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Sociológica (México)

versão On-line ISSN 2007-8358versão impressa ISSN 0187-0173

Sociológica (Méx.) vol.28 no.80 Ciudad de México Set./Dez. 2013

 

Artículos

 

¿Identificación por el mercado? Los enfoques de Giddens, Bauman y Beck. Algunos argumentos críticos

 

Identity through Market? The Focuses of Giddens, Bauman, and Beck. Some Critical Arguments

 

Lluís Pla Vargas1

 

1 Académico español de la Universidad de Barcelona. Integrante del Seminario de Filosofía Política de la mencionada universidad. Correo electrónico: lluisplavargas@gmail.com

 

Fecha de recepción: 15/07/13
Fecha de aceptación: 06/09/13

 

Resumen

Las teorías sociológicas de Giddens, Bauman y Beck admiten que los individuos contemporáneos experimentan su identidad como un proyecto reflexivo. Arguyen que una de las causas de ello es la dinámica capitalista, aunque indican, usando conceptos diversos, que el proyecto reflexivo de la identidad moderna está amenazado por los engranajes y la iconografía del capitalismo. Frente al planteamiento moderado de Giddens, Bauman describe la existencia de identikits y de un fetichismo de la subjetividad, mientras que Beck, mediante su concepto de individualización, acaba por hacer depender la vida humana del mercado. Sobre la base de aportaciones antropológicas y sociológicas recientes, se criticarán principalmente los dos últimos enfoques.

Palabras clave: modernidad reflexiva, sociedad de consumo, identikits, fetichismo de la subjetividad, individualización.

 

Abstract

Giddens's, Bauman's, and Beck's sociological theories include the idea that contemporary individuals experience their identities as a reflective project. They argue that one of the reasons for this is the dynamic of capitalism, although, using different concepts, they indicate that the reflective project of modern identity is threatened by capitalism's inner workings and iconography. In the face of Giddens's moderate formulation, Bauman describes the existence of identikits and a fetishism of subjectivity. Beck, for his part, through his concept of individualization, makes human life depend on the market. Based on recent anthropological and sociological contributions, the author criticizes mainly the latter two approaches.

Key words: reflective modernity, consumer society, identikits, fetishism of subjectivity, individualization.

 

Introducción

Por el tipo de asuntos que han abordado, por su implicación en las problemáticas del presente, por el peso que han adquirido en el ámbito académico y por su proyección pública, puede decirse que las teorías de Anthony Giddens, Ulrich Beck y Zygmunt Bauman –siempre con el beneplácito de Pierre Bourdieu­ y Norbert Elias– han dominado en buena medida tanto la teoría como la imaginación sociológicas a caballo de los siglos XX y XXI. Aunque sus obras, si bien divergen en estilo y ambición, sí coinciden en señalar que lo característico del desarrollo social moderno y, en particular, de la llamada por Giddens modernidad reciente o tardía, es el papel central de la reflexividad y, en concreto, el hecho de que las personas experimentan su identidad como un proyecto reflexivo. Todos ellos constatan, además, que uno de los causantes decisivos de tales desarrollos es la dinámica del capitalismo y subrayan, poniendo énfasis en diversos conceptos, que el proyecto reflexivo de la identidad moderna amenaza con verse engullido por los engranajes y la iconografía del mercado capitalista.

La crítica clásica a la idea de que la identidad del hombre depende del mercado capitalista se retrotrae a Marx. En la mercantilización e individualización que preside a la instauración de nuevos estilos de vida a través del consumo de bienes y servicios, Giddens, Bauman y Beck reconocen una nueva vuelta de tuerca del proceso descrito por Marx. Para Giddens, por ejemplo, la libertad de elección ofrecida por el mercado se convierte en la envoltura necesaria de cualesquiera de las formas de expresión individual. Para Bauman, el fetichismo de la subjetividad –la inclinación socialmente compartida a hacer de la subjetividad un objeto entregado a la compraventa­– complementa el fetichismo de la mercancía analizado por Marx. Y para Beck, la individualización –esto es, la tendencia general a depositar sobre los individuos, y no ya sobre las instituciones, la responsabilidad de la reproducción social– equivale a que los individuos dependan del mercado en todas las dimensiones de sus vidas.

En cualquier caso, estas teorías suscriben la idea de que las relaciones entre identidad y mercado son relaciones peligrosas, con la diferencia fundamental de que mientras Giddens entiende que en el escenario de la sociedad de consumo contemporánea la identidad tiene una oportunidad, aunque épica, de mantener su integridad, Bauman y Beck piensan que no la tiene en absoluto. Los enfoques de los dos últimos acerca de la identidad y el comportamiento de los consumidores son, pese a su carácter sugestivo, simplificadores y categóricos. Debido a ello, incurren en inconsistencias severas de las cuales aquí se expondrán algunas de ellas. En cambio, parece que es posible obtener una mejor comprensión de los consumidores, de lo que hacen y, por ende, de lo que son, si se capta la naturaleza dialéctica de las relaciones entre identidad y mercado, así como el hecho de que estas relaciones se desenvuelven en el medio específico de las prácticas culturales concretas.

Para ello parece conveniente alejarse un tanto de los sociólogos de la modernidad reflexiva y acudir a otras aportaciones, como las de la antropología contemporánea del consumo, tal como se ha expresado en la obra de Mary Douglas y Baron Isherwood o, más recientemente, en la de Daniel Miller, y a las de la nueva sociología del consumo, tal como se ha revelado en los trabajos de Roberta Sassatelli y Alan Warde. Aunque aquí se apunte finalmente hacia esta vía de investigación alternativa, las razones de espacio y la pertinencia temática aconsejan que una exploración detallada de la misma en relación con la reflexividad, la identidad y el consumo corresponde a un trabajo distinto al presente.

 

Giddens: la identidad como proyecto de lucha contra la mercantilización

Las obras de Giddens, en particular Consecuencias de la modernidad (1999) y Modernidad e identidad del yo (1997), pueden servir como marco filosófico y sociológico general dentro del cual situar, como casos particulares, las propuestas de Bauman y Beck acerca de la identidad en la sociedad de consumo. Ayudan a ello dos diferencias entre la teoría que sostiene Giddens y las que esgrimen Bauman y Beck. La primera diferencia es que las pretensiones de Giddens son, en conjunto, más globales y filosóficas. Para éste, la comprensión cabal de los procesos sociales modernos no puede desligarse de una compleja serie de problemas epistemológicos derivados de las expectativas frustradas de la filosofía de la Ilustración. Al detectar tales problemas en todo desarrollo de la modernidad, desde la elaboración científica y las prácticas económicas hasta el fenómeno de los manuales de autoayuda y la manera en que se entiende a sí mismo cualquier individuo contemporáneo, su investigación adquiere un perfil de alto nivel teórico en el que lo sociológico, lo filosófico y lo histórico se conjugan con fluidez. Es verdad que alguna obra de Bauman podría situarse cerca de esta forma de proceder pero, ciertamente, en la mayoría de sus aportaciones más recientes, y en este caso está también Beck, despliegan estrategias más restringidas. Mientras que el primero se contenta, como ha dicho alguna vez, con elaborar informes precisos desde el campo de batalla, el segundo se centra en la descripción y evaluación de estas tendencias sociales en el presente, ya sea a través del motivo de la sociedad del riesgo, o mediante el de la individualización.

La segunda diferencia es que, a pesar de que Giddens se alinea con Bauman y Beck en la tesis de la determinación de la identidad por parte del mundo mercantil, no es quizá tan categórico al defenderla. Giddens habla a menudo de una influencia del mercado sobre la construcción de la identidad por medio de la adopción de estilos de vida, pero también constata que la reflexividad, convertida en hábito, desempeña el papel principal en la construcción consciente de una narrativa coherente del yo que puede tener la virtud de paliar la influencia del mundo comercial. A su juicio, la normalización del consumo impulsada por el capitalismo puede ser contrarrestada, en parte, por la apertura de la vida social contemporánea, la existencia de una pluralidad de ámbitos de acción y la diversidad de autoridades a las que pueden recurrir los individuos (Giddens, 1997: 14).

Según Giddens, las limitaciones que el proyecto de la Ilustración ha terminado encontrando en relación con su apuesta por un conocimiento emancipador tienen que ver con "la índole reflexiva de la modernidad" (Giddens, 1999: 44 y ss.), esto es, con el hecho de que la mayoría de las actividades de los hombres en sociedad y en relación con la naturaleza aparecen sometidas a una revisión constante a la luz de nuevos conocimientos. A su juicio, las prácticas sociales de la era moderna reflejan una plasticidad característica para ser modificadas en función de la producción de nuevos conocimientos y, en este sentido, difieren de aquellos otros usos habituales en las sociedades anteriores cuyos contextos de interpretación de la vida y el mundo se circunscribían a tradiciones que debían ser renovadas continuamente. En ambas clases de orden puede hallarse naturalmente a la reflexión regulando las acciones e interacciones humanas. Sin embargo, existe una diferencia en el papel desempeñado por ésta en un caso y en el otro: mientras que en las sociedades premodernas la reflexión se halla al servicio de la reinterpretación de la tradición y, por consiguiente, tiene la mirada vuelta hacia el pasado, en las sociedades modernas "es introducida en la misma base del sistema de reproducción de tal manera que pensamiento y acción son constantemente refractados el uno sobre el otro" (Giddens, 1999: 46) hasta el extremo de que "se radicaliza la revisión de la convención para [en principio] aplicarla a todos los aspectos de la vida humana" (Giddens, 1999: 46), dentro de una orientación en la cual no se daría tanto una mirada hacia el futuro cuanto una deliberada huida del pasado, representado por la tradición. Así pues, el dinamismo peculiar a la modernidad no estaría mejor señalado por un afán de novedades, que aparta a la gente de considerar justificado lo que se ha hecho siempre, sino más bien, como argumenta Giddens, por la presunción general de que esto sólo puede lograrse aceptablemente a través de la reflexión. El hecho de que ésta modifique constantemente las prácticas sociales bajo la pretensión de su racionalización progresiva produjo históricamente, con la Ilustración, un aumento de la certidumbre de las creencias que superó la circularidad del tipo de conocimiento asociado a la tradición de la premodernidad.

Según Giddens sólo ahora, en el mundo contemporáneo, cuando las consecuencias de la modernidad se han radicalizado suficientemente, es posible comprender que aquella certidumbre que la reflexión moderna pudo proporcionar en contraste con el dogmatismo del pasado no era más que una ilusión, y ello debido a que a pesar de hallarnos en un mundo totalmente reelaborado mediante la aplicación reflexiva del conocimiento, esto no constituye en modo alguno una garantía para una mayor seguridad: la aplicación reflexiva del conocimiento a las prácticas sociales no sólo no las fija definitivamente sino que las problematiza, y ello, naturalmente, también afecta al estatuto del conocimiento que se aplica en cada caso. (Giddens, 1999: 47). El bucle de la reflexión sobre sí misma, que caracteriza a todas las disciplinas científicas en la modernidad, es especialmente relevante por lo que hace a la práctica en las ciencias sociales, ya que en éstas –a diferencia de lo que ocurre en las ciencias naturales, en las cuales el necesario perfeccionamiento tecnológico se ajusta a patrones más rígidos que dependen de la teoría básica y de las limitaciones de los materiales disponibles– la incorporación de la revisión reflexiva de las prácticas a los mismos contextos analizados constituye el "auténtico tejido de las instituciones modernas" (Giddens, 1999: 48). Tal orden de reflexión es el que otorga sentido y validez a la idea de la implicación de la sociología, como la forma de investigación más general sobre la vida social, con la modernidad:

El discurso de la sociología, y los conceptos, teorías y resultados de las otras ciencias sociales, circulan continuamente "entrando y saliendo" de lo que representan en sí mismos y, al hacer esto, reflexivamente reestructuran al sujeto de sus análisis, que a su vez ha aprendido a pensar de manera sociológica. La modernidad es en sí misma profunda e intrínsecamente sociológica (Giddens, 1999: 50).

La satisfacción de la promesa de emancipación asociada al conocimiento, ya recogida en el antiguo adagio según el cual la verdad nos hará libres, queda imposibilitada así en la modernidad avanzada no sólo por la razón de que resulta imposible distinguir con claridad entre el conocimiento de los fenómenos sociales y estos mismos, sino también por el hecho de que el conocimiento aplicado a la vida social contribuye forzosa y constantemente a la alteración e inestabilización de ésta. Revelándose, pues, como "falsa la tesis de que [...] más conocimiento sobre la vida social [incluso si ese conocimiento está tan bien apuntalado empíricamente como sea posible] equivale a un mayor control sobre nuestro destino" (Giddens, 1999: 50). Esta tesis rompe de facto con los postulados predictivos de los padres fundadores de la sociología, ya que se descubre un panorama inquietante en relación con el conocimiento y la sociedad dentro del cual Giddens destaca cuatro conjuntos de factores generadores de problemas: 1) la desigual apropiación del conocimiento entre los que detentan cualquier forma de poder institucionalizado y los que no; 2) la dinámica de cambio generalizado en la estructura de los valores asociada a las nuevas y constantes aportaciones de conocimiento; 3) el impacto de las consecuencias no previstas debido al hecho de que el conocimiento sobre la vida social no puede nunca determinarse como más exhaustivo o mejor en un momento que en otro; y 4) la peculiaridad del proceso a través del cual el conocimiento del mundo social coadyuva a cambiar el carácter de éste y, por tanto, a oscurecerlo (Giddens, 1999: 51).

Una sola mirada panorámica sobre las sociedades occidentales contemporáneas confirma la existencia de estos rasgos en buena medida. A pesar de que persisten las formas clásicas de estratificación social relacionadas con el control –y con el control transgeneracional– de la propiedad privada, cada vez adquiere mayor importancia como criterio adicional de aquélla el uso rentabilizado del conocimiento especializado en economía, medicina, ingeniería, comunicaciones, derecho y otros campos. En la esfera moral, el subjetivismo y el relativismo emergen como formas espontáneas de respuesta ante la convicción de que no existe un orden trascendental de valores capaz de determinar unívocamente nuestra conducta y actitudes, lo cual no sólo conlleva, de manera negativa, una relativamente variable sensación de desorientación moral, sino también, positivamente, una mayor flexibilidad y tolerancia hacia comportamientos que, sin vulnerar los que se consideran derechos fundamentales, son poco habituales. Las consecuencias no previstas alcanzan un grado de peligrosidad desconocido en el pasado debido a una intensificación y extensión nuevas del riesgo, de las que serían ejemplos la posibilidad de un conflicto nuclear; la amenaza del terrorismo indiscriminado promovido por gobiernos o grupos particulares; la facilidad con la cual pueden generarse desastres ecológicos; o la marginación de amplísimas capas de población causada por determinadas dinámicas del proceso de globalización. Por último, siendo un factor con más incidencia en el caso de las ciencias sociales que en el de las naturales o aplicadas, el desarrollo de un conocimiento experto, que ingresa en los fenómenos que constituyen sus objetos de investigación, alterándolos, no ha tenido como resultado la claridad deseada, sino que por el contrario ha contribuido, en general, a ahondar la incertidumbre en relación con el mundo en que se vive.

Si la aproximación de Giddens es correcta y, por tanto, todos los fenómenos sociales son susceptibles de ser alterados cuando se intenta desentrañarlos –como si se tratase de una traslación al ámbito sociológico del problema de la indeterminación que se plantea en la física contemporánea–, entonces parece que la pretensión de analizar en qué consiste el consumo para comprenderlo deviene ilusoria y, en esa misma medida, cualquier intención de un análisis crítico. No obstante, podría ser razonable estar en desacuerdo con la primera parte de este consecuente y, con todo, estar de acuerdo con su segunda parte. Asumir que la realidad social se ha tornado más compleja y menos apresable por la aplicación reflexiva del conocimiento no tiene como consecuencia obligatoria el dictamen de que es imposible comprenderla, sino sólo, en todo caso, la aceptación de que ya no resulta legítima la pretensión de elaborar un teoría definitiva sobre ella o, como sostiene David Lyon, la admisión de que "la realidad es difusa y que el proceso de hallar la verdad es menos directo de lo que se creía antes" (Lyon, 1999: 26).

En estas circunstancias, la identidad del individuo también adquiere los rasgos ubicuos de la reflexividad, esto es, los rasgos de un proyecto reflexivo cuyo desarrollo es "internamente referencial" (Giddens, 1997: 104), ya que, como cualquier otro fenómeno moderno, no puede recurrir a criterios externos establecidos por la tradición. En este sentido, los individuos asumen el carácter de elección abierta y perpetua que tiene la vida en un contexto fuertemente determinado por lo que Giddens llama sistemas expertos. Tales sistemas son dispositivos de conocimiento especializado que, incorporados a las rutinas de la vida social, hacen posible que los individuos lleven a cabo sus actividades en un entorno de riesgo reducido aunque latente. El yo del individuo es un producto del cual es responsable él mismo, un producto que emerge de la interpretación de las acciones que constituyen la historia de su vida: el yo es "el yo entendido reflexivamente por la persona en función de su biografía" (Giddens, 1997: 72). Debido al carácter abierto de esta construcción biográfica y de las circunstancias institucionales en las que tiene cabida, la planificación del estilo de vida adopta una importancia fundamental. Más aún: resulta obligada. Dice Giddens: "[...] en las condiciones de la modernidad reciente todos nosotros nos atenemos a estilos de vida pero, además, en cierto sentido, nos vemos forzados a hacerlo [no tenemos más elección que elegir]" (Giddens, 1997: 106), pero lo que es quizá más importante es que estos obligados planes de vida son "el contenido sustancial de la trayectoria reflejamente organizada del yo" (Giddens, 1997: 111).

Uno de los principales dilemas a los que el yo se enfrenta tiene que ver específicamente con el mercado capitalista y la sociedad de consumo. El yo debe conservar la pretensión de que las experiencias que lo constituyen son personales, es decir, propias e intransferibles, y tiene que hacerlo en oposición a los esfuerzos que el mercado y la propaganda capitalistas hacen por mercantilizarlas mediante sus versiones meramente comerciales del estilo de vida. La libertad de elección que tienen los individuos en el entorno postradicional de la modernidad reciente puede ser fácilmente cooptada por empresarios y publicistas hasta el punto en que "dirigida por el mercado, se convierte en un marco de expresión envolvente de la expresión individual del yo" (Giddens, 1997: 250). Naturalmente, los estilos de vida pueden ser arrastrados por esta misma lógica con la consecuencia de que, en lugar de expresar la voluntad constructiva y reconstructiva de dar sentido a la propia existencia, se constituyan en patrones para el consumo de bienes y servicios que se estipulan interesadamente como necesarios para su mantenimiento. De esta manera, el "consumo constante de nuevos bienes se convierte en cierto modo en un sucedáneo del desarrollo auténtico del yo" (Giddens, 1997). Giddens advierte que incluso el mismo proyecto reflexivo del yo, al margen de los estilos de vida concretos en los que pueda llegar a plasmarse, puede quedar mercantilizado. En una palabra, la realización del yo puede reducirse a la categoría de cualquier otro producto de consumo.

Todos estos peligros existen, pero con ellos no se cierra definitivamente el destino del yo en la modernidad reciente. Giddens, se dijo, no es absolutamente categórico al defender estas tesis. Tiene la suficiente sensibilidad dialéctica para detectar las contratendencias y señalar las características novedosas del escenario –la modernidad reciente o tardía– capaz de generarlas. E incluso acredita la emergencia de una política de la vida que, a partir de la política emancipatoria clásica se desenvuelve más allá de ella poniendo en primer plano, precisamente, las cuestiones existenciales y morales que plantean las posibilidades incrementadas de elección de la vida humana en el seno de los sistemas abstractos desplegados en las sociedades desarrolladas (Giddens, 1997: 265 y ss.). En la espinosa cuestión de la relación entre el consumo y la identidad llega incluso a una afirmación que, siendo de compromiso, es exacta y prometedora: el proyecto reflejo del yo –sostiene– "es por necesidad, en cierto modo, una lucha contra las influencias mercantilizadoras, aunque no todos los aspectos de la transformación en mercancía le sean hostiles" (Giddens, 1997: 253). De este modo, Giddens se aproxima bastante a la posición de aquellos que, como Mary Douglas, Daniel Miller o Roberta Sassatelli, defienden que las posibilidades para la realización del yo pueden darse perfectamente en relación con el mundo mercantil y, aun así, ser totalmente auténticas.

 

Bauman: los identikits y el fetichismo de la subjetividad

La teoría general de Bauman sobre la sociedad contemporánea contempla al consumo como uno de los síntomas más evidentes de que las sociedades desarrolladas del mundo contemporáneo, o bien avanzan, o bien han completado el tránsito desde lo que en sus propios términos denomina la modernidad sólida a la modernidad líquida. Las sociedades de la modernidad líquida tienden a ser sociedades de consumo en las cuales, por consiguiente, éste aparece como "la principal fuerza de impulso y de operaciones" (Bauman, 2007: 47), desplazando del lugar central, no sólo en la teoría sino también en la práctica, a la producción. La transición de lo sólido a lo líquido se ha dado en la esfera de las representaciones. La ética del trabajo fue el referente ideológico del capitalismo de producción, con sus fábricas enormes, su producción masiva y sus empleos para toda la vida; la estética del consumo asume ese papel en el capitalismo de consumo, con sus centros comerciales monumentales, sus empresas de servicios y sus empleos precarios o inexistentes. Del mismo modo que el hecho de que la producción no ocupe el centro del escenario no significa que se haya dejado de producir, el crepúsculo de la ética del trabajo, y de la cultura del trabajo, con todo lo que ésta acarreaba, tampoco supone el fin del trabajo, sino sólo el declive de la perspectiva según la cual los individuos extraen del trabajo –de lo que hacen, de cómo lo hacen y de sus posiciones relativas con respecto a todos los que se dedican a hacerlo– los elementos mediante los cuales se definen. La identificación por el trabajo persiste en aquellos casos en que se dispone de una ocupación prestigiosa o vinculada a una vocación largamente alimentada. Aquí la profesión no sólo sigue suministrando un destino, un lugar en el mundo, sino también una esencia.

Sin embargo, para Bauman, el ímpetu del consumo moderno ha convertido a estas identificaciones por el trabajo en algo elitista y/o residual. Además, sostiene que en una sociedad de consumo casi todos los patrones que pueden y deben utilizarse para la construcción de la identidad en el individuo adulto o en el que va camino de serlo, en el adolescente, están relacionados con las variadas formas en que tanto uno como otro pueden gastar su dinero. Que los procesos por medio de los cuales los individuos adultos devienen en sujetos son hoy un asunto plenamente mercantil, algo que demuestra el hecho de que el mercado no sólo pone en oferta los elementos con los cuales tejer la urdimbre de la subjetividad sino que, además, propone directamente, para todos aquellos que ni siquiera están dispuestos a llevar a cabo esta tarea, toda una serie de modelos acabados de identidad –que se conocen como identikits– listos para ser adquiridos y usados como si se trataran de auténticas conciencias prestadas. En Vida de consumo, Bauman extrae sus conclusiones acerca de la extensión y profundidad de este proceso. El mantenimiento y la prosperidad de la sociedad de consumo capitalista no dependen solamente de la fetichización de la mercancía, como lo señalara Marx en su época, sino sobre todo de la fetichización de la subjetividad: en la sociedad de consumo "nadie puede convertirse en sujeto sin antes convertirse en producto, y nadie puede preservar su carácter de sujeto si no se ocupa de resucitar, revivir y alimentar a perpetuidad en sí mismo las cualidades y habilidades que se exigen en todo producto de consumo" (Bauman, 2007: 25-26). Sin embargo, donde Bauman probablemente aborda mejor las causas sociales de esta situación, así como sus consecuencias sociales y personales, es el penúltimo capítulo de Modernidad y ambivalencia (Bauman, 2005).

A partir de una discusión de las ideas del sociólogo Niklas Luhmann acerca de la manera en que los individuos persiguen definirse en una sociedad cada vez más diferenciada y en la que las viejas redes de interacción se están disolviendo, Bauman se dedica en particular a estudiar este proceso en virtud del cual el capitalismo de consumo ha llegado a introducirse en la intimidad del individuo por medio del dominio del territorio de la oferta y la adquisición de identidades. Para Luhmann, la búsqueda de identidad corre pareja con la del reconocimiento y, si se desea evitar consecuencias traumáticas o patológicas, ambas búsquedas deben converger finalmente en un equilibrio en el que la individualidad, pese a su tendencia centrífuga, cuente con la aprobación social. La pretensión de lograr este equilibrio de manera constante a través de una práctica comunicativa entre el individuo que busca la confirmación social y aquellos que pueden otorgársela es denominada por Luhmann "amor". Al margen de toda asociación romántica popular, el amor luhmanniano se limita a expresar la fría necesidad de intercambio intersubjetivo que tiene toda subjetividad particular para poder constituirse como tal.

La argumentación de Bauman se reduce fundamentalmente a la indicación de que, teniendo en cuenta las enormes dificultades que implica por este intercambio comunicativo y el modo invariablemente erróneo en que es interpretado en las relaciones amorosas ordinarias –asociado casi siempre a la pasión cuyo rasgo definitorio es la caducidad–, no resulta en absoluto extraño que en la sociedad de consumo contemporánea se haya generado todo un sistema de oferta de productos que operan como sustitutos del amor en el sentido de Luhmann. Este sistema existe porque hay una demanda específica, es decir, "una demanda por algo que pueda desempeñar la función del amor [esto es, que suministre la confirmación de la experiencia interna, habiendo absorbido primero su completa confesión], sin demandar reciprocidad en el intercambio" (Bauman, 2005: 272).

Ahora bien, si los elementos que coadyuvan al desarrollo o estabilización de la identidad en el individuo adulto o el adolescente, o incluso los modelos completamente diseñados de la misma, pueden ser obtenidos a cambio de un pago, entonces no parecería extemporáneo reconocer que el dominio del capital sobre la vida se haya tornado absoluto en el capitalismo de consumo, y no sólo porque se ha adueñado de todos los segmentos de tiempo de la vida del individuo, el del trabajo y el del tiempo libre, sino sobre todo porque se está deslizando bajo la piel de los individuos y determinando sus modos de ser.2 Que los individuos puedan acceder a múltiples posibilidades de ser, y no a una sola, que es lo que parece exigir el mismo concepto de identidad, es solamente una consecuencia de la inerradicable tendencia a la reproducción ampliada que el capitalismo de consumo tiene por ser, precisamente, capitalismo.

En este contexto, comenta Bauman no sin cierta ironía,

uno puede aprender a expresarse como una mujer moderna, liberada y desenfadada, o como una ama de casa, sensata, responsable y dispuesta, o como un magnate de la nueva generación, despiadado y asertivo, o como un tipo jovial y simpático, como un macho de campo abierto [sic], en buen estado físico, o como una criatura romántica, soñadora y hambrienta de amor, o como una mezcla de todas o algunas de estas identidades (Bauman, 2005: 274).

Aunque, por otra parte, el hecho de que puedan escogerse maneras alternativas de ser por medio de transacciones económicas goza de la ventaja añadida de que evita los problemas y sinsabores que se derivan inevitablemente de toda elaboración autónoma de la propia identidad y la búsqueda de beneplácito social:

Las identidades comercializadas por mercadotecnia vienen acabadas con la etiqueta de aprobación social ya adherida de antemano. Por consiguiente, se evita la incertidumbre respecto de la viabilidad de una identidad construida por el propio sujeto y la agonía de buscar su confirmación (Bauman, 2005: 274).

Ahora bien, ¿cómo es posible que los identikits, al igual que tantos otros objetos de consumo, puedan comparecer ante sus posibles compradores con "la etiqueta de aprobación social ya adherida de antemano"? La respuesta de Bauman a esta cuestión lo conduce a una larga explicación sobre el papel crucial desempeñado por los sistemas expertos en la sociedad de consumo actual. La búsqueda persistente de amor funcional –de amor en el sentido de Luhmann–, una inquietud que responde a una condición básica de insuficiencia existencial propia del individuo contemporáneo, genera las condiciones que posibilitan levantar una estructura general de oferta de bienes y servicios expertos legitimada por ofrecer el tipo de sanción social perseguida por la individualidad. En otras palabras, la validez concedida a los sistemas expertos depende del hecho de que se erigen como las únicas instancias pertinentes para proponer soluciones supraindividuales, objetivas, a los problemas y angustias individuales. En la era moderna, el predominio creciente de los sistemas expertos trae como consecuencia la obsolescencia de todas aquellas habilidades que habían permitido y garantizado tradicionalmente la autosuficiencia individual. Su triunfo dota a la sociedad moderna del perfil característico de "un lugar de acción mediada" puesto que, en ella, "pocas tareas cotidianas y mundanas pueden completarse sin la ayuda de conocimientos supraindividuales especializados" (Bauman, 2005: 279).

Además de la satisfacción de esta necesidad, la de facilitar el acceso a soluciones adecuadas en un mundo progresivamente más complejo, existe una segunda razón que refuerza la legitimación de los sistemas expertos y su extensión virtualmente infinita: los sistemas expertos dan libertad; apuntan a los caminos por los que la vida cotidiana puede hoy expresarse en plenitud; posibilitan la única clase de emancipación experimentable por los sujetos dadas las circunstancias de complejidad social y desarrollo tecnológico. Bauman explica que los patrones de conducta que la fordización y la taylorización impusieron a los individuos en el ámbito productivo en el seno del capitalismo de producción se han trasladado a la estructura de las relaciones entre éstos y los sistemas expertos que el capitalismo de consumo estimula sin cesar. Así como en el primero la producción terminó dirigiéndose hacia una reducción de la intervención humana a las operaciones más elementales e irreflexivas, el objetivo de dar solución a los problemas individuales puede ser buscado en el segundo de un modo análogo, teniendo dispuestos la píldora, el protocolo o el artefacto pertinentes, evitando así todos los peligros de la intuición, la improvisación y la buena voluntad.

Este reajuste socialmente condicionado de la acción humana, del cual la sociedad de consumo extrae sus rendimientos más importantes, "se experimenta como una liberación de las obligaciones engorrosas de la vida y se siente como una libertad" (Bauman, 2005: 281), y es precisamente esta experiencia de libertad a través del consumo la que no deja ver la vinculación cada vez más estrecha del individuo con la totalidad del sistema de oferta de bienes y servicios expertos. En consecuencia, bajo la pátina encantadora de una emancipación lograda a través de actos de elección libres se oculta el encadenamiento más detestable:

[...] como las habilidades personales que necesitaban tratar directamente con los problemas ya no están disponibles, y las soluciones aparecen exclusivamente en la forma de implementos mercantilizables o asesoría experta, cada paso sucesivo en la infinita solución de problemas, en tanto que se experimentan como otra extensión de la libertad, fortalece aún más la red de dependencia (Bauman, 2005: 281).

En la línea sugerida por Bauman parece evidente que la integración social en el capitalismo de consumo se logra en la medida en que los individuos asuman y ejerciten una identidad funcionalmente adaptada a las estructuras económicas, institucionales y culturales –como, por ejemplo, ingresos regulares y suficientes; medios de consumo accesibles y ubicuos; estimuladores del consumo omnipresentes; múltiples medios para facilitar los pagos; tendencia al hedonismo; etcétera– que favorecen, precisamente, la acumulación de plusvalía a través del consumo. El punto final de este proceso, esto es, el punto definitivo en el cual los individuos dan el paso desde la integración a la identificación, lo constituye el fetichismo de la subjetividad, esto es, la identidad conscientemente entendida y entregada a la compraventa. La justificación moral que avala a la sociedad de consumo en la que la subjetividad ha sido reducida a fetiche es su promesa de felicidad, de una felicidad "aquí y ahora, y en todos los 'ahoras' siguientes, es decir, felicidad instantánea y perpetua" (Bauman, 2007: 67).

No obstante, como Bauman también lo señala, la continuidad de la sociedad de consumo sólo puede garantizarse en la práctica negando tal felicidad y logrando, en cambio, que "la no satisfacción de sus miembros [lo que en sus propios términos implica infelicidad] sea perpetua" (Bauman, 2007: 71). Siendo así, ¿cómo es posible que los individuos, a los que se supone en general sensibles y racionales, sean incapaces de articular una crítica sobre los mecanismos que prolongan su dependencia e insatisfacción? Bauman no responde esta pregunta, sólo menciona la existencia de una sensación de melancolía que acompaña permanentemente a las actividades del homo eligens en la sociedad de consumo y, en lo que no es más que una reiteración de la cuestión, apunta al hecho de que "la sociedad de consumo ha desarrollado, y en grado superlativo, la capacidad de absorber cualquier disenso" (Bauman, 2007: 73).

¿Cuáles serían las críticas que podrían dirigirse en contra del planteamiento de Bauman? Admitiendo que su enfoque es perspicaz, que capta una cierta tendencia de fondo, podría señalarse, por un lado, que algunos de sus aspectos topan con las creencias que solemos tener sobre las personas y, por el otro, que simplifica las motivaciones, el comportamiento y la identidad de los consumidores reales.

En primer lugar, si es verdad, como dice Bauman, que "nadie puede convertirse en sujeto sin antes convertirse en producto", y si también lo es el hecho de que "nadie puede preservar su carácter de sujeto si no se ocupa de resucitar, revivir y alimentar a perpetuidad en sí mismo las cualidades y habilidades que se exigen en todo producto de consumo", entonces sujetos y productos serían idénticos en el orden de la sociedad de consumo. No obstante, existen dos diferencias fundamentales entre los sujetos y los productos: se supone habitualmente que los productos son mercancías virtualmente equivalentes a otras mercancías y pueden ser infinitamente intercambiables entre sí, mientras que también supuestamente es habitual que los sujetos no son virtualmente equivalentes, sino potencialmente distintos, y que no pueden ser intercambiados al infinito entre sí. Existe la convicción de que no es legítimo, sino moralmente reprobable, tratar a una persona como si fuese una mercancía, y parece que esta convicción descansa en la creencia de que la persona, que puede ser entendida como fuente de las valoraciones, no puede ser tratada del mismo modo que las mercancías, por muy valoradas que éstas puedan estar.

En segundo lugar, es muy sospechoso que la teoría del fetichismo de la subjetividad aparezca con todos los visos de ser una hipótesis válida para los demás, pero no, en cambio, válida para uno mismo. En este sentido, no solamente topa con las creencias que tenemos sobre los demás, sino que además también lo hace con las que tenemos sobre nosotros mismos. Se presenta una inconsistencia manifiesta entre predicar que todos deben asumir su carácter y su destino irrevocable de mercancía y querer reservarse para uno mismo un carácter y un destino distintos, no mercantiles. Aunque esto tenga un valor epistémico relativo, lo cierto es que, en términos generales, nadie, ni siquiera aquellos que desarrollan una actividad mecánica, insatisfactoria y escasamente autorrealizadora, acostumbra a pensar de sí mismo que es un producto, una mercancía.

En tercer lugar, parece que se gana una mayor comprensión del comportamiento real de los consumidores atendiendo al hecho de que éste es mucho más complejo de lo que parece dar por supuesto Bauman. Según Sassatelli, lo que el consumidor contemporáneo hace y, por consiguiente, lo que es, se establece en un juego dialéctico entre el impulso mercantilizador derivado del sistema de producción y distribución capitalistas y la tendencia desmercantilizadora que se introduce al interior de las prácticas concretas en la relación que mantiene con los objetos que adquiere y utiliza. De hecho, al consumidor sólo le resulta factible preservar un sentido coherente de su identidad y de la autenticidad de sus relaciones con otras personas –y en particular con aquellas que más le importan– si no sucumbe por completo a la marea mercantilizadora y a su iconosfera publicitaria. Esta resistencia no debe ser reconocida como heroica ni como una actitud compartida por todos y cada uno de los consumidores; tampoco conviene darla por descontada como una vía de evasión definitiva de las constricciones del mercado capitalista, aunque parece representar, en todo caso, la única posibilidad para la conducción de una vida mínimamente autónoma y significativa en este contexto.

Para que esta dialéctica entre mercantilización y desmercantilización sea posible, hay que presuponer una afirmación casi metafísica en relación con las mercancías: que éstas, al ser consumidas y siendo en principio lo que son, no acaban reduciéndose casi nunca a lo que eran. Al parecer de Sassatelli, en el proceso de consumo las mercancías modifican su estatus ontológico; la mercancía "[...] puede empezar como tal, pero acaba siendo a menudo algo diferente, al menos para aquellos que la consumen o la poseen" (Sassatelli, 2007: 102). Y el contexto preciso en el que se produce tal modificación es, siempre, el contexto de una práctica concreta. De hecho, es en el seno de las prácticas y no en ninguna otra parte donde se aclaran, según Sassatelli, dos relaciones fundamentales: en primer lugar, la que conecta el sistema de producción de mercancías y la experiencia de su uso; y en segundo, la que conecta esta experiencia del uso con la elaboración culturalmente informada de los significados de las mercancías por parte de los consumidores. En este sentido, Sassatelli sostiene que las mercancías

[...] son experimentadas y utilizadas por los consumidores de maneras diferentes según el contexto y las circunstancias; y [...] consumiéndolas, los actores sociales elaboran los significados y los usos de los bienes, articulando sus cualidades materiales y simbólicas con varios grados de reflexividad y en maneras que a veces son funcionales a la reproducción de las estructuras existentes de poder y a veces no (Sassatelli, 2007: 109).

Por ejemplo, cuando se ha vivido largo tiempo en una casa, nadie piensa en ella como si se tratase de una mercancía, a pesar de que comenzó siendo nada más y nada menos que eso, y un razonamiento análogo podría hacerse sobre todos los bienes de consumo con respecto a la relación que mantienen con ellos los consumidores. En suma, el contexto del consumo y la conducta de los consumidores en relación con el mismo, con los bienes de consumo y con los demás consumidores, son mucho más complejos de lo que Bauman supone en sus análisis.

 

Beck: la individualización a cargo del mercado

De todos los motivos que, explicitados por Giddens, se agrupan en el concepto de modernización reflexiva, Ulrich Beck se ha centrado en dos. Se trata de dos dinámicas coetáneas y contrapuestas que, a su juicio, definen la época contemporánea: por un lado, la de un crecimiento antes sospechado y ahora claro y evidente de los riesgos civilizatorios; y por el otro, la de una tendencia a las formas individualizadas de vida. Por una parte, el desarrollo de la sociedad industrial, que ha llevado a la visión del "fin de la naturaleza" a la constatación de que ésta ha sido plena y consecuentemente socializada por la industria, conduce, sin embargo, a su reverso, a "la socialización de las destrucciones de la naturaleza" (Beck, 1998: 13), de la cual dan testimonio las catástrofes de Bhopal y Chernóbil. Desde mediados del siglo XIX, la modernidad se había configurado en torno a la convergencia del desarrollo industrial, la producción de la riqueza en sentido capitalista y el avance tecnocientífico sobre la base de una neta contraposición entre la naturaleza y la sociedad. Esta contraposición, unida a un desarrollo técnico insuficiente, todavía permitía que la industria, la economía y la tecnociencia progresasen haciendo una perfecta y conveniente abstracción de todas sus consecuencias indeseables. No obstante, como revela en particular el accidente de Chernóbil, la nueva modernidad se entroniza como una sociedad industrial del riesgo, la cual parte precisamente "de la 'naturaleza' integrada civilizatoriamente y sigue la metamorfosis de sus lesiones a través de los sistemas sociales parciales" (Beck, 1998: 89).

Por otra parte, si se desciende desde los contornos sociales superiores de esta nueva modernidad al plano en el cual se desarrollan las vidas personales, lo que se observa es una creciente individualización de los comportamientos y formas de existencia que, con todo, redunda finalmente en una institucionalización y estandarización de la vida y sus condiciones. Cuatro desarrollos sociales relativamente recientes, en los cuales se percibe la influencia del Estado de bienestar así como la de los cambios organizativos y técnicos al interior de las empresas, han posibilitado esta nueva liberación y sus restricciones correlativas: 1) la disolución de las clases sociales basadas en el estatus; 2) la emancipación de las mujeres y los nuevos tipos de familia que ello ha generado; 3) la flexibilización del tiempo de trabajo remunerado; y 4) la descentralización del lugar de trabajo. Sobre estos desarrollos se despliega la dinámica de la individualización en tres sentidos distintos, expresando a la vez "la disolución de las precedentes formas sociales históricas y de los vínculos en el sentido de dependencias en la subsistencia y dominio tradicionales; la pérdida de seguridades tradicionales en relación con saber hacer, las creencias y las normas orientativas; y un nuevo tipo de cohesión social" (Beck, 1998: 164), conjugando respectivamente de esta manera tres dimensiones analíticas: la de liberación, la de desencanto y la de control o integración.

Según Beck, no es posible explicar adecuadamente ninguna de estas dos tendencias cruciales dentro de los moldes de las teorías sociológicas que se fundamentan en las clases sociales basadas en el estatus. En las sociedades de clases, la finalidad fundamental era la producción de la riqueza, un reparto de la misma que no cuestionara la estructura social desigual y, en último término, la supresión de la carencia en un marco nacional; en las sociedades de riesgo, en cambio, la prioridad indiscutible es canalizar los riesgos y peligros del desarrollo industrial, económico y científico sin poner en riesgo los logros de la modernización en un marco global. No cabe duda de que existen solapamientos entre la sociedad de clases y la sociedad del riesgo, pues estos últimos suelen concentrarse allí donde arraigan las clases más desfavorecidas. No obstante, debido a su carácter universal e impredecible, los riesgos y peligros del desarrollo civilizatorio pueden acabar afectando a aquellos que, por su riqueza o posición, han podido comprarse una relativa protección determinada frente a los mismos. El estatus no salvó a nadie de la contaminación por dióxido de uranio, carburo de boro, óxido de boro y otros elementos liberados por la explosión del reactor número cuatro de Chernóbil. Se está produciendo, pues, un avance hacia una nueva modernidad que no puede ser entendida con las categorías anteriores. "El sueño de la sociedad de clases significa que todos quieren y deben participar en el pastel. El objetivo de la sociedad del riesgo es que todos han de ser protegidos del veneno" (Beck, 1998: 55).

Para Beck, la inoperancia de las viejas categorías de la sociedad de clases también se pone de manifiesto en el tratamiento de la individualización. A pesar de que comienza diciendo que el término es "equívoco, de significación compleja" e incluso confiesa que puede ser adjetivado de "incomprensible" (Beck, 1998: 163), lo cierto es que acaba mostrándose muy atrevido y contundente al defender la cesura histórica que representa la individualización de la existencia moderna con respecto a las formas de vida que tuvieron cabida y sentido en la sociedad de clases. En su muy discutible tesis, la individualización prospera en el seno de un mercado capitalista cuya regulación por el Estado social ha disuelto las clases y las culturas de clase llevando a la sociedad a un orden más complejo y flexible. Desde el bastión que representaba entonces la República Federal de Alemania, cuyo Estado de bienestar aparecía como un modelo de progreso económico y paz social ante una Unión Soviética en franco declive, Beck parece dar por irreversible una dinámica de la vida y el trabajo en la cual naufragan las perspectivas clásicas de Marx y Weber acerca de cómo las clases reducen y modelan las tendencias liberalizadoras e individualizadoras en las sociedades de mercado desarrolladas. A su parecer, los diques que estos teóricos habían establecido para contener estas tendencias, es decir, la formación de clases mediante la pauperización (Marx) y la comunitarización estamental (Weber), "se vienen abajo con el desarrollo del Estado de bienestar" (Beck, 1998: 114). Lo cual parece sugerir que, si se diera el caso de que el Estado de bienestar experimentase un retroceso o comenzara a desintegrarse, a diferencia de lo que parece creer Beck, tales teorías podrían gozar de una nueva oportunidad.

A finales de la década de 1980, cuando cayó el Muro de Berlín, la mayoría de los Estados de bienestar europeos, que antes se habían distinguido por luchar contra las consecuencias más perversas del predominio de la libertad empresarial y la propiedad privada, paulatinamente comenzaron a transformarse por medio de la privatización de algunos de sus organismos, la disminución de la cantidad y la calidad de los servicios y la formulación de una legislación complaciente con los nuevos imperativos económicos neoliberales, con la finalidad de impedir en lo posible el éxodo de los capitales a otros puntos más atractivos de la red global.3 Con este cambio podría abrirse la posibilidad de una reedición de las teorías descartadas por Beck que fuera consistente con las dinámicas de riesgo globales correctamente señaladas por él. Al fin y al cabo, la protección social brindada por el Estado de bienestar siempre había sido pensada, primero, como un mecanismo de contención del conflicto social y, sólo después, como una plataforma de desarrollo económico y social; en este sentido, presupone las posiciones de clase y su antagonismo. Según Walter Korpi, la significativa reducción de los programas y los servicios de protección social del Estado en el marco del postindustrialismo está estrechamente conectada con los conflictos entre grupos de interés importantes dentro de las sociedades desarrolladas que se han dotado de un Estado de bienestar, conflictos que tienen que ver con la declinante demanda de trabajo y con los altos niveles de desempleo existentes (Korpi, 2003: 589-609). Sin embargo, todos estos desarrollos, claro está, se escapan de la argumentación de Beck en La sociedad del riesgo.

En cualquier caso, la tesis de la individualización defendida por Beck sostiene que, al difuminarse los entornos de la clase y la familia tradicional, los individuos acceden a una forma de emancipación inédita, que se articula no tanto a través de la actividad desarrollada en el puesto de trabajo, sino por medio de la elección y experimentación de estilos de vida fuera del trabajo. Esto implica que el individuo se convierta "en la unidad de reproducción vital de lo social" (Beck, 1998: 166) aunque en una estrecha conexión con el mercado capitalista. Sobre el individuo y lo que hace o deja de hacer, escoge o descarta, aprecia o desestima, afronta o se aparta, se construye la propia biografía, y en todas las dimensiones de ésta "aparecen posibilidades y obligaciones de elección" (Beck, 1998: 152), evidenciándose que "la posibilidad de no decisión se vuelve tendencialmente imposible" (Beck, 1998: 153).

Ahora bien, este florecimiento inusitado de la libertad individual para conformar la propia vida está siendo acechado de cerca por el capitalismo porque, como Beck apunta de inmediato, los mismos mecanismos de la división del trabajo y el mercado que favorecen la existencia individualizada "determinan, a su vez, una estandarización" (Beck, 1998: 166). En sustitución de los vínculos tradicionales surgen toda una serie de instituciones conectadas con el mercado que conforman la trayectoria vital del individuo y "que, de manera contraria a la aptitud individual de que es consciente, lo convierten en una pelota de modas, relaciones, coyunturas y mercados" (Beck, 1998: 168). La dimensión de control o integración incorporada al concepto de individualización es la que acaba por imponerse en sintonía con el capitalismo hegemónico, determinando que esta nueva liberación se traduzca finalmente como "dependencia del mercado en todos los aspectos de la vida" (Beck, 1998: 168).

La tesis de la individualización de Beck resulta francamente discutible. En primer lugar, porque es políticamente ambivalente. Por un lado, es involuntariamente afín a la retórica de la derecha neoliberal en la medida en que pone énfasis en el poder decisorio de los individuos al margen de las instituciones y reclama "un modelo de acción cotidiana que tenga por centro al yo" (Beck, 1998: 172); por otro lado, simpatiza con el lenguaje y las tesis de izquierda de los primeros críticos de la sociedad de consumo de masas, como Theodor W. Adorno, Herbert Marcuse o John K. Galbraith, en la medida en que señala que la estandarización y la institucionalización hacen que "la existencia autónoma e independiente casi resulte imposible" (Beck, 1998: 168).4 En segundo lugar, es insensible a la misma crítica que proyecta contra las teorías de la modernización previas. Beck repite varias veces a lo largo de su libro que estas teorías fueron incapaces de detectar el carácter semiestamental de las clases y el carácter semiindustrial de la sociedad moderna; en definitiva, que fueron incapaces de percibir el carácter demediado, incompleto, del proceso de modernización que se esforzaban en describir. No obstante, no asume que su teoría de la individualización puede encontrarse amenazada por el mismo argumento. No tanto en su exposición de los contornos de la sociedad del riesgo y de su teoría política del conocimiento, donde admite solapamientos entre las viejas y las nuevas categorías, pero sí en su explicación de la individualización de las formas de vida en relación con el mercado, en la cual una y otra vez subraya la destradicionalización de la existencia moderna surgida con la sociedad industrial y remarca que se ha producido una fisura decisiva con respecto al pasado. En este sentido, alega que mientras se asiste al crepúsculo de la era industrial, por un lado las formas de percepción se tornan privadas y ahistóricas y, por otro, se extinguen los ámbitos en los que puede darse una cooperación genuina.

En relación con esto último puede decirse, en primer lugar, que no está nada claro que el comportamiento humano en la modernidad reflexiva pueda ser catalogado limpiamente como destradicionalizado. La reflexividad moderna no borra por completo toda tendencia tradicional ni en el marco de las instituciones ni en el de la vida personal. De manera análoga, tampoco borra la irreflexividad, la conciencia de lo incontrolable, el peso de lo emotivo, el gusto por la aventura, los goces de lo imaginario o lo lúdico, como es posible detectar en el consumo masivo de una literatura que se recrea en los intrincados laberintos de las sociedades secretas y las conspiraciones mundiales o en el de las películas de terror, en las cuales se escenifican crímenes abominables carentes de cualquier motivo racional. Lo que cabe decir, por el contrario, es que todas estas dimensiones realzan su valor precisamente por contrastar con el frío entorno de reflexividad institucionalizada en el que se prevé la continuidad del orden cotidiano por medio de los sistemas expertos y las señales simbólicas, por decirlo en los términos de Giddens. Además, la elaboración y el seguimiento de las rutinas, así como la verificación cotidiana de determinadas creencias y seguridades, continúan siendo fundamentales para la identidad del yo, a pesar de que la duda esté sistemáticamente instalada en las condiciones de la vida cotidiana. Por otra parte, no son ciertamente las culturas de clase perfiladas, potentes y operativas de antaño las que constituyen las conciencias, pero probablemente sí es en muchos casos su reverberación en creencias, actitudes y formas de comportamiento, así como su más o menos castigado relieve político, lo que puede seguir teniendo sentido para mucha gente. En conclusión, y por tomarle la palabra a Beck, los avances indiscutibles de la modernidad reflexiva no pueden desmentir que ésta se articula sobre procesos de semirreflexividad y semiindividualización.

En segundo lugar, ya en el ámbito del consumo, puede aducirse que el comportamiento humano no siempre refleja de una manera perfecta la reflexividad institucional y sus ribetes destradicionalizados. Los consumidores suelen ser clientes fieles de ciertas compañías de servicios –bancos, gasolineras, empresas de suministro de gas o electricidad– y medios de comunicación –periódicos, canales de televisión, emisoras de radio– a pesar de que otras compañías de los mismos sectores pueden ofrecerles condiciones de precio y servicio mejores. Además, suelen responder mejor al marketing de posicionamiento que a las estrategias promocionales que pretenden facilitar la venta de novedades comerciales absolutas. Y, por otra parte, no es posible obviar, hoy en día, que en los comportamientos de compra y consumo se observan evidentes tendencias de ritualización así como, en muchos casos, una atención a simbologías de índole mítica en relación con las marcas (Holt, 2002) de las cuales la publicidad ha tomado buena nota. En suma, como ha defendido en particular Roberta Sassatelli, si bien la relación que existe entre el consumidor y el consumo es íntima, lo cierto es que ésta "no puede ser pensada de una manera completamente reflexiva" (Sassatelli, 2007: 108).

Por lo demás, puede señalarse que la antropología del consumo contemporánea ha mostrado desde hace tiempo que puede extraerse una visión más equilibrada y provechosa del consumo y los consumidores analizando las mercancías, no como los abogados del capitalismo y la economía de mercado desean presentarlas, sino en el modo en que la etnografía ha descrito habitualmente los intercambios y las posesiones materiales, esto es, como canales y plasmaciones concretas con capacidad para transmitir señales sociales y consolidar significados culturales al interior de las prácticas. De este modo puede comprenderse lo que, a primera vista, parece increíble: que la introducción de relaciones de mercado en sociedades no capitalistas no suprime la cultura existente sino que genera complejos procesos de hibridación. La economía y la sociología pueden limitarse a señalar que el capitalismo puede estimular, y estimula, por múltiples vías, el comportamiento adquisitivo, pero la antropología puede añadir a esto que el consumo de bienes está subordinado en toda cultura a la pretensión de no quedar apartado de los rituales de consumo importantes, de ser tenido significativamente en cuenta. Bajo la visión antropológica, el mundo del consumo y sus bienes, en lugar de responder solamente o mejor a las exigencias del proceso de individualización de las sociedades industriales modernas, pueden ser mucho mejor entendidos, en definitiva, como cabalmente necesarios en todo tipo de sociedades no tanto para el individuo, como para el aseguramiento de su inserción en la colectividad, y, por tanto, para la colectividad misma, es decir, tal como han sostenido Douglas e Isherwood, "necesarios para hacer visibles y estables las categorías de una cultura" (Douglas e Isherwood, 1990: 74).

 

Conclusiones

El recorrido llevado a cabo a través de algunos de los aspectos más relevantes de las teorías de Giddens, Bauman y Beck permite establecer, de entrada, que tales autores ofrecen respuestas diversas –si bien no demasiado– a la pregunta sobre la identificación por el mercado que encabeza este trabajo. Mientras Giddens contesta con un comedido "no, pero...", Bauman y Beck responden en cambio con un rotundo "¡sí!" En otras palabras, mientras éstos se esfuerzan por mostrar cómo los rasgos de la identidad personal reproducen o se pliegan a los movimientos del mercado, los impulsos de las modas, las características de ciertas mercancías emblemáticas e, incluso, proponen la equivalencia entre sujetos y productos, Giddens convierte a la constitución y mantenimiento de una identidad personal genuina en algo parecido a una empresa titánica, esa "lucha contra las influencias mercantilizadoras" (Giddens, 1997: 253) que sólo cabe imaginar eterna y terrible, lejana a la experiencia, de ordinario mucho menos dramática, del consumidor medio.

Al seguirse consecuencias improbables de la respuesta tibia y consecuencias inaceptables de la respuesta más decidida, ambas se convierten en indicios de que las teorías de la modernización reflexiva tienen serias limitaciones para abordar de una manera solvente, capaz de generar rendimientos epistémicos, las relaciones entre la identidad del consumidor y el mercado de bienes de consumo. No obstante, con más precisión, habría que decir que son algunos de los presupuestos manejados por tales teorías los que imposibilitan una comprensión más certera de tales relaciones. En primer lugar, la creencia de que la reflexividad se desarrolla a nivel societal como un proceso hegemónico e irreversible. Ello dificulta asimilar no sólo las lagunas y retrocesos de la reflexividad, sino también la pluralidad de prácticas existentes, los modos diversos en que los individuos se incorporan a ellas y utilizan ciertos bienes de consumo, así como los patrones no menos diversos que nos informan sobre sus acciones y actitudes. No es verdad que la modernidad reflexiva haya barrido todas las formas de elaboración colectiva ni que hubiese abandonado al individuo en un páramo solitario provisto únicamente de una angustiosa obligación de escoger bien. En segundo lugar, la creencia de que la cultura carece de una autonomía significativa con respecto a la dinámica de la reflexividad. Ello impide, en particular, comprender los procesos de resignificación que operan en el consumo, variantes de esa modificación del estatus ontológico de las mercancías a la que se hacía referencia anteriormente, y que posibilitan que el consumidor se distinga como sujeto de las mercancías, que no se confunda con una de ellas –si bien a veces, ciertamente, ellas lo confunden– al margen, pues, de toda fetichización de la subjetividad. De ahí que, en contraste, Sassatelli pueda escribir que la relación entre el consumidor y el consumo "no puede ser pensada de una manera completamente reflexiva" (Sassatelli, 2007: 108), y que Douglas e Isherwood sostengan que el consumo de bienes es, en esencia, un proceso de intercambio de información que revela la dimensión colectiva y profundamente cultural de quien participa en él, mientras que los bienes de consumo son, propiamente, "accesorios rituales" (Douglas e Isherwood, 1990: 80), cuyo uso contribuye a dar sentido a la corriente de significados que atraviesa toda sociedad.

Si bien es cierto que un desarrollo suficiente de estos puntos de vista propios de la sociología y la antropología del consumo recientes sobre la reflexividad, el consumo y la identidad conduciría a elaborar un trabajo distinto al presente, no es posible obviar que suscribirlos no evita considerar que las relaciones entre identidad y mercado sigan siendo relaciones peligrosas. La identidad del consumidor, cuya coherencia sólo puede preservarse si no se reduce al valor de una cosa, se encuentra en una situación indiscutiblemente difícil. Se la induce a convertirse en mercancía –como detecta Bauman–, pero los marcos referenciales asumidos desde los cuales puede alcanzar un sentido no falsificado de su propia autonomía moral la obligan a rechazar esa posibilidad con todas sus fuerzas. Parece que le resultaría factible mantenerse con la dignidad requerida en la corriente de la mercantilización incesante si contara con el apoyo de instituciones públicas, estatales o de otro tipo, social y ecológicamente conscientes, que la respaldaran como fuente de valor de las mercancías y, por tanto, como algo que no puede tener legítimamente precio. No obstante, cuarenta años de políticas económicas ultraliberales con su más que dudosa alquimia financiera, los cuales han desembocado en la gravísima crisis económica y ecológica actual, han socavado la razón y el prestigio de las instituciones de esta índole. Por lo cual, la situación del consumidor es en último término ambivalente. Puede que sea perspicaz, que esté protegido por los nexos de las prácticas y desmercantilice los bienes de consumo al usarlos pero, en otro sentido, al que apuntan Giddens, Bauman y Beck, puede que también se encuentre solo, demasiado solo como para que la defensa de un significado congruente de su identidad no derive desde la epopeya al drama.

Finalmente, cabría apuntar que la situación de ambivalencia podría ser, en definitiva, ventajosa, porque obliga a que la apropiación de las mercancías deba hacerse en todo caso a través de un uso adecuado. En este sentido, la ambivalencia del consumidor puede abrir la puerta a una pedagogía del consumo, a una especificación del aprendizaje de un uso adecuado, enriquecedor, incluso ético, de los medios y bienes de consumo. Este uso debe marcar, por un lado, que el individuo puede controlar su voluntad, que no es esclavo de su pasión adquisitiva ni tampoco un títere de las estrategias de marketing, en suma, que antes de ser dueño de otras cosas es principalmente dueño de sí mismo; pero, por otro lado, debe también marcar cómo el individuo, siendo precisamente dueño de sí mismo, se distingue netamente de las mercancías, que no tienen esta capacidad y sólo pueden ser, en cambio, objetos de apropiación por parte de las personas. No obstante, puede que la apelación a una pedagogía del consumo, a la prescripción y justificación particulares de ese uso adecuado de los bienes de consumo, a una didáctica del consumir resulte, en último término, insatisfactoria. Y, de hecho, lo sería. En ausencia de las instituciones públicas pertinentes, la ambivalencia del consumidor está reclamando que entre en juego, ya no la pedagogía, sino la política.

 

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Notas

2 Un buen acompañamiento a esta tesis de Zygmunt Bauman puede encontrarse en los trabajos de Richard Sennett (2000) y Russell Arlie Hochschild (2008).

3 Tales imperativos no eran, de hecho, tan novedosos, pues ya habían sido ensayados una década antes por gobernantes tan diversos como Deng Xiaoping, Margaret Thatcher y Ronald Reagan. Al respecto, véase Harvey (2007).

4 Los intentos posteriores de Beck por escapar de esta contradicción, por ejemplo los que lleva a cabo en el libro escrito en colaboración con su esposa Elisabeth, La individualización. El individualismo institucionalizado y sus consecuencias sociales y políticas, no resultan satisfactorios. Sin desearlo, su discurso reproduce ciertos elementos valorados por la retórica neoliberal en uso: "carrera en pos del éxito en un entorno de incertidumbre", "gestión activa", "sociedad de empleados", "avasallamientos burocrático-institucionales de la 'vida privada' de la gente", etcétera.

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