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Sociológica (México)

versión On-line ISSN 2007-8358versión impresa ISSN 0187-0173

Sociológica (Méx.) vol.27 no.75 Ciudad de México ene./abr. 2012

 

Artículos

 

Corporalidad y performance en contextos de violencia

 

Corporeality and Performance in Contexts of Violence

 

Sofía Deveaux Durán 1

 

1 Socióloga por la Universidad Nacional Autónoma de México y maestra en Estudios Culturales por la Universidad de Manchester. Consultora en Alternativas y Capacidades A. C.

 

Fecha de recepción: 15/02/2011.
Fecha de aceptación: 16/12/2011.

 

RESUMEN

El performance social generado por grupos del crimen organizado como estrategia de violencia psicológica usa al cuerpo como mensaje y provoca cambios en la corporalidad de su "audiencia". Ello afecta las relaciones sociales, y las estructuras económicas y culturales de pueblos y ciudades se ven modificadas. El estudio de la corporalidad y del performance nos permite entender los procesos sociales desde una perspectiva corporal, como una dimensión relevante en contextos en los que el intercambio no racional de convivencia y la seguridad incierta exaltan la vitalidad del individuo. Me acerco a las situaciones actuales mexicana y colombiana para comprender sus implicaciones.

Palabras clave: corporalidad, performance, cuerpo, materialidad, violencia, crimen organizado.

 

ABSTRACT

Social performance generated by groups of organized crime as a strategy of psychological violence uses the body as a message and sparks changes in the corporeality of their "audience." This affects the social relations and economic and cultural structures of towns and cities, changing them. The study of corporeality and performance allows us to understand the social processes from a corporeal perspective, as an important dimension in contexts in which the non–rational exchange in living together and uncertain security exalt the individual's vitality. The author focuses on the current Mexican and Colombian situations to understand their implications.

Key words: corporeality, performance, body, materiality, violence, organized crime.

 

La sexta encuesta nacional sobre inseguridad registró que 65% de los mexicanos temen ser víctimas de actividades delictivas impulsadas por el crimen organizado (Instituto Ciudadano de Estudios sobre Inseguridad, 2008). El miedo explícito a ser violentado se vive, contagia y alimenta de imágenes que retratan el terror en los medios de comunicación masivos. No son ya sólo asesinatos sino performances de terror los que el crimen organizado ejecuta como estrategia de violencia psicológica, y el cuerpo se encuentra en el centro de estos performances que lo objetivan y deshumanizan. Lo que provoca es una corporalidad que en lugar de ser predecible y vivida como "natural" se caracteriza por las acciones contingentes y la incertidumbre. La convivialidad se ve interrumpida por esos performances que promueven el encierro y la desarticulación social. Para salir de ese estado de excepción, la sociedad pone en práctica alternativas o técnicas corporales que buscan el restablecimiento del orden social y de la corporalidad "normal". Los cambios en la corporalidad tienen efectos tanto en las relaciones sociales y afectivas como en las estructuras económicas y culturales.

En este artículo exploro, en un primer momento, las características generales de la corporalidad y el performance como dos conceptos que permiten entender procesos sociales desde una perspectiva corporal. Esta aproximación se da en un nivel estructural del orden y de la interacción que resulta ineludible en contextos en los que el cuerpo y la vida misma se ponen en riesgo, ya que estamos tratando con intercambios no racionales de convivencia. En el segundo apartado analizo, desde la perspectiva de la ciudadanía, las implicaciones del performance ejecutado por el crimen organizado en la corporalidad y en las estructuras sociales, así como tres estrategias corporales que empiezan a instrumentarse en el nivel comunitario para la restitución de la normalidad. Me acercaré a ejemplos particulares de México con algunas referencias al caso colombiano para entender las características que adopta la corporalidad ante la seguridad incierta. Retomo ambos países porque viven momentos diferentes de una situación que, si bien tiene orígenes distintos,2 conlleva estados de convivialidad semejantes alimentados por técnicas y estrategias compartidas, instauradas por los grupos de narcotraficantes.

 

CUERPO, CORPORALIDAD Y PERFORMANCE: APROXIMACIONES A LAS FORMAS NO RACIONALES DE INTERACCIÓN

Antes de comenzar el análisis de las consecuencias que la creciente violencia generada por la guerra contra el crimen organizado en algunas ciudades y regiones del país tiene en la corporalidad quisiera esbozar de manera breve una preocupación sobre el acercamiento al tema del cuerpo desde la sociología referente a la comprensión de la materialidad en relación con el discurso. En este apartado expondré los orígenes teóricos de la sociología del cuerpo, los cuales la han llevado a realizar algunos estudios al cuerpo sin el cuerpo, para después exponer los puntos desde donde considero que podemos estudiar lo corporal reconociendo los límites disciplinarios. La sociología del cuerpo tiene su origen teórico (no social)3 en tres respuestas constructivistas que se enfrentaron al determinismo biológico: el fundacionismo biológico, la fenomenología y el postestructuralismo, las cuales vislumbraron la centralidad del discurso en el mantenimiento del orden social. A partir de la respuesta constructivista, las estructuras comienzan a verse desde una observación de segundo orden, lo que las expone como transgredibles, inventadas y mantenidas a través del discurso. Sin embargo, la apertura de horizontes no es infinita, especialmente en relación con el cuerpo, sino que existe una materialidad inevitable; la corporalidad tiene sus límites y una variedad restringida de posibilidades anatómicas y genéticas. En esta misma línea, los estudios culturales "se han caracterizado por un borramiento distintivo y enfático de la economía capitalista en su producción de conocimiento, o más específicamente, un borramiento de la relación histórica entre cultura y capitalismo" (Hennessy, 2000: 81), liberando con ello al sujeto de su situación de clase al enfocarse en la flexibilidad de la identidad basada en la apariencia y en la conducta. En la construcción de identidades, el consumo reemplazó a las relaciones de producción (García Canclini, 1995; Hennessy, 2000; y Del Sarto, 2005).

El "fundacionismo biológico" inició su carrera por medio de los estudios feministas en la década de los sesenta con la intención de descubrir el "verdadero" cuerpo, el natural presocial, argumentándose que un buen orden social tendría que corresponder a las normas naturales. Desde este primer acercamiento el cuerpo tiene dos caras: contiene una verdad natural (interna) que está obligada a proyectar una imagen (externa) falsa para poder vivir en sociedad. El interaccionismo simbólico de Erving Goffman (1969) está inscrito en esta visión del cuerpo; a la sociedad se la concibe como una serie de escenarios en los que los actores interpretan diferentes roles. La interacción y la corporalidad se vuelven, así, performativos.

En oposición a este enfoque, la propuesta "post" estructuralista4 de Michel Foucault sobre la disciplina y el poder niega la existencia de una verdad presocial contenida en los cuerpos. Desde su perspectiva, el discurso estructura la realidad. Las autoridades y los mecanismos de conocimiento hacen posible que el poder sea omnipresente: "el poder se ejerce" (Foucault, 1976: 94), viene de todas partes y está personificado. Al tiempo que subrayó la dimensión simbólica del mundo social, también concibió el cuerpo como un objeto en blanco donde el discurso es libre para producir identidades. Siguiendo esta tendencia, Judith Butler (1990) propone el concepto de performatividad como una práctica reiterativa y referencial mediante la cual el discurso produce en la identidad los efectos que nombra. Así concebida, la materialidad de los cuerpos se construye a través del performance de acciones normativas, rompiéndose con la distinción previa de naturaleza–cultura que asumía como verdadera a la primera e impuesta a la segunda.

Estas dos reacciones teóricas al determinismo biológico crearon una bipolaridad bastante rígida entre individuo y sociedad; y aunque el cuerpo es un tema central en sus análisis del orden social, éste en realidad se quedó sin ser investigado (Shilling, 1993: 99). El fundacionismo biológico lo ve como una imagen maleable, un objeto trabajable y proyectable por el individuo que juega un papel sin mostrar su "verdadera" naturaleza o bien, posteriormente con la teoría queer, acepta un individuo que reconoce su naturaleza y la proyecta libremente modificando su apariencia para empatar ser e imagen. El postestructuralismo interpreta al cuerpo, por su parte, como una forma vacía dispuesta a cumplir con el significado de la sociedad. En cualquier caso, al cuerpo se le entiende como vehículo de información y como el lugar en que ésta se fija, pero nunca como la fuente o el límite para su realización.

Un tercer enfoque, más reciente, comenzó a poner atención de nueva cuenta en la materialidad como la limitante evidente del discurso y el retorno a las explicaciones fenomenológicas (previas al giro de los años sesenta) y volvió a cobrar fuerza en los planteamientos teóricos (por ejemplo, Butler, 1993; Csordas, 1994; Connell, 1995; Moi, 2001; y Gumbrecht, 2004). R. W. Connell, yendo en contra de los constructivistas radicales, señala que si bien es en la práctica de los performances sociales donde se forman las estructuras del cuerpo, también es el organismo el que responde de maneras diferentes a los estímulos. La vida se convierte en un experimento que moldea, casi accidentalmente, el yo; y el cuerpo en una forma biológica inacabada que se reestructura de manera constante en su interacción con el entorno a lo largo de nuestras vidas. Siete décadas antes, Marcel Mauss llamó a esta interpenetración el homme total (hombre total), en el que las tres dimensiones del cuerpo se reunieron: la biológica, la psicológica y la sociológica. Desde una perspectiva neofuncionalista esto responde a la dimensión corporal de los sistemas de la personalidad, de la cultura y de la sociedad, respectivamente.

En resumen, las respuestas constructivistas al determinismo biológico suplantan las estructuras genéticas por las estructuras discursivas, cayendo en la paradójica situación de suprimir teóricamente la dimensión biológica del cuerpo con la intención de liberarlo. De esta forma, hemos estudiado al cuerpo sin el cuerpo, en sus dos sentidos, como objeto (material) y como medio para la generación de conocimiento (sentidos). Hablamos del cuerpo sin dar cuenta de que las ciencias sociales no cuentan con las herramientas metodológicas y disciplinarias para lograrlo. Equiparamos el significado o la interpretación del cuerpo con el cuerpo mismo. Hablamos de la in–corporación de la sociedad, de la fijación de valores en el tejido, pero no contamos con ningún medio para demostrarlo ni mucho menos averiguarlo. No podemos asegurar que nuestros cuerpos hoy son distintos que los de las mujeres y hombres que vivieron en el siglo XV sin acudir a otras disciplinas. Lo que sí podemos hacer es conocer los significados que le atribuimos al cuerpo, así como las formas de interacción corporal con los otros y con el mundo que, en efecto, cambian entre culturas y en el tiempo, algo que es de central importancia diferenciar y explicitar. Por ello, considero que es más productivo que hablemos de corporalidad y no de cuerpo.

Sobre la corporalidad existe otra distinción que resulta práctica para su observación y estudio. Por su grado de reflexividad y de intensidad corporal y por sus implicaciones para la reproducción o transformación del orden social, las formas de interacción corporal pueden dividirse en dos tipos: la corporalidad y el performance. La primera ha sido ampliamente estudiada; a pesar de ser un tema comparativamente joven en nuestra disciplina, una larga y rica fila de autores se han puesto a trabajar en él, particularmente desde los años sesenta (algunos, como veremos, de manera implícita pero con aportaciones muy importantes). El performance, en cambio, es un tema mucho más nuevo para el ojo sociológico en particular y para el de las ciencias sociales en general (aunque con importantes aportes ya desde la antropología).

Georg Simmel inauguró, a principios del siglo XX, la línea de investigación acerca de la corporalidad con su sociología de los sentidos. Interesado en aprehender los contenidos de la sociedad a través de la observación de las formas de socialización (Simmel, 2001) identificó la importancia del uso diferenciado de los sentidos para la construcción de la vida cotidiana. Para Simmel, las relaciones de anonimato e intimidad están mediadas por el espacio (urbano) y el cuerpo, y repercuten en el desenvolvimiento de la vida y de la cultura.

A la aproximación a la corporalidad y a la observación de las formas de socialización se sumó Marcel Mauss (1935), y las llamó técnicas del cuerpo. Toda técnica busca ser efectiva e implica la utilización de un instrumento para su ejecución, que en el caso de las técnicas del cuerpo es únicamente el propio cuerpo. Regularlo significa promover o prohibir técnicas, basando esa clasificación en categorías corporales identificadas como constructivas o dañinas. Detrás de esta distinción se encuentra una serie de categorías simbólicas relacionadas con la imagen deseada del cuerpo, con la nación y con el orden social. Mauss notó que las prácticas más cotidianas se ejecutaban de formas muy distintas en cada sociedad. En su libro Técnicas, tecnología y civilización (1935) describe con una fascinación casi infantil y genuinamente curiosa las diferencias culturales que observa en hábitos como comer, dormir, saludar, bailar, descansar y nadar, por mencionar algunos de su colección. Su relevancia, más allá de la recopilación etnográfica, consiste en que comprende que estas pequeñas diferencias "tienen profundos ecos biológicos en el cuerpo" (Mauss, 2006 [1935]: 88). Ello no lo sabemos, o no nos compete saberlo, pero definitivamente tienen consecuencias en nuestra relación con los otros y con el mundo, en los lazos afectivos y, consecuentemente, en las estructuras sociales.

El tema de la corporalidad fue también implícitamente abordado en los años sesenta por Harold Garfinkel. Su propuesta etnometodológica puso en práctica estrategias empíricas para aprehender las formas en las que los actores mantienen el curso normal de la interacción, evitando la contingencia. Ello se logra dado que en el mundo de la vida cotidiana rige la actitud natural, es decir, se evita la epojé (Husserl), la duda sobre la realidad de las cosas. Los actores buscan repertorios normales de interacción y tienen una serie de estrategias para lograrlo. Esta capacidad adaptativa ante las interacciones contingentes es central para comprender la relación entre orden y cambio social, no ya proveniente de las estructuras sino construida y mantenida a través de las relaciones cara a cara.

Sumándole el elemento del poder a la idea de la actitud natural, Pierre Bourdieu propone el concepto de violencia simbólica; es a través de ella que lo arbitrario se naturaliza o aparece como "así es la vida". De acuerdo con las posiciones sociales las prácticas reproducen la diferencia, aceptando la propia posición como normal. En las sociedades multiculturales como las de América Latina (pero también en las sociedades más homogéneas estratificadas por clase, edad, género, gremio, etcétera) resulta más que necesario hablar de corporalidades (en plural), organizadas bajo un código compartido de interacción con los otros que en ciertas situaciones nos son diferentes y en otras nos hacen sentir parte de algo mayor, pero que mantiene siempre la diferencia. Así, la corporalidad se aprende, se practica y naturaliza a la cultura; su repetición la vuelve habitual y natural, imperceptible, "normal". Si llevamos esta tesis al plano de la dimensión corporal podemos pensar a la corporalidad como la repetición de las formas de interacción, o la actitud natural del cuerpo.

Por el contrario, el performance es la situación contingente, la forma de interacción corporal inesperada a la que los actores responden con estrategias para reconstruir la normalidad del mundo de la vida. El concepto de performance sigue siendo problemático, pero muy útil para los estudios de lo corporal desde la sociología. Uno de sus problemas es que tiene connotaciones diferentes en español que en inglés (su idioma original), pues está reducido en el primero a su acepción artística, mientras que en el segundo se puede referir tanto a un partido de futbol como a una boda. Lo utilizo porque no encuentro un concepto igual en nuestra lengua que nos permita referirnos a las formas de interacción corporal que: 1) dibujan una línea muy clara entre los ejecutantes y la audiencia (Singer, 1972); 2) son reflexivas y liminales (Gennep, 1969; Turner, 1988); 3) se viven como momentos de alta intensidad y conciencia corporal (Ness, 1992; Gumbrecht, 2004); y 4) si parecen auténticas tienen una alta efectividad comunicativa (Alexander, 2004).

El antropólogo Milton Singer desarrolló el concepto de performance cultural como una herramienta metodológica en su estudio sobre las tradiciones y lo definió como: "Las partes elementales de la cultura y las unidades últimas de observación. Cada uno tiene una temporalidad delimitada, o por lo menos un comienzo y un fin, un programa organizado de actividades, un conjunto de ejecutantes, una audiencia, y un lugar y ocasión para el performance" (Singer, 1972: 71). Estas acciones bien delimitadas pueden leerse, para Singer, como "cápsulas de significado". El límite del enfoque de Singer consiste en que el investigador siempre está en el lado de la audiencia, al ver el performance como un texto reflejado legible desde el exterior.

Victor Turner, al cambiar el paradigma antropológico moviendo el foco de estudio de las estructuras hacia los procesos introdujo esa mirada interior ausente en la propuesta de Singer, y señaló que el performance no sólo refleja sino también, y sobre todo, es reflexivo y liminal: "El hombre es un animal autoperformativo, y  sus performances son en cierta forma reflexivos; en su ejecución se revela a sí mismo. Esto puede darse de dos maneras: el actor puede llegar a conocerse mejor a través de su actuación, o un conjunto de seres humanos puede llegar a conocerse mejor a través de la observación y/o participación en performances generados y presentados por otro grupo de seres humanos" (Turner, 1988: 81).

Esta reflexividad es particular porque es consecuencia de la percepción y no de la interpretación. Ello ocurre cuando se llega, a través de la participación (ejecutantes) o de la observación (público), a un estado que Hans Ulrich Gumbrecht (2004) llama momentos de intensidad. Son momentos de experiencia física extrema cuando perdemos el control (mental) por un momento. En esa pérdida de conciencia plena y de intensidad corporal reside su carácter liminal. Arnold van Gennep (1969), en su clasificación de los ritos, observó esta característica del performance y la describió como una forma procesual tripartita, donde los miembros de un grupo son separados de la vida cotidiana, colocados en un limbo, y después retornados, cambiados en algún sentido, a la vida mundana.

En esos momentos de extraordinaria intensidad producidos al entrar en las prácticas en las que impera la acción corporal sobre la racional, paradójicamente nos volvemos más conscientes de nuestra existencia corporal una vez terminada esa acción. La conciencia del cuerpo sucede cuando se privilegia la percepción (y no la interpretación), la cual es efímera y solamente provee de distinciones factuales/temporales (Luhmann, 2000: 5). Por lo tanto, el performance pone de manifiesto "la experiencia momento–a–momento de estar físicamente vivo" (Ness, 1992: 3). Exalta la sensación de vitalidad cuando se participa en o se observan acciones placenteras, y la de fragilidad cuando la intensidad del momento no es de placer sino de riesgo. Ambas, vitalidad y fragilidad, son emociones inseparables de la conciencia de estar vivo.

El tema se torna aún más complejo con la introducción de los medios masivos de comunicación. Podemos tener momentos de intensidad corporal sin la necesidad de estar presentes en el performance. La transmisión y reproducción de performances de manera atemporal o virtual por medio de la televisión, la radio y las grabaciones de audio y video multiplican las posibilidades de tener momentos de intensidad sin la necesidad de participar presencialmente en ellos. Jeffrey Alexander aborda este tema cuando propone al performance como concepto alternativo multidimensional para el estudio de la materialidad de las prácticas sociales (Alexander, 2004: 527). Su interés central radica en comprender cómo es que en las sociedades complejas se logra la transmisión de significados a través de performances sociales "de–fusionados", es decir, en los cuales el guión, el actor y la audiencia no se encuentran en un solo lugar ni comparten una cultura única "fusionada", como ocurría en el performance ritual (característico de las sociedades tradicionales). Así, para Alexander, el elemento central para la fusión efectiva de la comunicación a través del performance es la autenticidad, la cual radica en "la habilidad [del actor] para producir identificación psicológica y extensión cultural' (Alexander, 2004: 547). Sin embargo, si bien da cuenta de que la virtud del performance sobre el texto es que "cobra vida", Alexander no analiza la identificación corporal –sino la psicológica– como prerrequisito para la extensión cultural. Los estudiosos del performance y de las audiencias han llamado a esta identificación corporal empatia kinestética, la cual se vive tanto en los performances vivenciales como a través de la pantalla o de un reproductor (Wood, 2010), y está mediada en mayor medida por la percepción que por la interpretación del público sobre el acto.

Todas estas características –reflexividad, liminalidad, intensidad corporal y efectividad comunicativa– hacen del performance un buen candidato para ser utilizado como una técnica del cuerpo que genera cambios acelerados. En este marco, la materialidad del cuerpo puede ser entonces un elemento de análisis del estudio de la corporalidad y del performance en dos sentidos: 1) como imagen, leída y utilizada por los individuos en el curso de la interacción o el performance; y 2) como frontera palpable y mensurable de las distancias y las formas en que los individuos interactuamos entre nosotros y con los objetos del mundo en la corporalidad. Ambos aspectos, imagen y frontera, son observables para el trabajo empírico, y una guía para conocer las implicaciones de la dimensión biológica de lo social, particularmente en: 1) las relaciones sociales y la afectividad y, como consecuencia, en 2) las estructuras sociales y no ya en la materia o en "el cuerpo" mismo.

 

CORPORALIDAD Y PERFORMANCE EN ESTADOS DE EXCEPCIÓN

El performance social, entendido como la presentación de un grupo ante un público generando momentos de intensidad corporal para la entrega de mensajes –fusionados o de–fusionados– y como la promoción de cambios en la corporalidad relacionados con su naturaleza liminal, puede leerse en la agenda de comunicación del narcotráfico hoy tanto en México como en Colombia.

Esta última nación lleva ya seis décadas viviendo este tipo de performances; para México es algo más nuevo. Empezamos a experimentar una corporalidad atemorizada, que aísla y duele. Es en este tipo de violencia que, como imagen, el cuerpo se vuelve mensaje: es mutilado, quemado, degollado, y cobra un significado que pone en evidencia la fragilidad de la vida y su violentabilidad. Como frontera, cobra una distancia generada por el miedo y ello tiene múltiples implicaciones para las relaciones y estructuras sociales en todos sus ámbitos.

 

EL CUERPO COMO IMAGEN. LOS PERFORMANCES DEL CRIMEN ORGANIZADO

Una práctica no poco común en los pueblos y barrios colombianos son las llamadas "limpiezas sociales". Grupos paramilitares5 entran a la comunidad y aniquilan a todo aquel que consideren fuera del orden "normal", a todo aquel que "ensucie" a la sociedad. Con ello se refieren no sólo a posibles guerrilleros, narcotraficantes o criminales, sino también a prostitutas, niños en situación de calle, homosexuales, adictos, jóvenes ruidosos o deudores. Los "desechables" los llaman en Colombia los grupos paramilitares; "indeseables" es el nombre con que se les ha bautizado en México.

La Familia Michoacana anunció en su primer mensaje el 6 de septiembre de 2006 que: "La Familia no mata por paga. No mata mujeres, no mata inocentes, sólo muere quien debe morir, sépalo toda la gente; esto es justicia divina" (Río Doce, 2010: 2).

Ambos países están viviendo este tipo de "limpieza" performativa que está ligada a la toma de pueblos y territorios y a la transmisión y difusión de sus actividades a nivel nacional (y en algunos casos internacional) por medio de la televisión y la prensa. Estos grupos entran y hacen la "toma" de un pueblo o un barrio,6 lo que "es en gran medida un acto simbólico en el teatro que es la guerra" (Taussig, 2005: 63). La "toma" se prepara, se anuncia y se ejecuta. Días antes de realizarla para dar inicio a la "limpieza", la lista de personas que serán asesinadas se pega en varios puntos del pueblo, en el mercado, en los postes, en la plaza pública, como si fuera la cartelera del evento. No hay sorpresa, la información es muy clara, avisada y logra su objetivo: genera miedo, aísla a la comunidad y pone en evidencia su impotencia. La "toma" puede llegar a ser tan performativa como la siguiente, consignada y narrada por Taussig: los paras llegan a la comunidad, la convocan a asamblea, prenden una laptop y van "pasando lista". Los que dicen "presente" son separados y asesinados.

En el caso de México, acontecimientos recientes de violencia y comunicación generados por el crimen organizado empiezan a tener este tinte performativo que no sólo es fáctico sino también, y sobre todo, comunicativo. Los tiroteos indiscriminados en lugares públicos; la presentación de La Familia Michoacana en 2006 arrojando cinco cabezas a la pista de un salón de baile en Uruapan (Río Doce, 2010), o la colocación de decapitados en un centro comercial en Acapulco en 2011 (Covarrubias, 2011) se vuelven performances que comunican un mensaje y ejecutan un acto lleno de significado y de intensidad corporal para su "audiencia". Por supuesto, con ello no quiero decir que sea una representación de la realidad y no la realidad misma, ni que la finalidad de sus actores no siga una lógica de poder, territorio y dinero sino una puramente expresiva o comunicativa; lo que quiero decir es que, como "cápsulas de significado" dejan en pocos minutos una información muy clara y vivida por todos –presencial o mediáticamente– que cambia el curso de la convivencia y de las relaciones sociales en general.

La aparición de este tipo de ejecuciones y mensajes por medio del cuerpo asesinado coincide, en México, con la incorporación de grupos de ex militares a las células de sicarios de los cárteles7 (Arzt et al., 2010). Las técnicas de terror psicológico que ellos introducen a través de los cuerpos de los ejecutados llevan un mensaje diferente. No sólo son "ajustes de cuentas" –que antes se arreglaban con un simple tiro–, sino imágenes que provocan el terror a la muerte deshumanizada y al profundo dolor que puede generar a la familia y a los conocidos de la víctima. La persona es reducida a un cuerpo indeseable y eliminable; a un cuerpo sin historia, sin relaciones, sin emociones y sobre cuya vida se puede decidir. En estos contextos: "El cuerpo del hombre ha perdido su dimensión sacra [...]. El cuerpo espiritual ya no existe: sólo percibimos su dimensión material, que por ser perecedera ha llegado también a tornarse perversamente desechable, asesinable" (Restrepo, 2007: 1).

Es ahí donde la materialidad del cuerpo como imagen cobra un significado distinto; no es sólo ya un muerto, sino carne. Las prácticas de desmembrar; decapitar; cambiar el orden de los órganos y de las partes; cocer ojos y boca; o borrar la identidad con ácido deshumanizan profundamente a la persona. Tanto en Colombia como en México el lenguaje utilizado popularmente para referirse a estas prácticas hace referencia a animales; por medio de metáforas, la víctima es faunalizada (Uribe, 2004: 94). En Colombia, durante La Violencia, los escuadrones de la muerte llevaban nombres de pájaros rapaces y a las víctimas se les asemejaba a presas o a animales comestibles, como las gallinas. Los utensilios para "desorganizar" el cuerpo eran los mismos que utilizaban los carniceros, y son los mismos que se usan para partir la carne y hacer lo que en México metafóricamente se llama hoy "pozole": cuerpos disueltos en barriles de ácido. "La aplicación de tecnologías de terror y el uso de procedimientos semánticos convierten a las personas en cuerpos destructibles y consumibles" (Uribe, 2004: 94–95) y, agregaría, en mensajes. Porque esta destructibilidad no va dirigida sólo a la víctima y a su familia; se buscan formas de ejecución y manipulación del cuerpo lo suficientemente abominables como para salir en las noticias televisivas y en fotografías en todos los periódicos del país. Si fueran ejecuciones comunes (muertos a tiros como acostumbraban los viejos grupos criminales)8 se convertirían en cifras o en notas escritas. No, el mensaje tiene que ser estremecedor, visiblemente atroz, televisable y, así, llegar a todos los hogares, a todos los cárteles, a todos los empresarios y a todos los políticos; para con ello generar verdadera empatía kinestética. En México, a principios de 2009 se habían contabilizado ya 530 narcomantas (Arzt et al., 2010: 46) –entiéndase cuerpos hechos mensaje en su mayoría– socializadas por los medios de comunicación masiva al resto de la población.

Los periodistas se encuentran en una verdadera encrucijada: por un lado, comunicar los hechos de manera transparente es su principal objetivo pero, al transmitir los narcomensajes se ponen al servicio de los grupos del crimen organizado los cuales, además, son los principales asesinos de periodistas (Arzt et al., 2010: 48). Esta misma situación llevó a 35 directores de medios colombianos a firmar en 1999 al Acuerdo por la discreción, tratando de conciliar el derecho a la información con una práctica periodística que no sirviera de vehículo mediático a los intereses de los agresores. Afirman que "estableceremos criterios de difusión y publicación de las imágenes y fotografías que puedan generar repulsión en el público, contagio con la violencia o indiferencia ante ésta" (en Arzt et al., 2010: 59). El mismo pacto fue firmado en México en 2011 por cincuenta medios de comunicación como medida para no convertirse en "voceros involuntarios" del crimen organizado, no propagar imágenes de terror y no interferir en operativos con cobertura injustificada. Más allá de la polémica que el Acuerdo para la Cobertura de la Violencia despertó por estar enmarcado en Iniciativa México y por su cercanía con el Ejecutivo (poniendo en duda su conciliación con el derecho a la información), no deja de ser una reacción concertada ante el hecho de que no hay mejor mensaje de terror que el propio cuerpo.

 

EL CUERPO COMO FRONTERA. NUEVAS CORPORALIDADES A RAÍZ DE LA VIOLENCIA

En los estados que concentran el mayor número de asesinatos relacionados con el crimen organizado, como lo son Sinaloa, Chihuahua, Guerrero, Durango y Baja California, y recientemente Michoacán –en ese orden por su tasa de homicidios dolosos (Instituto Ciudadano de Estudios sobre Inseguridad, 2008)–, la posibilidad de ser víctima u observador del dolor y la muerte es explícita. Esto cambia por completo las formas de convivencia. El orden social se basa ya no en la seguridad de lo continuo sino en la convicción de que lo crítico aparecerá; lo habitual será suplantado por lo inesperado y, como lo describe Ana María Ochoa, antropóloga colombiana, para referirse a su país, "el estado de excepción es la regla" (Ochoa, 2004: 1). Estar bailando y ver cómo lanzan cabezas a la pista como si fueran objetos; estar jugando futbol y escuchar y sentir tiros hacia la cancha; o presenciar la toma de una comunidad son momentos de intensidad que alteran por completo el orden, lo esperado y la seguridad de estar vivo. Son performances involuntarios e ineludibles donde los ciudadanos son el público, en el mejor de los casos.

Ana María Ochoa observa que la corporalidad en Colombia ha sufrido, a raíz de los que llamamos performances del narcotráfico, un "encierro físico y emocional" (Ochoa, 2003: 168). Las prácticas de participación y comunicación se ven temporal o definitivamente interrumpidas y el encierro se convierte en la nueva forma (o su ausencia) de convivialidad. Si bien es verdad que la vida en las urbes se ha caracterizado por un mayor individualismo y por la desaparición paulatina de las actividades colectivas de identificación territorial, suplantadas ahora por un anonimato buscado, la diferencia con el encierro que nos impone el miedo consiste en que éste no es, en lo absoluto, voluntario.

La materialidad del cuerpo como frontera se distancia, genera desconfianza y aislamiento. Ello, por supuesto, tiene consecuencias en las relaciones sociales y en la configuración económica y cultural de las ciudades y los pueblos. Sólo en Ciudad Juárez se han cerrado diez mil comercios y más de 230 mil habitantes han emigrado (Turati, 2010: 16). No obstante, muchos otros habitantes de allí y otros puntos donde se concentra la violencia se quedan y buscan distintas alternativas para sobrevivir, combatir y/o criticar el estado de excepción. Ante el encierro, encuentro que se empiezan a dibujar tres alternativas o técnicas corporales que trabajan por el restablecimiento del orden social y de la corporalidad, de la "normalidad", para así salir de ese estado de excepción.

La primera alternativa corporal que busca la normalidad dentro de la crisis es el autocuidado. Dentro de esta estrategia, la corporalidad se mantiene en el encierro, aunque trabaja por su seguridad, su salud y su bienestar individual y familiar. La segunda alternativa es la regeneración de la convivialidad a través de prácticas de encuentro y goce. En esta práctica, en cambio, la corporalidad arriesga la seguridad individual y busca formas de interacción corporal que generen confianza y rehumanicen al cuerpo; principalmente se trata de proyectos artísticos y deportivos que tienen como población objetivo a los niños y jóvenes con la esperanza de prevenir su involucramiento en los grupos del crimen organizado. La tercera opción es la autodefensa, y se mueve en la misma lógica del cuerpo como mensaje, aunque aquí el mensaje va de regreso; los linchamientos y el pago a paramilitares para defender territorios son el mejor ejemplo.

La alternativa ciudadana del autocuidado genera una profundización del aislamiento, pero encuentra estrategias para continuar viviendo la cotidianidad, rodeando o evitando la confrontación directa con la violencia. La salud, el deporte, la fuerza y los valores personales se exacerban; se amplía el "espacio interior" a costa de la movilidad en el espacio social, el compartido; y se promueve la impresión de que el cuerpo es "una isla de seguridad" (Shilling, 1993: 5). Se construye un cuerpo–territorio y, cerrando bien los ojos, la gente puede generar territorios personales, móviles. Esta respuesta al performance de la violencia, al enfocarse en el trabajo personal, individualiza su solución, asumiendo que la suma de los "territorios individuales seguros", sanos, con valores, se transformará poco a poco en una tierra pacífica entera. En Colombia podemos acercarnos a esta alternativa en "Mi cuerpo, territorio seguro", programa del Ministerio de Salud sobre educación sexual y reproductiva.

La segunda ruta para seguir conviviendo bajo regímenes de violencia es buscar construir formas de corporalidad que restablezcan la humanización de la convivialidad. Si el performance de la violencia reduce a la persona a su dimensión material, la alternativa debe estar en el rescate del cuerpo espiritual. Este es el fundamento de los proyectos artísticos que con estrategias creativas invitan a la gente a reencontrarse, a tocarse y a expresar sus sentimientos. Lo que buscan es romper el encierro a través del poder comunicativo y participativo de las artes y de las actividades recreativas en general (incluidas las deportivas y las tradicionales). En México están naciendo varias iniciativas enfocadas en este trabajo colectivo de reencuentro. Por ejemplo, el programa "RedeseArte Cultura de Paz" del Consorcio Internacional Arte y Escuela A. C., desarrollado en Ciudad Juárez, tiene como fundamento que:

La educación artística pertinente, dentro o fuera del aula, puede contribuir al desarrollo de competencias fundamentales no sólo de carácter socioafectivo, emocionales, de autorreconocimiento y confianza en sí mismo, sino también a trabajar en equipo, a respetar, a construir y a encontrar soluciones diversas, a sentirse cómodo con la incertidumbre, a valorar el cambio y a construir su espacio personal e intervenir en el espacio social de manera respetuosa pero efectiva (ConArte, 2011: 6, cursivas añadidas).

En Colombia, el Colegio del Cuerpo enseña bajo el mismo principio danza contemporánea a niños y jóvenes de barrios marginales de Cartagena. Su director expresa que "el alma de Colombia está enferma y la solución a nuestros problemas no es política ni económica; necesitamos una recuperación espiritual" (Restrepo, 2003: 1).

La tercera respuesta en términos de corporalidad es la autodefensa comunitaria. En este caso la estrategia es completamente opuesta a la anterior: la comunidad decide también sobre la vida–cuerpo de los violadores, ladrones, secuestradores, asesinos, etcétera. Mandan el mensaje de vuelta, por un lado al gobierno, por su incapacidad de ofrecer seguridad a la ciudadanía y, por el otro, a las organizaciones criminales para avisarles que el territorio ya no está abierto para ellos. El cuerpo (del otro) sigue siendo reducido a su dimensión material. "Si la situación en Juárez no se soluciona se va a dar una guerra civil, y la gente empezará a hacerse justicia por su propia mano", declaró José Luis Aguirre, el primer periodista mexicano en recibir asilo político en Estados Unidos (Turati, 2010: 17). Tierras Coloradas, municipio de El Mezquital, Durango, optó por esta vía cuando los más de 200 tepehuanos que lo habitan expulsaron a los hombres que mataron a balazos a dos habitantes de la comunidad en su propio territorio. Esto sucedió el 28 de diciembre de 2010; dos semanas después un comando de sesenta hombres armados regresó y quemó cuarenta casas, 27 vehículos y una escuela (Maldonado, 2011: 9). Afortunadamente, el pueblo escuchó el rumor de la represalia, del performance que se estaba preparando, y huyó antes de la llegada de los sicarios; no hubo muertos, sólo desplazados.

 

CONCLUSIONES

Tanto los performances que promueven el miedo y la desarticulación del tejido social, como las respuestas ciudadanas que buscan restablecer la corporalidad como estado de normalidad, tienen como herramienta (en el sentido de Mauss) al propio cuerpo. Que las estrategias para fracturar o restablecer el orden social en contextos de violencia estén focalizadas en la dimensión corporal no es nuevo; es en épocas de guerra cuando la vitalidad se exacerba a partir de que su pérdida se vuelve una posibilidad más visible y cercana. La falta de seguridad acentúa la necesidad de mantenernos con vida, y con ello las políticas y los proyectos relacionados con ella, sobre todo desde la salud (dimensión física) y las artes (dimensión emocional), entran en juego con mayor auge. Una estrategia común practicada por distintos gobiernos de Estados en guerra ha sido enfatizar la importancia de la salud y de la condición física (Shilling, 1993: 1). Al ser incapaces de asegurar su integridad a los ciudadanos, los gobiernos delegan la responsabilidad sobre su cuidado a los individuos: se promueve la creación de regímenes individuales de autocuidado y el cuerpo simula ser un lugar seguro.

Ahora bien, las alternativas corporales para el reestablecimiento de la convivialidad y el orden social son aproximaciones con una limitación muy importante: que lo social no es la suma de los individuos. Enfocarse en la curación, en el cuidado de la salud, o en promover la búsqueda del "espacio interior" o la exterminación de los cuerpos "indeseables" son todas soluciones reduccionistas de un problema estructural. Este reduccionismo se asemeja incluso al determinismo biológico ya superado, pues asume que el cuerpo socialmente construido (más sano, más humano, más artista, etcétera) puede ser determinante de las estructuras y las normas sociales. Se busca construir orden a partir del cuerpo y aunque su "naturaleza" ya no provenga de la información genética sino del performance, el atributo para construir algo mayor sigue siendo el mismo.

Al tener presente esta reducción, se torna necesario entender que las aproximaciones, ya sean teóricas o políticas, a la corporalidad sólo son un plano de abstracción particular que no puede aislarse del resto de la realidad social, que es multidimensional. Desde este plano podemos leer en el curso de las interacciones: 1) al cuerpo como imagen, particularmente como referente del performance; y 2) al cuerpo como frontera, elemento que influye en la corporalidad de cualquier sociedad. Para captar estos dos elementos de la distinción performance–corporalidad que componen este plano el trabajo empírico se vuelve ineludible. Lo interesante de la intersección de este plano con otros es que a partir de esta observación de la dimensión material de la interacción podemos entender los cambios que ésta genera en las estructuras económicas, sociales y culturales. Sin hacer este ejercicio corremos el riesgo de generar "burbujas de esperanza" (Ochoa, 2003); de hacer denuncias silenciosas que requieren de acciones en otros ámbitos; y de naturalizar las soluciones a los problemas sociales.

 

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Notas

2 La comparación entre la situación política y económica del crimen organizado en México y Colombia no resulta del todo fructífera, pues omite la importante diferencia del origen ideológico y no puramente económico de los grupos armados en el segundo país. Las guerrillas en Colombia tienen un origen político que respondió al agotamiento de vías legales de acceso al poder en un sistema bipartidista muy cerrado. Su conflicto armado siempre ha estado ligado a la ocupación de territorios, primero entre conservadores y liberales durante el periodo conocido como "La Violencia" (1948–1958) y, a partir de 1964, por las guerrillas, el gobierno y posteriormente los grupos paramilitares. Actualmente, guerrillas y paras tienen como principal medio de subsistencia el narcotráfico y las técnicas adoptadas por los grupos de ambas naciones para mantener atemorizada a la población y expandir sus territorios de influencia se asemejan. Es, entonces, desde el ángulo de la ciudadanía que la comparación resulta útil para aprender y compartir información acerca de los dos casos.

3 La cultura del cuerpo tuvo un giro muy importante en los años sesenta cuando el cuerpo se vuelve "el signo del individuo, el lugar de su diferencia, de su distinción" (Le Breton, 1995: 9). El consumo diferenciado; la liberación sexual; la cultura sport y del cuidado personal; así como la posterior emergencia de una cultura que busca recuperar la dimensión espiritual del cuerpo con prácticas como el retorno a la medicina alternativa, la alimentación orgánica y el cuidado del físico con respeto al medio ambiente son procesos sociales que permitieron poner al cuerpo como elemento importante para el estudio de lo social (véase Turner, 1989).

4 Comparto el cuestionamiento de Terence Turner (1994) sobre la etiqueta de postestructuralista conferida a Foucault, ya que su propuesta sólo realizó un movimiento de enfoque de las estructuras materiales a las simbólicas en la determinación de la acción social. Sin embargo, su modelo analítico no logra escapar de las estructuras que su nombre y la lectura del mismo normalmente le atribuyen.

5 A pesar de que las Autodefensas Unidas de Colombia (coalición de grupos paramilitares agrupada en 1997) comenzaron su proceso de desmovilización en 2005, alrededor de 82 nuevos grupos paramilitares se han constituido con la incorporación de sus ex miembros (con la diferencia de que no tienen como objetivo exterminar a la guerrilla sino únicamente expandir los territorios de los distintos cárteles).

6 Las "tomas" y este tipo de violencia en Colombia han provocado el desplazamiento forzado de 4.5 millones de personas, convirtiéndolo en el país con más desplazados en el mundo (Justice for Colombia, 2010).

7 Osiel Cárdenas Guillén, del Cártel del Golfo, crea a los Zetas mediante la cooptación de un grupo de élite de las Fuerzas Armadas entrenado en la lucha antidrogas y la contrainsurgencia.

8 Las reglas de los viejos grupos criminales, como los encabezados por Félix Gallardo o Ernesto Fonseca, se caracterizaban por las "zonas de influencia definidas, el respeto a las familias de los miembros de las organizaciones criminales y a la ciudadanía, así como [por el] uso acotado de violencia" (Arzt, 2010: 44).

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