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Sociológica (México)

versión On-line ISSN 2007-8358versión impresa ISSN 0187-0173

Sociológica (Méx.) vol.30 no.84 Ciudad de México ene./abr. 2015

 

Artículos

 

Las temporalidades de la crisis en Santa Fe, Distrito Federal

 

The Temporalities of the Crisis in Mexico City's Santa Fe District

 

Nitzan Shoshan*

 

* Centro de Estudios Sociológicos, El Colegio de México. Correo electrónico: nitzan.shoshan@gmail.com

 

Fecha de recepción: 06/01/15.
Fecha de aceptación: 18/02/15

 

Resumen

Con base en trabajo de campo etnográfico realizado junto con activistas locales del pueblo de Santa Fe, en el Distrito Federal, el presente artículo argumenta que una configuración temporal particular de la crisis y el trauma ejerce un impacto duradero y negativo en los compromisos con proyectos culturales y políticos. Se busca contribuir a debates académicos contemporáneos sobre la transformación de los imaginarios y las experiencias temporales, así como sobre críticas académicas a la gobernanza urbana neoliberal y a las políticas de la democracia participativa en las ciudades.

Palabras clave: ciudad de México, crisis, temporalidad, antropología urbana, democracia participativa, ciudadanía.

 

Abstract

Based on ethnographic field work done jointly with local activists in Mexico City's Santa Fe area, this article argues that a particular temporal configuration of the crisis and trauma has a lasting, negative impact on commitments to cultural and political projects. The author seeks to contribute to contemporary academic debates about the transformation of temporal imaginaries and experiences, as well as to academic critiques of neoliberal urban governance and to participatory democracy in cities.

Keywords: Mexico City, crisis, temporality, urban anthropology, participatory democracy, citizenship.

 

En décadas recientes, en especial desde los años noventa, las reformas administrativas y políticas en las estructuras de gobierno de la ciudad de México han dado como resultado ciertas redistribuciones de las responsabilidades y de las facultades para la toma de decisiones en materia presupuestaria, además de un cambio importante en las funciones de gobernanza hacia espacios cada vez más locales (Smith Pérez, 2003; Tejera Gaona, 2003; Estrella, 2009). Operando bajo la insignia de los procesos de democratización a nivel federal, así como de la introducción de elecciones democráticas locales en el Distrito Federal, estas reconfiguraciones de las estructuras de gobernanza urbana han reflejado –y al mismo tiempo se han inspirado en– ciertas tendencias, fórmulas y modelos contemporáneos que circulan a escalas bastante más amplias, de hecho globales (Rose, 2000; Holston, 2001; Holston y Appadurai, 2003; Appadurai, 2007; McQuarrie, 2013). Si bien la literatura crítica ha vinculado transformaciones semejantes que han acontecido en otros lugares a la consolidación de los regímenes neoliberales de gobernanza urbana, en México, como en otros sitios, las reformas se han justificado, promovido y entendido en esencia como reformas dirigidas al avance de la cultura democrática, la ciudadanía participativa y la descentralización política. De manera inseparable, se han presentado celebratoriamente como un intento por frenar o debilitar formas existentes de organización política, como el clientelismo y el corporativismo, que se consideran contrarias a la ciudadanía democrática y, por consiguiente, obsoletas.

Durante la década pasada, varios observadores han hecho notar que las reformas, y en particular el establecimiento de comités vecinales en toda la ciudad,1 no han logrado generar a nivel local el tipo de democracia participativa a la cual sus defensores creían que darían pie, y también se han quedado cortas en reemplazar o debilitar sustancialmente los arreglos políticos existentes (Smith Pérez, 2003; Tejera Gaona, 2003; Krotz y Winocur, 2007; Espinosa, 2009; Estrella, 2009). Los especialistas referidos han elaborado varias perspectivas críticas sobre estas reformas, cuestionando su aplicación a lo largo de la ciudad, identificando sus limitaciones y planteando propuestas sobre cómo mejorarlas y corregir sus deficiencias. El presente artículo se basa en estas apreciaciones críticas sobre el cambio en la gobernanza urbana de la ciudad de México hacia la ciudadanía participativa y la descentralización administrativa. Si bien se corroboran muchas de sus observaciones, se busca contribuir a ellas explorando un aspecto del aparente fracaso de los modos locales de participación política para cumplir con las expectativas de sus defensores, el cual ha recibido poca atención en la literatura especializada existente, pero que, como sostendré, merece ser tomado en serio.

Mi análisis parte de una aparente contradicción que me llamó la atención durante un estudio etnográfico realizado con grupos locales de vecinos comprometidos del pueblo de Santa Fe, en la ciudad de México.2 Yo venía acompañando a estos grupos y prestando atención a las formas en que sus miembros orientaban temporalmente sus prácticas políticas y mantenían –o no– imaginarios de futuros posibles en un ambiente de marginalidad urbana, polarización aguda y fragmentación socioespacial, bajo regímenes neoliberales de gobernanza urbana. Específicamente, había estado participando con un grupo al que me referiré aquí como La Plataforma, cuyas actividades y compromisos abarcaban tanto lo cultural como lo político. Lo que muchas veces me parecía contraintuitivo, pero de una manera interesante, era cómo los miembros de La Plataforma se quejaban de una diversidad de problemas que asolaban a sus colonias y se movilizaban para hacerles frente pero, al mismo tiempo, a menudo reaccionaban con profunda aprensión, y a veces organizaban la resistencia en contra de cualquier intervención gubernamental cuyo objetivo fuera aliviar esos mismos problemas. Parecía, además, que precisamente los miembros de este grupo que estaban más activamente involucrados en sus proyectos y más interesados en su potencial como un motor para el cambio político en el ámbito local, al mismo tiempo se molestaban y se declaraban enérgicamente en contra de los intentos de mejorar las condiciones en sus colonias o barrios.

En un sentido, el argumento que elaboro en las páginas siguientes puede entenderse fácilmente como parte de una reflexión más general acerca del déficit de confianza o –tal vez con más exactitud– del profundo recelo con respecto a las autoridades del gobierno, no sólo en Santa Fe sino en toda la ciudad e incluso en todo el país. Ciertamente, esa desconfianza suele no estar infundada. No obstante, lo que quiero analizar es una relación particular con el Estado, en la cual la desconfianza no es tanto una descripción inexacta sino más bien insuficiente, así como las formas en las que esa relación afecta la movilización política local y las iniciativas vecinales en mi sitio de estudio. En este artículo desarrollo una manera de entender tal relación como cierta orientación o configuración temporal que, a su vez, explico en términos de su correspondencia con las formas temporales de crisis y trauma. Algo acerca de las experiencias de crisis y trauma, y –tal vez más importante–acerca de los modos en que, en Santa Fe, algunos residentes recuerdan y guardan estas experiencias, parece ser un obstáculo para la organización y la movilización locales efectivas y duraderas. Es evidente que, con toda seguridad, en otras áreas de la ciudad se encontrarán tensiones similares entre el deseo de un cambio y su búsqueda activa, por un lado, y una aprensión aparentemente reaccionaria y conservadora acerca del cambio, por el otro; cada uno de estos casos puede albergar sus propias historias y suscitar sus propias explicaciones. Por consiguiente, la historia que cuento aquí es a la vez una narrativa general y cotidiana de desconfianza hacia las autoridades del gobierno y las iniciativas estatales, la cual impera en amplios sectores y áreas de la ciudad y del país, y al mismo tiempo una reflexión específica sobre cómo interpretar las formas temporales que adoptan la crisis y el trauma cuando se observan etnográficamente en una localidad específica, cuyos antecedentes históricos pueden resonar en discrepancia con los que se encuentran en otros lugares.

En un nivel este artículo busca contribuir a ciertos discursos académicos contemporáneos sobre ciudadanía, democracia y participación, los cuales en años recientes se han centrado en el pretendido fracaso de los modelos participativos para dar pie a la llamada ciudadanía democrática y en la persistencia de formas de organización y movilización supuestamente arcaicas y no democráticas. Ahora bien, en otro nivel más teórico, mi interés es elaborar una contribución a los debates recientes en las ciencias sociales en torno a las transformaciones contemporáneas de las formas temporales, por un lado, y de los discursos e imaginarios políticos, por el otro. En el caso de Santa Fe, preguntaré cómo la experiencia de la crisis, vinculada con el a veces violento despojo que acompañó los preparativos para lo que más adelante se convertiría en el megaproyecto de Santa Fe, sigue influenciando hasta el día de hoy los compromisos políticos a escala local. Sostendré que la memoria y la experiencia de la crisis pesan sobre el presente no como un suceso histórico transformador que se ha colocado exitosamente en el pasado, ni como un estado perdurable e indefinido que ha llegado efectivamente a definir el presente, sino, más bien, como una potencialidad siempre presente que amenaza con volver. Este eterno retorno de la posibilidad de crisis, situado en algún punto entre el suceso histórico y la era histórica, se corresponde en su estructura temporal con la noción de trauma y, por consiguiente, se vuelve inteligible a través de ella.

El artículo se basa en trabajo de campo etnográfico que conduje entre 2011 y 2013 en el área del pueblo de Santa Fe, donde observé a grupos de residentes locales que trataban de formular y promover varios proyectos culturales, políticos y urbanos con el fin de atacar una diversidad de problemas y promover el compromiso y la participación en sus colonias y barrios. A menudo, las propuestas de gobernanza urbana neoliberal, desde los presupuestos participativos o la descentralización política (evidente, por ejemplo, en la figura de los comités vecinales) hasta la proliferación de organizaciones de la "sociedad civil" (universidades, ONG), se ofrecían como las fuerzas centrales que estimulaban y orientaban sus esfuerzos. En lo que sigue, desarrollo mi argumentación en tres partes. En primer lugar, reviso y discuto la bibliografía reciente sobre la crisis que, en especial dentro de la disciplina de la antropología, ha subrayado la importancia política de sus implicaciones temporales, con el fin de situar, en relación con ella, la forma temporal de la crisis como trauma. En segundo, reconstruyo la historia del desplazamiento forzoso y la expropiación que acompañaron las primeras etapas del desarrollo de la zona de Santa Fe, y que definieron su actual forma espacial, como se ve y se narra desde la perspectiva de mis informantes en ese lugar. Finalmente, examino cómo esta historia de traumas interviene en los diferentes proyectos que mis informantes formulan y por los cuales luchan, y cómo los altera.

 

La crisis y la temporalidad del trauma

La noción de crisis, que uso en este artículo como concepto analítico más que como una categoría local, hace referencia convencionalmente a un momento o suceso decisivo que implica un trastrocamiento en el funcionamiento normal de un sistema, o su colapso. Esto quiere decir, además, un momento decisivo precisamente en el sentido de que demanda decisiones cruciales y definitivas. Así, en la tradición hipocrática, "crisis denotaba el punto crucial de una enfermedad, o una fase crítica en la que era la vida o la muerte lo que estaba en juego y exigía una decisión irrevocable […]; no la dolencia o enfermedad per se [sino] la condición que exigía emitir una opinión decisiva para elegir entre alternativas" (Roitman 2014: 15). Este sentido de "crisis" como un suceso decisivo, una condición extraordinaria que se restringe temporalmente a un momento específico, y una fase definitoria en el curso de una enfermedad, en la narrativa biográfica de una persona, o en la historia de naciones y sociedades, ha caracterizado muchas veces su uso en la literatura especializada. Para poner un ejemplo notable, según la antropóloga Veena Das (2001), la violencia letal que dominó India tras el asesinato de la primera ministra Indira Gandhi en 1984 se debió al derrumbe de las estructuras de comunicación ordinarias en un momento de crisis política. Para Das, la crisis de violencia política trajo consigo un colapso en las estructuras de validación de lo que se decía en los discursos, o en los modos institucionales en que, en circunstancias normales, el discurso público y político se autoriza. Esta crisis de comunicación precipitó, a su vez, un viraje hacia la modalidad discursiva del rumor, el cual entraña otros modos de autorización anclados, por ejemplo, en miedos, en estereotipos o en la memoria histórica. Echando mano de los estereotipos culturales dominantes como sus fuentes de validación, el rumor –en una lógica circular autorreferencial– magnificó los antagonismos cotidianos y los tradujo en miedos mortales, pánico de masas y odio incendiario. En la interpretación de la autora sobre la violencia política en India, la crisis aparece como un momento súbito y disruptivo marcado por la falta de estructuras institucionales de autorización discursiva, por la suspensión de los modos convencionales de validación y por la negatividad que ciñe la transformación de estereotipos cotidianos hostiles en verdades mortales.

Esta noción de crisis como un estado de excepción, un momento de suspensión de la normalidad y el desplazamiento de lo ordinario por otras formas de vida, contrasta nítidamente con los usos del concepto que predominan, por ejemplo, en ciertas corrientes de la tradición marxista. Con variaciones significativas, y no obstante la cuestión de la eventual caída del capitalismo, para muchos autores influidos por el trabajo de Marx y de sus intérpretes, la repetición periódica de las crisis en el capitalismo es sintomática, y por consiguiente reveladora, de una contradicción estructural inherente a su modo de producción. Las crisis económicas son, por lo tanto, no sólo la conclusión esperada –de hecho inevitable y orgánica– de cualquier estado de aparente normalidad bajo el capitalismo, sino también la condición misma de la sostenibilidad del sistema como un todo a largo plazo y un mecanismo indispensable de su desarrollo, de su adaptabilidad a las condiciones históricas cambiantes. "Como no hay otras fuerzas equilibrantes dentro de la anarquía competitiva del sistema económico capitalista [escribe David Harvey], las crisis tienen una función importante: implantan algún tipo de orden y racionalidad en el desarrollo económico capitalista" (Harvey, 2001: 240-241). Son, en palabras del autor, "correcciones periódicas forzosas [que] tienen el efecto de ampliar la capacidad productiva y renovar las condiciones de mayor acumulación". William Sewell, otro importante autor en la tradición marxista, insiste en que por su carácter compulsivo repetitivo, las crisis económicas son difíciles de pensar analíticamente como acontecimientos históricos o momentos críticos. Su eterno retorno significa, más bien, que se entienden mejor como parte de los ciclos de negocios del capitalismo. Así, "las crisis son meramente puntos de inflexión en una serie infinita de ciclos de negocios […y] la sucesión de ciclos de negocios reproduce en vez de transformar las estructuras [capitalistas]" (Sewell, 2012: 314). En este sentido, las crisis indican la sintaxis de la prolongada historia del capitalismo moderno, y aunque a veces pueden detonar ciertas transformaciones políticas, en general carecen de significación independiente. Sin embargo, en esta línea de pensamiento, las crisis no son sólo parte integral del curso normal del sistema, como una especie de válvulas de escape para la presión excedente o como procedimientos de mantenimiento y actualización periódicos sino que, tal como lo sugiere la noción de destrucción creativa planteada por Joseph Schumpeter (2013), también ofrecen momentos cíclicos necesarios de oportunidad, de innovación y de potencialidad.3

Sea que se emplee para designar un suceso histórico singular específico que marca una ruptura con lo ordinario o la ocurrencia periódica repetitiva que, más bien, señala precisamente la supervivencia y la reproducción del sistema, debería quedar de inmediato en claro que el concepto de crisis implica cierta forma temporal, cuando menos en dos sentidos. En primer lugar, con un margen de unos cuantos días, meses o, en algunos casos, incluso años, podemos esperar encontrar cierto consenso, más o menos, en torno a su comienzo y a su fin. Así, si bien los antecedentes del asesinato de Indira Gandhi sin duda alguna incluyeron la operación militar que ella lanzó meses antes en contra de la insurgencia sij, y siendo cierto que las repercusiones del asesinato y de los disturbios antisijs que siguieron a ese hecho duraron años, se suele considerar que la crisis política de la cual Das escribe duró unos cuantos días tras el asesinato, lapso en el cual miles de sijs fueron asesinados por las turbas hindúes. De manera semejante, dependiendo de la ubicación geográfica, se entiende convencionalmente que la Gran Depresión estalló a finales de los años 1920 y llegó a su término entre fines de los años treinta y mediados de los cuarenta; así como se suele entender que la recesión económica desencadenada por la crisis del petróleo en 1973 terminó a mediados de la década de 1970. En segundo lugar, y en otro nivel, cabe esperar que algunos de los puntos de referencia decisivos que comúnmente orientan las experiencias temporales se vuelvan, mientras dura la crisis, confusos, desarticulados o simplemente quedan suspendidos por completo. En los dos casos discutidos, por ejemplo, podemos pensar en la alteración, tras el asesinato de Gandhi, de los ritmos regulares de circulación de discursos políticos mediante su publicación en diarios, noticiarios por televisión, reportes en la radio, y su reemplazo con la lógica temporal de la circulación del rumor, que responde a estructuras menos métricas y menos institucionalizadas. Igualmente, la circulación de capital y su tasa de acumulación sin duda también se saldrían de sus ritmos habituales en tiempos de crisis económica.

El alcance de la alteración y de la forma temporales de cualquier crisis parece oscilar, por lo tanto, entre el suceso fugaz y la recurrencia regular, entre el momento histórico y el ciclo histórico. Pero más allá de estas dos maneras convencionales y establecidas de conceptualizar la crisis como un caso excepcional y como la expresión de la regularidad sistemática, las cuales delimitan su duración a ciertas fronteras temporales, para muchos hoy en día el concepto parece designar cada vez más una era histórica indefinida, posiblemente un estado de cosas permanente. En el caso de México, Claudio Lomnitz ha explorado las implicaciones de la crisis como una condición, más que como una fase pasajera, para la historicidad, y la posibilidad de que el sacrificio tenga sentido. El autor hace notar que, después de 1982, en contraste con sus sentidos previos, "el uso del término [crisis] se generalizó tanto que a toda esta era, junto con sus situaciones, prácticas y sentimientos concomitantes, se la conoció como la crisis" (Lomnitz, 2003: 131). Este estado aparentemente crónico condujo a lo que Lomnitz llama saturación del presente, "caracterizada por la renuencia a socializar imágenes viables y deseables de un futuro" (Lomnitz, 2003: 132) y generadora de formas destructivas de sacrificio y consumo.4 El sacrificio, desde luego, entraña cierta lógica temporal que plantea un futuro viable desde un punto de vista en donde el sufrimiento actual habrá tenido sentido y justificación. Sin embargo, la crisis alteró la pertinencia de las experiencias pasadas, así como la significación de las actuales, y con ello también volvió incoherente cualquier proyección hacia el futuro, en el mejor de los casos, e imposible en el peor. La saturación del presente sobre la cual Lomnitz escribe es evidente, según él, en cómo el tropo de la crisis ha llegado a enmarcar, de un modo al parecer permanente, "un tipo de existencialismo situacional –carpe diem– que enmarca la suspensión del comportamiento normativo" (Lomnitz, 2003: 134). La persistencia de una crisis que, aunque nos permita identificar su inicio aproximado, ya no ofrece una idea viable de su conclusión, ha obstruido el desempeño y la producción de experiencias y orientaciones temporales coherentes en décadas recientes y ha paralizado las capacidades, en especial de las clases medias, para emprender proyectos políticos con sentido.

De la noción de crisis como un suceso decisivo y disruptivo hemos pasado, entonces, por la de crisis como una recurrencia periódica estructural, para terminar con un sentido de crisis como una era indefinida. Cada uno de estos usos del concepto de crisis, como hemos visto, lleva consigo sus propias formas y coordenadas temporales. En este artículo, y en el análisis siguiente sobre el nivel de activismo político y cultural del barrio de Santa Fe, quiero proponer una noción diferente de crisis y de su configuración temporal, que no es exactamente igual a ninguna de las tres ya mencionadas o, visto de otra manera, que oscila entre ellas y es como cada una de ellas en ciertos aspectos. Esta forma de temporalidad de la crisis no tiene límites que coincidan con sucesos únicos o singulares; más bien hace referencia en el tiempo a un suceso de ese tipo, ya sea como recuerdo articulado o como sentimiento latente. Perdura en el presente indefinidamente y se proyecta en el futuro previsible sin ninguna posibilidad clara de cierre o conclusión. Entraña una sensación de que el suceso disruptivo es recurrente, pero menos como una necesidad estructural y más como una potencialidad amenazante que puede realizarse o no en cualquier momento. La manera en que la experiencia real de crisis y trastrocamientos de este tipo en el pasado da forma a orientaciones temporales en el presente no depende, por consiguiente, de que de hecho haya llegado a un final. Más bien se enquista como un rasgo de resiliencia de las maneras en que la gente imagina futuros posibles y participa en una diversidad de proyectos personales, culturales o políticos. Ya que su estructura temporal parece estrechamente análoga a la forma en que la experiencia del trauma perdura como una huella viva del suceso traumático que ronda el presente, y a la forma en que el encuentro con la posibilidad de su retorno pesa en aquellos que lo han vivido, me referiré a ella como crisis/trauma. La crisis como trauma, a diferencia de ciertas otras nociones de crisis, parece carecer de una fuerza social productiva, y es difícil imaginar cómo adquiere cohesión en significantes útiles o da lugar a proyectos políticos. Permanece más bien como un rastro, un excedente de memoria en el presente, una potencialidad negativa a la que es difícil dar significado.

 

La crisis/trauma del desplazamiento 

Es precisamente la indeterminación de la crisis/trauma, su oscilación entre el suceso histórico, la recurrencia periódica y la era histórica, lo que resultará útil para pensar en el significado político contemporáneo de los desalojos forzosos del pasado y las expropiaciones de tierras para los habitantes del área de Santa Fe con quienes conduje el trabajo de campo. Antes de seguir adelante es importante hacer la observación de que decididamente los habitantes de Santa Fe usaban el término "crisis" no como propongo emplearlo aquí, sino, más bien, con un significado que parecía apuntar hacia dos clases distintas de referentes. En primer lugar, mis informantes lo empleaban para describir ciertos problemas contemporáneos de carácter urbano; más notablemente entre ellos, su percepción del tráfico vehicular por su zona –un camino muy transitado entre el área del megaproyecto y el centro de la ciudad–, que describían como caótico, peligroso y congestionado. En este sentido, concebían la crisis en buena medida como parte del presente que vivían y carente de cualquier conclusión clara. En segundo, como muchos en México, los residentes usaban el término "crisis" para referirse a la serie de debacles económicas del país. Dependiendo de su edad, varios de los interlocutores utilizaron el término para describir la crisis económica de 1982, o la de 1994, o la de 2008, pero en todos los casos hablaron de esos momentos históricos como sucesos del pasado, como si ya hubiesen llegado a un final.

Sucedió, sin embargo, que aproximadamente en el momento en que todo el país cayó en la primera de esta secuencia de crisis económicas, muchos habitantes de la zona de Santa Fe fueron golpeados por una crisis de una naturaleza totalmente diferente y más local. Antes de su desarrollo, grandes partes de la vasta zona donde hoy en día se levanta el megaproyecto de Santa Fe albergaban tiraderos y minas de arena que dominaban los barrios populares densamente poblados, en su mayor parte de asentamientos irregulares que se extendían a ambos lados de la avenida Vasco de Quiroga, más o menos desde el área del pueblo de Santa Fe, en el punto más alto, hasta Tacubaya en el más bajo. Hacia principios de la década de 1980, sin embargo, en el contexto del declive en la rentabilidad de las minas y su cierre gradual, el gobierno de la ciudad de México ya había empezado a trazar planes para el subsecuente desarrollo urbano de la zona. Algunas obras de construcción dieron comienzo desde 1981, entre ellas, la ampliación de la avenida Vasco de Quiroga y su pavimentación, su extensión hacia el poniente, así como, durante toda esa década, modificaciones masivas a la topografía del área que vio cómo se fue aplanando un paisaje accidentado y disparejo para convertirse en una meseta.5

El desarrollo del área afectó a los residentes de muy diversas maneras, dependiendo en gran parte de la ubicación de sus casas y de si eran los titulares legales de sus propiedades. Para muchos, ese desarrollo trajo consigo una muy bienvenida mejora en la infraestructura de transporte y su integración a las áreas centrales de la ciudad. Aunque para muchos otros, cuyas casas daban a la avenida o cuyas propiedades ocupaban terrenos incluidos en la zona del proyecto de desarrollo, las consecuencias fueron bastante menos positivas. Algunos se vieron ante la perspectiva de perder sus propiedades por completo y sin indemnización. Tras una persistente campaña de presión e intimidación, muchos aceptaron renuentemente opciones de vivienda inferiores que el gobierno les ofreció en barrios más alejados hacia el sur. Aquellos que se negaron a dejar el lugar, sintiéndose seguros porque eran los propietarios legales de sus terrenos y creían que esto les ofrecería protección, fueron desalojados por la fuerza y con violencia, y no recibieron ni indemnización económica ni vivienda alternativa en la cual pudieran reubicarse. Otros, cuyas propiedades daban a la avenida Vasco de Quiroga, se quedaron en sus hogares pero perdieron partes sustanciales de sus terrenos. O bien, no recibieron ninguna indemnización o sólo una magra compensación económica que les dio cierto alivio mientras luchaban para reconstruir los muros de sus casas semiderruidas, pero que no los retribuía por los terrenos expropiados; y esto, además, como una ayuda discrecional por la cual tuvieron que rogar, más que como su legítimo derecho.

Volveré enseguida y con mayor detalle a la historia del desalojo y la expropiación en Santa Fe. Para empezar, permítaseme hacer una observación acerca de esta historia que resultará importante para el argumento que estoy desarrollando. La demolición arbitraria, avisando con muy poca antelación, de la mitad del hogar familiar en favor de un carril de circulación adicional, o la visita sin previo aviso de un bulldozer y un destacamento de policías para desalojar a los residentes de sus domicilios y proceder a aplanarlos representan, sin duda, momentos de crisis y sucesos traumáticos en las biografías de aquellos que tuvieron la desgracia de vivirlos. Al mismo tiempo, su trascendencia como experiencias compartidas en la historia de Santa Fe equivale a algo más que la mera suma de sus partes. Los desalojos y los desplazamientos masivos, como los antropólogos lo han observado, dan lugar a sus propias configuraciones temporales peculiares.

Al escribir acerca de la vida en un barrio de Saigón central programado para desalojo, demolición y desarrollo, el antropólogo Erik Harms (2013) ha hecho notar cómo, en la aparentemente interminable anticipación del desplazamiento, los residentes elaboran una gama de estrategias temporales con el fin de confrontar, negociar e incluso sacar provecho de su situación desventajosa. Algunos de los residentes ya no pudieron hacer frente a la incertidumbre de persistir durante un lapso indefinido en espera de su desplazamiento final, pospuesto una y otra vez, mientras el área en la que vivían se fue volviendo paulatinamente cada vez menos habitable. Ellos optaron por renunciar a sus derechos de vivienda en el barrio situado céntricamente y, en lugar de esto, aceptaron reubicarse en partes más distantes de la ciudad donde el gobierno los proveyó de terrenos. Otros residentes se mostraron poco dispuestos a renunciar a su derecho de vivienda en el barrio una vez concluido su desarrollo, y en consecuencia perseveraron en medio del cúmulo cada vez mayor de escombros, a pesar del daño acumulativo para su subsistencia, su salud y su seguridad. Con todo, hubo otros que encontraron en lo que Harms llama "el tiempo del desalojo" una abundancia de oportunidades para las actividades productivas y para la acumulación de todo tipo de capital. En Saigón, el desplazamiento parece operar menos como un suceso y más como una futuridad eternamente diferida que abre espacio en el presente a formas temporales relativamente duraderas. Tales formas, implícitas en la espera de algo que sin duda llegará, aun cuando nadie sepa exactamente cuándo, son estructuradas por la impaciencia, la frustración, la expectación y la especulación, todas las cuales dirigen la energía invertida durante ese tiempo hacia ese algo, esa llegada, ese futuro.

El caso de Santa Fe contrasta con el analizado por Harms de maneras reveladoras. Mientras que en Saigón el desplazamiento está ahí como un horizonte futuro que, aunque al parecer seguro, constantemente da marcha atrás, en nuestro caso los desalojos forzosos y el desposeimiento forman un pasado traumático conocido y a menudo vivido como experiencia personal. Aun así, es evidente que tal experiencia no se puede guardar a ciencia cierta en el pasado, pues más bien persiste y sigue planteando una serie de preguntas perturbadoras acerca de un futuro entendido como incierto, y en contra del cual no es posible especular nada productivo y que tenga sentido. Con el fin de captar mejor la naturaleza de las formas temporales duraderas que este pasado de crisis/trauma guarda, paso ahora a considerar cómo recordaban mis informantes en Santa Fe sus experiencias de desplazamiento.

Constantina es una mujer alta, de unos 55 años, que llegó a Santa Fe proveniente del área de Magdalena Contreras, al sur de la ciudad, cuando sus padres compraron un terreno a los propietarios de una de las minas de la zona a mediados de la década de 1960. Su padre llegó a trabajar en una panadería recién establecida, la primera de la zona. Su madre se quedó en el hogar para cuidar a sus catorce hijos, de los cuales Constantina era la cuarta. Construyeron su casa arriba del pueblo, en el área ahora conocida como la colonia Carlos A. Madrazo, la cual en aquel entonces estaba escasamente poblada. La casa de sus padres, junto con las de cerca de una docena de otras familias, obstruía los planes de desarrollo, los cuales incluían el aplanamiento del cerro sobre el cual se asentaba y la ampliación de la avenida Vasco de Quiroga hacia arriba y hacia el poniente.

Constantina recuerda los comienzos de la década de 1980 como un periodo de intimidaciones continuas de parte del gobierno de la ciudad, cuyos representantes presionaban a los residentes para que aceptaran su destino y dejaran de oponer resistencia:

Había una licenciada […] pues era gente bien, pero, con amenazas, vamos, te decía, pues si miras por esto y por esto es que si te quedas te van a desalojar, no te van a dar nada […] entonces sí hubo mucha gente que se fue, unas por miedo, otras porque realmente pues ya no tenían nada que perder (entrevista del 7 de mayo de 2013, por Cecilia Barraza).

Muchas familias de la colonia no tenían escrituras en regla de sus terrenos y aceptaron lotes más pequeños en áreas más distantes de la ciudad a cambio de la regularización de sus nuevas propiedades. Ahora bien, al igual que varias otras familias, la de Constantina –para la que mudarse al área de Santa Fe representó cierto ascenso social, y que había invertido sus ahorros de las dos décadas previas en construir una casa y en pagar para que la colonia contara con suministro eléctrico y posteriormente con infraestructura para agua corriente– se sentía muy segura porque poseía una escritura legal de su propiedad. Sus padres y algunos de sus vecinos rechazaron la oferta injusta y pidieron, en lugar de ella, una indemnización económica razonable a cambio de sus hogares. Sus reclamos, empero, cayeron en oídos sordos: "Llegó Servicios Metropolitanos y la Delegación […] y pues con gritos y prepotencias […argumentaron] que esos terrenos eran propiedad del gobierno, y que a la gente que estaba ahí se le había pagado, y que ahora no los querían entregar". Contar con escrituras en regla de sus tierras terminó no sirviéndoles de nada: "Los papeles que tenía mi mamá en este entonces y todo, uno de mis hermanos que ya falleció se los guardó, se metió los papeles, porque los entraron a saquear… no querían que hubieran las evidencias".

Una mañana, un numeroso contingente de policías llegó para llevar a cabo los desalojos mientras la mayoría de los residentes del barrio se encontraban trabajando. Constantina también estaba en su trabajo. Volvió a casa corriendo en cuanto se enteró de la noticia y encontró una escena de represión violenta: "Cuando me llaman, pues pido permiso y vengo, y no nos dejaron pasar. Me acuerdo mucho que traía un vestido de varios vuelos en color morado. Cuando yo reacciono, traía las media rotas, unas zapatillas sin tacón, mi vestido desgarrado o sea, nos pegaron, sí, con las culatas nos dieron". Algunos parientes y vecinos ya habían sido detenidos y los tenían encerrados en una camioneta de la policía; mientras tanto también habían llegado soldados del ejército. Constantina luchó contra los policías, que no la dejaron traspasar las barreras que habían levantado. Su padre había sido golpeado y tenía la cabeza sangrando. Finalmente ella logró cruzar el cerco: "Me le hinqué a uno de los policías, me le arrastré y me pasé, y llegué y estaba sentado mi papá, pero tenía un golpe en la cabeza […] Le pegaron, lo abracé, le quité la playera, y con la playera le cuidé la cabeza, lo dejé casi semidesnudo". En su recuerdo, su padre, aún con la cabeza sangrando, sigue negándose a moverse de su casa. Sin embargo, en medio de la crisis desatada, su madre "tomó la decisión [y] me dijo 'hija, me voy a la casa de mi mamá' ". Evacuaron a la familia con las pertenencias que alcanzaron a llevarse a la casa de sus abuelos maternos en un pueblo cerca de Texcoco. Mientras tanto los bulldozers ya estaban ahí para empezar con la demolición. Constantina hace una pausa para recuperar el aliento a medida que recuerda estas experiencias con la voz entrecortada y sollozante, y las lágrimas que le corren por el rostro.

La familia de Constantina, como muchas otras cuyos terrenos estaban literalmente en el camino del megaproyecto, perdieron la propiedad entera. Por la época en que sus padres habían llegado a Santa Fe, a mediados de los años sesenta, la longitud de la avenida Vasco de Quiroga en buena medida ya se había establecido desde el área del pueblo en la parte de arriba hasta la ciudad en la de abajo, y en consecuencia ellos adquirieron sus propiedades y construyeron sus casas más arriba, en unos terrenos que posteriormente se convertirían en un fragmento del nuevo Santa Fe. Otros residentes más antiguos del área, quienes en general vivían abajo del perímetro planeado para el desarrollo, no parecieron haber sufrido un destino similar. Muchos, sin embargo, perdieron partes sustanciales de sus hogares varios años antes de que la policía apareciera a las puertas de la casa de los padres de Constantina. Ya en 1981 el gobierno comenzó las obras de expansión de la avenida Vasco de Quiroga, con afectaciones para la mayoría de las propiedades que daban a la avenida. Leti, de un poco más de cuarenta años, recuerda bien ese periodo. Ella pertenece a una familia que ha residido en el pueblo de Santa Fe durante varias generaciones, y hoy en día dirige una guardería y complementa sus ingresos como agente de bienes raíces de medio tiempo. La casa de sus padres, como las de varios de sus parientes cercanos que vivían en el pueblo, estaba sobre la avenida. Una mañana de la primavera de 1981 llegaron los bulldozers que empezaron a abrirse paso por la avenida Vasco de Quiroga en dirección al pueblo, demoliendo a su paso fachadas y muros. No hubo consultas con los residentes del área antes de las demoliciones, y ni sus padres ni sus parientes recibieron ninguna advertencia al respecto. Con muy poca antelación, y con los bulldozers acercándose lentamente, recibieron la instrucción de firmar documentos en los cuales declaraban que donaban su propiedad a la nación. Estos documentos, se les dijo, serían necesarios para que ellos posteriormente reclamaran la indemnización por las tierras expropiadas. Sus padres y los miembros de la familia perdieron hasta la mitad de sus casas en la ampliación de la avenida. Cuando fueron ante las autoridades locales con el fin de reclamar su indemnización, los documentos que habían firmado fueron usados en su contra para rechazar sus demandas. Algunos no recibieron ninguna indemnización ni por la tierra expropiada ni por los daños a las casas. Otros de los parientes de Leti, con grandes esfuerzos y tras repetidas visitas a la delegación lograron recibir una ayuda modesta de las autoridades locales. Los pagos que recibieron intermitentemente en los dos años siguientes equivalían a una compensación discrecional, cuyo objeto era ayudarlos a reconstruir sus casas semiderruidas. Ni por la manera aparentemente arbitraria de distribuirla ni por las sumas que incluía parecía una indemnización justa por el patrimonio expropiado.

Los sucesos de desplazamiento y expropiación en Santa Fe se podrían describir como momentos de crisis en varios sentidos. En primer lugar, y de la manera más obvia, trastocaron claramente la vida cotidiana de barrios enteros que obstruían el curso proyectado de desarrollo urbano en el área, en ocasiones recurriendo a métodos brutales. Tras la destrucción masiva, a veces de casas enteras, a veces hasta de la mitad de ellas, las familias se vieron forzadas a acomodarse a las nuevas realidades, migrar a zonas distantes, construir nuevas moradas o ajustarse a nuevos modos de habitar las que tenían. Es evidente que el destino de los residentes de Santa Fe distó de ser el único, y más bien hizo eco del de los habitantes de muchos otros barrios de la ciudad de México y otros sitios que sufrieron desalojos forzosos, con o sin indemnización, en aras de abrirle el paso a la circulación de capital.

En un nivel diferente, las experiencias de Constantina, Leti y sus familias corresponden a un significado de "crisis" como un "momento decisivo", esto es, como un momento de decisiones críticas que se tienen que tomar rápidamente y bajo presión, y cuyas consecuencias son potencialmente de enorme peso. En tanto sucesos disruptivos que exigen decisiones de importancia, sus relatos describen momentos de crisis aguda que ya pasaron, que ya pertenecen al pasado. Aun así, estas historias parecen carecer de un grado suficiente de conclusión que les confiera finitud: parecen haberse quedado inscritas indeleblemente en el presente. En tal sentido, la estructura narrativa de estas historias de crisis sugiere la temporalidad del trauma. Organiza la representación de las experiencias –que o bien pueden no ser resueltas de un modo suficientemente concluyente o que por lo menos todavía no se han resuelto así– de momentos de agravio de los cuales aún no nos hemos recuperado por completo, de acontecimientos que no se ha logrado diferenciar adecuadamente como pasados desde el presente y el futuro. Los desalojos se muestran aquí como momentos reales de crisis que se han convertido en anclas o puntos de referencia temporales para recuerdos traumáticos que perviven. Persisten, tercamente, en calidad de potencialidades amenazantes y al parecer inexorables. En Saigón el desplazamiento se sitúa en el futuro y, como un horizonte de expectación, abre el presente a una gama de configuraciones temporales duraderas que, por ahora y hasta que verdaderamente se hagan realidad, se orientan hacia su llegada esperada con posibilidades más o menos coherentes y a veces fructíferas. En Santa Fe, en cambio, el desalojo arroja su sombra sobre el presente desde su ubicación en el pasado, insinuándose indefinidamente como la posibilidad de su propio retorno –como lo que he llamado aquí "crisis/trauma".

 

A la sombra del pasado

El desplazamiento y el desposeimiento vividos como crisis/trauma –momentos pasados de crisis, sucesos traumáticos y potencialidades duraderas– estructuran no sólo los compromisos con el futuro en lo individual, sino también en lo colectivo. La manera en que lo hacen se hizo patente durante mi investigación en Santa Fe en la vigilancia constante y en las reacciones intensas a incluso los mínimos indicios de la posibilidad de su regreso, de parte de Leti, Constantina y la gente que, como ellas, padecieron su violencia. La Plataforma, un grupo de residentes del área de Santa Fe con el cual conduje una parte importante de mi trabajo de campo, nació en 2009 en torno a una iniciativa promovida por una universidad y una ONG cultural, para montar dos exposiciones sobre la historia del pueblo. Mientras recolectaban materiales para las exhibiciones, y durante su preparación, varios de los residentes que atendieron al llamado de unirse a la iniciativa decidieron formar un grupo que permanecería activo para iniciar actividades culturales en el área. Los miembros activos de La Plataforma –quienes llegaban a sus reuniones semanales– cambiaban en su número constantemente, pero solían sumar entre diez y veinte personas, y constituían una muestra de personas de diversas edades, unas residentes del pueblo y otras de barrios vecinos. No transcurrió mucho tiempo antes de que sus intereses se trasladaran de lo estrictamente cultural a algunos de los problemas urbanos candentes de su zona y a la participación en la política local.

Además de sus dos trabajos y de sus responsabilidades como madre de dos hijos, Leti destacó por ser uno de los miembros más comprometidos de La Plataforma: aparecía regularmente en sus asambleas y asumía papeles de liderazgo en varias de sus actividades. Ella colaboró de una manera particularmente cercana con Diego, un ingeniero paisajista de mayor edad, también de una familia que había residido durante generaciones en el pueblo y que, como ella, fue testigo de las expropiaciones de principios de la década de 1980 (aunque el hogar de su familia, que no daba a la avenida, no resultó con afectaciones directas de ese acontecimiento). Juntos dirigieron una vigorosa campaña por el comité vecinal del barrio. El control de este órgano les habría concedido mayores posibilidades y mayor legitimidad para plantear demandas a las autoridades locales, así como al gobierno central de la ciudad; los habría puesto en mejor posición, asimismo, para movilizar a los residentes con varios fines que consideraban que valían la pena o eran urgentes: alumbrado público, pintura de fachadas, proyectos ecológicos, festividades y celebraciones anuales, la recuperación del patrimonio cultural, etcétera. Perdieron las elecciones por estrecho margen ante una lista electoral asociada con el partido gobernante y respaldada por éste en la delegación, pero permanecieron activos en el grupo y siguieron promoviendo los mismos fines a través de él.

En sus asambleas y consultas públicas, La Plataforma acumuló abundante información acerca de los malestares urbanos que afligían la vida de los residentes de Santa Fe, la cual fue recogida directamente de las bocas de sus miembros, así como de aquellos que llegaban a sus eventos o de otros a quienes encontraban en la calle. Entre sus actividades detectaron varios campos particularmente importantes; por ejemplo, la contaminación ambiental, la recolección de la basura y la seguridad pública. En primer lugar de la lista, para muchos, estaba lo que con frecuencia se describió como la crisis de vialidad. Bajo este rubro los residentes de Santa Fe expresaron diversas preocupaciones interrelacionadas, asociadas con su percepción del tráfico vehicular en el área, cada vez más congestionado y caótico: la avenida sufría embotellamientos frecuentemente y sin orden, aunque servía como la principal y, para todos los propósitos prácticos, única arteria del área; la conducción peligrosa por parte de automovilistas y choferes descorteses que ponían en riesgo a los peatones en su prisa por rebasar unos cuantos autos; infraestructura y señalización deficientes a lo largo de la ruta; falta de respeto a las señales viales y las reglas de manejo; y la preferencia de algunos conductores, en especial durante las horas pico matutinas y vespertinas, de dejar la avenida e ir en cambio a toda velocidad por pequeñas y estrechas callejuelas que corren paralelas a ella, muchas de las cuales carecen de aceras.

Al mismo tiempo, en la medida en que externaban sus preocupaciones acerca de la crisis vial en la zona y luchaban por formular soluciones, los miembros de La Plataforma también tomaron cualquier cambio en la reglamentación del tráfico sobre la avenida principal como un signo siniestro: el posible presagio de planes secretos que preparaban el terreno para seguir ampliando la avenida y, en consecuencia, futuras expropiaciones de tierras. En un cierto momento durante mi trabajo de campo, por ejemplo, la delegación pareció decidida a vigilar mejor que se respetara la separación entre los carriles de tráfico de subida y de bajada, pues hasta entonces había consistido en una división a menudo muy poco clara. A lo largo de varios tramos del extremo inferior y más ancho de la avenida se colocó un camellón completo con plantas e iluminación entre los carriles. En el extremo superior y más estrecho de la avenida la delegación instaló unos separadores viales de hule, a manera de camellones, a lo largo de las marcas de separación de los carriles existentes, que fueron repintados. Mientras conducía por la avenida en dirección al pueblo de Santa Fe, recuerdo haber apreciado lo que consideré mejoras claras, tanto de infraestructura como de imagen. Me tranquilicé al saber con cierta certeza qué carril estaba yo tomando y me sentí a salvo de los autos que venían en sentido opuesto y que podrían dar un viraje brusco hacia donde yo estaba. En La Plataforma, sin embargo, las modificaciones a la avenida fueron tema de debate, y no necesariamente en términos favorables. Leti, en particular, parecía molesta con los cambios, y cuestionó los verdaderos motivos tras esta aparente imposición de orden. Los separadores viales de hule, en su mente, podrían indicar preparativos para la instalación a la larga de un camellón de dimensiones normales como parte de la futura ampliación de la avenida. En las semanas siguientes se lanzó a una búsqueda, a fin de cuentas estéril, para develar el significado supuestamente oculto de las mejoras, y expresó su escepticismo acerca de ellas con frecuencia.

En otra ocasión la delegación anunció que haría más estrictas las reglas para el estacionamiento a lo largo de la avenida y trabajaría con el fin de que se respetaran con más efectividad. Los autos estacionados en tramos estrechos de la avenida en doble –y a veces hasta en triple– fila sin duda agregaban un obstáculo considerable al ya de por sí congestionado tránsito de vehículos en ambas direcciones. Para mí, de nuevo, la iniciativa delegacional de liberar la avenida de obstáculos no sólo fue bienvenida y de ayuda, sino también muy a la par con el espíritu de las discusiones acerca de la crisis vial de la que había sido yo testigo en La Plataforma. Las patrullas de tránsito acompañadas de grúas rondaron la avenida en las semanas siguientes, avanzando lentamente en una dirección, luego volviendo en la otra. De nuevo, la reacción de Leti me sorprendió. Estábamos sentados en la pequeña oficina a la entrada de la guardería, que daba a la avenida, y alcanzábamos a oír cuando la grúa venía subiendo por el camino. Leti se quejó amargamente de lo que ella describió como la manera arbitraria y desconsiderada en la que la delegación decidió las nuevas normas, sin consulta previa con los habitantes de la zona. Protestó en contra de lo que percibía como una prepotencia torpe y violenta con la que las grúas trataban a los residentes locales, y se preguntó qué era lo que todo esto podía augurar para el futuro del vecindario. Dicho de otro modo: Leti interpretaba el endurecimiento de las normas locales que regían el orden público y su mejor aplicación no como intentos de atacar problemas urbanos de desorden, con mejores reglamentos, sino más bien como un ejemplo precisamente de lo contrario; esto es, del poder arbitrario que las autoridades del Estado continuaban blandiendo y ejerciendo sobre los ciudadanos sin considerar las necesidades, intereses y deseos de aquellos a quienes gobernaban. Auguraba, en ese sentido, la posibilidad persistente de que esos actos violentos de despojo que ella y su familia habían vivido antes pudieran repetirse en el futuro. Indicaba, para ella, que poco había cambiado en la forma de ejercer el poder soberano.

El último ejemplo que incluyo en esta discusión de cómo la temporalidad de crisis/trauma apareció e interfirió en el compromiso político de los residentes locales en Santa Fe con los problemas urbanos que enfrentaban fue también el más significativo durante mi investigación. A finales de 2011 el gobierno de la ciudad publicó el Programa Parcial de Desarrollo Urbano de la Zona de Santa Fe (PPDU-SF), un decreto de unas 120 páginas que incluía un diagnóstico de las necesidades y los problemas de la zona, una exposición de los objetivos de planeación y las estrategias para abordar los problemas del momento y prever escenarios futuros (Administración Pública del Distrito Federal, 2011). Durante bastante tiempo se había estado hablando de la publicación anticipada del documento y las especulaciones en torno a su contenido y su detalle habían sido diversas y en general pesimistas, incluida la expectativa de que se pedirían más expropiaciones en el futuro como parte de sus proyectos de desarrollo. Sin embargo, el PPDU-SF se limitó casi exclusivamente a la zona del megaproyecto. Si bien atendía extensamente la urgencia de abordar los problemas viales, la única propuesta concreta que planteaba en ese aspecto y que podía afectar directamente el área del pueblo consistía en la ampliación de la avenida a lo largo de un corredor particularmente estrecho y congestionado, delimitado por talleres mecánicos y lavados de autos. Leti y varios otros miembros de La Plataforma estaban indignados. El PPDU-SF –señalarían ellos– en ningún lugar descartaba seguir ampliando la avenida Vasco de Quiroga y la posibilidad de más expropiaciones. Varios miembros clave del grupo, incluida Leti, prácticamente abandonaron sus otros compromisos con el fin de dedicar la mayor parte de su activismo a movilizar la resistencia al programa: unieron manos con grupos de varios otros barrios para luchar por un amparo contra el plan, batalla legal que perdieron; movilizaron a los residentes para marchar juntos y cerrar la avenida como protesta en contra del plan, una acción política que, como era de esperarse, les ganó la cobertura vilipendiosa en los medios de comunicación; y, con la esperanza de las elecciones en puerta, sostuvieron reuniones con los candidatos a delegados de varios partidos de oposición, quienes juraron que se unirían a su lucha, con el fin de escuchar sus propuestas y evaluar su compromiso –en violación de su deber de no partidismo. Mientras tanto, los otros proyectos que La Plataforma había estado desarrollando y presentando quedaron prácticamente en el olvido. La asistencia a las reuniones decayó y el grupo parecía en riesgo de disolverse.

 

Reflexiones finales

Los compromisos políticos de algunos de los miembros más dedicados de La Plataforma siguieron lo que podría describirse como una estructura paranoide; aun cuando, como sabemos bien, los paranoicos también tienen enemigos. Sus demandas de instrumentar cambios y mejoras para el entorno urbano marginado que habitaban –y los esfuerzos muy reales que pusieron en ellos– parecen estar en contradicción con su lectura simultánea e incesante de que detrás de cada uno de esos cambios se esconden planes siniestros que buscan causarles más daños y despojos. El tipo de orientación hacia la crisis/trauma que define la forma temporal que he intentado describir en este artículo está en el centro de tal contradicción y se hace patente en su reiteración. Dado que a fin de cuentas remite a un suceso traumático que pertenece al pasado, este "tiempo de desplazamiento" particular no ofrece ningún horizonte de expectativa en el que sea posible ubicar el cierre o la finitud del tipo que el caso de Saigón, antes mencionado, sí parecería proporcionar. Más bien lo que encontramos aquí es una orientación duradera y obstinada hacia la crisis como trauma que da por resultado reacciones viscerales repetitivas, y que podemos entender como sintomáticas en el sentido freudiano. En particular, en entornos que se perciben y viven en calidad de vulnerables y precarios cabe esperar observar cómo una orientación de crisis/trauma estructura los compromisos políticos locales y obliga a los actores a confrontar potencialidades desconocidas, aunque visceralmente amenazantes. En tales contextos, según he mostrado, igualmente debemos esperar observar cómo pueden decaer, en vez de ser fomentados, los intentos de afrontar y atacar problemas críticos que repercuten adversamente en la vida cotidiana.

Hoy los imaginarios políticos dominantes –no sólo en México sino en todo el mundo– ponen, sin darse cuenta, cada vez mayor exigencia en las poblaciones marginadas y desposeídas para que de algún modo se catapulten a sí mismas a la plena ciudadanía y a la normatividad liberal por la vía de la llamada participación democrática, en todas sus formulaciones. El tipo de temporalidad de crisis/trauma que he descrito en este artículo para el contexto de la ciudad de México actual, y que, por extensión comparativa, podría buscarse también en otros entornos urbanos, ofrece otro conjunto de cuestionamientos críticos para tales discursos dominantes. Nos pide reflexionar en serio acerca del significado de "crisis", a la vez como un suceso histórico y como un estado histórico, o como una condición de oscilación entre estos dos polos en apariencia opuestos. Exige que prestemos atención a cómo esta oscilación da lugar a ciertas configuraciones temporales y asegura su perseverancia. Por último, se suma a la forma en que podríamos interpretar la ambivalencia con la cual, a la sombra del despojo, muchos de quienes hoy viven en la ciudad ven con comprensible recelo supuestas mejoras a su entorno urbano.

 

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Notas

1 Los comités vecinales son cuerpos ciudadanos elegidos de manera local, ajenos supuestamente a los partidos políticos, con la responsabilidad de representar y defender los intereses de los habitantes ante las autoridades y de promover proyectos en el ámbito de la colonia, barrio, pueblo o unidad habitacional.

2 En este artículo cuando hablo del área del pueblo de Santa Fe me refiero a las colonias adyacentes a la avenida Vasco de Quiroga, partiendo de la colonia Carlos A. Madrazo y la Glorieta Vasco de Quiroga al poniente y continuando con la Unidad Habitacional Santa Fe y la colonia La Conchita al oriente.

3 Para una evaluación más sombría y menos festiva de las crisis como momentos de oportunidad capitalista, véase Klein (2010).

4 Para un punto de vista diferente sobre la cronicidad de la crisis en la actualidad, esto es, sobre la crisis como condición crónica, véase Vigh (2008).

5 Para un estudio detallado de la historia del megaproyecto Santa Fe, véase Pérez Negrete (2010).

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