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Sociológica (México)

On-line version ISSN 2007-8358Print version ISSN 0187-0173

Sociológica (Méx.) vol.24 n.70 Ciudad de México May./Aug. 2009

 

Notas y traducciones

 

¿Sociología posclásica o declive de la sociología?1

 

Michel Wieviorka

 

 

RESUMEN2

La sociología clásica alcanzó su apogeo con el funcionalismo parsoniano; luego se des-estructuró hasta desintegrarse. Los debates sobre la posmodernidad (a los que siguieron los de la globalización) constituyen etapas decisivas de esta descomposición, donde surge un fenómeno de primera importancia: el regreso al sujeto, un concepto susceptible de devolver un sentido al proyecto sociológico. En efecto, la hipótesis del sujeto aporta una perspectiva renovada que se interesa por el sujeto corporal, las condiciones de aggiornamento de las instituciones, los movimientos sociales e, incluso, por comprender la violencia y las condiciones definidas por la opresión, el rechazo y la dificultad de los individuos para construir su existencia, así como para producir sus propias decisiones. La hipótesis del sujeto permite reflexionar también sobre el futuro de la sociología y el eventual lugar del compromiso del sociólogo en la sociedad, con frecuencia dividido entre, por un lado, el rol de experto, absorbido por la práctica profesional y, por el otro, las posiciones hipercríticas.

PALABRAS CLAVE: Sociología clásica, posmodernidad, globalización, sujeto, compromiso.

 

ABSTRACT

Classical sociology reached its zenith with parsonian functionalism, was then prey to destructuring, to end up in disintegration. The discussions on posmodernity, and later, globalization, reflect the crucial steps in this disintegration, succeeded by the emergence of a major event: the reappearance of the subject, promising to confer meaning to the sociological project anew. Indeed, the hypothesis of the subjects contibutes to the conditions for the aggiornamento of the institutions, social movements, or else violence and behaviors induced by oppression, rejection, the difficulty to build up an existence, to bring forth one's own choices. It also enables to consider sociology's future and the sociologist's status and possible commitment, divided as he or she is between the role of the expert or an immediately professional practice, on the one hand, and hypercritical positions, on the other.

KEY WORDS: Classical sociology, postmodernity, globalization, subject, commitment.

 

LA SOCIOLOGÍA CLÁSICA QUEDÓ ATRÁS. Su apogeo data de los años cincuenta, el momento en que el funcionalismo triunfa. La ambiciosa tentativa para articular los pensamientos de los autores clásicos de la disciplina (comenzando por Max Weber, Emilio Durkheim y Wilfrido Pareto, así como el economista Alfred Marshall) en el orgulloso dispositivo teórico elaborado por Talcott Parsons desde finales de la década de los treinta, con su libro The Structure of Social Action, ha constituido el máximo de integración que jamás haya conocido la sociología. Su tesis de la convergencia lo ha convertido en el teórico de la unidad intelectual de las grandes corrientes del pensamiento social; la encarnación de una síntesis de la cual sus predecesores no habrían podido tener conciencia. Aunque esta obra se ha revelado como una suerte de gigante con pies de barro y, desde los años sesenta ha entrado en un proceso de descomposición. Desde afuera de la sociología, por movimientos sociales que vienen desmintiendo en cierta forma su validez (incluso en Estados Unidos), pero también desde adentro, con el incremento de las corrientes que, buscando renovar las aproximaciones de la disciplina, han traducido la descomposición y el fracaso de la síntesis parsoniana.

De principio, concebir el momento parsoniano como el apogeo de la sociología clásica sugiere que desde mediados del siglo XX una crisis cada vez más profunda la ha afectado, enfrentándola a tendencias centrífugas que la orientan a su desintegración. Ello también introduce una interrogación fundamental sobre el futuro de la sociología: ¿Acaso se encuentra condenada a des-estructurarse hasta perder toda importancia en la vida intelectual?; ¿no se encuentra más bien en medio de un tránsito, de un llamado a transformarse, operando su propia mutación para entrar en una era posclásica, asegurándose así un lugar respetable en la reflexión del pensamiento social? La perspectiva de una larga desarticulación, de un aggiornamento, que está lejos de ser acabado, ¿implica el abandono puro y simple de los grandes paradigmas de nuestra disciplina?; ¿no apela lo anterior, por el contrario, a que reflexionemos asimismo sobre las continuidades que podrían tornar el uso de la palabra "sociología" en algo legítimo y sostenible?

 

EL PRINCIPIO DE LA DESINTEGRACIÓN DE LA SOCIOLOGÍA CLÁSICA

En los años sesenta y setenta todavía era posible proponer una imagen relativamente integrada de la sociología a partir de cuatro puntos cardinales.3

Un primer conjunto de trabajos estuvieron constituidos por la tendencia a encontrar inspiración en el funcionalismo parsoniano. Al terminar la Segunda Guerra Mundial, numerosos investigadores de diferentes partes del orbe continuaron las enseñanzas de Talcott Parsons o de sus seguidores más próximos, y contribuyeron a difundir el pensamiento en el que estaban más o menos inspirados, favoreciendo enseguida la internacionalización de esta perspectiva sociológica. La influencia del funcionalismo ha sido largamente reproducida más allá de Estados Unidos, incluyendo a países del bloque comunista, en donde la sociología académica -la única capaz de ser verdaderamente representada en los congresos internacionales como los organizados por la Asociación Internacional de Sociología (AIS)- estuvo dominada por dichas orientaciones. El funcionalismo desarrolló la imagen de una sociedad que idealmente puede equipararse a una pirámide integrada con un vértice de valores, normas, roles y expectativas de roles, interesándose en los fenómenos de la estratificación y la movilidad social. Acomodándose en variantes de izquierda (y eventualmente de un cierto marxismo), así como de derecha, no desapareció súbitamente de la escena intelectual. En los años setenta y ochenta se dieron importantes tentativas, como la de Jeffrey Alexander,4 para salvar líneas enteras de dicha reflexión, elaborando un llamado neofuncionalismo capaz de responder a las críticas más duras, siempre bajo la mirada orientadora de Parsons. No obstante, estos esfuerzos no pudieron restaurar la supremacía intelectual del funcionalismo de los años cincuenta.

Un segundo conjunto de investigaciones revelan un pensamiento crítico largamente asociado con el estructuralismo. La crisis de los movimientos sociales y políticos de los sesenta (usualmente la sola evocación del año 1968 resulta suficiente para simbolizarlos), así como las referencias a Marx, Nietzsche y a la segunda escuela de Francfort animaron trabajos que desarrollarían una aproximación crítica. De cierta manera, este enfoque se encuentra cercano al funcionalismo o establece algunos lazos con él (incluso en esa época se habló del "estructural-funcionalismo"). En sus versiones críticas, el marxismo de Nicos Poulantzas y, sobre todo, de Louis Atthusser, denunciaron al Estado y sus aparatos al servicio del capital, y analizaron la reproducción de las relaciones de producción, suscitando investigaciones donde los principales temas fueron los de la ciudad, con la relevante participación de Manuel Castells; y en Francia nada menos que el tema de la escuela, con los importantes trabajos de Christian Baudelot y Roger Establet. Por otra parte, el neomarxismo de Pierre Bourdieu, más sensible a las dimensiones culturales de la reproducción de la dominación social, ejerció una influencia considerable que no sería nunca negada. En tanto, la obra de Herbert Marcuse (particularmente su descripción del hombre unidimensional) tendría un éxito innegable al beneficiarse de los movimientos estudiantiles. Alejándose claramente del marxismo, otras orientaciones del pensamiento crítico fueron reconocidas en el pensamiento de Michel Foucault, con su denuncia de la microfísica del poder que se ejerce en mil y un lugares. Igualmente, de cierta manera también lo fueron en el análisis del poder en las instituciones totales, como en el caso del asilo psiquiátrico, que propone Irving Goffman.

Una tercera orientación importante de la sociología se interesaría por los sistemas políticos; en la estrategia y la racionalidad de sus actores, que igualmente encuentra sus aplicaciones en el análisis de las relaciones internacionales, de la paz y de la guerra (con la participación notable de Thomas Schelling y Raymond Aron), así como en los análisis de las grandes organizaciones (por ejemplo, con Herbert Simon o Michel Crozier).

Finalmente, una cuarta orientación significativa de la disciplina coloca a los conflictos en el corazón de la vida colectiva, interesándose por los actores y por los movimientos sociales. Esta tendencia encuentra su inspiración en un cierto marxismo (sobre todo el que se refiere al joven Marx) que surge después de la "ruptura epistemológica" a la cual se refiere Althusser. Se trata de una corriente que se apartaría claramente del funcionalismo, sobre todo en la obra de Alain Touraine, pero que no rompería necesariamente de manera completa con él, como lo pueden suponer las lecturas, por ejemplo, de las obras de Lewis Coser sobre el conflicto, en la cuales su inspiración se remonta hasta Marx, pero también a George Simmel.5

Esta estructuración de la sociología, presentada aquí de forma sumaria, no pone en cuestión la dominación del funcionalismo, y en todo caso no proporciona la imagen de su total desintegración. Más aún, si los debates ideológicos pueden revertir los procesos agudos de crisis, sobre todo en los países marxistas y no marxistas (o antimarxistas). Es cierto que podemos pasar fácilmente de una representación llamada marxista de las clases sociales a otra fundada sobre las categorías de la estratificación social. Igualmente es verdad que una figura importante del pensamiento marxista como Gramsci (gran redescubrimiento de principios de los años setenta) puede leerse desde una perspectiva funcionalista. Evidentemente, eso que podría todavía entenderse en la década de los sesenta como una crisis mayor del funcionalismo estadounidense (bien analizada como tal en esa época por Gouldner),6 es el inicio de un declive histórico del pensamiento que encarna el máximo de integración posible para la sociología clásica.

 

LA DESARTICULACIÓN

Lo anterior, que no sería más que una primera fase de la desintegración, se aceleró considerablemente en los años setenta. Por ello, al mismo tiempo que los paradigmas del funcionalismo se volvían cada vez más una receta, otros grandes modelos de la sociología se transformarían, se separarían y dejarían su lugar a otros nuevos. Aunque hay que aclarar que si estos últimos cuentan con nuevos atavíos, a veces parecen más bien un retorno a los modos de pensamiento puestos a prueba desde hace mucho tiempo atrás.

El pensamiento crítico conoció su punto más elevado en los años setenta, aunque la mayoría de las veces se convirtió en un discurso que pareció aportar la versión o legitimación científica de los movimientos de protesta política, tomando posiciones izquierdistas o radicales. Luego entró en una fase de declive, al mismo tiempo que se borraron el izquierdismo y las ideologías de ruptura revolucionaria (u otras), en un contexto en el que prosperó el pensamiento neoliberal y se perfiló el fin de la guerra fría. El pensamiento crítico, sin embargo, no ha desaparecido del todo: parece quedar ahí para no ser más que un pensamiento acartonado referente a la alienación y a la falsa conciencia preocupado más por denunciar a los poderes, poniendo por delante los determinismos inexorables, que por analizar la vida social. O bien, disociado de la sociología, para animar a corrientes hipercríticas que se reclaman, como se comentará más adelante, como pertenecientes al posmodernismo, por ejemplo, en los gay and lesbian studies.

Como lo ha dicho Alain Touraine en su prefacio a la traducción al francés del libro de Hans Joas, La créativité de l'agir, la sociología de la decisión ha "empujado siempre más lejos a los estudios de las estrategias racionales, pero elaborados en ambientes complejos y altamente imprevisibles" (p. III). Al mismo tiempo, la reflexión estratégica, aplicada a las relaciones internacionales y a la guerra, ha sido desestabilizada por el incremento del terrorismo internacional desde el islamismo; la tendencia a la privatización de la violencia; el debilitamiento de numerosos Estados; la multiplicación de los conflictos llamados de "baja intensidad"; así como por la desaparición de la distinción entre civiles y militares en la mayor parte de los escenarios de violencia armada (el universo de Von Clausewitz, que todavía fascinaría a Raymond Aron, se encuentra ya en nuestro pasado; las reglas clásicas de la guerra son hoy obsoletas). En buena parte las amenazas y los desafíos son inéditos, imprevistos, y el fin de la guerra fría ha venido a amplificar las consecuencias de esta evolución. Digámoslo en una palabra: la sociología de la decisión, y más ampliamente eso que se puede llamar la sociología política, más bien se ha reducido a los análisis de conductas para proyectar estrategias muy limitadas, pues son manejadas por actores que no tienen más que una débil capacidad para pensarlas en relación con sistemas de acción que aparecen muy inciertos. Para los seguidores de esta perspectiva, la tarea ha devenido cada vez más difícil porque el actor y el sistema se corresponden muy poco.

Al mismo tiempo que los actores y el sistema parecen disociarse en la sociología en beneficio de ciertas perspectivas críticas (que se caracterizan por ser meramente un discurso de denuncia) y de algunas perspectivas estratégicas que apuestan por una mirada muy estrecha se abre un espacio a las corrientes hasta entonces consideradas como minoritarias. Entra ellas están las que parten de un interaccionismo simbólico y una fenomenología que encuentran cobijo en diversas expresiones de la que se ha llamado la Escuela de Palo Alto (con Erving Goffman a la cabeza) y la etnometodología. Estas corrientes se proponen estudiar las interacciones a través de las cuales se construye la vida social, abandonando de hecho, en lo esencial, todo aquello que remite a la historia y a la política, concentrándose sobre todo en la experiencia de la vida cotidiana. Una variante de estos recorridos (que sin embargo toma una distancia real con ellos) es la aportación de los enfoques llamados de los "convencionalismos" (Luc Boltanski y Laurent Thévenot), que pretenden dar cuenta de la forma en la cual se constituyen las lógicas colectivas a partir de los acuerdos y compromisos entre los actores; no a través de juegos, sino más bien a partir de las justificaciones en las que reposan dichos acuerdos y compromisos. Otras corrientes han pretendido (con el debilitamiento del funcionalismo, ahí donde es posible encontrar un marxismo fuerte) reemplazar el vacío de la sociología proponiendo todo lo contrario de un gran sistema o un gran discurso, desarrollando la idea de que la sociología no puede descansar sino en el postulado del individualismo metodológico. Con ello reducen, de hecho, los componentes sociales a individuos localizados en el mercado. Estas corrientes se han adecuado al ambiente y se han acompañado de la vaguedad ideológica, política y económica neoliberal. Esta ha sido su expresión sociológica, la cual explica que se debe partir de los componentes individuales para comprender la vida social que, según ellos, se organiza, estructura y transforma a partir de su agregación. Al mismo tiempo, estas corrientes utilitarias han desarrollado la idea de los "efectos perversos": resultados no intencionales de la acción, que derivan precisamente de la agregación de los cálculos y los intereses individuales -idea que Albert Hischman ha desenmascarado por su carácter profundamente reaccionario.

En fin, que el grado cero del pensamiento sociológico padeció, a principios de los años ochenta, el rechazo de los grandes sistemas, de los cuales el funcionalismo parsoniano y el marxismo fueron sus dos principales ilustraciones, y construyó con elegancia una visión des-socializada de la vida social, reducida a la conmoción de los individualismos y a la imagen del vacío social.

 

EL MOMENTO POMODERNO

La descomposición de la sociología clásica, ¿no es simplemente una de las expresiones de la crisis de la modernidad y de su desplazamiento por la entrada en una era posmoderna? Esta hipótesis tardó una decena de años en constituirse, luego de animar importantes debates internacionales en los años ochenta.

Una primera fase se caracterizó por los debates e interrogaciones de finales de los años sesenta, en tanto que se comenzó a hablar de la sociedad posindustrial (Daniel Bell, Alain Touraine). En una coyuntura de cambios culturales y sociales relevantes se colocaron los primeros argumentos y las primeras variantes de la crítica pos-moderna de la modernidad y de sus temas correlacionados, particularmente los debates poscolonial y posnacional.

De Augusto Comte a Max Weber, la sociología clásica ha estado profundamente asociada a la modernidad, en tanto que se esforzó en pensarla, al punto de que podría llamársela sociología moderna. Hacia finales de la década de los setenta, sin embargo, las propuestas, tesis y debates sobre la posmodernidad constituyeron una ruptura, no tanto porque se propusiera un nuevo herramental analítico, sino en razón del diagnóstico histórico que proponían. Los teóricos de la posmodernidad no inventaron nuevas categorías ni consiguieron la introducción masiva de nuevos paradigmas provenientes del seno mismo de las ciencias sociales o de otros lados (sobre todo de la arquitectura). Sí subrayaron la urgencia y la necesidad de pensar un cambio histórico marcado, esencialmente, por la idea de una fractura de lo que la modernidad ha articulado o que aún podría llegar a reunir. En primer lugar, lo propio del pensamiento posmoderno (en sus innumerables variantes) es haber disociado las categorías fundadoras de la modernidad. Con ello marcó la separación irreductible de la objetividad y la subjetividad; de la razón y sus identidades; del mercado y de las técnicas por un lado, y de sus particularismos culturales, por el otro. En segundo lugar, tomó conjuntamente (contra la herencia de la filosofía de la Ilustración) el rostro de las convicciones, de las identidades y de los propios particularismos culturales. La posmodernidad ha teorizado sobre el proyecto moderno de imponer a la razón frente a la tradición hasta el punto de producir un cuestionamiento de la racionalidad misma, lo cual ha alimentado las imágenes de una modernidad descompuesta o (como lo dicen numerosos autores en el presente) de modernidades múltiples (según un importante coloquio en Jerusalem en julio de 1999): ahí donde la modernidad luchó contra las creencias, afirma Serge Moscovici, la posmodernidad cuestiona el conocimiento, al punto de que "nuestra visión posmoderna retoma en lo esencial un número de tratados que reconoceríamos en otras ocasiones como antimodernos".7

En ciertos casos las tesis posmodernas, animadas por los avatares del pensamiento de la "deconstrucción", han podido reunir en su conjunto la negación misma de todo proyecto sociológico. Para cierto número de autores, la crisis de la modernidad no puede más que alimentar el propio fin de la sociología. La explosión misma de lo posmoderno en esta disciplina (por ejemplo, en distintos sociólogos más o menos replegados sobre sí mismos por estar ligados exclusivamente a una u otra identidad singular: Black Sociology, Gay and Lesbian Studies, etcétera) nos da la imagen a su interior de una tendencia a disociar los valores universales de la razón y los particularismos de la cultura a partir de un cuestionamiento radical del universalismo: este último -sostienen numerosos grupos contestatarios-, ¿no recubre un vasto conjunto de fenómenos de dominación? Es así como el tema recurrente de la crisis de la sociología deviene en un discurso de decadencia y descomposición de la disciplina, por ejemplo con Irving Louis Horowitz.8

El pensamiento posmoderno ha caminado a la par con la imagen de una crítica profunda del proyecto mismo de la sociología moderna o clásica. Ha dado cuenta, a su manera, de fenómenos que traducen no solamente la fragmentación cultural de numerosas sociedades sino también las crisis de sus instituciones y, en el límite, el agotamiento de la capacidad para asegurar su integración. No solamente el tema de la desinstitucionalización ha tenido un eco importante en la literatura sociológica; también está presente la noción misma del fin de la idea de sociedad explorada en diferentes lugares, y ya comprendida en una cierta medida en los trabajos de Georges Balandier publicados en los años ochenta y noventa.9 ¿Podemos hablar todavía de sociedad si las relaciones entre los individuos y los grupos no se encuentran reguladas ya por las instituciones y las mediaciones políticas; por las negociaciones organizadas, sino únicamente por el mercado, la expansión de los particularismos culturales y la violencia? La sociología clásica se interesaría por las sociedades en las que se puede postular o visualizar una cierta correspondencia entre valores, normas y roles, y en las cuales las instituciones juegan un rol central. Su evolución, más o menos pronunciada, se salda en la idea de que cada conjunto social se define por su lugar en la modernización general, es decir, en el proceso universal del progreso. Esta correspondencia resulta cada vez más artificial y desmentida en los hechos. Al mismo tiempo, la idea de un one best way hacia el progreso, o en las etapas del crecimiento, aparece como pura ideología.

Empujando la crítica de la modernidad todavía más lejos, el pensamiento posmoderno ha insistido, por ejemplo con Jean-François Lyotard, sobre el fin de las "grandes narrativas", comenzando por los movimientos sociales, entre los cuales el obrero fue el que más había alimentado el paradigma. La misma crítica ha desarrollado la idea de una pérdida generalizada de sentido, por ejemplo con Jean Baudrillard. También ha animado el debate en el seno mismo de la sociología, contribuyendo a cuestionar incluso la existencia misma de la disciplina. Es así que, en particular, ciertos sociólogos sensibles a los problemas debatidos por los pensamientos "posmodernos", pero rechazando las imágenes del mundo sobre las que reflexionan, han preferido interrogarse sobre las condiciones de rearticulación de aquello que disocia a la posmodernidad. Esta es una cuestión que se encuentra en el centro de los trabajos de Jürgen Habermas sobre la acción comunicativa. También se halla en Alain Touraine, para quien: "Sin la Razón, el Sujeto se encierra en la obsesión de la identidad; sin el Sujeto, la Razón deviene el instrumento de la potencia [...], ¿es posible que las dos figuras de la modernidad, que se han combatido o ignorado [entre sí] se comuniquen finalmente la una con la otra y aprendan a vivir juntas?"10 En todo caso, la reflexión sociológica propiamente dicha no siempre ha estado tan alejada de la filosofía política y de la filosofía moral, lo cual implica una cuestión importante por lo que parece traer consigo, como si el lugar central del debate pudiera escapar a la sociología para situarse en la filosofía. Volveremos a ello más adelante.

El debate sobre la posmodernidad está hoy en día agotado o se lo apropiaron ciertos pequeños marquesados que lo han transformado en una nueva casuística sin sorpresa. El tema ha tenido mucho éxito, en tanto que introduce un segundo gran discurso de salida de la modernidad, así como también de la sociología clásica, en torno al fenómeno de la globalización.

 

PENSAR LA GLOBALIZACIÓN

En el mundo entero la globalización aparece como un tema económico, político y cultural más que social. Al encontrarse, en ciertas observaciones, temas que fueron centrales en los debates de principios del siglo XX, en particular entre los marxistas (Rudolf Hilferding y Rosa Luxemburgo), y renovarse los análisis relativos al poder de las multinacionales (particularmente profundos en los años sesenta y setenta) así como la crítica de las formas contemporáneas de internacionalización del capitalismo (en su versión de capitalismo financiero), la globalización ha suscitado vivas discusiones entre los economistas y los críticos de la economía sobre su naturaleza, novedad, intensidad e incluso sobre su propia realidad. La globalización pone en cuestión a los Estados y a su capacidad (o voluntad) para poner en marcha políticas económicas nacionales o inscritas en un espacio regional (Europa, por ejemplo), algo que se ha convertido en el centro de los debates políticos. La globalización se traduce, en el aspecto cultural, en un doble proceso: de homogeneización de la cultura, bajo la hegemonía estadounidense; y de fragmentación, lo cual ha permitido alimentar debates extremadamente animados, ligados claramente a las inquietudes suscitadas por el crecimiento reciente del Islam y por el éxito del islamismo desde la revolución iraní (¿como no mencionar aquí el impacto que ejerce la tesis de Samuel Huntington sobre el clash de las civilizaciones?). La globalización ejerce un efecto mayor sobre la vida social stricto sensu, indisociable de un capitalismo flexible, para tomar la expresión de Richard Sennett,11 que pesa sobre la existencia misma de los trabajadores y su personalidad, fabricando en el mundo entero numerosos "dejados a su cuenta" y generando desigualdades siempre considerables.

Para la sociología, la referencia a la globalización se resuelve en una forma algo sencilla; en una explicación clave, un principio explicativo, en efecto, poco social, que habrá de incluirse en prácticamente todo análisis: la existencia de un mecanismo mundial, piloteado por un capitalismo internacional sin fe ni ley, cuyo modo de funcionamiento implica ineluctablemente el incremento de las desigualdades sociales; la desestructuración de los Estados-nación; la radicalización; y el riesgo de choque entre las identidades culturales. Esta afirmación podría conducir a analizar a los actores y a las lógicas de acción de la globalización, como lo aseguran los economistas y los politólogos. No obstante, el concepto de globalización ha alimentado una sociología perezosa que piensa los hechos sociales en términos de respuestas o reacciones a la evolución de un sistema, negando así todas las mediaciones institucionales y políticas entre el sistema de la globalización y aquellos que la sufren; y subestimando la capacidad de acción de los actores situados entre las élites planetarias y aquellos que soportan de una manera u otra los efectos o las consecuencias de sus estrategias.

La sociología no progresará si tiene una imagen de la globalización que aporta un principio general de explicación a los problemas contemporáneos. Tal principio, en efecto, redirige todo a un sistema o a procesos y mecanismos casi abstractos, mientras que sus protagonistas están desdibujados. Además, introduce la idea de un determinismo asocial en el que las fuerzas implacables del capitalismo internacional, desencarnadas o encarnadas por actores insaciables fuera de toda relación social, funcionarían sin controles ni sanciones en un universo conformado de desigualdades sociales y de una combinación de masificación cultural y expresiones radicalizadas de retracción identitaria. Más aún, la globalización construye la imagen de un mundo donde los Estados y las naciones o están condenados a la impotencia o son subordinados a un poder imperial, es decir, a la hegemonía estadounidense. Un mundo donde no habría, salvo con la revuelta violenta, espacio ni pertenencia para la acción política de los Estados, las naciones y los partidos que animan la vida institucional. Un mundo que estaría entrando en el fin de la Historia, no tanto como lo quería Francis Fukuyama,12 como un lugar del triunfo teórico del mercado y de la democracia, sino de las formas de hegemonía cultural y de dominación económica que inhiben toda contestación.

Por el contrario, y por más discutibles que sean las diversas formalizaciones disponibles, la puesta en marcha de la globalización es ocasión para la sociología de separarse aún más ampliamente de la sociología clásica, resistiéndose igualmente a las concepciones devastadoras del posmodernismo. La sociología moderna se ha construido, esencialmente, alrededor de la idea de sociedad. Sociedad entendida a menudo como un conjunto en el cual las divisiones, los conflictos estructurales o las tensiones inherentes a la movilidad social y a las desigualdades sociales no prohíben pensar la unidad. Desde el punto de vista de la sociología moderna, en efecto, el cuerpo social es a la vez uno y plural. Su unidad puede definirse en términos culturales y, antes que todo, en referencia a la idea de nación; o en términos políticos e institucionales, que remiten al Estado. Según Daniel Bell,13 sociedad, nación y Estado conformarían los tres registros integrados que definen a la modernidad y constituyen el marco de análisis sociológico tradicional. La literatura sociológica clásica no ha cesado de circular entre estos registros, al punto de cada vez identificar más al uno con los otros. Con los debates relativos a la posmodernidad, y más aún con aquellos que se refieren a la globalización, sobre cada uno de esos registros se ha puesto en cuestión, a partir de cambios claramente perceptibles después de los años sesenta, la idea de una fuerte correspondencia entre la sociedad, la nación y el Estado.

Por una parte, cada una de estas nociones debe reexaminarse. Unas hablan, ya se ha visto, del fin de la idea de sociedad; otras de superación de los Estados; e incluso de debilitamiento (¿qué quiere decir que en un Estado las decisiones están subordinadas, no por un juego de relaciones entre Estados, sino por las decisiones de los actores económicos que actúan en el espacio mundial de la economía global?). Otras más consideran que estamos entrando en una era posnacional y evocan, siguiendo al historiador Eric Hobsbawm, la hipótesis de un declive histórico de la nación. Si la escala de los problemas sociales, económicos o culturales puede coincidir con la de una nación y de un Estado, entonces parece cada vez más frecuente que no podrán ser tratados políticamente por separado, por una acción local, municipal o regional, por ejemplo; o donde el encuadre de las fórmulas políticas rebasa a los Estados nación, como por ejemplo en el marco de Europa y de sus instituciones, sin dejar de mencionar a las organizaciones transnacionales o internacionales.

Ya no es posible postular la unidad sistemática de la sociedad, de la nación y del Estado, ni como una sola realidad para el análisis sociológico, ni como único horizonte verificable o sostenible. Las relaciones sociales clásicas propias de la era industrial, con sus conflictos y negociaciones, sus formas de institucionalización en un marco nacional (Estado-providencia, por ejemplo, socialdemócrata) están ya debilitadas, e incluso disueltas bajo los efectos de la apertura económica y del mercado; el consumo de masas; y las estrategias de los productores de bienes culturales, que ignoran las fronteras; los grandes fenómenos culturales contemporáneos que operan a escala planetaria; el reencantamiento del mundo por la religión (fenómeno en el cual el Islam y el islamismo no son más que una figura entre otras); así como las diásporas más y más numerosas, densas y complejas. Son muchos los actores que aprenden, siguiendo en ello a los ecologistas de los años setenta y ochenta, a pensar globalmente, aun cuando tengan que actuar localmente. Su internacionalismo está bien anclado en los proyectos y en las actividades que escapan al contexto nacional de la acción, notable en la época del movimiento obrero, cuando dicho internacionalismo fue abolido en los acontecimientos más significativos, por ejemplo, de Europa, con la guerra de 1914 o con el comunismo real.

Si se toma distancia de la actitud perezosa que hace de la globalización la deus ex machina del análisis sociológico, el concepto permite apreciar un conjunto de procesos que invitan a pensar, por una parte, las nuevas formas que revisten las relaciones sociales; los Estados y las instituciones; las identidades culturales colectivas; y por la otra, la disociación de estos subconjuntos. En la prolongación de los debates abiertos por el pensamiento posmoderno, la introducción del tema de la globalización constituye una etapa que obliga a la reflexión a ir de lo general, lo global y lo universal, a lo singular, lo local y a la persona misma (nosotros diremos aquí: al sujeto). Su aporte es igualmente importante en la medida en que permite apartarse de las conclusiones más tajantes de la reflexión posmoderna.

El posmodernismo, como identificación positiva hacia la crítica radical de la modernidad, se ha desarrollado en un contexto que está todavía cercano al entorno de la guerra fría. Ahí donde el Oeste y Este, el capitalismo y el comunismo, encarnan dos versiones adversas, ambas enemigas de la razón, el pensamiento posmoderno ha introducido otro desnivel, otra oposición, entre el universalismo formal de la razón y del derecho, encarnado por el mercado, la ciencia y los derechos del hombre; y el relativismo de la diferencia, en juego dentro de la diversidad de las culturas o en la potencia de las convicciones enraizadas en contextos concretos. El pensamiento posmoderno ha señalado la ruptura o los desgarros que atormentan a la modernidad. También ha permitido visualizar opciones políticas e históricas, inclinándose por el campo de la autenticidad personal, la diferencia cultural y las comunidades. Después sobrevendrá la caída del muro de Berlín, la debacle del comunismo y el agotamiento del conflicto entre las dos versiones de la razón que pueden representar el Este y el Oeste. No existe más el gran debate que ha opuesto a esos dos universalismos, de donde se ha visto que nace la idea del Fin de la Historia, relanzada en 1989 por Francis Fukuyama. Ahora bien, el debate que opone el universalismo de los derechos del hombre y del mercado con el relativismo de los posmodernos sí puede ayudar a comprender ciertas formas extremas de tribalismo y de violencia. Lo anterior no se corresponde mucho con la experiencia de la gran mayoría de los habitantes del planeta, para quienes la autenticidad de las culturas, la religión, la memoria y la valoración de sus diferencias operan en un mundo donde ellos también tropiezan con las demandas del mercado y el aporte de los derechos del hombre. El tema de la globalización introduce la idea de una cierta unidad económica y financiera del mundo en el que vivimos, al tiempo que reconoce la importancia de la pluralidad y de la heterogeneidad de las formas culturales y sociales que ella engendra o refuerza. El tema de la globalización tiene el mérito de invitarnos a rechazar la elección entre las tesis de la uniformidad, que pueden simbolizar la idea del Fin de la Historia; y las extremas consecuencias del diferencialismo y de la fragmentación cultural, que pueden implicar, por ejemplo, la idea de un clash de las civilizaciones. Bien pensada, la globalización significa no sólo la oposición irreductible de McDonald's y la Djihad, sino la participación en una vida social donde McDonald's y Djihad revelan las dos caras de una misma realidad. Dos versiones simultáneas y, la mayor parte del tiempo, indisociables de nuestro presente y de nuestro futuro.

 

EL SUJETO

Para pensar estos dos rostros del mundo actual no podemos contentarnos con constatar que están a la vez disociados y (aparte de los casos extremos de opresión y violencia) copresentes. Tenemos la necesidad de especificar las modalidades más o menos exitosas de su articulación. Ello no se puede encontrar del lado del sistema porque, como lo indican los análisis de la globalización y antes que ellos los primeros pensadores posmodernos, la tendencia general es hacia la separación de registros; a la disociación de la razón y de las culturas; a la desestructuración de los conjuntos relativamente integrados que forman las sociedades nacionales y sus Estados. La articulación o la rearticulación de lo subjetivo y de lo objetivo, de lo universal y de lo específico, de la razón y de las culturas, etcétera, no puede observarse desde lo alto, en el seno de sistemas o subsistemas en los cuales las lógicas van en un sentido opuesto. Es por ello que ciertos investigadores parecen abandonar pura y simplemente el proyecto de pensar, para interesarse ante todo en los sistemas sin actores (tal fue el caso de Niklas Luhmann); o que reducen al actor a una falsa conciencia, a una alienación que lo subordina enteramente al poder de los dominantes y donde sólo se interiorizan las categorías de estos últimos. Es por ello que la vía más prometedora consiste en partir de abajo, de la persona singular, no como el individuo participante en la vida colectiva, como el consumidor actuando en los mercados, sino como sujeto.

La exploración de esta perspectiva podría ser la que vuelva a dar vida al proyecto sociológico. Sin desinteresarse del punto de vista del sistema, la sociología a lo largo de los últimos veinte años del siglo xx no ha cesado de operar un proceso (ciertamente caótico) de regreso al sujeto. Es verdad que jamás lo había abandonado o perdido de vista, pero sobre todo desde los años sesenta, cuando el funcionalismo se desarticuló, las orientaciones que se impusieron lo negaron o minimizaron la mayor parte del tiempo. Es bajo la evidencia de la sociología crítica, asociada con las diversas variantes del estructuralismo, que se ha avanzado más lejos en esta negación, apelando a la "muerte del sujeto". En sus versiones marxistas (Louis Althusser), neomarxistas (Pierre Bourdieu) o no marxistas y de inspiración nietzscheana (Michel Foucault), el pensamiento estructuralista se ha referido al poder, la dominación y la alienación para denunciar las ilusiones de la apelación al sujeto; para revelar el error vinculado a la creencia en su autonomía y a la ignorancia de los mecanismos, instancias y otras estructuras que rigen y determinan la existencia de los dominados. La sociología política se interesa por las conductas estratégicas, racionales, desarrolladas en un universo cada vez menos previsible, dominado por paradigmas utilitaristas que confían en la racionalidad instrumental (ella misma limitada), y que no le dejan gran espacio a la creatividad del actor, a su capacidad de constituirse en sujeto de su propia existencia. La racionalidad no es la subjetividad, el cálculo o el interés; si bien caracterizan al individuo racional, no necesariamente lo convierten en un sujeto.

De igual forma, las diversas corrientes que componen la nebulosa en la que se incluyen, como hemos visto, la sociología fenomenológica; el interaccionismo simbólico; los autores a veces reunidos bajo la etiqueta de la "Escuela de Palo Alto"; la etnometodología, etcétera, no están tan interesadas en el sujeto, ni tampoco en la intersubjetividad, sino en las interacciones, en general visualizadas fuera de toda referencia a la historia y a la política, a menudo limitadas a un muy pequeño número de individuos. Para Erving Goffman, quien fuera la más alta figura en el seno de esta nebulosa, el sujeto individual no sería gran cosa si no fuera por su capacidad de adaptación, mediante la cual actúa con un conocimiento que le asegura la presentación de sí, la "fachada", en función de una situación y en el marco de una interacción.

Por lo tanto, ahora redescubrimos al sujeto, y la tesis principal que este texto pretendería defender es que al poner al sujeto en el corazón del análisis sociológico estaremos mejor provistos para entrar en el siglo XXI.

La idea del sujeto se opone en principio a todo determinismo, a la idea de que la acción es el fruto de determinaciones objetivas, de leyes, como por ejemplo podría postular el pensamiento positivista. La idea de sujeto se opone también al pensamiento hipercrítico, que no logra ver en las conductas sociales más que la expresión de una dominación estructural. En este sentido, el pensamiento de Pierre Bourdieu, como se puede constatar claramente en su libro La dominación masculina, se encuentra vigorosamente extraño, y es incluso hostil, a la idea de sujeto. A diferencia de Michel Foucault, quien la consideró sensiblemente al final de su vida.

Ser sujeto es ser un actor de la propia existencia; crear una historia personal, dar un sentido a la experiencia. Ahora bien, no lo construyamos como una categoría abstracta y analítica. El sujeto es una realidad concreta, histórica: la persona humana. El sujeto, tal y como lo entendemos aquí, siguiendo a Alain Touraine,14 es la capacidad de poner en relación los dos registros que, en la existencia de una persona, le son dados como distintos y que no se ponen en riesgo sino en la disociación total: por un lado, su participación en el consumo, en el mercado del empleo como actividad remunerada, en la acción en relación con la razón instrumental, en la pertenencia a un mundo "objetivo"; y, por el otro, sus identidades culturales, el acceso al trabajo como actividad creativa, su religión, su memoria, sus vivencias, sus creencias, su subjetividad.

Se puede decir de otra manera: el sujeto es, en cada persona, la capacidad de luchar contra la dominación de la razón instrumental, contra el universalismo del derecho y de la razón en tanto que alimenta la negación de la persona en lugar de aportarle la emancipación, haciéndola un consumidor sin alma, un agente más o menos manipulado por las instituciones culturales o por la publicidad, un trabajador sometido al taylorismo, privado de autonomía en el trabajo y desposeído de los frutos de su actividad. Simultáneamente el sujeto también es la capacidad de levantarse contra la subordinación de la comunidad; liberarse frente a la ley del grupo; hacer frente a las conminaciones de una memoria, a las normas y los roles fijados por una cultura, una religión, una secta. El sujeto es la afirmación de una libertad personal. Aunque esta definición parcial debe completarse inmediatamente por aquello que constituye la otra cara del sujeto: su capacidad no sólo defensiva y contestataria, sino además por su compromiso constructivo, por su creatividad. En efecto, el sujeto es también la posibilidad de escoger, de participar, de consumir, de ser individuo racional, al mismo tiempo que puede optar por su identidad, su comunidad, su memoria, su capacidad de elegir. El sujeto es la facultad de religar, a la vez, los dos registros separados de la modernidad y de apoyar un rostro sobre el otro. Por un lado, es la fuerza y la libertad de luchar contra el mercado y el consumo, contra el liberalismo puro, en nombre de las convicciones, de una cultura, de una subjetividad, de solidaridades colectivas, de valores morales; por el otro, la fuerza de apoyarse sobre la razón y el individualismo para no ser víctima del dominio de las comunidades. El sujeto es el espacio de unión permanente que permite conciliar el universalismo y el particularismo, lo objetivo y lo subjetivo, en lugar de oponerlos. Añadamos aquí que una definición tal comporta necesariamente una característica complementaria y fundamental: no puede haber sujeto personal sin reconocimiento de un sujeto en el Otro.

 

LA UTILIDAD DEL CONCEPTO DE SUJETO

En el análisis sociológico partir del sujeto es abrir numerosas perspectivas. Las primeras, básicas y elementales, consisten en estudiar directamente el trabajo del sujeto, esto es, al sujeto actuando en la práctica individual, en las instituciones, en la acción colectiva. El concepto es aquí una herramienta analítica útil; una luz orientada sobre lo concreto; una hipótesis que, siendo pertinente, debe producir un conocimiento nuevo o renovado.

 

LA CORPOREIDAD

La persona humana no solamente es espíritu; igualmente es cuerpo y, desde hace una veintena de años, la sociología le concede un lugar creciente al cuerpo. El cuerpo no solamente es algo vinculado con la naturaleza, sobre lo que luego actúa lo social. Por un lado, el cuerpo es y será eso que cada uno se esfuerza en hacer, un cuerpo construido y no solamente adquirido o condenado. De alguna manera, un cuerpo transformado a través de esfuerzos mediante los cuales se trabaja, se ordena y se regula. Este punto de vista puede remitir a los análisis clásicos de Norbert Elias sobre la civilización como proceso individualista de ordenación y de interiorización de las pulsiones y de los afectos. Aunque desemboca también en la idea de una capacidad acrecentada de los hombres para modificar su corporeidad y desarrollar una actividad creativa a partir de o con su cuerpo. Por ejemplo, en el deporte, la danza, el espectáculo, como lo han comenzado a analizar ciertos pioneros de los Cultural Studies, como Stuart Hall o Paul Gilroy. Por otro lado, el cuerpo es susceptible de sufrimiento y alteración. Algo que es seguro cuando se ejerce físicamente la dominación: el cuerpo es parte integrante del sujeto que antes de construirse debe de salvarse, existir, defenderse, algunas veces de manera desesperada.

La referencia al sujeto corporal, ya sea como envoltura material de una creatividad en aumento o como materia prima sobre la cual se ejerce la dominación, es indisociable de una gran e incesante sensibilidad al dolor y al sufrimiento que progresivamente toma en cuenta el punto de vista de las víctimas, de los enfermos, de los sujetos que sufren. Asimismo, remite al rechazo generalizado por reducir la medicina a un tratamiento técnico y científico de la enfermedad. Esta referencia significa que el sistema de salud se encarga con insistencia del enfermo y sus allegados, retomando así los ineludibles grandes debates sobre la eutanasia.

 

LAS INSTITUCIONES

El estudio de las instituciones ha ganado mucho con la introducción del punto de vista del sujeto. Clásicamente, a las instituciones se las concibe como el lugar de la socialización, del orden y del servicio público. En esta perspectiva, las instituciones ponen en forma concreta la idea abstracta de sociedad, asegurando a la vez la conformidad de los individuos con los valores generales de aquélla, el mantenimiento del orden público y la solidaridad colectiva. Sabemos que hoy en día esta concepción de las instituciones está en el límite, puesto que a éstas se les dificulta cada vez más asumir sus funciones tradicionales, que se desinstitucionalizan. Ahora bien, ¿deberá ello conducir a asegurar su final? Aquí también el tema del sujeto permite pensar el aggiornamento y luego la mutación. Más que desaparecer o retrotraerse en concepciones necesariamente más y más autoritarias y represivas de sus roles, las instituciones pueden aparecer como la condición y el lugar donde se constituyen y funcionan los sujetos. La familia, por ejemplo, antes era, en parte al menos, considerada como la célula institucional donde, en teoría, eran transmitidos los valores y una herencia cultural y, eventualmente, también material; era un espacio de socialización. Ahora aparece mucho más como un espacio en donde, entre otras muchas formas, son frecuentes las prácticas democráticas, en que se desarrollan relaciones afectivas y tranquilizadoras que se constituyen como el contexto de la producción y valorización de los sujetos; como un lugar de aprendizaje de la autonomía personal y del respeto a la alteridad. La familia se constituye como la forma estable de una institución, pero pierde su carácter más o menos sagrado, dejando de producir eventuales sujetos para devenir en la condición misma (desacralizada pero altamente valorizada) de su constitución y de su funcionamiento.

Consideremos ahora a otra institución importante: la escuela. Ésta asegura, en la perspectiva clásica, la socialización de los niños; los prepara para convertirse en individuos conforme a las normas y a las expectativas de la sociedad. Los conforma en función de las expectativas del mercado del empleo, los hace conscientes de sus futuros deberes cívicos o familiares y, más profundamente, a la mirada de la colectividad nacional. Sobre todo, la escuela deviene en un lugar donde los maestros y la administración se centran en el alumno, considerando que no sólo debe ser instruido sino también escuchado y comprendido. En el proceso de desinstitucionalización, la escuela es un espacio donde se ejecuta el intercambio, la comunicación y la preparación de una persona capaz de autonomía, de transformarse en el transcurso de su existencia y de hacer frente a las situaciones nuevas. La escuela tiende a constituir a los niños en sujetos y no solamente en objetos de programas de educación y enseñanza. Evidentemente, lo anterior no nos debe conducir a afirmar que el educador no tiene otra cosa que hacer que escuchar a los alumnos.

Así se dibuja para la sociología una inmensa veta que pondera el estudio de las instituciones, no solamente en sus crisis o en sus dificultades para asumir misiones clásicas sino también bajo el ángulo del sujeto. Tal perspectiva impide restringir a las personas a roles abstractos, a meros agentes impersonales, rediciéndolas a meros objetos a tratar, curar o servir: a usuarios, administrados, etcétera.

Se puede reprochar a las observaciones precedentes, que se ocupan del cuerpo, de la familia o de la escuela, de servir de soportes a una ideología más bien pudiente, o al menos de clases medias; y es posible asimismo encontrar en la observación empírica donde apoyar esta crítica. Sin embargo, el problema (para aquellos que les gusta proyectarse sobre el futuro) es precisamente que los medios populares, y más allá, los sectores más desfavorecidos acceden con mayor facilidad que los otros a la expresión corporal, a la familia democrática o a una escuela de calidad, e incluso a las instituciones respetuosas del sujeto. Entonces, la apuesta para la sociología es pensar sobre las condiciones viables que favorecen la reproducción cada vez más democrática de los sujetos, cada día más numerosos y más activos. Se trata, según la bella expresión de Robert Fraisse, de reflexionar sobre aquello que podría denominarse las políticas del sujeto.15

 

LOS MOVIMIENTOS SOCIALES

Un razonamiento comparable puede aplicarse también a la acción colectiva y a su expresión más elevada sociológicamente: los movimientos sociales. En el mundo contemporáneo, aquellos que corresponden mejor a la emergencia del sujeto son quienes, en la dimensión de la afirmación cultural y de la reivindicación del reconocimiento de las particularidades del actor, están asociados a un combate destinado a reducir la dominación social y a poner en cuestión un cierto principio de jerarquía; son aquellos que combinan las demandas culturales y las sociales. En ciertas experiencias, el actor es ante todo identitario, cultural. Situación que convierte a los movimientos en socialmente indeterminados y, eventualmente, en la expresión de los sectores medios, e incluso de algunos grupos dominantes, capaces de combinar, por ejemplo, el liberalismo económico (del cual se aprovechan) y la afirmación comunitaria. En otras, las dimensiones culturales ceden paso a las preocupaciones puramente sociales, como las luchas contra la exclusión o la pobreza. En otras más, los desheredados, campesinos sin tierra, pobres y excluidos, orientan su acción a partir de significaciones religiosas o étnicas. La sociología, introduciendo la hipótesis de la existencia de un sujeto en cada una de esas luchas, debe aportar una luz decisiva. Muchos actores son capaces de demandar todo al mismo tiempo: reconocimiento cultural y justicia social, además de reivindicar el respeto a la personalidad, y el acceso equitativo a los recursos de la sociedad; de anteponer a la persona, su dignidad moral y su integridad física; y de considerar que inventan el futuro y se aproximan a la figura del movimiento social del mañana. Además, los actores se radicalizan y transitan a la violencia. Se encierran en la simple afirmación de un ser cultural o, más todavía, se limitan a las reivindicaciones exclusivamente económicas y marginan las acciones que apelan al sujeto, a su autonomía, a su capacidad compleja de compromiso-indiferencia. La menor de sus acciones permite la expresión directa del sujeto, entrando así en otra categoría de problemas.

 

CARENCIA E INTERDICCIÓN DEL SUJETO

En efecto, el sujeto no se transcribe siempre plenamente en una acción concreta. Su afirmación no es siempre completa, entera y como químicamente pura. En la práctica, aparece siempre combinada a otras dimensiones de la acción. Comúnmente, el sujeto es imposible de traducirse en un acto; es incapaz de expresión; está privado de los recursos que le permitirían formarse y afirmarse directamente; su formación pasa por procesos complejos, incluyendo una fase de desprendimiento, de ruptura eventual respecto de las normas. Es por ello que la hipótesis del sujeto puede aportar una llave de lectura a los términos huecos de la privación. Dos casos merecen aquí examen.

 

LA VIOLENCIA

Un primer caso concierne a las situaciones en las que la acción entra en contradicción con la imagen de un sujeto efectivo. Claramente, también está en la barbarie, la violencia extrema ejercida por los individuos y los grupos que operan en tanto dominantes, disponiendo de un poder de opresión que desemboca en no reconocer el sujeto en el Otro: el dominado, el subordinado, el negado; y comportarse ellos mismos como no-sujetos, incluso como antisujetos. El racismo, por ejemplo, es una naturalización del Otro que constituye la negación de la alteridad equivalente a una interdicción de ser sujeto. El racismo es raramente puro, exclusivamente instrumental; reposa sobre doctrinas, ideologías, prejuicios; se acompaña de una legitimidad o una justificación; no es suficiente por sí mismo precisamente porque su actor sabe, más o menos confusamente, que le niega la subjetividad impuesta al Otro, lo que representa un precio para su propia subjetividad.

A partir del ejemplo del racismo es posible visualizar análisis más elaborados, donde ciertas dimensiones de la barbarie o de la violencia (eso que en otro vocabulario podría denominarse el mal) son incomprensibles si no se introduce el punto de vista del sujeto. Aquí los paradigmas tradicionales son regularmente insuficientes, porque se inscriben aún en la perspectiva de la racionalidad instrumental o en la de la cultura. De esta manera, un análisis exclusivamente utilitarista, que hace de la violencia un instrumento o un recurso, no puede explicar sólo la crueldad y el exceso que acompañan a la mayoría de las experiencias de la violencia. Un razonamiento centrado en la idea de cultura, tradición o comunidad no puede tener mayor ventaja que aquel centrado en los procesos políticos, los cálculos de los actores y el carácter racional de las actuaciones. Por ejemplo, la destrucción de los judíos por los nazis puede analizarse como una modalidad extrema de la modernidad, reducida a la racionalidad, a la burocracia o, para hablar como Hannah Arent, a la banalidad del mal. Simétricamente, otros análisis han insistido sobre la cultura alemana de la época y, según la tesis de David Goldhagen,16 sobre la imposición de un antisemitismo que no atiende más que a las condiciones favorables sobre las que se asienta. No obstante, la claridad que aporta el tema del sujeto podría permitir articular estos dos tipos de aproximación. Podría hacerlo, por ejemplo, sugiriendo que la cultura antisemita realza un nacionalismo frustrado, una subjetividad desgraciada; o que la crueldad extrema de los campos y sus guardias permite a los asesinos, como bien lo ha dicho Primo Levi, al menos sentir los soportes de su falta. Para transitar de la tesis de la racionalidad instrumental a la de una cierta determinación cultural falta introducir la idea de sujeto frustrado, y también la de un sujeto que se suprime en los actos bárbaros que -paradójicamente- sólo los excesos de la crueldad permiten asumir. La crueldad que acompaña a los genocidios y a otras purificaciones étnicas no es necesariamente técnica, sino que desde la perspectiva del sujeto representa la marca del trabajo psicológico del sujeto que no es siquiera un sujeto o que ya no es más un sujeto, para aproximarse a la figura inversa del antisujeto. Evidentemente, lo anterior no puede conducirnos a afirmar simplemente que no hay instrumentalidad en la crueldad: ésta puede también utilizarse como un recurso.

 

LA PRIVACIÓN

Un segundo caso corresponde a las situaciones donde los individuos y los grupos son, de entrada, definidos por la privación, la opresión, la dominación y el rechazo. En esas situaciones es para ellos más o menos difícil, incluso imposible, impedir constituirse como sujetos por un poder que les es muy difícil de identificar. Por tanto, en ellos pueden aparecer algunas conductas o discursos contestatarios, esfuerzos por construir un conflicto con un adversario que puedan reconocer. Sin embargo, también en estas situaciones se puede constatar el silencio y, en el extremo, la autodestrucción, que aquí puede esclarecer útilmente la hipótesis del sujeto despojado. La sociología del trabajo sabe desde hace mucho tiempo, por ejemplo, que luego de que una acción obrera admitida e institucional no se desarrolla en la empresa, las conductas acotadas del paro o del ausentismo vienen a expresar el deseo de los obreros de organizar su trabajo y de controlar los frutos de su actividad creativa. La sociología del trabajo sabe también que el alcoholismo y el suicidio en el medio obrero se deben mucho a la incapacidad de los despojados para dar un sentido a su existencia, para construirse en actores de su producción y en sujetos contestatarios que se oponen a los amos del trabajo. De igual forma, si se examinan las acciones que conforman los motines, la violencia urbana, a la luz de la hipótesis del sujeto negado, maltratado, despreciado, sumido en la arbitrariedad del racismo o de la injusticia, se vuelve claro que completan útilmente los razonamientos clásicos, en términos de crisis, disfuncionalidad o, más aún, en términos de cálculo o de "movilización de recursos". En resumen, me parece que una vía prometedora para la sociología entrante en una era posclásica es poner por delante al sujeto y, eventualmente, a su figura inversa, el antisujeto.

 

¿PUEDE LA SOCIOLOGÍA EVITAR LA DESCOMPOSICIÓN?

Las cuestiones abordadas implican ciertas hipótesis que la sociología debe entrever en su desarrollo o, cuando menos, poner a prueba para hacer frente a los cambios que transforman la vida social y las relaciones intersociales. Aunque la sociología no es exterior al campo que estudia. De forma directa o indirecta, el sociólogo está necesariamente impregnado por su objeto y los análisis que preceden, si tienen pertinencia, apelan a una reflexión sobre la disciplina misma, su lugar en la ciudad y el compromiso eventual que asume el sociólogo.

 

UNA DISCIPLINA UNIVERSAL

Durante los años de la guerra fría, la sociología buscó mantener una unidad planetaria, rechazando romper los puentes entre el Este y el Oeste en nombre de los valores universales y, más precisamente, de la razón. Los sociólogos occidentales, los que pudieron, apoyaron a sus colegas del Este para que lograran subsistir resistiéndose a la subordinación total de la disciplina en los regímenes que, cuando la reconocieron, hicieron de ella una pretendida "ciencia" que no debía ser otra cosa que un instrumento del poder. Incuestionablemente, una de las más importantes funciones de la Asociación Internacional de Sociología fue mantener las relaciones siempre vitales con los sociólogos del Este, ayudándolos a sobrevivir y evitando que su presencia internacional se redujera a las delegaciones de los aparatos al servicio más o menos sucio de los regímenes totalitarios. Cobijados bajo el signo de la razón, pero también del heroísmo, de la resistencia, de la unidad, de la disciplina, transcendieron las fronteras de los regímenes políticos y de los juegos de la geopolítica. Por otra parte, como lo hemos visto, el paradigma del funcionalismo imperante en el Oeste (al menos hasta los años sesenta) dominó profundamente la sociología del Este. Más allá de las referencias obligadas al marxismo-leninismo, la sociología del Este encontró durante mucho tiempo su principal inspiración en las categorías parsonianas. El rechazo de una ruptura total entre el Oeste y el Este se efectuó bajo la hegemonía de la sociología de Estados Unidos, igualmente animada por investigadores críticos a la mirada de los paradigmas funcionalistas. Este fenómeno de una relación dominada por una tradición sociológica ha podido ser un poco más claro incluso fuera de los países occidentales (incluyendo a América Latina) y la Europa soviética, donde bajo la influencia estadounidense no existen tradiciones o enseñanzas, y a fortiori investigaciones, propiamente sociológicas. El Oeste dispone de un cuasi monopolio, si no de la producción de conocimientos, sí al menos de la elaboración o propuesta de paradigmas. Si en ciertas épocas se ha podido hablar de una crisis de la sociología, por ejemplo en la obra clásica de Gouldner, ha sido en referencia a las tensiones y las transformaciones internas a la sociología en Occidente. El número de sociólogos permanece limitado, y ellos se concentran esencialmente en Europa, en América del Norte y en América Latina.

Hoy todo ha cambiado. La guerra fría ha quedado atrás. Puede ser, sin embargo, que nos falte completar aquello que se ha dicho acerca de las relaciones Oeste-Este refiriéndonos, muy rápidamente, a los países donde la sociología ha sido muy prolífica y activa en el análisis de situaciones políticas que, enseguida, han evolucionado considerablemente. Por ejemplo, en Chile, donde la experiencia de la Unidad Popular movilizaría a numerosos sociólogos, que inmediatamente conocerían la represión de la dictadura militar de Pinochet, para luego entrar en la era del mercado y de la democracia. Allí, un debate muy vivo lo constituye el lanzado por J. J. Brünner, sociólogo que pasó a la actividad política y se convirtió en ministro del gobierno del presidente Frei (1997), quien ha anunciado el crepúsculo de la sociología con el argumento de que ésta ya no tiene mayor capacidad para dar cuenta del presente que las novelas, el periodismo, el cine o la televisión. ¿Podrían verse en esta crítica los propósitos decepcionados de un sociólogo transformado en actor político y constatarse con realismo la disyunción del análisis sociológico con la realidad?; o bien, por el contrario, ¿podría encontrarse la ideología de un pensador que chocaba ayer con la dictadura y que está hoy instalado en un sistema neoliberal y se esfuerza por clausurar su pasado? Siempre en este tipo de situaciones la sociología parece refugiarse en los bastiones universitarios, en todo caso debilitados por los grandes cambios políticos y económicos.17

La sociología es una disciplina que por todo el mundo cuenta con decenas de millares de profesionistas, para quienes su actividad consiste en producir y difundir sus conocimientos, sin hablar de las personas mucho más numerosas que han recibido una formación sociológica y que encuentran en ella alguno que otro uso, no tanto como sociólogos, sino en la elaboración de notas editoriales, en el periodismo, en las empresas, en las grandes organizaciones, etcétera. Aunque si bien la sociología está hoy considerablemente desarrollada,18 también es cierto que se encuentra bajo tensión por diversas razones y sobre varios registros.

 

¿EXPERTOS O CRÍTICOS?

Como ha sido siempre el caso, el mismo modelo de la práctica sociológica, ahora de manera cada vez más desgarradora, está disociado en dos orientaciones principales. De un lado, una primera tradición, que puede tomar su fuerza de la sociología crítica, a menudo reclama modelos de cambio progresivo, negociado, reformador. Considera que la sociología debe intervenir en los grandes debates que animan a la ciudad; que debe ser parte necesaria de la vida de las ideas. De manera muy general, que no debe estar distanciada de la acción política o social. Esta concepción implica un compromiso del investigador, no solamente definido por su rol en la producción de conocimientos sino también llevado a roles más normativos (temas clásicos, es verdad, que se encuentran, por ejemplo, en la Escuela de Francfort, en la tradición de la sociología marxista, activa en los años sesenta y setenta; o aún más, en las preocupaciones de Max Weber en su libro El político y el científico). Ahora bien, en la actualidad ese tema está totalmente transformado, sobre todo por la desaparición de los grandes combates de ayer, por el declive histórico del movimiento obrero, por el crepúsculo de la figura clásica del intelectual comprometido, por el naufragio del comunismo, por el fin de las luchas de liberación nacional y, más profundamente, por el rechazo (el cual nadie puede decir que es definitivo) de las ideologías de ruptura y de sus proyectos revolucionarios. Este rechazo de numerosos sociólogos ha tenido por corolario la tentación opuesta: alejarse del compromiso para servir al príncipe y transformarse en experto o en intelectual orgánico de poderes y de actores institucionalizados. Por lo tanto, la cuestión del compromiso del sociólogo -para quien se quiere mantener el proyecto de una intervención directa en la vida de la ciudad- es aquélla de su capacidad para resguardarse de las dos tentaciones extremas. Por un lado, el sociólogo debe saber encontrar su camino más allá del puro pensamiento de rechazo, de la protesta o la denuncia erigidas en modo de análisis, del compromiso hipercrítico; por el otro, debe trascender la práctica del experto que frena las demandas populares y procura oponerse a los actores contestatarios que parecen poner en cuestión el orden o la razón, y evitar el riesgo de lucir como una herramienta de legitimación al servicio de los actores dominantes o de las fuerzas sociales y políticas instituidas.

El compromiso de la sociología reside para muchos en una exigencia ética y profesional que busca cada vez más su camino entre esas dos posiciones. Insisto aquí sobre la utilidad que aporta el punto de vista del sujeto: él puede ayudarnos a examinar este problema. En esta perspectiva, el sociólogo que se niega más a promover ideologías de ruptura que a ser el consejero de los príncipes o de los contrapoderes institucionales o, simplemente, a plegarse al mandato del dinero y a la ley del mercado, puede comprometerse a funcionar como actor intelectual de la indeferencia. Por lo tanto, la función del sociólogo es producir los conocimientos que permiten a los actores sociales y políticos formarse y constituirse en objetos colectivos, respetando la valorización de la subjetividad individual de cada uno.

Esta orientación del sociólogo, que pone al sujeto en el corazón de la reflexión así como de su propia intervención, apela a una mutación de las modalidades clásicas del compromiso y entra en tensión con las figuras heroicas del pasado que funcionaban sobre el modelo de la avant-garde. También difiere del modelo del experto, hoy más fuertemente ligado a la práctica sociológica que se puede llamar profesional. El sociólogo profesional es un experto, un especialista, posee un saber y un "saber hacer" que lo identifican con la racionalidad y que usará no sólo en los debates políticos más o menos ideológicos sino para servir de manera casi técnica a aquellos que lo llamen: actores políticos, jefes de empresas, sindicatos, organizaciones, aparatos administrativos y estatales; cuando no sea para asegurar la reproducción de la disciplina en la enseñanza o en la redacción de manuales destinados a los estudiantes. Simplificando al extremo, afirmaría que la sociología europea se encuentra cada vez más abierta a las concepciones clásicas del compromiso, o muy ansiosa por hacer referencia a las modalidades heredadas del siglo XIX, con los sociólogos preocupados por funcionar como intelectuales, de intervenir en el debate público, de estar presentes en las páginas "de opinión" o en las rúbricas políticas de los medios de comunicación, participando en las discusiones donde intervienen también filósofos e historiadores, incluso ahí donde la sociología es netamente profesional como en Estados Unidos. Poco a poco los sociólogos en Europa intervienen como "consultores" o consejeros. En Estados Unidos existen numerosos fragmentos de sociología más o menos representativos, verdaderas capillas militantes muy comprometidas, siempre cerca de lo politically correct. Hasta aquí las dos concepciones principales de la sociología, comprometida y profesional, coexistiendo y comunicándose, cada una en sus diferentes marcos nacionales. Sin embargo, aún podemos preguntar si la desarticulación acecha. Por una parte, en varios países los crecientes practicantes de la disciplina producen subgrupos importantes de sociólogos que disponen, por los dos lados, de una masa crítica suficiente para no tener la necesidad de debatir entre ellos. En este caso, se corre el riesgo de tender hacia una separación entre sociólogos preocupados por cambiar el mundo y otros encerrados en un profesionalismo que los aleja de ciertos debates centrales para su sociedad y los confina en las redes masivas y pudientes, definidos sólo por su interés corporativo y profesional. Aún más, la presión económica y la aceptación del principio del mercado por las autoridades académicas, sobre todo en los países donde cada universidad se beneficia de amplios grados de autonomía en relación con el Estado, someten los cursos de sociología y, por supuesto, la existencia misma de la disciplina en el campo de la enseñanza, a lógicas orientadas por la concurrencia con otras disciplinas, por el dinero y por la demanda, lo cual ciertamente no camina en el sentido de una promoción del compromiso.

 

FRAGMENTACIÓN

A partir de que la sociología se desarrolla en un mundo a la vez globalizado y fragmentado puede producirse el riesgo de que ella, a su vez, se globalice y fragmente. Globalizarse implica ubicarse bajo la hegemonía de la sociología estadounidense, caer en su lenguaje y en sus categorías, con el peligro de insertarse en un autoproclamado universalismo sociológico, marcado de igual forma por la fragmentación que existe en Estados Unidos, sometido a su ley etnocéntrica, empobreciendo con ello la producción de conocimientos en el mundo.

Por supuesto, el peligro es el de la explosión de bastiones nacionales y regionales disociados de ese pretendido universalismo, definiéndose contra él por un principio de pura oposición que no sería más que lingüístico. Se pueden observar reagrupamientos en Asia o en el mundo árabe-musulmán que se definen por la ruptura. Las asociaciones que agrupan a los sociólogos de lengua francesa, portuguesa u otras, si bien todavía no están definidas por un combate radical contra el imperialismo o la hegemonía estadounidense, no son menos susceptibles de radicalizarse.

Existe un desafío aún mayor para la sociología. Tal como lo sugería Immanuel Wallerstein durante su presidencia de la Asociación Internacional de Sociología (1994-1998), resulta muy importante la cuestión de buscar respuestas que permitan no oponer al inglés (y a la imposición de los modos de pensar que van a la par de su dominación lingüística) otras lenguas, reducidas a la revuelta y a recursos necesariamente limitados, sino articularlas de un modo pluralista. Es así, por ejemplo, que ha propuesto promover el uso llamado pasivo de las otras lenguas en lugar del inglés: en cada reunión, cada uno de los participantes se expresa en su lengua materna y se espera de todos que tengan la capacidad, si no de expresarse en todas las lenguas presentes, sí al menos de comprenderlas. Los sociólogos debaten mucho sobre la diversidad cultural, el interés y las dificultades del multiculturalismo; sus debates estarán más a la altura de esos encuentros cuando dispongan de modalidades lingüísticas que les permitan comunicarse con el reconocimiento de sus propias diversidades lingüísticas. Ellos piden conciliar lo universal y lo particular más que oponerlos en la aflicción típica de la posmodernidad y de un mundo globalizado: es lavando la ropa en su propia casa, con vistas a arreglar ese problema, aprendiendo a vivir juntos en las diferencias lingüísticas, que estos encuentros alcanzaron una gran credibilidad. Hay en todo ello una apuesta más importante que toca el corazón mismo del proyecto intelectual de la disciplina. Si la internacionalización de la sociología ha promovido un desplazamiento de los particularismos nacionales o de cualquier otro tipo, puede correr el riesgo de acabar exacerbándolos. Razón por la cual conviene formular la pregunta sobre el estatus no solamente político, sino también intelectual y epistemológico, de las producciones sociológicas regionales, nacionales, e incluso locales. Es entonces necesario proseguir con el debate que, en los años ochenta, reflejó la oposición entre el universalismo de una sociología entendida de manera uniforme en el mundo entero y el proyecto de un "indigenismo" que terminaba en la multiplicación de las sociologías indígenas, como lo ha mencionado Akinsola Akiwowo.19 Ahora bien, ¿hace falta, como se lo pregunta Jean-Michel Berthelot, considerar que la "determinación social y cultural de los conocimientos deba aplicarse a la sociología como a otros sistemas de conocimiento",20 con el peligro, que él mismo señala, de "someter el conocimiento sociológico a la determinación exclusiva de su contexto de producción y a declarar, por tanto, su valor relativo?; ¿no es tanto el problema aprender a conciliar las perspectivas y dejar de oponerlas frontalmente, sin tener que verse tentados a disolver la una en la otra?"

Agreguemos aquí un punto esencial: estas cuestiones son planetarias, pero operan también en el seno de cada sociología nacional, en particular en el mundo anglosajón, donde señoríos enteros del saber se autonomizan en los dominios de la comunicación, del urbanismo, de los estudios de la salud, de la criminología, etcétera, según lo señalan los responsables de un dossier consagrado a esos problemas en la revista Sociologie et Sociétés,21 en donde también apuntan que las "nuevas perspectivas intelectuales y sociales, como el feminismo, los cultural studies, el posmodernismo o los estudios gay y lésbicos, desplazan literalmente a la sociología de los estantes de las librerías.

 

ENTRE LA FILOSOFÍA POLÍTICA Y LAS CIENCIAS DE LA NATURALEZA

Las apreciaciones que preceden constituyen interrogaciones relativas a la propia sociología, a sus transformaciones internas. Deben completarse con otras cuestiones que involucran a las relaciones futuras entre la sociología y otros dominios del saber, y que pueden entenderse como los problemas de su esfera en relación con los diversos actores de la vida social, comenzando con los medios de comunicación (dejaremos de lado este punto preciso).

No hay ninguna razón para postular la estabilidad de los senderos actuales de las disciplinas en el orden del saber. En el pasado reciente, la tentativa de desarrollar la sociobiología ha mostrado que es posible poner en cuestión la célebre frase formulada por Durkheim, según la cual conviene explicar lo social por lo social, proponiendo en su lugar estudiar los comportamientos sociales como comportamientos naturales. Esta tentativa ha conquistado un terreno débil y de forma bastante desigual según el país. Sin embargo, todo lo que toca el cuerpo humano, por un lado, y la ecología, por el otro, sugiere importantes transformaciones que en el futuro podrían afectar las relaciones entre la cultura y la naturaleza, y en consecuencia obligar a la sociología a pensar de otra forma a la naturaleza y su propia relación con las ciencias "duras". Sobre todo, en tanto que no podemos considerar que el individuo es un ser de naturaleza, con sus necesidades o su agresividad; y en tanto que nos alejamos de la idea de que el rol de la sociedad es el de frenar y controlar esas necesidades o esa agresividad por medio de la socialización. Así, constatamos que las ciencias de la naturaleza progresan a grandes pasos, incluidos los dominios que apuntalan de manera ordinaria a las ciencias del hombre y de la sociedad. En particular, las ciencias cognitivas y las neurociencias proponen modos de aproximarse que, para ciertas miradas, ya han absorbido una parte de aquellos campos propios de la psicología: pueden en un futuro, apoyándose en los grandes avances de la informática, usurpar el dominio de la sociología. Una prueba decisiva, en el porvenir, estará conformada por la manera en la cual el paradigma de la complejidad y de la imprevisibilidad, cada vez más aceptado por las ciencias llamadas "exactas", se impondrá o no también en la sociología.

Por otro lado, las disciplinas próximas a la sociología cambian. Por ejemplo, la antropología, que en ciertos casos decide estudiar a las sociedades occidentales, lo hace con las herramientas que fueron forjadas para los estudios de las sociedades coloniales o exóticas. Sus objetos y métodos la aproximan a la sociología, como se puede ver cuando la antropología estudia las luchas urbanas; el funcionamiento de las instituciones políticas; o las relaciones familiares en un contexto europeo. También el uso del método de la observación participante vale para ella como para la sociología. Es verdad que la antropología está mucho más apartada de la sociología porque durante mucho tiempo fue más sensible a analizar la existencia de los sistemas de orden y la reproducción de los conjuntos sociales, en tanto que la sociología se interesa más por la crisis y el cambio. Es cierto que la antropología, más que la sociología, está marcada por el estructuralismo, pero ha evolucionado: se abre también al sujeto.

Se podrían hacer este mismo tipo de observaciones a propósito de la historia, fundamentalmente cuando se interesa por el tiempo presente, aun con el riesgo de invadir directamente el territorio de la sociología, en tanto que entra en tensión con la memoria, y no solamente con aquélla con la que cargan los lugares, sino también las personas y los grupos que apelan a una subjetividad más o menos desgraciada. De la misma manera, entre más se abre al sujeto, resulta más absurdo distinguir a la sociología masivamente de la psicología. En el seno mismo de las ciencias humanas es verdad que se operan, de cara al futuro, procesos de descomposición y de recomposición de los territorios y las competencias, algo que ciertas disciplinas ya han iniciado.

El problema es aún más complejo, si se actúa en función de las relaciones entre sociología y filosofía política o moral. Uno puede cuestionarse si la sociología no está en riesgo de ser atrapada, como aprisionada en una tenaza, entre las ciencias de la naturaleza, en plena expansión, y las filosofías política y moral, permitiéndosele a ella la inmensa y paradójica ventaja de articular el análisis teórico y las proposiciones normativas sin tener que preocuparse por producir los conocimientos empíricos relativos a cualquier problema tratado. Así, se puede constatar que el gran debate contemporáneo sobre el multiculturalismo ha visto participar activamente a los sociólogos, aunque la discusión ha estado ampliamente dominada por la filosofía política. En un debate de este tipo, la especificidad de los sociólogos debería ser la de aportar un saber preciso sobre la manera en la que las diferencias culturales se producen y reproducen, bajo las tensiones que esos procesos inducen en el seno de las sociedades analizadas, o incluso dando cuenta del trabajo de los actores involucrados sobre los mismos. Son muy pocos los que se aventuran directamente sobre un terreno donde cómodamente los filósofos políticos y morales proponen y discuten conceptos de lo justo y de lo injusto, del bien y del mal, sugiriendo políticas de un tipo o de otro.

La sociología está confundida en la misma medida en que vacila en decidirse entre una concepción comprometida y otra que he llamado profesional. Si se compromete corre el riesgo de quedar cautiva en debates donde la especificidad de la producción de conocimientos se disuelve en beneficio de las preocupaciones más filosóficas y políticas. Por el otro lado, si la sociología se vuelve experta, profesional, o incluso más limitada a una fenomenología de la existencia, corre el riesgo de no encontrar su lugar en el debate público, en el que los actores desean ser iluminados acerca del bien y el mal, lo justo y lo injusto, más que sobre los mecanismos y los juegos mediante los cuales se transforma la vida colectiva.

 

Notas

2 Se conserva el resumen de la versión original aun y cuando es de mucha mayor extensión que la permitida en Sociológica. Asimismo, como en otras ocasiones en las traducciones, también se ha respetado el sistema de citación a pie de página de la versión original, aun y cuando esta revista utiliza el sistema entre paréntesis autor-fecha con lista de referencias [nota del editor].

3 Para una primera formulación de esta imagen, véase Alain Touraine, "Sociologies et sociologues", en Marc Guillaume (editor), L'État des sciences sociales en France,La Découverte, París, 1986, pp. 134-143,         [ Links ] y en la propia obra de Michel Wieviorka, "Le déploiement sociologique",         [ Links ] en idem, pp. 149-155.

4 Véase su serie de cuatro volúmenes, Theoretical Logic in Sociology, Berkeley, 1982.         [ Links ]

5 Lewis A. Coser, The Functions of Social Conflict, The Free Press of Glencoe, Collier-McMillan, Londres, 1956,         [ Links ] y Continuities in the Studies of Social Conflict, The Free Press, Nueva York, 1967.         [ Links ] Estos dos textos han sido compilados para la traducción francesa en Les Fonctions du Conflit Social, Prensas Universitarias de Francia, París, 1982.

6 Alvin W. Gouldner, The Coming Crisis of Western Sociology, Heinemann, Londres, 1971.         [ Links ]

7 Serge Moscovici, "Modernité, société vécues et sociétés conçues", en François Dubet y Michel Wieviorka (coords.), Penser le sujet. Autour d'Alain Touraine, Fayard, París, 1995, p. 6.         [ Links ]

8 Irving Louis Horowitz, The Decomposition of Sociology, Oxford University Press, Nueva York, Oxford, 1994.         [ Links ]

9 Georges Balandier, Le détour: pouvoir et modernité, Fayard, París, 1985;         [ Links ] Le désordre: éloge du mouvement, Fayard, París, 1989; Le dédale: pour en finir avec le xxe siècle, Fayard, París, 1994.

10 Alain Touraine, Critique de la modernité, Fayard, París, 1992, p. 17.         [ Links ]

11 Richard Sennett, The Corrosion of Caracter. The Personal Consequences of Work in the New Capitalism, W. W. Norton & Co., Nueva York y Londres, 1998.         [ Links ]

12 Para un repaso sobre la tesis del fin de la Historia, lanzada en 1989, véase Francis Fukuyama, "La poshumanité est pour demain", Le Monde des débats, núm. 5, julio de 1999, pp. 16-20.         [ Links ]

13 Daniel Bell, Les contradictions culturelles du capitalisme, Prensas Universitarias de Francia, París, 1979 (edició         [ Links ]n original: The Contradictions of Capitalism, Basic Books, Nueva York, 1976).

14 Véanse aquí los trabajos recientes de Alain Touraine y la obra colectiva Penser le Sujet. Autour d'Alain Touraine, op. cit., así como el trabajo de François Dubet, Sociologie de l'expérience, Le Seuil, París, 1994.         [ Links ]

15 Robert Fraisse, "Pour une politique des sujets singuliers",         [ Links ] en Dubet y Wieviorka, Penser le sujet..., op. cit., pp. 551-564.

16 David Goldhagen, Les bourreaux volontaires de Hitler, Le Seuil, París, 1997.         [ Links ]

17 Véase el artículo de Cecilia Montero Casassús, "Crépuscule ou renouveau de la sociologie: un débat chilien",         [ Links ] en este mismo volumen [Cahiers Internationaux de Sociologie, vol. 108, 2000: nota del editor].

18 Lo cual no excluye las situaciones donde los alumnos experimentan una regresión, algo que se puede observar claramente en importantes universidades en Estados Unidos. Véase Irving L. Horowitz, op. cit

19 Véase Akinsola Akiwowo, "Universalism and Indigenisation in Sociological Theory: Introduction", International Sociology, vol. 3, núm. 2, pp. 155-160;         [ Links ] y también, "Indigenous Sociologies. Extending the Scope of the Argument", International Sociology, junio de 1999, pp. 115-138.         [ Links ]

20 Jean-Michel Berthelot, "Les nouveaux défis épistémologiques de la sociologie", Sociologie et Société, 1998, vol. XXX, núm. 1, p. 23.         [ Links ]

21 Paul Bernard, Marcel Fournier y Céline Saint-Pierre, "Présentation. Audelà de la crise, un second souffle pour la sociologie",         [ Links ] Sociologie et Sociétés, op. cit., p. 3.

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