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Estudios demográficos y urbanos

versión On-line ISSN 2448-6515versión impresa ISSN 0186-7210

Estud. demogr. urbanos vol.34 no.1 Ciudad de México ene./abr. 2019

https://doi.org/10.24201/edu.v34i1.1859 

Notas y comentarios

Ciudades y consumo de bienes agrícolas. Transformaciones del consumo alimentario en el contexto de cambios en el comercio agrícola y las cadenas comerciales

A. Cristina de la Vega-Leinert* 

* Universidad de Greifswald, Instituto de Geografía y Geología, Alemania. Correo electrónico: ac.delavega@uni-greifswald.de; ac.delavega@gmail.com


Si vivimos en una ciudad, tenemos a diario en nuestro plato alimentos que provienen del mundo entero. Se han dado transformaciones recientes en el consumo alimentario urbano, en su contexto sociocultural y político, así como en sus consecuencias en la salud pública, el ambiente y las relaciones campo (espacio proveedor de recursos naturales para la urbe)-ciudad (espacio de consumo).

En 2014 más de 54% de la población mundial vivía en zonas urbanas (UNDESA, 2014). Las ciudades han crecido en población, superficie y número, habiéndose localizado la mayor parte de este crecimiento en el Sur Global. Los procesos de expansión urbana y de urbanización y rurbanización de comunidades rurales han transformado las nociones de campo y ciudad y han producido formas híbridas, que implican interacciones entre estos espacios y afectan el uso del suelo, la producción de alimentos y energía, el acceso a la alimentación y sus patrones de consumo.

McMichael (2005) y Holt-Gimenez y Schattuck (2011) distinguen tres principales regímenes alimentarios que permiten contextualizar los procesos de cambio reciente en la agricultura y la alimentación. Desde finales del siglo XIX, el sistema colonial caracterizado por el abastecimiento de alimentos baratos provenientes de las colonias facilitó la industrialización de Europa. Tras la segunda guerra mundial, la revolución verde permitió la expansión de la agricultura industrial. La producción masiva de cereales básicos en el Norte produjo excedentes para los países del Sur, pero causó la marginación progresiva de la agricultura campesina y el éxodo rural. A partir de los años 1980 se estableció el régimen alimentario corporativo con la liberalización de la economía. Las políticas públicas agrícolas y alimentarias, hasta entonces basadas en el modelo de sustitución de importaciones y el concepto de “soberanía” alimentaria, se rearticularon en torno a la agricultura comercial, la apertura al mercado internacional y los conceptos de “ventajas comparativas” y “seguridad” alimentaria (Clapp, 2015a). El Estado abandona las tareas de apoyo a la producción campesina y su abasto, la regulación de los precios agrícolas y la comercialización de alimentos en las ciudades por medio de empresas estatales (Appendini, 2001). Se descartan las políticas alimentarias “universales” (como el control de precios de la canasta básica alimentaria) para definir programas asistencialistas de erradicación de la pobreza y del hambre, enfocados a poblaciones marginadas reducidas. Estos cambios ocurren en un contexto de financiarización creciente del sector agropecuario, caracterizado por la comodificación de la tierra y de los cultivos, así como por la extranjerización y concentración del sector agropecuario, en particular en manos del sector privado transnacional (Holt-Giménez y Schattuck, 2011). La producción agrícola se intensifica, especializa y mecaniza, mientras que el procesamiento, transporte, empaquetado y almacenamiento de alimentos se modernizan y el abasto comercial masivo de alimentos se centraliza.

Dichas transformaciones conllevan efectos positivos y negativos. Entre los primeros se puede observar que los estándares de calidad fitosanitaria y la cadena de frío permiten mejorar la salud pública, diversificándose el acceso a los productos alimentarios. Entre los segundos, gracias a las nuevas tecnologías se pueden explotar productos antes descartados como desechos; mientras que la diversidad alimentaria local, los métodos de procesamiento a pequeña escala y los espacios tradicionales de abasto se deterioran y desaparecen. Se cosifica el alimento, que se transforma en símbolo de estatus social e identidad a través de un proceso de diferenciación (multiplicación de productos, marcas, cadenas, certificaciones) y creación de nichos comerciales de alta plusvalía que responden a fenómenos de modas alimentarias.

Estas tendencias definen en gran parte el origen, la abundancia, calidad y diversidad de los alimentos y los patrones alimentarios a nivel global que veremos a continuación, siendo las ciudades los escenarios principales de éstos, y la población urbana (especialmente las capas favorecidas) su principal motor. Se puede observar la disminución de los alimentos tradicionales como los cereales criollos, los tubérculos y las leguminosas, así como el incremento del consumo de carne, lácteos y huevos. Mientras en países de ingresos altos el consumo de carne parece estancarse a un nivel alto, éste aumenta rápidamente en los nuevos países industrializados (Stoll-Kleemann y O’Riordan, 2015). Esta tendencia es consecuencia, en parte, de la consolidación del sector de cereales industriales y oleaginosas (las “flexcrops” para alimento humano y animal y la producción de agrocombustibles) y de la ganadería (Weis, 2013; Borras et al., 2014). En el trópico, los monocultivos intensivos y la ganadería de pastoreo aceleran la rápida deforestación y degradación del ambiente (Godar et al., 2015). Al mismo tiempo, se incrementa drásticamente el consumo de grasas, harinas, azúcares, sal y alimentos industriales procesados, en respuesta a las nuevas necesidades alimentarias vinculadas con transformaciones socioeconómicas y culturales. Éstas incluyen, por ejemplo, cambios en el mercado laboral, por el aumento del trabajo femenino; en la vivienda, debido a los crecientes movimientos pendulares; y en la composición de los hogares, por las migraciones y el cambio en los roles tradicionales de género (aunque la preparación de la comida sigue siendo una tarea principalmente femenina). El proceso actual de transición alimentaria trae como consecuencia tanto aspectos positivos para las personas (incremento de calorías / cápita; mejora en la salubridad) como negativos (incremento del sobrepeso, de la obesidad y de las enfermedades vinculadas) (Popkin et al., 2012; WHO, 2016).

Por otra parte, el régimen alimentario corporativo basado en la ley de las ventajas comparativas, a través de las cadenas agrícolas globales, ha estimulado el consumo de productos exóticos. El consumo de café -antes un lujo- se democratizó para volverse una bebida urbana cotidiana. La situación crónica de sobreproducción del café inducida por el fomento del cultivo en los nuevos países productores, en particular de Asia, a partir de la década de 1980, y la liberalización del mercado internacional, resultan en una alta competencia internacional y por consiguiente en precios bajos. A pesar de las iniciativas hacia la diferenciación de los mercados gourmet y certificados, el sector cafetalero global está sumamente concentrado en manos de pocas compañías internacionales (Panhuysen y Pierrot, 2014), que acaparan la mayor parte de los beneficios (Gresser y Tickel, 2002).

El incremento rápido del sector de las hortalizas y frutas tropicales, desde los años 1980, ilustra cómo se ha aplicado la doctrina de las ventajas comparativas en el sector agropecuario. Esta tendencia está asociada a nuevos discursos sobre la salud, modas alimentarias y el crecimiento de comunidades de migrantes transnacionales que introducen hábitos alimentarios novedosos en los países receptores. La concientización creciente acerca de los problemas vinculados con la comida industrial, en particular en las poblaciones urbanas favorecidas, ha permitido además el desarrollo de los supuestos superalimentos que la agroindustria y el mercado promueven como productos particularmente saludables, aunque no existan evaluaciones científicas de sus virtudes.

Si bien las cadenas agrícolas globales nos permiten tener el mundo en nuestro plato, conllevan impactos socioecológicos importantes. Para Clapp (2015b), la distancia creciente entre los espacios de producción y de consumo cambia la percepción de los alimentos y su valor al cosificarlos, y facilita la externalización de los costos sociales y ambientales de la producción. El sistema alimentario global actual no es sustentable porque desvincula al consumidor del producto, del modo de producción y de los productores, mientras que desarticula los circuitos locales y regionales de alimentación y pone en riesgo la seguridad alimentaria de las poblaciones y los países marginados. La especialización en los monocultivos comerciales y la política alimentaria basada en la dependencia de importaciones de alimentos básicos favorecen la especulación en los granos básicos y las crisis alimentarias. Por ejemplo, entre 2005 y 2011 aumentó el precio del maíz un 204%, en parte vinculado con el incremento del sector de los agrocombustibles, mientras que entre 2007 y 2008 disminuyó un 8% el consumo de calorías en América Latina (IFPRI, 2011). En las poblaciones urbanas de menores recursos los altos precios de los granos básicos estimulan el consumo de alimentos baratos ricos en calorías, pero pobres en nutrientes, con el resultado de que la mala nutrición paradójicamente puede combinarse con la obesidad (Popkin et al., 2012). En términos de medio ambiente, la transformación de los estándares de vida urbana está relacionada con un incremento de la huella ecológica de la urbe; dependiendo ésta de múltiples factores, en particular del tamaño y la densidad de la población, su extensión, el tipo de vivienda, los patrones de consumo de energía y movilidad, la oferta de alimentos y su origen (Global Footprint Network, 2015). Baabou et al. (2017) comparan la huella ecológica de 19 ciudades del Mediterráneo por sectores de actividad. Si bien la huella ecológica asociada con la producción alimentaria de esas ciudades es relativamente baja en comparación con otras actividades y varía poco (entre 0.9 y 1.4 hectáreas globales), utiliza una gran parte de las 1.7 hectáreas / cápita en teoría disponibles para lograr una transición hacia la sustentabilidad (WWF, 2016).

¿Cómo revertir los impactos del régimen alimentario corporativo y de las cadenas agrícolas globales? Para ello es crucial cuestionar dos problemas mayores vinculados. Por un lado, la compra de alimentos en países de altos ingresos representa una proporción muy baja del ingreso (World Economic Forum, 2017), siendo los precios de los alimentos artificialmente bajos ya que no internalizan sus costos socioambientales. La depreciación de los alimentos explica, en parte, que cada año en el mundo se desperdicien 1.3 mil millones de toneladas de comida o una tercera parte de todos los alimentos producidos para el consumo humano (FAO, 2017). Además, se desperdician los recursos naturales, el trabajo, la energía y las grandes cantidades de emisiones de gases de invernadero asociados a la producción, así como al procesamiento, al transporte y a la comercialización de alimentos. Los problemas presentados no son nuevos, pero se han acentuado drásticamente en las últimas décadas.

Las alternativas para controlar o revertir los impactos del régimen corporativo alimentario incluyen modos de producción amigables para el medio ambiente, procesos de certificación orgánica o de comercio justo, comportamientos que fomenten el consumo de alimentos locales y la comida casera y eviten el desperdicio. Algunos colectivos y movimientos sociales crean alianzas entre productores y consumidores, fomentando una agricultura comunitaria y solidaria, y presionando a los gobiernos para que reenfoquen las políticas agrícolas y alimentarias hacia la soberanía alimentaria. Sin embargo, si estas alternativas se inscriben en un marco de economía de mercado (verde), acaban reforzando las cadenas comerciales globales y sus efectos perversos.

Para lograr un cambio verdaderamente sistémico existen conceptualmente varios caminos que se entrecruzan, como las utopías ambientales anarquistas reformuladas en el marco del decrecimiento y la articulación del derecho humano a la alimentación, para mencionar sólo algunas. Para ello me parece fundamental reconstruir los lazos entre: 1) la producción y el consumo de alimentos, con el fin de redescubrir la diversidad y la abundancia de los alimentos locales, tomando en cuenta sus estaciones; 2) los recursos naturales, el productor y el consumidor, para revalorar la labor de la producción de alimentos, internalizar sus costos sociales y ambientales, reducir el consumo y evitar el desperdicio; 3) la ciudad y el campo, para relocalizar la producción a través de circuitos alimentarios cortos, descentralizando el abasto y la comercialización.

Bibliografía

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Recibido: 27 de Noviembre de 2017; Aprobado: 16 de Mayo de 2018

A. Cristina de la Vega-Leinert estudió Geografía Física y Humana, obteniendo su licenciatura en el Instituto de Geografía Alpina (Grenoble, Francia) y la maestría en el University College Dublin (República de Irlanda). Se doctoró en Geomorfología Costera Cuaternaria en la Universidad de Coventry (Inglaterra). Ha trabajado en equipos interdisciplinarios a nivel europeo en el Flood Hazard Research Center (Londres) y el Potsdam Institute for Climate Impact Research (Alemania). Actualmente es investigadora docente en el Instituto de Geografía y Geología de la Universidad de Greifswald (Alemania).

Sus investigaciones comprenden temas sobre vulnerabilidad y adaptación a los impactos del cambio climático; manejo y conservación de los recursos naturales (costeros) y la biodiversidad; sinergias y conflictos entre el desarrollo local y la conservación en relación con los cambios en el uso de suelo; y los sistemas productivos y la seguridad alimentaria. En todos estos temas ha publicado ampliamente. ResearchGate: https://www.researchgate.net/profile/A_De_la_Vega-Leinert

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