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Sociológica (México)

versión On-line ISSN 2007-8358versión impresa ISSN 0187-0173

Sociológica (Méx.) vol.24 no.71 Ciudad de México sep./dic. 2009

 

Artículos

 

Obras de arte y testimonios históricos: una aproximación al objeto artístico como representación cultural de la época1

 

Jorge Morales Moreno2

 

2 Sociólogo, maestro en arquitectura y profesor–investigador adscrito al Área de Investigación en Estudios Urbanos, Departamento de Evaluación del Diseño en el Tiempo, Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Azcapotzalco.

 

Fecha de recepción 25/05/09
Fecha de aceptación 10/12/09

 

RESUMEN

Este ensayo propone una lectura cultural de las obras de arte que subraya al contexto político y cultural en las que fueron producidas, más que a sus propuestas estilísticas o técnicas. Considerando ciertas ideas de Peter Burke propone un análisis de las mismas sin enmarcarlas en una historia de la mirada, del arte o de las imágenes, ni considerarlas textos que impliquen gramáticas especializadas, sino tan sólo que los documentos gráficos o visuales de contenido artístico constituyen evidencias históricas sobre las formas de ver y representar una época determinada. Se toma como horizonte de interpretación a la pintura mexicana comprendida entre 1850–1910, donde la representación del indio fue el eje temático.

Palabras clave: Cultura política, clima político–cultural, Academia de San Carlos, Jorge Enciso, pintura histórica, pintura simbolista–modernista, liberalismo nacionalista, liberalismo revolucionario, obras de arte como testimonios históricos.

 

ABSTRACT

This essay proposes a cultural reading of works of art that underlines the political and cultural context in which they were produced more than their stylistic or technical proposals. Taking into consideration certain ideas of Peter Burke, it proposes an analysis of these works without framing them in the history of the gaze, of art, or of images, or considering them texts that imply specialized grammars, but rather merely that graphic or visual documents with artistic content constitute historical evidence of the ways of seeing and representing a specific period of time. The article uses Mexican painting from 1850 to 1910 as its interpretative horizon, in which the representation of the indigenous was the cross–cutting axis.

Key words: political culture, political–cultural climate, San Carlos Academy, Jorge Enciso, historical painting, symbolist–modernist painting, nationalist liberalism, revolutionary liberalism, works of art as historical testimony.

 

Para Jordi Daniel y Diego Francisco, como siempre mis grandes motivadores.
Y para Luis Gerardo, mi maestro y hermano.

 

INTRODUCCIÓN

EL ARGUMENTO CENTRAL de este trabajo consiste en proponer una lectura cultural de las obras de arte (incluyendo la biografía de sus creadores), que da más importancia al contexto político y cultural en el que se desarrollan o ejercen que a sus propuestas estilísticas (técnicas). O, en todo caso, otorgarles la misma importancia en la medida en que no se explica el uno sin las otras. Este argumento está basado en las ideas que Peter Burke desarrolla en un texto donde propone el análisis de las obras de arte sin enmarcarlas en una historia de la mirada, del arte o de las imágenes; sin considerarlas textos que impliquen gramáticas cuyas reglas sólo están disponibles a los expertos,3 sino donde los documentos gráficos o visuales de contenido artístico constituyen evidencias históricas sobre las formas de ver y representar una época determinada. Como tales, su apreciación implica reconocer no sólo los tiempos en los que fueron realizados sino los formatos en los que se nos presentan, las formas discursivas que conllevan y los argumentos que despliegan, tomando en consideración el horizonte cultural en que se exhibieron y los espectadores para los cuales fueron realizados.

Para "ilustrar" lo anterior he seleccionado una serie de pinturas cuyas temáticas giran en torno a las diversas formas en las que el indio mexicano fue representado dentro del contexto histórico propio del modelo republicano, tanto en su singularidad liberal–nacionalista (1867–1900) como durante su transición (1900–1920) hacia la emergente modalidad liberal–revolucionaria (1920–2000). Con ello pretendo contestar algunas preguntas sobre la manera en que el arte de la época representó los contenidos ideológicos de la cultura política vigente, en la que el tema del indio estuvo ligado a la cuestión de la identidad nacional y a la construcción de una historia patria, así como a la manera en que registró, refirió y/o testimonió las tensiones, rupturas y/o continuidades que se dieron en su seno, reafirmándola o propiciando la emergencia de una cultura política alternativa. Así, y conforme a lo expresado líneas arriba, asumo que cada uno de los ejemplos seleccionados constituyen testimonios (evidencias, documentos) de las formas culturales vigentes en las que el indio fue visto, concebido, valorado y/o representado, al menos desde la perspectiva del tiempo cultural en el que vivieron sus autores (pintores).

La hipótesis que subyace en este trabajo es que los pintores, y por lo tanto sus representaciones plásticas, no son autónomos de la trama de significados propia del contexto (clima) político–cultural en el que vivieron o interactuaron. Ello no quiere decir que sus trabajos (objetos culturales) sean reflejo de sus circunstancias, aunque sí son representaciones simbólicas de sus respectivas épocas, por lo que transportan (a veces reproducen, otras veces sólo insinúan) los valores, prejuicios, pensamientos, actitudes y conocimientos imperantes o vigentes de sus tiempos. En este sentido, he ligado el tema de la producción plástica con el de la representación del indio porque en su caracterización convive un tema central de la historia moderna del país: el de la construcción de la identidad nacional. Dicho lo anterior, sólo me resta agradecer infinitamente a los numerosos estudiantes y ciertos maestros (especialmente Andrea di Castro y Alberto Gutiérrez Chong) de la Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado La Esmeralda (2007–2009), con quienes intercambié y discutí las ideas generales que ahora ofrezco al lector bajo la forma de este artículo.

 

CULTURA POLÍTICA, CLIMA E IDENTIDAD NACIONAL EN LA TRANSICIÓN DEL MODELO REPUBLICANO LIBERAL–NACIONALISTA AL MODELO REPUBLICANO LIBRERAL–REVOLUCIONARIO

LOS CONCEPTOS RELEVANTES

En un ensayo sobre cultura política, el historiador Serge Berstein (1999) hace una caracterización del modelo republicano francés del que argumenta una vigencia surgida en los años de inestabilidad posteriores a la Revolución de 1789, que pusieron fin al Imperio de Napoleón Bonaparte (1804–1815), y perduró hasta la tercera década del siglo XX; es decir, prácticamente el primer siglo y medio de la historia moderna francesa el paradigma republicano dotó a Francia de una cultura política enraizada en los derechos universales del hombre; en la idealización de la Revolución Francesa; en un sistema representativo de las formas de organización política sustentado en el sufragio universal directo (para la elección de sus cuadros dirigentes); en un Estado laico y tolerante a las manifestaciones religiosas de los particulares con plena división de los poderes Ejecutivo, Judicial y Legislativo; y que soñó con la igualdad y la libertad de sus ciudadanos bajo la fórmula de la pequeña propiedad. Todo ello supone que tales valores y creencias definieron una cultura política específica (republicana) en tanto constituyen:

[...] un conjunto coherente cuyos elementos están en estrecha relación unos con otros y que permiten definir una forma de identidad del individuo que se asume como tal. Aunque el conjunto es homogéneo, los componentes son diversos y desembocan en una visión del mundo compartida, en la cual encuentran en simbiosis un subsuelo filosófico o doctrinal [...] en forma de una vulgata accesible a muchos, una lectura común y normativa del pasado histórico que connota [...] los grandes periodos del pasado, una visión institucional que traduce en el plano de las organizaciones políticas del Estado los datos filosóficos o históricos anteriores, una concepción de la sociedad ideal tal y como la ven los poseedores de esta cultura para expresar el todo, un discurso decodificado en el cual el vocabulario empleado, las palabras clave, las fórmulas repetitivas contienen significado, mientras que [los] ritos y símbolos desempeñan en el nivel del gesto y de la representación visual el mismo papel significante (Berstein, 1999: 391).

Ahora bien, esta recuperación del texto de Berstein es importante para este trabajo toda vez que caracteriza un largo periodo de la historia moderna de Francia a partir del reconocimiento de la importancia "del papel de las representaciones en la definición de una cultura política" (que la hacen distinta de la ideología y de la tradición), y del "carácter plural de las culturas políticas en un momento dado de la historia y en un país determinado" (Berstein, 1999: 390). Así, su aproximación al estudio de la historia nacional mediante el análisis de la cultura política no se diluye en una relación interactiva entre la cultura política y la estructura política; ni se agota en los actores clave o representativos de los grupos que inciden para, o se motivan por, el poder; sino que recoge e incluye aspectos cualitativos como las representaciones, los lenguajes y léxicos específicos, las visiones compartidas de la historia, las ideas de la sociedad a la que se pretende llegar y los discursos vigentes empleados por los actores en sus comunidades.

En resumen, Berstein me ofrece argumentos para acercarme al arte de una época en tanto testimonio, representación, lenguaje o visión compartida de una historia,4 así como para entender (compréndase aquí visualizar) la cultura política como una cultura movida enteramente por la política cuyos actores y espectadores comparten conjuntos similares de símbolos, significados, identidades, formas de ver, recordar y representar la acción colectiva y la participación social, en la que la acción social requiere del espacio público para su representación y es promovida por el cambio social. Así, los análisis que hago de ciertas obras de arte, en general pinturas, enfocarán la cultura política como ese vasto conjunto de datos cualitativos (léase culturales) que permiten rastrear formas de representación del ser y su tiempo. Dicho lo anterior y con base en la caracterización de ese largo periodo de la historia de Francia realizado por Berstein, me permito proponer aquí una interpretación de la cultura política mexicana a partir de nuestro propio modelo republicano, surgido al calor de las guerras de Independencia y de intervención extranjera propias del siglo XIX, específicamente en la transición experimentada en los albores del siglo XX (1900–1920) y que se caracterizó como el paso de un modelo republicano de contenido liberal–nacionalista (1867–1900) a otro de orientación liberal–revolucionaria (1920–2000).

Ahora bien, debo señalar que de tal transición me interesa destacar las formas en que la pintura de la época se hizo "eco" de la misma, de tal modo que encontraremos en ella representaciones culturales cuyos contenidos simbólicos se relacionan con ciertos aspectos de lo que Berstein llama el "clima cultural". Planteada así la cuestión, en la que la pintura de la época se vuelve el eje protagónico que registra las tensiones políticas del periodo analizado, sus debates ideológicos, sus imaginarios colectivos, sus visiones del pasado y del presente, empezaré este ensayo caracterizando el clima cultural imperante (los principios dominantes) hasta antes de dicha transición.

Así pues, en términos generales y de manera formal, el modelo republicano liberal–nacionalista tiene su origen simbólico en las guerras de Independencia emprendidas en el país a partir del alzamiento del cura Hidalgo en el pueblo de Dolores, en 1810; en tanto que la reorientación liberal–revolucionaria lo tiene en la insurrección promovida por Francisco I. Madero un siglo más tarde.

En verdad estos orígenes sólo son formales, pues en términos estrictamente historiográficos probablemente encontraremos razones de ambos levantamientos con varias décadas de anticipación, quizás incluso siglos, tal y como Roger Chartier (1995) demuestra para el caso de los orígenes culturales de la Revolución Francesa. Un análisis de ese tipo podría concluir, por ejemplo, que los argumentos independentistas tienen sus orígenes culturales en la tradición escolástica medieval implantada por los españoles en la Nueva España;5 en tanto que la aspiración liberal los tienen en las diversas reformas borbónicas que se desarrollaron en la Colonia durante la segunda mitad del siglo XVIII, así como con los constitucionalistas de Cádiz (1812); por su parte, el modelo republicano, propiamente dicho, tiene los suyos en ciertas ideas de pensadores ilustrados franceses y en la experiencia norteamericana a la que cada vez más mexicanos vieron como exitosa y próspera para los ojos de la época. Por cierto, de ahí vendrán también las ideas federalistas y los estados soberanos. Respecto de los orígenes culturales de la Revolución de 1910, casi no cabría discusión si consideramos la Ley Lerdo (1856) como una de las principales instigadoras de innumerables rebeliones indígenas, antecedentes directos del movimiento zapatista; o bien la reelección juarista de 1871 (o la de Lerdo de Tejada en 1876) como principio inequívoco de la permanencia en el poder por la vía de una competencia electoral promovida (y controlada) desde el poder mismo.

En ambos casos la ideología liberal amalgamó las aspiraciones tanto institucionales como populares del modelo republicano, dotando a la cultura política de contenidos políticos y prácticas sociales relacionados con las diversas fuentes e interpretaciones que la fueron conformando. Así, es posible afirmar que el liberalismo mexicano tuvo en el referente francés a sus principales teóricos, muchos de ellos verdaderos "campeones" de la Ilustración, periodo en el que el liberalismo estuvo implícito por la vía del racionalismo dieciochesco (visible también en la propia España), de tal manera que observamos continuidad entre uno y otra, si bien la Ilustración fue individualista y libertaria mientras que el liberalismo fue estatista, al concebir al Estado como garantía y representación de la soberanía popular.

Ahora bien, si el leit motiv del modelo republicano liberal–nacionalista fue la construcción del Estado moderno, éste no se logró sino hasta la República Restaurada (1867–1877), consolidándose a lo largo de los 34 años del Porfiriato (1877-1911).6 A su vez, la construcción del Estado nacional implicó una larga discusión en torno al tema de la identidad nacional, quizás el tema genérico del modelo republicano en sus dos etapas (liberal–nacionalista y liberal–revolucionaria). En el periodo anterior a la transición que aquí he bosquejado, este tema pasó inevitablemente por la cuestión indígena, es decir, en torno a las preguntas sobre cómo incluir en el esquema ciudadano–nacional a la numerosa masa de indígenas iletrada y despojada de sus tierras, tanto por las autoridades virreinales como por los gobiernos posteriores a la consumación de la Independencia. La cuestión indígena se convirtió, así, en uno de los ejes fundamentales de la "nueva" historia nacional o historia patria (digamos con la revisión del pasado prehispánico),7 y gracias a ella podemos seguir el debate que generó tanto en las élites gobernantes e intelectuales como en sus formas de representación cultural. Hay por lo menos cuatro pinturas de ese periodo (que veremos más adelante) que ilustran esta cuestión con gran nitidez.

 

EL LUGAR DEL INDIO EN LA HISTORIA PATRIA

El tema del lugar del indio en la historia patria inunda toda la segunda mitad del siglo XIX, si bien es tan antiguo como los esfuerzos virreinales por integrarlo en la estructura social colonial (sobre todo a partir de las reformas borbónicas). Poco después de consumada la Independencia, intelectuales liberales como el doctor José María Luis Mora y Joaquín Fernández de Lizardi ven con gran preocupación el lugar que el indio tendría en la nueva sociedad. Mora bosqueja una política educativa en la que el indio sería gradualmente incorporado al nuevo proyecto nacional, convirtiéndose así en un precursor de las estrategias asimilacionistas tan comunes y frecuentes a lo largo del siglo XIX. Lizardi, menos teórico y visionario, pero con los pies en la tierra, denuncia en 1827 la aterradora situación en la que el indio se encuentra en los albores de la nueva patria:

[...] los indios, de esa porción inocente y oprimida, que sin embargo de haber mudado de señores gimen en la más dura servidumbre. Se les dice que son independientes, libres y felices, que pasaron los tiempos del despotismo, que ya no los gobiernan los feroces españoles, sino los blandos americanos; más ellos, tan esclavizados y pobres como siempre, en nada han mejorado: su suerte es la misma y caminan por la posta a su total aniquilación.8

Este tema ha sido tratado abundantemente por la historiografía mexicana del periodo, pero recientemente ha surgido un revisionismo crítico en el que destacan autores como Florencia Mallon (2003) y Eric Van Young (2006). La primera se concentra en cuatro estudios de caso (dos en México y dos en Perú) en los que las comunidades indias son protagonistas durante periodos extraordinarios de las historias nacionales (guerras de intervención), y en donde se demuestra el papel activo que tuvieron en la conformación del Estado liberal decimonónico; en tanto que el segundo indaga sobre las posibles razones que motivaron la participación de los pueblos indios en las guerras de Independencia, concluyendo que el interés por preservar sus comunidades y costumbres fue más importante que el deseo por construir un Estado nacional liberal. De alguna manera, los trabajos de ambos autores ilustran cómo los pueblos indios impusieron sus propios intereses en las batallas decisivas que terminaron constituyendo al Estado liberal republicano, y cómo éste incorporó sólo en la retórica discursiva algunas de sus demandas.

Para empezar, ni Mallon ni Van Young sostienen la supuesta tabula rasa con la que los indios campesinos pasaron del orden colonial a la Independencia, y de ahí a la construcción del Estado nación liberal y el desarrollo del capitalismo en México; ambos hablan de los traslapes históricos con los que los indios fueron construyendo sus propios discursos. Por ejemplo, Van Young sostiene que la Guerra de Independencia novohispana "abarcó muchas de las contradicciones sociales y tensiones resultantes del régimen colonial hispanoamericano considerado en su conjunto –de raza y clase, riqueza y pobreza, centro y periferia, autoritarismo y apertura política, tradición y modernidad– [...]", y que si el movimiento independentista novohispano, en cuyas filas militaron seis indios de cada diez insurgentes, abarcó tales contradicciones acumuladas a lo largo de los trescientos años de dominio español, entonces queda claro que el movimiento no empezó con el grito de Dolores la madrugada del 16 de septiembre de 1810.

Así, el texto de Van Young se hace eco del de Mallon al indagar en torno a cómo el movimiento independentista fue vivido por la masa indígena, a diferencia de la forma en que lo conceptuaron las élites criollas que lo lideraron hasta su consumación y que, a la larga, alimentaron las historias de bronce que conformaron, al paso del tiempo, las versiones oficiales típicas de una visión romántico–nacionalista de la historia, y que ubican en la alianza criollos–mestizos–indios al sujeto histórico del movimiento. De hecho, me parece que esta perspectiva es el principal mérito de ambos trabajos, pues al indagar la participación de las clases subalternas (indios, campesinos) en la épica independentista o en las guerras de intervención; al recuperar las voces, acciones y las mentalidades de los pueblos indios que se involucraron en estas gestas, echan por tierra numerosos mitos que se han construido al respecto.9

 

LA CONSOLIDACIÓN DEL MODELO REPUBLICANO Y LA CULTURA POLÍTICA DEL LIBERALISMO

En todo caso, el modelo republicano tiene una vuelta de tuerca fundamental precisamente con la aniquilación del efímero Imperio de Maximiliano de Habsburgo (1863–1867). O al menos en la historia oficial del Estado liberal, pues como bien ejemplifica Florencia Mallon (2006), las masas campesinas indígenas continuaron siendo subalternas: poco después de guardar las armas contra los soldados invasores austrobelgas tuvieron que sacarlas de nuevo para combatir a las tropas federales del presidente Juárez. Volverían a hacerlo durante el Porfiriato y después durante los gobiernos posrevolucionarios, hasta prácticamente finales del siglo pasado (la insurrección neozapatista de 1994 es el mejor ejemplo). Ahora bien, volviendo a esa vuelta de tuerca que consolida al modelo republicano en su versión liberal–nacionalista, esta última surge simbólicamente diez años después del triunfo del presidente Juárez sobre la aventura francesa, cuando el secretario de Fomento del flamante presidente Porfirio Díaz, el general e historiador Vicente Riva Palacio, lanza una convocatoria pública en 1877 en la que llama a concurso abierto a los artistas, arquitectos e ingenieros del país para participar con sus proyectos en la erección de monumentos que celebren la historia patria. La idea general tenía como objetivo utilizar las diferentes glorietas del Paseo de la Reforma con monumentos conmemorativos en los que se representaría la nueva historia oficial:

El C. presidente de la República deseando embellecer el Paseo de la Reforma con monumentos dignos de la cultura de esta ciudad, y cuya vista recuerde a la posteridad el heroísmo con que la nación ha luchado contra la conquista en el siglo XVI y por la Independencia y la Reforma en el presente, ha dispuesto que en la glorieta situada al oeste de la que ocupa la estatua de Colón se erija un monumento votivo a Cuauhtemotzin y a los demás caudillos que se distinguieron en la defensa de la patria: en la siguiente otro a Hidalgo y demás héroes de la Independencia, y en la inmediata otro a Juárez y demás caudillos de la Reforma y de la segunda Independencia.

Para dar principio a la ejecución de este acuerdo, destinado a señalar a la gratitud de las generaciones futuras los nombres de los patriotas que por sus grandes hechos se han distinguido en las épocas de prueba, se convoca para la elección del proyecto del monumento destinado a Cuauhtemotzin y demás caudillos que lucharon heroicamente contra la conquista, a un concurso artístico bajo las bases siguientes [...].10

La historia oficial que el liberalismo triunfante promoverá a todo lo largo y ancho del país habla de una patria que existía desde los antiguos pueblos indios, quienes la defendieron heroicamente contra el invasor español y cuya conquista y posterior sometimiento colonial conformó un periodo oscuro de trescientos años que perteneció más a la historia de España que a la nacional. Así, la "primera" guerra de Independencia iniciada un 16 de septiembre de 1810 da continuidad a la historia interrumpida un 13 de agosto de 1521. Es en ese horizonte de interpretación donde los ideólogos del Porfiriato (Riva Palacio, Justo Sierra) echan las bases de la nueva patria liberal, que resulta heredera de las guerras indias contra la conquista, las guerras de Independencia acaudilladas por los padres Hidalgo y Morelos (criollos y mestizos aliados con la masa indígena), la guerra contra la invasión estadounidense, la guerra de Reforma y, finalmente, la guerra contra la ocupación francesa o segunda Independencia.

El resultado es una patria victoriosa que acoge y venera a sus héroes, identificada con la ideología liberal que justifica al Estado como garante del desarrollo y la paz nacional, y suscrita a las ideas positivistas de la época con las que esboza un horizonte de expectativas que habla de una inevitable evolución al progreso, donde la masa indígena, la eterna carne de cañón de las gestas heroicas contra los enemigos de la patria, tiene cabida en tanto que es asimilada en el esquema del mestizaje, la futura raza cósmica de la que José Vasconcelos será el profeta más elocuente durante la génesis del modelo republicano liberal-revolucionario del siglo posterior.

En este esquema desarrollista, la resistencia indígena es vista como rechazo al progreso. Así, por ejemplo, la Ley Lerdo es tan sólo un intento modernizador que pretende acabar con todo tipo de corporaciones y grupos de excepción, incluyendo a las antiguas repúblicas de indios. La flecha que guía a la patria liberal no apunta hacia el pasado, salvo cuando se pretende reconocer a sus padres fundadores. Así, el monumento a Cuauhtémoc, que resulta de la convocatoria de Riva Palacio, marca un hito en la construcción de la nueva ideología de Estado, pues pone el cero fundacional antes de la llegada de los españoles, si bien se reconoce que la moderna nación mexicana emerge de las guerras de Independencia. Los indios obtienen así un lugar privilegiado en la nueva patria liberal, aunque sea tan sólo como referente histórico–simbólico, pues su futuro se ligó a la mezcla racial. Tal cuestión puede ser interpretada también como la concreción de los debates en torno al origen de la patria, en el sentido de establecer una continuidad entre los padres fundadores (Cuauhtémoc–Hidalgo). En todo caso, representa fehacientemente el clima cultural de la época, en el que el pasado indígena es considerado el subsuelo legítimo de la patria liberal.

Ahora bien, esta apropiación simbólica del pasado prehispánico "encarnada" en el monumento a Cuauhtémoc inicia, al mismo tiempo, un debate entre los arquitectos e ingenieros en torno a la posibilidad de una arquitectura mexicana basada en los "conceptos" y los motivos decorativos prehispánicos. Puede decirse que inaugura un breve aunque intenso periodo de arquitectura "neo–indigenista" (o "neoprehispánica") que es fiel reflejo del ambiente cultural de la época, y en el que los arquitectos e ingenieros asumen el pasado prehispánico casi con el mismo entusiasmo que el de los arqueólogos de la época, salvo que sus conocimientos descansan más en los libros y en los descubrimientos de aquéllos (es decir, los de Lord Kingsborough, Waldeck, Chavero, Dupaix, Charnay, etc.) que en un estudio concienzudo y profundo de los edificios prehispánicos.11 Esta moda del revisionismo indígena arquitectónico, que permitió hablar en su momento de un renacimiento de la arquitectura prehispánica, llega a su máxima expresión con el pabellón que el gobierno mexicano construyó en la Exposición Internacional de París en 1889, sobre el cual la mayoría de los críticos tanto foráneos como nacionales acusan su carácter ecléctico, falso y abigarrado, dando por terminada pocos años después la búsqueda de un estilo nacional (arquitectónico) enraizado en un pasado precolombino imaginado.12

 

EL ARTE COMO UNA FORMA DE REPRESENTACIÓN DE LA CULTURA POLÍTICA

EL CLIMA POLÍTICO–CULTURAL SE ENTROMETE EN LA VIDA INSTITUCIONAL: LA ESCUELA NACIONAL DE BELLAS ARTES

La Escuela Nacional de Bellas Artes es heredera directa de la Real Academia de San Carlos de las Nobles Artes, fundada por Real Cédula del rey Carlos iii el 25 de diciembre de 1783. Fue la primera escuela de arte en su género en América y su museo de arte el primero en su tipo en Latinoamérica. Con la fundación de la República en 1821 cambió su nombre a "Academia Nacional de San Carlos de México", y durante el imperio de Maximiliano se denominó "Academia Imperial de San Carlos de México" (1863). Después, con la República Restaurada adquiere el nombre laico de Escuela Nacional de Bellas Artes (1867), que conservará hasta 1929, cuando es incorporada a la Universidad Nacional (que en ese año estrenaba autonomía) con el nombre de Escuela Nacional de Artes Plásticas, que aún conserva, desprendiéndose de ella ese mismo año la Escuela Nacional de Arquitectura (hoy Facultad de Arquitectura de la UNAM).

Como puede verse a simple vista, la "biografía" de esta institución cruza y resiente todos los cambios álgidos y momentos cruciales que se suscitaron a lo largo del siglo XIX, incluyendo las tres primeras décadas del XX: de instituto real para la enseñanza de las artes (pintura, escultura y arquitectura), animada por jóvenes maestros enviados directamente de la madrileña Real Academia de las Tres Nobles Artes de San Fernando (que inspiró su propia creación), pasa al abandono y la miseria de los años de inestabilidad y guerras intestinas que siguieron a la fundación de la República, llegando incluso a cerrar sus puertas intermitentemente durante los largos años de guerra fratricida. Y de ese impasse a los gobiernos de Santa Anna, quien en 1843 expide un Decreto para reorganizar la Academia de San Carlos (dotándola de ingresos propios provenientes de la Lotería Nacional). Entonces se invierte en mejorar su calidad educativa contratando profesores europeos. Así, en 1846 llegan de Europa el pintor Pelegrín Clavé y el escultor Manuel Vilar, ambos catalanes formados en las mejores escuelas de Italia y España, quienes dirigen las cátedras de pintura y escultura respectivamente. Les seguirán poco después otros prestigiados artistas como Santiago Bagally (grabado en hueco), Jorge A. Periam (grabado en lámina), Eugenio Landesio (paisaje) y Javier Cavallari, quienes impulsarán un oportuno renacimiento de la Academia.13

Clavé dedicará la mayor parte de su talento al retrato y a los temas bíblicos, que le permiten expresar "los valores ligados al mundo colonial y de la Iglesia", aunque totalmente ajenos a la historia nacional; y Vilar "promueve entre sus alumnos temas religiosos y de la antigüedad clásica" (Barajas, 2002: 146), aunque en el salón de pintura de 1851 expone la escultura Tlahuicole, que según el artista "causó furor"; es una pieza conmemorativa de un noble tlaxcalteca que prefiere morir combatiendo que regresar a su patria por la gracia de sus captores aztecas. Es, digámoslo así, una de las primeras representaciones del tema indigenista hecha en la Academia (con un marcado estilo neoclásico). Un año antes un inquieto ex alumno de San Carlos, Juan Cordero, pinta Colón ante los Reyes Católicos, una significativa tela que merece un premio en Roma (donde se había establecido para continuar sus estudios en la prestigiada Academia de San Lucas) y que expone en el salón de pintura de la Academia de San Carlos dos años más tarde, en 1852, donde fue adquirida para el acervo del museo de esa institución y con la que, según Ida Rodríguez Prampolini, la "figura oscura del indígena entra en la pintura culta, la de la Academia, por un rincón del cuadro y en sumisa actitud o de rodillas" (Rodríguez, 1988: 205).

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De hecho, el clima político–cultural de esta época, prácticamente hasta 1863 cuando el Segundo Imperio logra el relativo control político del país, se refleja en la Academia en las personas de Pelegrín Clavé y Juan Cordero: el primero estará siempre cercano a las posturas conservadoras, tanto que cuando Juárez triunfa en 1861 frente al Partido Conservador y se instala en la ciudad de México, lo despide de la Academia; mientras que el segundo es promotor de un arte que copia al europeo en la técnica, pero mira a México en sus representaciones y en la paleta. Ya con la fama de precursor de la pintura histórica mexicana disputa el puesto de Clavé sin éxito y se convierte en el pintor oficial de Su Serenísima Alteza, Antonio López de Santa Anna, quien lo nombra director de la Academia sin que haya podido asumir el cargo. Por su parte, Clavé es reinstalado por el propio emperador Maximiliano en 1863, una vez que la ciudad vuelve a caer en manos de los conservadores, ahora aliados de las tropas austrobelgas del archiduque.14 Permanecerá en su puesto de director de la cátedra de pintura cuatro años más, hasta que Juárez restaura la República en 1867 limpiando a la Academia de conservadores y simpatizantes del Imperio. Clavé regresará a su país natal un año después, en 1868, después de haber vivido más de 22 años en México, durante los cuales dirigió la enseñanza de la pintura en San Carlos. Ida Rodríguez Prampolini (1988) resume este periodo como el del inicio del "viraje indígena": "La estructura nacional que llevó a cabo el ilustre grupo de juaristas, la crítica alerta y desde luego liberal que pedía la creación de una escuela mexicana y la caída del Imperio, fueron las causas directas que influyeron para que surgiera en la pintura la temática indígena"(Rodríguez, 1988: 211).

En cualquier caso, con la partida de Clavé (quien muere en 1880) da inicio la etapa en la que la cultura política liberal permea el trabajo propio de la Academia, que a partir de entonces se denomina Escuela Nacional de Bellas Artes (como ya hemos mencionado). Esta época se extenderá hasta finales del Porfiriato y estará marcada por una constante invitación de los críticos a realizar pintura histórica, en esa línea de construir–representar a la Patria, llamado que es ignorado por la mayoría de los maestros y estudiantes que siguen pintando temas bíblicos o religiosos (Altamirano, 1883–1884; Sandoval, 1992). La obsesión por estos temas propiciará que la Academia experimente un verdadero anquilosamiento al finalizar el siglo XIX, acaso sólo contrarrestado por un grupo brillante de estudiantes provenientes del interior de la República que se dan cita en ella durante la última década del siglo XIX y la primera del XX,15 y que echarán las bases de una nueva actitud respecto del arte y del papel del artista como trabajador de la cultura.

Sin embargo, no deja de ser una paradoja que en la historia moderna de México la reivindicación del indio se haya dado, al menos simbólicamente (a través de la pintura, la escultura y las artes decorativas), durante el liberalismo triunfante de la segunda mitad del siglo XIX, digamos en la consolidación del modelo republicano de corte liberal–nacionalista. Resulta una paradoja porque precisamente los gobiernos liberales de ese periodo (con la extraordinaria excepción del gobierno de Maximiliano) fueron los que más combatieron, al grado de dirigir verdaderas campañas de exterminio, a los pueblos de indios que por todos los medios trataron de conservar sus bienes comunales, sus propias culturas e identidades (Powell, 1974). Enrique Florescano (2004 y 2005) ha estudiado este periodo en razón de la creación de un imaginario nacionalista que pasa por la revisión–mitificación histórica del indio como precursor de la (nueva) patria liberal, cuyas luchas de resistencia durante la conquista y de emancipación durante la Independencia son recreadas como los antecedentes directos de la ideología liberal. El clímax de esta retórica se da precisamente en el último tercio del siglo XIX, siendo en las artes gráficas, la pintura de tema histórico y la arquitectura conmemorativa (como ya vimos), donde encontramos los mejores ejemplos. Evidencias de ese nuevo discurso son, sin duda, las pinturas El descubrimiento del pulque, de José Obregón (1869), Fray Bartolomé de las Casas, de Félix Parra (1875), y El tormento de Cuauhtémoc, de Leandro Izaguirre (1892).

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Como podemos observar en ellas, sea como mito, como víctimas o como héroes trágicos (pero héroes al fin) el indio es representado como un sujeto histórico que participa, con su cultura o sacrificio, en la nueva idea que se crea de la nación mexicana. Son imágenes idealizadas del pasado para consumo ideológico del presente, y lejos de enfocar el tema de la raza como dispositivo de ascenso o descenso social, como en los cuadros de castas de tradición novohispana (Efraín Castro Morales, 1983; Antonio Rubial, 2002), se da prioridad a los aspectos culturales (simbólicos) que pretenden ser reincorporados (quizá, mejor, reinventados) en el nuevo discurso nacional: el cuadro de Obregón,16 pionero sin duda del género indigenista, recrea el origen sagrado de la bebida más popular de la época entre las clases subalternas, el pulque. La cultura popular es, de esa manera, reivindicada en sus raíces históricas.

Más allá de la artificialidad de los detalles decorativos que se aprecian en la tela, de la helenización inevitable de los cuerpos, la novedad del tema y la maestría académica con la cual es elaborado (un claroscuro perfecto, una composición geométrica que respeta escrupulosamente las reglas de la perspectiva, un realismo envidiable para la época y una paleta en tonos de sienas, tierras y verdes que enaltecen las luces y apaciguan las sombras) hacen que la historia representada resulte convincente: en un país de analfabetas, digamos de enorme tradición visual, el liberalismo del último tercio del XIX tendrá en las imágenes de arte y en los objetos arquitectónicos a sus mejores medios de propaganda. Sin duda, los gobiernos revolucionarios del siguiente siglo seguirán y llevarán a su máxima expresión esta retórica ideológica de la imagen.

En esta perspectiva de interpretación veamos ahora de manera muy esquemática los otros trabajos. El de Félix Parra17 parece consolidar la pintura histórica de la época, un reclamo insistente que los críticos veían como necesidad en tanto la pintura histórica europea y estadounidense del siglo XIX había acompañado la génesis de los modernos estados nacionales (Benjamín West en los Estados Unidos, Louis David y Delacroix en Francia, Goya en España, Turner en Inglaterra). Además el tema de la obra, dramatizado tanto por la composición como por el solemne claroscuro que resalta la expresión de los personajes representados, plantea un doble discurso: por un lado el del reconocimiento de la destrucción de las culturas indígenas por sus conquistadores, ilustrando los argumentos liberales que denostaban al proyecto civilizador que los españoles trataron de armar para justificar su presencia en América; y por otro recupera en la persona de Bartolomé de las Casas (quizás el primero que habla de los derechos naturales de los pueblos indios) al humanismo novohispano que los ideólogos liberales quisieron ver como antecedente de su propia ideología. La imagen de un sacerdote que defiende la causa de los indios siempre fue seductora para los liberales, quienes contaron entre sus filas con varios clérigos que destacaron por su humanismo y visión de la historia nacional, además de sus inclinaciones independentistas (Fray Servando Teresa de Mier, el cura Miguel Hidalgo, el caudillo José María Morelos y el doctor José María Luis Mora son, sin duda, los más representativos).

Finalmente, el cuadro El tormento de Cuauhtémoc de Leandro Izaguirre ofrece una aportación notable al conjunto de los imaginarios liberales, pues lejos de detenerse en la mitificación del pasado indígena o en la victimización por la destrucción de sus culturas recrea la idea de la resistencia heroica que el pueblo azteca, encarnado en su último huey tlatoani, opuso a la conquista española. Cuauhtémoc es, así, convertido en el primer bronce del catecismo secular liberal. En su persona mitificada se deja de representar a una víctima pasiva de la conquista española y se simboliza más la memoria de una resistencia ante un invasor extranjero que los liberales acomodaron a sus propios intereses: se trata del primer defensor de la patria, tal y como proclamaron solemnemente los burócratas porfiristas pocos años antes (1887) en el monumento–pirámide que instalaron en su honor en una de las glorietas del Paseo de la Reforma de la ciudad de México. De esta tela, el insigne historiador del arte mexicano Justino Fernández ha escrito lo siguiente:

Si Parra representa una corriente en la pintura que da expresión a temas como Fray Bartolomé de las Casas (1876), es decir, que rehabilita a las grandes figuras de la historia de Nueva España, y justamente aquella que se distinguió por su actitud a favor de los indios, Izaguirre vino a representar la culminación en la pintura de esa corriente indigenista con su cuadro El suplicio de Cuahtémoc (1892). Los anhelos tradicionales del siglo y especialmente de algunos críticos como Martí, López y Altamirano, se veían al fin realizados; lo que habían pedido era pintura de historia con temas propios de México; algo iniciaron en ese sentido los discípulos de Clavé, como se ha visto, pero no era suficiente; además, la conciencia histórica y una renovada corriente de indigenismo se acentuó en el último cuarto del siglo y en la pintura su expresión máxima fue la obra de Izaguirre [...] (Fernández, 1993: 140 y ss.).

 

EL MODELO REPUBLICANO LIBERAL–REVOLUCIONARIO

CULTURA POLÍTICA EN LOS TIEMPOS DE LA TRANSICIÓN

Grosso modo, el siglo XIX mexicano puede caracterizarse como la consolidación del modelo republicano de inspiración liberal–nacionalista que, a partir de la segunda mitad del XIX echó las bases del Estado nacional soberano (si bien liderado por un caudillo militar más cercano a un monarca borbónico que a un presidente republicano) en tanto logró construir un aparato estatal autónomo de las corporaciones tradicionales heredadas de los tiempos coloniales (clero, comerciantes, mineros, repúblicas de indios), con la consecuente instauración de un Estado de derecho (constitucional) que instauró la igualdad ciudadana, proclamó el Estado laico y consagró la propiedad privada como fórmula económica que garantizaba el desarrollo pleno de la sociedad.

Así, la cultura política que enmarcó al arte mexicano anterior al siglo XX fue sensible a los principios dominantes que la ideología liberal promovió en el país: el laicismo; la reconstrucción nacional; la nación idealizada cuya historia inicia con la Independencia; el mestizo como sujeto emergente; el positivismo como filosofía de Estado; la educación, la ley y la propiedad privada como palancas de desarrollo; el progreso como futuro y destino (que justificaba un gobierno fuerte y autoritario como el del general Díaz); la caracterización de los grupos conservadores (clero, criollos nostálgicos del periodo colonial e indígenas, principalmente) como factores de retraso y reacción; y, entre otros, los proyectos y discursos civilizadores en torno al indio mexicano que alentaron su modernización por la vía de la privatización de sus tierras comunales, la "asalarización" de su fuerza de trabajo y su extinción mediante el mestizaje.

De esta manera el cambio de siglo encuentra a un México aparentemente dormido en los laureles de un liberalismo hegemónico,18 colgado de las medallas que sus militares obtuvieron en las batallas que emprendieron contra los conservadores y las tropas francesas de ocupación. Esta larga siesta equívoca llega a su máxima expresión con las fastuosas celebraciones del primer centenario. Sin embargo, tan sólo dos meses después del evento conmemorativo caerá el diluvio revolucionario: desde el mismo discurso liberal, y aun fuera de él, como las incontables rebeliones y motines indígenas que se suscitaron a partir de la aplicación de la Ley Lerdo (1856), o las masas de obreros descontentos con las condiciones de trabajo imperantes, grupos radicales (círculos liberales, partidos antirreeleccionistas, movimientos anarquistas) abonaron durante largos años la subversión y la resistencia a lo que consideraban una traición al espíritu liberal del XIX (las constantes reelecciones del ejecutivo, la discreción en la aplicación de la ley, un sistema democrático inviable o nulo), o bien una nueva forma de conquista (pueblos indios), creando las condiciones "objetivas y subjetivas" para el estallido de la Revolución Mexicana. De hecho, es ésta la verdadera novedad con la que México se encaminó al siglo XX.

Digamos que en la larga historia del modelo republicano liberal (1821–2000), la Revolución de 1910–1920 significó una vuelta de tuerca de la que salió un nuevo pacto social (plasmado en una nueva Constitución de corte netamente liberal pero con "contenido social"); un aparato de Estado cuyos agentes autoproclamaron revolucionario y que actuaría como el gran gestor del desarrollo económico, la estabilidad política y la promoción de la cultura "nacional"; actores emergentes (indígenas y campesinos, obreros, clase media urbana e intelectuales); y discursos, prácticas e instituciones políticas y sociales orientadas a redefinir ideas y conceptos en torno a la identidad, la cultura y la historia nacional.19 Trajo, pues, aires frescos que motivaron un espíritu de renovación sustentado en una redefinición o "descubrimiento" de México. Y es este sentido de la renovación–redefinición–descubrimiento de "lo mexicano" el que cruzó e influyó en buena parte de la producción cultural del periodo, desde la literatura20 hasta la pintura,21 las artes gráficas,22 el sistema educativo (elemental y superior), la arquitectura,23 la incipiente producción fotográfica y cinematográfica y la música.24

Esta búsqueda de "lo mexicano", por su descubrimiento y reinvención, marcó sin duda el discurso cultural de las primeras dos décadas del siglo XX, y constituiría los antecedentes del "nuevo" discurso cultural revolucionario, definiendo un sentido de modernidad en el que cabrían "los de abajo" y en el que la cultura popular constituirá una fuerza motriz y un rasgo distintivo de la identidad nacional.25 Lejos de mirar al exterior, al horizonte estadounidense o europeo, el nuevo proyecto moderno que impulsaron los primeros gobiernos revolucionarios suponía que la riqueza de la nación estaba en su propio territorio y en su propio pasado. Rompió así con la visión moderna del liberalismo decimonónico en la medida en que reconoció en los pueblos indios al eslabón más débil de la sociedad mexicana, proclamando su redención política y social.26

A partir de esta visión el indio contemporáneo (que no el mítico o histórico) es convertido en objeto de políticas oficiales y en sujeto histórico, y junto con otros "elementos" destacados de la clase trabajadora (obreros, maestros, doctores, técnicos, ingenieros, campesinos, científicos, intelectuales, líderes), puesto a la altura del arte (es decir, objeto de representación artística) y declarado miembro destacado del nuevo pacto nacional. Sufre, pues, una nueva idealización, y es en el arte, sobre todo en la pintura mural, donde el indio alcanzaría su máximo encumbramiento y significado. Este es el horizonte de interpretación en el que deben estudiarse las representaciones propias de lo que aquí he llamado la transición del modelo republicano de orientación liberal–nacionalista al de contenido liberal–revolucionario. Para ilustrarla acudiré en esta ocasión a la biografía de uno de los actores, con lo que daré por terminado este ensayo.

 

DE CÓMO EL CLIMA POLÍTICO–CULTURAL ES INTERIORIZADO POR LOS ACTORES: UNA BIOGRAFÍA

Así como la historia de una institución "transporta" y "da noticia" de un convulsionado periodo de la historia política nacional, también la biografía de un actor puede contener sus debates y tendencias más significativos. Sin duda este es el caso del pintor jalisciense Jorge Enciso (Guadalajara, 1879–ciudad de México, 1969). En términos estrictamente cronológicos, el contexto cultural que envuelve su vida está marcado por el cambio de siglo (XIX–XX). En términos de las ideas políticas y los movimientos sociales que en ella coinciden, corresponde al "paso" del modelo republicano liberal–nacionalista (radical y patriótico) al modelo republicano liberal–revolucionario (estatista y modernizador). Y en términos de los "lenguajes" de las bellas artes coincide con un periodo que atestigua la irrupción del modernismo27 pictórico (con grandes influencias del simbolismo, el impresionismo y las escuelas al aire libre) sobre las cánones conservadores de la Academia de San Carlos, quizás el centro del poder y de la moda respecto de las artes visuales del periodo.

Presenciamos, así, un debate en torno a lo antiguo y lo nuevo incentivado por el cambio de siglo y la Revolución Mexicana, donde lo "antiguo" era todo aquello que se identificaba con la Academia, una estética petrificada en las enseñanzas del neoclásico, el realismo y los claroscuros tenebrosos de inspiración española, así como los temas de la historia patria. Lo nuevo, el tiempo presente. La generación de Enciso fue protagonista del así llamado renacimiento mexicano28 en las artes y la cultura (1900–1940), cuya misión fue la de redescubrir México, reinterpretarlo, pensarlo en el cambio del siglo y actualizarlo a los tiempos revolucionarios conforme a las utopías del momento. Bautizada por Luis González (2005) como la Generación Roja o Revolucionaria (1875-1889),29 a la generación de Enciso le tocó iniciar, impulsar y construir las primeras instituciones de la modernidad revolucionaria, así como abonar con ideas y conceptos los proyectos de instituciones culturales de largo aliento (institutos, museos, universidades, editoriales).

De esa manera Jorge Enciso resume con gran carácter, en su doble vocación creativa, al ambiente cultural de su época. Por doble vocación entiendo aquí la del artista y la del funcionario–investigador, en las que dejó huellas imborrables. Como pintor, por ejemplo, es portador de una tradición pictórica que se remonta, por la vía de su maestro Félix Bernardelli, a la Escuela de Bellas Artes de Roma y a los talleres Bougereau y Ferrier de París (1886–1992), famosos por su desapego a las academias oficiales, y se extiende a la Academia de San Carlos (o Escuela Nacional de Bellas Artes) de la primera década del siglo XX, liderada entonces por maestros distinguidos como José María Velasco, Antonio Fabrés, Julio Ruelas, Félix Parra, Gerardo Murillo, Santiago Rebull, Leandro Izaguirre, Mateo Herrera y Germán Gedovius, y con alumnos notables como Diego Rivera, José Clemente Orozco, Saturnino Herrán, Roberto Montenegro y Ángel Zárraga.

De Bernardelli,30 Enciso recoge y aprende diversas técnicas clásicas de pintura, como el temple y el fresco, que tendrá ocasión de practicar antes y después de la Revolución. Por ejemplo, por encargo del ministro de Instrucción Pública, Justo Sierra, decoró en 1910 la escuela para niñas Gertrudis de Armendáriz y los murales de la escuela Vasco de Quiroga, ambas en la colonia Morelos de la ciudad de México; y once años más tarde, en 1921, por encargo del secretario de Educación Pública, José Vasconcelos, pintó junto con Roberto Montenegro, Gabriel Fernández Ledesma, Xavier Guerrero y Gerardo Murillo (Doctor Atl), los murales del ex convento jesuita de San Pedro y San Pablo (González Matute, 2008), en los que "adoptaron las formas del arte popular con el fin de transformarlas y asimilarlas al arte culto, enfatizando sus posibilidades decorativas",31 un año antes de los trabajos artísticos del Antiguo Colegio de San Idelfonso (1922). Esta sola circunstancia hace que Jorge Enciso sea un pionero y artista fundador del muralismo moderno mexicano.32

El tránsito entre trabajar para el ministro Sierra y el secretario Vasconcelos puede dar cuenta también de un artista versátil en la técnica del temple, cuyo uso diestro se explica por las enseñanzas de sus maestros y coetáneos formados en la tradición europea (Benardelli, Fabrés, Gerardo Murillo, Rivera). Ahora bien, Enciso no sólo hizo pintura mural. Su obra de caballete fue reconocida en su época como una pintura moderna, que se alejaba del canon académico vigente. En 1907, y a propósito de una exposición montada en la ciudad de México, el crítico que se ocultaba bajo el pseudónimo de Kato, de la revista Artes y Letras (junio de 1907), recoge esa atención que Enciso ponía en lo local–cotidiano:

[...] sin buscar sistemáticamente aquel efecto imprime a sus obras cierta vida íntima, sugestiva, que, luchando con lo baladí de los motivos, los hace simpáticos: por ejemplo, al trasladar a la tela un rincón de Guadalajara nos da una idea de la apacible calma de aquellos lugares, donde se advierte el propio tiempo, y tanto como por la escena, por el ambiente y el sabor local donde aquella se desarrolla (un albañil y una gata conversando); tranquilidad, placidez, vida, siquiera ésta sea sedentaria (Moyssén y Ortiz, 1999: 297).

En 1908 participa en la Exposición Industrial, Artística y Comercial de Guadalajara con dos obras costumbristas, El Circo Orrín y Misa de doce, y en 1909 una nueva exposición individual en la ciudad de México no pasa inadvertida para Ricardo Gómez Robelo, de la revista El Tiempo Ilustrado (31 de enero de 1909), quien la recoge de esta manera:

En cuanto a [...] los que anhelan la aparición de un arte nuestro, habrán de saludar en el grupo valioso y viril formado por los nuevos pintores –Ramos Martínez, Arguelles Bringas, Enciso, Rivera y De la Torre [...]– a la brava legión precursora y fundadora del renacimiento artístico; hijos del nuevo deleite del mundo, que ha encontrado un asunto no agotado por las épocas anteriores, "en el intenso amor a la mera piel y superficie de la tierra", según las palabras de William Morris [...] (Moyssén y Ortiz, 1999: 35).

El crítico continúa congratulándose de que el pintor se haya "formado solo [...] viendo pintar a Xavier Martínez", toda vez que la Academia, en su opinión, era un "plantel secularmente estéril y desautorizado, en donde un grupo de profesores somnolientos y amodorrados se obstinan en enseñar lo que nunca pudieron aprender"; por cierto, una idea común en el ambiente intelectual proclamada desde 1891 por Juan José Tablada.33

Los "nuevos pintores" son, en esa época, los que con nuevos ojos, técnica y paleta pintan a México en su realidad inmediata. Los que, saliéndose de los rígidos preceptos de la academia y sus modelos clásicos, deambulan por el país, por sus ciudades y pueblos, retratando a su gente tanto como el paisaje y las costumbres. Las posturas clásicas y las escenas bíblicas han quedado atrás. La nueva pintura aporta al clima de los nuevos tiempos otros temas y otras preguntas, abonando el campo cultural para la inminente explosión revolucionaria. En 1910 Enciso participa en la exposición de pintura organizada por el Doctor Atl en los patios de la Academia, para las fiestas del Centenario de la Independencia. Ahí destaca con el cuadro Anáhuac, que combina la influencia simbolista del momento con un fino naturalismo, evidenciando un nuevo tratamiento en la forma de representar al indio histórico, lejos ya de la retórica romántica y las posturas neoclásicas de la pintura histórica del siglo XIX.34 Miembro del Ateneo de la Juventud (Rioggano, 1988: 118), para esas fechas su pintura de caballete es ya reconocida como una pintura fresca, renovadora, pionera de lo que después críticos e historiadores llamarán Escuela Mexicana de Pintura, acaso escoltado por sus paisanos y viejos camaradas Murillo y Montenegro (Balderas, 2001), y el pintor potosino Saturnino Herrán (Garrido, 2004), la otra biografía que resume a esta época.

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En Historia del arte en México (1927), Juan José Tablada, poeta y el tótem crítico de la época (además de gran cronista del decadentismo decimonónico), le dedica el siguiente párrafo:

Jorge Enciso sigue cronológicamente a Julio Ruelas y en la escasa producción de nuestros paisajistas, su obra, aunque escasa, debe ser tomada en cuenta. Fue el primero de nuestros pintores a quien conmovieron los aspectos crepusculares y nocturnos de la naturaleza patria. Pintó con armonías neutras de gran distinción paisajes del lago de Chapala y de los pueblos que en flora y arquitectura son más típicos entre nosotros. Enciso, por su paleta de sombríos matices y colores en sordeña, podría ser llamado un pintor whistleriano.36

Y en las memorias de Inés Amor, la coleccionista de arte de la legendaria Galería de Arte México (fundada en 1935), encontramos esta semblanza:

Jorge Enciso para mí era un pintor de verdadero talento; si hubiera seguido su carrera de pintor seguramente hubiera alcanzado gran altura. He visto óleos de él que son una verdadera delicia: paisajes, cabezas mexicanas magníficas; pero sus inquietudes lo llevan por el campo de la investigación, tanto prehispánica como colonial. Su trabajo en la oficina de Monumentos Coloniales absorbió después todo su tiempo. Allí su papel fue importantísimo porque señaló el camino a otros investigadores. Él y Toussaint viajaban a pueblos lejanos, a ciudades con bellezas arquitectónicas; clasificaban y fotografiaban todo lo que valía la pena y así defendieron el valor de estas cosas. Su labor fue heroica, porque no contaron con la ayuda de nadie ni con presupuesto alguno. Llegaron a arriesgar su vida en ocasiones. Dentro de eso Jorge Espino fue siempre un personaje misterioso. Extraordinariamente bien parecido, muy elegante, guardaba su vida privada en el más profundo de los secretos. En todos los años que tuve de conocerlo no creo que haya yo tenido el privilegio de visitar su casa más de tres veces. Eso sí, cuando fui no escatimó en enseñarme sus tesoros. Tenía piezas precolombinas hermosísimas, que legó al Museo de Antropología. Pinturas y objetos coloniales que deberían estar en manos de la nación porque además de ser bellísimos eran documentos históricos importantes. También coleccionaba pinturas de sus compañeros, que lo estimaban como a pocos hombres de México (Manrique y Del Conde, 2005: 99).

Lo que me lleva a la segunda vocación creativa de Enciso: la de funcionario-investigador. Digamos que su afición por el México prehispánico lo llevó del coleccionista al fundador de instituciones en defensa del patrimonio nacional. Contemporáneo de Manuel Gamio, José Vasconcelos, los Caso (Antonio y Alfonso) y, por tanto, de los debates sobre la naturaleza del indio mexicano, de su pasado glorioso y de la constitución y futuro de la raza mestiza, en 1915 impulsó una línea de investigación para los códices que demandaba minuciosos estudios de los pictogramas.

En 1916, con el apoyo del gobierno de Venustiano Carranza, fundó el Departamento de Inspección de Monumentos Artísticos, del que fue nombrado inspector general, y creó el primer Reglamento para la clasificación de objetos y edificios históricos. Hasta antes de dejar el cargo, en 1920, había participado en el acopio, registro y estudio de invaluables materiales arqueológicos, mismos que pasaron al acervo del Museo Nacional de Antropología.37 En 1921 organizó, junto con Montenegro y el Doctor. Atl, la Exposición Nacional de Arte Popular para las fiestas del Centenario de la Consumación de la Independencia, misma que tuvo un éxito rotundo. Conforme al testimonio de Inés Amor, Enciso participó en numerosas jornadas de exploración arqueológica, muchas de las cuales compartió con Manuel Toussaint. Cuando participa en la fundación del Museo de Antropología en 1939, del que sería director y subdirector, éste integraba 447 inmuebles registrados como monumentos históricos desde el año en que fundó la Inspección de Monumentos Históricos.38 Muere en la ciudad de México en el año de 1969, a la edad de noventa años.

Su vida trascurre así en dos tiempos. Durante el primero, Jorge Enciso es un pintor inquieto de la provincia porfiriana (Guadalajara) que estudia pintura en el taller de un maestro extranjero (Bernaderlli) que se había formado en Italia y Francia y, por lo mismo, estaba al tanto de las novedades estilísticas y técnicas del momento (impresionismo, simbolismo, realismo, naturalismo); motivado por su maestro emigra a la ciudad de México donde prosigue sus estudios de pintura en la afamada Escuela Nacional de Bellas Artes, entonces aparentemente anquilosada en el viejo estilo academicista (neoclásico) cuyos temas difícilmente diferían del histórico y del religioso. Ahí entra en contacto con la efervescencia cultural de la ciudad de México, relacionándose con pintores discípulos y maestros de la propia academia, literatos, poetas, escultores, músicos y, en fin, una pléyade de intelectuales que encontraremos después animando los tiempos modernos desde diferentes trincheras culturales (revistas, periódicos y significativamente el Ateneo de la Juventud).

Para entonces su pintura es innovadora, libre de los patrones académicos del siglo pasado, y saludada como moderna. Ahí lo alcanza el estallido de la Revolución, justo dos meses después de participar en el Salón de Pintura consagrado a conmemorar el Centenario de la Independencia nacional, dando inicio al segundo tiempo, en el que de simple actor de la escena cultural se convierte en actor político y promotor de la escena cultural revolucionaria. Como Vasconcelos, Alfonso Caso, Manuel Gamio, Gerardo Murillo, Alfonso Reyes, Daniel Cosío Villegas y muchos otros, Enciso es un intelectual que participa en el desarrollo e instrumentación de la política cultural de los gobiernos posrevolucionarios. Desde ahí será un fundador de museos y un riguroso catalogador del patrimonio histórico cultural del país.

Volviendo a Anáhuac,39 la pintura con la que participó en la exposición conmemorativa del centenario, organizada por el Doctor Atl en los patios de la Escuela Nacional de Bellas Artes (antigua Academia de San Carlos) e inaugurada el 19 de septiembre de 1910 por el presidente de la República, general Porfirio Díaz, el realismo naturalista con que Enciso pintó al indio que simbolizaba el Anáhuac (el paraíso perdido) y a los elementos del paisaje que lo circundan (el lago, el volcán, el nopal) conllevan una implícita novedad en las formas de representar al pasado indígena, envuelta digamos en ese estilo desinhibido y atrevido propio del simbolismo modernista tan de moda en esa época (más presentes en Herrán que en Enciso, pero aún así compartidos) y tan alejada del estilo neoclásico, sobrio y solemne de la pintura histórica académica. Como su propia biografía, este cuadro desaparecido de Enciso sintetiza los nuevos valores que en torno a la pintura, y a la misma representación del indio, emergieron en el tiempo inmediato anterior al estallido revolucionario. Enciso describió su propio trabajo como "un gran indio de dos metros, que sorprendía al público acostumbrado a los mosqueteros y a las odaliscas",40 cuya postura evocaba tanto al sacrificio como al triunfo y cuya imagen resultaba acorde con el nacionalismo renovado que emergía de un clima cultural caracterizado por la recuperación del pasado indígena desde una perspectiva más realista.

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BIOGRAFÍA

LIBROS

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NOTAS

1 Este articulo sintetiza el contenido de una investigación que desarrollo como tesis de doctorado en el Programa de Posgrado en Historiografía (Humanidades, CSH–UAM). Vierto aquí mi propia forma de asumir la obra de arte en tanto documento histórico, y desarrollo mi propia estrategia de interpretación a partir de ciertas obras y autores que considero significativos del periodo que abarco (1867–1920).

3 Tendencia común en los campos de la crítica y la historia del arte. Por ejemplo, en Orozco, ¿pintor revolucionario?, Renato González Mello (1995: 20) realiza un "análisis formal" de un cuadro de José Clemente Orozco en el que "lee" ciertos aspectos que le permiten ubicar los años aproximados de su elaboración. Según el autor, con este método "[...] será posible avanzar sobre medidas sólidas, a condición de que en un primer acercamiento se omitan referencias externas a lo que se describe, y que se vean las relaciones entre los elementos de la imagen, sin intentar aislarlos unos de otros. El orden que quiero seguir para leer el cuadro en cuestión es el siguiente: el material, la pincelada, la línea (o la mancha), las figuras, la composición, lo que se representa y el título". Las cursivas son mías.

4 Estoy suponiendo aquí como válidos los planteamientos que Peter Burke desarrolla en Visto y no visto. El uso de la imagen como documento histórico (2001), donde sostiene que las obras de arte constituyen testimonios que evidencian las formas de representación simbólica vigentes en una sociedad dada y donde expone una estrategia de aproximación a los objetos estéticos que da prioridad a los significados sociales que entran en juego en el momento de la recepción, de tal manera que su interpretación no se asume en el proyecto de una historia de la mirada, del arte o de la imágenes, ni plantea que aquéllos sean textos ni que impliquen gramáticas cuyas reglas sólo están disponibles a los expertos, sino tan sólo que los documentos de arte constituyen evidencias históricas sobre las formas de ver y representar una época determinada. Como tales, su apreciación implica reconocer no sólo los tiempos en los que fueron realizados, sino los formatos en los que se nos presentan, las formas discursivas que conllevan y los argumentos que despliegan, tomando en consideración el horizonte cultural en que se exhibieron y los espectadores para los cuales fueron realizados (coleccionistas, público). Pone el énfasis, entonces, "en el contenido intelectual de las obras de arte, en la filosofía o teología que llevan implícitas".

5 Según José Miranda (1959) esta tradición hablaba del origen del poder del soberano, que lejos de ser divino se generaba mediante un pacto entre el pueblo y el monarca. Este pacto obligaba al rey a consultar al pueblo en determinados casos o bajo ciertas circunstancias; ése era precisamente el papel de las cortes medievales. Miranda dice que esta tradición generaría un liberalismo mexicano católico muy poco estudiado. En fin, el punto aquí es que esta tradición reconocía también los derechos del Estado llano frente a las exigencias del poder, y el único Estado llano posible en la Nueva España era el de los criollos, quienes desconfiaban de las exigencias abusivas de la Corona y se sentían afectados en sus derechos naturales. Es posible, así, pensar que el espíritu criollo que apoyó las ideas liberales de ultramar, radicalizando sus posturas hasta concebir la Independencia como condición sine qua non para el establecimiento de un Estado liberal con derechos y leyes propias, se alimentó de esta doctrina medieval (neoescolástica) que reconocía el esfuerzo, los derechos y las propiedades del Estado llano. Esta es quizá la raíz de origen, pues las cortes nunca existieron en México.

6 Ricardo Pozas Horcasitas (2006) asume el tema de la modernidad como un periodo de la historia del mundo con diversas épocas, entre las que destaca el siglo XIX por la irrupción del Estado soberano como sujeto histórico de la nación, una verdadera ruptura e innovación en términos de la organización política de las sociedades respecto del absolutismo ilustrado europeo del siglo XVIII. En la larga historia de la modernidad, el autor distingue varias épocas por las que habría transitado, desde su irrupción en el renacimiento italiano del Quattrocento hasta los tiempos contemporáneos, caracterizados por la globalización del mercado mundial y el achicamiento de los Estados nacionales (que hacen pensar en un nuevo orden posmoderno de organización social). En su visión, un tanto lineal y desarrollista ("renacimiento-edad de la razón-ilustración-liberalismo-revolución"), la ideología encargada de construir al Estado moderno (soberano, laico, reglamentado por una Constitución, con derecho al uso legítimo de la fuerza) fue la liberal, a la que considera heredera directa de la Ilustración.

7 Véase, por ejemplo, el apartado de las conclusiones en la Historia del Virreinato, tomo 2, de la magna enciclopedia México a través de los siglos (Riva Palacio, 1884-1889).

8 Véase el "Comunicado acerca de los indios, labradores y artesanos", Correo Semanario de México, núm. 18, México, 1827; citado en Ida Rodríguez Prampolini (1988).

9 Por ejemplo, Mallon encuentra que en la historia del campesinado se tiende a recrear dos estereotipos: uno, "que la vida diaria del campesinado contiene poca política, mucha economía, y mucha cultura tradicional "; y dos, "que la identidad comunitaria y política del campesino es transparente, poco cambiante, fácil de discernir".

10 Citado por Daniel Schávelzon (1988: 128).

11 Francisco M. Jiménez, el ingeniero autor del basamento del monumento a Cuauhtémoc escribió en la exposición de motivos los argumentos que inspiraron su obra: "He creído también que la mejor manera de honrar el heroísmo y sacrificio de una raza tan valiente y llena de abnegación por su patria, raza que también poseía una civilización bastante avanzada para su época y sus costumbres, es poner de manifiesto su adelanto en el arte, escogiendo sus formas generales y su ornamentación, por lo que he tomado para el desarrollo de este proyecto detalles de las ruinas mencionadas, no queriendo, de intento, tan sólo tomar el carácter de la arquitectura azteca sino el de las ruinas de varias partes del país, con el objeto de poner de manifiesto el adelanto de la arquitectura en las partes que hoy componen la República Mexicana". Citado por Vicente Reyes (1988: 115).

12 En verdad, el revival neoprehispanista aparecerá intermitentemente a lo largo del siglo XX dependiendo de los "enfoques" culturales observados por las administraciones posrevolucionarias. Por ejemplo, sobre el pabellón mexicano de la Feria de Sevilla de 1930, véase a Mauricio Tenorio Trillo (1998).
Por otra parte, dos posiciones encontradas al respecto ilustran esta búsqueda y su posterior rechazo: una, la de Luis Salazar (1988: 150 y ss.), defendida durante los trabajos del XI Congreso Internacional de Americanistas celebrado en la ciudad de México en 1895: "Que se sigan estos ejemplos [el monumento a Cuauhtémoc y el pabellón de México en la Exposición Internacional de París en 1889], y en lo sucesivo la arquitectura pasará según las aspiraciones de la forma que se inicia, y según el temperamento, la educación artística y las facultades de cada arquitecto, por todas las reminiscencias más variadas; la adaptación, el remozamiento, las imitaciones más escrupulosas y más fantásticas de todos los estilos conocidos, y antes empleados en nuestro suelo natal. En estas resurrecciones al uso contemporáneo, así como en estos arreglos y combinaciones de ornatos y perfiles, el gusto personal, la destreza de mano, el sentido instintivo de la armonía entre los elementos tomados al pasado y su aplicación moderna, todas esas cualidades absolutamente individuales del arquitecto desempeñarán el papel preponderante y libre de la composición arquitectónica mexicana del porvenir: 'Que se avance resueltamente en la nueva vía; que se ensayen atrevidamente por la nueva generación de nuevos arquitectos mexicanos combinaciones inéditas. Aun cuando algunas resulten desgraciadas, que no se detengan por las imperfecciones que sobrevengan. Hay que alentar incondicionalmente todo lo que tienda a innovar la rutina [...]. México en el pasado vio nacer y morir una arquitectura propia, de verdadera originalidad, llena de grandeza y de sencillez en su construcción y de riqueza en su ornamentación, y es preciso que hallándose ya maduro el campo de las ideas para inspirarse en las monumentales construcciones arqueológicas que tenemos, se pase al campo de la acción creando una arquitectura moderna nacional' ".
Y en segundo lugar, la del arquitecto Francisco Rodríguez, reseñada por Manuel F. Álvarez (1988: 157 y ss.): "Fuera de estos casos, que juzgo verdaderas excepciones dentro de la regla general, no hay que atreverse a otros ensayos, so pena de caer en el ridículo, como, no vacilo en decirlo, sucedió con el pabellón que en 1889 expuso en París nuestros productos nacionales [.]. En ese edificio no hubo distinción de forma ni distinción de necesidades: miembros arquitectónicos de todos los estilos exornaron el conjunto, ocupando el lugar que convino; se fracturó la estructura sin piedad y la decoración tomó el vuelo de la fantasía. [.]. Pudiera decirse que hubo un motivo fundado para intentar un renacimiento de arquitectura aborigen, y ¿cuál?, preguntaré, ¿acaso caracterizar el pabellón de México? No. Porque esto es desconocer el objeto de los pabellones de exposición, edificios de creación moderna que deben llevar impreso el sentimiento estético de la civilización contemporánea y reflejar del mejor modo el estado que guarda la arquitectura y las artes en general en el país que concurre al certamen; para que así como en el interior del pabellón se muestran los adelantos en los diversos ramos, el edificio mismo como obra artística llene su papel de ser la más enérgica manifestación del espíritu del pueblo a quien representa. ¡Nuestro edificio nos exhibió en época anterior a la conquista española! ¡Con cuán poco acierto! Pretendióse hacerlo azteca, pero se tomaron sin el menor escrúpulo elementos arquitectónicos de las civilizaciones del mundo antiguo, haciéndoles desempeñar funciones diversas de las que les correspondían originaria y racionalmente. El resultado de ese proyecto fueron las más acerbas críticas a nuestra cultura [...]. ¿El fracaso del pabellón mexicano de 1889 logrará evitar nuevas tentativas en el mismo falso camino? ¡Ojalá!, lo espero y lo deseo ardientemente; que una reflexión atenta y juiciosa frustre que en lo sucesivo se apliquen los fragmentos de nuestras ruinas en los edificios de la época moderna. Mejor será que guardemos con más veneración las reliquias sagradas de un pueblo, de una raza, de una civilización sacrificada en el albor de su vida y que perdiose para siempre en la eternidad".

13 Sigo aquí a Rafael Barajas Durán (2002). Véase también a Eduardo Báez Macías (2009).

14 Rafael Barajas sostiene que el proyecto cultural de Maximiliano era tan liberal como el de Juárez, impulsando incluso en la Academia la factura de pinturas con temas indigenistas y retratos propios del panteón liberal insurgente (Barajas, 2002: 151).

15 Entre los que destacan los jaliscienses Roberto Montenegro, Gerardo Murillo, José Clemente Orozco y Jorge Enciso; el guanajuatense Diego Rivera; el potosino Saturnino Herrán y el chihuahuense David Alfaro Siqueiros, entre otros igual de célebres.

16 Dice Altamirano de este cuadro: "El artista J. Obregón, contemporáneo de Parra, ha seguido también el camino de la originalidad consagrándose a la pintura de asuntos mexicanos. La invención del pulque se intitula un bello cuadro suyo, que ha adquirido también la Escuela de Bellas Artes, y que representa el pasaje histórico o legendario de la invención de la bebida regional que se llama pulque" (Altamirano, 1988: 223).

17 Otra vez Altamirano: "De todos modos, Parra tiene ya un carácter propio que no debe abandonar, sino desarrollar hasta la perfección. Él ha iniciado una escuela verdaderamente nacional, y por bellas que puedan ser las extranjeras, le cabrá mayor gloria en engrandecer la suya que en imitar las ajenas, como lo han hecho los pintores de la Academia, que se han quedado siendo pálidos imitadores de la pintura religiosa" (Altamirano, 1988: 223).

18 La así llamada pax porfiriana.

19 Por ejemplo, la irrupción del sindicalismo como ideología laboral promovida desde el Estado; la creación de la Secretaria de Educación Pública como proyecto cultural del Estado revolucionario; las políticas agrarias tendentes al reparto agrario; etcétera.

20 Digamos que desde los ateneístas hasta los estridentistas y contemporáneos, pasando por la nueva novela (la de la Revolución Mexicana).

21 Desde los pintores académicos modernistas como Julio Ruelas, Jorge Enciso y Saturnino Herrán hasta los nacionalistas–colonialistas como Jean Charlot, Fermín Revueltas, Ramón Alva de la Canal, y los muralistas revolucionarios como Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros

22 Desde José Guadalupe Posada hasta Leopoldo Méndez y Ernesto García Cabral.

23 De Antonio Rivas Mercado a Carlos Obregón Santacilia.

24 Desde Manuel M. Ponce y Silvestre Revueltas a Carlos Chávez y José Pablo Moncayo.

25 Esta interrogación por lo mexicano es inaugurada por Antonio Caso, quien en 1924 publica El problema de México y la ideología nacional, adelantándose a La raza cósmica (1925) de José Vasconcelos, y llega a su clímax con el texto El perfil del hombre y la cultura en México, que Samuel Ramos publica en 1934.

26 Aunque ciertamente de una manera paternalista y retórica que al paso del tiempo derivó en manipulación y demagogia.

27 Una nueva moda que caracteriza también a la literatura, las artes decorativas y la arquitectura.

28 Según Xavier Moyssén y Julieta Ortiz Galán (1999: 29): "[...] el llamado Renacimiento mexicano es un concepto que se manejó en el contexto porsrevolucionario para referirse, en tono laudatorio, a las diversas manifestaciones pictóricas de la época, y encontró su status consagratorio con la publicación del libro de Jean Charlot titulado The Mexican Mural Renaissance, 1920-1925, publicado en los años sesenta. Pero el 'rebrotar de las artes', como dijera Alfonso Reyes, se venía gestando desde años atrás, cuando se detecta en el discurso crítico la conciencia clara de una renovación artística impulsada por cambios tanto de la obra de arte en sí misma, como de su sentido e inserción dentro del entorno social".

29 Conforme a la propuesta de este autor, los cohortes generacionales agruparían a los siguientes artistas que he considerado representativos de su época: 1860–1874: Generación Azul o Modernista, integrada por Leandro Izaguirre (1867–1941) y Joaquín Clausell (1866–1935); José Obregón, Félix Parra, José María Velasco y José Guadalupe Posada son una generación anterior (1845–1859); 1875–1889: Generación Roja o Revolucionaria, en la que se encuentran Gerardo Murillo o Dr. Atl (1875–1964), Jorge Enciso (1879–1969), Marius de Zayaz (1880–1961), Rafael Ponce de León (1882–84 a 1909–10), José Clemente Orozco (1883–1947), Diego Rivera (1886–1957), Ángel Zárraga (1886–1946), Roberto Montenegro (1887–1968) y Saturnino Herrán (1887–1918); 1890–1904: Generación Epirrevolucionaria, del 15 o Fundadora (fundación y autognosis), en la que encontramos a Ramón Alva de la Canal (1892–1985), David Alfaro Siqueiros (1898–1974), Rufino Tamayo (1899–1991) y Fermín Revueltas (1901–1935); 1905–1919: Generación de 1929 (rebeldía e institucionalidad), en la que se encuentran Juan O'Gorman (1905–1982), Jorge González Camarena (19081980), José Chávez Morado (1909–2002) y Raúl Anguiano (1915–2006); y 1920–1934: Generación de Medio Siglo o de la discrepancia (crítica y cosmopolitismo), en la que se encuentran Manuel Felguérez (1928), Alberto Gironella (1929-1999), José Luis Cuevas (1933) y Helen Escobedo (1934).

30 Félix Bernardelli (Río Grande do Sul, 1862–Guadalajara, 1908), el visionario artista brasileño que en 1892 abrió un taller de pintura en la ciudad de Guadalajara por el que pasaron artistas fundamentales como el Doctor Atl, Roberto Montenegro, Rafael Ponce de León y José María Lupercio.

31 Página del Museo Claudio Jiménez Vizcarra, www.museocjv.com/jorgeencisomuralismo.htm (última lectura: 5 de julio de 2009).

32 En la reseña que Fausto Ramírez (2001: 271) hace del texto de Arturo Camacho (1997), sostiene que éste reconoce la introducción del modernismo tapatío en los trabajos y taller de Félix Bernardelli, a cuyos discípulos Roberto Montenegro, Jorge Enciso y Rafael Ponce de León designa como "los precursores del arte contemporáneo de México".

33 Véase Adriana Sandoval (1992: 159). Finalmente la Academia de San Carlos entra en crisis en el año de 1911, cuando estalla una huelga estudiantil que se prolonga por más de siete meses, durante los cuales los estudiantes "abren" una academia libre en los jardines de La Ciudadela.

34 Véase aquí también, en esta línea de "pintura nueva", el tríptico La leyenda de los volcanes (o La leyenda de Iztaccíhuatl), que Saturnino Herrán pintó en 1910 también para la exposición del Centenario.

35 Ilustración tomada del libro de Jean Charlot, Mexican Art and the Academy of San Carlos, 1785–1915, University of Texas Press, Austin, 1962; véase Teresa Eckmann (2005: 64).

36 Véase Juan José Tablada, Historia del arte en México, Compañía Nacional Editora "Águilas", México, 1927, citado en www.museocjv.com, página del Museo Claudio Jiménez Vizcarra, donde el lector encontrará también semblanzas y materiales del autor. Un estudio sobre la etapa crítica de Tablada en los años que aquí se revisan puede consultarse en la obra de Adriana Sandoval (1992).

37 Por ejemplo, un seguimiento de la sección cultural del periódico Excélsior a lo largo de 1918 muestra diez notas relacionadas con Enciso, evidenciando su intensa vida de "hombre entre dos siglos": así como cataloga los monumentos artísticos de Puebla y Tlaxcala, organiza el Museo de Historia de la Ciudad de Tlaxcala y crea los de los conventos de Tepotzotlán (arte colonial) y Churubusco en su calidad de inspector general de Monumentos Artísticos; como artista intelectual participa en la exposición anual de pintura de la Escuela Nacional de San Carlos (Bellas Artes), de enorme tradición; asiste al funeral del reconocido pintor Sartunino Herrán, quien como vimos fue precursor como Enciso de la Escuela Mexicana de Pintura, y participa en una reunión de destacados intelectuales (pintores, escritores, poetas, músicos, escultores...) con el fin de discutir estrategias para "crearle ambiente al arte" y "propaganda cultural". Véase Margarito Sandoval Pérez, "Noticias y opiniones sobre música y artes plásticas en el periódico Excélsior durante 1918", en Julieta Ortiz Galán (2002).

38 El acervo recopilado por el Departamento de Inspección de Monumentos Artísticos y el Museo Nacional de Antropología se encuentra resguardado hoy en día en el Archivo Geográfico Jorge Enciso, que registra 64 mil expedientes sobre intervenciones en los monumentos históricos de todo México, integrando entre otros importantes documentos 22 mil planos que datan del siglo XVI al XX, ubicados en la planoteca, y el Fondo de Expedientes, que detallan las intervenciones realizadas en los monumentos históricos del país, es decir, edificaciones desde 1521 hasta finales del siglo XIX. Véase el artículo: "Dan el nombre de Constantino Reyes–Valerio a una fototeca del INAH. También se honró a Jorge Enciso y a Jorge Gurría Lacroix", México, Notimex, 29 de abril de 2009, en www.munhispano.com/index.php?nid=255&sid=6317848 (última lectura: 30 de mayo de 2009).

39 La imagen que aquí reproduzco del Anáhuac de Jorge Enciso la obtuve del trabajo de Teresa Eckmann (2005), y no se especifican ni las medidas ni la técnica.

40 Testimonio oral de Jean Charlot, citando a Enciso ("a big Indian two meters high. It shocked people accustomed to musqueteers and odalisques"), en Eckmann (2005: 63).

41 Fotografía obtenida de Fausto Ramírez y Jaime Moreno Villareal (2009: 79).

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