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Sociológica (México)

versión On-line ISSN 2007-8358versión impresa ISSN 0187-0173

Sociológica (Méx.) vol.23 no.68 Ciudad de México sep./dic. 2008

 

Artículos

 

La universidad en los procesos de democratización

 

Daniel Cazés Menache*

 

* Investigador del Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades de la Universidad Nacional Autónoma de México. Correo electrónico: danielcm@servidor.unam.mx

 

Fecha de recepción: 01/09/08,
Fecha de aceptación: 20/02/09

 

RESUMEN

La acción universitaria ha incidido de manera fundamental en los procesos de formación de sujetos sociales, en la construcción cotidiana de la hegemonía y el consenso, en la crítica de las relaciones sociales y en la formulación de proyectos para el cambio y, de manera no menos intensa y eficaz, en la reproducción y la administración permanentes del sistema social. En este artículo se hace un repaso histórico sobre el papel jugado por los universitarios en la consolidación democrática mexicana.

Palabras clave: movimientos estudiantiles, secularización, universitarios, democratización, desmasificación.

 

ABSTRACT

University activity has had a fundamental impact on the processes of forming social subjects, on the day-to-day construction of hegemony and consensus, on the critique of social relations, on the formulation of projects for change, and, in a no less intense, effective way, on the ongoing reproduction and management of the social system. This article reviews the history of the role played by universities in consolidating Mexican democracy.

Key words: student movements, secularization, university students, teachers and workers, democratization, "de-massification" (scaling down massive size).

 

SECULARIZACIÓN DEL CONOCIMIENTO Y ANTIAUTORITARISMO

Los movimientos estudiantiles y magisteriales conforman una de las más antiguas y mejor arraigadas prácticas universitarias. Nacieron con el surgimiento de la universitas studiorum medieval. Continúan en nuestros días, después de nueve siglos de la organización primigenia del gremio de los intelectuales y sólo algunos años menos de la primera cessatio que, en su propio contexto, tuvo todas las características de una huelga estudiantil, a la vez académica y política.

De carácter tan diverso en cada momento histórico como diferentes han sido las universidades desde 1088, los movimientos universitarios son parte inseparable del trabajo intelectual estructurado en la vida académica; además, han sido reflejo, vehículo y elemento clave de la incidencia de profesores, estudiantes e instituciones educativas en la vida social.

El primer movimiento universitario de que se tiene noticia fue estudiantil; ocurrió en Bolonia a mediados del siglo XII y condujo a los reconocimientos y privilegios que se negociaron con el emperador Federico I, Barbarroja, en 1158. El gremio boloñés constituía una universitas scholarium, comunidad de estudiantes, intensamente comprometida en la guerra de las investiduras: el imperio y el papado buscaban imponer sus propias formas de dominio político y control de la propiedad. Los universitarios de Bolonia habían comenzado, mediante la contratación de maestros y la constitución de colegios por naciones, a liberar al pensamiento y a la enseñanza de los muros catedralicios y monásticos. Irnerio, conocido también como Warnerio, fue el maestro que los estudiosos de Bolonia, sin duda apoyados desde las altas instancias del Sacro Imperio, eligieron para recodificar el derecho romano; más tarde harían lo mismo con el derecho canónico. El ámbito de lo jurídico –secular o eclesiástico– se revestía así con el prestigio de la razón y la sanción de la academia, y buscaba despojarse de toda interpretación teológica puramente religiosa o mística. La legalidad y la legitimidad laicas y seculares de cada posición fueron aportaciones de los jurisconsultos universitarios.

En un conflicto con el obispo y con el príncipe municipal por cuestiones de vida cotidiana en que a estudiantes inocentes se les aplicaron las leyes de represalia, el gremio se retiró del burgo, cuyas otras corporaciones se beneficiaban y también abusaban de las necesidades de estudiantes y maestros. El regreso condicionado de la universitas a la urbe, y la perspectiva de nuevas huelgas permitieron que el gremio (que eso significa universitas) obtuviera, primero del emperador y luego del papa, protección, privilegios particulares y garantías de una cierta autonomía respecto de ambos poderes.

Poco después sucedería algo semejante en París mientras se desarrollaba la discusión de los universales, en donde el rey y el papa competían por el apoyo de los teólogos que comenzaban a formular, desarrollar y expandir la ideología de la razón. Aquí, la cessatio que precedió a las negociaciones de reconocimientos fue tanto de maestros como de estudiantes; los parisinos constituían una universitas scholarium et magistrorum, comunidad de estudiantes y de maestros.

La profundidad y la agudeza que puede alcanzar el combate de los intelectuales por la autonomía de su trabajo frente al cetro y al báculo se hicieron evidentes en París, entre otras cosas, con las sangrientas tribulaciones de Pedro Abelardo.

El primer movimiento universitario de América parece haber acaecido en Puebla en 1647, cuando el virrey arzobispo Palafox y Mendoza, al aplicar su reforma educativa y eclesial, entró en querella con los jesuitas, quienes se ocupaban mayoritariamente de lo que hoy llamamos educación superior.

La Corona y la Iglesia españolas habían resuelto impedir a los miembros de la Compañía de Jesús extender su influencia intelectual y limitar su participación en la educación. Por tal actitud virreinal y episcopal, los alumnos de los jesuitas –muchos de ellos hijos de empresarios coloniales o futuros cuadros de la administración novohispana– protestaron al inicio de un conflicto que duró seis años y concluyó con la virtual derrota del jerarca.

A fines del siglo XVIII surgieron otros movimientos estudiantiles para protestar por la expulsión de los jesuitas y exigir que se anulara la orden de exilio que formó parte de las reformas liberales de Carlos III. Las manifestaciones de Pátzcuaro, Guanajuato y San Luis Potosí produjeron la ejecución de 69 manifestantes.

Empresarios del agro, misioneros, académicos notables en la educación superior, en la investigación de las más diversas especialidades y en el desarrollo de tecnologías, los jesuitas iniciaron el discurso independentista y su docta fundamentación histórica y filosófica. Además, durante casi dos siglos formaron en sus propias aulas y en las de la Real Universidad de Nueva España a todos los cuadros de la Colonia. Entre sus alumnos hubo un gran número de criollos que con el tiempo fueron jefes en las guerras de Independencia y de Reforma, así como políticos notables desde los albores del México independiente hasta la lucha contra la intervención francesa y la restauración de la república.

La derrota de los jesuitas a finales del siglo XVIII fue la victoria del primer liberalismo hispano sobre el cuerpo de intelectuales organizadores de la sociedad y estructuradores de una ideología más poderoso y fecundo de la época. Los jesuitas derrotados representaban ciertamente a la razón, al pensamiento creativo, al desarrollo de las tecnologías y a la búsqueda de la autonomía política de las colonias, pero se oponían al libre cambio modernizador del imperio, a su apertura hacia las potencias protestantes, al alejamiento del "poder espiritual" de Roma.

En un recorrido por la historia reciente de las universidades de México, en el que sólo nos detuviéramos en la participación de los universitarios en los movimientos sociales iniciados en 1910 y en la lucha por la autonomía en 1929, en el otro extremo tendríamos, cronológicamente, a los movimientos encabezados por los estudiantes en 1968 y de 1986 a 1990. Ninguno fue un acontecimiento local; encarnan dos de los momentos más relevantes del mundo universitario contemporáneo.

A lo largo de nueve siglos, algunas de las más diversas revueltas universitarias han tenido en común su carácter secularizador y antiautoritario. Es posible rastrear un conjunto de movimientos universitarios que por espacio de casi un milenio han constituido una de las vías culturales necesarias, diríamos indispensables, para instaurar y desarrollar la secularización del conocimiento; para establecer y preservar la autonomía del trabajo intelectual respecto de los poderes políticos y religiosos; y para flexibilizar el conjunto de las relaciones políticas.

Si sólo eso pudiéramos hallar al estudiar esas revueltas de carácter, origen y contenido diversos bastaría para calificarlas de democráticas o, cuando menos, para ubicarlas como fundamentales en el complejo conjunto de los procesos sociales democratizadores. Ello, desde luego, exige también el examen de otros elementos presentes en esas revueltas y en esos procesos, entre otras cosas porque es lo que nos permitirá encontrar las particularidades de cada caso y matizar las generalizaciones académicas, políticas e históricas que constantemente sugieren.

 

MOVIMIENTOS ESTUDIANTILES, UNIVERSITARIOS, JUVENILES

En ciertos momentos el estudiantado, y la población universitaria en general, conforman un grupo social particularmente sensible al autoritarismo y a la reducción de los espacios democráticos. En México, sus reacciones periódicas ante la agudización del despotismo político involucraron, por lo menos durante las últimas dos décadas del siglo XX, a la totalidad de las instituciones en que surgieron. Por ello, es frecuente que se las denomine no sólo como "movimientos estudiantiles" sino también como "universitarios".

En 1968, en México la ciudadanía fue parte importante de la movilización y se habló de un "movimiento estudiantil-popular". Tampoco han faltado los motivos para referirse a los movimientos juveniles. En la década de 1960 se manifestó, en las latitudes más diversas del planeta, un malestar juvenil de grandes dimensiones y contenido muy complejo. Quienes teníamos en 1968 menos de treinta años nacimos poco antes de la Segunda Guerra Mundial; durante el lapso en que ella se señoreó por Europa y el sur del Pacífico; o incluso poco después del estallido de la primera bomba atómica en Hiroshima. La intolerancia, las persecuciones y las matanzas masivas llevadas a cabo por los nazis y sus aliados; los holocaustos de Europa y de Japón; y poco después las guerras imperialistas en tiempos de paz de Argelia, Corea y Vietnam nos marcaron de manera indeleble y permanente. La paz, la convivencia, la justicia social, la igualdad, lo que se llamaban los ideales de la democracia, todo ello había sido anulado en los hechos, en los gobiernos, en la diplomacia, con el uso de las armas, con las palabras vacías de los políticos, y en la cotidianidad de nuestras experiencias pública y privada. Nuestra edad exigía no sólo rebeldía y cuestionamiento, sino también alternativas. Entonces lo queríamos todo y de inmediato. Tuvimos que vivir los sesenta, en particular el 68, para darnos cuenta de que los intereses de los poderosos no se cancelan con los cuestionamientos y con las rebeldías en su contra.

Teníamos mucho que aprender. Y la fuerza de las cosas nos llevó a aprender mucho. Debimos aprender a plantear nuestras ideas y nuestros requerimientos; a enfrentar la represión policíaca y militar; a desconfiar de las palabras de los poderosos; a organizarnos y a expresarnos ante la ciudadanía; a exigir diálogo a quienes no querían dialogar; a enfrentarnos –inermes y con un canto entre religioso y patriótico– a las bayonetas y a los tanques; a definir y a darle curso práctico a la generosidad exigida en el campo por la formación universitaria; a puntualizar nuestros planteamientos para la negociación e, incluso, a negociar y a fracasar en las negociaciones. Muchos de nosotros aprendieron a ser perseguidos, aprendieron en la prisión y aprendieron en el exilio.

Los movimientos universitarios adquieren trascendencia política cuando se hacen eco de los malestares sociales, los reflejan y los difunden; cuando estimulan las explicaciones de sus causas y proponen soluciones. Su importancia es mayor si en ellos se reconocen fuerzas sociales dispares y dispersas, porque entonces llegan a anticipar otros movimientos sociales e incluso cambios generales en diversos tipos de relaciones.

Sin pretender la exhaustividad, recordaré aquí algunos elementos del contexto social y político de los movimientos estudiantiles de 1968 y 1986: en 1968 había alcanzado su apogeo la "política del desarrollo estabilizador", encaminada a acelerar la industrialización y a elevar las tasas de crecimiento económico y, en especial, las ganancias empresariales a que todo ello daba lugar. Hacía tiempo que el gasto público favorecía el lucro privado y que se habían reducido las inversiones del Estado en el campo y las destinadas al llamado bienestar social. Los salarios sufrían una fuerte contracción; el crecimiento agrícola casi se había detenido; el pago por los productos del campo era muy bajo y la migración hacia los centros urbanos se agudizaba. La dirección impuesta al desarrollo industrial impedía la absorción de la fuerza de trabajo excedente y, por lo tanto, promovía la emigración, además de que el ingreso no se redistribuía ni con justicia ni con eficacia.

Para mantener así el crecimiento económico, el control social había llevado a sus límites la tensión política. Los ciudadanos, corporativizados, no tenían posibilidades de expresión ni de organización independientes del poder estatal. La oposición y la prensa también enfrentaban la constante reducción de espacios de expresión libre, y todos los movimientos sociales –obreros y campesinos, de maestros y de otros profesionistas– eran reprimidos con sorprendente intensidad. Señoreaba las relaciones políticas una legislación penal aprobada durante la Segunda Guerra, no abrogada con la paz, y sólo aplicada para detener cualquier cuestionamiento. Acusados de disolución social o de otros delitos semejantes (asociación delictuosa, incitación a la rebelión), los presos políticos llenaban las cárceles del país.

Los estudiantes universitarios habían participado, por su parte, en movimientos combatidos y ahogados también con la violencia oficial en Chilpancingo (1960, 1967); Puebla (1962, 1964); Morelia (1963, 1966); Culiacán y Durango (1966); Hermosillo, Ciudad Juárez y Chapingo (1967).

En la ciudad de México un movimiento en el Instituto Politécnico Nacional (IPN) culminó, a finales de la década de los cincuenta, con la clausura definitiva de su internado estudiantil, la ocupación militar y el encarcelamiento de algunos de sus dirigentes. Al mismo tiempo, los estudiantes de la Escuela Nacional de Antropología e Historia, que entonces aprendieron el valor de su empoderamiento relativo, obtuvieron la constitución del primer cogobierno escolar enteramente paritario, así como la participación o incluso la exclusividad en el manejo de algunos asuntos escolares como las publicaciones y la organización y administración de las prácticas de campo.

Todos los estudiantes capitalinos apoyaron los movimientos de maestros (1960) y médicos (1965), y sus manifestaciones de repudio a la invasión estadounidense de Cuba (1961) y de apoyo a la resistencia vietnamita (1965-1967) fueron reprimidas. En la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) se formó, durante un movimiento interno, el primer Consejo Estudiantil (1966), que organizó el rechazo de un nombramiento rutinariamente antidemocrático y de la creación de una carrera policiaca, así como la exigencia del pase de un nivel de estudios ya aprobado al siguiente sin examen selectivo.

Algunas de estas movilizaciones se originaron por reivindicaciones académicas; otras, por problemas institucionales, sociales o políticos de índole diversa. En mayor o en menor medida, tanto el papel de la policía en la represión violenta, como el de la prensa, la radio y la televisión en la estigmatización de los movilizados y de sus ideas fueron una de las constantes en la relación impuesta por el gobierno.

Sin embargo, ninguna de esas movilizaciones –universitarias o no– dejó de ser sectorial, restringida a su propio ámbito; ninguna consiguió que en sus exigencias, postulados, estrategias o acciones se reconociera el conjunto de la ciudadanía, que cultivaba su rebeldía abiertamente o en silencio.

Fue necesario esperar a 1968, cuando el movimiento estudiantil expresaría y aglutinaría a las hasta entonces fuerzas dispersas. Sus únicos postulados fueron las libertades democráticas de expresión, organización y lucha política, sintetizadas en un pliego de seis peticiones. Estas demandas podían parecer coyunturales y muy puntuales, pero en el fondo entrañaban el cuestionamiento del sistema político y del régimen que lo mantenía en marcha. Desde el poder del Estado no podía emprenderse una discusión al respecto (menos aún pública, como los universitarios exigían que lo fuera), excepto si se aceptaba revelar y condenar el autoritarismo que constituía la estructura básica de la relación del gobierno con la ciudadanía.

Las seis reivindicaciones que el gobierno no deseaba ni mencionar eran: 1) liberación de los presos políticos; 2) derogación en el Código Penal del delito de disolución social; 3) destitución de los jefes policíacos que dirigieron la represión contra los estudiantes y sus instituciones; 4) desaparición del cuerpo de granaderos, que la llevó a cabo y se convirtió en su símbolo; 5) deslinde de responsabilidades por la represión y el vandalismo policíacos y castrenses; y 6) indemnización a los heridos y a los deudos de los muertos y desaparecidos durante la represión.

Los gobernantes de entonces consideraron, sin duda, que tan sólo analizar esas peticiones retrataría la verdadera dimensión de su despotismo y pondría abiertamente en duda una legitimidad de por sí poco evidente. Nada más explica que el presidente haya llegado a proclamar el derecho del gobierno a defenderse de la ciudadanía. Así, imposibilitado para superar su incapacidad de entablar cualquier confrontación mínimamente democrática, el gobierno ahogó el movimiento en sangre y persecuciones.

La forma en que surgieron y se expandieron los cuestionamientos formulados en el movimiento de 1968 permitió que éste configurara una inusitada movilización de identidades sociales. Se encontró y se adoptó el nombre adecuado para designar situaciones hasta entonces vaga o insuficientemente definidas. El conjunto de sus acciones, pese al enfrentamiento cotidiano con los golpes, la prisión y la muerte, permitió a los movilizados ocupar, de manera poco usual por su amplitud y su profundidad, espacios sociales hasta entonces reservados a los rituales del poder y de la reproducción de las hegemonías.

La denuncia estudiantil siempre incluyó propuestas para la negociación y la discusión de salidas al conflicto, pero éstas no podían ser decorosas para una autoridad acostumbrada a que la obedecieran ciegamente, que prefirió la ira, la ceguera y la sordera como el final de un sexenio presidencial y el principio del siguiente.

Posteriormente, con un estilo de gobernar apropiado al auge petrolero y a la reinstauración del "Estado de bienestar", algunas exigencias del movimiento universitario fueron discreta, fragmentaria y gradualmente interpretadas y adoptadas por el poder. El régimen no transformó su esencia, pero a partir de algunos planteamientos originalmente formulados durante el movimiento, o que en las instituciones universitarias habían alcanzado mayor resonancia, y ante las posibilidades reales de estallidos sociales aún mayores, optó por reducir tensiones, satisfacer parcialmente algunos reclamos y permitir el crecimiento de las universidades. Así fue como reprodujo su legitimidad de manera suficiente en los ámbitos del trabajo intelectual.

Lo consiguió en parte –no sin otra masacre en 1971–, gracias a la llamada apertura política (en que la oposición de izquierda conquistó la posibilidad de hacer política con menos riesgos de represión); a una liberalización de la actividad intelectual y artística (con la que se logró que circularan más libremente las ideas y se multiplicaran algunas publicaciones que antes hubiesen sido censuradas y prohibidas; también se logró que la prensa ampliara sus márgenes de expresión y opinión; que el arte oficial fuera sometido a críticas creativas y dejara de predominar; que varias formas de marxismo quedaran incorporadas a la enseñanza oficial, etcétera); a la ampliación de los espacios para los jóvenes (entre ellos los universitarios, con la llamada masificación); y a la relativa democratización del sistema electoral (suavizándose el despotismo contra el que habían luchado los estudiantes).

En algunas universidades de las entidades federativas y en algunas facultades y escuelas capitalinas se democratizó el régimen interno de gobierno cuando grupos y alianzas de la más variada gama de las izquierdas comenzaron a participar en la dirección institucional. Al aceptar como propia la responsabilidad de administrar y de modernizar algunas instituciones adormiladas por la indiferencia del poder, por primera vez esta oposición pudo confrontar en la práctica su propia cultura política con la de las fuerzas que combatía.

Resulta significativo que tanto en el discurso político oficial como en el de los llamados medios masivos, e incluso en el habla corriente, se hayan generalizado desde entonces términos y expresiones que hace veinte años parecían patrimonio lingüístico casi exclusivo de los universitarios en movimiento.

También resalta el hecho de que a partir de 1979, cuando las izquierdas partidistas salieron de la semiclandestinidad, no pocos militantes (ex presos políticos encarcelados por participar en el movimiento de 1968, entre otros) hayan llegado a ocupar curules en la Cámara de Diputados; que uno de ellos incluso llegara a ser candidato a la Presidencia; y que varios más se convirtieran en personajes de la oposición democrática aliada con la escisión del partido único.

Aunque entre ellos había veteranos de las luchas de la década de los sesenta, la mayoría de los estudiantes y maestros movilizados en la UNAM a partir de septiembre de 1986 pertenecían a las generaciones integradas a la vida académica durante los últimos años de crecimiento de la década anterior y durante los que corrieron a partir de la crisis iniciada en 1982. En la universidad los sorprendió la máxima reducción de la política social (la "austeridad", la "reordenación" y la "reconversión"), traducida en la restricción de posibilidades para ejercer derechos o, lo que es lo mismo, en la redistribución selectiva de los beneficios sociales a nombre de un "adelgazamiento" del Estado, con recesión, hiperinflación, especulación y devaluación monetaria que beneficiaban a las empresas privadas y a los acreedores internacionales, para cuyo bienestar se diseñó la entonces nueva política económica.

El movimiento universitario de 1986, "contra la obvia resolución", prolongado en el tiempo y en la acción política hasta el neocardenismo y las secuelas del proceso electoral de 1988, se inició como reacción contra medidas restrictivas adoptadas de manera sorpresiva y autoritaria. Tuvo, pues, la característica fundamental de todos los movimientos universitarios secularizadores y democratizadores: no dejó de cuestionar, de manera sistemática, intensa y documentada, los principios en que se sustenta el poder en México, y prácticamente todas las políticas gubernamentales de las dos décadas previas. Se sumó desde un principio –contribuyendo con nuevos argumentos– a las propuestas de solución de la crisis, preconizadas por todas las fuerzas sociales excepto por las gubernamentales y las empresariales. Entre sus logros más sobresalientes está el diálogo público, al que no pudieron escapar las autoridades de la UNAM y que fue transmitido por la radio y bastante difundido por la prensa y la televisión. Este triunfo político consistió, más que nada, en abrir hacia toda la ciudadanía el espectáculo inusitado de una exposición abierta de argumentos y propuestas formuladas, a menudo de manera brillante, por un grupo de gobernados ante sus gobernantes –estos últimos más bien mediocres, nada audaces y bastante autoritarios en sus respuestas.

El diálogo público parecía que formaba parte de un espontáneo y vasto curso no escolarizado de ciencia política impartido desde la UNAM por los estudiantes y algunos maestros al resto de la ciudadanía. Sin duda, ese diálogo, en conjunto con todas las demás acciones del movimiento, marcó los acontecimientos posteriores que llevaron a la derrota electoral, sobre todo en la ciudad de México, del partido de Estado, con la unidad más amplia de la oposición que se hubiese visto en el país. El diálogo público, que el poder estatal rehuyó durante 18 años con represión y muertes, tuvo por fin que ser aceptado por la autoridad institucional en la que fue la materialización de la exigencia más aventurada de 1968.

Por cierto, la insurrección misma y algunas de sus formas de protesta adoptadas por los diputados en la Cámara entre el 15 de agosto y el 10 de septiembre de 1988 tuvieron sus antecedentes en la lucha de los estudiantes contra la Rectoría y en el apoyo a los representantes del Consejo Estudiantil Universitario (CEU) en el auditorio Che Guevara de la UNAM, durante el diálogo público de enero y el Consejo Universitario del 10 de febrero de 1987.

El movimiento, iniciado en 1986, logró que grupos sociales muy amplios, sobre todo de jóvenes e intelectuales, se identificaran con sus postulados y estrategias. Puso en acción a más gente, durante más tiempo y en un número mayor de espacios que cualquier otro movimiento social de oposición en muchos años. Logró echar para atrás, al menos formalmente, las determinaciones autoritarias y restrictivas que le dieron origen, y se reprodujo a sí mismo logrando que se aceptara convocar a un Congreso Constituyente para definir la reestructuración total de la más grande e importante institución pública de educación superior de América Latina. Al interior de la cual promovió y obtuvo la primera consulta democrática de su historia, en la que sus posiciones triunfaron abrumadoramente contra las del poder institucional, identificado plenamente con el gobierno. Esa elección universitaria tuvo lugar cuando iniciaba su recorrido por el país el sucesor del presidente, ungido por él mismo. No es posible dejar de tomar en cuenta, para cualquier análisis de la realidad mexicana de 1988, que ese triunfo electoral anticipó mucho de lo que sucedería en torno a las elecciones de julio del mismo año.

La movilización, el aglutinamiento y el triunfo electoral del estudiantado democratizador con su Consejo Estudiantil Universitario; del magisterio con el Consejo Académico Universitario (CAU); y hasta cierto punto de los investigadores con Academia Universitaria (AU), anticiparon la movilización antigubernamental y descorporativizadora que caracterizó al movimiento democrático más importante de la sociedad civil en muchas décadas. Aquel movimiento universitario fue parte fundamental de ese complicado proceso que se apresuró con la rebelión de una parte del PRI y su alianza con los partidos políticos "paraestatales" y con la única izquierda que aún mantenía perspectivas de convocatoria. Sin el movimiento universitario, el frente cívico que resultó de tal proceso no habría podido abrirse, o bien habría tenido características muy diferentes de las que lo definieron.

La última fase de ese proceso, en que el Partido Mexicano Socialista fue empujado por sus militantes –muchos de ellos universitarios– a renunciar a la candidatura del ex preso político universitario Heberto Castillo para adoptar la de Cuauhtémoc Cárdenas (ya apoyada por el Frente Democrático Nacional, conformado por seis agrupaciones partidarias), tuvo lugar precisamente después de que el candidato visitó Ciudad Universitaria y allí celebró, con el CEU y con el CAU, el mitin más importante de su campaña electoral, en el que llamó a desarrollar la cultura de la consulta democrática que acababa de instaurarse en la UNAM.

Ello no fue más que el reconocimiento de que el espacio de la movilización universitaria y las alternativas planteadas en él jugarían un papel extremadamente importante en cualquier opción política democratizadora.

En cuanto a la dinámica institucional previa a cualquier proyección nacional, lo más sorprendente fue que el movimiento estudiantil iniciado en 1986 alcanzó todos sus éxitos –nunca antes obtenidos así por ninguna oposición– desde su propio ámbito académico y planteando exigencias exclusivamente académicas, y que se hizo oír y aceptar suprimiendo casi todas las posibilidades de que el poder utilizara la violencia para acallarlo. Además, sin abandonar nunca su propio ámbito, evidenció el carácter profundamente político de la vida académica y así se proyectó hacia el movimiento democratizador nacional del que fue contingente básico.

Este breve examen de dos movimientos universitarios mexicanos, el de 1968 y el de 1986-1990, me conduce a las siguientes reflexiones: pese a que lo quería todo y de inmediato; pese a que casi aceptó ser exterminada; pese a que fue derrotada con las armas, el terror y la cárcel, la generación de 1968 contribuyó a que se estructuraran nuevas formas de relación política. En sus propias prácticas las había anticipado. Sin su acción y sin sus aportes a la lucha ideológica habrían sido imposibles, incluso, la miseria caricaturesca de democracia y participación ciudadana implantada por el sistema de representación proporcional de los partidos opositores en las instancias políticas colegiadas y, más recientemente, la llamada alternancia y sus orígenes dudosos y complicidades inconfesables.

No deja de sorprender que muchos de los presos políticos del 68, y de antes, entre ellos bastantes universitarios, prácticamente salieron de Lecumberri para entrar a la Cámara de Diputados o para reintegrarse al desarrollo de las universidades mexicanas.

Las generaciones que participaron en el movimiento de 1986 y en sus secuelas y proyección parecen haber elaborado –quizá sólo de manera intuitiva y pragmática– una visión de la realidad y una capacidad para enfrentarla que eran imposibles de imaginar antes de que se pusieran en acción, y que parecen muy distantes de las formas tradicionales de hacer política de la izquierda: no se conformaron con la denuncia; no excluyeron la negociación ni los avances graduales; abrieron espacios y formas de confrontación en los que ninguna oposición democratizadora se había aventurado; y expresaron un inusual sentido de la posibilidad de la victoria. Esa visión y esas capacidades se gestaron como cultura política a partir de la derrota de 1968 y de otras experiencias organizativas experimentadas por los universitarios con posterioridad, en condiciones sociales más democráticas que las que se conocieron antes, y en los mismos ámbitos en que han permanecido vivos de distintas maneras los logros, las experiencias y las aspiraciones de veinte años antes. En marzo de 1988 escribí: "Tal vez con todo ello el movimiento actual anticipe, a su vez, nuevas formas de construcción de los consensos, de ejercicios del sufragio, de aceptación oficial de resultados y, quién sabe, de triunfos electorales más importantes que puedan conducir a cambios reales. En otras palabras, quizás una vez más los universitarios estén construyendo nuevos caminos y espacios para la democracia".

Sin embargo, ya pasadas las elecciones de 1988; consumada la imposición priísta de ese año; acaecido el triunfo capitalino de 1997, con el primer gobierno no priísta de la capital; y dictaminada la imposibilidad leguleya de limpiar los comicios de 2006; además de las acciones zapatistas y de las campañas lópez-obradoristas, la reflexión sigue pareciéndome válida, aun cuando algunas de sus previsiones quedan suspendidas por un periodo de duración incierta, durante el cual es posible que el espíritu antiautoritario de la movilización ciudadana no sólo no se extinga sino que se acentúe.

Siempre cabe preguntarse si las alternativas que aparezcan en el futuro serán de carácter democrático, si en ellas no predominarán el caudillismo mesiánico y la burocracia, si esta última no negociará a espaldas de sus representados.

Independientemente de lo que suceda en las coyunturas universitarias y nacionales próximas, por cuanto a la que considero como una nueva actitud en los movimientos universitarios mexicanos añado: todo parece indicar que desde 1986 hemos conocido –aunque todavía no analizado ni interpretado– una globalización conceptual con su correspondiente praxis política opositora, construida por los universitarios a partir de la vivencia intelectual en su ámbito inmediato propio.

Como no es algo que con frecuencia se presente de manera tan clara hay que resaltar el hecho de que el proceso universitario interno aparece como fase imprescindible de la incidencia de la UNAM, mayoritariamente antiautoritaria, en el proceso democratizador generalizado.

Todo lo anterior acontece en momentos en los que de ninguna manera está excluido un autoritarismo político moderno que suprime las posibilidades de recorrer caminos y diseñar y ocupar los espacios desbrozados por el movimiento. Si bien las amenazas del gran cacique de la Confederación de Trabajadores de México (CTM) ("llegamos al poder por las armas, y si es necesario nos mantendremos en él con las armas") no se cumplieron, y la llamada alternancia se produjo mediante asociaciones y complicidades entre el "nacionalismo revolucionario" y el conservadurismo heredado de los cristeros, al final de la primera década del siglo XXI el ejército está fuera de los cuarteles y no sólo reprime, sino que también controla las carreteras, abusa de la población, viola mujeres y asesina en la impunidad.

 

ALGO MÁS SOBRE MOVIMIENTOS UNIVERSITARIOS Y DEMOCRACIA

Las formas discursivas, organizativas y de negociación adoptadas por el Consejo Estudiantil Universitario desde finales de 1986 y hasta 1990 fueron totalmente diferentes de las que prevalecieron en los movimientos anteriores. Sus resultados durante más de un año de movilizaciones, discusiones públicas, elaboraciones programáticas, acuerdos internos y adopción de sus propuestas por la autoridad institucional carecieron de precedente en la historia universitaria mexicana. Todas esas formas y todos esos logros contrastan sobre todo con los de 1968, cuando la movilización se efectuó sin demandas académicas, y tanto la negociación como el desenlace resultaron de la violencia de Estado impuesta por el gobierno.

Lo que ha sucedido en tiempos más recientes llama a la reflexión sobre el papel que han jugado los movimientos universitarios en la gradual democratización del sistema político mexicano y, en general, de las relaciones cotidianas, durante los últimos años del siglo XX (de entre los que hay que eliminar la experiencia disolvente, no universitaria, que propició el gobierno en 1999 y con la que no logró desintegrar a la UNAM).

Aquellos movimientos fueron reflejo bastante fiel de la situación política del país; expresaron de manera global los más profundos malestares sociales; en su desarrollo ofrecieron fundamentos teóricos y vías prácticas de solución para problemáticas que rebasaban los muros institucionales. Cuando algunos de sus planteamientos y reivindicaciones fueron asimilados convenientemente por el poder, a corto o mediano plazos contribuyeron a la creación y a la expansión de nuevas formas de relación ciudadana. Además, se han constituido como el referente básico de la identidad social de vastos grupos generacionales no exclusivamente universitarios.

Hay que tener presente, sin embargo, que los movimientos democratizadores no han desterrado suficientemente la cultura política heredada de la era del "partido prácticamente único".

 

"UNIVERSITARIZACIÓN" DE LA SOCIEDAD MEXICANA

Desde siempre, en México la parte más importante del trabajo intelectual se ha iniciado y desarrollado en la universidad, y continuamente ésta le ha brindado estímulo y posibilidad de continuidad, ampliación y expansión. Es así como desde los albores de la primera universidad novohispana se comenzó a hacer ciencia y a crear tecnologías; se localizaron recursos naturales y se movilizaron la voluntad y la mano de obra para explotarlos; se ha organizado a la sociedad, a la nación, al Estado; se han definido los problemas nacionales y se han diseñado y puesto en marcha proyectos para solucionarlos; se han estructurado ideologías, normas, nacionalismo, burocracia y gobierno; se ha hecho y se hace política gubernamental, gobiernista y de todas las oposiciones; se han puesto en acción las fuerzas del trabajo manual e intelectual; se han establecido otras universidades; se han conformado sensibilidades y emociones, consensos, cuestionamientos y rebeldías.

Los resultados del trabajo universitario de investigación, tan sólo aquéllos de las que se ha dado en llamar disciplinas sociales y humanísticas, tienen una aplicación casi inmediata en los ámbitos más diversos: en todos los niveles de la enseñanza; en la formulación de las ideologías políticas; en la legislación y en la diplomacia; en la elaboración de los conceptos y valores que transmiten la radio, la televisión y el cine, y en las formas que sirven para su expansión y arraigo; en el trabajo de los artistas; en la publicidad y en los programas y discursos políticos y religiosos; en las obras literarias y en la ensayística con que se organizan las ideologías dominantes, oficiales o alternativas.

Además, casi todos los egresados de la educación superior se convierten en cuadros bajos, intermedios y superiores de la administración empresarial y de la estructura estatal. Algunos se dedican a mantener la fuerza de trabajo y a estructurar con la autoridad de la bata blanca la ideología de la relación del individuo con su cuerpo y con su salud, así como a conservar y reproducir las relaciones entre el poder y sus sujetos a través de la vigilancia y la aplicación de las normas legales.

En nuestras universidades públicas se crean y se amplían también los espacios de la creación artística, de su desarrollo, de su difusión. Desde la universidad, con sus estímulos, bajo su influjo, los artistas despliegan una creatividad de perspectivas semejantes, paralelas, a las del trabajo científico.

Toda esta labor creativa, de síntesis y de reproducción ideológica e institucional explica la existencia de la universidad. La formación de profesionistas la ubica en las esferas de la cotidianeidad social en que éstos actúan e influyen: la elaboración de nuevos conocimientos; de nuevas formulaciones de los ya adquiridos; y de todo lo que puede ubicarse como búsqueda y desarrollo en los terrenos del arte proyectan a la universidad en una dimensión histórica global y la han convertido en eje fundamental e indispensable de todo proceso social cuyo marco sea la constante organización de la cultura.

La acción universitaria continúa incidiendo de manera fundamental en los procesos de formación de los sujetos sociales; en la construcción cotidiana de la hegemonía y el consenso; en la crítica de las relaciones sociales y en la formulación de proyectos para el cambio; y, de manera no menos intensa y eficaz, en la reproducción y la administración permanentes del sistema social.

Es fácil advertir, pues, que la mexicana es una sociedad profundamente "universitarizada".

 

¿MASIFICACIÓN O DESMASIFICACIÓN?

Aunque desde las universidades se han proporcionado elementos básicos masificadores de nuestra sociedad, también han contribuido de manera fundamental a su desmasificación.

Hoy todo el mundo acepta, en gran parte merced a los movimientos estudiantiles, que la universidad pública debe de ser de masas. Evidentemente, en enunciados como éstos el vocablo masa tiene un sentido cuantitativo y es equivalente a muchedumbre, esto es, a multitud, coincidencia involuntaria y temporal de una gran cantidad de personas en el mismo lugar.

No obstante, las masas no tienen que ser numerosas ni provenir de algún estrato socioeconómico en especial. La definición del concepto de masas como categoría descriptiva, analítica e interpretativa de las ciencias sociales se centra en el hecho fundamental de que nunca constituyen una comunidad, pues quienes las componen carecen de lazos de solidaridad o de homogeneidad cultural: la masa es informe, despersonalizada, maleable. Una sociedad de masas se caracteriza porque en ella dominan los mecanismos que regulan las actitudes y las conductas para hacerlas uniformes y sin especificidad, y para aislar a sus miembros entre sí incluso en la mayor de las cercanías físicas. Por supuesto, en toda sociedad se producen procesos de masificación: en la nuestra avanzan vertiginosamente. No obstante, quedan espacios en los que ese avance es frenado de manera suficiente para que no lo abarque todo y para mantener las posibilidades de una desmasificación social relativa.

Los procesos sociales que ocurren en los espacios universitarios, lejos de ser exclusivamente académicos, resultan en una desmasificación relativa de quienes tienen acceso a ellos.

Se ha pretendido masificar a la juventud en las universidades; pero éstas, por su naturaleza contradictoria, no han dejado de responder a tales designios, pues en su seno sigue desarrollándose la otra fase de lo que podríamos llamar la dialéctica de la formación institucional de los intelectuales.

El proceso de desmasificación abarca de maneras diversas a toda la sociedad. Una de sus más importantes facetas sólo se desenvuelve en las universidades, cuyos miembros tienen, entre otras características, la de ser sus sujetos inmediatos y los agentes de algunos de los cambios culturales que ese proceso genera. Obviamente, no se trata de un proceso unilineal ni están ausentes de él las conflictivas sociales que lo hacen muy complejo. Podría incluso afirmarse que el precio que la sociedad paga para que pueda darse el proceso de desmasificación consiste en la contribución concomitante del mismo proceso al avance de la masificación.

La existencia misma de las universidades y de sus tareas define su carácter desmasificador. Las posibilidades materiales que les otorgan las fuerzas sociales dominantes y las que van adquiriendo en las confrontaciones entre éstas y las fuerzas subordinadas que van abriéndose camino; las formas que en la institución universitaria toman las relaciones académicas y el cumplimento de sus funciones específicas; la concentración y el contacto constante entre científicos, maestros y técnicos; las posibilidades de integración de los estudiantes a sus procesos y de dedicación a la vivencia universitaria, son todos elementos que definen el nivel de calidad y de adecuación con que nuestras instituciones cumplen sus funciones desmasificadoras.

Las características fundamentales de la formación social en que está ubicada cada universidad determinan las maneras en que cada una contribuye a conservar la barbarie de la dominación y a ampliar los espacios de la civilización.

Las contradicciones sociales, siempre presentes en la universidad, provocan también que el cumplimiento de su papel desmasificador se exprese en una contradicción particular, que hace de la actividad académica universitaria una fuerza política a la vez conservadora e innovadora, tendente simultáneamente a mantener las inercias sociales y a ser un factor permanente de creatividad intelectual y de transformación social. Los movimientos universitarios son imprescindibles para tal transformación.

Por una parte, las universidades desmasifican a la sociedad contribuyendo a llevar el sentido común y el buen sentido a niveles más elevados y mejor estructurados de conciencia de la realidad. Por otro lado, contribuyen a la masificación porque proporcionan los elementos del conocimiento que fundamentan y fortalecen la organización jerarquizada de las relaciones sociales y las concepciones dominantes, y porque forman a los cuadros intelectuales y ejecutivos de la masificación. Además, porque sus miembros, en cualquiera de los ámbitos de la actividad universitaria, son motivados a actuar con base en los mismos valores dominantes que estimulan la masificación y precisan de ella.

La realidad universitaria es aún más compleja, porque en sus espacios de reflexión surgen también elaboraciones teóricas, cuestionamientos y concepciones opuestas a las dominantes, y se proponen opciones diferentes en todos los campos del conocimiento y del pensamiento creativo. Con ello se sustentan y se estimulan las prácticas científicas y sociales, así como las culturas políticas alternativas a las predominantes.

La universidad es uno de los pocos espacios sociales en cuyo interior la masificación puede reducirse y contrarrestarse. Conjugadas, todas las acciones inherentes al conjunto de las funciones universitarias –obligatoriamente académicas, pero no necesariamente formales ni profesionalizadoras– resultan en el complejo proceso social de desmasificación de todas las personas que participan de ellas y, por intermedio suyo, de los diversos círculos de la vida social en que actúan; así es como forman parte de la desmasificación global de la sociedad e imprimen en ella elementos sin los cuales ésta sería impensable e imposible.

Es precisamente este el movimiento universitario, del que nacen los cuestionamientos y las alternativas. Sigue su curso aunque no haya movilizaciones. Sus resultados aparecen en la sociedad y en la cultura en el momento adecuado, a veces de manera espectacular pero casi siempre de manera imperceptible.

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