente por el hecho de ser más atentos de lo que generalmente se espera de ellos. Entonces es posible que de manera paradójica el no tomar ventaja de sus privilegios esté vinculado con un sentimiento de privilegio persistente (Pease, 2010), el cual socava la igualdad que se pretendía lograr. Dado que el amor y el aprecio como tales se encuentran en riesgo, y si los hombres esperan obtener más amor y aprecio que las mujeres sólo porque son igualmente amorosos y apreciativos que ellas, entonces nos encontramos de vuelta en donde habíamos empezado.

 

Conclusión: la feminidad como arma de doble filo

He tratado de identificar cuáles son los mecanismos de género por medio de los cuales las mujeres tienden a dar más amor del que reciben dentro de las relaciones heterosexuales, ello a pesar de que los amantes se adhieren a nociones de igualdad y del hecho de que la experiencia del amor mutuo es la raison d'être de dichas relaciones. Mientras que Holmberg propone que la base de la sumisión de las mujeres radica en el deseo de que su feminidad sea afirmada, yo he argumentado que la identidad de género no es el bien primario en la interacción heterosexual, sino un vehículo crucial por medio del cual nos convertimos en seres amados. La fuerza básica en estas interacciones es la necesidad de ser amado.

Necesitamos del amor porque es lo que nos empodera como personas. Por lo tanto, conformarse con expectativas construidas dentro de la posición femenina nos empodera a tal grado que es lo que nos asegura que somos amadas. Sin embargo, he mostrado que el amor que las mujeres obtienen al adherirse a las expectativas de género las deshabilita de cierta manera como personas. Es así porque ese amor está basado en la premisa de que las mujeres son de utilidad para otros en vez de que sean valoradas por sí mismas, lo cual corresponde a ser amado en el sentido propio del término. Esta contradicción configura la búsqueda del amor de las mujeres y las lleva a hacer un balance entre los riesgos y beneficios implicados en, por un lado, conformarse a una feminidad subordinada y, por otro, los riesgos y beneficios implicados en resistirse a dicha asimetría.

El hecho de que la experiencia de ser amado está considerablemente basada en la experiencia de ser tratado mejor de lo que uno puede exigir o esperar, nos ayuda a explicar por qué los sentimientos de amor mutuo pueden coexistir sin problema con prácticas asimétricas reales con respecto de quién se preocupa más por la otra persona dentro de la relación. Desde el punto de vista de las diferencias entre los comportamientos generales de hombres y mujeres –y entre lo que se espera de cada uno de ellos– ellas simplemente tienden a no ser tan apreciadas –o amadas– por sus actos reales de amor como lo son los hombres. Este hecho nos deja con una contradicción peculiar: una mujer puede sentirse insatisfecha respecto de la reciprocidad dentro de la relación con su pareja y, al mismo tiempo, percibir que los actos mínimos de preocupación de él hacia ella son más valiosos como señal de amor en virtud del hecho de que son inesperados. Aun así, y aunque ella no se sienta insatisfecha, al establecer la distinción entre una dimensión objetiva y una subjetiva del amor he argumentado que las asimetrías son dañinas para el sentido de dignidad de la mujer como persona.

¿Es que acaso no hay salida alguna de estas contradicciones? Debemos enfatizar que ambas estrategias de conformidad y resistencia ocurren dentro de la relación heterosexual individual. Como señala Haavind: "Las mujeres se encuentran en una situación imposible en la que muchas de ellas intentan, de manera individual, cambiar el sistema, pero lo hacen de formas que requieren esfuerzos colectivos" (Haavind, 1984: 166). Con el fin de desafiar las condiciones de estas interacciones individuales, las mujeres necesitan congregarse. Así como los trabajadores pueden desafiar al capitalismo a través de –la amenaza de– un repliegue coordinado de su fuerza de trabajo (de la cual depende el capitalismo), el repliegue relativo de las mujeres de su amor (del cual dependen los hombres) puede funcionar como fuerza estructural de cambio sólo si se ejecuta en una escala más amplia. Si las mujeres han de ser capaces de tomar el riesgo de quedarse sin el amor de los hombres, entonces necesitan dirigir más de su amor y apoyo hacia ellas mismas y hacia otras mujeres, para así construir sus propias reservas de valor como personas, las cuales serán relativamente independientes del amor de los hombres (Ferguson, 1989; Haavind, 1984; Irigaray, 1985). Sólo podremos dar cuenta de un cambio a escala colectiva cuando, con tal de ser amados por las mujeres, los hombres tengan que ser más amorosos. Porque, como hemos visto, las lindas normas (rosy norms) de igualdad y amor mutuo no valen mucho si los hombres pueden disfrutar del amor y estima de las mujeres incluso cuando ellos mismos no se encuentran a la altura de dichas normas.

 

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Notas

*Artículo publicado originalmente en inglés bajo el título: Lena Gunnarsson (2014). "Loving Him for Who He Is: The Microsociology of Power". En Love –a Question for Feminism in the Twenty First Century, editado por Anna G. Jónasdóttir y Ann Ferguson. Londres: Routledge. Una versión ampliada puede encontrarse en: Lena Gunnarsson (2014). The Contradictions of Love. Londres: Routledge. Agradezco a Routledge el permiso para traducirlo y publicarlo en español. Traducción de Amneris Chaparro, doctora en teoría política por la Universidad de Essex, e investigadora posdoctoral (2014-2015) en la "Chaire Hoover" de Ética y Economía Social de la Universidad de Lovaina en Bélgica. Correo electrónico: <amnerischa@gmail.com>.

1 En su análisis, Holmberg utiliza el método de "poner entre paréntesis", es decir, no cita directa ni literalmente a las y los entrevistados, sino que acorta sus respuestas de manera que solamente constituyan "el significado que capta la esencia de la respuesta" (Holmberg, 1993: 85). Para resaltar las tendencias generales de género y para asegurar el anonimato de las fuentes, las y los entrevistados son desindividualizados, y por lo tanto todos los hombres aparecen como "él" y todas las mujeres como "ella". De igual manera, en la presentación de las respuestas Holmberg sustituye "ella", "él", "de ella" y "de él" por "yo" y "mí". Me apego a este modo estilístico cuando cito las respuestas. Todas las referencias de Holmberg fueron traducidas directamente del sueco al inglés por la autora.

2 Estas regularidades de comportamiento de género deben ser vistas como tendencias que no excluyen excepciones o complejidad. Para un tratamiento más elaborado de este tema véase Gunnarsson 2011a.

3 Cabe señalar que la autodesaparición en la que estas mujeres se involucran constituye un tipo de amor enajenado el cual, como tal, no empodera a los hombres en el sentido fundamental en que el amor genuino lo hace. El amor es esencialmente una relación entre dos subjetividades irreductibles y cuando alguien se convierte a sí misma en un objeto que existe sólo para el otro, no tendrá mucho que darse a ella ni a la otra persona. Sin embargo, en mi opinión, dado el tipo de selves enajenados que son los hombres (paradigmáticamente constituidos bajo el patriarcado) es el amor enajenado de las mujeres lo que los empodera. Es sólo que los selves masculinos restringidos –que son producto de este orden de explotación– se encuentran basados en la supresión de la posibilidad de modos de vinculación humana más satisfactorios y, en consecuencia, de una mayor realización de los selves de los hombres. Este tema es desarrollado a profundidad por Gunnarsson (2013 y 2014).

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