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Sociológica (México)

versão On-line ISSN 2007-8358versão impressa ISSN 0187-0173

Sociológica (Méx.) vol.23 no.66 Ciudad de México Jan./Abr. 2008

 

Artículos

 

Las mujeres y su relación con la política institucional

 

Anna María Fernández Poncela1

 

1 Profesora-investigadora del Departamento de Política y Cultura, Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Xochimilco. Correo electrónico:fpam1721@correo.xoc.uam.mx

 

Fecha de recepción: 13/10/06
fecha de aceptación 16/04/08

 

Resumen

Este texto es una revisión amplia de la relación entre las mujeres y la política (institucional) en la historia, con especial énfasis en la actualidad de nuestro país, sin por ello desterrar reflexiones –teóricas y empíricas– y aportes de otras latitudes. Pretende describir e interpretar cómo tienen lugar la obtención del derecho al voto femenino y su ejercicio; cómo ha evolucionado la legislación electoral en la materia y cuántas mujeres son elegidas, o dónde están las mujeres en el organigrama político del país; cómo es la cultura política de las ciudadanas, sus preferencias electorales, cómo votan y a quiénes votan; pasando también por las estrategias de discriminación positiva. Esto es, se busca ofrecer un panorama que se pretende completo, toda vez que es general, sobre el tema que nos ocupa.

Palabras clave: mujeres, ciudadanía, política institucional, presencia en puestos, cultura política.

 

Abstract

This text is a broad, historical review of the relationship between women and (institutional) politics, with special emphasis on the current situation in our country, without disregarding theoretical and empirical reflections and contributions from other latitudes. Its aim is to describe and interpret how women won the right to vote and how they have exercised it; how electoral legislation in this sphere has evolved and how many women have been elected and where they fit in the country's political set-up; what the political culture of women citizens is like, what their electoral preferences are, how they vote and whom they vote for; plus an examination of affirmative action strategies. That is, it seeks to offer a complete, though general, panorama of this topic.

Key words: women, citizenship, institutional politics, number of posts, political culture.

 

Introducción

Este trabajo se propone revisar de forma resumida las cuestiones que tienen que ver con la ciudadanía femenina; con las mujeres como ciudadanas elegibles y electas, esto es, con la presencia femenina en la arena política formal e institucional, y con las mujeres como ciudadanas electoras, como votantes, todo ello como parte de sus derechos políticos.2 Lo haremos centrándonos en la realidad mexicana de las últimas décadas y con énfasis en nuestros días, sin soslayar un necesario repaso por la cultura política del país, así como una revisión de la legislación electoral correspondiente y, por supuesto, terminaremos con un diagnóstico sobre la presencia de mujeres en los puestos públicos en general. Todo ello bajo la óptica de describir, narrar y explicar, sin juzgar; y de comprender el porqué y el para qué, sin condenar (Hobsbawn, 1996; Morin, 1999; Jung, 2002).

Victoria Camps (1998: 9) ya lo dijo hace una década: "El siglo XXI será el siglo de las mujeres". Y quizá no sea del todo así, ni tiene porque serlo, pero sí importa posibilitar y visibilizar los cambios tendentes hacia la eliminación de la discriminación, sin por ello llegar a borrar las diferencias. Lo que sí puede afirmarse es que el siglo XX y el que inicia han transitado y continúan haciéndolo por grandes y llamativos cambios: la revolución informática, los avances tecnológicos, la globalización, etcétera (Giddens, 1993; Castells, 1998; Beck y Beck-Gernsheim, 2003). Sin embargo, también se han dado transformaciones en la estructura social, quizás más lentas y graduales, y quizás asimismo menos vistosas, como el acceso de la población femenina al espacio público –educación, empleo, política, cultura–, pero sin duda alguna igual de importantes, por lo cual resulta imprescindible tenerlas presentes.

Hoy por hoy, las mujeres parecen estar accediendo a más espacios en presencia, participación y representación políticas. En el ámbito internacional, por ejemplo, la media de integración de las mujeres en los distintos parlamentos es de 16%, y además 16 mujeres fungen como presidentas o primeras ministras de sus respectivos países. En América Latina el porcentaje de mujeres en el Poder Legislativo se ha incrementado de manera notable, en paralelo a las políticas de discriminación positiva, como las leyes de cupos o las cuotas. Por todo ello hay quienes piensan que se trata de una tendencia de mayor significado y de más larga duración, como varios informes lo señalan, entre ellos los de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y Latinobarómetro (Htun, 2002; Buvinic y Roza, 2004; Buvinic, 2006). Desde luego que México, aun con sus claroscuros sobre el tema, no podía ser una excepción.

 

Ciudadanía política y mujeres

La noción de ciudadanía tiene sus antecedentes en Grecia y Roma y en la Europa de la Ilustración.3 Su redacción formal y puesta en práctica moderna data de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, durante la Revolución Francesa, y de la Declaración Universal de los Derechos Humanos por las Naciones Unidas en 1948, por citar sólo algunos hitos históricos sobre el tema. Y podríamos añadir, en el plano sobre todo de lo simbólico, la Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana, redactada por la francesa Olimpia de Gouges en 1791, que subiría al cadalso dos años después por condenar la esclavitud de los negros y defender el reconocimiento de los hijos ilegítimos, además de la igualdad entre hombres y mujeres (De Gouges, 1993); o el texto Vindicación de los derechos de la mujer, de Mary Wollstonecraft, en la Inglaterra de 1792, una escritora que intentó suicidarse por un desamor y que murió finalmente de fiebres pauperales en un parto, y madre de la autora del célebre Frankenstein (Wollstonecraft, 1994). Asimismo, debemos mencionar que los derechos ciudadanos son parte de los derechos humanos, toda vez que los primeros son más amplios que los derechos políticos en el sentido estricto de los derechos a la libertad de votar y ser votado, y las libertades de expresión, de reunión, etcétera.

La ciudadanía engloba el conjunto de los derechos y las libertades civiles que les asisten a las personas de una comunidad, nacional o estatal: los derechos civiles de libertad e igualdad; los derechos sociales, como educación, salud, vivienda o recreación; los derechos económicos, al trabajo, la propiedad y los recursos productivos; el derecho a una vida sin violencia y, finalmente –pero no por ello los menos importantes–, los derechos políticos: a las libertades de pensamiento, expresión y organización, de votar y ser votados, además de a participar en la toma de decisiones en torno a los asuntos públicos de un país (Marshall, 1998). Todos estos derechos definen la condición de ciudadanía de las personas y, por supuesto, la de las mujeres.4

Así las cosas, y resumiendo con el tema que nos interesa desarrollar aquí en mente, la ciudadanía política es la capacidad de influir y decidir en la toma de decisiones políticas. La promoción de la ciudadanía plena de las mujeres implica promover el ejercicio activo y pleno de sus derechos, de todos, incluyendo el derecho de votar y ser votadas. Esto es, el derecho a la participación política como electoras y como elegidas, ambas condiciones indiscutiblemente importantes para la buena salud de la democracia.

En torno a la ciudadanía política de las mujeres hay variados e interesantes puntos de vista y reflexiones. Por ejemplo, Iris M. Young propone una ciudadanía diferenciada –más allá de la ciudadanía universal–, para lograr la inclusión y participación de todas las personas en la plena ciudadanía, ya que en ocasiones dicha inclusión requiere de la articulación de derechos especiales con objeto de socavar la opresión y las desventajas de los diferentes grupos sociales, como el de las mujeres (Young, 1996). Nancy Fraser pugna por el reconocimiento de la diferencia de los distintos grupos sociales desde la óptica sociocultural, ya que más allá de la desigualdad económica existe una injusticia cultural. Hay que interpretar necesidades y satisfacerlas (Fraser, 1990); Carole Pateman habla de un "déficit democrático" (Pateman, 1988); Ann Phillips señala el peso de las desigualdades sociales y económicas, y de cómo éstas son también importantes a la hora del ejercicio ciudadano, y pone especial énfasis en la preocupación por la democracia, en donde las mujeres se sienten excluidas. Considera que lo que se dice puede separarse de quien lo dice, si bien señala que supuestamente, y en principio, resulta importante la política de la presencia para la defensa de las ideas, toda vez que sostiene que para la generación y acumulación de experiencia una cantidad mayor de mujeres elegidas pudiera cambiar el contexto y las prioridades de la política (Phillips, 1995). Chantal Mouffe considera fundamental, por su parte, la inclusión de las mujeres como ciudadanas activas, así como de otros grupos sociales, en un proyecto global, una suerte de alianza de intereses cuyo objetivo sería poner en práctica los derechos de todos los sectores sociales que han sido excluidos históricamente (Mouffe, 1999). Finalmente, Joni Lovenduski asegura que el incremento de la presencia de las mujeres en los puestos políticos traerá consigo cambios de prioridades en las instituciones y, por ende, en la cultura política; y subraya la importancia del ejemplo de su presencia como elemento potenciador del cambio en la sociedad (Lovenduski, 2001).

Breve historia del voto, estrategias de discriminación positiva y la legislación electoral en nuestros días5

La historia del voto de las mujeres en México se remonta a la lucha por su obtención (Tuñón, 2002). En forma resumida podemos comentar que fue a finales del siglo XIX cuando un grupo de mujeres en torno a la revista Violetas de Anáhuac reivindicó el derecho al voto femenino, junto con la igualdad de oportunidades, a la instrucción y a la protección de la infancia, entre otros derechos.6

A pesar de estos antecedentes, y de las voces en favor de los derechos de las mujeres de varios líderes revolucionarios, así como de la amplia participación femenina en la Revolución Mexicana, la Constitución de 1917 no recogió sus derechos políticos.7 La importancia del movimiento magisterial de la época; el Congreso Feminista de Yucatán; y los congresos de obreras y campesinas realizados con posterioridad y con amplio eco social tampoco parecieron influir lo suficiente en este sentido.

Ni siquiera el gobierno cardenista se atrevió a dar el paso, a pesar de la movilización de mujeres que tuvo lugar entre 1935 y 1938, agrupada en el Frente Único Pro Derechos de la Mujer. Aunque sí realizó un tímido intento en torno al sufragio, Cárdenas retrocedió por el temor de que el voto femenino resultase mayoritariamente conservador. Así, no fue la incapacidad o la incultura de la mujer dentro y fuera de la tribuna parlamentaria, como tanto se llegó a argumentar, sino su poder de incidir en una elección, la verdadera razón del régimen para escatimarles su apoyo, por lo que incluso medidas que en su favor ya habían sido aprobadas en la Cámara quedaron sin efecto al no ser publicadas. Seguramente los acontecimientos políticos que simultáneamente se desarrollaban en España, en el marco de la Guerra Civil, también tuvieron que ver.8

El reconocimiento del sufragio femenino en México data de 1953, con la reforma que en ese año se efectuó al artículo 34 de la Constitución (Instituto Federal Electoral, IFE, 1994). Con anterioridad, en 1947, y con una reforma del artículo 115 de la Carta Magna, se había reconocido su derecho al voto en las elecciones municipales. No fue sino hasta algunos años después cuando las primeras mujeres incursionaron en el espacio de la política institucional, aunque de forma muy reducida, ocupando las primeras curules. En 1952 fue electa la primera diputada y en 1964 las primeras senadoras.

Ya en 1974, con la reforma del artículo 4º se adquirió constitucionalmente la igualdad jurídica, en el proceso de preparación de la Primera Conferencia Mundial de la Mujer de Naciones Unidas, que tuvo lugar en México en 1975 (IFE, 1994: 4).

Hasta aquí una breve información sobre la lucha por y el reconocimiento del voto de las mujeres en México, por cierto muy conmemorado en 2003 por su medio siglo de vigencia. Ahora bien, ¿cómo está la situación en la actualidad? Las opiniones son variadas acerca de si las mujeres ejercen dicho derecho en igual, mayor o menos medida que los hombres. Sobre ello volveremos más adelante.

Con frecuencia se denuncia la baja presencia femenina en el organigrama político formal –poderes ejecutivo y legislativo. La dificultad en el acceso a los cargos tiene por origen las características propias del sistema político, que pone un "techo de cristal" a la participación femenina, lo cual constituye una limitante exógena que se relaciona con el funcionamiento de los partidos políticos y del sistema en su conjunto. Aunque, además, no hay que olvidar la falta de iniciativa que en ocasiones ocurre por parte de las propias mujeres para ocupar los puestos públicos y participar activamente en política, algo que algunos han llamado últimamente "el piso engomado" (Heller, 2004). Otros autores han abordado el tema, ya desde hace tiempo, con conceptos tales como el "círculo vicioso" o el "círculo excluyente" (Garretón, 1990).

La reducida participación femenina conduce a un déficit democrático, por lo que resulta sin duda importante, y no sólo para las mujeres sino para la sociedad en su conjunto, elevar su presencia y participación política en la esfera institucional.

Algunos de los diversos caminos para subsanar dicho déficit podrían ser: fortalecer el liderazgo político de las mujeres en las comunidades, las organizaciones sociales, los partidos políticos, la administración pública y los poderes del Estado, con más presencia, mayor calificación, y mejor capacidad de influencia en la vida política (capacitación, campañas, etcétera); estimular y propiciar la solidaridad, la concertación y la búsqueda de consensos entre mujeres (pactos entre mujeres); promover el liderazgo en la vida pública y garantizar el acceso a posiciones políticas (las cuotas); promover un gran cambio sociocultural y eliminar los obstáculos que coartan el acceso de las mujeres al espacio de la toma de decisiones políticas (cambio cultural).

Entre las estrategias de acción política para conseguir lo anterior existen las retóricas, las de acción positiva y las de discriminación positiva (Fernández Poncela, 2003a).9 Las cuotas entrarían en el conjunto de las estrategias de discriminación positiva. Con ellas se busca también corregir los prejuicios de las instituciones y de las personas (Young, 1996). Si bien es más que clara su efectividad numérica, las cuotas pueden dejar intactas las conductas y los patrones sociales.10

De forma resumida, se trata de medidas temporales con el propósito de mejorar la situación de los grupos minoritarios, o de ciertos sectores mayoritarios, pero que están infrarrepresentados: "[...] buscan asegurar que las mujeres constituyan al menos una 'minoría decisiva' del 30 al 40 por ciento" (Dahlerup, 2002), o una "masa crítica" con cierta capacidad de influencia (Thomas, 1994).

Pues bien, una vez que las mujeres llegan a un puesto político, por ejemplo en el Poder Legislativo, lo importante no sólo es su número sino la "política de la presencia" (Mansbridge, 1999), así como su actuar político en el sentido de la "masa crítica", esto es, de generar cierto impacto en cuanto a la representación de temas de interés y preocupación para las mujeres, entre otros cambios institucionales, de procedimiento, de representación, en el discurso, y en el conocimiento y uso de las reglas (Lovenduski y Karma, 2002).11

Sobre el tema conviene recordar la legislación aprobada y que se aplica al respecto. Concretamente, en el plano de la materia electoral, pero con carácter sobre todo de sugerencia, encontramos la aprobación del artículo 175 del Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales (Cofipe) en 1993 (IFE, 1996). En 1996 se incluyó el artículo 22 transitorio del Decreto por el Que se Reforman, Adicionan y Derogan Diversas Disposiciones del Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales, que no cambió mucho las cosas (IFE, 1999a). Es importante subrayar que los verbos promover y considerar –los empleados en estos textos– no implican obligatoriedad alguna.

En 2002 la Cámara de Diputados aprobó un nuevo decreto sobre el Cofipe, en el cual se puede leer: " [...] en ningún caso incluirán más del setenta por ciento de candidatos propietarios de un mismo género" (175-A); y "Las listas de representación proporcional se integrarán por segmentos de tres candidaturas. En cada uno de los tres primeros segmentos de cada lista habrá una candidatura de género distinto" (175-B). Eso sí, en el punto tres del artículo 175-C se añade: "Quedan exceptuadas de lo señalado en los numerales 1 y 2 del presente artículo las candidaturas de mayoría relativa que sean resultado de un proceso de elección mediante voto directo" (IFE, 2003).

 

Ciudadanas elegibles y electas, y las mujeres en puestos políticos en general12

Comentaremos aquí cómo impactó dicha legislación y su cumplimiento en el ámbito electoral, en concreto en las candidaturas para la Cámara de Diputados13 en la elección de 2003, en comparación con el proceso electoral anterior (2000), cuando todavía no se había aprobado la reforma legislativa con carácter obligatorio –con sus ventajas y desventajas, como ya vimos–, para la elección por ambos principios –mayoría relativa y representación proporcional en las dos fórmulas: propietarios y suplentes– y para todos los partidos y coaliciones que se presentaron en esa ocasión.14

A partir de las dos tablas anteriores podemos observar que en el proceso electoral del año 2000, cuando aún no estaba vigente la reforma legislativa de las cuotas, los partidos presentaron un total de 198 candidatas a diputadas propietarias por el principio de mayoría relativa, que equivalían al 18% del total de las candidaturas por ese principio, mientras que en 2003 la cifra se incrementó a 930, que significaban alrededor de 30% de las propuestas, una diferencia bastante notable. En la primera ocasión el porcentaje de suplencias femeninas fue de alrededor del 38%, una cifra muy similar a la que se dio en 2003. El número total de candidatas en las últimas elecciones que se analizan fue de 2,062, esto es, 34.19% del total, mientras que en la elección anterior había sido de 662, que representaban el 27.7%.

De forma resumida podemos afirmar que si bien los datos gruesos, esto es, los porcentajes de cada partido en cuanto a totales, sin desagregar titularidades y suplencias, se acercan en las dos fechas al 30%, no ocurre lo mismo si sólo nos concentramos en las candidaturas para los cargos de titulares. Y es que si bien en 2003 no aumentó el porcentaje de candidaturas femeninas para las suplencias, sobresale el hecho del significativo incremento de la participación femenina como candidatas a legisladoras propietarias. En este caso no sólo creció sino que se prácticamente duplicó el número. Sobra decir que estas candidaturas son las realmente importantes. En este sentido, podemos afirmar que la ley no lo es todo, como muchos dicen, pero sí ayuda, como otros acotan.

En cuanto a las candidaturas a diputaciones por el principio de representación proporcional, las cifras y sus porcentajes referidos a la presencia femenina se incrementaron también. En 2003, no sólo todos los partidos sobrepasaron el 30%, sino que en general rondaron el 40% de las postulaciones de mujeres para puestos de titularidad, y algo similar aconteció con los de suplencia. Cuando contrastamos esos números con los de la anterior convocatoria electoral podemos percatarnos de cómo la proporción de candidatas a legisladoras propietarias se elevó de 36% a prácticamente 46%, aunque para las suplencias disminuyó, de 52% a 43%. Así las cosas, en 2003 las candidaturas de mujeres sumaron 1,882, que significaron el 44% del total, y en el 2000 fueron 1,036, lo cual representó un porcentaje muy similar.

En otras palabras, se ganaron espacios para competir por los lugares que significan la titularidad y se redujo la cantidad de aspirantes femeninas a las suplencias en términos porcentuales, con lo cual el total de candidatas mujeres a la Cámara de Diputados por la fórmula de representación proporcional resultó más o menos similar en proporción al del 2000, con la diferencia notable del significativo aumento de las postuladas para puestos de propietarias, como también ocurrió en el caso del principio de mayoría relativa. No obstante, la representación proporcional es un principio que acarrea ciertas desventajas para las mujeres, como lo son las posiciones en las listas, las nominaciones distritales, etcétera.15

En el caso del Senado de la República,16 la comparación tiene lugar entre 2000 y 2006, ya que en 2003 no hubieron elecciones para renovarlo.

En cuanto al principio de mayoría relativa, el incremento porcentual de presencia femenina en las candidaturas, entre la primera y la segunda elecciones, ha tenido lugar de forma excepcional en la fórmula de titularidad, duplicándose el porcentaje de mujeres en la misma, aunque también aumentó en las suplencias; como reflejo de ambas cuestiones el porcentaje total también se eleva.

Tabla 6

Tabla 8

Tabla 9

Tabla 10

Respecto de la representación proporcional, también la mayor elevación de la participación de las mujeres tuvo lugar en las candidaturas a senadoras propietarias, aunque nuevamente también se observó algún incremento en las suplencias, razón que explica la diferencia de más de diez puntos porcentuales entre la elección de 2000 y la de 2006 en cuanto al total de candidatas mujeres postuladas por este principio, en el cual, como ya lo hemos comentado, también cuentan otras cuestiones sobre las que no profundizaremos en este momento.

En todo caso, y en términos generales, lo que cabe subrayar ahora es el cumplimiento con la normativa electoral –con excepciones incluidas– que ha dado lugar a un importante aumento en las candidaturas femeninas para todos los cargos legislativos por ambos principios de elección, y en todos los partidos y fórmulas, especialmente para los puestos titulares. Para profundizar en esta materia ha resultado de suma importancia la comparación entre el antes y el después del cambio en la ley electoral, toda vez que se reconoce la perspectiva histórica del tema, sobre la cual también queremos mostrar un breve resumen a modo de cuadro ilustrativo. Es necesario tener en cuenta, eso sí, que el cuadro refleja las candidaturas de manera global sin desagregar entre propietarias y suplentes, punto que ya se abordó con anterioridad, destacándose que es en los puestos que conllevan titularidad en donde se ha producido el mayor aumento de la presencia de las mujeres. De hecho, el incremento se observa de manera paulatina y cada vez de forma más importante, observándose la diferencia para la Cámara baja entre 2000 y 2003, fecha esta última en la cual tuvo lugar la primera incidencia de la reforma legislativa, y entre 2000 y 2006, cuando lo mismo aconteció para la Cámara alta.

Si pasamos de las candidatas a las elegidas, podemos decir que en la actualidad son 106 las representantes mujeres en la Cámara de Diputados, como resultado de la convocatoria electoral del 2 de julio del 2006, que representan el 21.2% de este espacio político. En la legislatura anterior (2003-2006) el porcentaje de diputadas fue del 22.37%, con 111 curules. Y en la previa (2000-2003) fueron 79 las diputadas, para un 15.8% de presencia femenina. Con base en estos datos podemos afirmar que en la Cámara baja el aumento más significativo en relación con la participación de las mujeres se dio en 2003, a raíz del establecimiento de las cuotas; sin embargo, su número absoluto y su porcentaje han descendido ligeramente desde entonces, según lo confirman los resultados de la elección de 2006. En resumidas cuentas, aún no se ha llegado en la práctica al 30% que marca la ley.

En lo que se refiere al Senado de la República, el resultado es todavía más exiguo, y tampoco se ha alcanzado el 30%. Así, las mujeres senadoras producto del 2 de julio del 2006 son 22 en total, y representan el 17.18% de la Cámara alta. Si realizamos una comparación con el 2000, fecha de la anterior convocatoria electoral para la renovación de dicha Cámara, nos percataremos de que se dio un aumento de alrededor de tres puntos porcentuales.

Con objeto de contextualizar estos datos es necesario comentar que el porcentaje femenino en nuestro Poder Legislativo federal está dentro de los estándares del promedio internacional. En el mundo, y según cifras válidas para la mitad del primer lustro del presenta siglo, existe alrededor de un 16% de presencia femenina en los parlamentos: 13% en África; 17% en América del Norte; 17% en América Central; 26% en el Caribe; 15% en América del Sur; 13% en Asia; y 20% en Europa (Population Reference Bureau, 2005).

Al igual que en nuestro país, a escala internacional se ha producido un importante crecimiento de la participación política institucional del género femenino en los últimos tiempos: de 11.3% de mujeres parlamentarias que había en el mundo en 1995 se pasó a 15.7% en 2004, y para 2005 reportó la cifra de 16.3% (El Universal, 2006: 1-2). Esto es, casi uno de cada cinco legisladores electos durante ese año fue mujer. Por otra parte, me parece interesante comentar que el área del planeta en la cual ha crecido más la presencia femenina en la arena legislativa es América Latina (Lederer, 2006: 1-2). Concretamente, a nivel global la presencia femenina en las cámaras bajas asciende a 16.6%, y en los Senados la cifra es de 15.2%. El porcentaje correspondiente para todo el continente americano es de 19.7%, considerándose ambas cámaras (www.ipu.org, 2006).

Claro que la media de las mujeres en los parlamentos en los estados de la República es menor. Por ejemplo, en el año 2000 se manejaba la cifra promedio de 15% de presencia femenina en los mismos, según datos del Instituto Federal Electoral y, desde luego, el número17 y porcentaje varían según el estado en cuestión. Este último va desde el 32% en Quintana Roo hasta el 6% en Morelos (León y Fernández, 2001). A últimas fechas se menciona la cifra de 20% (Inmujeres, 2005), con lo cual nos situaríamos ya en cifras más similares e incluso comparables con las del Legislativo federal en nuestros días.

Sin embargo, existen espacios donde la infrarrepresentación femenina es mucho más notable. Tal es el caso de su presencia en los ayuntamientos: el número de mujeres en las presidencias municipales, cargos también de elección popular, ha ido reduciéndose en los últimos años, y si bien hacia finales de los ochenta se contabilizaban en 3.5%; en 2001 eran 3.9%; y en 2003 llegaban al 3.4%, para 2006 la proporción bajó a un sorprendente 1.2% (León y Fernández, 2001; INEGI, 2006).18

Para completar este panorama cuantitativo de las mujeres políticas en la cúspide del organigrama institucional de nuestro país debemos comentar que nunca hemos tenido presidentas; sin embargo, en el pasado reciente tres mujeres han sido candidatas presidenciales: Rosario Ibarra de Piedra en 1994; Cecilia Soto en 1997; y Patricia Mercado en 2006. Además, en la actualidad contamos con la cuarta y quinta gobernadoras en la historia del país: Amalia García Medina, en el estado de Zacatecas, por el Partido de la Revolución Democrática (PRD); e Ivonne Araccely Ortega Pacheco, en Yucatán, por el Partido Revolucionario Institucional (PRI). Con anterioridad lo fueron Griselda Álvarez Ponce de León en Colima (1979); Beatriz Paredes Rangel en Tlaxcala (1987); y como interina en Yucatán Dulce María Sauri (1991), todas ellas por parte del PRI. Varias mujeres, por otra parte, han ocupado diferentes secretarías de Estado en diversos sexenios.

 

Cultura política femenina y ciudadanas electoras

El tema del interés hacia la política es quizás el que más ha destacado, y aún destaca, en el sentido de considerar que "a las mujeres no les interesa la política". Las investigaciones realizadas en el ámbito internacional, y particularmente en el continente latinoamericano, muestran que la población femenina expresa un menor interés hacia la política formal que los hombres (Duverger, 1955; Chaney, 1971; Jaquette, 1976), no así por la política entendida como la resolución de sus problemas y necesidades cotidianas (Garretón, 1990; Massolo, 1992; Fernández Poncela, 2003a). Existe también la percepción de esta actividad como algo sucio y corrupto (Pires do Río, 1987; Muñoz, 1991), o en todo caso como algo lejano y ajeno a sus vidas.

Hay que partir también, antes de adentrarnos en la relación de las mujeres con la política en el México de nuestros días, de las impresiones de la población en general ante la política y la desconfianza que ésta inspira (Luján, 1999) en comparación, por ejemplo, con otras instituciones sociales, tales como la familia, la iglesia y la escuela; del escaso interés, el reducido activismo, e incluso cierto fatalismo, que algunos estudios han detectado en las últimas décadas (Ai Camp, 1995). Y ya cuando nos centramos en la élite política descubrimos también que las mujeres no sólo ocupan pocos puestos públicos sino que en la mayoría de las ocasiones lo hacen en lugares con relativo o escaso poder real (Fernández Poncela, 1997).

Una vez establecido el panorama contextual, y ya entrando en materia, resulta interesante comentar como algunas investigaciones de los sesenta demostraron el menor acercamiento e interés de las mujeres hacia la política; por ejemplo, el 29% de ellas declaró que hablaba de política, frente al 55% de los hombres que lo hacía (Almond y Verba, 1963).

Según los datos que arrojan algunas otras investigaciones realizadas durante las últimas décadas del siglo XX, el interés de las mujeres por la política es escaso. Pero no sólo eso: las mujeres no hablan de política; se mantienen poco informadas; les importan menos las convocatorias electorales; están empadronadas en menor número; tienen un mayor índice de abstencionismo; y creen menos en la limpieza electoral y en el respeto al voto, siempre en comparación con la población masculina (Blough, 1972; Acosta et al, 1991; Excélsior, 1994). Todo un panorama de relativo alejamiento, aparente desinterés y, sobre todo, desconfianza hacia el sistema político institucional, y concretamente hacia las elecciones.

Por ejemplo, en un estudio de inicios del decenio de 1970 se encontró que el 25% de las mujeres de la muestra hablaba de política, frente al 55% de los hombres, aunque fuera de forma ocasional. Además, esa misma investigación establecía que el 23% de los hombres, frente a sólo el 8% de las mujeres, eran o habían sido miembros de algún partido político. Únicamente el 4% de las mujeres había tratado de ejercer influencia sobre la ley, mientras que el 16% de los hombres lo había hecho (Blough, 1972).

Varios trabajos académicos y encuestas señalan el escaso interés por la política no sólo de las mujeres, sino de toda la población, como ya lo decíamos. Por ejemplo, en 1987 el 6% de la población del país aseguró que la política no le interesaba mucho; el 13% que lo suficiente; el 27% que muy poco; y el 21% que nada; esto es, casi la mitad tenía poco o ningún interés en los asuntos políticos. Sin embargo, la misma fuente indica que alrededor de la tercera parte no hablaba nunca de política (31%), porcentaje que en el caso de las mujeres se elevaba al 40%, mientras que para los hombres la proporción ascendía a poco más de la quinta parte, lo cual significa que casi dos mujeres jamás conversan sobre este tema por cada hombre que tampoco lo hace (Alducín, 1991).

Según algunas entrevistas realizadas unos años después se detectó que existe un conocimiento limitado de la política por parte de las mujeres, actividad que no es valorada y no se relaciona con los problemas de la vida cotidiana por el sector. Por ejemplo, el 25% de las profesionales consultadas entre los 20 y 29 años expresó abiertamente no tener interés por la política; asimismo, el 60% de las mujeres estudiantes, el 40% de las secretarias y el 30% de las empleadas en esa misma franja de edad se pronunciaron en el mismo sentido, mientras que entre las amas de casa de más de cuarenta años se detectó una proporción del 35% a la cual tampoco le preocupaba la política (Acosta et al, 1991).

Con motivo de las elecciones de 1994, algunas encuestas preelectorales volvieron a arrojar datos al respecto. En ese entonces, a los hombres mexicanos parecía importarles más la política que a las mujeres. Por ejemplo, esa actividad le importa mucho al 60% de los hombres frente al 54% de las mujeres que señalaron esa misma opción. Por otro lado, ellos también hablaban más acerca de las elecciones que ellas, pues el 30% de los hombres afirmó que los comicios eran uno de sus temas de conversación cotidianos frente al 23% de las mujeres (Mori de México, 1994). En otra encuesta de características similares se observó que en cuanto al interés por informarse respecto de asuntos de política, en los rangos de mucho y regular había más hombres que mujeres –27.5% de hombres ante 19.3% de mujeres en el primero, y 46.1% ante 41.6% en el segundo–; mientras que entre las personas consultadas que afirmaban que les interesaba poco o nada el porcentaje de mujeres era superior –20.6% de hombres frente a 30.1% de mujeres, y 5.9% de hombres ante 9% de mujeres (Gabinete de Estudios de Opinión, 1994).

Una encuesta de carácter nacional aplicada en 1996 demuestra un amplio desinterés por parte de la población en general coincidente con la creencia popular más extendida y con los estudios empíricos mencionados: 65.8% de las personas consultadas respondieron que poco (33.2%) o nada (32.6%), y 34.3% que mucho (9.1%) o regular (25.2%). Sobresale el reducido porcentaje de los que se muestran o dicen estar muy interesados. Como se observa, y de acuerdo con las posibles respuestas mucho, regular, poco y nada, el grado de interés por la política que ostenta el mayor número de respuestas, y por ende el mayor porcentaje de la población, oscila entre poco y nada. Los desagregados por sexo señalan pequeñas diferencias entre ellos. Por ejemplo, entre las respuestas de mucho –10.4 ante 7.8– y regular –26.9 frente a 23.5– hay un poco más de hombres que de mujeres, mientras que en las que señalaron que poco –30.8 frente a 25.6– o nada –37.8 ante 27.1– sobresale la población femenina ante la masculina. Sin embargo, las diferencias en ningún caso sobrepasan los diez puntos porcentuales. Lo que sí destaca es el desinterés de la población en general como un rasgo mucho más distinguido, aunque en el segundo plano no hay que dejar pasar las diferencias que se perciben entre mujeres y hombres (Fernández Poncela, 1997).19

En todo caso, no vamos a negar el menor interés e información que tienen las mujeres con respecto a la política, pero también son importantes los cambios diacrónicos y la contextualización social, además de la forma cómo se formula el interrogante mismo. La Encuesta Nacional de Valores de 1999 (Instituto Federal Electoral, 1999b) también apunta a un mayor desinterés femenino en respuesta a una pregunta directa sobre el tema. Sin embargo, y como puede extraerse de una relectura cuidadosa de esa misma fuente, podemos afirmar que las mujeres presentan posiciones más críticas y se muestran más preocupadas que la población masculina por la situación del país. En especial, consideran negativos varios cambios acaecidos en los últimos años, tanto en el país como en el gobierno. Es más, piensan que el principal problema es el "mal gobierno". La preocupación y la crítica mayores acerca del país que es posible apreciar entre la población femenina sobre la masculina es también una señal de su interés creciente. Y esto último conviene tenerlo presente.

Una tendencia similar la detectamos en otra encuesta de valores de la Universidad Nacional Autónoma de México en 1994 (Beltrán et al, 1996), cuando se compara la situación del país con la del año anterior o al describir sus circunstancias entonces vigentes. Y también hay datos al respecto que confirman el fenómeno en las encuestas nacionales sobre cultura política y prácticas ciudadanas (Encup) 2001, 2003 y 2005 de la Secretaría de Gobernación (Segob, 2002; 2003a; 2003b; 2006; y 2007).

En concreto, en la Encup 2003 se observa: "Mientras que cerca de 44% de las mujeres entrevistadas declararon no estar nada interesadas en la política, 28% de los hombres respondió de la misma forma" (Segob, 2003b: 5). A la pregunta sobre el tiempo que duran los diputados federales en sus cargos, sólo 41% de los hombres y 33% de las mujeres acertaron en que su periodo es de tres años. Además, 15% de las mujeres y 11% de los hombres declaró nunca hacer ni escuchar preguntas sobre asuntos políticos; y en cuanto a leer noticias de política en el periódico, la mitad de las mujeres y un tercio de la población masculina aseguraron nunca consultarlas. Los datos de la última Encup, realizada en 2005 (Segob, 2006) parecen estar encaminados en el mismo sentido.

Parece claro que en el tema del desinterés hacia la política, las mujeres están más alejadas o aparentan estar más ajenas; sin embargo, también podemos observar a un sector de ellas que sí está preocupado por los problemas económicos, sociales y políticos, e incluso presenta posiciones más críticas que los hombres, lo cual equivale a demostrar un cierto interés hacia la esfera política, o al menos por algunas cuestiones específicas directamente relacionadas con ella.

Traemos aquí y reconstruimos una pregunta que se formulara hace ya más de dos decenios Judith Astelarra, sin duda hoy todavía vigente: "En lugar de plantearnos, ¿qué les ocurre a las mujeres a quienes no les interesa ni participan en la política?, podríamos cuestionarnos: ¿qué pasa con la política para que no les interese a las mujeres?, y asimismo: ¿hay algo en la política que impide su participación?" (Astelarra, 1986: 16).20 En la actualidad pienso que incluso podríamos llegar más lejos, y en lugar de interrogarnos sobre el abstencionismo femenino en México a más de cincuenta años del reconocimiento de su derecho al voto en el ámbito federal, tendríamos que cuestionarnos: ¿por qué votan las mujeres que sí votan? o, en su caso, ¿por qué se interesan y participan las que sí lo hacen?

En otras palabras, con la cultura política que poseemos y con la realidad política que nos envuelve en nuestros días podríamos invertir los términos de la reflexión: no sorprendernos por el desinterés, la baja participación o el abstencionismo electoral, sino más bien cuestionarnos en torno a quiénes sí ejercen el derecho al sufragio, y de manera particular, por las mujeres. Además de relativizar, como veremos, el tan traído y llevado abstencionismo femenino.

Sobre todo, habría que investigar si se han producido cambios, retrocesos o involuciones en el ejercicio del voto de las mujeres. Se ha comentado mucho en el sentido de que ha crecido significativamente el abstencionismo femenino. Patricia Mercado ha subrayado en varias ocasiones, por ejemplo, la importancia del abstencionismo femenino en México, y de su crecimiento en las últimas fechas, concretamente en torno al proceso electoral de julio de 2003.21

Sin embargo, no parecen existir pruebas contundentes que respalden dicha afirmación. Los estudios al respecto del Instituto Electoral del Distrito Federal (IEDF)22 y del Instituto Federal Electoral (IFE) no lo han comprobado; y otros trabajos concretos que abordan el tema afirman que, por ejemplo, en 2003 votaron 22% de los hombres y 21% de las mujeres. De hecho, en términos relativos siempre ejercen el sufragio algo más de hombres que de mujeres, pero no es observable un incremento de la diferencia tradicional, que por otra parte es de carácter muy menor. "En cuanto a la diferencia ente los sexos, no se advierten distancias mayores en las variaciones ni a nivel de los votantes ni en el electorado en su conjunto" (De la Peña, 2003: 23).

Históricamente, de acuerdo con fuentes de diversa índole, las mujeres ejercen por regla general su derecho al voto en menor proporción que los hombres, lo cual se ha constatado en diversas latitudes (Chaney, 1971; Blough, 1972; Jaquette, 1976). Hay que insistir, sin embargo, en que esta situación se dio esencialmente en el pasado, pues en nuestros días ya puede observarse, según estudios realizados en diversos países, como en algunos casos votan más mujeres que hombres, y en otros ocurre a la inversa, sin que pueda establecerse una única tendencia general.

Para México, los datos en las elecciones presidenciales federales mexicanas de 1988 señalaban como los hombres del país votaron más que las mujeres, en un contexto general de abstencionismo elevado (Mori de México, 1994). A la pregunta de una encuesta sobre la participación electoral en 1994, los hombres pensaban o tenían la intención de votar en mayor número que las mujeres: 89% frente a 84%. En esas elecciones se dio una muy elevada tasa general de votación del 78% del censo electoral; votaron el 90% de los hombres y aproximadamente dos de cada tres mujeres (Toledo, 1994).23

En una pregunta de una encuesta nacional de 1996:24 ¿cuando hay elecciones algunas personas van a votar y otras no, en cuántas elecciones ha votado usted?, de las respuestas obtenidas el 13.3% dijo que nunca había acudido a depositar su voto, y el resto lo hizo en alguna o en varias ocasiones. Las diferencias por sexo son imperceptibles (Fernández Poncela, 1997).25

Otra pregunta se refirió a la comparación entre votantes y abstencionistas, y las razones de estos últimos. Concretamente se buscaba conocer el porcentaje de no votantes y sus porqués. Para ello, se interrogó a la población en relación con las elecciones federales celebradas el 21 de agosto de 1994. La pregunta específica fue la siguiente: ¿votó usted en la elección presidencial de 1994? Y en los casos de respuestas negativas se les cuestionó sobre las causas: no tener la edad; carecer de credencial; no aparecer en la lista nominal de electores; la consideración de que votar no sirve; el desinterés por sufragar; la falta de información; no pudieron asistir a las casillas; y se consideró asimismo a quienes no respondieron. La gran mayoría de los integrantes de la muestra afirmó que sí ejerció su derecho al sufragio (80.2%).

Recuérdese que los datos oficiales de las votaciones arrojaron un 77.77% de participación del universo de personas empadronadas, esto es, para este asunto en concreto esta muestra coincide relativamente con la realidad.26 El total de quienes afirmaron no haber votado en esa ocasión fue de únicamente 19.8%. De estos últimos, la mayoría señaló como razón para no hacerlo el inconveniente de no tener la edad, a quienes siguieron los que no tenían credencial; los que no pudieron ir; y los que simplemente no tuvieron interés en acudir a las urnas. Si separamos los sexos a la hora de revisar las respuestas apreciaríamos que apenas existen diferencias, y esto es válido tanto para el número de votantes como para las causas de los que no lo hicieron. Quizás entre los que no tenían la credencial hay un poco más de mujeres que de hombres, al igual que entre los que señalaron que no tenían interés. Por el otro lado, entre las personas que aseguraron que no pudieron ir encontramos más hombres que mujeres, pero las diferencias son poco o nada significativas (Fernández Poncela, 1997).27

En 2003 el abstencionismo fue elevado, de alrededor del 60%. No obstante, este porcentaje es el usual en otros países, e incluso en otras épocas ha sido aún más alto para el propio México. En todo caso, para intentar explicarlo podemos argüir que se trató de una elección intermedia, sin el supuesto atractivo de la elección presidencial, que tradicionalmente convoca a más gente a las urnas. También es posible pensar que el electorado es sumamente volátil, y que se trató de una coyuntura determinada y de carácter pasajero. Otra explicación son las tendencias actuales en los estilos de vida de las viejas democracias europeas, en las cuales el individualismo y el "vivir la propia vida" (Beck y Beck-Gernsheim, 2003) se han arraigado entre la población, propiciando que la ciudadanía, especialmente los jóvenes y las mujeres, se centre en aquellas cuestiones que considera más cercanas e importantes, según sus propios intereses, entre los cuales la política electoral no figura como una de sus prioridades. En todo caso, nos estamos moviendo en las aguas movedizas de la especulación.

La realidad hoy día es que aunque existan diferencias entre hombres y mujeres en cuanto al ejercicio del voto, al parecer y según todos los indicios éstas no son tan importantes o significativas (Fernández Poncela, 1997 y 2003a), e incluso podrían en algunos casos demostrar una mayor participación femenina (Instituto Federal Electoral, 2004), como veremos a continuación.

Por ejemplo, Jacqueline Peschard señala, con base en información de Consulta Mitofsky, que "en 1997, 2000 y 2003 las mujeres, de acuerdo con las encuestas, dijeron haber votado en un 49.4, 50.9 y 51.7% respectivamente" (Peschard, 2003: 20).

Las últimas informaciones y datos al respecto apuntan a que para las elecciones de 2003 en concreto las mujeres votaron más que los varones: "[...] del total de electores que sufragaron en 2003, casi 54% fueron mujeres y aproximadamente 46% hombres. Vale decir: la preeminencia de mujeres en el conjunto de los que votaron es un tanto mayor que la correspondiente a la lista nominal (alrededor de dos puntos porcentuales) [...]; en el país como conjunto las mujeres, en términos absolutos y relativos, acudieron a las urnas más que los hombres" (Instituto Federal Electoral, 2004: 10). Y añade dicho informe que la población que no votó se divide de forma prácticamente equitativa entre hombres y mujeres. Es más, "el 39% de hombres habilitados para votar acudió a las urnas [...], mientras que las mujeres lo hicieron en una proporción cercana al 43%" (Instituto Federal Electoral, 2004: 11). El estudio muestra como dicha dinámica se dio en prácticamente todos los estados de la República, exceptuando los casos de Baja California Sur, Chiapas, Guerrero, Sinaloa y Tabasco. Por su parte, dicha "sobreparticipación" femenina tuvo sus porcentajes más elevados en Guanajuato, Morelos y Colima.

Para finalizar con esta revisión de datos de las encuestas que han abordado el tema de la participación o no en las elecciones de las mujeres, podemos afirmar que para el caso de la última convocatoria, la del 2 de julio de 2006, votaron aproximadamente el 62% de la ciudadanía masculina y el 61% de la femenina, esto es, las diferencias son minúsculas y nada significativas –64% de las amas de casa lo hizo, por ejemplo (Grupo de Economistas y Asociados-Investigaciones Sociales Aplicadas, 2006).28

Sobre este punto de la cultura política, el discurso y la práctica, podemos concluir que si bien es cierto que históricamente las mujeres han sido más abstencionistas que los hombres tanto en México como en otras latitudes, tal parece que la brecha se está estrechando en general, e incluso cabe la posibilidad de que la tendencia sea a la inversión de la misma.29 En el ámbito internacional, en varios países se ha acortado la brecha de la participación electoral entre hombres y mujeres, así como las diferencias en torno al interés hacia los asuntos políticos o el ejercicio del voto, en relación directa con el aumento de la educación femenina y a la incorporación y permanencia de la mujeres en el ámbito laboral (Inglehart, 1991), tendencia que también se asocia con el recambio generacional (Fernández Poncela, 2003c). ¿Por qué México habría de ser diferente?

Al respecto, y tomando nuevamente como referencia la participación electoral en México en 2003, podemos afirmar "que la participación en las mujeres es siempre superior a la de los hombres desde los 18 años hasta el grupo de 45-49; en el conjunto de edad de 50-54 los porcentajes de hombres y de mujeres que votaron son más o menos los mismos; y es a partir del segmento de 55-59 que se invierte la situación, y los hombres participan más que las mujeres. Las diferencias en la participación por grupos de edades entre hombres y mujeres [nos muestran que] el patrón de comportamiento por edades es totalmente análogo entre ambos sexos" (Instituto Federal Electoral, 2004: 23).

En este sentido, como ya se había apuntado en estudios anteriores (Fernández Poncela, 1997; 2003a; 2003c), la brecha generacional parece ser más importante que la de género, y las mujeres jóvenes muestran tener actitudes y conductas políticas más homologadas a sus coetáneos masculinos que a sus congéneres femeninas de edades más avanzadas.

Para concluir, conviene presentar algunos datos sobre las tendencias políticas del electorado femenino en las últimas fechas. Recordemos al respecto que Lázaro Cárdenas no publicó, en los años treinta, la ampliación del sufragio a las mujeres, razón por la cual si bien se aprobó en el Congreso, al no aparecer en el Diario Oficial de la Federación no entró en vigor en ese momento. Sería el presidente Adolfo Ruíz Cortines quien finalmente la promulgaría en 1953. Sobre los acontecimientos que determinaron el resultado expuesto en la era cardenista existen muchas explicaciones, aunque una de ellas sobresale: el temor del mandatario ante el supuesto voto tradicional o de derechas de las mujeres, como había sucedido en la España republicana y como los estudios internacionales solían señalar en esas fechas (Duverger, 1955).

Repasemos a continuación el sufragio de las mujeres de acuerdo con los resultados de las convocatorias electorales presidenciales de 1994, 2000 y 2006.30

Tabla 15

Tabla 16

Como se observa con claridad en los datos de estas encuestas, tanto en 1994 como en 2000 el voto femenino se orienta mayoritariamente hacia el PRI, como tradicionalmente había sucedido, mientras que el PAN y el PRD cuentan con más electores del sexo masculino. Sin embargo, en las elecciones del 2006 se produjeron cambios significativos, pues el voto femenino para el PRI es ahora similar al masculino, es decir, se equilibra; y si bien, por el otro lado, el PRD y su candidato continúan teniendo más electores masculinos que femeninos, en el caso del PAN y de su candidato la situación se invierte, contando ahora con algo más de apoyo femenino que masculino. Hasta aquí esta rápida presentación de las tendencias electorales.

 

Conclusiones

En América Latina se considera que en fechas recientes se han producido muchos e importantes cambios en el desarrollo de la ciudadanía y de las estructuras políticas en general, a pesar de la persistencia de grandes obstáculos que ralentizan, y a veces bañan de ambigüedad, las transformaciones (Molyneux, 2003). Dichos cambios tienen presencia hoy fundamentalmente en la escena electoral de la política (Craske, 1999). Todo ello es más que aplicable al caso de las mujeres y a su relación con la política en México, algunos de cuyos aspectos hemos trabajado en este texto.

En la actualidad las investigaciones sobre este fenómeno social han pasado de visibilizar y describir a interpretar y ser propositivas. Al mismo tiempo las mujeres pasaron, o están haciéndolo, de ser clientas, votantes y demandantes a ejercer como activistas, candidatas y profesionales, esto es, están transitando de una actitud de delegar las decisiones a involucrarse en ellas. Se está construyendo la ciudadanía en un espacio cada vez más tendente a la democracia representativa. La participación política de las mujeres ha de inscribirse en el marco de un gran cambio cultural, desde el cual se divisan nuevos horizontes de igualdad a través del pacto y la negociación (Amorós, 1990), sin idealizaciones inalcanzables (Lipovetsky, 1999), donde el concepto de política no sea sexista y se reconozca a hombres y mujeres por igual (Kirkwood, 1990). Y es que la tendencia es a reconocer las prácticas sociales de actores y actrices más allá de las instituciones, al mismo tiempo que a admitir la subjetividad de la política misma (Lechner, 1995).

Desde el feminismo, la academia y la política se han tendido puentes para trabajar en pro de la participación política de las mujeres, facilitarla (Pateman, 1988), o gestar una identidad política femenina como grupo de interés en paralelo o de la mano de otros colectivos sociales (Phillips, 1995; Mouffe, 1999). También para revisar las formas y estilos de hacer política; modificar el modelo masculino hegemónico de la misma; cambiar la concepción, la mirada y las prácticas relacionadas con ella; transformar su lenguaje; resemantizar sus términos; reconceptualizar la teoría política; y revalorizar los intereses y necesidades de las mujeres (Jaquette, 1976; Chaney, 1971; Jones y Jonasdottir, 1988; Kirkwood, 1990; Phillips, 1995). Y todo ello naturalmente tiene que ir acompañado de un estudio amplio y profundo de la realidad como proceso histórico y social, en varias latitudes y también en nuestro país, pues del diagnóstico vendrán las propuestas concretas, así como de un esbozo del balance de la cotidianeidad se obtendrán las perspectivas deseables y más factibles para el porvenir.

En todo caso, y si bien el surgimiento de los movimientos de mujeres en América Latina y México en los años setenta y ochenta crearon, en contextos políticos de democracias emergentes, grandes expectativas sobre las oportunidades para la participación femenina, así como legislación favorable y políticas públicas a su favor, también es cierto que los gobiernos del continente están tomando cartas en el asunto, han desarrollado legislaciones y aplican políticas de cuotas, entre otras medidas (Fernández Poncela, 2003a).

Hoy es posible visualizar los cambios posibles y deseables, porque el camino abierto por las mujeres en su inserción pública es ya imposible de cerrar, como difícil es también lograr una igualdad estricta que quizá no sea necesaria aunque fuera factible (Lipovetsky, 1999), como lo es asimismo imaginar los cambios concretos que se requieren sin perdernos en la trasformación real en el marco internacional, esto es, sin extraviarnos en el contexto global, con lo positivo y negativo que el mismo tiene para las mujeres y para la equidad de género (Beck y Beck-Gernsheim, 2003).

 

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Notas

2 Es preciso subrayar que nos centramos únicamente en el ámbito de la política formal e institucional y en la participación de las mujeres en el mismo. Por supuesto, la política es mucho más que eso, y la participación femenina mucho más amplia que la que se refleja en dicho espacio.

3 Sobre el tema pueden consultarse las obras fundamentales de los filósofos John Locke, Emmanuel Kant, Jean Jaçques Rousseau, el barón Pierre Secondat de Montesquieu y John Stuart Mill, entre otros ilustres pensadores del periodo.

4 Consideramos que las mujeres siempre hemos participado en la política, formal e informal, comunitaria, no gubernamental o institucional. De lo que se trata es de estar presentes también en las esferas de poder donde se dirimen los destinos del país, con el objeto de empujar las necesidades de las mujeres, así como los intereses y problemas de género, por un lado, y de ejercer el derecho a participar en las decisiones de toda la agenda política del país, por el otro. También queremos señalar que en México, además de la firma de acuerdos internacionales en la materia (Organización de las Naciones Unidas, 1979), varios son los planes y programas específicos que recogen el espíritu de la igualdad entre los sexos (Poder Ejecutivo Federal, 1995 y 1996; Instituto Nacional de la Mujeres, 2002).

5 Para profundizar sobre el aspecto histórico del tema consúltense las obras de Gabriela Cano (1989), Carmen Ramos Escandón (1994), Ana Lau Jaiven (1987), y en especial la de Enriqueta Tuñón (2002), cuyos estudios describen y analizan de manera amplia la participación política de las mujeres en la historia del siglo XX mexicano.

6 Algunos datos básicos: en 1826 vio la luz, en Zacatecas, una revista femenina cuyo objetivo era derribar prejuicios y combatir el fanatismo acerca de la mujer, cuyo nombre fue El abanico; en 1870, la sociedad feminista La siempreviva persiguió la educación de las mujeres; cinco años más tarde se inauguró la Escuela Nacional Secundaria para Niñas, desde la cual las maestras organizadas daban a conocer la problemática de la mujer. En las asociaciones, los sindicatos y en la prensa se escuchaban y leían alegatos en defensa de la mujer y sus derechos que fueron incrementándose conforme se acercaba el final de siglo. Publicaciones como Las hijas de Anáhuac, El correo de las señoras y El álbum de la mujer incluyeron artículos en pro de la liberación de las mujeres, entre otras cuestiones (Fernández Poncela, 1999).

7 Eso sí, la mujer apareció reflejada en corridos como "La Adelita" y "La Valentina", con un mensaje sin duda muy distinto de la tradicional imagen femenina en la canción popular mexicana.

8 Insistimos, son varias las historiadoras que han trabajado estos temas en concreto, como las citadas con anterioridad. Véase nota 5.

9 "Básicamente existen tres tipos de estrategias en relación con la introducción de cambios en el campo de la participación política de las mujeres y la equidad de género en dicha esfera. El primer paso son las estrategias retóricas, que consisten en la aceptación de las demandas de las mujeres en el discurso político y en el reconocimiento público de la importancia de aumentar su presencia política. Se trata de una estrategia simbólica y [a la vez] retórica, como su nombre lo indica (Lovenduski, 2001; Elizondo, 1997). En segundo lugar están las estrategias de acción positiva, que tienen el fin de animar a las mujeres a participar más activamente en la política. Impulsar su formación y capacitación, así como su organización al interior de un partido político. Colaboran en los intentos de transformar la imagen tradicional femenina en el orden social establecido; cambiar las percepciones sobre lo que es ser hombre o ser mujer en el nivel identitario; y flexibilizar los roles y papeles sociales en el orden práctico (Lovenduski 2001; Elizondo, 1997). El tercer paso sería la discriminación positiva, esto es, asegurar la presencia mínima de las mujeres a través de medidas concretas como las cuotas. Sobre este punto hay también una importante polémica que parte de la argumentación de que la medida es incompatible en sí misma con el objetivo que persigue, la igualdad, razón por la cual se considera injusto por algunos sectores permitir a las personas conseguir sus objetivos a expensas de su pertenencia a un grupo, ya que ello no garantiza ventajas para todo el colectivo; además [de que se iría en contra] del aspecto meritocrático, que algunos piensan como la vía idónea de acceso al cargo político (Lovenduski 2001; Elizondo 1997; Fernández Poncela, 1999)" (Fernández Poncela, 2003a: 89).

10 Si bien el debate es amplio, es preciso mencionar únicamente cómo las cuotas de género tienen sus pros y sus contras. Entre los primeros destacan: que compensan la discriminación; garantizan el derecho de las ciudadanas a estar representadas; reconocen la necesidad de la experiencia de la mujer en la vida política; y se insertan en la vía de superar el problema del control político por parte de los partidos que suelen inclinarse por los hombres. Entre las segundas tenemos: que contradicen el principio de igualdad de oportunidades; que son antidemocráticas; hay mujeres que no desean ser electas sólo por el hecho de ser mujer; crean conflictos internos en las organizaciones políticas (Dahlerup, 2002). Insistimos en que lo más importante es que si bien llegan más mujeres a las responsabilidades públicas, ello no significa necesariamente un cambio en el imaginario social. Se trata más bien de que a través de dicho arribo a la toma de las decisiones políticas se produzca la transformación social requerida tanto en ciertos sectores de la ciudadanía como en los propios actores de la política. Y es que si bien una mujer política quizás no cambie nada, y lo que es más grave, puede incluso llegar a masculinizarse y a aceptar las reglas de un sistema negativo hacia las mujeres, aún así el simple hecho de su presencia en la arena política puede afectar la imagen y las expectativas sociales, ya fuera sólo como posibilidad, en un mundo que como el nuestro está pletórico de posibilidades.

11 Como información adicional conviene señalar que varios países reservan un porcentaje de escaños para las mujeres en sus parlamentos, como Tanzania, con el 13%; Bangladesh, 9%; Burkina Faso, 6%; Nepal, 5%; Uganda, 14%; Taiwán, 10%; India, del 20 al 30%; Corea del Norte, 20%; Namibia, 20%. En los países europeos el porcentaje ronda entre el 25 y el 50%. En América Latina, el primer país en hacerlo fue Argentina, en 1991, con la Ley de Cupos, que les aseguró un mínimo del 30%; después Brasil, que lo instituyó en 1997, con el 25%; República Dominicana, también en 1997; con 25%; Ecuador, 20%; Paraguay, 20%; Perú, 25%; Bolivia, 30%; Panamá, 30%; Venezuela, 30%; Costa Rica, 40%.

12 Sobre el tema de la relación entre mujeres y política, ya sea como relación entendida de forma amplia, ya circunscrita a la política formal, pueden consultarse los trabajos y reflexiones de Teresita de Barbieri (1991), Dalia Barrera (1992), Marta Lamas (1994), Alicia Martínez (1993), María Luisa Tarrés (1989) y Lilia Venegas (Barrera y Venegas, 1992).

13 La Cámara de Diputados se integra por 300 diputados electos bajo el principio de votación mayoritaria relativa, mediante el sistema de distritos electorales uninominales, y por 200 diputados electos según el principio de representación proporcional, mediante el sistema de listas regionales votadas en circunscripciones plurinominales.

14 Este cuadro es, como los siguientes, de elaboración propia. Los datos sobre los que se basan se han extraído de la revisión pormenorizada de los listados del Instituto Federal Electoral publicados en el Diario Oficial de la Federación. No vamos a comentar toda la información que contienen, sino que únicamente resaltaremos lo que juzguemos importante.

15 Lo que aquí nos importa son los lugares que ocupan las mujeres en las listas uninominales, y eso sí, en todos los partidos políticos parecen haber mejorado. El Partido Acción Nacional, por ejemplo, presentó en la primera circunscripción cinco mujeres en los diez primeros puestos como propietarias; tres también en esas mismas posiciones en la segunda circunscripción; tres en la tercera; y cuatro en las dos restantes –existen cinco circunscripciones en total. El Partido Revolucionario Institucional llevó a tres mujeres entre los diez primeros lugares para cargos titulares de la lista en la primera circunscripción; tres también en la segunda; dos en la tercera; y tres en la cuarta y en la quinta. Por su parte, el Partido de la Revolución Democrática tuvo a cuatro mujeres entre los diez primeros candidatos de la primera, segunda, tercera y quinta circunscripciones; y a tres en la cuarta. Los demás partidos presentaron diferentes formaciones, todas ellas similares, en el mismo sentido, destacándose la de México Posible, con una circunscripción en la cual postuló a ocho mujeres entre los diez primeros nombres de la lista.

16 La Cámara alta tiene 128 senadores, 96 de mayoría relativa y 32 de representación proporcional.

17 En cada Congreso estatal el número varía, razón por la cual en este texto tomamos el porcentaje resultante de dividir la composición total de la Cámara respectiva entre la cantidad de mujeres presentes en la misma.

18 Es preciso decir que se ha producido un aumento en el número de municipios, lo cual no afecta nuestra estadística, pues aquí sólo consideramos el dato de mujeres a la cabeza de los mismos de forma porcentual.

19 Si segregamos las respuestas en función de los factores sociodemográficos aquí seleccionados y traducidos en variables estadísticas podemos afirmar grosso modo que son la educación y el ingreso los más significativos y los que más distancian a la población interrogada. Mientras que el sexo es quizás el factor que menos la diferencia, si bien hay tendencias que apuntan a las mujeres como algo más distantes o ajenas de la política que los hombres, como hemos señalado. Respecto de las otras dos variables mencionadas anteriormente, destaca cómo a mayores niveles de estudios y de ingresos –características ambas que, por otra parte, van normal y generalmente interrelacionadas– existe más interés, y las personas se informan más y hablan más de política que a la inversa. La edad marca también algunas diferencias, pero no muy grandes, y puede decirse, por ejemplo, que a mayor edad menor interés, y que los jóvenes y los adultos presentan algo más de interés que el que muestran las personas mayores. En cuanto a la ocupación, son quizá también los trabajadores del sector público los más próximos, interesados, informados y conversadores, mientras que los jubilados, los desempleados y las amas de casa son las categorías ocupacionales más distantes del mundo de la política institucional que aquí estamos analizando. Se puede concluir con la afirmación de que los más interesados son los hombres, jóvenes, con un alto nivel educativo, estudiantes, del sector público, y los de mayores ingresos. Por el otro lado, los menos interesados, informados o quienes hablan de política menos habitualmente son las mujeres, las personas mayores, quienes carecen de escolaridad, las amas de casa, los desempleados y los jubilados, así como aquellos que tienen percepciones económicas más reducidas (Fernández Poncela, 1997).

20 La respuesta de Astelarra a su segunda pregunta en la España de los años ochenta fue la siguiente: "[...] los varones condicionan cuándo y de qué forma pueden participar las mujeres. La presión masculina ha imposibilitado casi siempre, por ejemplo, el acceso femenino a puestos de poder. Sólo mediante medidas tales como la acción positiva se ha podido en la actualidad conseguir un aumento paulatino de la presencia femenina" (Astelarra, 1986: 26-27).

21 En varias entrevistas periodísticas se ha hecho eco de este fenómeno, y también en presentaciones tales como la realizada en el foro "El devenir histórico de las mujeres y su participación ciudadana", Instituto Nacional de la Mujeres, 10 de octubre de 2003 (Casa Frissac, Tlalpan, México, D. F.).

22 Comunicación personal de Juan Reyes del Campillo en octubre de 2003.

23 El análisis de la información de una encuesta preelectoral metropolitana con motivo de esa misma convocatoria mostró poca diferencia entre los sexos en relación con la frecuencia de la abstención; sin embargo, sí existió diferencia en el porcentaje de hombres que dijeron abstenerse por rechazo al proceso, bastante superior a la proporción de mujeres que adujeron esa misma razón. Estas últimas, de hecho, no reconocen motivos específicos para abstenerse. Los jóvenes, por su parte, parecen los más abstencionistas. La quinta parte de ellos afirmó que no había votado más en una actitud pasiva que activa, percibiéndose así su desencanto por el sufragio y la realidad de que la supuesta energía juvenil en todo caso no desemboca en el campo electoral, sobre el cual los nuevos votantes muestran más bien indiferencia (Peschard, 1994).

24 Véase Fernández Poncela, 1997. Utilizamos datos de una encuesta de 1996, pero la misma tendencia señalan las encuestas de valores del Instituto Federal Electoral (1999b) y de la Secretaría de Gobernación (2002, 2003a y 2007), por citar algunas de las más recientes e importantes.

25 Las que tienen que ver con la edad muestran como los jóvenes son quienes menos han votado o no lo han hecho nunca en mayores porcentajes que los adultos o las personas de la tercera edad, pues como resulta natural han tenido menos oportunidades, o sencillamente no las han tenido, debido precisamente a su falta de edad en el pasado reciente para poder sufragar.

26 Si bien es cierto que existe una tendencia a no reconocer públicamente la intención de no votar por el peso social que hacerlo conlleva (Peschard, 1994), no es menos cierto que en este caso se trata de una pregunta postelectoral.

27 En relación con la edad, se puede observar claramente cómo entre los que afirmaron haber votado son más los adultos y los adultos mayores que los jóvenes, y cómo los que señalaron no contar con la edad requerida son todos jóvenes, como por otra parte resulta completamente lógico y ya lo apuntábamos anteriormente, quedando ahora plenamente confirmado. Respecto de la escolaridad o grado de educación sobresalen ligeramente, entre los que votaron, quienes habían cursado la educación superior, y de entre los que arguyeron no tener la edad suficiente destacan los alumnos de secundaria, los bachilleres y los estudiantes de instituciones de educación superior, por ejemplo, quienes eran seguramente todavía muy jóvenes para hacerlo.

28 Otras fuentes señalan que votaron 56% de los hombres y 44% de las mujeres (www.parametria.com.mx); sin embargo, los datos de esta encuesta fueron muy diferentes a los resultados electorales y a las aproximaciones porcentuales de las otras fuentes aquí utilizadas.

29 Por otra parte, históricamente, y todavía hoy, aunque posiblemente menos, se observan las diferencias en cuanto al interés, o desinterés en su caso, hacia la política, y las mujeres son más tendentes hacia lo segundo, especialmente si se trata de una pregunta directa, no así cuando el interés se detecta a través de interrogantes de carácter indirecto, como ya lo hemos dicho (Fernández Poncela, 2003a).

30 Para la última elección presidencial, la de 2006, también podemos afirmar que además de esta diferencia entre hombres y mujeres a la hora de sufragar por un candidato, partido o coalición, tuvo lugar una confluencia de factores sociales o variables estadísticas que convergen en el sexo. Por ejemplo: a mayores ingresos se dio un mayor voto por Calderón y se redujo el de López Obrador; las población urbana se inclinó más por el primero, mientras que la rural lo hizo por el segundo; los jóvenes prefirieron al panista y las personas de mayor edad al perredista; y los electores con un grado educativo más elevado optaron por el actual presidente, a diferencia de quienes sólo han alcanzado grados inferiores de instrucción, que eligieron al candidato de la izquierda.

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