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Estudios demográficos y urbanos

versión On-line ISSN 2448-6515versión impresa ISSN 0186-7210

Estud. demogr. urbanos vol.32 no.2 Ciudad de México may./ago. 2017

https://doi.org/10.24201/edu.v32i2.1629 

Artículos

Arquitectos (como médicos) del Seguro Social: ¿factibilidad o utopía?

Social security architects (as doctors): Feasibility or utopia?

José Manuel Prieto González* 

* Universidad Autónoma de Nuevo León, Facultad de Arquitectura. Dirección postal: Av. Universidad s/n, C.P. 66455, San Nicolás de los Garza, Nuevo León, México. Correo electrónico: <jmpg71@hotmail.com>.


Resumen:

Las condiciones de pobreza y desigualdad que vive México, debidamente acreditadas por estudios recientes, obligan a replantear el enfoque prioritario que deberían asumir en el país profesiones como la de arquitecto, para estimular el compromiso social de sus integrantes, especialmente en relación con las periferias urbanas y la ciudad informal. Lo que aquí se plantea es la posibilidad de que México cuente con un cuerpo público de arquitectos al servicio principalmente de los sectores más desfavorecidos de la sociedad. Dadas las circunstancias, una propuesta así no debería verse siquiera en términos de elección; tendría que ser una obligación, moral sobre todo.

Palabras clave: arquitectos; México; políticas públicas; seguridad social; pobreza; desigualdad, ciudad informal; vivienda; derechos ciudadanos

Abstract:

The conditions of poverty and inequality that beset Mexico, well attested by recent studies, require us to rethink the priority assessment that should be made by guilds of professionals such as the architects – thus, encouraging the social commitment of its members, especially in relation to urban peripheries and the informal city. What is outlined through this paper is the possibility that Mexico may have a public service squad of architects mainly at the service of the most disadvantaged social groups. Given the circumstances, such a proposal should not even be seen in terms of choice since it should be a moral obligation.

Keywords: architects; Mexico; public policy; social security; poverty; inequality; informal city; dwelling; citizenship rights

Introducción

El título que encabeza este artículo no corresponde al enunciado de una realidad concreta. Expresa más bien una propuesta, una posibilidad o incluso una aspiración determinada por las urgencias habitacionales o arquitectónicas y urbanísticas de los sectores más vulnerables de la sociedad mexicana (fotografía 1). Por tanto, cuando hablo de “arquitectos del Seguro Social” no me refiero a un cuerpo de profesionales al servicio de las necesidades inmobiliarias del Instituto Mexicano del Seguro Social, sino a lo que podría ser un colectivo profesional que, al igual que los médicos que laboran para ese organismo público, actúe también en pro del bienestar y la calidad de vida de los trabajadores, de aquellos ciudadanos para quienes hoy es impensable o económicamente inviable contar con los servicios profesionales de un arquitecto particular. Lo que aquí se pretende, por tanto, es redefinir la función profesional y social del arquitecto con base en una extrapolación analógica con el campo epistémico de la medicina y la función social de sus profesionales, los médicos, como referente normativo. Este artículo invita a una reflexión deontológica y ética, crítica del ejercicio profesional del arquitecto mexicano en el actual modo de producción y modelo de desarrollo, y a repensar el alcance de su función social partiendo de la base de que ese profesionista tiene ante sí una realidad social distinta a la de, por ejemplo, un arquitecto japonés, suizo o canadiense. ¿Sería factible contar en México con un cuerpo público de arquitectos?

Fuente: Techo Nuevo León <http://www.techo.org/paises/mexico/>. Otras fotos ilustrativas de este artículo aparecen en: <https://drive.google.com/file/d/0B_Ro9fefIJtYa3BiQlk5UDJ SMDQ/view?usp=sharing>.

Fotografía 1: Infravivienda en la comunidad “informal” de Torres de Guadalupe (García, Área Metropolitana de Monterrey) con voluntarios de la ONG Techo 

El tema propuesto trata de responder asimismo a quienes preguntan hoy por el tipo de arquitecto que será demandado en el país en un futuro próximo para atender los grandes problemas nacionales relacionados con el espacio físico-social. Uno de ellos, que sigue arrastrándose desde hace tiempo, es el de la vivienda social y las condiciones de vida –incluyendo al espacio público próximo al lugar de residencia– de la población en situación de pobreza, marginalidad y exclusión. Nuestra propuesta surge como alternativa al mal funcionamiento de instituciones como el Instituto del Fondo Nacional de la Vivienda para los Trabajadores (Infonavit), al que se acusa a menudo de “usura”, de perder el rumbo y su visión social original y convertirse en una mera institución financiera con fines de lucro.

Mediante su enfoque social, dicha propuesta aspira también a que la profesión arquitectónica recupere el prestigio social perdido en las últimas décadas. El llamado “urbanismo de código abierto” emplaza hoy a arquitectos y urbanistas a entonar el mea culpa y cambiar la forma en que ven la profesión, porque “un arquitecto no es aquel que únicamente construye edificios majestuosos, y los urbanistas no son simples técnicos”. Los defensores de esta filosofía –ligada al ideario político de la actual alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, entre otros gobernantes–, asumen que arquitectos y urbanistas deben cambiar el objetivo de su profesión, porque

Más que constructores, somos facilitadores, agentes que median entre la ciudadanía y la administración pública, que crean una hoja de ruta para poner en marcha los proyectos ideados entre ambos, que establecen canales de comunicación que sirvan para coordinar y que sus ideas se hagan realidad [...]

Urbanistas y arquitectos somos agentes sociales, responsables de mejorar la calidad de vida en las ciudades y de sus habitantes, al distribuir de forma equitativa los beneficios que traen consigo las tácticas urbanas pensadas entre todas y para todas las personas, y que crean, además, oportunidades sociales y económicas. Profesionales renovados para el urbanismo del futuro, que no tienen por qué construir [Paisaje Transversal, 2016].

Lógicamente, la consecución de este tipo de profesional debería implicar cambios en la enseñanza de la arquitectura. Desde esa filosofía del “urbanismo de código abierto” se señala que los primeros en recordar la función de arquitectos y urbanistas en el nuevo modelo urbano deberán ser las escuelas y facultades de arquitectura, “que llevan mucho tiempo planteando una formación de la profesión que es completamente ajena a la realidad y que se ha centrado, exclusivamente, en la producción de la arquitectura espectáculo” (Paisaje Transversal, 2016). Desde la trinchera académica sería posible así responder también a la exigencia de una nueva alternativa política que plantean, entre otros, los sociólogos Christian Laval y Pierre Dardot (2015): una “democracia radical”, es decir, una nueva fase de la democracia, más profunda, más real, sustentada en la “razón del común” y organizada en función de las necesidades de la población y de la prevalencia del “derecho de uso” de los ciudadanos.

La propuesta se inscribe, finalmente, en el marco de un planteamiento emergente que aspira a redefinir los objetivos de la arquitectura latinoamericana, y que es defendido, entre otros autores, por Justin McGuirk (2015). Se trata de una nueva manera de entender la arquitectura y la ciudad, que apuesta por un profesionista “activista” o proactivo, atento a los problemas sociales y a las necesidades de los pobres urbanos. No debe olvidarse de dónde venimos: la arquitectura de las décadas recientes –de los años ochenta para acá– se desarrolló en un contexto de políticas neoliberales en el que los arquitectos perdieron su función social e ideológica, y con ello el interés por dar alojamiento en las ciudades a los más pobres; un contexto en el que el libre mercado propició un urbanismo ampliamente desregulado, que se tradujo a su vez en una intensa proliferación de barrios informales o marginales; y un entorno en el que se abrió paso la figura del arquitecto estrella, ligada a su vez al triunfo de la arquitectura icónica en el marco de un régimen cultural eminentemente visual y espectacular. A tal régimen cultural tampoco le son ajenas –por su capacidad para generar asombro– otras problemáticas de la ciudad contemporánea como la inseguridad, la violencia, la pobreza y la miseria, el fenómeno migratorio y las concentraciones masivas de vivienda social, que sorprenden por su condición homogeneizadora, alienante y deshumanizadora (Prieto y Padilla, 2014).

Voces veteranas de la profesión se han pronunciado contra esa pérdida de la función ideológica y frente a ese “drama” de la arquitectura por la arquitectura, es decir, de la “forma sin utopía”. En su último libro, Denise Scott Brown sale una vez más en defensa de la responsabilidad social de los arquitectos, como lo ha hecho a partir de los años sesenta (Scott, 2013: 36-70). Incluso un premiado con el Pritzker como Shigeru Ban confiesa que dedica la mitad de su tiempo a gente que no puede pagarle, al tiempo que insta a los arquitectos a “ser útiles a mucha gente, no sólo a los ricos”, y a ayudar a las personas en países pobres o en situaciones de emergencia (Zabalbeascoa, 2013: 28). En efecto, algo está cambiando, y de ello ha dado testimonio también la exposición Latin America in Construction 1955-1980, inaugurada en el Museo de Arte Moderno (MOMA) de Nueva York el 29 de marzo de 2015.1

Pobreza, desigualdad y fracaso de la política social

El reciente diagnóstico realizado por el profesor Gerardo Esquivel (2015) sobre la desigualdad extrema en México y la concentración del poder económico y político, pinta un panorama desalentador. Sobre todo porque, lejos de reducirse, la desigualdad aumenta en un contexto de estancamiento económico y pobreza, lo que genera una situación en la que cuesta creer que la decimocuarta economía del mundo cuente con 53.3 millones de pobres. A Esquivel le preocupa la “excesiva” e “indebida” influencia de los poderes económicos y privados en la política pública y la interferencia que esto implica para el ejercicio de las facultades ciudadanas, entre las que destaca el derecho a la vivienda como parte del derecho a la ciudad. En este sentido, lo que los sociólogos definen con el concepto de “comodificación” (commodification) –el desequilibrio que se da cuando el valor económico anula todos los demás– ha llegado a transformar el hecho de habitar en un uso subordinado a la rentabilidad (Zabalbeascoa, 2015: 14). Lo anterior podría expresarse también en términos de denuncia del sometimiento del poder político democrático –elegido en las urnas– a los dictados e intereses particulares de un poder económico que carece de esa legitimidad democrática. Ello se traduce en última instancia en un cierto déficit democrático, que ha sido atestiguado por The Economist Intelligence Unit (El País, 2015: 2).

Las causas principales de esta situación obedecen, según Esquivel, a diversos factores: una política fiscal que favorece a los más privilegiados, sobre todo porque no es progresiva y carece prácticamente de efecto redistributivo; una mayor capacidad de negociación de los dueños del capital, que explica la creciente desigualdad del ingreso; un salario mínimo incompatible con el abandono de la pobreza, pues apenas otorga poder de compra, revelando así la “captura política por parte de la élite económica”; y una clara desventaja de la educación pública frente a la privada –disfrutando esta última de diversos beneficios fiscales–, que se expresa bien en términos de infraestructura física y material.

Se señalan a menudo la pobreza y la desigualdad como generadoras de marginación y exclusión, pero sobre todo del crimen y la violencia que hemos padecido en años recientes y seguimos padeciendo en diversas partes del país, como lo certifican diversos estudios mediante evidencia empírica (Enamorado y otros, 2014; Piketty, 2014). Pero la desigualdad repercute también en otros aspectos como la reducción del crecimiento económico (Atkinson, 2015; González, 2015; Ruiz, 2015) y la debilidad del mercado interno, pues el ahorro se convierte en “privilegio” de sólo unos cuantos. Y se refleja igualmente de manera negativa en las ciudades, como bien indicó Bernardo Secchi (2015), para quien la desigualdad social representa uno de los aspectos más relevantes de la “nueva cuestión urbana” porque riqueza y pobreza están directamente relacionadas con capital espacial, de suerte que la ciudadanía es estigmatizada y etiquetada en función de su lugar de residencia. De ahí también que las iniquidades sociales se manifiesten cada vez más en forma de “injusticias espaciales” (Secchi, 2015: 17, 21, 32). Pero para este autor la desigualdad no sólo es causa sino también consecuencia, lo que le lleva a mantener la hipótesis de que el urbanismo tiene importantes y precisas responsabilidades en el empeoramiento de la desigualdad.

Esquivel considera que la pobreza se puede reducir y que la desigualdad –a partir de dicha reducción– se puede revertir, para lo cual insta a empezar reconociendo el “fracaso” de la política social que se ha desarrollado hasta hoy. Se requeriría, por tanto, un cambio de enfoque que se sustancie en la creación de un “auténtico Estado social” o, lo que es lo mismo, en el paso de un “Estado dador” o meramente asistencialista –interesado sólo en mitigar la profundidad y extensión de la pobreza– a otro que “garantice el acceso a los servicios básicos bajo un enfoque de derechos” (Esquivel, 2015: 9). Entre esos derechos se incluye la alimentación, la educación, la salud y otros que quedan agrupados genéricamente bajo un “etcétera”, entre los que bien pudiera incluirse la vivienda.

Buena parte de los problemas que consideramos obedece a la implantación de un modelo de desarrollo centrado en el predominio de la inversión privada y orientado, en términos urbanos, por la especulación. En ese sentido, las desigualdades sociales son de causalidad estructural, propias de la lógica misma del modo de producción vigente. Su “solución” compete al Estado en la medida en que esa problemática se explica en gran parte por la falta de observancia de los marcos normativos que lo rigen, particularmente en lo relativo al incumplimiento de los derechos sociales –salud, vivienda, etc.– estipulados en la Constitución. Sería impropio pensar que el colectivo profesional de los arquitectos puede revertir por sí solo las desigualdades sociales a partir de una toma de conciencia de las mismas y de un cambio curricular en su formación profesional, porque ello supondría un planteamiento reduccionista de la complejidad del problema. No puede imputarse a los arquitectos la responsabilidad de la transformación social, pero es preciso reconocer que en su quehacer se encuentra parte de la solución. La formación de arquitectos con un perfil social no es condición suficiente pero sí necesaria para resolver esa problemática. El arquitecto chileno Alejandro Aravena, curador de la XV Bienal de Arquitectura de Venecia, celebrada en 2016, propuso en ese certamen un giro social, instando a repensar la arquitectura desde su capacidad para transformar la sociedad, o dicho de otro modo, viendo la arquitectura como “un atajo hacia la equidad”. Es obvio, no obstante, que también se necesitarán cambios en materia de políticas públicas y en las estructuras institucionales.

Derecho a la vivienda, derecho a la ciudad

En la última década, el concepto de “derecho a la ciudad” se ha relacionado sobre todo con la idea de espacio público y con la integración de derechos sectoriales como los relativos a vivienda, movilidad, ambiente, identidad, participación, etc. Estos “derechos ciudadanos renovados” van mucho más allá de los formalizados o incluidos en el marco jurídico-político, aunque derivan de los derechos más abstractos de las constituciones, cartas internacionales de Derechos Humanos, etc. (Borja, 2013: 117). El derecho a la vivienda, por ejemplo, aparece recogido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, así como en la propia Constitución mexicana, en cuyo artículo 4°, en un párrafo añadido en 1983, se dice que toda familia tiene derecho a disfrutar de una vivienda digna y decorosa, y que para lograrlo se establecerán los mecanismos legales y apoyos necesarios. El reto es que esos derechos puedan ser ejercidos plenamente en cualquier punto de la ciudad, pues están ausentes en gran parte de las zonas marginales o de la periferia.

El derecho a la ciudad incluye el derecho a la vivienda y al espacio público. Borja considera a la vivienda –el acceso a ella– como una condición básica para ejercer la ciudadanía. Para él, tal derecho no consiste sólo en el disfrute de una construcción; ese inmueble tiene que estar integrado en un tejido urbano, articulado con el resto, que favorezca la comunicación, el intercambio y la convivencia entre poblaciones y actividades diversas. Plantea también una interesante lectura del derecho a la vivienda al vincularlo con un costo mensual –por alquiler o hipoteca– que no podría superar el 10% del ingreso familiar.

El disfrute de los derechos ciudadanos planteados por Borja requeriría implementar políticas públicas acordes y coherentes con ellos. La política de suelo y vivienda, por ejemplo, es clave en el desarrollo metropolitano. El problema surge al advertir que la vivienda es también una de las principales fuentes de beneficios especulativos y que el mundo de la urbanización y la construcción es de los más afectados por la corrupción. El conflicto surge cuando la vivienda se reduce a mercancía, cuando a menudo la ley del mercado se impone a las políticas públicas, que acaban incluso subordinándose a él, favoreciendo así las desigualdades. Este autor considera que las políticas públicas deben orientarse a desarrollar políticas ciudadanas –sociales– en los márgenes, lo que implicaría, entre otras cosas, legalizar y equipar los asentamientos e introducir en ellos la calidad urbana y la mixtura social. Pero Borja no siempre se pronuncia en abstracto. En un estudio comparativo entre Barcelona, Bilbao y Monterrey, refiere que en esta última urbe la segregación social se expresa a través de la existencia de un municipio periférico rico (San Pedro Garza García) y “el resto para los sectores populares con escasa calidad de ciudad”. Y añade: “Se mantiene una fuerte segregación social en la ciudad y especialmente en la periferia, en cuyos municipios se concentran los sectores populares en un entorno urbano extremadamente deficitario, en territorios de exclusión” (Borja, 2013: 187).

Uno de los problemas que México ha venido arrastrando tradicionalmente a este respecto es el débil marco regulatorio e institucional, que ha supuesto un caldo de cultivo ideal para el abuso, para el socavamiento de las políticas públicas a partir de su adecuación a intereses particulares y, en suma, para la agudización de la desigualdad imperante en el país. El caso de una institución como el Infonavit es paradigmático. Creado en 1972 por el gobierno de Luis Echeverría, este organismo respondía a una política de tinte socialista que buscaba satisfacer a los trabajadores y fortalecer el corporativismo de las centrales sindicales. Con la participación del gobierno, el sector obrero y la patronal, su principal objetivo consistía en otorgar créditos “fáciles” a los trabajadores para la adquisición de su vivienda. Era la única forma de lograrlo, porque la banca privada –lo mismo ayer que hoy– no presta a los pobres. Ser pobre es algo “peligroso” que se criminaliza cada vez más; “candidatos ‘naturales’ al daño colateral”, los pobres son “marcados de forma permanente con el doble estigma de la irrelevancia y la falta de mérito” (Bauman, 2011: 17).

En su origen, por tanto, el Infonavit surgió como una institución de utilidad pública y con finalidad social, sin ánimo de lucro. Se presentó así ante la sociedad como uno de los mecanismos implementados por el gobierno para cumplir con la citada adición hecha en 1983 al artículo 4° de la Constitución, en donde se reconoce el derecho de toda familia mexicana a disfrutar de una vivienda digna y decorosa. Con el tiempo el Instituto acabaría convirtiéndose en el mayor prestamista hipotecario de América Latina, pero también fue viendo adulterada su finalidad primigenia. No es que el gobierno mexicano dejara literalmente el problema de la vivienda en manos del libre mercado, como señala McGuirk en relación con muchos países que siguieron las políticas neoliberales defendidas por el Fondo Monetario Internacional, pero es indudable que el mercado fue tomando también aquí un papel cada vez más relevante. Hay un dato adicional que resulta clave en relación a nuestra propuesta: “con el final de las viviendas sociales como prioridad gubernamental, los arquitectos perdieron su función social” (McGuirk, 2015: 25).

Al Infonavit actual se le hacen numerosas críticas por haber desvirtuado sus objetivos originales. En ocasiones ha dejado de verse incluso como una opción de crédito viable para muchos trabajadores por sus altas tasas de interés, que a veces han llegado a elevar la deuda original en más del 100%. Basta echar una ojeada a la prensa nacional de la última década para darse cuenta del creciente descrédito social en que ha caído la institución. Se la acusa de agiotismo y usura, de burocratización, de mercantilismo, de haberse convertido en una entidad financiera o de banca privada, de haber contravenido su sentido social, de ser un negocio de poderosos, de comportarse como una empresa privada de bienes raíces, de acosar a los derechohabientes morosos en el pago de sus cuotas mediante despachos externos de cobranza, de intimidar y hostigar a las familias pobres que no han pagado para que abandonen sus casas, de cobrar deudas ya saldadas y embargar incluso cuentas a contribuyentes cumplidos –por mal funcionamiento de sus sistemas administrativos–, de violar la Constitución y las leyes mexicanas… en fin, de abusos y corruptelas de diversa índole. A lo anterior hay que añadir las críticas por no haber cuestionado o impedido la compraventa de vivienda en lugares muy alejados de los centros urbanos y de trabajo, lo que dificulta la prestación de los servicios públicos básicos; o por no haber exigido convenientemente a las desarrolladoras inmobiliarias que respetasen la normatividad establecida, con lo que se hubiera garantizado la calidad de las viviendas. Han sido innumerables las quejas por el mal funcionamiento y las diversas fallas de las casas. Ciertamente, muchas familias mexicanas tienen hoy casa gracias a los créditos obtenidos de este organismo, pero ello no debe ocultar que muchas de esas viviendas tienen ínfima calidad, además de que son caras y no valen lo que cuestan. En términos de valoración de la calidad y de los propios programas de vivienda, los criterios cuantitativos se han impuesto de manera arrolladora a los cualitativos.2

Como el Infonavit no es una institución de beneficencia, para que pueda seguir funcionando –socialmente– es preciso que recupere tanto lo que invierte en cada crédito como la cartera otorgada y la ya vencida; es decir, es necesario que los trabajadores beneficiados con créditos de vivienda tengan voluntad de pago y, en condiciones normales, salden periódicamente sus adeudos. Esto es evidente. Pero no es menos cierto que tampoco es una empresa privada, y por tanto el trato con el moroso debería darse en otros términos. No se pueden pasar por alto imprevistos como la pérdida de empleo, a la que están expuestos en mayor o menor medida la mayoría de sus derechohabientes. Las altas tasas de informalidad laboral y la consiguiente precariedad en el empleo tampoco facilitan las cosas. En la mayoría de los casos no es que la gente se niegue a saldar sus adeudos; sólo piden que se les facilite el pago. Y en lo que debería existir consenso es en la idea de que el desalojo nunca puede ser una solución, por razones éticas y morales.3

Necesidad de cambios en la formación de los arquitectos

Asistimos hoy a una profunda transformación productiva, social y de valores que afecta directamente a la arquitectura. Josep M. Montaner (2015) ha planteado la necesidad de emprender una refundación teórico-práctica de esa disciplina, que la lleve a enfatizar las experiencias vivenciales subjetivas y la ética de la acción; es decir, las acciones de colectivos y creadores que realizan intervenciones activas y éticas sobre la realidad para tratar de mejorarla. El activismo permitirá “intervenir en la construcción social de la urbanidad más allá del mero dar forma”. Partiendo de lo anterior, nos interesa saber qué se está haciendo desde las facultades y escuelas de arquitectura para lograr esos objetivos. Lara y Marques (2015) se preguntan por qué la enseñanza de esta profesión sigue siendo la misma si su ejercicio ha sufrido cambios dramáticos en los últimos treinta años.

Los nuevos datos de la realidad a los que se refiere Montaner exigen a los arquitectos un mayor compromiso social. Tal vez por eso la XV edición de la Bienal de Arquitectura de Venecia, celebrada en 2016 y dirigida por vez primera por un latinoamericano –el chileno Alejandro Aravena–, planteó un giro social, destacando además el papel de Latinoamérica para el futuro de la profesión. La propuesta de Aravena consistió, según explicó, en “ampliar el espectro de respuesta de la arquitectura”, porque ésta “tiene ganado el terreno más artístico-cultural, pero menos el de las necesidades básicas satisfechas”. En este sentido, considera que la disciplina debe pensar en lo social y lo ambiental, comprometerse con los problemas sociales, confrontando la realidad en vez de evitarla y combatir la burocracia, la avaricia, la impaciencia del capital y la falta de visión. Todo ello con la intención de “alterar las fuerzas que privilegian la ganancia individual sobre el beneficio colectivo” (Fernández, 2016).

Sobre la participación de México en la Bienal de Venecia nos interesa especialmente la intervención de académicos y estudiantes de algunas universidades del país; ello puede darnos idea de qué instituciones de enseñanza son más sensibles a este respecto. De hecho, una de las siete unidades en las que se dividió la información presentada se dedicó a “proyectos universitarios”, aunque también aparecen estudiantes en otras áreas temáticas. Las instituciones participantes fueron: Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Xochimilco (UAM-X), Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, y Tecnológico de Monterrey, campus Querétaro. En principio llama la atención que no haya más. La labor que se lleva a cabo en esos centros se canaliza principalmente por medio de talleres (en el caso de la UNAM, por ejemplo, el Taller de Arquitectura Práctica, el Taller Max Cetto y el Taller Carlos Leduc) y del magisterio de profesores entregados a la causa, que en ocasiones desarrollan también dicha tarea a nivel profesional, es decir, más allá del marco universitario, como ocurre con David Mora Torres de la UAM-X. De la participación en Venecia podría deducirse que el impulso a la arquitectura social en el país proviene de las universidades y de una serie de asociaciones civiles, colectivos socioculturales y ONG, apoyados ocasionalmente por instituciones de gobierno. Sin embargo, no conviene sobrevalorar el papel de la academia, pues en relación a la cifra total de establecimientos de enseñanza de la arquitectura y del número de estudiantes del ramo en México, los sensibilizados en esta materia son minoría. En la mayoría de esos centros sigue predominando una visión elitista de la profesión que trata de lograr arquitectos de revista y que, en función de ello, habitualmente propone ejercicios de proyectos alejados de la realidad social del entorno inmediato. Los responsables actuales del mítico Taller Uno de la Facultad de Arquitectura de la UNAM, máximo heredero de la corriente-etapa del Autogobierno, confiesan en su página web las dificultades que enfrenta aún hoy la propuesta de arquitectura social que viene defendiendo ese taller desde 1972, en el contexto de una “sociedad donde existe un planteamiento tecnocrático de formación de profesionistas eficientes para incorporarse acríticamente al campo laboral”, lo cual acaba orientando los planes de estudio en esa misma dirección (Taller Uno, 2014).

Fue a partir de los años sesenta del siglo pasado cuando algunos arquitectos y comunidades organizadas en el país empezaron a plantear alternativas a los conjuntos habitacionales del estado y a los asentamientos irregulares en las periferias urbanas, desarrollando sistemas de construcción participativa, de crecimiento progresivo y de financiamiento comunitario. El Movimiento del 68 dio un fuerte impulso a este proceder, que en el caso de la Escuela Nacional de Arquitectura (ENA, UNAM) se tradujo en una división interna de la que surgió una línea de trabajo-estudio autogestiva, vinculada a las necesidades populares más urgentes. Fue así como apareció en 1972 el movimiento del “Autogobierno” en esa institución, que sobrevivió hasta 1990. En 1976, tras un largo proceso de lucha académico-política y administrativa, el Consejo Universitario de la ENA, UNAM, aprobó el Plan de Estudios de Autogobierno (Unidad Académica de los Talleres de Número),4 que concebía de manera novedosa –democrática y crítica– el proceso de enseñanza-aprendizaje de la arquitectura, superando la idea del alumno como receptor pasivo de conocimientos. La intención era adecuar la formación de los arquitectos a una realidad que hasta entonces había sido ignorada en la escuela y que se expresaba a través de acuciantes problemas sociales, sobre todo los relacionados con la vivienda popular. Se trataba, en suma, de servirse de la profesión para transformar la sociedad, ideal análogo al planteado por Aravena en la Bienal de Venecia. Para los impulsores del Autogobierno fueron clave determinados objetivos como el diálogo analítico entre profesores y alumnos para formar profesionistas críticos y propositivos; el conocimiento de la realidad nacional de la época para intervenirla y transformarla –generando así conciencia, compromiso y activismo–; la vinculación con el pueblo –especialmente con la población obrera y los barrios marginales–, y la entronización de la praxis y el trabajo basados en temas y problemas reales (Macías, 2015; Reygadas, 1988).

Frente a la corriente oficial, que representaba la postura educativa tradicional, el movimiento del Autogobierno se dio pronto a la tarea de atender las demandas urbano-arquitectónicas de la población más desprotegida. En función del carácter nacional de la escuela, no sólo atendieron problemáticas reales de la Ciudad de México, sino también de comunidades de Chiapas, Hidalgo, Oaxaca y otras entidades. La temprana relación con el Infonavit –creado también en 1972– da idea de lo que pudo haber sido y no fue.5

Las experiencias de la ENA-Autogobierno en temas de la realidad social tuvieron resonancia internacional e incluso merecieron premios de la Unión Internacional de Arquitectos. Los objetivos perseguidos entonces fueron muy loables y siguen vigentes hoy, pues las problemáticas sociales se han agudizado e incrementado considerablemente. Pero el contexto político, socioeconómico y cultural ha ido variando con el tiempo, lo cual ha obligado a adaptarse. El Autogobierno fue la respuesta radical a un obsoleto y anquilosado sistema educativo en el entorno de los ideales revolucionarios del movimiento estudiantil-popular de 1968, y de la falta de libertad política en el marco de un estado totalitario o simuladamente democrático. Ese proyecto fue perdiendo fuerza –aunque no razón de ser– con el paso de los años: su plan de estudios, de 1976, expiró en 1992, año en que se unificaron las dos corrientes de la escuela, conocida ya en ese momento como Facultad de Arquitectura de la UNAM. ¿Qué queda hoy de todo aquello? Los principios y objetivos básicos de esa experiencia perviven en algunos talleres, como el Uno, el Tres y el entonces Taller Cinco, hoy Max Cetto. El Taller Uno ha seguido siendo un “espacio de resistencia” y trabajo colectivo que apuesta por proyectos de construcción alternos a la urbanización del capital. En su página web se habla de un taller donde no sólo se imparten conocimientos, sino que se educa y se fomentan y desarrollan valores, al tiempo que se impulsa el pensamiento crítico. Un taller donde se han formado, y se pretende seguir haciéndolo, a los “nuevos profesionistas de la arquitectura”, caracterizados por atender la realidad socioeconómica de México y centrar sus capacidades para enfrentarla creativamente con el fin de transformarla (Taller Uno, 2014).

A través de la corriente de Autogobierno, la UNAM fue pionera en términos de promover la sensibilización hacia la arquitectura social, pero no es la única institución de educación superior preocupada por eso. La Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) aspira también a formar profesionistas con una visión social de la arquitectura, de la ciudad y del medio ambiente, con conciencia crítica, ética y de valores, con capacidad para diseñar espacios y edificaciones acordes al contexto socioeconómico. En la unidad Xochimilco de la UAM –que estuvo representada en la XV Bienal de Venecia con proyectos de su Taller de Vivienda– estudió y hoy enseña David Mora Torres, uno de los arquitectos mexicanos más comprometidos con las necesidades de la gente desfavorecida por medio de su “consultorio arquitectónico”,6 y promotor de la arquitectura social entre sus estudiantes.7 No es el único pero sí uno de los más destacados. Ha llegado incluso a crear escuela, pues alrededor de cuarenta de sus alumnos han replicado su esquema de trabajo después de comprobar que ganaban más de ese modo que como dibujantes en despachos ajenos. Aunque Mora es en sí mismo un notable referente en México sobre la necesidad de impulsar la formación “social” de los arquitectos, su propia crítica a las facultades universitarias y centros de enseñanza de la arquitectura revela que los esfuerzos en esa dirección son más individuales o personales que propiamente institucionales, y en ese sentido resultan débiles. Según Mora y Andrade (2008), la formación que recibe actualmente un arquitecto no le prepara para resolver problemas en condiciones extremas, como la escasez de recursos, así como tampoco le enseña a componer aprovechando lo ya construido con anterioridad, sin derribar nada, a fin de no dañar las ya de por sí precarias economías familiares de los más pobres. Consideran además estos autores que esa formación adolece de grandes vacíos de conocimiento en la autoproducción de vivienda popular y su forma de gestión, y está diseñada –siguiendo a Rodolfo Livingston, 1995– para producir proyectos nuevos y no para remodelar construcciones.

Aunque no faltan planteamientos semejantes fuera de la capital del país (en las universidades de Oaxaca y Chiapas, por ejemplo, se investiga sobre materiales para construir en poblaciones vulnerables), los esfuerzos vuelven a ser básicamente individuales. Es el caso, en el norte, del arquitecto Pedro Pacheco, profesor del Tecnológico de Monterrey (ITESM), campus Monterrey. El compromiso de esta institución con la cuestión social se canaliza sobre todo por medio del servicio social, respondiendo así al mandato constitucional. Según Pacheco, la preocupación social ha estado siempre presente en el ITESM, aunque no con la intensidad que debiera. Esto sería aplicable a casi todas las universidades del país, que no han asumido dicho servicio –con frecuencia desvirtuado– en el sentido profundo que le confiere la Constitución.8 Pacheco es el artífice de “Impulso urbano”, un programa-taller que inició en 2010 como continuación de otro llamado “Diez casas, diez familias” (10x10) que arrancó en 1998, por iniciativa de Edmundo Palacios –en aquel momento estudiante y presidente de la Sociedad de Alumnos–, quien veía la profesión de arquitecto como elitista, complaciente e ignorante de los problemas sociales. Entre 1998 y 2000, y entre 2006 y 2014, Pacheco coordinó el programa como actividad pro bono, es decir, para el bien público, de manera voluntaria y sin retribución; la intención en ese momento era crear conciencia en el alumnado de la necesidad que había a ese respecto. A partir de 2006 su programa –minoritario hasta entonces en la carrera de Arquitectura– obtuvo el respaldo institucional del ITESM mediante el servicio social. Desde 2015 este servicio pasó a entenderse –institucionalmente– con un sentido pedagógico-formativo y ya no sólo como requisito de graduación; es decir, desde el primer semestre escolar se asumió como un ejercicio más estructurado y de mayor seguimiento a lo largo de la carrera. En él se persiguen básicamente cuatro objetivos: sensibilización o acercamiento del alumnado a los problemas del país relacionados con su disciplina, identificación de los problemas, diseño de alternativas y transformación comunitaria. Emanado desde el área de Arquitectura del ITESM, es sólo una opción –no la única– para cubrir el servicio social y está abierto a alumnos de otras carreras, pues se entiende que los problemas de las familias no se reducen sólo a lo arquitectónico. Se pretende impactar a nivel social, desde la banqueta hasta el espacio comunitario, pasando por los diversos aspectos del desarrollo de un individuo (salud, educación, vivienda, recreo, empleo, etcétera).9

Pacheco reconoce que sus programas o talleres sociales para estudiantes son extracurriculares y por tanto, como opción de servicio social, son voluntarios. No obstante, hay una materia en la currícula del ITESM (Taller IV), coordinada por el propio Pacheco, que está enfocada a proyectos comunitarios de índole educativa y sanitaria principalmente, y ligada al concepto –e instituto– de public interest design, o diseño de interés público, relacionado con el diseño participativo (Bell, 2003; Bell y Wakeford, 2008). Esa única materia es insuficiente. El propio Pacheco lo admite, pero asegura que se trata de un cambio importante respecto a lo que había no hace mucho en el Tecnológico de Monterrey. Percibe en este sentido una tendencia al cambio, avalada por una doble presión sobre el arquitecto actual: la de atender a la creciente población en situación de pobreza, y la presión social sobre el propio profesionista, cuyo ámbito de actuación tradicional está saturado.

En comparación con el campus Monterrey del ITESM, la cuestión social parece tener menos predicamento aún en la vecina Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL), que –paradójicamente– es la gran universidad pública del estado. Fuentes de la Secretaría de Desarrollo Social de Nuevo León señalan que universidades privadas como el ITESM y la Universidad de Monterrey (UDEM) presentan a esa dependencia de gobierno más propuestas e iniciativas sociales que la UANL.10 En la Facultad de Arquitectura de esta institución el alcance de la formación con un enfoque social se limita prácticamente a una de las tres opciones temáticas (Reciclaje Arquitectónico, Diseño de Hospitales y Arquitectura Social) que definen la materia de Taller de Proyectos IV, de 7° semestre. Es decir, se puede obtener el título de arquitecto sin haber aprendido nada de arquitectura social.11 Desde la jefatura de la carrera de Arquitectura se reconoce que es factible un mayor esfuerzo en ese sentido.12 La sombra del star system es alargada: su esquema de valores –éxito, fama, dinero– se impone también en la enseñanza. Sin embargo, la sociedad civil regiomontana –sobre todo sus jóvenes generaciones– ha ido experimentando en los tiempos recientes un despertar en términos de sensibilidad y compromiso social con los menos favorecidos, como revela la labor que vienen realizando diversas organizaciones.13

Es evidente, por tanto, que hay instituciones de enseñanza de la arquitectura más sensibilizadas que otras en la cuestión social; pero en términos generales no hay compromisos curriculares significativos, lo cual limita bastante la capacidad de los futuros profesionistas para transformar la realidad social que vive México, sobre todo en lo relativo al problema de la vivienda popular. La enseñanza puede y debe erigirse en motor de cambio que incida directamente en el ámbito profesional para transformar la realidad. Con independencia de lo que ocurra en otras latitudes, la enseñanza de la arquitectura en países como éste no puede ser ajena al contexto de pobreza en que se desenvuelve la mitad de la población; es decir, no puede concebirse la etapa formativa del arquitecto de manera idéntica a como se hace en los países desarrollados. Los cambios necesarios en la formación de los arquitectos mexicanos deberían pasar, entre otras cosas, por una mayor sensibilidad hacia el contexto en que vivimos (Prieto y Torrego, 2016); por incluir al menos una materia obligatoria de proyectos con esa temática en el plan de estudios, procurando al efecto la infraestructura adecuada –prototipos, etc.–; por considerar al servicio social como área de oportunidad a este respecto; y por favorecer incluso una especialidad o énfasis en la arquitectura social dentro de la carrera, o en su defecto por medio de una maestría que incluya estudios de sociología, antropología, psicología social, etc.14 Cabe revisar y reorientar los planes de estudio de las facultades y escuelas de arquitectura, así como también crear nuevas licenciaturas que traten el tema con una visión más amplia. Tomando como referencia el campo de la medicina, Mora y Andrade (2008) establecen una oportuna comparación con la disciplina arquitectónica:

Si hacemos la semejanza con un médico, al cual le enseñan las principales enfermedades y condiciones del cuerpo humano y obtiene el grado de Médico General, en arquitectura el egresado debería ser nombrado Arquitecto General. Así como el médico que desea especializarse debe escoger neurología, psiquiatría, cardiología, entre otras más, el arquitecto se podría especializar en vivienda, hospitales o escuelas, entre otras áreas específicas [Mora y Andrade, 2008: 173].

La cuestión social tiene una dimensión ética que apela también a las organizaciones gremiales o profesionales. ¿Qué ejemplo dan éstas a los estudiantes?, ¿qué postura han tomado, por ejemplo, ante tanta vivienda de supuesto interés social que se ha hecho en el país en los últimos tiempos, pero que en muchos casos ha acabado siendo abandonada por los usuarios? El Código de Ética de la Federación de Colegios de Arquitectos de la República Mexicana, A.C. (FCARM) incluye un apartado dedicado a la “responsabilidad” en el que se reconoce a ésta como uno de los valores éticos fundamentales, y se asegura que el comportamiento irresponsable no se tolera profesionalmente, de suerte que “el valor de la responsabilidad se realizará sin excusas en todos los actos profesionales de los sujetos al Código” (FCARM, 2011: 11).15 Ciertamente, de manera genérica o en abstracto el concepto de “responsabilidad” resulta vago y ambiguo, pero el documento señala expresamente que incluye la “responsabilidad social con nuestra comunidad, con nuestro Estado y con México en cada uno de nuestros actos”. Y añade:

Se incurre en falta de responsabilidad cuando la comunidad sufre por faltas graves de la autoridad pública relacionadas con nuestras disciplinas, y los directivos de la FCARM o de los colegios adoptan frente a ello una actitud pasiva y omisa, que en algunos casos podría considerarse, cuando menos, como de complicidad [FCARM, 2011: 12].

Pero una cosa es lo que se dice y otra muy distinta lo que se hace. Además, el propio documento resulta muy revelador en otros aspectos: es significativo que términos como “pobreza”, “miseria”, “desigualdad” o “periferia” no aparezcan ni una sola vez. La palabra “social”, por su parte, la encontramos sólo cinco veces en un texto de 27 páginas. Cuando el Reglamento de la FCARM se refiere a los aranceles, establece honorarios mínimos (art. 6) y puntualiza que no podrán pactarse honorarios más bajos de los establecidos en la tarifa oficial (art. 7). Si se cree realmente en el servicio (social) que es susceptible de prestar la profesión, ¿nadie pensó en la posibilidad de ofrecer tarifas especiales a ciudadanos de escasos recursos? Traemos esto a colación porque en el sitio web de uno de los colegios asociados a la FCARM, el de Nuevo León, hay una pestaña que dice “Contrata un arquitecto”, así sin más; no se pregunta qué presupuesto se tiene o si se está en condición de contratar, lo que en la práctica equivale a negar la realidad social de esa tercera parte de la población de Nuevo León que, de acuerdo a estadísticas oficiales, vive en condiciones de pobreza. Es como si dieran por hecho que todo el mundo –o todo aquel con acceso a internet– puede contratar ese servicio. Bell (2003) critica precisamente la idea de una profesión basada en los honorarios, en vez de centrarse en las necesidades de la sociedad.

Arquitectos del Seguro Social

La relación que establecemos entre arquitectura y medicina, entre arquitectos y médicos, o la metáfora del arquitecto como médico, pretende enfatizar la dimensión taumatúrgica o sanadora que puede tener la arquitectura, tanto en términos físico-biológicos como psíquico-emocionales. La medicina puede ejercerse privadamente, pero es evidente que su principal valor social deriva, como derecho democrático inalienable, de su extensión pública. La cobertura sanitaria pública y universal debería ser siempre una aspiración de todo gobierno democrático y garantista que se precie de serlo. La medicina y la educación públicas son hoy las parcelas de gobierno más sensibles de cara a la sociedad, y el diagnóstico de su estado constituye el mejor termómetro para medir o valorar la calidad y la salud democráticas de un país. Su correcto funcionamiento en democracia las convierte, además, en inmejorables mecanismos de inclusión social, siendo claves por tanto en la lucha contra la pobreza y la desigualdad. Son también expresión del principio de igualdad de oportunidades y de la idea de justicia social. El objetivo primordial de esta política pública sería que nadie carezca de atención médica y educativa por razones económicas, es decir, por limitación o imposibilidad de contar con recursos propios.

Con la arquitectura pasaría algo parecido. No es asumible que los bajos ingresos de una familia sean un impedimento para contar con los servicios de un arquitecto; lo mismo podría decirse respecto a los barrios donde se asientan esas familias, necesitados de adecuaciones urbanas de diversa índole (fotografía 2). Hace no mucho tiempo regía la idea de que la arquitectura era sólo para la gente rica y que pocos especialistas podían comprenderla. Los actuales defensores del “diseño participativo” apelan de hecho a romper con la creencia de que las buenas ideas proceden siempre de los profesionistas. Uno de los principales gurús de la profesión a nivel mundial, Rem Koolhaas, reconocía recientemente que hay un “divorcio radical entre la vivienda de los necesitados y el mundo de la arquitectura” (Zabalbeascoa, 2016: 57). A ese distanciamiento contribuyeron también muchos gobiernos al dejar la vivienda en manos de la economía de libre mercado y optar cada vez más por “soluciones no arquitectónicas” para sacar a la gente de la pobreza; soluciones como los “programas de bienestar social” en los que el arquitecto es sustituido por economistas, sociólogos, psicólogos y políticos (McGuirk, 2015: 24; Blanco, 2016). Nuestra propuesta de arquitecto público-social busca justamente lo contrario. Es significativo que en el texto de la Ley de Vivienda del país, aprobada en 2006, no se mencione en ningún momento la palabra “arquitecto”; se habla sólo en tres ocasiones de lo arquitectónico, referido a proyectos, diseños y prototipos de vivienda, pero no se hace ni una sola referencia explícita a los profesionistas.

Fuente: Fotografía de José Manuel Prieto González. Otras fotos ilustrativas de este artículo aparecen en: <https://drive.google.com/file/d/0B_Ro9fefIJtYa3BiQlk5UDJSMDQ/view?usp=sharing>.

Fotografía 2: Queda mucho por hacer en la ciudad marginal. Vista de una calle del sector La Alianza en Monterrey 

Decíamos antes que el Infonavit no cumplió con las expectativas inicialmente previstas, pues con el tiempo vio adulterada su vocación social original. Ello, sin embargo, no impide reconocer la activa participación del sector público –del Estado– desde los años setenta en la producción de vivienda y en la definición de mecanismos y políticas al respecto. Hoy domina el enfoque crediticio, pero en aquel tiempo las propuestas eran más variadas, y es posible aprender de aquellas experiencias. Ante la imposibilidad de ofrecer a todo el mundo una vivienda terminada del tipo interés social, el Estado tuvo que admitir la necesidad de recurrir a la participación directa del usuario en la producción de su vivienda, viéndose él mismo en la obligación de tomar parte en el proceso mediante la promoción directa o a través de medidas indirectas de apoyo a la autoconstrucción. Siguiendo el criterio dominante en los organismos internacionales, derivado a menudo de investigaciones académicas como las de John Turner, el Estado dio prioridad a programas de vivienda progresiva o de crecimiento progresivo (Hiernaux, 1991). El Instituto Nacional para el Desarrollo de la Comunidad y de la Vivienda (Indeco), creado en 1970, época en la que la urbanización irregular alcanzaba ya magnitudes importantes, fue una institución pionera en la atención a los problemas habitacionales y de suelo de los más desfavorecidos. Atendió, de hecho, a la población de menores recursos, preferentemente no asalariada. Incluía programas como financiamiento y construcción de vivienda nueva, mejoramiento de la ya existente, adquisición de suelo –destacó en la creación de reservas territoriales– y regularización de la tenencia de la tierra, además de –y esto es lo más importante para nosotros– asesoría técnica en la autoconstrucción y prácticas de ayuda mutua. Sus mayores problemas parecen haber sido la escasez de recursos y el bajo nivel de recuperación crediticia, que acabaron decretando su desaparición en 1981 (PUEC, UNAM, 2013). Lo interesante del Indeco eran sus tintes de trabajo comunitario y el hecho de brindar lo que se conoce como “pie de casa”, infraestructura consistente en un módulo inicial que cuenta con las características básicas de la vivienda progresiva: habitación de usos múltiples, área de cocina, baño completo y previsiones para su crecimiento. El organismo proporcionaba a las familias los planos de esa vivienda inicial. Todo ello en el marco de una concepción de la construcción técnicamente asistida.

Hiernaux (1991) defendió a ultranza el papel de la población en la autoconstrucción, señalando que la solución pasa por la participación mayoritaria de la sociedad civil con el apoyo del Estado y no sustituida por éste, y reconociendo también que las posibles formas de relación entre ambos son múltiples y complejas. No obstante, en su momento llega a vislumbrar en la actuación estatal más limitaciones que apoyo real, hasta el punto de considerar que una mayor implicación pública en la producción directa de vivienda –edificación– sólo podía generar “errores y rumbos equivocados”. Es decir, el autor acaba dando prioridad a las personas, ya sea que actúen de manera individualizada o colectiva –ayuda mutua–. Pero no parece ser plenamente consciente de las consecuencias que pueden derivarse de la complejidad –que él mismo evidencia– de esos procesos. Por ejemplo, entiende, acertadamente, que la vivienda no es un bien exclusivamente limitado a la construcción, pues aspectos como el suelo, la ubicación y el acceso a los servicios –particularmente la obtención del agua, que suele ser conflictiva y requiere negociar con las autoridades– forman parte de las cualidades del producto como valor de uso para los ocupantes. De ahí que prefiera hablar de “autogestión” individualizada de la producción de vivienda en vez de autoconstrucción, pues termina siendo más relevante la gestión o capacidad de manejo de todo el proceso que la labor estrictamente constructiva. En la economía formal las múltiples actividades que demanda ese proceso, como coordinar la participación de diversos agentes, suelen ser asumidas por arquitectos. Hiernaux defiende el proceso de gestión de los usuarios de la vivienda porque les permite un mayor control sobre su entorno construido, pero reconoce que ello conlleva riesgos, como que la construcción no logre las condiciones adecuadas de habitabilidad: a menudo se gestan “espacios bastante pobres que no se adecuan a las necesidades sentidas de la familia” (Hiernaux, 1991: 64). Los programas de autoconstrucción tutelados directamente por el Estado tampoco están exentos de riesgos, derivados por ejemplo de la uniformidad que imponen los prototipos arquitectónicos y la predeterminación de las ampliaciones posteriores, pero también de la falsa creencia de que la construcción directa por parte de los usuarios es la mejor forma de reducir costos. Mora y Andrade (2008: 161) señalan que la autoproducción acarrea altos costos en la construcción, sobre todo de materiales y mano de obra, porque se compran y se contratan al menudeo.

Las consideraciones de Hiernaux respaldan en buena medida nuestra propuesta de crear un cuerpo público de arquitectos donde éstos funjan sobre todo como mediadores, y no sólo en términos de asistencia técnica a la construcción, sino también de asesoría jurídica, social, cultural, etc.; mediadores entre el Estado que financia ése y otros servicios –y que exige legalidad en diversos aspectos– y la población. Profesionistas como Antonio Gallardo, exsecretario ejecutivo del Colegio de Arquitectos de la Ciudad de México, han llegado a identificar el papel social del arquitecto con el de un “orquestador”.16 La participación sistemática del arquitecto en los procesos de autoconstrucción permitiría un reparto de tareas con los usuarios y contribuiría decisivamente a mejorar los resultados, es decir, la calidad de la habitabilidad tanto de las viviendas como del espacio público de las colonias populares. La pregunta clave sería: ¿cuál podría ser hoy la participación del Estado –a través de qué modalidad– con relación al proceso de producción de vivienda por autoconstrucción? Frente a la autogestión individual absoluta caben alternativas: el apoyo del Estado sigue siendo necesario, pero de otro modo. El mantenimiento de ayudas indirectas mediante la creación de bancos de materiales y de reservas territoriales –aportando tierra a bajo costo–, unido a la activa participación de los arquitectos públicos, sería preferible al actual modelo de instituciones de crédito, entre otros motivos porque permitiría eludir los problemas relacionados con la morosidad o los bajos índices de recuperación crediticia.

Aunque financiada por el Estado, la participación de estos arquitectos públicos no podría entenderse como un control total del Estado sobre el proceso. El cuerpo debería tener autonomía estatutaria y de actuación, del mismo modo que el usuario tendría cierto margen de libertad para elegir a su arquitecto, como se hace con el médico de cabecera. Tampoco sería admisible el dirigismo estatal en términos de edificación. El problema de organismos como el Indeco es que no contemplaba el diseño participativo, entendiendo la participación como “una manera democrática y socialmente equitativa de toma de decisiones” (Romero y Mesías, 2004: 10). Los usuarios recibían varias opciones y elegían la que mejor les parecía, pero no tenían obligación de seguir los planos, y de hecho en la mayoría de los casos terminaron modificando lo que el Indeco les entregó.17 El servicio del arquitecto público tendría que ser mucho más personalizado. Partiendo de la base de que cada caso o problema es único o diferente a los demás –como las propias familias– y por tanto las soluciones tienen que ser distintas, será fundamental el diálogo a fondo del arquitecto con el usuario que requiera sus servicios.

Aunque es un caso de ejercicio de la profesión libre e independiente –al margen de los cánones arancelarios profesionales–, el modelo implementado por David Mora a través de su Consultorio Arquitectónico para Vivienda (CAVI) puede servir de referencia en diversos aspectos, sobre todo para evaluar el proceso de integración laboral de un arquitecto en una colonia popular, es decir, la inclusión del arquitecto en la autoproducción de vivienda popular. Su caso demuestra que las personas de escasos recursos tienen posibilidad de recurrir a arquitectos; el problema es que su alcance –y el de sus seguidores– es mínimo si consideramos las necesidades que se presentan al respecto en el conjunto del país. A diferencia de Hiernaux, Mora está convencido de que ese amplio sector de la población, a menudo falto de conocimiento sobre la autoproducción, carece de asistencia profesional en la construcción de sus viviendas. Frente al modelo de vivienda autogestiva de Hiernaux, Mora defiende una autoproducción “dirigida”, es decir, planificada, organizada y ejecutada –sobre la base de un diseño participativo– bajo la coordinación de un asesor técnico; la participación de éste será clave sobre todo en cuestiones de ventilación, luz natural y funcionamiento espacial, así como en la mejora de las condiciones urbanas.

El modelo se inspira en el mundo de la medicina. Frente a las connotaciones elitistas y económicamente inviables de un despacho tradicional, la gente aprendió a reconocer su servicio como un consultorio arquitectónico, un lugar donde se busca una consulta para obtener una solución a un problema, de suerte que “comparativamente funcionaba igual que un consultorio médico”. El arquitecto se identifica así con “el médico del autoproductor” (Mora y Andrade, 2008: 158, 162). El hecho de que el profesionista trabaje directamente en la colonia popular contribuye a generar más confianza entre la población.

El trabajo de Mora en colonias populares inició en 2000. Es importante la influencia que recibió del método de diseño participativo del arquitecto argentino Rodolfo Livingston (1995) y de experiencias –sobre la base de ese mismo método– desarrolladas en Cuba a comienzos de la década de 1990 (Hábitat-Cuba, 1996; Romero y Mesías, 2004). Mora empezó ofreciendo el servicio en su propio auto, a modo de consultorio móvil. Tiempo después, tras una intensa labor publicitaria para darse a conocer en la colonia popular del área metropolitana de la Ciudad de México donde decidió trabajar, instaló su consultorio en el mismo edificio de un negocio de materiales de construcción ubicado frente al tianguis de la colonia, logrando así una armoniosa simbiosis (Mora, 2015); una fórmula comparable a la relación que existe a veces entre una farmacia y un médico.

Llegó a ofrecer consultas gratis durante varios meses, pero un día se vio en la necesidad de establecer un costo por consulta y por proyecto. Las consultas, a 300 pesos cada una, consistían normalmente en visitar un domicilio y dar asesoría para resolver problemas inmediatos; se explicaban las soluciones y se dejaban por escrito las instrucciones para solventar el problema. El proyecto de una casa, incluyendo planos arquitectónicos, cortes, fachadas e instalaciones sanitarias, podía obtenerse a partir de un costo total –desglosado en cinco consultas– de 1 500 pesos. Lógicamente, el precio variaba en función de las características y complejidad del proyecto. Mora asegura tener siempre en cuenta las posibilidades económicas de cada cliente y ofrece diferentes formas de pago, no sólo monetario. Si la autoproducción es una realidad y una necesidad, como reconoce la Ley de Vivienda de 2006, estamos obligados a conferirle el mayor grado posible de confiabilidad técnica, y es ahí donde el arquitecto juega un papel clave.

Si optamos por vincular nuestra propuesta al Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) es porque queremos enfatizar la idea del arquitecto como “sanador”, como procurador de salud integral, y porque creemos necesario que los ciudadanos y comunidades menos favorecidos identifiquen los servicios que puede prestar la arquitectura con la idea de “seguridad social”. De hecho, el IMSS brinda servicios de salud y seguridad social, aunque sólo a quienes cuentan con afiliación al propio instituto; creemos necesario extender esos servicios a más ciudadanos, porque, según Sánchez (2012: 106), sólo el 36% de la población ocupada se encuentra afiliada al Seguro Social, quedando así muchos trabajadores fuera de los programas y beneficios que se pueden recibir de éste. La Ley del Seguro Social vigente, por la que se rige el IMSS, señala entre otras finalidades de la seguridad social la “asistencia médica”, la “protección de los medios de subsistencia” y los “servicios sociales necesarios para el bienestar individual y colectivo”. Nuestra propuesta se concibe precisamente como un servicio social.

La cuestión del marco institucional podría ser secundaria en un primer momento, y bien podrían organizarse también estos arquitectos en un instituto público independiente. No obstante, hemos creído pertinente recabar la opinión de los actuales responsables del IMSS sobre nuestra propuesta, especialmente con relación a su posible adecuación o adaptación en el marco jurídico-normativo vigente del instituto. Patricio Enrique Caso Prado, director jurídico del IMSS hasta octubre de 2016,18 considera “interesante” nuestra propuesta, pero tiene dudas de que ese instituto pueda ser el repositorio adecuado para contratar al colectivo de arquitectos públicos. Argumenta que el catálogo de beneficios que comprende la seguridad social en México se encuentra contemplado en la Ley del Seguro Social y sus reglamentos, y en ese sentido la inclusión de una nueva prestación requeriría una reforma legal a dicha ley, acompañada del cálculo de costo de la medida y la determinación de las potenciales fuentes de fondeo. Considera importante este aspecto toda vez que los ingresos del IMSS provienen de cuotas obrero-patronales y, asegura, “no pueden destinarse a nada distinto de la provisión de los servicios enmarcados en la ley para los trabajadores asegurados y sus familiares derechohabientes”. En virtud de ello sugiere el estudio de otras dependencias y entidades de gobierno que tengan competencia en materia de desarrollo territorial y/o vivienda.19 Dadas las dificultades económicas que ha padecido tradicionalmente el IMSS y que se han acentuado en los últimos tiempos (Enciso, 2013), es entendible el recelo de este directivo, probablemente horrorizado ante la posibilidad de tener que repartir aún más los ya mermados recursos del instituto.

Lo importante, en consonancia con los derechos ciudadanos (Borja, 2013), sería el reconocimiento del derecho de todo ciudadano a contar con los servicios de un arquitecto, pero no en plan meramente asistencialista sino de activa cooperación con los usuarios. Sometido el proceso de formación a las adecuaciones correspondientes, el perfil del candidato idóneo para estos estudios podría identificarse con un joven que no esté obsesionado con la fama y el dinero, que se conforme con vivir de un sueldo público –digno pero no ostentoso– y que tenga un alto sentido del compromiso ético y la responsabilidad social.

¿Quiénes podrían ser beneficiarios de este servicio público de arquitectura? Habría que dar prioridad a los sectores más vulnerables de la población, a quienes no tienen nada o casi nada, a los migrantes, a los indígenas, a la gente que vive o malvive en zonas marginales. Al atender a los más desfavorecidos la propuesta cobra pleno sentido en el contexto del debate sobre la desigualdad, cuya alternativa, como bien ha señalado Stiglitz (2012), no es la igualdad sino una menor desigualdad, legislando a favor de los ciudadanos y en contra de la “hiperespeculación”. La prestación podría extenderse a grupos sociales menos castigados pero carentes en todo caso del excedente de recursos necesario para contratar los servicios de un arquitecto particular.

¿Qué tipo de trabajos cubriría el servicio? El interés primordial se centraría en las necesidades de vivienda. No tiene que tratarse siempre de casas completas; a veces podrían requerirse reformas parciales, modificaciones puntuales, adecuaciones, ampliaciones, saneamientos, trabajos de mantenimiento, etc. Los servicios de tipo colectivo podrían afectar a escuelas –ya hechas o aún por hacer–, pequeñas clínicas o espacios de atención sanitaria básica, centros comunitarios, áreas deportivas y de recreo, calles, plazas, parques y jardines, etc., contribuyendo así a construir infraestructura y equipamiento de servicios públicos en los barrios informales. Según La Jornada (2015), sólo el 10% de las escuelas públicas de educación básica en el país están libres de carencias; muchos planteles no tienen agua potable y otros no cuentan con energía eléctrica. Conviene ser conscientes del reto que esto supone para los arquitectos del país, pues esa deficiente infraestructura educativa es uno de los factores que amplían y perpetúan las desigualdades.

La labor del arquitecto social que proponemos va más allá del mero cometido técnico. Debería ser un profesional con mucha capacidad de diálogo y con especial sensibilidad para escuchar a sus “pacientes” –como un médico de familia–, para captar en el diálogo con ellos su manera de ver la vida, sus aspiraciones y, a través de éstas, al menos parte de la solución que él pueda brindarles. Todo menos actuar por decreto, imponiendo su criterio frente a “los que no saben”. En caso de que existan discrepancias profundas con sus “pacientes” en algún tema, tendrá que intentar convencerlos con argumentos sólidos, sin caer en imposiciones, coacciones ni dogmatismos. Los de nuestra propuesta deben ser arquitectos con verdadera cultura política democrática. Y tienen que ser, además, inclusivos: la sensibilidad para escuchar a la gente deberá traducirse también en una sensibilidad hacia el entorno dado, hacia lo que ya existe, respetando su esencia en la medida de lo posible y actuando no para erradicar lo existente sino para mejorarlo. Es la filosofía del “nunca demoler, siempre añadir”, defendida por arquitectos como Anne Lacaton y Jean Philippe Vassal (El País, 2014). Los tiempos de la modernidad higienista y arrasadora ya pasaron. En los años sesenta del siglo pasado el arquitecto inglés John Turner fue pionero en valorar ciertas áreas urbanas marginales, no viéndolas como barrios pobres que había que destruir, sino como “soluciones creativas y eficientes para las necesidades de los pobres” (McGuirk, 2015: 21).

Otra tarea puede ser la de fungir como mediador de conflictos, ya sea entre la autoridad y los ciudadanos o entre los propios vecinos (Paisaje Transversal, 2016). De hecho, Borja (2013: 60) considera que un componente permanente de las políticas públicas debe ser la “gestión de la conflictividad”, pues se oponen continuamente tanto valores como intereses. Aunque no siempre será fácil, el arquitecto mediador deberá velar por mantener en todo momento su autonomía y neutralidad, con independencia de su condición de servidor público. Mediar también podrá significar informar y asesorar convenientemente a personas de escasa educación a la hora de suscribir contratos, por ejemplo, relativos a créditos de vivienda, a fin de que sean plenamente conscientes de las implicaciones financieras de sus actos. Cabe pensar, asimismo, en un arquitecto integral capaz de involucrarse también en temas de movilidad, accesibilidad, visibilidad, identidad y belleza. Sí, incluso esta última, que podría parecer excluida casi por definición de los ambientes de precariedad de las zonas marginales; aplicada a vivienda, infraestructura y servicios, la dimensión estética es para Borja una prueba de calidad urbana y de reconocimiento de una necesidad social.

Exponemos a continuación otras cualidades que podrían caracterizar a este profesional:

  1. Su trabajo deberá buscar siempre la calidad. Frente a la subjetividad inherente a conceptos como “dignidad” y “decoro”, que expresan las aspiraciones oficiales en pro de una vivienda óptima, nuestro arquitecto sabrá reconocer la calidad en esos casos tomando como referencia una sencilla pregunta propuesta por Alejandro Aravena, que deberá hacerse a sí mismo al terminar el proyecto de la casa: “¿Yo viviría aquí?”. Si la respuesta es no, dice Aravena, el proyecto no pasa la prueba de la calidad (Zabalbeascoa, 2012: 28).

  2. Tendrá que ser un arquitecto dedicado al servicio público de tiempo completo, siendo por tanto dicha labor incompatible con el ejercicio privado –y remunerado– de la profesión. Esta renuncia debería conllevar, en consecuencia, la percepción de un sueldo público coherente con ella.

  3. El trabajo individual, tanto en el ámbito arquitectónico como en el urbanístico, se entenderá siempre desde la pequeña escala, con base en “microproyectos” viables y realistas, cercanos a la gente y vinculados a sus problemas cotidianos. La actuación de diversos arquitectos del cuerpo en distintos puntos de una misma ciudad produciría un cúmulo de pequeñas intervenciones que, en conjunto, podrían tener impacto a gran escala.

  4. El objetivo de su trabajo no sólo consistirá en dar respuesta a las demandas que reciba de los ciudadanos. Este profesional deberá ser capaz de tomar la iniciativa cuando las circunstancias lo requieran, demostrando también capacidad de presión sobre legisladores y gobernantes para defender propuestas que mejoren la vida en la ciudad informal. Ello supondría, por ejemplo, involucrarse en la captación de recursos para desarrollar obras de infraestructura y servicios públicos en los barrios marginales; anticiparse a situaciones de riesgo (inundaciones, movimientos de tierra, etc.) y prever posibles necesidades de reubicación; dar nombre a las calles que carezcan de él; apoyar en la regularización de la tenencia de la tierra y en la legalización de la vivienda, etcétera.

  5. En zonas marginales especialmente, nuestro arquitecto deberá ser sensible a todas las aportaciones que pueda brindar la comunidad vecinal que acoja una determinada intervención, sobre todo en cuanto al suministro de albañiles, plomeros, electricistas y otros facilitadores de servicios profesionales, haciendo partícipe así a todo el vecindario de los logros que se vayan alcanzando.

  6. Sabedor de las limitaciones del país en materia de recursos económicos públicos y del despilfarro que ha supuesto en ese sentido la arquitectura icónica y los macroproyectos urbanos espectaculares de años recientes, nuestro arquitecto debe ser –de acuerdo con lo que señala McGuirk (2015) para el arquitecto “activista”– un profesional pragmático, sin dejar de ser idealista, consciente de la necesidad de optimizar los escasos recursos disponibles; movido más por la consecución de logros sociales que por efectos estéticos; interesado más en procesos y acciones que en objetos y formas; un arquitecto, en fin, que, sin renunciar al diseño, lo enfoque siempre a la resolución de problemas sociales y al beneficio de sus conciudadanos más desfavorecidos.

  7. Tendrá que ser también un profesional ambicioso, alguien que entienda que hoy la arquitectura va más allá de los planos, que el gran esfuerzo está en la negociación con políticos y promotores.

Finalizamos volviendo al principio, al título del artículo, preguntándonos sobre la factibilidad de nuestra propuesta. El objetivo de esta investigación no es certificar esa factibilidad –lo que requerirá de un trabajo mucho más arduo y complejo–, sino interrogarse sobre ella sentando las bases teóricas que permitan orientar la experimentación del proyecto para conocer, en última instancia, si resultaría factible su implementación en términos de política pública. Por factibilidad no debe entenderse que sea fácil de hacer, sino que pueda hacerse. Por tanto, en la primera etapa nos movemos en un proceso que constaría de tres fases. Lo que sigue ahora es buscar la manera de concretar estos planteamientos en la práctica académica de algunos centros de enseñanza de la arquitectura que quieran sumarse a la iniciativa y someterse al experimento, porque es evidente que para poder contar algún día con este tipo de profesionistas primero hay que formarlos concienzudamente. Una vez formados, algunas administraciones públicas –preferentemente municipales y/o estatales– tendrían que consentir en experimentar con el colectivo profesional, haciéndose cargo de su sostenimiento. Más adelante, dependiendo de los resultados, podría desarrollarse el proyecto a nivel federal.

¿Por qué es preciso experimentar? Tomemos un caso de éxito en otro campo como referencia. En su afán por combatir la pobreza con ciencia, Esther Duflo, economista y profesora en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) de Boston, ha creado un laboratorio para diseñar estrategias nuevas en la lucha contra la pobreza con un método muy parecido al que utiliza la medicina para averiguar si un medicamento funciona. No tenía ideas preconcebidas acerca de cómo mejorar la vida de los más pobres, pero supo que podía averiguarlo utilizando pruebas aleatorias controladas, similares a los ensayos clínicos. La medicina selecciona aleatoriamente a personas para que tomen un fármaco y forma dos grupos; si al final se encuentra alguna diferencia entre ellos se sabrá que se debe al medicamento. Duflo viene haciendo algo parecido con las políticas sociales. En una reciente entrevista puso el ejemplo simulado de cómo probar el impacto de introducir tablets en las escuelas: “Lo que tienes que hacer es seleccionar aleatoriamente un grupo de escuelas en las que los niños recibirán las tabletas y otro grupo en el que no. Si comparas la evolución de ambos grupos, sabrás cuál es el efecto del programa” (Gimeno, 2016: 18-19). Su equipo se dedica a investigar y evaluar programas a base de pruebas aleatorias, y asesora a ONG que reclaman políticas basadas en pruebas. En definitiva, ese sería también el reto de nuestra propuesta en aras de calibrar su factibilidad.

Conclusiones

Hoy la profesión arquitectónica ya no puede ser lo que fue antaño porque en general el medio en que se desenvuelve ha cambiado mucho desde cualquier punto de vista, tanto en el ámbito global como en México en particular. Si el mundo ha cambiado –y no siempre para mejorar–, es lógico que la profesión también lo haga, adaptándose a las nuevas necesidades y circunstancias. Lo que vemos en nuestro entorno resulta a veces difícil de asumir, a pesar de los esfuerzos de algunos por invisibilizar e incluso negar una realidad que disgusta. Pero, en lugar de esconderla, ignorarla o maquillarla, es preciso afrontar con determinación esa dura situación para tratar de ponerle remedio en la medida de lo posible (fotografía 3).

Nota: Para visibilizar las precarias condiciones de vida de muchos mexicanos, una parte de la ciudad informal se muestra en la ciudad formal como un objeto extraño.

Fuente: Techo Nuevo León <http://www.techo.org/paises/mexico/>. Otras fotos ilustrativas de este artículo aparecen en: <https://drive.google.com/file/d/0B_Ro9fefIJtYa3BiQlk5UDJSMDQ/view?usp=sharing>.

Fotografía 3: “La casa más famosa de México”. Instalación de Techo Nuevo León en la vía pública, Monterrey, 2015 

Una democracia real o efectiva es incompatible con los índices de desigualdad social que soporta hoy este país. Debemos ser capaces de revertir la crisis que ello implica en oportunidades de transformación para conseguir una mayor justicia social. Según los datos que aporta Sánchez (2012: 111) sobre el México de hace un lustro, una de cada tres viviendas presentaba algún tipo de rezago habitacional, ya fuera por hacinamiento, deterioro de materiales, etc., lo que se traducía en 8.9 millones de viviendas con carencias; el 73% de ellas eran propiedad de personas sin acceso a la seguridad social. Es decir, 6.5 millones de familias vivían en casas con algún tipo de rezago y carecían, al mismo tiempo, de servicios médicos y medicamentos otorgados gratuitamente por instituciones del sector salud o por prestación laboral. Estos problemas son especialmente sensibles en las periferias de las ciudades donde se viene construyendo cotidianamente “otra ciudad” al margen de políticas públicas y de toda normatividad, y fuera de los grandes desarrollos inmobiliarios promovidos por la iniciativa privada. Ni ésta ni el Estado han logrado cubrir la gran demanda habitacional. Ante semejante panorama no es aceptable la indiferencia. Apostar por un arquitecto social como el que proponemos aquí permitirá paliar la segregación social en el espacio, sobre todo porque supone invertir recursos públicos en las comunidades más pobres, que es la única forma de “restablecer el equilibrio” en las sociedades desiguales. Nuestra propuesta favorece la creación de tejidos sociales más equilibrados y democráticos, con capacidad de generar condiciones de arraigo y riqueza social.

Ante la magnitud de ese desafío, nuestro arquitecto tendrá que ser forzosamente un nuevo profesional que rebase las competencias tradicionales de la disciplina, que realice funciones no asumidas hasta ahora, que evidencie un fuerte compromiso social y que entienda que la arquitectura debe ser por encima de todo una práctica de servicio a la comunidad. La filosofía que debe inspirarlo apela por igual a la medicina y a la ética, disciplinas que, según Esquirol (2015: 88), responden al mismo sentido de humanidad: “atender a quien lo necesita”.

Con soluciones como la que proponemos hay poco que perder y mucho que ganar, sobre todo en materia de control de la conflictividad social y la violencia. Autores como Saskia Sassen han denunciado el emergente “fascismo urbano” y han advertido sobre el riesgo de rebelión de las hordas marginales de las periferias (Borja, 2013: 25). La pobreza repercute también en quienes no la padecen, porque genera en ellos pánico y ansia de seguridad; y el miedo produce a su vez políticas de exclusión y alejamiento que estigmatizan a los pobres y fomentan situaciones de intolerancia, nula solidaridad y disgregación social. El objetivo de nuestro arquitecto debe ser, por tanto, unir y acercar.

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1En ella se rinde homenaje no a lo hecho en la región en las últimas décadas, sino a la vitalidad de mediados de siglo. Es significativo que la muestra incluya el esbozo de un plano para la casa de una favela de finales de la década de 1960, obra de Carlos Nelson, arquitecto y antropólogo brasileño que fue pionero en el tema de la participación comunitaria y anticipó formas actuales de trabajo en los complejos de autoconstrucción.

2Véase los reportajes sobre un episodio que ejemplifica mejor que ningún otro la situación que venimos describiendo, en Cervantes, 2009, y La Jornada, 2009.

3Razones que deberían considerarse también a la hora de seducir e incitar irresponsablemente a muchas familias, mediante campañas publicitarias u otras fórmulas, a solicitar créditos que no podrán pagar. Máxime tratándose de personas con escasa educación en muchos casos, que desconocen a menudo las implicaciones financieras y jurídicas de los contratos que suscriben.

4El Autogobierno designó sus talleres con números para diferenciarse de los adscritos a la enseñanza tradicional, identificados con letras.

5Aunque inicialmente no gustó la idea de colaborar con una institución ligada al presidente Echeverría, relacionado con las masacres de 1968 y 1971, terminó imponiéndose una actitud más pragmática. Así ocurrió en 1973 cuando un grupo de obreros y líderes sindicales de un complejo industrial de Ciudad Sahagún (Hidalgo) acudió directamente a la ENA-Autogobierno para solicitar ayuda: querían viviendas y contaban con fondos otorgados por el Infonavit. La escuela brindó esa ayuda y la experiencia fue positiva en términos generales, pero el idílico caso de trabajar aprendiendo de los estudiantes resultó un tanto contraproducente en términos formativos, pues se alteró hondamente la dinámica académica; es decir, la respuesta a una demanda real difícilmente podía conciliarse con los muy distintos tiempos académicos y ritmos escolares.

8Las consideraciones del doctor Pedro Damián Pacheco Vázquez son producto de una entrevista con el autor, realizada por videoconferencia el 22 de agosto de 2016, dado que Pacheco disfrutaba de un año sabático en Portland, Oregón (Estados Unidos), donde continúa con su investigación sobre el tema de la vivienda accesible para grupos vulnerables.

9El papel protagónico del servicio social a este respecto se percibe también en otras instituciones. Los proyectos que presentaron en la XV Bienal de Venecia los miembros del Taller Max Cetto de la Facultad de Arquitectura de la UNAM, que remiten a diseños y construcciones de edificios para comunidades necesitadas, se plantearon precisamente como actividad de servicio social.

10Así lo señaló Marco Antonio de la Garza Garza, responsable en esa secretaría de la Dirección de Vinculación con Organizaciones de la Sociedad Civil, en una visita que realizó a la Facultad de Arquitectura de la UANL el 21 de septiembre de 2016, invitado por el autor.

11Conviene recordar a este respecto que aunque el imaginario colectivo mexicano identifica a Monterrey y a Nuevo León con prosperidad y riqueza, las estadísticas oficiales (INEGI) muestran que un tercio de la población del estado, casi toda concentrada en Monterrey y su área metropolitana, vive en condiciones de pobreza.

12Entrevista personal con el responsable de la carrera de Arquitectura (UANL), M. A. Carlos A. Ortiz González, el 23 de agosto de 2016. Ortiz circunscribe la atención de la Facultad en lo social a ciertas iniciativas individuales de algunos maestros y a encargos ocasionales de algunas dependencias de gobierno que se tramitan a través del área de Vinculación.

13Desde ONG como Techo Nuevo León y Architecture for Humanity Monterrey, hasta asociaciones como Hola Vecino, pasando por grupos profesionales de arquitectos –ligados al magisterio de Pacheco– como Comunidad Vivex y Covachita-Taller de Arquitectura (Núñez y otros, 2010). Proyectos de estos últimos grupos y Hola Vecino fueron presentados también en la XV Bienal de Venecia.

14Agradezco a los arquitectos Daniela Montiel Flores y Eduardo Ortiz González sus observaciones y comentarios sobre diversos aspectos de este tema.

15El “Código de ética” es un documento de 27 páginas fechado en la Ciudad de México el 21 de julio de 2011. La versión consultada, la más reciente, fue votada en Guanajuato el 22 de noviembre de 2012. Sorprende lo poco cuidada que está la redacción del texto, con abundantes faltas de ortografía.

16“El papel social del arquitecto debería ser más de orquestador. Por eso solamente nos llaman en una sola parte del proceso, y el proceso de producción social de vivienda necesita una orquestación (…) Y cuando hablo de orquestador estoy hablando más allá de ser un director”. Entrevista al arquitecto Antonio Gallardo (Sánchez, 2012: 295).

17De este modo, cada casa era diferente porque cada usuario trabajó con su familia a una velocidad distinta, además de modificar el diseño. Agradezco al doctor Pedro Pacheco haberme facilitado información al respecto.

18El señor Patricio Enrique Caso es actualmente director de Vinculación Institucional y Evaluación de Delegaciones del IMSS.

19Se remitió por correo electrónico un cuestionario a distintos directivos del IMSS a nivel nacional. El único que respondió fue el señor Patricio Enrique Caso, a quien agradezco desde aquí su tiempo y consideración. Su parecer quedó registrado en un correo enviado al autor el 12 de septiembre de 2016.

Recibido: 15 de Noviembre de 2015; Aprobado: 08 de Febrero de 2017

José Manuel Prieto González es licenciado en Geografía e Historia (especialidad en Historia del Arte) por la Universidad de Oviedo y doctor en Geografía e Historia (especialidad en Historia del Arte y de la Arquitectura) por la Universidad Complutense de Madrid. Actualmente es profesor e investigador en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Autónoma de Nuevo León, en Monterrey. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores de México, nivel I. Entre sus líneas de investigación se encuentran: el fenómeno de la arquitectura icónica y los macroproyectos en Monterrey, las relaciones entre el problema de la violencia (ligada al narcotráfico y al crimen organizado) y la imagen urbana, los imaginarios urbanos y las representaciones de la ciudad en la literatura, la vivienda social como no arquitectura, y la enseñanza de la arquitectura y la arquitectura social, entre otras.

Nota del autor: Este trabajo es producto del desarrollo de una ponencia presentada en la 94ª reunión de la Asinea (Asociación de Instituciones de Enseñanza de la Arquitectura de la República Mexicana, A. C.), celebrada en Chihuahua, Chih., México, entre el 3 y el 5 de noviembre de 2015, con el tema “Relación crítica entre arquitectura y espacio físico-social”.

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